CAPÍTULO 26

N° 26: Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

Juan 8:32

Capítulo veintiséis del libro Reglas para no enamorarse

La confesión de Emily provocó una gran conmoción en los presentes, las damas mayores esbozaron muecas de horror y los caballeros intercambiaron miradas siniestras. Elizabeth, aún de rodillas, se quedó viendo a su prima con su rostro completamente pálido y gesto demudado.

—Elizabeth… yo… ¡Oh, cielos! —exclamó Emily con tono de culpa, pero se interrumpió al ver la expresión lívida de la duquesa y apenas tuvo tiempo de tirar de las manos de su prima, que no la había soltado, y frenar con su brazo su cuerpo inerte para evitar que este impactará contra el suelo alfombrado.

Rápidamente, Sebastián y el duque, quien se había abalanzado como un rayo sobre el escritorio y llegado junto a ellos, la ayudaron a reposar a la joven sobre el suelo.

Ángel…, mi amor… —dijo Stanton con voz alarmada y rostro angustiado.

¡Santo Dios!, ¡Smith, Smith! —gritó la duquesa viuda, que corrió a abrir la puerta.

Milady… —dijo el mayordomo al traspasar la puerta, pero se calló cuando se percató de la situación.

—Smith, manda a un mozo a por el doctor, ¡rápido! —lo apremió, con aprensión, Honoria.

Nicholas, que no cesaba de pasar la mano por las mejillas y el cabello de su esposa, levantó la vista y dijo a su cuñado:

—No despierta, la llevaré a nuestra habitación. Cuando llegue el médico, que suba de inmediato.

El conde asintió y, ayudando a su mujer a ponerse de pie, se acercó a su tía, que estaba muy afectada por la situación. Su amigo, que había permanecido al margen, le hizo una seña dándole a entender que necesitaba hablar luego con él y, tras recibir un gesto afirmativo, se retiró.

—Emily, será mejor que ayudes a tu hermano a instalarse, debe estar deseando poder asearse y desayunar —le propuso Bastien a su esposa, echando una corta mirada a su cuñado, que no se había movido de su asiento y mantenía la cabeza baja.

—Sí, tienes razón. Ven, Jeremy, acompáñame —le pidió Em a su hermano, y juntos abandonaron el estudio.

—Ay, muchacho…, me pesa decir esto, pero tengo el mal presentimiento de que la fatalidad y la desgracia nos han invadido —anunció, con abatimiento, Margaret.

—No, tía, no es la fatalidad, es ese hombre que se ha empeñado en destruirnos. Pero tranquila, su fin está cerca, de eso me encargo yo. Saldré tras el rastro de ese maldito y no pararé hasta encontrarlo; esta vez, nada me detendrá. Te lo prometo, tía —declaró, con seguridad y profunda cólera, Sebastien.

Lady Asthon asintió en respuesta, comenzando a calmarse tras oír el tono de determinación de su sobrino. Después de todo, el hombre que tenía frente a sí no era un simple joven, era un espía entrenando, el mejor rastreador de Inglaterra… Era el Halcón Blanco.

—Mi cabeza… ¡Oh, qué molestia! —se quejó, con voz trémula, Lizzy, tras apartar con una mano la fuente de donde provenía un fuerte aroma.

—Su excelencia, ¿me escucha? —la llamó una voz gruesa que no logró identificar.

Confundida y bastante desorientada, la joven abrió con lentitud los ojos y se encontró con el rostro serio del enjuto y alto matasanos[6] del pueblo. Perpleja, asintió y miró al hombre con extrañeza. Por un momento, su cerebro no comprendió lo que sucedía, hasta que los retazos de lo que había acontecido en el estudio de Nick regresaron a su desorientada mente.

—Su excelencia, sufrió usted un desmayo. ¿Cómo se siente? —interrogó el doctor apartando las sales que había colocado bajo sus orificios nasales.

—Un poco mareada y débil, ¿qué tengo, doctor? —preguntó, con voz trémula.

—Bien, he de revisarla y le informaré —contestó él, abriendo su maletín.

—Diantres, ¿¡pero qué diablos está haciendo allí dentro ese hombre!? Si no sale pronto, entraré. No soporto la espera, quiero ver a mi esposa —exclamó, acaloradamente, Nicholas.

—Calma, hijo —le advirtió Honoria con gesto igualmente preocupado.

—Dejemos al médico hacer su trabajo, Stanton —intervino Gauss, poniendo una mano sobre el brazo de su cuñado, que pretendía irrumpir en el cuarto.

El duque se giró a mirarlo con expresión funesta y su boca se abrió en un insulto, pero el sonido de la puerta lo interrumpió.

—Doctor…, ¿qué tiene mi mujer? ¿Ha despertado? —lo apremió atropelladamente, ni bien el hombre puso un pie en el pasillo.

Desde su posición, Sebastien pudo oír el grito que emitió Nicholas minutos después de ingresar a su alcoba y las carcajadas de su hermana. Él y la duquesa viuda se miraron con curiosidad y asombro, pero antes de decir nada, la puerta de la habitación se abrió abruptamente y la cara del duque asomó.

¡Vamos a ser padres! ¡Mi ángel espera un bebé! —proclamó Stanton con gesto radiante.

¡Oh, qué bendición! —exclamó Honoria extasiada, abrazando efusivamente a su hijo.

—Enhorabuena, cuñado. Tú sí que sabes cómo se hacen las cosas —lo felicitó Sebastien, palmeando su espalda, que parecía estar a punto de reventar de orgullo y emoción.

Esa noche, en la cena, abundó no solo la comida y bebida, sino la algarabía y dicha. Su hermana sonreía exultante y sus ojos brillaban emocionados cuando la felicitaron. Por unas horas, nadie mencionó la situación de los recién casados ni sacó a colación la confesión de Emily. De manera tácita, parecieron querer disfrutar de la tregua momentánea que el destino les estaba ofreciendo. A su lado, su esposa cenaba en silencio, ella no participaba de las conversaciones, pero de vez en cuando esbozaba una pequeña sonrisa. Y a pesar de que era evidente que no se sentía del todo cómoda entre ellos y de nuevo en la familia, para él era suficiente, tal vez ella tenía en sus pensamientos a su hermano, quien se había negado a cenar con ellos y lo hacía en su cuarto. Él no había insistido, ya que era obvio que Jeremy no frecuentaba la compañía de personas de su estatus, o simplemente no estaba acostumbrado a convivir con gente.

Cuando la cena llegó a su fin, los tres caballeros se retiraron al estudio del duque y las damas, al salón de té, tal y como marcaba el protocolo. Sebastien vio la reticencia de Emily a quedarse sola con las mujeres, pero decidió seguir a los demás y dejar que su mujer comenzara a enfrentar sus temores. En el despacho de Nicholas, a quien nadie le quitaba la arrogante sonrisa de su habitual cara inexpresiva, procedieron a tomar asiento y beber de sus vasos de oporto.

—Bien, querías hablar conmigo, Ethan —dijo Gauss recordando la intención de su amigo.

El duque lo miró y desvió sus ojos hacia el anfitrión y de nuevo a él. Sebastien entendió la implícita pregunta y se apresuró a asentir en respuesta. Su cuñado era de confianza y, además, en el brete en el que se encontraban, necesitaban toda la ayuda disponible.

¿Recuerdas que hace unos días en Londres me pediste que moviera influencias para intentar averiguar acerca del complot para destruir a tu padre? —Esperó a que su amigo afirmara, moviendo el líquido ambarino en su vaso, y continuó con expresión grave—: Bueno, hoy recibí un mensaje de uno de mis informantes y me temo que las noticias no son nada favorables.

¿Qué decía la carta? —preguntó Nicholas, que se había mantenido callado.

—Luego de casi cuatro meses de inactividad, se han encontrado varios cadáveres asesinados con un mismo patrón, y la ruta de contrabando de información y mercadería que había dirigido El Asesino de Mayfair Square volvió a la actividad —le informó Riverdan, elevando las cejas con mirada significativa.

—Entonces, ¿Mousset no era el asesino? Confieso que nunca lo creí capaz de tejer esa red de espionaje, y tampoco entendía por qué intentaba involucrar a mi padre en los asesinatos y, al mismo tiempo, casarse con mi hermana —musitó el conde con gesto pensativo.

—Y no lo intentaba, Gauss, no lo hacía porque… ¡oh, Diablos! —exclamó Nicholas, se puso de pie y llevó ambas manos a la cabeza; su mirada estaba fija en un punto por encima de sus cabezas. Su mente regresó al momento en el que el francés había intentado secuestrar a Elizabeth, luego de perseguirlos y hallarlos a punto de contraer matrimonio.

(…)

Eres un maldito arrogante creyendo que lo sabes todo, será muy agradable ver tu cara cuando descubras cuán equivocado estás. Sin embargo, te volviste un incordio metiéndote en mis asuntos, y ha llegado la hora de sacarte de mi camino.

Piensa en lo que te dije. Si la dejas ir, puedo prometer que no serás culpado de nada. Solo el marqués pagará por sus delitos.

Gracias, pero no te necesito. No puedo permitir que culpen a mi tío de nada porque él es mi contacto con la familia real. Además, es mi pase a una vida de riquezas.

El rey te compensará generosamente si entregas al Asesino de Mayfair Square.

Tu propuesta es buena, pero no puedo arriesgarme. Además, tengo órdenes que cumplir. Lo siento, pero debo declinar. ¡Levántalo, Jackson!

(…)

Con gesto conmocionado, Nicholas abrió la boca para explicarse ante los otros, cuando un fuerte ruido lo interrumpió.

—Porque Moine solo era un peón más en el perverso juego del cerebro de esa operación y verdadero asesino —afirmó, con voz segura y rotunda, Emily mientras traspasaba una puerta lateral de la que Sebastien jamás se había percatado.

—Mi primo solo era un subordinado, eso está más que claro, pero ¿cómo terminó su anillo en el cadáver de tu amigo, esposo? —interrogó Elizabeth tras su prima, sorprendiendo una vez más a los hombres, haciendo referencia a la argolla que todo varón Albrigth poseía desde el momento de nacer y que Moine había heredado de su fallecido padrastro, pues él no había sido hijo de sangre del hermano de su padre.

—Esa es otra cosa que debo comentarles, el anillo que pensábamos pertenecía a Moine no era del francés. Su cómplice, el que los atacó en la iglesia y que continúa preso a la espera de ser ejecutado, confesó que el anillo le pertenecía a tu padre, Sebastien, pero Fermín de Moine depositó el suyo entre las pertenencias del marqués para liberarlo de los cargos de asesinato —intervino Riverdan clavando los ojos en su amigo.

—¿Pero por qué haría algo así?, si debía cumplir las órdenes de su jefe, quien está claro que deseaba hacer parecer culpable a mi padre —preguntó, confundido, Sebastien.

—Pues porque él seguía sus propios intereses también y no le convenía que el marqués fuese culpado por los crímenes —adujo Riverdan, encogiendo un hombro.

—Entonces creo que la pregunta correcta es qué hacía el anillo de su padre en el cuerpo de Jason —dijo Nicholas con voz preocupada.

—Mi padre es inocente, Nick —rebatió, con tono defensivo, Lizzy.

—Su posición no es buena, hermana. Están apareciendo demasiadas pruebas en su contra. El anillo, las cartas con su firma, sello y letra, yo no sé —dijo, perturbado, Bastien.

—No puedo creer que estés dudando, Sebastien, ¡padre no puede ser ese monstruo! —lo cortó la duquesa con furia.

—Escuchen, hay una manera de comprobar si su padre es inocente —interrumpió Emily, haciendo que todos voltearan hacia ella.

¿Cuál? —la apremió Lizzy, apoyándose en el brazo de su esposo que se había acercado a contenerla.

—Yo… lo siento, es largo de explicar, pero yo sabía que el asesino no era Fermín. Mi madre me lo decía en su carta, el hombre que está detrás de todo esto es la misma persona que secuestró a Amanda y a mi hermano. Ella ayudó a huir a Jeremy para salvarlo de él y nos prohibió que fuésemos por ella. Decía que ese tipo es muy peligroso y que no podía revelarme su identidad sin ponernos en peligro. Aun así, mi hermano y yo decidimos buscarlo, ya que, aunque no sabemos la identidad de su secuestrador, contamos con dos cosas a nuestro favor —explicó Emily, y todos la miraron boquiabiertos y mudos.

¿Qué ventajas? —preguntó, finalmente, Sebastien, mirando con intensidad a su esposa. Él estaba al tanto de la búsqueda de la joven y de los peligros a los que se había expuesto en pos de aquella misión, aunque en realidad ella estaba buscando al hombre que había arruinado su vida y no solo a la marquesa. Sus palabras tenían, esta vez, un peso diferente, pues con ellas exponía hasta el último de los fantasmas de su pasado y se convertía en una mujer libre.

—Tenemos el nombre por el que se lo conoce: el Diablo. Y lo más importante es que, después de mi madre y su cómplice Jackson, Jeremy es el único que ha visto el rostro del Diablo.