N° 15: Un camino incierto es como un corazón a la deriva.
Capítulo quince de libro Reglas para no enamorarse
Las últimas palabras dichas por el conde parecieron rebotar por el cerrado espacio del carruaje y aturdieron a Emily, como si las hubiese gritado a viva voz.
Un inmenso nudo de inquietud y alarma se atravesó en su garganta, impidiéndole responder, y se limitó a volver su vista hacia el exterior del coche, fingiendo ver, pues fuera todo estaba sumido en total penumbra. Hacía rato habían dejado atrás las calles alumbradas por faroles de Londres y parecía que abandonaban la ciudad, transitando la accidentada carretera a buen ritmo.
Sebastien había recostado su cabeza hacia atrás y, aunque en la oscuridad del coche no lograba distinguir su rostro, era obvio que dormía, pues su postura relajada y los pequeños ronquidos que soltaba cuando el carruaje saltaba bruscamente por algún escollo en el camino, así se lo indicaban.
«Cómo lo odio, solo este insufrible hombre puede dormir a pierna suelta cuando una catástrofe está por impactar de lleno sobre nuestras cabezas».
Todos sus planes se estaban derrumbando, no solo no había podido dar con el maldito que había secuestrado a su hermano y que, estaba segura, retenía a su madre. Además, estaba separada de Jeremy, quien estaría buscándola desesperadamente. Y para sumar a sus males, la habían pillado besándose con un renombrado calavera, mujeriego, bribón y libertino.
Nunca creyó que volvería a encontrarse siquiera cerca del conde de Gauss. No después de su pasado y de la maltrecha y desastrosa historia que compartían.
Alguna vez, cada uno de sus parpadeos y respiraciones habían pertenecido a Sebastien. Lo había amado como solo una joven ingenua y soñadora podía amar. El sol salía y se ponía por aquel hombre, y su amor por Gauss era todo lo que la motivaba a vivir. Pero esa fatídica tarde en la que ese desconocido había abusado de ella, había arrancado con implacable violencia no solo su inocencia y su virtud, sino también sus sueños y su fe en el amor. Después de aquello, ya no existía nada para Emily. Solo pesadillas y temores. Vivía mirando sobre su hombro, con terror a que ese monstruo pudiese regresar y cumplir sus amenazas. Ni un solo día tenía paz o felicidad.
Cuando Sebastien la había enfrentado en esa cabaña, no había tenido más opción que dejarle creer lo que la situación parecía, que ella había fornicado con otro, y dejar que él asumiera que lo había traicionado vilmente. Su violador le había dejado muy claro que, si abría la boca, quienes lo pagarían serían el mismo Sebastien y su prima Elizabeth. Y habiendo destruido todo su mundo, ya no había un mañana para ella, pero no podía permitir que algo les sucediera a sus primos políticos. No a su querida y cándida Lizzy, y menos lograba concebir que algo malo le pasase a su príncipe, a Bastien. Por eso, a pesar de que su alma se terminó de desgarrar de dolor y sufrimiento, había decidido callar y sufrir su pena en silencio y soledad.
Al pasar el tiempo, su determinación comenzó a flanquear. Le dolía la ausencia de Sebastien y no soportaba pensar que el joven estaba sufriendo y odiándola al creerla culpable.
Sin embargo, aquel sentimiento de culpabilidad y de castigo dejaron de existir la noche de su presentación en sociedad. Y fue allí donde su dolor, anhelo y amor por el conde se transformaron en rabia, rencor y odio.
Abril de 1813, Londres, Inglaterra.
Lady Margaret Asher, condesa viuda de Asthon. Lady Emily Asher.
Con ese anuncio, Emily junto a su tía hicieron su entrada al gran salón de fiesta de lady Vermont. La asistencia, que ya pululaba por el salón, se volteó a mirarlas un instante, y luego el movimiento y las conversaciones se reanudaron. Nerviosa, la joven se concentró en bajar los numerosos escalones para no caer y hacer el ridículo en su debut social.
Realmente, ella no quería estar en aquel lugar, no tenía deseos de debutar en sociedad. La ilusión que otrora guardaba sobre aquel día le fue arrebatada hacía tres años. Si bien nadie estaba al tanto de su deshonra, ella sí lo hacía y no quería engañar a ningún caballero. No podría casarse con nadie, estaba mancillada y ningún hombre querría ni aceptaría como esposa a una mujer como ella. Usada y sucia, sin virtud y habiendo perdido su inocencia, no tenía sentido exponerse a la farsa aristocrática. Por supuesto, su tía y patrocinadora nada sabía al respecto y, por eso, la había arrastrado hasta allí.
Lady Asthon había ocupado el lugar de su madre, lady Landon, quien había fallecido en un naufragio, y de su hermano y padre de la joven, que se hallaba recluido en su propiedad campestre, debido a su débil salud. Esa era la versión que la misma Margaret se había encargado de desperdigar, versión que nada tenía que ver con la cruenta realidad, la cual la anciana le había repetido hasta el hastío que no debía mencionar jamás, asegurándole que con su belleza, su apoyo y el del marqués de Arden y su impecable linaje, no olvidando su generosa dote, le auguraba un éxito rotundo en la recién iniciada temporada social.
Antes de poder parpadear, su carné de baile se había completado y una sonrisa fingida adornaba su cara mientras ejecutaba los pasos de baile en la atestada pista. Cuando llevaba su cuarto baile, pidió a su compañero un momento para tomar un respiro. El joven aceptó galante y se ofreció a buscar una bebida para ella. Aliviada, Emily aguardó junto a su tía, quien charlaba animadamente con la duquesa viuda de Stanton. Su hija Clarissa debutaría dos años después, pero lady Honoria ya estaba planificando todo el evento.
De pronto, un alboroto captó su atención y giró la cabeza justo para ver a la última persona que creyó encontrar en aquel sitio, entrando por las amplias puertas laterales del salón. Al parecer, el caballero no acataba las estrictas reglas del protocolo, pues no había sido anunciado y, además de llegar tarde, lo hacía ingresando por la puerta que daba a los jardines. Aun así, todas las damas presentes lo observaban extasiadas y ansiosas. El caballero no parecía reparar en sus miradas adoradoras y codiciosas, su expresión era indolente y hastiada, y su mirada recorría sin entusiasmo el lugar repleto.
Emily se había paralizado nada más verlo ingresar. Y en el momento en el que los ojos del hombre dieron con los suyos, su respiración se cortó, todo a su alrededor se esfumó abruptamente; solo quedaron el loco retumbar de su corazón, latiendo atronadoramente en su pecho, y sus miradas prendadas a la distancia. Emily pudo ver la sorpresa y el reconocimiento en el rostro del conde. Sus ojos brillaron con una emoción que no logró dilucidar, para después apagarse y esconderse tras una máscara dura y fría.
Temblando y sintiendo que se iba a desvanecer, Emily apartó la mirada y rompió el contacto con brusquedad. Tratando de sonreír al joven que le había traído la copa, se concentró en mirar al caballero mientras su mente caía en un caos de pensamientos. Sebastien estaba allí, a solo unos pasos, y sentía su mirada violeta fija en ella, quemándola con innegable intensidad.
Había oído lo que se rumoreaba sobre el conde. Que se había convertido en un granuja mujeriego, que se dedicaba al juego y las apuestas y que el resto del tiempo, el que estaba sobrio y en sus cabales, lo invertía en viajar por el mundo. Gauss nunca pisaba una velada de sociedad como esa. Y no entendía qué hacía aquella noche en la fiesta de lady Vermont. Tal vez se había decidido a sentar cabeza, pero si el diez por ciento de lo que se decía sobre él era cierto, francamente dudaba de que estuviese buscando una esposa respetable.
Lo que no dudaba era que sus sentimientos por Bastien seguían intactos. Nada había cambiado en el lapso de ausencia y distanciamiento. Seguía amándolo, y a duras penas se contenía de cruzar el salón y lanzarse a sus brazos.
Por el contrario, el aspecto del hombre había cambiado considerablemente. Los tres años de separación habían convertido a su alto y delgado primo en un hombre aniquiladoramente apuesto. Llevaba el pelo rubio un poco más largo, un pequeño rastro de vello cubría su quijada, haciéndolo parecer más maduro, y vestía un traje negro impecable, sobre una figura indudablemente más fuerte, musculosa y formada de lo que ella recordaba.
Su revolución interior se vio interrumpida al comenzar la melodía de un vals. Llamando a la calma y evitando girar hacia donde sabía que estaba, aguardó que su próximo partener se acercara para guiarla hacia la pista. Unos segundos transcurrieron, y nada pasó. Confundida, Emily revisó su carné, lord Pires figuraba en la lista.
La pieza musical inició, y las parejas comenzaron a danzar. Resignada, escudriñó el sitio, pero no dio con el barón. Abanicándose, esperó por su siguiente baile, que era una cuadrilla y se la había solicitado el conde de Luxe. No obstante, una vez más, el caballero no se acercó. Observó a su alrededor y vio asombrada que el conde de Luxe conversaba con Sebastien y un gran grupo de caballeros, entre los que se hallaba lord Pires también.
Ambos hombres la habían dejado plantada sin excusarse y le estaban causando un desaire a conciencia. Ella estaba confundida y conmocionada, fue entonces cuando una sospecha comenzó a germinarse en su mente.
No era casual que los dos nombres que debían bailar con ella en su lista no se hubiesen presentado y estuviesen hablando con Gauss. Su estómago se contrajo de temor y las náuseas subieron hasta su garganta con solo imaginar que Sebastien les estuviera contado el episodio ocurrido en la cabaña.
En ese instante, miró hacia donde estaba el conde. Él la miraba con una expresión de desprecio y una semisonrisa fría y dura. Y después de repasar con descaro su cuerpo, embutido en un vestido de seda blanco, él levantó cínicamente su copa hacia ella. Aturdida y desequilibrada, Emily se volvió hacia su tía, quien no había notado nada, le solicitó permiso para ir al aseo y huyó ni bien la anciana la autorizó. Entró al cuarto desesperada y corrió a esconderse detrás del biombo, ubicado al fondo de la habitación. Llevaba solo unos minutos allí, cuando un grupo de jóvenes entró al cuarto conversando. Y, al instante, oyó que mencionaban su nombre y el de su padre.
—Ningún caballero querrá nada con ella, ni bailar. Y no solo eso, querida, acabo de enterarme de la real enfermedad que aqueja a su padre, lord Landon —dijo una joven con tono jocoso.
—El marqués está débil del corazón, eso es lo que he oído —respondió otra voz chillona.
—Eso nos hicieron creer, querida. Pero la verdad es muy distinta. Lord Landon no sufre del corazón, o no físicamente al menos. Él está desquiciado, perdió la cordura hace tres años, cuando su esposa falleció. Y desde entonces, lo mantienen encerrado —afirmó, con tono malicioso, la primera.
—¡Noo!… ¿Y cómo estás segura de tamaña cosa? —interrogó, ávida, la segunda voz.
—Pues porque me lo acaba de contar Robert. Y a él se lo dijo lord Linux, quien lo escuchó de la boca del mismísimo primo político de lady Asher —siguió la otra con crueldad.
—¿De quién lo escuchó?, ¡dime, Loretta! —la apremió.
—No lo creerás. El propio Sebastien Albrigth, conde de Gauss, le contó a su grupo la historia y, además…, ¡lo llamó «el marqués loco»! —remató la joven, y las risas inundaron el lugar.
Desde su posición, Emily solo atinó a sostenerse contra la pared y llevar una mano a su corazón, donde la decepción parecía estar desgarrándolo.
Y así fue como murió todo resquicio de esperanza y amor que hubiese conservado. Y detestó, aborreció y odió con todas sus fuerzas al conde de Gauss.
Una fuerte sacudida la despertó del intranquilo sueño en el que había caído. Afuera continuaba oscuro y calculaba que habrían transcurrido unas dos horas de viaje.
Sus ojos se posaron en Sebastien, que seguía dormido. E invariablemente le sobrevinieron sus últimas palabras, como un cruel recordatorio del desastre en el que se hallaba.
«Y no te equivocas, lo hago, mi dama negra. Te odio igual que ayer, y menos que mañana. Lástima que a partir de hoy dejarás de ser la mujer que no puedo tener, para convertirte en la mujer que me pertenece y que jamás será mía».
Una confirmación de que lo que temía estaba por volverse realidad. Parecía que el destino le había jugado una mala pasada, y estaba a punto de pagar cada uno de los errores cometidos. Y esa vez no habría escapatoria ni escondite alguno para ella. La incertidumbre de la dirección hacia dónde se dirigía ese coche la carcomía. Mas no tanto como la trastornaba la certeza de que ese camino tenía una única parada final: su casamiento con el hombre que odiaba tanto como ayer, y al que tendría para siempre a su lado, pero jamás junto a ella.