CAPÍTULO 27

N° 27: Toda regla tiene su trampa, y las del amor no son la excepción.

Capítulo veintisiete del libro Reglas para no enamorarse

El cuarto en el que se alojaba su hermano estaba ubicado en el sector este de la mansión y era, por lejos, el lugar más lujoso en el que Jeremy había estado. Cuando golpeó la puerta de la alcoba, esta no tardó en abrirse, lo que confirmaba su presentimiento de que Jeremy la estaba esperando.

Emily se quedó de una pieza al traspasar la entrada y ver el rostro de su hermano, que lucía cansado y serio, pero asombrosamente atractivo. Por primera vez, lo veía sin tanto vello en su cara, solo una barba corta y cuidada, seguramente la conservaba para mitigar el efecto de su gran cicatriz. Su cabello negro había sido recortado y llevaba puesta una camisa blanca y unos pantalones grises, ambas prendas propiedad del duque de Stanton, que era apenas un poco más bajo que Jeremy, pero ostentaba una similar contextura atlética y esbelta, aunque, por supuesto, le iban algo sueltas por su delgadez extrema. Jeremy abrió los brazos esbozando una sonrisa, y ella corrió a refugiarse en ellos. Su calor la reconfortó y sintió su corazón henchido de felicidad por tenerlo allí junto a ella.

—Jemy…, te extrañé muchísimo. Estaba muy preocupada por ti, no sabes las locuras que hice para intentar reunirme contigo —le confesó con tono emocionado, llamándolo con aquel apodo cariñoso con el que lo había bautizado.

El apretó sus manos en un gesto tranquilizador, y su mirada le dijo que él se había sentido igual. Emily tiró de él y lo guío hasta el asiento ubicado bajo la ventana, donde lo instó a que tomara asiento junto a ella. Cuando estuvieron ubicados, su hermano bajó la vista a su mano izquierda y, tras acariciar su dedo anular, en el que llevaba su anillo de casada, levantó la vista y la miró con un gesto interrogante.

¿No entiendes lo que está pasando, verdad? —le preguntó ella, comprendiendo su inquietud.

Él asintió, y Emily soltó un suspiro, cayendo en cuenta de que en las últimas semanas su vida había dado un giro drástico.

—Sé lo que piensas y lo que te dije, Jemy, pero estaba equivocada con respecto a él y sobre muchas cosas… Él… Sebastien no es el hombre cruel y vengativo que yo creía. Él solo era un hombre enamorado y resentido, al igual que yo, una mujer que amaba y sufría. Las circunstancias en la que nos encontramos nos forzaron a confrontar esos sentimientos y reconocer que lo que creíamos era un profundo odio mutuo, no era otra cosa que un inquebrantable amor. El conde me ha demostrado sinceridad y apoyo incondicional, y no solo eso, él me ama y yo a él —siguió con la voz temblorosa y los sentimientos a flor de piel.

Jeremy apretó nuevamente sus manos, y una sonrisa triste apareció en su joven rostro; ella sintió su corazón estrujarse en su pecho.

—No, hermano, por favor, no confundas las cosas. A ti también te amo con el corazón y tenerte en mi vida fue lo mejor que me pasó. Por ti, volví a creer en el prójimo y a tener esperanzas de vivir. Tú eres mi familia y razón de ser, nunca te abandonaré, jamás —le aseguró, conmovida con la visión de los ojos empañados de su hermano, y prosiguió a abrazarlo con fuerza contra sí—. Seguiremos juntos, no debes preocuparte, todo lo contrario, tienes que alegrarte, porque el momento que tanto esperamos está muy cerca. Ya no estamos solos, Jemy, contamos con la ayuda de mi esposo y de la familia. Encontraremos a madre y haremos que ese monstruo pague por todo el daño que nos causó. Ya lo verás, confía en mí. Bastien es el mejor rastreador de Inglaterra, si alguien puede hallar a la marquesa, es él —terminó Emily, fijó con seguridad sus ojos en los de su hermano y se entristeció al hallar en estos esa mirada otra vez. La de la desesperanza.

Jeremy solo había conocido el miedo, la maldad y la tristeza en su vida, pero ella no cejaría en su empeño de demostrarle que además existía la paz, bondad y felicidad.

Sebastien abandonó el despacho de su cuñado casi a medianoche, pues había estado elaborando junto a Ethan y el duque las acciones a seguir. Ya tenían un plan, solo quedaba esperar el momento adecuado para ponerlo en acción.

Mientras subía la escalera hacia el piso superior, repasaba los puntos de su estrategia y le satisfacía comprobar que no habían dejado cabos sueltos. Los tres habían concordado en un punto, la seguridad de las mujeres de la familia era un factor prioritario. Y él estaba decidido a mantener al margen del peligro a su esposa, Emily no se volvería a arriesgar, de eso se encargaría él. Cuando entró a su alcoba, le asombró encontrar la estancia iluminada por las velas, había supuesto que su esposa ya se habría retirado a descansar. Pero no, Emily estaba sentada junto a la chimenea apagada y, con solo verla, su corazón dejó de latir, para luego golpear su pecho con agónica necesidad.

En lo que la intimidad entre ellos se refería, todavía predominaba sobre él la cautela, sabía que la experiencia de la joven se limitaba a ese infame ultraje y a su noche de bodas, y lo último que quería era asustarla.

En pocos pasos, estuvo frente a ella y notó que estaba dormida. Tenía las piernas encogidas en el sillón y un libro abierto reposaba sobre ellas. Con curiosidad, lo tomó lentamente y comprobó el título que versaba la tapa: Como Gustéis. William Shakespeare.

La sonrisa en su cara fue inmediata, esa obra le traía un muy dulce recuerdo, en sus papeles de Rosalina y Orlando se habían dado su primer beso de rendición y aceptación, y a eso se debía que hubiesen terminado casados y felices.

Emily se removió en su lugar, y el ceño que siempre conservaba su rostro al dormir se agudizó, lo que delataba que sus sueños no eran gratos. El movimiento provocó que su bata de seda color azul real se abriese, dejando una esbelta y larga pierna al descubierto. Su boca se secó y la vena en su cuello comenzó a palpitar por la excitación que la imagen despertaba en él. Sintiéndose como un pervertido por estar comiéndose con los ojos a su esposa sin disimulo, depositó el libro en el sillón debajo de la ventana y, con suma delicadeza, la tomó en sus brazos. Con ese único contacto, su cuerpo vibró de anhelo, ella encajaba entre ellos como si hubiese sido moldeada y esculpida a su medida exacta. Y su exquisita fragancia inundó sus fosas nasales, debilitando su reciente determinación de comportarse como un perfecto y caballeroso marido e instándolo a hacer una excepción y prescindir de las reglas del amor.

Ni bien depositó la figura dormida de la joven en el colchón cubierto por sábanas de seda granate, esta se volteó, acurrucándose en posición fetal, lo que logró que su ropa de dormir terminara arrugada en su cintura y que él pudiese ver con claridad el borde de su pomposa y devastadoramente deseable parte trasera. Su anatomía masculina protestó en respuesta y, reprimiendo un improperio, el conde se giró, procedió a quitarse sus prendas y, con sus calzoncillos largos, se metió en la cama, manteniéndose lo más lejos de su esposa que pudo. Solo unos segundos después, sus buenas intenciones se esfumaron debido a que el femenino cuerpo de Emily se dio vuelta y, de manera inconsciente, ella buscó su calor, apretándose contra su costado.

En el silencio de la noche, se oyó su gemido estrangulado, y cuando él abrió los ojos, su mirada violeta se encontró con una verde brillante y expectante. Sebastien la miró aturdido un momento y tragó saliva cuando su esposa, sin apartar su intensa mirada, trepó sobre él y se acercó hasta que su aliento le acarició la boca.

¿Qué estás esperando, esposo? —le preguntó ella con voz melodiosa, arqueando levemente una ceja.

¿Esperando? ¿Para hacer qué? —respondió Bastien con su voz reducida a un sonido agitado, ronco y anhelante.

—Para amarme… —rebatió, con provocadora seducción, la joven, subiendo una mano por su abdomen con tortuosa caricia, hasta detenerla en su corto cabello rubio.

El jadeo de Sebastien resonó en la habitación y, tomando a su mujer por la cintura, giró e intercambió velozmente sus posiciones, y cuando la tuvo apretada bajo su cuerpo, respirando tan agitadamente como él, aprisionó sus brazos sobre su cabeza.

—Como gustéis, esposa mía —aceptó con tono ronco, sus bocas separadas a un deseo de distancia.

Y esa vez fue el turno de ella para dejar escapar un jadeo, sonido que él amortiguó con la pasión de sus labios, y la danza legendaria del amor guio sus cuerpos hasta que juntos quebrantaron todas y cada una de las reglas del desamor.

La puerta de su alcoba abriéndose logró que Emily despertara de su placentero sueño. Con pereza, abrió los ojos y no necesitó mirar su costado para comprobar que su marido no estaba allí, pues no sentía su calor ni su masculino aroma. Eso sí, sus partes íntimas sentían esa pequeña molestia que le recordaba que ya era una mujer con todas las letras, idea que inauditamente le causaba una inexplicable dicha.

Su doncella Jenny, quien ya se encontraba trasteando por el cuarto, se percató de que había despertado y de que su ánimo era inmejorable y no perdió tiempo para lanzarle una de sus sonrisas pícaras, de esas que le causaban un sonrojo delatador. Ignorando su mirada jocosa, revisó con la vista el lugar, intentado localizar su ropa. Y para su vergüenza, avistó su camisón sobre el suelo, a los pies de la cama, y su bata tirada de cualquier modo unos metros más allá. Resignada, miró a su sirvienta, y esta, reprimiendo una carcajada, se apiadó de su recato y le alcanzó sus prendas.

Un rato después, ya vestida y aseada, bajó la escalera y se encaminó hacia el comedor. Las puertas del salón estaban abiertas y las voces femeninas se oían desde el pasillo. Nada más entrar, notó que las mujeres presentes la saludaban con nerviosismo y desviaban la vista con tensión, por lo que con su acostumbrado gesto despectivo y serio les interrogó:

—Buenos días, ¿dónde está Sebastien?

La duquesa viuda y su prima intercambiaron miradas de incomodidad y parecieron reacias a contestar. Emily comenzaba a impacientarse cuando la voz gruñona de su tía, quien también ingresaba, habló:

—No está en la mansión, sobrina.

Emily frunció el ceño sin comprender y pensó que tal vez los hombres habían salido a cabalgar, ya que no estaban los duques tampoco.

—Bueno, entonces los veré en el almuerzo. Me urge terminar la conversación de anoche en el estudio —anunció a la vez que se inclinaba para coger un bollo de pan con canela.

—Eso no será posible, querida —le informó Honoria con expresión inquieta.

¿Cómo? —preguntó desorientada.

—Mi hermano, mi esposo y el duque han partido hacia Londres al amanecer, prima —aclaró Elizabeth y, por su gesto contrariado, ella no parecía conforme con la noticia.

¿¡Que!? —espetó con incredulidad, soltando su taza con estrépito sobre la mesa.

—No te enfades con nosotras, señorita, todas nos hemos desayunado con la noticia, al igual que tú. Esos bribones nos la han jugado, han hecho trampa y se han ido sin nosotras. Y no solo eso, se llevaron a Jeremy con ellos —alegó Margaret, golpeando el suelo con su bastón.

¡No puedo creerlo! ¡Pero qué se ha creído este hombre! —farfulló, furiosa y alarmada, ella.

—Toma, Sebastien dejó esto para ti —le indicó Elizabeth extendiendo un papel hacia ella.

Desencajada, Emily se lo arrebató, se puso en pie, alejándose, y abrió la carta con la ira brotando por sus poros.

Esposa,

Lo siento, no me odies, no tenía otra alternativa más que el que dejarte si lo que quiero es cumplir con las promesas que te hice: encontrar a tu madre y al culpable de tus desgracias, y protegerte con mi propia vida. No te preocupes, cuidaré de tu hermano como si fuese el mío y no dudes que siempre volveré a ti. Tú eres mi hogar y el lugar al que pertenezco, y esa es otra promesa.

Te ama, Bastien.