CAPÍTULO 22

N° 22: Se pasmó mi corazón, el horror me ha intimidado; la noche de mi deseo se me volvió en espanto.

Isaías 21:4

Capítulo veintidós del libro Reglas para no enamorarse

Sebastien salió del trance en el que se encontraba cuando sintió la mano fría de su esposa apretar la suya para impedir que él abriera la garganta de ese bastardo. Su rostro estaba transformado por el miedo y su cuerpo temblaba sobre el suyo. El imbécil que lo había atacado la miraba fijamente, y en sus ojos podía adivinarse el amor y la devoción que sentía por ella.

«Maldito bastardo, voy a matarlo…».

—Gauss, detente —intervino una voz, asiendo su brazo—. Gauss, no vale la pena. Anda, yo me ocuparé —lo insistió, con calma, Ethan.

—Por favor, señores. Esto es inaceptable —aportó la voz del vicario, que se había alejado ni bien se inició la refriega.

—Albright, para esta locura ahora mismo —ordenó su tía, y pudo percibir su nerviosismo.

A su espalda, el salón era un alboroto y no hacía falta girar para saber que los invitados estaban horrorizados, les habían dado todo un espectáculo, y él se había comportado como un salvaje.

—Stanton, quítala —pidió, con la voz todavía tensa, el conde, y Emily fue apartada de su espalda, aunque puso resistencia y rogó por ese hombre.

Sebastien no había apartado la vista de los ojos de su atacante; este dejó de mirar a la joven y regresó a los de él. Su expresión era de puro desdén y asco, algo que le pareció bien, pues el sentimiento era mutuo.

—Escucha, bastardo. Si estás vivo, es porque hay demasiados testigos, pero si te vuelvo a ver, te mataré sin dudarlo. Aléjate de ella, ahora es mía, me pertenece, y si la vuelves si quiera a mirar, te saco las entrañas por la boca y te dejo tirado para que te desangres como el perro miserable que eres —lo amenazó Gauss en voz baja y grave.

A continuación, le propinó un golpe en el mentón, que ocasionó su desvanecimiento inmediato. Con la sangre hirviendo, se puso de pie, tambaleándose levemente, y le lanzó una mirada a su mejor amigo.

—Encárgate de esta escoria, mañana me ocupare de él —pidió, acomodó sus ropas y fijó la vista en su esposa, que lo miraba paralizada a unos pasos.

—El banquete nos espera, por favor, pasemos al salón —intervino, con fingida alegría, la duquesa viuda, y junto a su hermana y tía, comenzaron a guiar a los conmocionados asistentes.

Sebastien se acercó a su mujer, tratando de calmar sus instintos asesinos. Pero al parecer no lo logró, porque ella se puso más pálida y su cuñado se interpuso entre ellos.

—Gauss… —le advirtió el duque, transmitiendo en sus ojos azules sus pensamientos. «Estás fuera de control, tranquilízate…».

El conde se detuvo frente a ellos y respiró varias veces, hasta que su mandíbula se relajó y su pulso volvió a la normalidad.

—Apártate, Stanton —fue todo lo que dijo, pero su voz ya no sonó como un gruñido animal.

Nicholas se hizo a un lado, pero no se fue. Emily no mostró reacción alguna, no sabía lo que estaba pensando, aunque lo único que importaba era continuar con aquella charada de matrimonio. Furioso, la tomó del brazo y salió del comedor llevándola con él.

En el salón de baile, los invitados ya estaban sentados en la gran mesa en forma de T. El lugar estaba decorado con enormes macetas con rosas amarillas y blancas, y réplicas más pequeñas adornaban las mesas. Cuando ellos hicieron su entrada, los músicos iniciaron una alegre melodía y todos se levantaron a aplaudirlos. Junto a él, Emily apretó el ramo que todavía sostenía y las rosas temblaron bajo su agarre. Las horas transcurrieron con pesada lentitud, él no pudo pasar bocado, solo beber de su copa de vino, y Emily sentada a su lado, tampoco, ella estaba rígida como una estatua.

El momento de su primer baile como marido y mujer llegó, y, desesperado por salir de allí, el conde se levantó y asió la mano de su condesa para guiarla hasta el centro de la pista. Iniciaron el vals con movimientos mecánicos, aun así, sus cuerpos se sincronizaban a la perfección. Sebastien era bastante alto, más que Stanton, pero menos que Baltimore, el cuñado del duque. Y la dama tenía estatura promedio, por lo que su frente le rozaba la barbilla. Estaban bailando cerca y, de vez en cuando, podía sentir el roce de su rodilla y pecho. Sebastien miró su rostro y el aire se le volvió a atascar en la garganta, como cuando la vio parada frente a las puertas del comedor. Emily estaba arrebatadora, magnífica en su vestido de novia, tanto que sentía su cuerpo entero arder.

—Estás borracho —lo acusó, con los dientes apretados, ella.

—Así es, desde anoche, y así pienso continuar. Es la única manera en la que puedo tolerar tu presencia, querida —alegó Gauss, y fue consciente de que su voz sonó pastosa.

—Eres despreciable, te odio —soltó, en un murmullo airado, la joven, y trató de liberarse.

¿Qué crees que haces, esposa? —la frenó él, afianzó su agarre en la cintura y la pegó a su cuerpo de pies a cabeza—. ¿Piensas dejarme tirado para irte con tu amante? Pues fíjate que no, tú eres mía, y ya va siendo hora de que lo aceptes —afirmó en tono gutural.

—Suéltame, Gauss. Todos nos están mirando, nos estás avergonzado —contestó su esposa, fulminándolo con la mirada.

—Me importan un comino los demás. Pero tienes razón, esposa, para lo que quiero hacerte, necesito privacidad —anunció con expresión maléfica, y los ojos de Emily lo miraron confundidos y, después, atónitos.

Él se detuvo a mitad del vals, se inclinó y tomó en brazos a su esposa, ignorando los murmullos y las expresiones desorbitadas. Con ella a cuestas, se volteó y abandonó el salón. La habitación del conde estaba más alejada del resto y era más amplia, por lo que fue la elegida para el lecho nupcial. Sebastien abrió la puerta y, traspasando el umbral, la cerró de una patada. Sin titubear, se dirigió a la enorme cama con dosel y cortinas plateadas y depositó sin delicadeza, su carga en el mullido colchón. Emily rebotó por el impacto y se arrastró hacia atrás, hasta quedar sentada contra el respaldar de la cama.

—Quítate el vestido —le ordenó, se sacó el saco y comenzó a desprenderse de su pañuelo.

La joven no se movió, y su rostro denotaba aprensión. Sebastien recordó que ella no era una furcia del todo y pensó que lo más probable era que ese sirviente fuera el único hombre que había conocido. Aun así, no era ninguna inocente, y él no se privaría de disfrutar de ese cuerpo.

Maldición, moriría si no la hacía suya. La sangre le hervía por su necesidad de ella, y por el odio al saber que no era el primero.

Lanzó su chaleco al suelo y, luego, le siguió la camisa. Con el torso desnudo y descalzo, puso una rodilla en el colchón y se cernió sobre la joven. Ella se envaró ante su cercanía, su cabeza estaba volteada hacia un costado.

¿Qué sucede?, ¿creíste que tu amante te salvaría? Pues no, aquí estamos. Tomaré todo lo que pueda de ti, no me detendré hasta saciarme, y cuando esté exhausto y no pueda seguir, entonces tomaré más todavía. Esta será mi noche de deseo —dijo, besando con lenta tortura el cuello de su esposa, que apretó los labios y pareció estar hecha de mármol—. ¿Así será? —inquirió sobre la garganta de ella, logrando que la muchacha se estremeciese—. Bien, tú lo quisiste —sentenció, y dejó caer su peso sobre ella.

Tomándola por la nuca, giró su cabeza y abordó su boca con frenesí. Emily mantuvo su postura rígida, pero cuando él invadió su cavidad, su cuerpo se aflojó. Sin dejar de besarla, Sebastien la puso de costado y subió sus manos de las caderas hasta los pechos de la joven, sobre el vestido. Un jadeo gutural escapó de ambos y el deseo apremió al conde, que rodeó la espalda de su esposa y, descontrolado, rasgó la costura del cierre. Un gruñido animal rebotó en su garganta, y sus manos apretaron la piel desnuda y suave que dejaba libre la camisola, también desagarrada por su necesidad salvaje.

Entonces se percató de que Emily se revolvía con violencia entre sus brazos, y lo que pensó que eran gemidos, se trataban de gritos de terror. Aturdido, separó sus bocas y descubrió el rostro contraído por el miedo de su esposa. Ella luchaba por librarse con una fuerza inusitada, y lo que vio le erizó la piel. De un salto, se apartó, y ella de inmediato se levantó como un rayo y corrió con inaudita velocidad hacia la puerta. Sebastien, conmocionado, se abalanzó sobre ella y logró interceptarle cuando ya salía del cuarto. Tomando sus brazos, la obligó a retroceder y, cerrando la puerta, la arrinconó contra esta, aplastando su cuerpo contra su espalda para que cesara de revolverse.

—Quieta —le ordenó, todavía agitado, las respiraciones de ambos aceleradas—. Tranquila, no te haré daño —siguió con tono apaciguado.

Ella detuvo sus movimientos, pero su cuerpo temblaba violentamente. El silencio solo fue cortado por los sonidos que provocaban el subir y bajar de sus pechos. Sebastien la soltó y se alejó tambaleante, pasando las manos temblorosas por su cara y su cabello.

¿Qué diablos sucede, Emily? —le preguntó, aturdido, a su esposa que permanecía inmóvil de cara a la puerta—. ¡Dime de una vez, o te juro que mato a ese hombre con mis propias manos! ¿¡Es por él!? ¿¡Es por tu amante que reaccionas de esta forma!? Y no me digas que nada pasa porque es la segunda vez en la que te pones así cuando estoy por hacerte mía. Esta vez, no fue como la primera, ahora pude sentir que me deseabas, yo no te estaba forzando. ¡Habla! —bramó furioso y atormentado por su continuo rechazo.

—Déjame sola —fue la respuesta débil de ella.

¡No, no me iré hasta que me digas por qué! —exigió airado, se acercó de nuevo y la giró hacia él con brusquedad—. ¡Eres mi esposa, mía!, ¡ya te entregaste a él! ¿¡Y a mí me niegas mis derechos, por qué, Emily!? —vociferó, con rabia, el conde.

¡No lo hice! —soltó abruptamente, con rabia, elevando la cabeza. Su peinado estaba deshecho, y sus ojos, desbordados en lágrimas. Sebastien contuvo el aliento y observó su gesto, atormentado—. ¡Yo no me entregué a nadie nunca, ese hombre no es mi amante! —gritó con ira, clavando su mirada jade en él.

El conde pudo ver, en la profundidad de estos, que decía la verdad, reconoció en ellos el tormento de su confesión.

—Pero… pero… yo te vi… yo lo vi a él. Vi… vi… las sábanas manchadas con tu sangre virginal —balbuceó, pasmado, el conde, viendo el dolor atravesar su cara, su cuerpo. Y algo en su interior se estrelló, una idea terrible cruzó por su mente y temió colapsar por el espanto.

—Emily… —susurró agitado y tembloroso.

—Ese hombre que viste abusó de mí. Él… él me violó —confesó con voz quebrada, y las lágrimas al fin resbalaron, un profundo llanto brotando de su pecho agitado.

Sebastien la miró horrorizado, incrédulo, descompuesto, completamente desencajado y asqueado. Las náuseas subieron por su garganta, se inclinó y vomitó todo el alcohol de su estómago. En su aturdida mente, solo se repetían las últimas palabras de Emily.

«Él me violó...».

Su corazón se aceleró súbitamente, y un dolor lacerante lo dobló hacia adelante, lo que ocasionó que cayese de rodillas. Todo a su alrededor se oscureció y lo último que vio fue la expresión de su esposa preocupada mientras decía su nombre.