CAPÍTULO 23

N° 23: Me llevó a la casa del banquete, y su bandera sobre mí fue amor.

Cantares 2:4

Capítulo veintitrés del libro Reglas para no enamorarse

¿Cómo está? —oyó decir a una voz familiar, colándose lentamente en su negra inconsciencia, hasta que los fragmentos de conversaciones le llegaron con nitidez.

—Creo que bien, tía. El médico dijo que su corazón sufrió palpitaciones muy fuertes, y eso sumado a la enorme ingesta de alcohol le provocaron la pérdida del conocimiento, solo debe descansar —respondió, con tono preocupado, Lizzy.

—Eso está bien, porque este muchacho me debe una explicación. Esta noche terminó en tragedia, juro que faltó poco para que estirase la pata cuando vi aparecer en el salón a mi sobrina fuera de sí, despeinada y con su vestido de novia desgarrado. Y eso sin contar el enfrentamiento con ese joven misterioso, al que tienen encerrado —rebatió, con acritud, lady Asthon.

Sebastien, quien ya había despertado y se mantenía inmóvil, intentando reunir fuerzas, abrió los ojos y se incorporó de golpe. Un dolor punzante y agudo cruzó su cráneo, pero lo ignoró, apartó las mantas y bajó los pies al suelo alfombrado.

—Sebastien, despertaste, ¡espera, no debes levantarte! El doctor dejó indicaciones sobre… —Su hermana calló al ver su rostro desencajado.

¿Dónde está mi esposa? —preguntó con urgencia—. ¿¡Dónde está ella!? —demandó frenético, dejando a la duquesa anonadada.

—Le sirvieron un té de hierbas, pues Emily estaba muy afectada, y la instalaron en la habitación al final del pasillo. Pero lo mejor será que esperes hasta…

Sebastien no se quedó a oír el resto. Apresuradamente, cruzó el pasillo y arribó a la alcoba indicada. Su pecho ardía y su cuerpo temblaba tanto, que por momentos su visión se oscurecía. Sin perder más tiempo, entró en el cuarto y sus ojos encontraron la cama vacía. Traspasó la entrada y cerró la puerta con llave. A continuación, fijó su vista en la ventana y allí la encontró. Se había quedado dormida, acurrucada en posición fetal. Ya no llevaba su vestido, sino una bata de seda gris por la que se adivinaba la tela del camisón color burdeos. Sebastien cruzó la habitación y se detuvo frente a ella. Su rostro estaba marcado por el rastro de su llanto, y él pensó que no la había visto llorar desde hace mucho tiempo. No desde esa tarde, cinco años atrás, cuando todo había cambiado y su historia de odio y sufrimiento había empezado.

Un nudo de dolor le oprimió la garganta y sus propias lágrimas inundaron sus ojos. «Por qué, Em… por qué no me dijiste la verdad. Si te lo pregunté, si deseaba creerte. Lo habría hecho sin dudar», pensó acariciando con infinita suavidad su mejilla.

Incapaz de seguir sosteniendo su propio peso, el conde cayó de rodillas y un gemido de angustia brotó de su pecho. La joven se sobresaltó levemente y sus ojos se abrieron.

—Bastien… estás… estás bien —musitó con voz quebrada.

—Emily, dime por qué, por qué no me lo dijiste, por qué me mentiste. ¡Por qué destruiste nuestro amor, nuestras vidas!, ¡creí que me amabas, que significaba para ti lo mismo que tú para mí, lo suficiente como para que confiases en mí! —le reclamó, apartando su mano y dejando salir su llanto, sus lágrimas. Dejando brotar tantos años de dolor y resentimiento.

Emily lo observó tan conmocionada como él, y su labio inferior tembló.

—Y lo hacía, te amaba. Tú eras mi razón de ser —declaró ella con desesperación—. Tú no significabas lo suficiente, tú lo significabas todo, hasta mi misma vida —terminó, su voz entrecortada por la emoción.

—Entonces por qué no me lo dijiste, te di la oportunidad de hacerlo —preguntó Sebastien, incapaz de refrenar sus lágrimas de angustia.

—Porque él… ese hombre me amenazó con matarte. Él, de algún modo, sabía que me estabas cortejando y me dijo que te detestaba y que podía acabar muy fácilmente contigo. Me advirtió que, si alguien se enteraba de lo que me había hecho, la próxima sería Elizabeth. Y yo no podía permitirlo, no podía ser la causante de que algo les sucediese. Pensé… pensé que habiendo sido ultrajada, ya lo había perdido todo, y tú no merecías una mujer mancillada —confesó sollozando.

Él sintió sus palabras como una patada en el estómago, el dolor de su esposa partía su alma en cientos de pedazos. Las náuseas regresaron al comprender cuán equivocado había estado, cuán mal la había juzgado. Cuánto daño le había causado.

«Ella lo hizo por mí, por mi hermana. Ella nunca me ha traicionado, pero yo sí. Yo soy un desgraciado, un miserable canalla».

—Oh, Dios Santo... Emily…, mi amor..., lo siento, lo siento tanto. Nunca podré perdonarme... ¿Que no me merecías?, yo soy quien no merece nada —exclamó con voz afligida y destrozada. Sus lágrimas mojaban la falda de la joven, mientras el cuerpo del conde se convulsionaba con cada llanto.

Emily sintió su corazón comprimido al verlo tan débil, tan quebrado. Incapaz de seguir quieta, se dejó caer sobre sus rodillas y envolvió a Sebastien entre sus brazos temblorosos; él la apretó contra su cuerpo y se mecieron, intentando consolarse. Juntos descargaron la agonía de su desdicha. Sus cuerpos se fundieron, y sus lágrimas derramadas lograron que toda una vida de sufrimiento se diluyese con ellas, hasta borrar ese abismo de años de separación y distancia, odio y resentimiento. Hasta que aquel calor de antaño resurgió en su interior y solo quedó el rastro de su tormento.

Ella se alejó un poco y levantó la cabeza derrotada de Sebastien, haciendo que sus ojos se encontraran. Su mirada era triste y vacía, tan vulnerable que la necesidad de aliviar su culpa la avasalló. En un impulso, tiró de él y unió sus bocas, sin prisas ni desafíos, solo un beso de reconocimiento, de entrega y rendición. Sus labios se abrieron sobre los de él y lo besaron sin ambages ni secretos, libres ya de artilugios y estrategias, solo transmitiéndole una dulce promesa. El conde la rodeó con sus brazos y la pegó tanto a él que pudo sentir sus pulsos agitados latir al unísono y la vibración que salió de su garganta cuando él gimió y tomó el mando en su boca.

Poco a poco, el temor que siempre la atormentaba al pensar en ser tocada por un hombre y las recurrentes pesadillas que inundaban sus sueños desaparecieron. Emily interrumpió el beso y miró a su marido con determinación en sus pupilas dilatadas, él le devolvió la mirada, conteniendo su voraz necesidad, y tomó a la joven por la nuca hasta unir sus frentes.

—Em… ¿estás segura? Lo que sufriste… yo… quiero esperarte, es lo menos que puedo…

—Shh, calla, por favor. Te necesito, olvidemos nuestras culpas, nuestros remordimientos, olvidemos lo que perdimos y en quien nos hemos convertido, y ámame, Bastien, solo ámame —le rogó, su aliento acariciando los labios del hombre.

—Oh, Dios… Sí. Te deseo, Emily… Te amo, te amo… Nunca he dejado de hacerlo, aunque trate de convencerme de ello —jadeó él, acariciando sus cabellos, sus hombros y su espalda, todo lo que estaba a su alcance, con reverencia y embeleso.

La joven se estremeció y volvió a unir sus bocas para decirle con su cuerpo lo que su corazón henchido de felicidad no le permitía. Olvidando el banquete y lo que existía fuera, Bastien la tomó en brazos y, tras depositarla sobre la cama, se despojó de la única prenda que conservaba y, con manos temblorosas, le ayudó a quitar las suyas.

Con sus deseos expuestos y sus pieles desnudas, ambos se recostaron hasta que el cuerpo del conde la cubrió como una bandera. Los labios masculinos recorrieron cada fragmento de piel de la joven, bebiendo de ella con ardiente ansia, y sus manos esculpieron sus formas como si de la más preciosa de las joyas se tratase. Ella correspondió abriéndose a la invasión del hombre, como una flor deseosa del sol de verano, y dejó que su cuerpo se liberara de la prisión de tantos años de soledad y ausencia, y se unió a la febril danza que inició su esposo en su interior extasiado.

La noche fue testigo de su dulce entrega, del reencuentro de sus almas y del resurgimiento de su amor. Ya no hubo lágrimas ni lugar para reproches, solo sitio para la pasión y la unión de dos almas atormentadas que por fin encontraban el alivio y la paz que solo el perdón y la verdad podían brindar