N° 9: No dejes que el rencor determine tus acciones, pues un corazón que llega a odiar intensamente es un corazón que supo amar fervientemente.
Capítulo nueve del libro Reglas para no enamorarse
La inesperada afirmación de Emily sorprendió a Sebastien, realmente no esperaba que accediese tan rápido. Al contrario, estaba preparado para una actitud reticente y reacia.
Los ojos verdes de la joven parecían pozos brillantes y podía percibir inquietud, miedo y vulnerabilidad en ellos. Pero, sobre todo, profundo pesar y tormento.
—Me alegra oír eso, solo te advierto que me digas la verdad. No podré ayudarte si me mientes —le dijo y apartó la vista de su bello rostro, tragando saliva, incómodo.
Siempre que la tenía cerca, sus sentidos se alteraban y le costaba pensar con claridad, pues su cuerpo lo traicionaba, llevando a su mente por peligrosos derroteros. Frustrado e indignado consigo mismo, dio un paso atrás y se recriminó su debilidad.
Emily no parecía percatarse de la brutal intensidad con la que estaba observándola porque sus ojos estaban clavados en el suelo. Parecía estar debatiendo consigo misma y tratando de armarse de valor.
Sus carnosos labios dejaron ir un suspiro y, a continuación, Emily se enderezó y alzó la vista hacia él. Su mirada era distinta, parecía estar teñida de resolución y determinación, cuando ella abría la boca nuevamente, unos golpes en la puerta la interrumpieron, haciéndolos sobresaltar.
Dándole una seña para que guardase silencio, se dirigió a la entrada.
—¿Quién? —preguntó, en voz alta, con tono molesto por la inoportuna intromisión.
—Soy Ross. Deben salir, sabes que no se puede usar tanto tiempo una habitación y comenzarán a levantar sospechas —le dijo su mejor amigo, su voz rasposa se oía amortiguada.
—De acuerdo, haz lo que acordamos —respondió Sebastien, volteándose hacia Emily, que seguía en su posición junto a la ventana, con los brazos rodeándose a sí misma.
—Emily, ponte la máscara y la peluca. Te sacaré de aquí y continuaremos con nuestra conversación —le ordenó, y sorprendentemente, ella lo obedeció sin rechistar.
Al abandonar la habitación, caminaron por el pasillo desierto, tal y como le había indicado a su amigo. Ross, que era el seudónimo que utilizaba dentro del club, era su aliado en todo. Su verdadero nombre era Ethan Withe, y se había convertido recientemente en el noveno duque de Riverdan.
Se habían conocido cuando Sebastien ingresó a trabajar a la corona como espía. El en ese entonces duque se dedicaba más al trabajo de campo, mientras que él lo hacía por fuera. Era un rastreador, sus misiones consistían en seguir pistas y hallar fugitivos, traidores y soplones. Y nunca fallaba, por eso lo llamaban el Halcón Blanco.
Su amistad se había consolidado con el paso de los años, hasta convertirse en una fuerte hermandad. Ethan, además de ser su mejor amigo, era el hermano que nunca tuvo. Y lo había demostrado innumerables veces, pues habían salvado sus vidas mutuamente en reiteradas oportunidades.
En aquella ocasión, el duque no apoyaba su persecución. Creía que estaba obsesionado con Emily y no se fiaba de ella, ya que estaba al tanto de casi todo lo sucedido en el pasado. No obstante, lo había seguido en la búsqueda desde el principio y había accedido a actuar como carnada aquella noche, puesto que la joven no lo reconocería, y así evitarían que Emily huyese, como hacía en cada uno de sus encuentros.
Tirando del brazo de Emily, giró hacia la izquierda y tomó un recodo que daba a las dependencias de la servidumbre. Salieron al exterior por la puerta trasera, la que daba a las caballerizas.
Su carruaje estaba preparado para partir y, aliviado, guio a Emily hacia él. Gracias a Dios, Ethan se había encargado de todo, pues sería muy peligroso que alguien los viera salir juntos de la mansión. Además de ir contra las reglas del club, empezarían a hacerse conjeturas sobre la identidad de la dama. Y eso era lo último que deseaba, estaba decidido a proteger la reputación de Emily, aunque ella estuviera empeñada en arruinarla.
Casi habían llegado al vehículo cuando una figura alta y delgada se interpuso y les bloqueó el camino. Sebastien de inmediato se tensó al reconocer al hombre que tenía frente a sí.
—Apártate —le advirtió, solo el verlo le producía una revolución de ira en su interior.
El hombre también endureció su postura. Iba vestido como sirviente y un sombrero cubría la parte superior de su cara, dejando a la vista una mandíbula cubierta de vello y sus labios apretados en una fina línea.
Emily tiró de su brazo para intentar liberarse, pero no se lo permitió, sino que apretó más el agarre sobre ella.
—Por favor, Gauss, permíteme hablar con él a solas un momento. No le hagas daño, ¡por favor! —le rogó la joven, y a pesar de no estar mirándola, pudo sentir la angustia y la preocupación que el hombre despertaba en ella. Y eso lo enfureció, lo enloqueció terriblemente.
—¿Acaso seguirás defendiendo a tu amante? ¡Continuarás arriesgando tu seguridad y tu futuro, solo para seguir revolcándote con esta escoria! Qué bajo has caído, lady Asher, me repugnas —escupió, girándose hacia ella ciego de ira y rencor. Soltó su brazo como si el contacto le fuese repulsivo. Su voz llena de desprecio y sus ojos taladrándola con frialdad tras el antifaz negro.
Emily sofocó una exclamación y su barbilla tembló visiblemente. Sin embargo, no llegó a oír su respuesta porque una mano se posó en su hombro y, luego de girarlo bruscamente, un puño se estrelló con violenta fuerza en su rostro.
Escupiendo sangre, Sebastien miró al delgado joven y arremetió contra él, golpeando con fuerza su espalda contra el carruaje. Luego le propinó un puñetazo en la mejilla, esquivando una mano que se dirigía a su estómago.
Tras ellos, escuchaba a Emily gritar, pero nada podría frenarlo en aquel momento. En su mente, estaba seguro de que ese maldito era el hombre que le había arrebatado a Emily, quien se lo había quitado todo.
Lleno de rabia ciega, lo golpeó en las costillas y en donde podía alcanzar, una y otra vez. El sirviente se había defendido bastante bien en un principio y logró pegarle en uno de sus pómulos. Pero pronto perdió energía, parecía débil y exhausto.
No obstante, eso no detuvo a Gauss, que sentía años de odio y dolor saliendo de su cuerpo con cada movimiento.
Emily comenzó a golpearlo en la espalda, al dejar caer al joven al suelo y cernirse sobre él, pero sus pequeñas manos no podían frenarlo ni causarle daño.
El sombrero del sirviente se había caído, dejando a la vista un cabello negro, y cuando su cabeza se venció hacia atrás, aparentemente inconsciente, Gauss vislumbró una gran cicatriz marcando su mejilla.
—¡Suéltalo, animal! ¡Ya basta! —gritaba Emily desesperada, tirando de su pelo hacia atrás. Sebastien se soltó de un tirón y, todavía enloquecido, apretó el cuello del hombre más joven, deseando matarlo, acabar con su miserable vida allí mismo.
Un chasquido metálico resonó y enseguida sintió el cañón de un arma contra su nuca.
—Suéltalo ahora mismo, o disparo —amenazó, con tono frío, la joven.