CAPÍTULO 30

N° 30: El juego del amor es como un fuego encendido en una fría noche de invierno, su calor tienta a acercarse, pero si no recuerdas detenerte a tiempo, terminarás quemándote.

Capítulo treinta del libro Reglas para no enamorarse

Emily, y las demás llevaban solo unos minutos en el salón cuando el guardia que las había recibido en la puerta se apareció frente a ellas.

¡Ustedes!, ¿¡qué hacen en este sector!? —les reclamó el gigantesco hombre con tono atemorizante y el ceño fruncido.

Las tres se miraron alarmadas, pero antes de poder entender de qué iba su reproche, el hombre las agarró de los brazos como si fuesen muñecas de trapo y las arrastró tras de sí.

—¡Oiga, suéltenos, bruto, déjenos! —gritó Lizzy por encima del sonido de fuertes tambores que habían comenzado a tocar los músicos.

El guardia no pareció oírla ni tampoco prestó atención a las protestas de Clarissa, que no cesaba de tirar de su brazo, y siguió caminando por el lateral del salón al tiempo que las velas del lugar comenzaban a apagarse. En segundos, las guio por un costado de un escenario, del que no se habían percatado antes, y deteniéndose tras él, las soltó y se giró a mirarlas con expresión de fastidio.

¡Se les paga por trabajar! ¡Suben a esa tarima o ya mismo las pongo de patitas en la calle! —vociferó, tosco, el hombretón señalando una escalerilla, lo que las dejó mudas y anonadadas—. ¡Vamos, holgazanas! ¡El número comienza! —les ordenó bruscamente y, notando su parálisis, las empujó hacia adelante sin delicadeza.

A trompicones, subieron la escalera y entonces notaron a las demás mujeres, que habían entrado a la mansión con ellas y que iban vestidas como odaliscas también, paradas e inmóviles sobre el escenario en diferentes posturas.

¿Pero qué está sucediendo? —susurró, frenéticamente, Lizzy, y su voz apenas se oyó, amortiguada por la del presentador que saludaba al público.

¡Me parece que estas mujeres no son invitadas como creímos en un principio! —respondió, con los ojos abiertos como platos, Clarissa.

¡No! ¡Son bailarinas y creo que nos han confundido con ellas! —anunció alarmada Emily justo cuando el presentador proclamaba:

—¡Con ustedes, Sherezade y el harén del Sultán!

¿¡Qué fue lo que dijo!? —gritó Lizzy desencajada, mientras una melodía de flauta y tamboriles inundaba el salón.

—¡Oh, por Dios, vámonos! —la siguió Clarissa al ver que el telón se abría.

—¡No hay tiempo!, ¡disimulen o nos descubrirán! ¡Pronto! —las apremió ella, miró alrededor y tomó la postura que una muchacha voluptuosa parada a su lado tenía, cuando la cortina se corría del todo y aparecía el público al frente.

Elizabeth y Clarissa se miraron con terror y, al comenzar la coreografía, se acoplaron a las demás, mientras los gritos y silbidos masculinos llegaban hasta sus oídos.

La extraña danza no era demasiado complicada, se trataba de realizar movimientos ondulantes con el cuerpo de manera muy similar a una serpiente. Después de unos segundos en donde las tres parecieron varillas tiesas y envaradas, sus extremidades se relajaron y, ayudadas por la escasa luz y el anonimato que las máscaras otorgaban, se dejaron llevar por la vorágine del momento y la envolvente música.

Emily era buena copiando y pronto estuvo sobre el suelo, moviendo el vientre como hacía una morena pechugona ubicada cerca. Por el rabillo del ojo, comprobó que sus amigas también se habían compenetrado en sus papeles. Su prima se desplazaba hacia un costado estirando una pierna y el brazo, y su amiga giraba sobre sí misma, rotando los hombros. Ciertamente, aquel exótico baile se les daba bien, y cualquiera que las mirase no adivinaría que tras los sensuales trajes se escondían una duquesa y dos condesas. Si su tía o la duquesa viuda las vieran, sufrirían un ataque; por suerte, habían decidido quedarse en Costwold. Pero no le cabía la más mínima duda de que, si Bastien estaba entre los presentes, no tardaría en reconocerla con su agudo ojo de halcón y se aparecería hecho una furia.

Ese pensamiento le produjo un repentino desasosiego, pero recordó que su esposo la había hecho a un lado, y el enojo volvió a arder en su interior.

El ritmo de la música aceleró, y las demás bailarinas comenzaron a agruparse y colocarse en filas. Desorientadas, ellas se quedaron paradas y terminaron ubicadas en la primera fila, Emily en el centro, Lizzy a su izquierda y Clarissa a la derecha, junto a dos mujeres más que estaban en los extremos. Y al ver que todas realizaban el mismo paso, trataron de seguirlas torpemente al principio, y después con más gracia.

Ni bien Nicholas enfocó la vista en el número, soltó una retahíla de improperios y salió impulsado hacia adelante, apartando como un loco a los hombres que se interponían en su camino. Bastien y el conde intercambiaron una mirada tensa y salieron detrás con igual precipitación. Sin embargo, la fornida figura del duque de Riverdan corrió, adelantándose e interponiéndose frente al trío furioso.

—¿¡Qué están por hacer!? —inquirió con gesto serio.

—¿¡Y lo preguntas!? ¡Bajar de las orejas a mi mujer!, ¡quítate! —le ordenó Nicholas fuera de sí.

¡Pero si serán…! ¡No pueden hacerlo, provocarán un escándalo y arruinarán la reputación de sus esposas! —rebatió Ethan cruzando los brazos; Jeremy se detuvo a su lado y afirmó con la cabeza, apoyando su conjetura.

—¡Demonios! —bramó el conde, ofuscado.

¿¡Y qué pretendes!? ¿¡Que nos quedemos aquí parados como si nuestras mujeres no estuviesen semidesnudas y meneándose frente a la mirada lasciva de los peores libertinos de Londres!? —agregó, gritando enloquecido, Sebastien.

—Pues sí. No pueden hacer nada sin causar un mal mayor, solo les queda aguantarse y esperar. ¡Por qué mejor no disfrutan del desopilante espectáculo! —los aguijoneó el duque, sonriendo al ver sus gestos de asesinos.

La melodía exótica que sonaba se había acelerado, al igual que los movimientos de las bailarinas, agrupadas en tres filas. Sus esposas, ubicadas en la primera hilera al medio, sacudían sus caderas, lo que provocaba que las borlas y lentejuelas que colgaban de sus trajes se movieran a su alrededor. A pesar de su enojo, Sebastien no podía quitar los ojos del sensual cuerpo de Emily, la boca se le había secado y su corazón palpitaba enloquecido. Las bailarinas giraron, les dieron la espalda y, con los últimos acordes eufóricos de los tambores, sus traseros temblaron y los gritos de los hombres estallaron, muchos se habían agolpado frente a la tarima.

La paciencia de Gauss se esfumó como una llama bajo un chorro de agua y, olvidando la misión, las consecuencias y todo lo que lo rodeaba, salió disparado hacia el escenario y tropezó con Baltimore, que parecía tener el mismo impulso y cuya expresión estaba desencajada, al igual que la de Stanton, que ya se les había adelantado y se encaminaba hacia su esposa a toda marcha, como un caballo desbocado. Ethan los siguió pidiéndoles calma y contención, y bufó resignado al no poder detenerlos, mientras ellos apartaban a los perros babosos que se les cruzaban. Jeremy no los siguió, solo fijó la vista en los ventanales y desapareció tras los invitados.

Arribaron al escenario cuando el número finalizaba y se detuvieron frente a sus esposas con los brazos cruzados, en una postura intimidante y con miradas peligrosas.

Emily realizaba lo que parecían los giros finales y, al detenerse de cara al público, sus ojos colisionaron con una mirada violeta, oscurecida y rabiosa. Era su marido, que tenía el aspecto de estar poseído, y a su lado se encontraban el duque y el mejor amigo de este, ambos con expresión siniestra.

—¡Por caridad, nos descubrieron! —siseó Clarissa preocupada, sin aliento.

—¡Oh, merde, es Nick! —farfulló, boquiabierta, Lizzy.

Los aplausos inundaron el lugar y ellas se paralizaron sin saber cómo proseguir, sus maridos se acercaron un paso, y ellas retrocedieron otro al unísono. De pronto, se oyó un revuelo en un lateral del salón y, a continuación, se desató el caos.

—¡Fuego, fuego! —gritó un hombre, señalando una de las ventanas donde una intensa llamarada devoraba las cortinas color ocre.

Las mujeres chillaron histéricas y los hombres ordenaron frenéticamente.

—¡Todos fuera!

Unas fuertes manos rodearon la cintura de Emily y la bajaron de la tarima. En cuanto tocó el suelo, fue arrastrada con urgencia por Sebastien, que la envolvió con un brazo, impidiendo que la multitud que abandonaba en tropel la casa la golpeara o aplastase. No tuvieron tiempo de intercambiar palabras, solo corrieron rodeados por un denso humo que les hacía picar los ojos y arder la garganta.

Cuando por fin salieron al exterior, Emily se volteó para buscar a sus amigas y se preocupó al no encontrarlas por ningún sitio. Su esposo, que no la había soltado, tiró de su brazo y la guio hasta un carruaje detenido junto a varios coches.

—Bastien, espera —le pidió ella, intentando que se frenara un instante, pero él ni se inmutó—. ¡Sebastien, detente! —ordenó, irritada, Emily, jalando con todas sus fuerzas de sus manos, con lo que logró que su agarre se debilitara lo suficiente para evitar dañarla.

—Yo que tú, no tentaría a tu suerte —siseó, mordaz, el conde, girando hacia ella y taladrándola con una mirada airada.

—Ehh… Lizzy…, Clara, tenemos que… No me iré sin ellas, y no olvides que estoy furiosa contigo por haberme abandonado —adujo tragando saliva, incapaz de cerrar la boca, pero su esposo la cortó.

—Los vi salir sanos y salvos; ahora, camina —tronó con la mandíbula apretada, y esa vez ella acató su orden en silencio. Era mejor no abusar, estaba claro que la paciencia de su marido estaba al límite.

«Pobres Lizzy y Clara, por las caras enfurecidas de sus parejas, las he metido en un buen lío…».

Media hora después, el carruaje se detuvo frente a la casa del conde y este bajó sin esperarla ni dirigirle la palabra, como había hecho durante el viaje de regreso. Emily ingresó a la propiedad detrás de él, que se perdió en el interior, e inspeccionó con curiosidad el lugar, mientras el lacayo que aguardaba su regreso cerraba la puerta y se quedaba viendo su disfraz con la mirada desorbitada; ella le sonrió y siguió su camino. Había estado dos veces allí. Una, como la Dama Negra, la noche en la que Sebastien la había comprado, pero había estado tan nerviosa que no había mirado nada, y esa misma tarde, cuando llegaron buscando a sus maridos, pero solo lord Baltimore había entrado. La casa era más pequeña que la mansión familiar, pues era el departamento de soltero del conde, aun así, era de tres pisos y estaba decorada con elegancia y buen gusto. Aunque solo veía el vestíbulo, alumbrado por unas pocas velas, y una estancia grande, que debía ser el comedor principal. Estaba observando una gran estatua griega apostada al pie de la escalera, cuando sintió que la empujaban hacia atrás con fuerza y su espalda chocaba contra algo firme.

—Quiero que subas y me esperes en la habitación que está al final del pasillo. Ya conoces el camino, querida —le susurro la voz de Bastien en tono grave.

¡Me asustaste! —le respondió ella con el pulso desbocado, y se giró entre los brazos que rodeaban su cintura para a mirarlo—. ¿Qué te sucede? —inquirió aturdida, percatándose de la expresión tensa y el brillo peligroso de sus ojos, que parecían tan encendidos como el fuego del que habían escapado. Su marido estaba actuando raro y no como ella había esperado. No le estaba gritando, reprochando ni reclamando su comportamiento.

—Ya me oíste, sube —le ordenó, con sequedad, Bastien sin apartar su penetrante mirada de ella, soltándola y tomando con pereza de su vaso.

Emily se enderezó; tensa y con una postura orgullosa, se dio vuelta, estaba molesta por toda la situación. Por lo que, sin contestar, apoyó una mano en la baranda de la escalera, dispuesta a desaparecer de la vista de su marido. Pero antes de poder poner un pie en el escalón, el cuerpo de su esposo se pegó a su espalda. Su aroma varonil la envolvió y pudo sentir su respiración alterada soplando en su cuello, erizando su vello y haciéndole contener el aliento. Sus manos apretaron su talle y acariciaron la piel expuesta de su abdomen, luego descendieron hasta su cadera y la apretaron, presionándola contra él y sacándole un jadeo agitado.

—Una cosa más, no te quites el traje. Quiero que Sherezade baile para mí esta noche. Y después… después me ocuparé de que nunca más olvides a quién perteneces, que eres mía y que lo serás esta noche y mil más —advirtió, con voz gutural y ronca, Sebastien, quemándola con su cálido aliento y derritiendo todo su ser con voraz intensidad.