CAPÍTULO 11

N° 11: Evita mirar tras la máscara porque esta es la barrera que mantendrá a salvo tu alma.

Capítulo once del libro Reglas para no enamorarse

Francamente, amigo, no creí estar vivo para verte en esta situación —dijo Riverdan en tono de mofa, luego de ayudarlo a salir del coche en donde lo había encerrado Emily.

—Yo tampoco, y te lo advierto, ni una palabra más sobre esto. No estoy de humor —le advirtió malhumorado, dirigiéndose al carruaje del duque en el que habían llegado ambos.

—Tranquilo, no es mi intención que te sientas encerrado —siguió burlándose el duque, subiendo detrás de él, sin perder su gesto serio.

Sebastien maldijo para sus adentros. Esa mujer se las pagaría. Había terminado con su paciencia, iría tras ella y la traería arrastrándola del cabello, si fuese necesario, a punta de pistola.

No lo podía creer, sentía la furia y el rencor elevándose a los lugares más recónditos de su ser. Ella se había atrevido a amenazarlo. ¡Le había apuntado con un arma! ¿Desde cuándo sabía manejar una? Y, lo peor, lo había hecho para defender a su amante. A ese inservible tipejo, ese hombre cobarde que la ofrecía como vulgar mercancía y le permitía exponerse a todo tipo de peligros.

Un dolor agudo quemó su pecho al pensar que Emily lo había traicionado por esa persona, cambiando todo lo que tenían para ser la prostituta de ese poco hombre. El cuerpo entero le tembló de rabia, apenas podía contener el impulso de destrozar y acabar con todo a su alrededor, pero ya no era ese joven inmaduro y arrebatado. Además, descontrolarse significaría que ella seguía teniendo poder sobre él, que continuaba afectándole. Y no era así, para nada le importaba lo que ella hiciese. Solo quería terminar con aquella detestable misión, cumplir con su promesa y seguir con su agradable vida. ¡Y Emily Asher podría pudrirse en el infierno!

A medianoche, decidieron detenerse para descansar antes de proseguir viaje. Pararon en una posada en el camino y, tras pedir dos cuartos, se sentaron a cenar en la habitación de Ethan.

¿Me dirás qué sucedió? —interrogó el duque, dejando la pieza de cordero en su plato.

—Ella se fue y, esta vez, no tengo idea de dónde encontrarla —respondió él frustrado, y bebió de su copa de vino.

—Eso es evidente, amigo. Pero no comprendo cómo se lo permitiste… y cómo terminaste encerrado dos horas en ese carruaje —insistió Ethan, incapaz de ocultar su incredulidad.

—Su sirviente se interpuso cuando salíamos, nos trenzamos a golpes y… lo que ya sabes, me encerraron —le contó a medias, jamás le daría a nadie los detalles del episodio o enfermaría.

¿De verdad esperas que crea que una mujer y su sirviente enclenque pudieron contigo y te obligaron a entrar en un coche averiado? —contestó, con sarcasmo, su amigo.

Sebastien prefirió no responder, era ridículo lo que contaba. De no ser por las voces que se acercaban cuando le había ordenado entrar al carruaje, la historia sería otra. Ella escapó porque no había querido atraer la atención sobre ellos, de haber dado la voz de alarma, se habría producido un escándalo y la identidad real de la Dama Negra hubiera salido a la luz, lo que definitivamente arruinaría la reputación de la joven.

Ethan respetó su silencio y siguieron comiendo, sumidos en sus pensamientos.

—Bien, ¿cuál es el plan a seguir? —preguntó el moreno cuando acabaron de cenar, tirando su servilleta sobre la mesa.

—Creo que ella parará por un tiempo, no se arriesgará a aparecer por ninguno de esos antros sabiendo que estoy al tanto de que lo hace y de que tengo muchos contactos, así que me encuentro un poco desorientado ahora mismo —confesó, estirándose en su silla y mirando el techo, impotente.

¿Hacia dónde te diriges? —preguntó su amigo horas después, mientras esperaban el carruaje del duque.

—Voy a Costwold, a la propiedad de campo de mi hermana. Allí espero encontrar algunas respuestas —dijo Sebastien, poniéndose de pie, al ver el coche detenerse frente a la posada.

—Debo visitar una de mis propiedades, Stanton me queda de camino, así que puedo acompañarte y seguir la marcha —comentó Riverdan.

—De acuerdo. Sé que ahora que has tomado posesión del ducado tienes mucho trabajo, y por eso agradezco tu ayuda, Ethan —dijo junto a la puerta abierta.

—De nada, tu caótica vida ayuda a distraerme del desastre en el que se ha convertido la mía. Cuando vuelvas a Londres, avísame —le pidió, y Sebastien pudo notar que en sus ojos había cansancio y una profunda amargura. Aunque no sabía todo, conocía el desprecio que su amigo había sentido hacia su padre, el anterior duque.

A media mañana, arribaron a Sweet Manor, la propiedad de los duques de Stanton. El día había amanecido en extremo caluroso y el sol brillaba con fuerza cuando bajaron del carruaje.

Smith, el mayordomo de su hermana, los recibió y, después de tomar sus sacos y sombreros, los guio hacia la terraza. A medida que se acercaban, pudieron oír risas estridentes y gritos agudos y femeninos. Al salir al jardín trasero, vieron la mesa con restos del desayuno, pero no estaban Elizabeth ni su esposo.

Curiosos, se asomaron por la balaustrada de piedra y lo que vieron por poco los deja tan duros como la baranda bajo sus manos. Allí abajo, sobre la pradera, se hallaban cuatro mujeres vestidas con pantalones y camisas.

Sin embargo, su parálisis no se debía a la visión devastadora que ellas representaban con esas calzas y esas camisas colgando de sus esbeltos cuerpos, no. Sino a la dama que estaba en el centro del círculo, con el cuerpo en posición de ataque, frente a un joven alto y delgado. El sirviente se notaba reacio e incómodo y aparentaba querer estar en cualquier otro sitio.

La joven rubia le hizo una seña para que se acercara, parecía que llevaban rato haciendo aquello. Las demás contuvieron el aliento y se taparon los ojos con las manos. El mozo arremetió contra la muchacha, alzando el brazo como si fuese a asestarle un puñetazo. Pero no llegó a su objetivo, pues la rubia se agachó justo a tiempo y esquivó el ataque ágilmente, se tiró al suelo con las piernas estiradas y pateó al joven a la altura de los tobillos, lo que lo hizo caer bruscamente boca abajo.

Las demás saltaron y gritaron emocionadas, y la joven se inclinó en una reverencia, agradeciendo los aplausos. El cabello se le había soltado en la maniobra y en ese instante caía suelto por su espalda, pero el femenino gesto se veía opacado por la vestimenta masculina.

¿Quién diablos es esa mujer? —gruñó el duque a su lado, y su voz sonó más como un graznido seco.

—Es… es lady Violett, la hermana pequeña del conde de Baltimore, no sé si lo recuerdas. Es el amigo y vecino de mi cuñado, Steven Hamilton —respondió, todavía pasmado, Gauss, observando cómo Violett trataba de arrastrar a su gemela al centro y a esta negar nerviosamente. Entonces, levantando las manos al cielo, la soltó y atrajo a lady Daisy, otra de sus hermanas, hacia ella, mientras comenzaba a mostrarle la posición de defensa.

—Conozco a Baltimore, y déjame decirte que ha hecho un pésimo trabajo como hermano mayor. ¿Y el duque es cómplice de esta locura? —contestó, con sequedad, Ethan, su expresión mortalmente rígida, observando cómo Violett se subía a horcajadas en el pecho del sirviente y lo inmovilizaba sin esfuerzo.

La duquesa, que miraba todo atentamente, volteó unos segundos y los vio parados como estatuas en la terraza. Abrió los ojos como platos y, diciendo algo a sus vecinas, se dirigió hacia ellos con pasos presurosos.

¡Sebastien! —exclamó cuando estuvo cerca y lo abrazó con cariño.

—Buenas, ángel. Veo que estás ampliando tu gama de conocimientos —la picó y rio cuando ella se ruborizó con violencia.

—No se lo digas a Nicholas, no sé lo que me haría si se enterara —respondió, risueña, ella y estiró su camisa, como si con aquel gesto pudiese impedir que él reconociera su propia ropa.

—No se lo diré, y me alegra que mi antigua vestimenta te sea útil —dijo, tocando su nariz juguetonamente.

¡Oh, detente! No seas maleducado y preséntame a tu amigo —le reprochó mirando con curiosidad a su acompañante.

—Elizabeth, te presento a Ethan Withe, duque de Riverdan. Ella es mi hermana, lady Elizabeth, ahora duquesa de Stanton. —Ellos se saludaron cortésmente, y luego Lizzy miró fijamente a su hermano.

¿A qué se debe tu visita? ¿Has encontrado a Emily?, ¿ella se encuentra bien? —no tardó en preguntar con su habitual modo directo.

—No, no la hallé. Y como dejamos pendiente la conversación con nuestra tía hace unos días, he venido para hablar con ella —respondió y, de reojo, vio que las vecinas de su hermana los habían visto. Lady Daisy, visiblemente acongojada, abandonó el lugar por la puerta del jardín, la seguían lady Rosie corriendo con la cabeza gacha, y lady Violett que, al contrario de sus hermanas, caminaba con grandes zancadas y la cabeza en alto.

—Tía Margaret no se ha estado sintiendo bien, le insistí para que guardara reposo, veré cómo está y te informaré. Pero tomen asiento, ordenaré que traigan un refrigerio para ustedes —les pidió Lizzy, y salió rápidamente tras las hermanas Hamilton.

Lady Asthon estaba sentada en su cama, con la espalda erguida y un gorro de dormir tapando su cabello gris. Parecía cansada y débil, algo raro en ella. Aunque su expresión resuelta y gesto adusto seguían allí.

—Anda, siéntate, Albrigth, y deja de mirarme como si estuviese muriendo —le ordenó la anciana con su voz ronca, señalando un silla junto a la cama.

—Buenos días, tía. Déjame decirte que tu belleza ha alegrado mi mañana —le dijo, galante, Sebastien, tomando su frágil mano para depositar un beso.

—Oh…, no intentes tus tetras conmigo, granuja. Y mejor dime qué le sucedió a mi sobrina —demandó, lo arató de un manotazo y clavó sus ojos negros en él.

—Lo que sucede es que tu sobrina es un dolor de cabeza —contestó enfático—. La volví a encontrar, pero con ayuda de su sirviente volvió a desaparecer —explicó evadiendo decir la nueva actividad a la que se dedicaba su prima política, sería demasiado para el débil estado de su tía.

—Sebastien, sé que me estás ocultando cosas. No puedes engañarme, muchacho —declaró, sagaz, la dama, entrecerrando los ojos—. Cuando pedí tu ayuda, lo hice porque sé que eres el mejor rastreador de Inglaterra. Y por más inteligente que mi sobrina sea, no es rival para ti. Así que dime, ¿qué está pasando con Emily?

—Bueno, ella… ella ha estado visitando tugurios y antros. Al parecer, está buscando a alguien, pero no tengo idea de quién puede ser —respondió finalmente, y le asombró no ver ni un gesto de sorpresa en la cara de su tía. Ella sabía algo.

¡Oh, no! ¡Esa maldita muchacha ha perdido la cordura! No entiendo cómo descubrió la verdad —exclamó, con indignación, la anciana.

¿De qué verdad hablas, tía? —preguntó aturdido.

—No lo mencioné antes, no me pareció pertinente a la desaparición de mi sobrina. Es un secreto muy bien guardado, nadie, además de mi hermano, sabe sobre él, y yo le di a este mi palabra de callarlo. Por supuesto que Caleb me lo pidió en su estado de locura, hace muchos años —murmuró, volviendo sus ojos hacia él, su mirada inquieta y perturbada.

—Debes decírmelo, puede ser la clave para dar con Emily. No creo que lord Landon se moleste, no en su estado perturbado —adujo más inquieto a cada minuto.

—Hace cinco años… mi cuñada, lady Landon, perdió la vida en un naufragio. Mi hermano enloqueció de dolor y, con mi sobrina internada en un colegio de señoritas, se quedó solo. Caleb no volvió a ser el mismo, se negaba a aceptar la muerte de su esposa, decía que estaba viva y que el diablo la había secuestrado. Él fue declarado demente y quedó recluido en su mansión campestre —descubrió su tía, y Sebastien quedó sorprendido al ver la mueca de pesar en su arrugado rostro, pues nunca la había visto otra expresión que no fuera de hosquedad.

—Lo sabía, la historia del marqués loco es uno de los cotilleos más contados —dijo él, ansioso por saber el resto, y se avergonzó enseguida al notar, por el gesto que su tía había esbozado, que el cruel apelativo que la sociedad le había puesto al marqués le molestaba.

—Así es, lo que nadie sabe es la verdad oculta. Hace pocos meses, llegó una carta donde se solicitaba mi ayuda. Cuando leí el nombre de la persona que la enviaba, no di crédito a mis ojos. Lamentablemente, la carta se extravió de forma misteriosa y no pude responder ni recordar los datos del remitente —continuo Margaret. Su tono acongojado denotaba temor.

¿Quién era?, ¿quién enviaba la carta? —preguntó él, aunque podía adivinar la identidad de la persona, y aquella repentina sensación premonitoria le causó un escalofrío.

—Amanda Timorton, lady Landon, ella está viva. Y me temo que Emily lo sabe, está buscando a su madre —terminó lady Asthon, confirmando sus sospechas, y hundiendo su alma en una mortal y atroz agonía.

La culpabilidad lo golpeó, provocándole una creciente sensación de náuseas. Aquella verdad revelada no hacía más que evidenciar lo errado que había estado, pues la mujer que se ocultaba tras la Dama Negra no era una dama de la noche, tampoco una prostituta.

Solo era Emily Asher, una hija desesperada.