CAPÍTULO 13

N° 13: No cedas ante un impulso. No sea que cruces el límite de la razón para darle el mando al corazón.

Capítulo trece del libro Reglas para no enamorarse

La noche estrellada era el marco perfecto para decorar al pequeño, pero concurrido teatro de Drury Lane.

Una semana había pasado desde la última fuga de Emily, y cada pista que sus colegas habían conseguido resultó infructuosa. La paciencia de Sebastien estaba en su límite, se sentía como si estuviese por explotar en cualquier momento.

Y allí se encontraba, sentado en un palco, registrando con la mirada al público que iba tomando sus lugares incesantemente, en busca de esa maldita mujer.

El teatro estaba a rebosar, y temía terminar fracasando en su misión una vez más. Aquella gala no era la usual y corriente, sino una especie de evento alternativo donde los nobles asistían llevando como acompañante a sus amantes, y los hombres venían al encuentro de damiselas licenciosas que se exhibían en busca de nuevos protectores. Por lo que la vestimenta de las mujeres se alejaba bastante de la indicada por la buena sociedad, y los colores llamativos y escotes escandalosos colmaban el lugar.

A tono con el decorado humano, las obras que allí se representaban no seguían la línea conservadora y correcta, tomaban las obras clásicas y realizaban estrafalarias parodias. La función de aquella noche era Como gustéis, de William Shakespeare. Una comedia hilarante, divertida y romántica.

Mientras examinaba la concurrencia, Gauss pensó que en realidad no sabía qué diablos buscaba, la apariencia de Emily podía ser diferente y estar disfrazada de múltiples maneras.

Las luces que iluminaban el teatro se apagaron y el telón se abrió, lo que anunció el comienzo del espectáculo.

La obra contaba la historia de una pareja de enamorados, Orlando y Rosalina, separada al ser, la joven, desterrada. Posteriormente, Orlando partía en busca de su amor y la encontraba en el bosque de Arden, disfrazada como un paje llamado Ganimedes. Allí se sucedían los encuentros y diálogos punzantes entre ellos, hasta que la identidad de Rosalina salía a la luz y la obra terminaba con la pareja casada.

Mientras los demás personajes salían a escena, Sebastien no podía evitar encontrar los puntos en común con lo que estaba viviendo. Casi se sentía como el joven Orlando, yendo tras Emily disfrazada de Dama Negra.

El público rio cuando el segundo acto comenzó y apareció en escena Rosalina, disfrazada de hombre, junto con su prima Celia, la hija del duque, camuflada como la sirvienta Alinea.

Sebastien de inmediato centró su atención en la actriz que representaba a Rosalina. Su cuerpo, embutido en unos pantalones ajustados, y su pequeña cintura cubierta por un jubón y una camisa blanca, que no hacía más que resaltar unos preciosos pechos, provocaron silbidos y gritos subidos de tono en el extasiado público masculino. Aquello se diferenciaba mucho de otras representaciones que había visto de la obra, donde el papel del paje era realizado por un actor menudo.

Mientras la bella actriz caminaba por la plataforma diciendo sus líneas, algo alteradas para resultar más sugerentes y divertidas, el conde la miraba fijamente, algo en ella le causaba desazón y una extraña sensación de reconocimiento. El pulso se alteró en sus venas, y su corazón se saltó varios latidos cuando la joven se acercó a un costado del escenario, muy cerca del palco donde él se encontraba, y pudo distinguir algunos rasgos de su rostro con más claridad, escondidos bajo un sombrero, debido a que la luz que permanecía alumbrando el escenario iluminó su cara por unos segundos.

«Cara ovalada… Nariz chata y pequeña… Labios gruesos y carnosos… Largas y abundantes pestañas negras…».

¡Maldita sea, la mataré! —siseó embravecido, parándose con tanta rapidez que volteó la pesada silla acolchada.

Luego de recitar las últimas líneas que su papel requería, Emily dio un paso atrás y el telón se cerró, lo que dio por terminado el acto y anunció un tiempo para descansar y prepararse para sus siguientes apariciones.

Haciéndole un gesto a su compañera, la joven salió del escenario y se dirigió hacia un costado, donde las profusas telas de color bordó que conformaban el telón le permitían espiar la concurrencia y le servían también como refugio al tratar de avistar a su objetivo. Su hermano se encontraba entre el público, buscando también al Diablo; tenían el dato de que asistiría aquella noche y sabían cuál sería su palco. El lugar que el hombre siempre ocupaba estaba al costado izquierdo del escenario, muy cerca de este.

Emily miró con ansiedad hacia allí, pero lo encontró vacío. Una sensación de decepción y frustración la invadió, realmente creía que su esfuerzo tendría frutos aquella noche. Con esa idea, había logrado que la contrataran como actriz. Cuando se había enterado de que una de las actrices había enfermado, no dudó en ofrecerse para ocupar el lugar. Quería llamar la atención del Diablo y qué mejor manera de hacerlo que esa.

Un movimiento al fondo del lugar la hizo mirar en esa dirección y vio a Jeremy, que estaba vestido como lacayo del teatro, haciéndole señas frenéticas. Su hermano señalaba el palco vacío y, después, a ella; parecía muy nervioso y preocupado. Confusa, Emily le indicó que no comprendía, y Jeremy se llevó ambas manos a la cabeza, frustrado, pero fue interrumpido por otro lacayo. Perpleja, miró de nuevo hacia el palco y vio una de las sillas volcada y una copa vacía sobre un banco tapizado. «¿Qué? Alguien ocupó entonces el palco. ¿Qué está pasando?», pensó desorientada y agotada.

Tantas complicaciones comenzaban a hacer mella en su ánimo y fortaleza. Se encontraba cada vez más perdida y desesperanzada en su intención de hallar a su madre con vida.

«Me costaría muy poco deshonrar mi traje de hombre y llorar como mujer. Pero he de consolar este cuerpo frágil, pues el jubón y las calzas deben mostrar decisión ante las faldas» —dijo, en voz alta, Emily, repasando el texto de Rosalina y sintiéndose muy identificada, pues ella también huía asumiendo una identidad que no era la suya, pero en vez de estar buscando a su padre, ella iba tras su madre.

«Habláis con nobleza. Os lo ruego, perdonad. Pensé que aquí todo era salvaje y puse gesto imperioso. Mas quienquiera que seáis que, en esta soledad inaccesible, a la sombra del ramaje melancólico, dejáis pasar las horas perezosas, si habéis gozado de tiempos mejores, si habéis derramado alguna lágrima y sabéis lo que es compadecer y ser compadecido, la cortesía responda a mi violencia. Lo espero con sonrojo y envaino mi espada» —la interrumpió una voz ronca y grave a su espalda, que la hizo sobresaltar y soltar la tela. Su cuerpo se erizó al reconocer a quien recitaba a Orlando y al sentir el filo de una daga apoyada sobre sus costillas.

«Ya ves que en la desdicha nunca estamos solos. Este gran escenario universal ofrece espectáculos más tristes» —contestó agitada y temblorosa, sin mover un solo músculo.

«El mundo es un gran teatro, y los hombres y mujeres son actores. Todos hacen sus entradas y sus mutis y diversos papeles en su vida» —dijo, a su vez, el conde, pasando un brazo por su cintura y pegando su cuerpo a su pecho sin dejar de apuntarle con la daga.

«Creo que pierde su tiempo, milord. Guarde su arma y vaya en busca de su amada» —respondió ella, decidida a seguir con su estrafalario juego y rogando por que Jeremy llegase a salvarla.

«Exacto, a ella busco, mi amada se llama Rosalina» —susurró el conde en su oído con tono íntimo.

«Ese nombre no me gusta» —contestó, tratando de apartar la cabeza, sintiendo como su cercanía la hacía estremecerse, acalorada.

«Nadie pensó en complaceros cuando la bautizaron» —respondió, con sarcasmo, Gauss, y le pareció oír diversión en su voz.

«¿Cómo es de alta?» le dijo, ya sumida en la guerra de palabras.

«Me llega al corazón» —su voz sonó ronca mientras rozaba con los labios su nuca, lo que la hizo temblar.

«Respuestas bonitas no os faltan. ¿A que os entendéis con esposas de orfebres y os aprendéis la inscripción de los anillos? —contraatacó con un hilo de voz, removiéndose inquieta entre sus brazos.

«Pues no. Os respondo con leyendas de emblemas baratos, de los que vos habéis sacado las preguntas» —respondió, con sequedad, y aseguró su agarre sobre ella contra su pecho.

«Sois ágil de mente. ¿Os sentáis conmigo y los dos echamos pestes de nuestro señor mundo y de todas nuestras penas?» —dijo con desesperación.

«No pienso censurar a más ser viviente que a mí mismo por reunir tantos defectos» —siseó, con acritud e ironía el.

«Y el peor es estar enamorado» —añadió, con amargura, Emily, dejando de forcejear y rogando que su hermano estuviese cerca.

«Defecto que no cambiaría por vuestra mejor virtud. Ya me habéis cansado» —soltó, con enojo, Gauss, y comenzó a arrastrarla hacia la salida.

«La verdad es que, cuando os encontré, iba en busca de un bufón» —lo provocó, frenética, Emily, clavó los talones en el piso de madera y maldijo a Jeremy y su tardanza.

«Se ahogó en el arroyo. Buscadle allí y lo veréis» —declaró, molesto, soltando un improperio cuando ella le dio un codazo y trató de morder el brazo que la agarraba.

«Allí veré mi propia cara» —resopló sin aliento y con odio, pataleando desenfrenadamente cuando el conde la elevó y sus pies no tocaron el suelo.

«Que, para mí, es la de un bufón o un don nadie —replicó Gauss con desprecio, y soltó un alarido de dolor cuando la joven lo golpeó con la cabeza en la mandíbula.

«No me quedo ni un minuto más. Adiós, signor amore» —dijo, triunfal, ella al verse momentáneamente libre, y salió corriendo.

«Adiós, monsieur mélancolie» —gritó el conde, pero rápidamente salió tras ella al tiempo que guardaba su daga.

Frenética, Emily corrió por el pasillo y esquivó a los actores y utileros que la miraban extrañados. Temerosa, miró hacia atrás y vio al conde furioso, pisándole los talones. Pronto la alcanzaría y el pasillo terminaba a unos metros, por lo que, sin más opciones, levantó una tela y se camufló entre el decorado del bosque.

Con la respiración agitada, aguardó con los ojos cerrados, esperando haberlo perdido. Pero sus ilusiones se rompieron cuando una mano la agarró por el brazo y, sacándola del arbusto tras el que se ocultaba, Gauss la estampó contra un árbol de utilería y su gran anatomía se cernió sobre ella.

«Decidme, ¿qué hora es?» —dijo Emily en un resuello, observando el rostro enojado del hombre.

«¿Y cómo voy a saberlo si no hay reloj en el bosque? —la siguió Gauss luego de un instante de silencio en donde ambos se miraron con recelo, intentando recuperar el aire.

«Entonces en el bosque no hay un solo enamorado, pues si no, un suspiro cada minuto y un lamento cada hora indicarían el pie perezoso del tiempo igual que un reloj —soltó, sin pensar, Emily y quiso golpearse por decir aquello.

Sebastien pareció sorprenderse y su expresión cambió a una peligrosa y sensual.

«¿Sois de este lugar?» —recitó con voz cándida, apoyando ambos brazos sobre su cabeza y aprisionándola más contra el árbol.

«No. Hay uno que ronda este bosque y maltrata los árboles jóvenes grabando “Rosalina” en la corteza; en los espinos, cuelga odas, y en las zarzas, elegías, y siempre, ¡válgame!, glorificando el nombre de Rosalina. Si yo me encontrase con ese vende amores, le daría algún buen consejo, pues por lo visto padece de fiebre continua de amor» —rebatió Emily con mofa, mirándolo con intención, pues ambos recordaban su primer beso; Sebastien había escrito su nombre en el árbol junto a la cabaña del lago.

Un pesado silencio cayó sobre ellos. El conde abandonó su pose despreocupada y su expresión se ensombreció. Al parecer, esos dulces recuerdos de una promesa de amor, que nunca pudieron cumplir, no hacían más que lastimar y atormentarlos. Incapaz de seguir mirando el reflejo de su mismo dolor en sus ojos violetas, ella se removió y él se alejó un paso.

Entonces Emily se adelantó para apartarse de allí, pero el conde se interpuso y le impidió hacerlo.

«Yo soy ese febril enamorado. Os ruego que me digáis cuál es el remedio» —confesó, con voz dolida, Sebastien. La tomó por los hombros y apoyó de nuevo contra el árbol.

«No veo en vos las señales que decía mi tío, que me enseñó a reconocer a un enamorado. Pero seguro que vos no estáis preso en esa jaula de cañas» —atacó Emily cuando logró recuperarse de la impresión y recordarse a sí misma que él solo estaba jugando con ella. Que no era Sebastien quien hablaba, sino Orlando.

«¿Y qué señales son?» —inquirió Gauss, recorriendo su rostro con los ojos, su voz un susurro intenso.

«Mejillas hundidas, que vos no tenéis; ojeras y bolsas, que vos no tenéis; carácter retraído, que vos no tenéis; barba descuidada, que vos no tenéis. Además, tendríais que llevar las calzas caídas, el sombrero sin cinta, las mangas desabrochadas, las cordoneras sueltas y, en suma, ofrecer un aspecto de incuria y congoja. Pero vos no estáis así: la pulcritud de vuestro atuendo es la del que está más enamorado de sí mismo que de otros» —respondió, desafiante, negándose a dejarse provocar por la luz que despedían sus pupilas y cómo observaban fijamente sus labios.

«Gentil muchacho, ¡ojalá pudiera convenceros de que os amo!» —le dijo el conde, y la seriedad en su mirada penetró hasta el fondo de su alma, haciéndola temblar en secreto.

«¡Convencerme! Más os vale convencer a la que amáis, pues seguro que se deja, aunque no llegue a confesarlo. Es uno de los casos en que las mujeres encubren lo que sienten» —contestó, nerviosa y cuando vio aparecer su semisonrisa depredadora, quiso patearse a sí misma.

«Muchacho, os juro por la blanca mano de mi Rosalina que yo soy ese infortunado. Y no hay verso ni frase que pueda expresarlo» —afirmó Gauss, y acarició con una mano su mejilla, la barbilla y el cuello, haciéndole estremecerse involuntariamente.

«El amor no es más que una locura y, como los locos, merece el cuarto oscuro y el látigo. Y si de este modo tampoco se les cura y corrige, es porque esta locura es tan general que hasta los del látigo están enamorados. Pero yo soy experto en curarlos mediante el consejo» —volvió a arremeter Emily, intentando mostrarse firme, aunque sus rodillas se aflojaban cada vez que el dedo del conde rozaba el escote de su camisa.

«¿Habéis curado a alguien así?» —preguntó, subió la vista de sus pechos a su cara y la desafió a seguir.

«Sí, a uno, y del modo siguiente: él tenía que creerme su amada, su dueña, y cortejarme todos los días. Entonces yo, que soy un joven voluble, me ponía triste, afeminado, mudadizo, anhelante y caprichoso, altivo, fantasioso, afectado, frívolo, inconstante, lloroso y risueño, mostrándome un poco de todo, y en nada sincero, pues muchachos y mujeres suelen ser aves de este plumaje. Tan pronto le quería como le odiaba, le acogía como le echaba, le lloraba como le escupía. Así que llevé a mi pretendiente de su frenético rapto de amor a un auténtico rapto de locura, es decir a renunciar a la vorágine del mundo y retirarse a un monástico rincón. Así le curé, y así me propongo lavaros el corazón hasta dejarlo más limpio que el de una oveja y sin una sola mancha de amor» —proclamó triunfante. Y casi sonrió al percatarse de que esa parte del texto parecía hablar de ellos, pero cuando Sebastien se inclinó bruscamente sobre ella y sintió sus cuerpos rozarse, solo pudo permanecer inmóvil y retener el aliento.

—Yo no estaría tan segura de eso, dulce dama. Pues puede que te sorprenda enterarte del verdadero resultado —le susurró el conde y luego se incorporó, sin alejarse—. «Entonces no quiero curarme» —siguió él, la miró fijamente y sonrió al ver su desconcierto.

«Yo os curaré si me llamáis Rosalina y venís todos los días a cortejarme a mi cabaña» —balbuceó Emily, queriendo volver a su intercambio seguro. Se mordió el labio inferior al recordar la cabaña que era protagonista y antagonista de su propia historia.

«Por mi amor inalterable que iré. Decidme el camino, muchacho» —continuó Gauss, arqueando una de sus cejas.

«No: llamadme Rosalina. Que ella arrastra su propio destino» —respondió Emily, sintiendo su corazón acelerarse, pues sabía lo que seguía y esperaba que el conde terminara aquel duelo allí y que al menos uno de ellos escogiese la prudencia.

«¿Y cuál es?» —preguntó, después de unos segundos, Sebastien, que parecía haber decidido redoblar la apuesta.

«Los cuernos que gentes como vos deben agradecer a sus esposas. Pero él ya es portador de su fortuna y se adelanta a la deshonra» —contestó ella, dejó escapar el aliento y vio sus ojos agrandarse. Ya estaba, aquello lo silenciaría y la dejaría en paz.

«La virtud no pone cuernos, y mi Rosalina es virtuosa» —murmuró Gauss, bajó los ojos y comenzó a alejarse . Su espalda endurecida y sus brazos y puños contra su costado.

Emily se quedó estática, viendo su postura derrotada, y a pesar de saberse vencedora y tener que aprovechar su ventaja para huir, solo pudo quedarse inmóvil, sintiendo un agudo dolor en el pecho. Sus ojos se llenaron de agua y, en ese momento, deseó con toda su alma poder hacer esa historia realidad. Anheló poder ser la virtuosa Rosalina y no la arruinada Emily.

Entonces un impulso irrefrenable se apoderó de ella y, dando un paso, cruzó el límite de la razón para darle el mando al corazón.

«Vamos, cortejadme, cortejadme, que estoy de humor festivo y tal vez os dé el sí. ¿Qué diríais ahora si yo fuera la mismísima Rosalina?» —soltó ella en voz baja, pero él la oyó, pues su figura se envaró y se giró lentamente hacia ella.

«Besaría antes de hablar» —declaró el conde, manteniendo su posición distante, pero su pecho subía y bajaba con cada inspiración.

«No, mejor hablar antes y, cuando no os salgan las palabras, tendréis ocasión de besar. Los buenos oradores, cuando se cortan, escupen, y si los amantes no saben qué decirse (¡Dios nos libre!), lo más limpio es besarse» —prosiguió Emily, dio otro paso más hacia él, sintiendo mariposas en su estómago al oír su afirmación, sin percatarse de que una sonrisa bailaba en su rostro.

«¿Y si te niegan el beso?» —preguntó Sebastien cuando ella se paró frente a él.

«Pues hay que suplicar, y empieza un nuevo tema. Vamos, haré de Rosalina con mejor disposición. Pedid lo que queráis, que os lo concederé» —respondió Emily, examinando y apreciando cada rasgo de su varonil rostro.

El conde cerró los ojos un momento y, al abrirlos, estos parecieron brillar con un voraz fuego interior. Imprevistamente, cubrió el espacio que los separaba y, tomando a la joven por la cintura, la pegó a él con fuerza. Emily dejó escapar un jadeo, y él tomo su barbilla con una mano y levantó su rostro hacia arriba.

«Entonces amadme, Rosalina» —ordenó con voz ronca, y sus labios quedaron solo a unos centímetros de los suyos.

«Sí, claro, los viernes y sábados, y todos los días» —masculló ella cuando halló su voz, tratando de sonar sarcástica.

«Entonces, ¿me aceptáis?» —preguntó, sonriendo satisfecho, Sebastien, sin dejar de observar su boca.

«Y a veinte como vos» —declaró, nerviosa, pasando la lengua por sus labios resecos.

«¿Cómo?» —bramó él fingiendo tono ofendido, y apretó su agarre hasta que ambos sintieron sus corazones latir desenfrenados contra sus pechos.

«¿Acaso no valéis?» —lo provocó Emily, y la respiración se le entrecortó al ver cómo sus ojos dilatados la quemaban y un calor cubría sus cuerpos.

«Espero que sí»[2] —susurró Sebastien con voz rasposa, y se apoderó de su boca.

Sus labios tomaron los de ella con ferviente intensidad. En cada roce, Emily parecía sentir sus almas acariciarse. Era un beso de reconocimiento, de entrega y rendición. Un beso que liberaba las ataduras de odio, rencor y resentimiento en el que se sabían presos. Un beso que transmitía todo lo que sus bocas no podían decir con palabras. Que gritaba el anhelo, la necesidad y la pasión que habían contenido todos aquellos años. Cuando su abrazo se transformó en una unión de miembros deseosos de placer subyugante, el telón se abrió y la retahíla de aplausos que precedían la continuación de la obra cesó abruptamente, convirtiendo al público en atónitos observadores de su manifestación de placer.

Con un grito, Emily se apartó precipitadamente del conde, quien solo pudo verla agitado y pálido. Su sombrero salió despedido y flotó en el aire entre ellos, como un funesto recordatorio del desastre que se avecinaba sobre sus vidas. Los jadeos y estridentes murmullos interrumpieron el siniestro silencio que había en el teatro, señalando lo que estaba a vista de todos. El conde de Gauss hallado in fraganti junto a una joven vestida de hombre, con una brillante cascada azabache demasiado delatadora.