N° 24: La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella.
Juan 1:5
Capítulo veinticuatro del libro Reglas para no enamorarse
El fuerte resplandor del sol que entraba por la ventana abierta despertó de su placentero sueño a Sebastien. Con pereza, abrió un ojo y, luego, el otro y de inmediato miró a la mujer que dormía a su lado. Después del frenesí de emociones que habían experimentado y de su primera vez juntos, habían quedado tan exhaustos que se durmieron al instante.
Emily estaba acurrucada contra él y su cabello negro le tapaba parte del rostro. La visión que representaba era sumamente erótica, pero, aunque su cuerpo le demandaba más de esa mujer, sacó fuerzas para contenerse. Ella no estaba preparada para satisfacer sus necesidades insaciables, a pesar de no haber tenido que romper su himen, sí había notado que ella estaba muy cerrada, y repetir podría causarle dolor. Con delicadeza, le apartó el cabello del rostro y se deleitó observando sus bellas facciones. Su mano tembló al pasarla por su mejilla y por el ceño en su frente, que evidenciaba que algo molestaba su sueño.
Sin poder evitarlo, un nudo apretó su garganta y su pecho le ardió de dolor. A su mente venía el recuerdo de la confesión de su esposa, de las palabras que derrumbaron su mundo, pero que hicieron renacer sus esperanzas. En aquel momento se odiaba, se detestaba a sí mismo. La tristeza le atenazaba el alma al pensar en todo lo que ella había sufrido, el calvario por el que había pasado. Y él se había comportado como un canalla, un bastardo. Emily lo había perdonado, y su bondad y muestra de amor lo conmovían profundamente. Pero él… él nunca podría perdonarse, no se perdonaría jamás el haberla dejado sola, haberla humillado y dañado. La culpabilidad lo atormentaría por siempre.
Si fuese un buen hombre, la habría alejado de él para que encontrara a alguien que estuviese a su altura. Pero era un egoísta, y nunca podría dejarla ir, no lo había hecho cuando la creía malvada y pensaba que la odiaba, menos podría hacerlo en ese momento en que había aceptado que la amaba con cada fibra de su ser y que sabía que era inocente y noble.
«No te merezco, mi dulce dama, pero juro que te compensaré amándote cada minuto de mi vida, por el resto de mis días. Y no descansaré hasta acabar con el miserable que te dañó. Nunca volveré a fallarte, amor, jamás te haré daño nuevamente ni me apartaré de ti…», le prometió en silencio, besando su frente. Las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos cerrados.
Emily se removió levemente y posó su mano sobre la mejilla del conde. Él abrió los ojos y la encontró mirándolo preocupada. Una lágrima escapó y resbaló por la cara de Sebastien; y ella se acercó y la secó con sus labios.
—Mi príncipe, no llores —dijo dulcemente, besando con devoción cada lágrima que descendía—. Shh, amor… ya pasó, no llores, cariño —lo consolaba abrazándolo con fuerza.
Incapaz de verlo tan deshecho, Emily le tomó el rostro entre sus manos y pegó sus frentes.
—Escucha, Bastien, no todo fue tu culpa. Yo también fui responsable de tu odio hacia mí, yo no confié en ti como debería haberlo hecho y dejé que tuvieras una idea equivocada de mí. También fui egoísta este último tiempo, te odiaba y maltrataba. No debes responsabilizarte de todo, lo que nos pasó fue una tragedia, algo que logró destruirnos, pero no pudo arrancar de nuestro corazones el amor que sentimos. Hay muchas cosas que no sabes, cosas que hice, errores que también cometí —declaró ella, clavando sus ojos en los de él, deseando borrar ese tormento.
—Em… me… me desgarra imaginar. Dime quién fue… necesito que ahora mismo me digas el nombre del bastardo que abusó de ti —respondió con voz ronca y enfurecida, su mirada teñida de ira y sus brazos aprisionándola contra su pecho.
—¿Qué vamos a hacer con ese hombre? —preguntó Elizabeth mirando al grupo que desayunaba a su alrededor. Eran los únicos que permanecían en la mansión después del banquete nupcial.
—Por el momento, mantenerlo donde se encuentra —respondió su esposo, sorbiendo de su taza.
—Pero… pero no podemos retenerlo contra su voluntad —exclamó, preocupada.
—Su excelencia, no se agobie. Solo serán un par de horas más, no podemos liberarlo hasta que Sebastien nos autorice —intervino, con tono grave y pausado, el duque de Riverdan.
—Además, no sabemos si es un delincuente o es peligroso, querida —argumentó, con voz ansiosa, la duquesa viuda.
—A mí no me pareció un malhechor, se veía desesperado y angustiado por mi sobrina —dijo, a su vez, lady Asthon, cruzando una mirada con Lizzy. Ambas parecían estar conectadas y habían sentido algo extraño al ver aparecer a ese joven.
—Ya no te preocupes, ángel. El muchacho está bien atendido, aunque no ha dicho una palabra. En cuanto los recién casados aparezcan, solucionaremos este dilema —la tranquilizó Nicholas, apretando la mano de su esposa.
—¡Vaya par!, esos dos no han asomado la cabeza fuera del cuarto desde anoche, y eso que, según mi amigo, se odiaban —dijo Riverdan con expresión pícara, provocando que todos los comensales rieran. Hasta que un fuerte estruendo proveniente del piso superior cortó sus risas y todos se miraron horrorizados.
—¡Cálmate, Sebastien! —gritó Emily intentado frenar a su enloquecido marido.
—¿¡Que me calme!? ¡Maldito bastardo, hijo de… ¿por qué no dijiste antes que era él?! ¡Lo hubiese matado con mis propias manos! —vociferó fuera de sí, destruyendo todo lo que encontraba a su paso.
—¡Basta, Sebastien, te vas a lastimar, detente! —le suplicó ella, mirando su rostro convulsionado por el odio y la ira.
—Un momento. Dijiste que querías vengarte de mí, ¿ese era tu plan?, ¿arruinar la vida de mi hermana? —le preguntó, frenando su ira destructora y volviéndose hacia ella, sus ojos brillando con cólera.
—¿¡Qué!?... ¡No, no, Sebastien! —respondió angustiada al percatarse de lo que el conde estaba imaginando. Su cuerpo comenzó a temblar y sus ojos picaron por las lágrimas acumuladas.
Sebastien vio su expresión agónica y se acercó para abrazarla.
—Shh… Soy un animal, no llores, mi amor. No he querido decir eso, nunca volveré a dudar de ti. Estoy furioso y confundido, pero no contigo, esa escoria… —la consoló el conde, acariciando su espalda, tratando de calmar sus impulsos.
De repente, comenzaron a golpear la puerta y se escucharon varias voces en el pasillo.
—¡Gauss! ¿Qué sucede allí? ¡Abre la puerta! —ordenó la voz del duque de Stanton.
Sebastián se apartó de ella con rostro agobiado y compungido, llevándose las manos a la cabeza. Emily respiró profundamente para intentar disipar el nudo de aprensión que subía por su pecho y se dirigió a la puerta donde los gritos continuaban.
Cuando llegó hasta ella, giró la llave y abrió de un tirón, pero solo lo suficiente como para asomar la cabeza. Del otro lado estaban los anfitriones y el amigo de su marido, con iguales expresiones de preocupación. Detrás, el mayordomo rebuscaba en un gran manojo de llaves.
—Buenos días, lord Stanton, quisiera pedirles que se reúnan conmigo donde usted lo disponga —solicitó Emily centrado su mirada en el duque.
—Claro…, por supuesto, milady. Los esperamos en mi despacho —asintió el hombre con gesto dubitativo.
—Muchas gracias, los veré abajo —contestó, mirando los tres rostros confundidos, y cerró la puerta. Al girar, clavó la vista en el hombre que amaba, con la determinación corriendo por sus venas. Él la observaba de hito en hito, con el rostro pálido.
—Vamos, mi amor, ha llegado el momento. Hoy dejaré atrás mis miedos y fantasmas —lo instó, extendiendo su mano hacia él.
Lo que estaba por hacer no sería fácil, pero después de la dulce entrega que habían compartido y de que sus corazones se hubiesen perdonado, no se sentía nerviosa, sino llena de paz. Bastien, sin dudar, aferró sus manos y juntos abandonaron el cuarto, y por primera vez, lo hicieron unidos. El pasado y el odio los había separado, pero el amor y el perdón habían vencido. El futuro brillaba con esa luz que disiparía la oscuridad por siempre.