CAPÍTULO 20

N° 20: Maldito el hombre que confía en el hombre. Maldito quien confía en sí mismo.

Jeremías 17:5

Capítulo veinte del libro Reglas para no enamorarse

Esquivar el incesante interrogatorio de su tía había significado para Emily recuperarse de la lesión en su tobillo más rápido de lo que hubiese imaginado. La semana casi llegaba a su fin, y había logrado salir airosa de las incansables preguntas de Margaret. Ella quería saber dónde había estado esos meses, con quién, por qué había huido y, sobre todo, qué estaba sucediendo con su sobrino.

El resto de los habitantes de Sweet Manor parecían no querer inmiscuirse en su apurada situación, y había coincidido muy poco con el matrimonio y la duquesa viuda. Hacía todas las comidas en su alcoba, y el resto del tiempo paseaba por los jardines ayudada de un bastón, elemento que ya había desechado, pues la hacía sentir como una ancianita. Tal como en ese momento, que observaba ensimismada el firmamento, donde el sol comenzaba a esconderse rodeado de un cielo anaranjado. Solo de pensar en el fin de semana, su estómago se contraía, ya que Sebastien le había enviado una escueta nota donde le informaba de su regreso y de que debían arreglar el asunto de sus esponsales.

Las amonestaciones ya habían salido, y también la publicación sobre su compromiso en la gacetilla de Londres. Aunque fuese para guardar las apariencias y un mero formalismo, pues el escándalo que provocaron en el teatro ya se había extendido y eran la comidilla de toda la nobleza.

Su doncella, que había sido enviada por el mismo Gauss al llegar él a la ciudad, había traído con ella sus baúles repletos de ropa, y la boca a rebosar de comentarios. Por ella se había enterado de que hasta se había inventado una sátira de su beso en el teatro y se burlaban de ellos, inventando todo tipo de disparates; como que ella era la amante del conde desde hacía mucho tiempo y, habiendo sufrido su abandono, se había fugado de su casa para trabajar como actriz. Por su parte, la aliviaba que su identidad de Dama Negra no hubiera sido descubierta, pues eso arruinaría todos sus planes para hallar a su madre. Aunque le preocupaba su hermano, y no estaba segura de que se hubiese enterado del paradero de ella, puesto que Jeremy no sabía leer y tampoco tenía acceso a las esferas aristocráticas.

Una fuerte brisa se levantó y erizó el vello de sus desnudos brazos. Emily se abrazó y pensó reacia que debería regresar a la mansión, ya que la luz casi era nula y la noche se acercaba.

De pronto, en el aire, algo cambió, poniendo en alerta todas y cada una de sus terminaciones nerviosas. Sentía una presencia a su espalda y sabía que estaba muy cerca, aunque no la hubiese oído acercarse.

—Vaya, no dejo de descubrir defectos en usted, milord —dijo Emily con frialdad, y su voz sonó segura a pesar de estar echa un manojo de nervios por dentro.

—Y yo, de descartar virtudes en ti, eso nos hace parecidos, ¿no crees, milady? —contestó esa voz melodiosa y ronca que tanto conocía. Su aliento le acarició la piel de la nuca, lo que logró que un escalofrío la recorriese de pies a cabeza.

—Para nada, no me compare. Sabía que era una especie de rastreador entrometido, pero no estaba al tanto de que gozaba espiando a una joven indefensa —replicó, con ironía, ella.

—Como siempre, confundes las cosas, querida. Yo no espío, todo lo contrario —negó el conde, acercándose tanto que sus labios rozaron su cuello. Ella se tensó y, de un salto, se dio la vuelta para enfrentarlo. Al ver sus rasgos iluminados por la luz nocturna, su pulso se aceleró. Sebastien parecía tallado en piedra, su mandíbula estaba apretada y sus ojos la miraban penetrantemente, con un brillo peligroso.

—Entonces, ¿cómo le llamas a esto? —inquirió, ignorando el dolor que le produjo el movimiento repentino que había hecho con su tobillo.

—Lo llamo rastrear…, acechar…, cazar… y… devorar —respondió él con voz ronca, remarcando las palabras y dando un paso por cada una.

¿Qué… de qué hablas? Deten… detente, Gauss —soltó con voz aguda, acobardada, y retrocedió hasta chocar su espalda contra un alto roble.

—Demasiado tarde para mostrarse recatada, mi dama negra. Ahora soy tu prometido y, en dos días, serás mía. Serás mi esposa, y entonces me revelarás todos tus secretos. Me encargaré de desnudar, no solo cada rincón de tu delicioso cuerpo, sino cada vestigio de tu alma negra. —La siguió en su huida lentamente, hasta arrinconarla contra la corteza del árbol.

Emily se sobresaltó ante su cercanía y dejó de respirar al quedar aprisionada entre los brazos extendidos del hombre sobre su cabeza.

¡Estás loco! Nunca te diré nada, y no puedes pretender que nos casemos tan pronto ni consumar la unión, nuestro matrimonio es solo un acuerdo, nada más —le espetó furiosa.

¿Ah, sí? ¿Estás segura? —la retó, arqueando una ceja y mojando su labio con la punta de su lengua. Emily no pudo evitar mirar ese gesto, ni corresponder mordiendo el suyo; inquieta, abrió la boca para afirmar, pero una fuerza avasallante la enmudeció.

Sebastien atacó sus labios y la besó con frenético ardor, su boca acarició la suya de punta a punta, adentrándose en su interior con ansia y necesidad. Ella gimió en repuesta y aceptó su invasión, correspondiendo a su posesividad con idéntica pasión. Sus alientos se mezclaron y sus respiraciones se fundieron hasta convertirse en una sola. Sus bocas encajaban a la perfección, y sus cuerpos se amoldaban con febril armonía, como si hubiesen sido creados para hacerlo. El deseo les dominó y perdieron la noción del tiempo y el lugar. Emily estaba perdida en un mar de placer, sintiendo la boca y las manos del conde acariciarla, encendiendo cada parte que tocaban, y llegar a sus brazos, que en ese isntante rodeaban su cuello y rozaban sus hombros con manos temblorosas, hasta pegarla más a él. El conde gimió contra sus labios y los separó. Ambos respiraban agitados y sus frentes permanecían pegadas. Ella abrió los ojos y vio su cara contraída, parecía estar sufriendo, con sus párpados cerrados y la expresión tensa.

—Emily…, por favor —comenzó a decir con tono intenso y suplicante. Sus ojos se abrieron y le mostraron sus pupilas dilatadas y oscurecidas, su mirada la traspasó y, por un momento, le pareció ver a Bastien, y no a Gauss—. Por favor, dime la verdad, necesito saber, déjame ayudarte —terminó él, subiendo una mano y posándola sobre su mejilla.

La joven lo observó estática, su mente enzarzándose en una implacable lucha con su corazón. Deseaba poder hacerlo, ceder, hablar, confiar. Pero no podía, no debía, pues su pasado le había demostrado que ese hombre era su maldición. Todavía las heridas que su crueldad y traición le habían causado dolían, la quemaban y debilitaban. Desencajada, se apartó del conde, y él la dejó hacerlo. En silencio, le dio la espalda y trató de calmar su respiración y pulso enloquecidos. Una vez, él ya la había traicionado. Había revelado la verdadera causa de la reclusión de su padre, y lo había convertido en el hazmerreír de la nobleza, además de destruir su posibilidad de formar una familia y ser feliz.

—Emily, no puedes ignorar lo que sucede entre nosotros ni la realidad de que estaremos unidos para siempre, serás mi esposa —declaró Gauss a su espalda, rompiendo el tenso silencio.

Ella se envaró aún más al comprender que tenía razón, y su intercambio físico no hacía más que evidenciarlo. Era débil ante él, y Gauss le había dado una lección con solo un beso.

—Y no lo haré. Seré tu esposa, milord, tendrás mi cuerpo, pero eso será todo —rebatió con dureza, y emprendió la marcha.

—Emily, espera… yo… —lo oyó decir, pero no fue capaz de seguir.

—Tú, tú, milord, no eres digno de mi confianza —sentenció y abandonó el jardín, dejándolo atrás. Deseando con todas sus fuerzas poder descartar de igual manera su debilidad y necesidad por él. Aunque tenía la terrible sensación de que sería muy difícil mantener su promesa. En algo de todo lo que el conde le había dicho coincidía: era demasiado, demasiado tarde para ella, para él, para ambos. No podía confiar en él porque no podía confiar en sí misma.