CAPÍTULO 3

N° 3: Jamás permitas que su recuerdo acelere los latidos de tu corazón.

Capítulo tres del libro Reglas para no enamorarse

Su caballo sudaba y resoplaba agitado cuando por fin lo detuvo frente a las escaleras de Sweet Manor, la propiedad campestre del duque de Stanton, quien hacía escasos meses había contraído matrimonio con su hermana pequeña, Elizabeth. Ambos habían protagonizado uno de los escándalos más resonantes en la historia de la sociedad inglesa, con fuga a Gretna Green, Escocia, incluida, y un intento de asesinato por parte del novio abandonado, quien resultó ser un espía francés, además de su primo político.

El mayordomo lo recibió y un mozo de cuadra tomó las riendas del animal.

—Buenas tardes, Smith. ¿Se encuentran los duques? —preguntó Sebastien con prisas, mientras entraba y se quitaba los guantes.

—Sí, milord, acompáñeme —respondió el serio y delgado mayordomo, emprendiendo la caminata por el vestíbulo.

Al llegar a la puerta cerrada del despacho del duque, el sirviente llamó varias veces con sus nudillos, suavemente, pero nadie respondió. Algo alarmado, Sebastien lo hizo a un lado y abrió la puerta de golpe. Y la imagen que encontró aclaró la nula respuesta que habían recibido.

Los duques estaban besándose con loca pasión. Nicholas, sentado en su silla tras el escritorio y Lizzy, sobre sus piernas.

El mayordomo carraspeó incómodo, y ese sonido pareció arrancarlos de su nube de deseo.

El primero en reaccionar fue su cuñado, que dejó de besar a su esposa de improvisto y abrió un poco los ojos por la sorpresa de verlos. Elizabeth se echó un poco hacia atrás y volteó confundida hacia ellos. Lo siguiente fue que, soltando un grito, arrancó las manos que su esposo mantenía todavía sobre su trasero y, agitada, intentó levantarse, pero terminó por aterrizar en el suelo.

Sebastien soltó una fuerte carcajada al contemplar aquella escena. Nick sonrió también y, moviendo la cabeza, se puso en pie y extendió una mano a su esposa, que había desaparecido bajo el escritorio. Cuando se puso de pie, ella tenía las mejillas ardiendo, el pelo revuelto y los labios hinchados y rojos.

—Smith, ¿por qué no llamaste? —preguntó algo molesto el duque, mirando a su sirviente mientras abrochaba los botones de su camisa.

El hombre pareció anonadado con la pregunta y miró de reojo al conde.

—Lo hizo, cuñado. Pero estabas tan concentrado en devorar a mi hermana que no lo oíste —contestó por él Sebastien, reprimiendo la risa al ver la expresión mortificada de ella.

—Smith, por favor, trae un refrigerio para mi hermano —le pidió Elizabeth sofocada, mientras trataba de recomponer su apariencia—. Aah… y, Smith, ni una palabra a nadie… —le advirtió al sirviente, que solo asintió y se marchó, no sin tratar de ocultar una mueca divertida.

—¡Tú! Ya deja de reírte a mi costa —le exigió Lizzy frunciendo el ceño y acercándose para abrazarlo.

—Está bien. Prometo tratar de hacerlo si terminas de subirte el vestido —le susurró travieso y luego rio maliciosamente cuando la observó bajar la cabeza. Ella, al ver el escote de su vestido desgarrado y la tela de su corsé desprendido, asomando por él, soltó otra exclamación, se cubrió el pecho con los brazos, fulminó a su marido con los ojos y salió a toda prisa del cuarto.

—¡Lo siento, ángel! —le dijo el duque alzando la voz sobre la risa de Gauss—. Bienvenido, Gauss, no esperaba verte tan pronto. Toma asiento —lo saludó él, se sentó nuevamente y señaló el asiento frente a él.

—Siento la interrupción, Bladeston —respondió, todavía sonriente.

—No te preocupes, no es nada que no pueda terminar más tarde —bromeó el duque y se deleitó viendo la mueca de asco que hacía el celoso hermano protector.

—Ni lo digas, ya tuve suficientes demostraciones por hoy —dijo con sarcasmo.

—Bien. ¿Qué te trajo tan pronto de vuelta? Creía que estabas buscando a tu prima —le preguntó, con curiosidad, su cuñado.

—Precisamente eso. Necesito hablar con ustedes sobre lady Emily —anunció con una mueca de fastidio.

¿Qué pasó?, ¿diste con ella? —inquirió Lizzy, que había oído su última frase. Había recompuesto su aspecto y cambiado el vestido destrozado por uno de color verde oscuro. Sentándose en el apoyabrazos del sillón del duque, lo miró inquisitivamente.

—Eso creo. Hace cinco días estuve con ella —respondió lacónicamente.

¿Crees? ¿Y en dónde está? —siguió interrogándolo, preocupada.

—Huyó. Y no está sola, un hombre la ayuda —contestó de forma escueta, no quería revelar a nadie los detalles sobre la vida que Emily llevaba, y menos que él había permanecido un día entero dormido por una droga que ella le había suministrado.

—Pero… ¿por qué?, ¿en dónde estaba? —preguntó confusa.

—En una pensión. Y luego se esfumó, no sé por dónde seguir —mintió, con deliberación, Sebastien.

¡Oh!… Yo… creo que debo decirles algo. No lo hice antes porque… creí que la hallarías —comenzó a murmurar su hermana—. Uhm…, yo reconocí a Emily casi de inmediato, el día que estuvo aquí —terminó, atropelladamente, la joven, mirándolo abatida.

¿¡Qué!? ¡Elizabeth! ¿¡Por qué!? Llevo dos meses tras ella y la tenía justo aquí. Si no te hubieses callado, podría haberla detenido antes de que desapareciera y así haber terminado con esta estupidez de andar tras esa mujer loca. ¡Ahora puede estar en peligro! —exclamó, molesto, Sebastien, tirando de su pelo con frustración.

—Lo siento, Sebastien. Es que la vi en buen estado y, cuando nuestros ojos se encontraron, creo que ella percibió que sabía quién era porque su mirada me suplicó silencio. Y en vista de que se había arriesgado viniendo hasta aquí por Clarissa, no pude traicionarla —confesó ella con expresión triste y arrepentida.

—Bueno, eso fue una insensatez, pero ya está hecha. Deberíamos concentrarnos en lo que importa, seguir buscando a su prima —intervino el duque, mediando entre el gesto acongojado de su esposa y el rostro furioso e incrédulo de su cuñado.

—¡No puedo creerlo, Elizabeth! Pero tienes razón, Bladeston, por eso estoy aquí. He llegado a la conclusión de que la única manera en la que podré terminar con esto es conociendo lo que motivó la huida de mi prima —dijo, negando con la cabeza y suspirando tenso.

—Sí, tenemos que saber las razones por las que desapareció tan drásticamente —sumó, pensativo, Nicholas.

—Entonces sé a quién podemos recurrir, a la persona indicada para darnos información. Y es nuestra tía; Margaret debe saber algo —vaticinó, esperanzada, su hermana.

Lady Asthon salió junto a mi madre y Clarissa para hacer las compras de su ajuar de novia, así que tendremos que aguardar su regreso. Es un buen plan, ángel —contestó el duque acariciando el brazo de su esposa.

—Mientras esperamos, podemos merendar. Vamos al salón verde —les indicó Lizzy, llevándolos al otro cuarto, donde el mayordomo ya había dispuesto la merienda.

Entrar allí le hizo rememorar la visita de Emily. A pesar de la cercanía, no había podido reconocerla. Aunque sí había llamado su atención, no solo por su atrayente atractivo, como por el halo de misterio que la rodeaba.

Ella había cambiado mucho, su transformación era impresionante. Además de llevar otro color de cabello, el atuendo que vestía era muy distinto al vestuario que solía usar. La hacía parecer otra mujer. Una sensual, experimentada y más madura mujer.

«Exótica, intrigante y subyugadora».

Después de disfrutar de la comida, el conde subió a una habitación de visitas. Cansado, se recostó en la enorme cama, y las imágenes que bullían en su interior inundaron su mente.

Su corazón se aceleró de la misma manera en que lo había hecho cuando posó los ojos en aquella bailarina del club. Recordaba la conmoción que sintió cuando la mujer enmascarada, la que creía una sensual prostituta, lo había drogado.

Al tomar del vaso, el whisky le había parecido algo amargo, pero estaba tan encandilado observando a la joven que no le había prestado atención a eso.

Sin embargo, el peso de las palabras de esa supuesta desconocida nombrando su título fue el primero de los indicios que, seguido por un fuerte mareo y la sensación de parálisis en su cuerpo, le terminaron por develar su identidad.

Al instante, entendió la razón por la que la mujer estaba excesivamente nerviosa. Que en ningún momento había mantenido contacto visual con él y que permanentemente se había esforzado por guardar distancia.

Con la visión nublada y la lengua hinchada y pastosa, la observó y cayó en cuenta de ese pelo negro, esos labios gruesos y carnosos. Su postura erguida y cómo inclinaba la cabeza hacia el costado. Todos rasgos que la delataban, indiscutiblemente.

Su ardiente y voluptuosa figura era otro cantar.

La Emily que él recordaba era una muchacha delgada y algo desgarbada, que apenas se convertía en mujer. Y en las ocasiones posteriores, en las que habían coincidido, la ropa que usaba no le había permitido ver demasiado. Ciertamente, nunca había visto esa escultural y excitante silueta que tenía.

Pero mientras su mente se apresuraba a la inconsciencia, fue que recibió la confirmación. Ella se acercó a su cuerpo inmóvil y lo besó. Y aunque aquel gesto solo había sido un leve roce, fue suficiente… El mismo sabor, la misma suavidad y, sin duda, iguales sensaciones del pasado lo invadieron tan solo con ese pequeño toque.

La certeza llegó, y sus palabras finales impactaron sobre él como un violento huracán, arrasando con su cordura, su tranquilidad y sus sentimientos.

«Hasta nunca, Bastien», le había susurrado ella, usando ese diminutivo que nadie más empleaba. Llamándolo de aquella manera, que infinidad de veces había añorado en el pasado.

Y luego se fue, se alejó. Apartándolo de su vida nuevamente. Y sin poder moverse, la vio alejarse. Sintiendo esa lágrima derramada sobre él como una extensión de su propio desgarrado corazón.

La Dama Negra era Emily Asher. Y nada había cambiado, seguía odiándola con la misma intensidad con la que siempre la amaría.