CAPÍTULO 33

N° 33: Solo un corazón que ama incondicionalmente es capaz de enfrentarse a todo por amor, incluso al destino que, implacable, pretende imponerle reglas para no enamorarse.

Capítulo treinta y tres del libro Reglas para no enamorarse

La distancia que separaba la mansión del marqués de Arden de la propiedad del conde no era mucha, por lo que en pocos minutos Sebastien y los demás, quienes habían salido detrás suyo, arribaron a esta.

Frente a la puerta había un carruaje estacionado y, en ese momento, Sebastien observó que se trataba del coche de Baltimore y que las damas que se aprontaban a subir eran la condesa y su hermana.

—Sebastien, buenos días —lo saludó, sonriente, Lizzy, desviando la vista al resto de la comitiva y mutando a una expresión preocupada cuando se percató de sus rostros tensos.

¿Qué sucede? —dijo lady Clarissa, verbalizando los pensamientos de su amiga.

—Pequeña, ¿qué haces aquí?, creí que habías quedado exhausta y que estarías levantándote en este momento —le preguntó Steven, acercándose a su esposa y esbozando una sonrisa que no llegó a sus verdes ojos.

¿Nos dirán qué está pasando?, ¿encontraron al hombre que tiene a lady Asher—inquirió, con su habitual modo directo, Lizzy, adivinando la táctica de distracción de Baltimore.

—No puedo decirles nada ahora, debo partir de inmediato. Sus esposos les explicarán —intervino, impaciente y demasiado ansioso, Bastien, y haciendo una seña a su cuñado y a su amigo para que lo siguiesen, volteó hacia la casa.

—Un momento, Gauss. Steven y yo también queremos ir contigo —afirmó Nicholas.

Sebastien miró sus gestos decididos y asintió en respuesta. Solo quería partir de inmediato.

—Como quieran, entraré unos minutos para hablar con mi esposa y pedir mi carruaje, y nos marcharemos —accedió, pero antes de dar un paso, la voz de su hermana lo detuvo.

—Emily no está en la casa.

¿Qué? ¿Pero dónde ha ido? ¡Le dejé muy claro que no podía salir de la mansión sin protección! ¿¡Dónde demonios está!? —exclamó, molesto y angustiado, Sebastien.

¡Pero tranquilízate!, ella no está sola ni corre peligro. Vinimos a traerle su equipaje y se nos antojó salir a dar un paseo, el parque está a un par de cuadras y sería solo un rato —explicó Lizzy, desconcertada por la actitud de su hermano.

—¿Y entonces por qué solo están ustedes aquí? —preguntó Ethan y, por su expresión, no esperaba una respuesta agradable.

Sebastien sintió un frío recorrer su espalda, y un espantoso presentimiento golpeó en su interior, deshaciendo la poca tranquilidad que conservaba y sumergiéndolo en una nube de locura.

—¡Contesta, Lizzy! ¿¡Dónde está Emily, dónde!? —vocifero, volviendo sobre sus pasos con premura y agarrando los hombros de ella con frenesí.

—Emily… ella se encontró con su padre en Hyde Park, y Lord Landon la invitó a almorzar —respondió, consternada, Clarissa, pues la duquesa solo había atinado a mirar anonadada al conde y, al oírla decir aquello, sus ojos se abrieron con espanto ante el efecto devastador que sus palabras provocaron en Gauss.

El sonido del agua colisionando contra la piedra fue lo primero que oyó Emily al regresar de la inconsciencia. Sintiendo su boca pastosa y su lengua hinchada, la joven abrió los ojos y rápidamente volvió a cerrarlos, tratando de mitigar el atroz mareo e intenso dolor que cruzó su cráneo. Tras unos segundos de inmovilidad, Emily volvió a intentarlo y casi deseó no haberlo hecho, pues lo que tenía frente a sí era la perfecta materialización de sus peores pesadillas.

—Hasta que la zorrita despierta —dijo él con gesto lascivo en su cara cubierta de marcas, parado a solo unos pasos. Su gigante anatomía la amedrentaba y su presencia la atemorizaba.

Esa voz, ronca y grave… Esos ojos fríos, vacíos y sombríos.

Eran la razón por la que no había identificado de inmediato la identidad de su violador. Eran el motivo por el que en sus atormentados recuerdos no aparecía la voz nasal e irritante que Fermín de Moine tenía. Quien la había amenazado el día en el que fue deshonrada no había sido Fermín, sino el adusto sirviente de su padre, al que nunca había oído decir una palabra y cada vez que lo visitaba, permanecía cerca del marqués como un perro fiel.

—Tú… —balbuceó ella, sentándose de golpe en el jergón sobre el que estaba y refugiándose en un rincón, lo más lejos que sus manos y pies atados le permitieron llegar.

El sirviente soltó una carcajada hueca y, en dos zancadas, cubrió la distancia que ella había puesto, agachándose y cerniéndose sobre ella, que se tensó y apartó la cara hacia el costado contrario.

—¿Crees que podrás alejarte de mí, zorra? —dijo, lanzándole su fétido aliento sobre el rostro. Al no obtener respuesta, la tomó por la barbilla y, tirando con brutalidad, la obligó a mirarlo—. Pues no. Esta vez, hiciste enojar mucho a tu papi. Y después de que el jefe se ocupe de ti, será mi turno de divertirme contigo —declaró él con dureza, delatando mientras más hablaba su procedencia humilde.

Emily se esforzó en sostenerle la mirada sin demostrar el terror que sentía, pero cuando el sirviente se pasó la lengua por los labios y su mano descendió por su cuello para apretar con saña su seno derecho, su cuerpo tembló con violencia, lo que demostraba el miedo que se había apoderado de ella y que la paralizaba, impidiéndole hacer lo que su conmocionada mente le exigía: «defiéndete, golpéalo, ¡huye!».

—Así me gustas más, dócil, temblorosa y aterrorizada —siguió diciendo el hombre, manoseando sus senos con brutalidad y babeando su cuello—. Estoy seguro de que, esta vez, el Diablo me dejará saciar las ganas que tengo de su hija, sobre todo, desde que se enteró de su otra identidad: la Dama Negra y la cómplice del bastardo de Jeremy, y no me obligará a solo observar que otro lo haga. Aunque créeme que ver cómo el imbécil del francés te desvirgaba, mientras tú te resistías aún drogada, fue una de las cosas más excitantes que vi —continuó el matón, dejando caer su tórax sobre ella, y bajó una mano y la metió bajo su vestido color salmón para tocar su pierna cubierta por las medias. Emily sollozó al sentir a través de la tela la palma callosa subiendo por su piel, acercándose a su intimidad, y su cuerpo reaccionó súbitamente.

¡Deténganlo! —ordenó el magistrado justo cuando Sebastien se disponía a subir a su carruaje tras Jeremy, que estaba tan desesperado como él. No podía siquiera respirar con normalidad, aterrado al saber que su mujer estaba en manos de ese malnacido.

—¡Suéltenme!, ¡debo buscar a mi esposa! ¡Malditos, los mataré si no me liberan ahora! ¡Déjenme, Emily me necesita! —gritaba fuera de sí, maldiciendo y debatiéndose violentamente entre Ethan y Steven, quienes, ejerciendo su máxima fuerza y esquivando sus puñetazos, lo habían bajado del coche y depositado sobre el suelo, donde él se sacudía vociferando como un salvaje.

—Serénese, Gauss, y escúcheme un momento. Mi intención es ayudarlo, y si después de oírme sigue con la idea de ir hacia donde sea que iba, le doy mi palabra de que nadie lo detendrá —le prometió John Seinfeld poniéndose de cuclillas junto a él.

—Hable —respondió él adusto, deteniendo sus forcejeos, y una vez libre del agarre de sus amigos, se incorporó sobre sus pies.

—Su padre me escribió pidiendo mi ayuda y la de Bow Stree. Me puso al tanto de la situación y me pareció que querría saber lo que los agentes y mis empleados encontraron al investigar al tal Diablo —inició el alto magistrado, bajo el intenso escrutinio de los presentes.

¿Qué averiguaron? —preguntó Nicholas incapaz de refrenar su ansiedad.

—Como sabrán, el Diablo lleva años manejando un muy lucrativo comercio de contrabando de mercadería e información entre Inglaterra y Francia. Tiene muchos socios, pero como todo negocio, también se ha granjeado bastantes enemigos. Uno de ellos habló, por unas libras lo soltó todo. Información detallada sobre su red de espionaje, la ruta ilegal de contrabando, los nombres de los peces gordos que lo protegen y que apartan convenientemente la vista, y lo más importante, su identidad y la ubicación de su madriguera —prosiguió Seinfeld con obvia satisfacción.

—Ya sabemos quién es y en dónde tiene a la madre de mi esposa. Se ha llevado a Emily seguramente a ese mismo sitio —contestó Sebastien con aprensión.

—Por ese motivo no lo dejé partir. Tengo a varios de mis agentes tras su pista, y uno me ha dado aviso de que el marqués no ha abandonado la ciudad y sé dónde probablemente retiene a lady Gauss —rebatió Seinfeld, y la esperanza resurgió de las cenizas que cubrían el alma del conde.

Las rodillas de Emily se elevaron con veloz puntería y dieron en las partes pudientes del malnacido. El gigante la soltó y se dobló sobre el mugriento suelo, llevándose las manos a la ingle y retorciéndose con un alarido de dolor.

Sin perder tiempo, ella se paró y comenzó a alejarse, dando frenéticos y torpes saltos. Se encontraba en una especie de almacén y, por el ruido del exterior y el fétido hedor, estaban cerca del puerto. Con alivio, comprobó que la puerta de madera estaba semiabierta y, con prisas, se coló por la abertura. No había dado ni un paso cuando sintió el cañón de un arma apoyarse en su sien derecha, inmovilizándola y helándole la sangre.

¿A dónde crees que vas, querida? —dijo una voz amenazante.

¿Por… por qué haces esto, padre? —sollozó Emily, girando despacio la cabeza para mirar a su progenitor de frente, esperando encontrar al hombre amoroso y dadivoso que había conocido y que la había cuidado desde que tenía uso de razón. Mas no lo halló, no había ni un rastro de humanidad, remordimientos ni piedad en su ambigua mirada.

—Eso mismo te pregunto yo a ti. Tú eras mi niña, la luz de mis ojos, eras lo único bueno que me había sucedido en la vida. La única persona que me amaba en este mundo, ¡pero me traicionaste! —vociferó, desquiciado, Caleb.

¡No, no lo hice! Yo solo quería encontrar a mi madre y ayudar a mi hermano, a tu hijo, ¡el mismo hijo que secuestraste y torturaste! —gritó, con vehemencia, Emily, pero la fuerte bofetada que él le dio calló sus acusaciones.

—¡Esa bazofia no es nada mío!, ¡no vuelvas a decir que ese maldito es mi hijo! Ni niegues que me traicionaste, eres igual de mujerzuela que tu madre. ¡Te metiste con el hijo del bastardo de Arden!, ¡te casaste con el heredero de mi peor enemigo! —le reprochó con odio, agarrándola del brazo y arrimándola a él con violencia. Su cara deformada por el resentimiento y sus pupilas oscurecidas de demencia.

—Pero… pero ¿cuál es la razón por la que odias a Sebastien y a su padre? Ellos nada te hicieron —dijo, en un resuello, ella.

—Eso no te importa, confórmate con saber que odio al bastardo de Arden y a todo lo que provenga de él —aseveró con los ojos inyectados en odio.

Y Emily pensó con temor que, después de todo, sí que estaba totalmente desquiciado. Su padre estaba enfermo de maldad y resentimiento.

—Tráela, Jackson. Está inconsciente y amarrada en el carruaje —ordenó el marqués, mirando por encima de su cabeza.

A continuación, el sirviente pasó por su lado, dedicándole una letal mirada que prometía un doloroso castigo, y se alejó hacia el coche estacionado a un costado. En segundos, reapareció con un bulto cargado en sus brazos y, al detenerse frente a ellos, ella reconoció el rostro de la persona que sostenía.

—¡Madre! —Volvió a sollozar con pasmo y dolor Emily, haciendo ademán de acercarse a Amanda, pero su padre se lo impidió y, tras indicar al otro que lo siguiese, comenzó a arrastrarla detrás de él. Sin miramientos, la empujó hacia el jergón de paja donde Emily aterrizó con un golpe seco, y después Jackson depositó el cuerpo desvanecido de la marquesa a su lado.

—Prepara todo para partir, ya sabes qué hacer —le encomendó a su sirviente el Diablo, y luego se inclinó para comprobar el estado de su esposa.

¿Có… cómo pudiste hacer todo esto? Secuestraste a mamá, te fingiste loco y apartaste de nuestro lado a Jeremy —reprochó con el pecho hirviendo de rabia y sufrimiento.

—No tuve alternativa, la estúpida de tu madre me oyó conversar con Jackson sobre un castigo que le daría a esa escoria, me siguió y descubrió que el bastardo estaba vivo. Me amenazó con largarse y pedirle ayuda a Margaret. Así que no tuve otra opción que encerrarla y hacerles creer a todos que había muerto en ese naufragio para evitar problemas. —respondió, con expresión fría y práctica, Caleb.

Emily se desesperó, todo había terminado. Su padre se la llevaría lejos, como había hecho con su madre. Nadie adivinaría ni en sueños que el marqués era el Diablo. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas al pensar que jamás volvería a ver a su esposo. Bastien… su príncipe, no vería su apuesto rostro de nuevo. Tampoco sentiría sus labios, ni podría perderse en sus bellos ojos violetas y en su devastadora sonrisa. No podría repetirle lo mucho que lo amaba… y lo feliz que había sido esos tres días de casados.

El destino estaba siendo excesivamente cruel con ellos, no les había concedido el suficiente tiempo para estar juntos. Se arrepentía más que nunca de haber malgastado cinco años en resentimientos y pleitos. De haber perdido el tiempo dejándose llevar por estúpidas reglas para no enamorarse, cuando su corazón siempre le había pertenecido. Nunca, ni un segundo, había dejado de amar a ese hombre, y… ya no tendría la posibilidad de remediar ese terrible error. Todo era culpa del monstruo que la había engendrado, porque para ella, él ya no era su padre.

Ciega de ira, Emily se impulsó sobre sus rodillas y salió disparada hacia adelante, mas no llegó lejos, el marqués la frenó agarrándole el cabello y volvió a lanzarla sobre el colchón con un implacable y doloroso tirón.

¿¡Qué harás, matarme!? ¿¡Hacer que me violen otra vez!? —lo retó, con furia y bronca, la joven.

—Eso te lo buscaste tú solita. Te advertí que no te fijaras en el hijo de Arden, cuando vi cómo lo mirabas cada vez que la estúpida de mi hermana lo traía a mi casa. Y no solo me desobedeciste, sino que el muy malnacido se atrevió a pedirme tu mano en matrimonio —la acusó, con acritud, Caleb, parado delante de ella y sosteniendo su arma amenazantemente.

—¡Estás loco!, ¡eres un monstruo, cómo pudiste! —chilló, sintiendo la bilis subir por su garganta.

—Lo siento, pero preferí que el inútil de Moine te utilizara a que el hijo de esa escoria se casara con mi hija. Sabía que el muy estúpido de Gauss no se rendiría, ni se apartaría de ti a menos que le diesen una buena razón. Y eso hice, algo que me sirvió de mucho cuando tu madre se puso rebelde y se negó a colaborar conmigo. Solo fue cuestión de enseñarle tu ropa interior rasgada y ensangrentada, y la muy perra se mostraba tan dócil como un cachorro —siguió, con una mueca cínica, él.

—¡Te odio, nunca te perdonaré! ¡Eres despreciable, una basura, un asesino! ¡No eres mi padre! —vociferó, con desprecio, ella, sintiendo en su interior terribles sensaciones de rechazo y unas imperiosas ansias de hacerle pagar todo el daño que le había causado.

—Pues estamos a mano, porque desde que leí el anuncio de tu enlace y, al vigilar la casa de los duques, descubrir que allí se refugiaba Jeremy, supe que tú eras la mujer que me estaba siguiendo y ayudando a ese bastardo. Me has traicionado, ya no eres mi hija, te repudio como la zorra en la que te has convertido —, contestó alejándose hacia la salida.

—¡No, no puedes retenerme aquí! ¡Mi esposo me debe estar buscando, él vendrá por mí y te matará! —exclamó, con enojo y determinación, Emily, rogando para sus adentros que ese milagro ocurriese.

¿Albright?, ¿de verdad crees que te rescatará? ¡Ese inútil no sabe quién soy! Y en el caso de que lo descubra y aparezca por aquí si aún no nos hemos ido, me encantará ver cómo lo asesina cualquiera de mis hombres. O a lo mejor termino con su vida yo mismo —se burló el Diablo con sarcasmo.

—¡No te atrevas a tocarlo o juro que seré yo quien te mate! —lo amenazó con odio.

—Tú no me amenazas. Si no fuera porque estoy apurado, te daría una buena lección de sumisión, de esas que me fascinan darle a tu madre. Pero no te preocupes, ya habrá tiempo para eso. Te demostraré por qué me llaman el Diablo, y yo que tú rogaría no estar llevando un engendro de ese malnacido en el vientre, porque cuando termine contigo, no quedara nada de ese en ti, ni siquiera el recuerdo —sentenció con voz escalofriante, y la puerta se cerró.