N° 10: Apresúrate a huir de lo que ponga en riesgo la libertad de tu corazón, sentimientos y recuerdos.
Capítulo diez de libro Reglas para no enamorarse
Con el corazón latiendo a toda velocidad, Emily amartilló1 el arma y apuntó a la nuca de Sebastien. Él se paralizó de inmediato y se puso completamente rígido. Desde su posición detrás de él, ella podía ver el rostro pálido de su hermano, su cabeza colgando floja y sus ojos cerrados. El conde seguía rodeando con sus manos el cuello de Jeremy, pero ya no ejercía presión.
—¿Serías capaz de apretar el gatillo? —preguntó, y su voz sonó peligrosa. Tanto, que las rodillas de Emily se aflojaron y la garganta se le secó. Aun así, su pulso no tembló y la mano que sostenía la pistola no se desvió de su objetivo.
Cuando vio a Jeremy interponerse en el camino, supo que algo muy malo sucedería, su hermano no permitiría que la alejaran de él, y Sebastien no era un hombre acostumbrado a que le llevaran la contraria. El miedo la había petrificado por un momento, pero pronto la ira corrió por sus venas. Y no solo eso, sino un imparable instinto protector; Jeremy era su vida y no podía soportar que algo le pasara.
Desesperada, había gritado con todas sus fuerzas para que no se enfrentaran y para que el conde se detuviera. Sin embargo, ellos no habían escuchado sus súplicas y demandas, concentrados en golpearse mutuamente.
Sabía lo que impulsaba a Jeremy, pues su hermano conocía parte de su historia con Gauss. Aunque no todo, solo el daño que él le había causado y por el que lo había terminado odiando. Pero no comprendía la violenta furia con la que Sebastien había arremetido contra el que creía su amante. Teniendo en cuenta su historia y su pasado, estaba claro que la detestaba y la odiaba tanto como ella a él, o tal vez aún más.
Desesperada, había golpeado su espalda, pero Gauss estaba tan ciego y fuera de sí que fue en vano. Quiso gritarle que era su hermano, y la angustia por no poder hacerlo casi la mata. Ese era un secreto que no podía develar, no si quería mantenerlo protegido. Había muchas razones por las que nadie podía saber que Jeremy era su hermano.
Al ver que este perdía el conocimiento y que Gauss seguía desatando su enojo y comenzaba a asfixiarlo, el terror la empujó a tomar una drástica medida.
Y allí estaba, apuntando con un arma al hombre al que una vez había amado con locura, incluso más que a sí misma. Pero ya no… ya no.
—No lo dudaría ni por un solo segundo. Suéltalo ahora mismo, maldita sea, no lo repetiré —contestó finalmente, su voz endurecida. Sebastien se tensó más todavía y soltó el cuello de Jeremy, dejándolo caer sin cuidado al suelo.
—Ahora levántalo y mételo en el carruaje —le ordenó, intentando ocultar el temblor de su voz con un tono autoritario—. ¡Hazlo! —apremió cuando él pareció vacilar, y se alejó unos pasos para darle espacio, pero no dejó de apuntarle.
Él se agachó y alzó el cuerpo desvanecido de Jeremy, no pareció hacer demasiado esfuerzo, su musculosa anatomía superaba ampliamente la desgarbada y delgada contextura del más joven. Luego lo aventó por la puerta abierta del coche y lo soltó como si fuese basura. Su pecho subía y bajaba agitado por la furia.
—Apártate del vehículo, despacio, y no intentes nada o te hago un agujero —le dijo ella señalando con la mano libre un carruaje ubicado muy cerca y rogando que no apareciera nadie por el patio.
El conde se giró hacia ella, y su directa mirada de odio por poco le hizo resbalar el arma. Más no se dejó amilanar, sino que su postura y puntería se afianzaron.
—¡Levanta las manos! —exclamó con dureza y, acercándose con cautela, abrió la puerta del otro carruaje—. Entra —le ordenó, los nervios amenazando su compostura, pensando que si él se negaba, no sabría cómo proceder.
El conde no se movió ni un ápice ni acató su orden de levantar los brazos. Todo lo contrario, los mantenía junto a su cuerpo, apretando los puños con fuerza. El antifaz negro que antes ocultaba sus rasgos se había caído en algún momento de la refriega, y sus ojos violetas la estaban taladrando con tanto desdén y frialdad, que sintió un nudo apretando su estómago. Se miraron fijamente, ella intentando ocultar su temor, y él despidiendo rechazo por sus pupilas. Hasta que el sonido de voces acercándose a la puerta trasera de la mansión los sacó de su enfrentamiento silencioso. Sebastien apretó la mandíbula y subió al carruaje con el cuerpo rígido. Una vez dentro, clavó la vista en ella nuevamente, y lo que vio en su mirada logró que se sacudiera hasta las entrañas.
—Jamás pensé que llegaría el día en el que me apuntarías con un arma para salvar a otro hombre —dijo con tono bajo y frío—. Te juro, te juro por lo más sagrado, que te arrepentirás por esto, Emily —sentenció; su voz, letal y tenebrosa; sus ojos, vacíos.
—Ya lo hice hace dos años. Hasta nunca, Sebastien Albrigth —replicó ella. Cerró la puerta del coche con ímpetu y la trabó por fuera.
Temiendo mirar al interior, volteó hacia su carruaje y, subiendo al pescante, guardó entre sus ropas la pistola y procedió a salir de la propiedad. Mientras maniobraba con cuidado el vehículo, dirigiendo a los caballos por el apenas iluminado camino, su corazón no dejó de latir alocadamente en su pecho. Guio con más ahínco a los animales, como si acelerando pudiese huir del caos que inundaba su interior. La imagen de los ojos de Gauss, llenos de odio y algo que no se atrevía a analizar, la perseguían. Y sabía que no se libraría de ese recuerdo que invadiría sus sueños como aterradoras pesadillas. En mala hora tenía que haberse atravesado en su camino el conde de Gauss. Solo quedaba esperar que aquella fuera la última vez en la que tuvieran que enfrentarse.
Apuró a los caballos y rogó por que su deseo se cumpliera. A pesar de que, dentro suyo, una voz le repetía que ese final entre el Halcón blanco y ella distaba mucho de acabar allí.
Todo lo contrario, tenía la terrible certeza de que apenas comenzaba…