CAPÍTULO 14

N° 14: No te aferres a lo que jamás podrá ser tuyo, ni permitas que el deber afecte tu querer.

Capítulo catorce del libro Reglas para no enamorarse

Buenas noches, milord —dijo, con algo de aprensión, el hombre cuando vio aparecer al alto noble acompañado por su enorme sirviente.

—No me hagas perder el tiempo y dime, ¿la tienes? —preguntó, cortante, el caballero, con su usual tono altivo y desdeñoso.

El plebeyo tragó saliva y observó al aristócrata parado a unos metros. Una vez más, el Diablo se mantenía en la sombras del callejón, impidiéndole distinguir alguno de sus rasgos.

—No, milord. Seguí sus instrucciones y mantuve vigilado su palco, pero ella no apareció por él y tampoco logramos identificarla entre la concurrencia. A pesar de que nos infiltramos entre el público y los lacayos del teatro —contestó con acento de clase baja.

—Son unos ineptos, ¡inútiles! Si no la traen, no les pagaré y me ocuparé de que ni sus cadáveres encuentren —ladró, con voz escalofriante, el caballero.

—Pero, milord, no es nuestra culpa. Cada vez que la tuvimos cerca, ella logró esfumarse antes de que… trató de justificarse el atemorizado bandido, pero el Diablo hizo una seña y el gigante lo calló asestándole un puñetazo en el estómago.

El delincuente cayó de rodillas, doblado de dolor y sin aire en los pulmones. El matón del noble levantó con brusquedad su cabeza, tirando de su grasiento cabello hasta que gritó de dolor.

—No quiero excusas ni más errores. No doy segundas oportunidades, así que si vuelves a fallar, no verás la luz del sol de nuevo, ¿queda claro? —exigió el Diablo con voz apagada, pero con tono peligrosamente amenazador.

Atemorizado, el hombre solo pudo asentir y, con la autorización de su jefe, el sirviente lo liberó.

—Ahora, escucha lo que harás… —le ordenó con amedrentadora autoridad.

Al ver el cabello ondulado y abundante caer por la espalda de la joven, Sebastien salió del trance en el que se hallaba. Emily respiraba tan agitada como él, sus ojos estaban fuera de las órbitas y sus mejillas y cuello teñidos de rubor. Sin perder más tiempo, tomó la mano de la joven y la arrastró fuera del escenario a toda prisa. A sus espaldas, los murmullos aumentaron y sabía que en cuestión de horas su nombre y lo que había sucedido estaría en boca de cada habitante de la ciudad.

Los demás actores los miraron sorprendidos, pero él no se detuvo a dar ninguna explicación. Cuando salieron al pasillo, se giró y la miró, ella estaba rígida y conmocionada. Sus ojos no lo veían y parecía estar perdida.

—Emily, necesito que me guíes hacia la salida trasera de este lugar. Debemos irnos, y es necesario hacerlo sin que nos vean —le dijo tomando su rostro entre sus manos.

Ella dudó unos segundos, tal vez por el estupor, y luego se desprendió de su agarre y emprendió la marcha sin esperarlo. El conde la siguió, tratando de actuar con la inteligencia que la situación ameritaba, instando a su interior a calmarse y analizar sus siguientes pasos. De momento, no se detendría a reflexionar en los motivos y razones que lo habían llevado a perder el control por completo, se centraría en buscar soluciones.

Cuando salieron a un callejón, tomó del brazo a Emily y la guio por él hasta llegar a la acera. Allí se detuvo para asomarse con tiento y así inspeccionar el panorama. La puerta del teatro seguía desierta, tal vez habían conseguido seguir con la representación, a pesar de sufrir la baja de una actriz. Más tranquilo, salió del callejón, llevando a la joven con él. Su cochero, que se encontraba junto a otros sirvientes apoyado con pereza en una pared, se enderezó sorprendido al verlo.

—Prepara el coche, Ben, nos vamos —le ordenó, ansioso por marcharse.

Ni bien su sirviente salió en busca del coche, sintió que la joven tiraba de su brazo intentado liberarse de su agarre con insistencia.

—Quieta, no te soltaré —le dijo él con la mayor calma posible.

¿Qué? Haz el favor de soltarme, milord —siseó Emily con fastidio.

—No. Debemos hablar y no pienso dejarte ir. Tu vida de fugitiva ha terminado —declaró, molesto, al ver que ella pretendía forcejear para huir de nuevo.

—Gauss…, te lo advierto, suéltame ahora mismo —le ordenó ella, tirando de su brazo con fuerza—. ¡Suéltame, ya basta de entrometerte en mi camino! ¡No tienes derecho alguno! ¡Vete y déjame en paz! —le gritó descontrolada, golpeando con su mano libre su pecho y tratando de patear su ingle.

Sebastien esquivó sus golpes y, apretando la mandíbula con fuerza, la giró con violencia y la estrelló contra su pecho, donde la inmovilizó rodeándola con ambos brazos, hasta dejarla pegada a él, con sus pies en el aire.

¡Estate quieta, maldita sea! —rugió con furia, y no solo por aquella actitud belicosa de la que estaba hastiado, sino porque el hecho de haberla vuelto a probar y tener entre sus brazos después de tanto tiempo, había logrado que su cuerpo se revolucionara y que necesitara con brutal desesperación saciar la necesidad y el hambre que solo ella despertaba en él—. Tengo derecho. El derecho me lo diste tú misma, milady, cuando permitiste que me acercara a ti; cuando respondiste a cada embiste de mi boca sobre la tuya y cuando te rendiste a cada caricia de mis manos sobre tu cuerpo —gruñó, con voz ronca y peligrosa, y al instante sintió como ella dejaba de sacudirse y se quedaba inmóvil, sus ojos jade pasmados, clavados en él—. Ahora, sube al carruaje, no me obligues a meterte yo mismo —terminó con sequedad, separándose lo suficiente para que ella subiera al vehículo estacionado frente a ellos.

Sebastien le indicó hacia dónde dirigirse a su cochero y la siguió al interior. La puerta se cerró y, como era ya entrada la noche, quedaron sumidos en la oscuridad del coche. Por unos minutos, solo se escuchó el sonido de las ruedas del carruaje avanzando por las calles y de los cascos de los caballos corriendo. Sin embargo, podía sentir la hostilidad y molestia brotando por cada poro de la joven sentada frente a él, que permanecía rígida, con sus brazos cruzados sobre el pecho y con su hermoso perfil alumbrado ocasionalmente por la luz de la luna y los faroles exteriores.

Sin despegar los ojos de ella, Sebastien se echó hacia atrás y estiró sus largas piernas, que en aquel limitado espacio rozaron las rodillas de la joven, embutidas en un pantalón negro. Solo con ese pequeño contacto, su cuerpo entero despertó, su respiración se volvió más trabajosa y comenzó a sentirse endemoniadamente acalorado. Sus manos temblaron y las cerró en puños. Una lucha feroz se desató dentro suyo cuando las imágenes del beso que habían compartido bombardearon su mente. El recuerdo de su excitante figura pegada a la suya causaba que su anatomía amenazara con hacerle cometer una locura. Como, por ejemplo, abalanzarse sobre ella, arrancarle la ropa allí mismo y reclamar lo que, erróneamente, siempre había sentido como suyo.

Emily, a diferencia de él que trataba de controlarse, no mostraba ninguna inquietud ante su cercanía. Solo parecía estar irritada e incómoda, ignorándolo sin miramientos, como si él no fuese digno de una sola de sus miradas. Y eso lo enfurecía terriblemente, le hacía querer sacudirla, darle un golpe y, a la vez, besarla, tomarla hasta que aceptara que había algo más que mero rencor y desprecio entre ellos. Se sentía abrumado tanto por el deseo como por el resentimiento que ella le despertaba. La impotencia lo ahogaba, no quería sentir nada de eso, deseaba reaccionar con indiferencia y frialdad ante ella, aunque ya había comprobado que con Emily eso era imposible.

¿Me vas a decir de una vez por todas a dónde diablos me llevas? —soltó ella con sequedad, cortando sus atormentadas cavilaciones.

—No —se limitó a responder, y no demoró mucho en obtener la reacción que esperaba. La joven giró su cara y distinguió la mueca de incredulidad que esbozó.

¿No? —ladró al ver que no pensaba decir nada más—. ¿Qué clase de respuesta es esa? ¿Es que acaso soy tu prisionera? —siguió con estupefacción.

—Tú lo has dicho. Y, como tal, se te niega el derecho de conocer tu destino —se burló, ocultando una sonrisa de satisfacción, notando que por fin tenía toda su atención y que ella ya no parecía una estatua.

¡Estás loco! Haz el favor de recobrar la cordura. Esto es un delito, no puedes retenerme en contra de mi voluntad —afirmó frenética, se inclinó hacia delante y lo fulminó con la mirada.

—Oh, sí que puedo, cariño. Puedo y lo haré —sentenció con tono calmo y perezoso, cruzó los brazos tras su nuca y subió los pies al asiento mullido.

—Has perdido la cabeza por completo. ¿Hasta dónde piensas llegar con esto, Gauss? —gritó airada, apartándose a un costado para no rozarse con sus botas.

—Eso ya lo has dicho. Y hasta dónde voy a llegar lo sabrás en breve, querida —contestó escuetamente, disponiéndose a recuperar algo de sueño, pues desde que había iniciado aquella búsqueda no descansaba bien.

—Creí que no querías saber nada de mí. Creí que me odiabas tanto como yo a ti —respondió, en un susurro impotente, Emily, y a pesar de no estar viéndola, percibió su confusión y también su desdén.

Lo reconoció porque era el perfecto reflejo de lo que gobernaba su interior. No obstante, ellos mismos se habían encargado de terminar así, en el mismo camino. Y lo prefirieran o no, compartirían el mismo destino. No importaba ya lo que quisieran, solo lo que debían hacer.

—Y no te equivocas, lo hago, mi dama negra. Te odio igual que ayer, y menos que mañana. Lástima que a partir de hoy dejarás de ser la mujer que no puedo tener, para convertirte en la mujer que me pertenece y que jamás será mía —terminó Sebastien, y no hubo réplica por parte de ella, solo el sonido de su hombre interior, que lloraba desconsoladamente la pérdida de un amor que ya no existía.