N° 5: Abstente de participar en situaciones íntimas y comprometidas.
Capítulo cinco del libro Reglas para no enamorarse
La noche completamente despejada le dio la bienvenida cuando la puerta del carruaje se abrió y Emily bajó, aceptando la mano de su hermano.
Jeremy la miró con preocupación y aprensión y señaló el coche con un ademán urgente, recordándole que él estaría esperando dentro, atento y expectante, todo el tiempo.
—Sí, lo recordaré. No te preocupes, seguiré el plan al pie de la letra. Y si algo sale mal, saldré de allí y me reuniré contigo de prisa —lo tranquilizó ella, apretando su mano y reprimiendo el impulso de abrazarlo, puesto que Jeremy había asumido la identidad de su sirviente personal, y ese acercamiento se vería muy extraño.
Su hermano le dio una última mirada, pidiéndole que se cuidara, y, asintiendo, ella salió de las cuadras del lugar.
El Halcón no era un club corriente, sino una enorme mansión de estilo gótico. La clientela era muy exclusiva y restrictiva, solo se admitían caballeros de élite y debían ser miembros de este, lo que aumentaba sus ansias y expectativas, ya que las posibilidades de por fin encontrar a ese hombre crecían. Y su nerviosismo y temor se equiparaban considerablemente.
Luego de traspasar la puerta trasera de la casa, donde un gigante guardia chequeó su invitación, y de que en el pasillo recibiera su chal de seda, se detuvo unos segundos para asegurarse de que su vestimenta estuviese en su lugar.
Se sentía desnuda, aunque hubiese estado en ropa interior frente a otros antes.
El vestido que se había visto obligada a llevar era, cuanto menos, indecente. De color azul noche, se ajustaba a su cuerpo como un guante. Dejaba su espalda al descubierto y el frente, que era en forma de v, mostraba sus senos a través del profundo escote.
Para aquella ocasión había decidido cambiar de peluca, pues usar la rubia era demasiado riesgoso, por lo que lucía una del color del fuego, la cual daba a su blanca piel un efecto impactante, lo que lograba que sus ojos verdes brillaran detrás del antifaz plateado, decorado con plumas azules.
Otras damas se unieron a ella y caminaron hacia el salón desde donde se oían risas y voces, principalmente, masculinas.
Las que asistían a este sitio eran, en su mayoría, damas de sociedad. Mujeres que podrías encontrar en un salón de cualquier velada noble. Algunas, casadas; otras, viudas. Todas, escondiendo su identidad tras elegantes máscaras, asistían para departir en esas mórbidas fiestas.
Al ingresar al salón, Emily se sorprendió al ver lo que en otras circunstancias le habría parecido una velada de sociedad común. Eso, solo a primera vista porque rápidamente pudo vislumbrar las más que sutiles diferencias.
La iluminación era muy tenue y la música, que una banda que no pudo ver por ningún sitio tocaba, era una melodía sensual y magnética.
Eso sin contar los pasos de baile nada convencionales que las parejas ejecutaban en la pista. Todos apretaban a su compañera indecentemente. Algunos se besaban con descaro, y otros reían con estrépito, acariciándose con íntimo contacto. Tampoco podía pasar por alto que, en general, ningún caballero estaba totalmente vestido, sino que solo llevaban sus pantalones y camisas, algunos conservaban sus chalecos, pero habían prescindido de sus sacos, pañuelos y guantes. Y, por supuesto, las damas correspondían luciendo escandalosos y expuestos atuendos.
Cualquiera que asistiera a una de aquellas fiestas debía atenerse a las tres reglas únicas que allí regían: «No quitarse las máscaras ni revelar la verdadera identidad. No mencionar nada concerniente al club a terceros. Y estar abierto a experimentar el placer, siempre dentro del club».
Un lacayo le ofreció una copa, Emily la aceptó y bebió discretamente. El licor descendió por su garganta y le dejó un sabor intenso y dulce en su paladar. Mientras bebía, caminó por el salón observando con discreción la concurrencia que, gracias a Dios, no era multitudinaria, o sería imposible continuar con su misión.
Rápidamente, descartó varias decenas de hombres, ya que, según las señas que tenía, su objetivo tenía por lo menos cincuenta años.
Tras un momento de inspección disimulada, dio con un hombre de características similares a las que buscaba. Su corazón se aceleró y sintió que el estómago se le encogía solo ante la posibilidad de haberlo encontrado.
Soltó el aire despacio, vació el contenido de la copa de un trago y se dirigió hacia su presa. Con cada paso, el nerviosismo se acrecentaba y sus piernas temblaban. A su mente venía la descripción que Jeremy le había dado del monstruo que lo había raptado y torturado desde que era pequeño. Ese temible hombre, del que nadie parecía saber el verdadero nombre u origen. Pero todos conocían su apodo, el Diablo. Y que a pesar de nunca haberle visto el rostro, podría reconocer con solo un vistazo.
«Alto, por lo menos de más de un metro ochenta y cinco. Cabello castaño claro, color de ojos probablemente gris. Delgado, pero de constitución fuerte y grande. Y lo más identificativo, la marca en su muñeca izquierda, el dibujo pequeño de un halcón, en la cara interna.
El hombre que, al igual que todos, llevaba un antifaz. Parecía tener un talante serio y sobrio, aunque la mujer que sostenía contra sí mientras conversaba arruinaba el severo marco.
Cuando estaba tan solo a unos metros, un caballero joven se unió al hombre mayor. Este era de cabello castaño, delgado y atlético. Su aspecto era fiero y peligroso. Algo intimidada, Emily se detuvo al borde de la pista. Y solo unos segundos después, el caballero joven giró su cabeza hacia ella y se quedó mirándola. Ella le sostuvo la mirada y le sonrió, coqueta. El castaño sonrió, pero el gesto fue tan leve que pareció una extraña mueca. A continuación, caminó hacia ella y la saludó besando su mano enguantada.
—Un placer, lady… —le dijo con una voz profunda y ronca.
—Anne —respondió Emily completando su tácita pregunta.
—Ross para ti. Y déjame decirte que tu belleza me ha cautivado —siguió él, tuteándola directamente y taladrándola con sus ojos color chocolate.
—Gracias, y el gusto es mío, Ross —le correspondió. El extraño la observaba intensamente, se detuvo unos segundos en su escote y sonrió de lado, dando a su rostro, de mandíbula cuadrada, un aspecto peligroso y atrayente. Su piel estaba bastante tostada, y sus dientes blancos destacaban en su apuesto rostro.
—Permítame presentarla con mi grupo —sugirió él tras el intercambio de miradas, y el pulso de Emily se desbocó al oír aquellas palabras. Rápidamente, estuvieron frente a la pareja; ella era joven y delgada; su pelo, rubio rizado.
—Les presento a lady Anne. Ellos son lord Sylvester y su acompañante, lady Camille —dijo Ross, y le llamó la atención la formalidad dentro de ese ambiente impúdico.
Lord Sylvester se inclinó sobre su mano, y Emily sintió un escalofrío subiendo por su espalda. Un fuerte presentimiento le sobrevino al mirar los ojos grises del parco y frío hombre frente a ella.
El sonido de un vals iniciando interrumpió los saludos y, antes de poder cruzar palabra o siquiera intentar avistar la muñeca del que creía que era el Diablo, fue arrastrada hacia la pista por su moreno acompañante.
Ross la apretó contra sí y comenzó a girar con ella envuelta entre sus brazos, sin parar. Emily sofocó un grito de protesta, pues mostrarse reacia o incómoda la delataría. Desesperada, trató de asomarse tras el hombro del castaño y así ubicar a Sylvester, pero no lo halló. La frustración cayó sobre ella, lo había tenido demasiado cerca y lo había perdido de vista. Y todo por culpa de ese detestable hombre, aunque su aroma varonil y su cercanía comenzaban a marearla.
Ross pareció percatarse de su tensión porque se pegó más a ella y comenzó a acariciar su espalda, su mano bajó por su cintura hasta su cadera, donde apretó y tiró de ella contra su duro cuerpo. Emily jadeó alucinada y reprimió el impulso de apartarlo de un empujón. Atemorizada, levantó la cabeza y se chocó con su mirada chocolate oscurecida, clavada en ella penetrantemente. Él acercó el rostro al suyo y, por un segundo, creyó que la besaría, pero no sucedió. Su boca carnosa besó su mejilla en una caricia íntima, para luego pasar sus labios hasta su oreja con abrasadora lentitud.
—Creo que es hora —susurró, lo que la hizo estremecer, y, separándose un poco, la tomó de la mano y la arrastró detrás de él.
Incrédula, Emily solo atinó a sostenerse en pie, tratando se seguirle el ritmo. A su alrededor, el ambiente estaba cargado de lujuria y escenas explícitamente sórdidas.
Un inquietante calor inundó su cuerpo y todo comenzó a girar. Se sentía extrañamente acalorada, mareada y, a la vez, lánguida y flexible. Su mente, momentáneamente libre de preocupación, parecía sumergirla en una pacífica y alegre nube. Sin permitirle protestar o detenerse, Ross la guio por el salón y luego por una gran escalera. A continuación, se detuvo ante una puerta color gris. Sin llamar, ingresó y tiró de ella hacia el interior.
El cuarto estaba en penumbras, pero podía vislumbrase la forma de una enorme cama ocupando el centro de la habitación y de los restantes muebles que lo decoraban. Ross la soltó en medio de la habitación y se quedó de pie a su espalda.
—Oiga… necesito… por favor, no me siento… —empezó a decir Emily con la respiración agitada y el ritmo cardíaco desbocado.
Sin embargo, las palabras se atoraron en su boca cuando una sombra apareció en su campo visual, haciéndola sobresaltar y resollar atemorizada.
—Eso es todo, gracias, Ethan. Te debo una, amigo. Hasta pronto. —Oyó la voz grave del hombre mientras avanzaba y se detenía frente a ella.
El sonido de la puerta cerrándose resonó en el cuarto justo cuando el rostro del aparecido se cernía sobre Emily, iluminado por el resquicio de luz proveniente de la luna.
Entonces, conmocionada y absolutamente consternada, comprobó la identidad de la sombra. Sin antifaz y taladrándola con una mordaz mirada, estaba el conde de Gauss.
El aire se cortó en sus pulmones y una exclamación impresionada escapó de los labios de la joven, al mismo tiempo que su vista se nublaba y sus rodillas temblorosas se vencían hacia delante. De inmediato, los brazos de Sebastien cogieron su cuerpo e impidieron que cayera sobre el suelo alfombrado.
—Bastien… —susurró con voz débil y confusa.
—Te tengo, Emily Asher. El juego terminó —murmuró él con seductora parsimonia, antes de que la oscuridad se apoderara de su conciencia.