N° 18: ¿Se ha acabado perpetuamente su promesa?
Salmo 77:8
Capítulo dieciocho del libro Reglas para no enamorarse
Muelles de Londres…
—Despierta a este inservible, Jackson —ordenó el Diablo.
Su sirviente levantó un cubo con agua sacada del Támesis y la vertió con fuerza sobre el hombre desvanecido, quien se sobresaltó y se enderezó en la silla donde lo mantenían atado, escupiendo agua.
—Milord, por fa… favor, tenga piedad —suplicó con dificultad, su cara sangrante e hinchada por las torturas.
—Te advertí que no daba segundas oportunidades. No soporto a la gente inepta, y menos que malgasten mi tiempo y dinero. Y tú lo has hecho al fracasar en la búsqueda de esa ramera y esa escoria de sirviente. Tu plazo ha caducado. Jackson, sabes qué hacer, te espero en el carruaje —ordenó con tono duro desde el fondo del almacén donde se encontraban, sus rasgos sumidos en la completa oscuridad.
Dejando atrás los gritos de terror y suplica, el Diablo salió del lugar y caminó con paso tranquilo hasta su coche. Deseaba abandonar lo más rápido posible aquel apestoso sitio, el hedor del puerto le causaba náuseas. Además, tenía una hermosa mujer esperando en su cama.
Su cuerpo despertó con el solo recuerdo de la piel tersa de Amanda y sus alaridos y llantos suplicantes. No le importaba que Amanda no lo quisiese, todo lo contrario, saber que la sometía y aplastaba le causaba un placer sublime. Sin embargo, no podía disfrutar de sus aficiones mientras Jeremy, ese bastardo, estuviese libre. Todavía no había podido averiguar quién era la mujer que lo estaba ayudando, y esos dos se habían esfumado. Ninguno de los tipos que había contratado para seguir su rastro había logrado dar con ellos.
Jackson emergió del almacén arrastrando un bulto tras él, se acercó a la orilla del río y lo lanzó sin miramientos a las oscuras aguas. Después, se subió al pescante del carruaje y emprendió la marcha. Dentro, el Diablo apretó las manos en puños, su paciencia se había acabado. A partir de allí, él mismo se encargaría de encontrar a esos dos, y cuando diera con ellos…, no volvería a cometer el error de dejarlos seguir respirando. Mataría a la basura de Jeremy y, luego de divertirse con su furcia, ambos terminarían flotando en aquel río.
Costwold, Sweet Manor, tres semanas después...
Las voces en el pasillo despertaron a Emily que, acostada en la cama, se mantuvo inmóvil a la espera. Si abrían la puerta, volvería a fingir estar dormida.
Llevaba semanas encerrada en la mansión campestre de los duques y, ayudada por el efecto del láudano, había logrado evitar al matrimonio ducal y al conde, quien, después de permanecer una semana en la casa, había partido hacia la ciudad, luego de recibir un mensaje de su padre, el marqués de Arden.
La puerta del cuarto se abrió, y Emily espió a través de las cortinas de su cama la identidad del intruso. Al constatar que se trataba de su doncella, se incorporó con dificultad.
—Milady, no haga esfuerzos, se abrirá su herida —dijo, alarmada, Jenny, apresurándose a abrir las cortinas y ayudándole a sentarse.
—Prefiero el dolor y no seguir soportando este trato de inválida. No tolero estar un minuto más en este lugar —se quejó ella, aceptó el trapo mojado que la sirvienta le extendía y comenzó a asearse.
Emily nunca había sido una paciente dócil debido a su incontenible energía y a su acérrimo sentido de independencia, por lo que estar en aquella situación le resultaba una completa tortura. No podía levantarse ni caminar, aunque no había dejado de intentarlo, pero ni bien apoyaba el pie, un agudo dolor, provocado por su tobillo derecho, la devolvía a la cama. Lo que, definitivamente, la ponía de un humor de perros.
Con cada día que pasaba, su desesperación iba en aumento. Necesitaba huir de allí porque no había tenido noticias de su hermano desde aquella noche en el teatro. La última imagen que tenía era la de un Jeremy mirándola nervioso, tratando de llegar hasta ella, pero siendo retenido por un lacayo. No quería ni imaginar lo que estaría sufriendo él al no encontrarla, y temía que pudiese cometer una estupidez llevado por la preocupación, como suponer que el Diablo la tenía cautiva y lograr que lo mataran metiéndose en su guarida.
Ella conocía ese sentimiento porque era lo que la había impulsado a saltar por la ventana, ignorando la altura y confiando que la tela de las sábanas y cortinas resistirían, pero estando a dos escasos metros del suelo y de la libertad, su improvisada cuerda cedió y ella aterrizó contra el césped. No quería pensar qué hubiese sucedido si la tela se rasgaba antes; seguramente, ya no estaría viva. Lo que había hecho era una locura, lo sabía, pero en esos momentos no estaba pensando con claridad.
Gauss le había manifestado su enojo mostrándose distante y más frío que nunca, pero a ella poco le importaba, ese hombre nada sabía de sus motivos o circunstancias. Aunque, en el fondo, le molestaba su actitud distante. El conde había cumplido su promesa y había aparecido todos los días en su alcoba. Su presencia la inquietaba e incordiaba, ya que no hacía más que interrogarla una y otra vez. Él quería saber a quién buscaba, por qué huía, y no cejaba en su búsqueda de respuestas. Ella no confiaba lo suficiente en él, no después del pasado que compartían, como para arriesgar su misión. Del éxito de la misma dependían la vida de su madre y la de su hermano. Así que no había cedido ni un ápice ante su curiosidad y sus demandas. Al final, Gauss se había rendido y marchado a Londres, no sin recordarle que a su regreso se casarían y advirtiéndole que no intentara moverse de esa cama. «Como si pudiese hacerlo», pensó fastidiada.
Cuando terminó su desayuno, le pasó la bandeja a la doncella y le ordenó traer un vestido.
—Milady… —dijo, con voz suplicante, Jenny.
—Haz lo que te he dicho, Jenny, deseo salir de esta prisión. El tobillo ya casi no me duele y las costillas están bien vendadas; si no hago movimientos bruscos, no duele tanto. Solo bajaré al jardín —le informó, ignorando la mueca desaprobatoria en su cara.
Mientras se vestía, recordó que ese día llegaría su tía, quien había acompañado a la duquesa viuda, la madre del duque, a Bath y no estaba informada de su accidente. No sabía cómo la recibiría la anciana. Hacía más de dos meses que no se veían, y su última charla había sido días después del escándalo provocado por sus anfitriones, antes de casarse, donde ella se había despedido de Margaret con la mentira de que regresaría al campo con su padre cuando, en realidad, se dirigía a los suburbios en busca de su madre. Y el marqués creía que ella seguía bajo la tutela de su hermana, intentando reincorporarse a la sociedad y conseguir un marido.
El espejo de su tocador le devolvía una imagen que le parecía lejana, hacía demasiado tiempo que no vestía una prenda elegante y femenina como lo era ese vestido de día rosa pálido. Su doncella, que la acompañaba desde su fallida presentación en sociedad, le sonrió alentadoramente y comenzó a recoger su lacio y pesado cabello en un moño alto.
Con la ayuda de un lacayo, Emily se ubicó en la terraza de Sweet Manor. Los duques no se habían levantado aún, lo que la alivió bastante; todavía no se sentía preparada para enfrentar a su prima, y menos a su esposo. Se había portado muy mal con ellos, interfiriendo deliberadamente entre ambos y tratando a toda costa de separarlos.
La vista de los jardines resultaba encantadora. Las verdes praderas y ondulantes colinas se extendían hasta donde llegaban sus ojos, lo que provocaba un efecto revitalizador. El sol de media mañana no quemaba con intensidad, pero sí lo suficiente como para que ella agradeciese estar resguardada bajo las amplias sombrillas apostadas sobre la mesa.
En ese momento, una imagen irrumpió en sus pensamientos, y el solo recuerdo oprimió su pecho consumiendo su tranquilidad y reemplazándola por nostalgia, melancolía y dolor.
Agosto 1809, Sussex, propiedad del marqués de Landon.
—¡Bastien, Bastien, más despacio! —exclamó, riendo sin parar, Emily mientras era arrastrada por Sebastien colina abajo.
El conde detuvo su apresurada corrida y volteó a mirarla, con una enorme sonrisa.
—Como usted diga, milady, estoy a sus órdenes —contestó, simulando un tono servicial, soltó su mano, se inclinó, la levantó del suelo y en un rápido movimiento la colocó sobre su hombro y prosiguió el descenso.
Emily aulló, escandalizada y divertida a la vez, y simuló golpear su espalda, conteniendo la risa. El conde traspasó la puerta de la cabaña donde ella solía pasar las tardes pintando y la depósito en el suelo con cuidado. Ella acomodó su vestido azul cielo y apoyó las manos en sus caderas, fingiendo estar ofendida.
—¿Esa es su manera de saludar, milord? —lo cuestionó, con su nariz arrugada.
—No tengo mucho tiempo, Em. El verano termina y debo viajar a Francia para visitar a mi hermana y a mi abuela. Pero no quería irme sin verte, necesito darte algo —le explicó él, y aunque conservaba su gesto alegre, parecía un poco nervioso.
—Está bien, pero… ¿sucede algo malo?, pareces algo alterado —preguntó Emily comenzando a preocuparse.
—No, todo está bien. Es solo que yo… tú… ¡Maldición! —gruñó el conde, tirando de su cabello rubio con una expresión frustrada.
—¿Bastien? —dijo ella, posando la palma de su mano en el pecho de él, donde pudo sentir el ritmo acelerado de su corazón.
Sebastien la miró, y sus ojos violetas tenían un intenso brillo. Sin decir nada, extendió una mano y la sorprendió agarrando su nuca y tirando de ella hasta unir sus frentes. Sus cuerpos quedaron pegados, y sus respiraciones se acariciaron mutuamente.
—Em… juro que tenía un perfecto discurso preparado, pero… pero fue solo tenerte así, tan cerca, solo para mí, y en mi mente queda lugar para una única cosa —confesó en un susurro bajo y agitado.
—¿Qué cosa? —pregunto, sin aliento, ella, observando confundida sus pupilas oscurecidas y sintiendo un extraño calor subir por sus extremidades.
—Esto… —gruñó, con voz ronca, el conde, y pegó sus labios con frenesí.
La boca de Bastien abarcó la suya por completo y le quitó el aire y la compostura. Una y otra vez, sus labios acariciaron su boca, sumergiéndola en una tormenta de deleite y sensaciones desconocidas. Sus lenguas se acariciaron con febril necesidad y sus cuerpos se abrazaron con íntimo anhelo. Cuando sus pulmones ardieron tanto como su deseo, Sebastien separó sus bocas y mantuvo sus frentes pegadas, respirando con agitación. Emily lo miró extasiada y emocionada por estar viviendo aquel sueño. Era su primer beso, y confirmaba que el conde correspondía a sus sentimientos.
—Emily…, estoy enamorado de ti. Te amo como un loco, hace mucho tiempo. Y necesitaba decirlo. Deseaba que supieses que te amaré por siempre, con todo lo que soy y todo lo que tengo. Hasta el último día en que viva, yo te amaré —declaró con una mirada llena de devoción y entrega en sus ojos.
Ella sollozó de pura dicha y emoción, y se estiró para rozar sus labios con amor.
—Pues me alegra oír eso, porque yo también te amo. Y lo hago desde que, siendo una niña, jugaba a ser una princesa y tú accedías a ser un gallardo príncipe solo por complacerme. Te amo tanto… tanto, y lo haré hasta mi último aliento —susurró, sin poder evitar que sus mejillas se ruborizasen.
—¿Entonces es una promesa, mi dulce dama? —indagó, sonriendo pícaramente, él, sujetando sus mejillas y acariciándolas con sus pulgares.
—Oh, sí. Es una promesa, mi príncipe —asintió Emily en un resuello, recibiendo el más dulce de los besos en repuesta. A continuación, solo se oyó el canto de los pájaros y el graznido de los patos del lago, quienes fueron testigos de su promesa de amor.