N° 29: Recuerda que, en la guerra y el amor, no hay regla que valga.
Capítulo veintinueve del libro Reglas para no enamorarse
—¿¡Acaso están dementes!? —exclamó, incrédulo, Steven al oír el plan que las mujeres pretendían llevar a cabo.
—Cariño, por favor, no hay tiempo para reproches —lo apremió, enfurruñada, Clarissa.
—Pues me importa poco —declaró, con sarcasmo, el conde—. ¡De ninguna manera accederé a formar parte de semejante locura! ¿Es que pretenden que sus maridos me asesinen? —siguió ofuscado, y al ver el gesto terco que comenzaba a esbozar su esposa, se puso de pie y, apuntándola con un dedo, le advirtió muy serio, pasando la vista por las tres mujeres y mirando a Emily al final—. ¡He dicho que no, Clarissa! Acepté venir hasta aquí porque se lo debíamos a lady Gauss. Gracias a usted, mi esposa está viva, pero no puedo apoyarlas en esto. Sería una insensatez y demasiado peligroso. Esperaremos aquí, en casa de Gauss, a que los hombres regresen, ¡y esa es mi última palabra!
El carruaje de los Hamilton se detuvo frente a la fachada de la mansión gótica cuando la tarde se desvanecía dando paso a una calurosa y despejada noche. Al pasar con el coche por la entrada, Emily avistó decenas de caballeros que ingresaban por la puerta principal, algunos llevaban sus antifaces ya colocados, y otros, colgados en sus muñecas. Un gran cartel ubicado frente a la escalinata versaba en letras rojas, doradas y negras: «EL HALCÓN. Las mil y una noches[7]… Noche de exóticos placeres».
Tal y como había leído en la invitación que encontraron en el escritorio de Sebastien, donde se invitaba a los miembros a participar de la velada.
Una vez que hubieron estacionado el carruaje en el patio trasero, ellas observaron cómo el conde se acomodada sus ropas y, farfullando en voz baja, se colocaba su máscara verde esmeralda.
—Bien, bajaré e intentaré entrar con la invitación de Gauss. Esperemos que el guardia no se percate del engaño y de que no soy miembro del club. Regresaré en cuanto compruebe que sus esposos no están aquí. No olviden lo que acordamos, permanezcan dentro del coche y pasen la traba interior en cuanto yo descienda. Y ni se les ocurra asomar la cabeza —les advirtió, tenso, Steven, enfatizando las últimas palabras con la vista clavada en su mujer.
Las tres asintieron en silencio y, acto seguido, lord Baltimore descendió y, tras cerciorarse de que pasaran la barra interior, se alejó presuroso.
A continuación, Emily, Lizzy y Clarissa intercambiaron miradas pícaras y se lanzaron a la acción. Sin perder más tiempo, Lizzy destrabó la puerta y saltó al exterior; las otras dos le siguieron. Amparadas por la oscuridad, las tres aguardaron muy cerca de la puerta posterior y, abriendo su ridículo, procedieron a ponerse sus antifaces y pelucas, que pertenecían a Emily y de las que se había servido en su aventura como la Dama Negra.
Elizabeth había elegido una color ébano, corta y lisa, algo muy diferente a su ondulado cabello castaño claro, con mechones rubios y rojizos. Clarissa se decantó por un postizo color rojo fuego muy largo y lacio, que destacaba su piel banca pálida y se diferenciaba del aspecto angelical que le otorgaban sus bucles rubios platino. Y por último, Emily escogió una peluca rubia dorada, rizada y sedosa que le llegaba hasta la cintura y nada tenía que ver con su liso cabello negro.
Solo unos minutos después, oyeron que se acercaba un grupo de mujeres y, antes de que nadie se percatase, las tres se mezclaron entre las damas y así lograron esquivar el inconveniente de no tener invitación para la velada.
Al pisar el vestíbulo, al que Emily tenía presente de su anterior visita, un lacayo las recibió y estiró una mano para que le entregasen sus capas. Su prima y su amiga le lanzaron una mirada sobrecogida, pero ante el ademán afirmativo que ella les hizo, ambas se quitaron el abrigo, como las demás mujeres también hacían.
Mientras ella hacía lo propio, comprobó que su vestimenta fuese similar a la de las invitadas a la fiesta y la alivió ver que no desentonaban para nada. Eso sí, dudaba de que ella y sus amigas pasasen desapercibidas con esos escandalosos trapos. En su vida se habría imaginado vistiendo algo así, pero cuando leyó en la tarjeta la temática que se llevaría a cabo en El Halcón, supo cuáles serían los disfraces que deberían ponerse, debido a que en varias oportunidades durante su misión había rondado los alrededores de la mansión y observado con estupor a las mujeres ingresar vestidas para la velada de Las mil y una noches. Por lo que no le fue difícil mandar a su doncella a conseguir la indumentaria al sitio donde sabía que esas mujeres se abastecían.
Bastante temerosas, siguieron el camino hacia el salón desde donde provenía música, carcajadas y conversaciones.
—Emily, siento que voy desnuda, ¡me tiemblan las piernas! —susurró, acongojada, su prima, mirando hacia todos lados tras su máscara púrpura con bordes plateados, a quien su traje de odalisca[8] del mismo color le quedaba como un guante, sobre todo en el busto. Lizzy era mucho más dotada que las otras dos.
—¡Y a mí!, estoy segura de que Steven me matará cuando se entere de que lo hemos engañado. ¡Oh, por Dios, qué clase de fiesta es esta! —soltó Clarissa con los ojos abiertos como platos, enmarcados por su antifaz azul zafiro con bordes dorados, su cuerpo alto y esbelto enfundado en un traje de odalisca a tono, del que destacaban sus larguísimas piernas y su vientre plano. Se internaron en el salón de baile, y las parejas entretenidas en su coqueteo descarado y flirteo lascivo las rodearon.
Emily, escudada por su máscara negra y verde jade, escrudiñó el sitio en busca de cualquiera de los hombres, pero no dio con ninguno. Aunque sí se encontró con varias miradas lujuriosas que parecían traspasar su disfraz verde con bordes negro, en el que su cintura parecía sensual y de tamaño minúsculo.
—Y yo ruego por que demos con mi marido pronto y así podamos regresar al carruaje. Porque si no, pasaré a la tercera fase del plan, atraer la atención del objetivo, y eso significará que la Dama Negra vuelva a la vida —contestó ella, guiando a sus acompañantes hacia un lateral de la estancia. El corazón le latía desbocado por la incertidumbre y la anticipación, no sabía qué sucedería esa noche. De lo que no dudaba era de que le enseñaría a su esposito que Emily Asher era capaz de transgredir cualquier regla por amor.
La paciencia de Sebastien comenzaba a tambalear, y también su seguridad, al llevar más de una hora en El Halcón y no ver aparecer a nadie con las características del hombre al que buscaban. Junto a él se hallaban sus cuñados y su mejor amigo, los cuatro vestidos de traje negro, pero con diferente color de camisa, y todos con máscaras combinadas con estas. Todavía no se recuperaba de la impresión que le habían causado las revelaciones de su padre. Lo último que se hubiera imaginado era que William hubiese vivido una historia de amor con la madre de su esposa, que Amanda hubiera sido su primer amor y que tuviesen un pasado en común. Casi parecía una escena digna de una tragedia griega, el marqués enamorado de su suegra. La confesión de su padre, aunque impresionante, no le ayudaba a ponerle nombre al monstruo que perseguían, pues la única persona que podría explicarles cómo el anillo de su padre había terminado en poder del Diablo, además de la misma Amanda, sería el esposo de dicha dama, pero el padre de Emily no estaba en condiciones de aclarar nada, no en su condición demencial.
Un lacayo vestido de librea y antifaz negro les ofreció una copa de licor que tenía un sabor dulce y exótico. Mientras bebía, Sebastien enfocó la vista en sus acompañantes, que parecían tan ansiosos como él, más que nada Jeremy, a quien, además, se le notaba incómodo en su elegante vestimenta.
—¿Cuánto piensas esperar, Gauss? —lo interrogó, en voz baja, su cuñado tras vaciar el líquido de su copa.
—Por lo menos media hora más. Mis informantes me han asegurado que el Diablo figuraba entre la lista de posibles presentes —respondió repasando el salón una vez más.
En una esquina del lugar se había apostado una plataforma y el telón rojo oscuro permanecía cerrado. En ese instante, la melodía lenta que la orquesta interpretaba cesó y comenzaron a sonar unos tambores, entonces se oyó la voz del presentador.
—¡Damas y caballeros, bienvenidos a El Halcón! Esta noche disfrutaremos de una exótica y placentera presentación que dará apertura a la fiesta de Las mil y una noches… Con ustedes… ¡Sherezade[9] y el harén del Sultán! —proclamó el hombre con tono estrafalario, y los gritos y silbidos resonaron en el lugar a la vez que el telón se abría y una melodía de flautas y tamboriles se escuchaba.
Sebastien aprovechó que las luces del salón disminuía para mantener iluminado el escenario y estudió las personas que se abrían paso hacia el espectáculo.
—¡Vaya preciosidades! —se oyó decir a Ethan con tono extasiado, quien tenía la vista clavada en la tarima.
Nicholas negó con su cabeza y prefirió evitar la tentación, desviando la vista al cuñado de Gauss, que estaba parado junto a él, mirando hacia donde el duque de Riverdan y al que por poco se le salían los ojos de las órbitas ante lo que veía.
—Gauss, fíjate en tu cuñado, parece que la función le causará un patatús —bromeó Stanton en un murmullo para que solo Sebastien lo oyera.
Este volvió la mirada hacia Jeremy, esbozando una sonrisa sardónica ante el gesto impactado del joven, pero antes de poder decir algo, sintió que un cuerpo se estrellaba contra su espalda y por poco lo lanza hacia adelante.
—¡Gauss, lo siento!, hasta que los encuentro. No estaba al tanto de que este sitio fuese tan grande ni tan concurrido —se disculpó, con la respiración agitada, el hombre rubio a quien a primera vista no reconoció, mas al escucharlo identificó rápidamente.
—¡Steven!, ¿qué haces tú aquí? ¡Y sin mi hermana!, ¡dime que no la abandonaste en su viaje de bodas para ir tras las faldas de alguna porque no respondo! —amenazó, repentinamente furioso, Nicholas a un boquiabierto conde.
—¡No!, ¿¡por quién me tomas!? Adelantamos el regreso y, al llegar a tu casa, nos recibieron las mujeres con las últimas novedades y no pararon de insistir en venir tras ustedes —le aclaró, ofendido.
—¿¡Qué!? Pero por supuesto que te negaste, ¿no es cierto? —inquirió, alterado, el duque que, al igual que el resto, lo observaba con irritación y sospecha.
—Mmm… no pude negarme. ¡Oigan, lo siento!, ¡pero esas mujeres están chaladas! ¡Por más que me negué hasta la extenuación, ellas no se rindieron… y, al final, me amenazaron con venir por su propia cuenta si no accedía a traerlas! —se defendió Steven ante el cuarteto masculino que parecía querer arrancarle la cabeza.
—Eres un… ¿¡Se puede saber en dónde las dejaste!? —le espetó Sebastien, tratando de tranquilizarse.
—Tranquilos, las dejé a buen resguardo en mi carruaje —los calmó el conde.
—¿Ah, sí?, ¿y por qué me parece estarlas viendo justo ahora? —intervino, con tono lacónico y gesto sardónico, Riverdan.
—¿¡Cómo!? ¿¡Dónde!? —gritaron a la vez Nicholas y Sebastien, siguiendo con la mirada la dirección en que el duque señalaba con un dedo y palideciendo de golpe.
—¡No puede ser! —exclamó, estupefacto, Steven. A su lado, Nicholas se tambaleó al borde del colapso.
En el centro del escenario, rodeadas de bailarinas exóticas, se contoneaban sensualmente tres mujeres. Sus ropas ceñidas y transparentes dejaban poco a la imaginación y mucho a la vista. Con la mandíbula desencajada, Bastien entrecerró los ojos y no demoró en identificar a las damas extraviadas. La imagen que tenía ante él le quitó todo el aire de los pulmones y la cordura de la mente, al igual que el alma del cuerpo.
La más pequeña y voluptuosa morena, que se mecía en un traje violeta, era sin dudas su hermana. La pelirroja, esbelta y alta enfundada en un disfraz azul, que giraba sobre sí misma, no era otra que lady Baltimore. Y, finalmente, la rubia, vestida con un minúsculo sostén de pedrería jade y pantalones de gasa verde, que yacía en el suelo en una postura delirantemente erótica, haciendo ondular su vientre, era su querida esposita.
Bastien lanzó un grito de ira, similar al de los soldados en una guerra. Amaba a su mujer, pero sí que Emily había roto todas y cada una de las reglas, y de esa no se libraba sin un buen castigo, como que se llamaba Sebastien Albrigh.