Final
N° 35: Angustia tengo por ti, que me fuiste muy dulce. Más maravilloso me fue tu amor, que el amor de mil mujeres.
Samuel 1:26
Capítulo treinta y cinco del libro Reglas para no enamorarse
Desesperado, el conde levantó una plancha de madera y la cruzó entre las dos naves. Tomando impulso, subió a la delgada madera y cruzó corriendo hacia la goleta destruida. Los demás caballeros lo siguieron, gritándole que no se precipitara, puesto que habían acordado que esperarían a que la guardia abordase el buque del Diablo, pero ya nada podía frenar a Gauss.
Cuando saltó a la proa, uno de los matones se lanzó hacia él, Sebastien lo esquivó sin detenerse y el tipo se trabó en lucha con Ethan. Uno de los marineros estaba muerto y el otro, al igual que el restante matón, se enzarzó a golpes con Bladeston y Hamilton.
Lo que quedaba a flote de la goleta comenzaba a hundirse cuando Sebastien avanzó junto a Jeremy en busca de su esposa. El humo le dificultaba la visión y a punto estuvo de caer por la borda[17] al impactar sobre él una enorme figura. Un puño golpeó su estómago y el conde correspondió lanzando un brutal puñetazo a la quijada del tipo, que se tambaleó mareado, y aprovechando esto, él lo empujó y lo hizo caer a las frías aguas. A su espalda, Jeremy se debatía con un cuarto malviviente, y por lo que vio, no debía preocuparse. Así que se volvió para continuar la búsqueda.
—¡Emily! —gritó, bajando la escalerilla que llevaba al depósito, a trompicones.
En el interior, todo estaba oscuro, con olor a rancio y a humedad. Sacando su arma, Sebastien empujó con su mano la puerta y traspasó el umbral. Había dado solo dos pasos cuando sintió algo duro presionando su espalda.
—¡Ni un paso más, Gauss! —ladró Landon detrás de él.
—¡Bastien! —exclamó, con angustia, Emily, emergiendo de detrás de unos barriles, empujada por el tal Jackson, quien tenía amenazada con un arma a una mujer mayor llorosa.
—¡Emily! —contestó él, intentado ir hacia ella, pero el sonido de la pistola siendo amartillada en sus costillas lo detuvo.
—¡Quieto, imbécil, o disparo! —le advirtió el marqués.
—¡Ríndete, estás rodeado, Landon! Aunque me mates, te atraparán los oficiales del rey —respondió con los ojos fijos en su esposa, ella tenía una expresión de terror, estaba temblorosa y lo miraba en una muda súplica. No le pasó desapercibido que tenía su vestido rosado desgarrado y marcas en su bonito rostro.
—Eso está por verse. ¡Tira el arma, ahora! —ordenó, y el conde se tensó vacilando, inmóvil—. ¡Tírala o tu mujer se muere! —le espetó el Diablo.
Y antes de que el secuaz del marqués apuntara hacia Emily, él claudicó y dejó con lentitud la pistola en el suelo.
—Ahora, levanta tus manos donde pueda verlas —tronó el marqués, empujándolo hacia un rincón y pateando lejos el arma.
Los gritos de advertencia llegaron desde la cubierta, dónde se podía oír el fuerte estropicio que causaba el agua invadiendo el buque y que los hacía tambalearse desestabilizados.
—¡Vamos, Jackson, trae a mi esposa! Esto se hunde —apremió a su sirviente.
—¡No, déjame! —gritó, debatiéndose, la marquesa.
—¡Madre! —dijo Emily, corriendo a auxiliarla, pero de un empujón el gigante se lo impidió.
—¡Vamos!, dejaremos que la perra traidora de mi hija y la basura que tiene la sangre de mi enemigo se ahoguen aquí —bramó Landon haciéndole una seña a su secuaz, retrocediendo hacia la salida.
Pero antes de que Jackson cruzara la estancia, un estallido se oyó y, acto seguido, el gigante cayó desplomado hacia atrás, acompañado del grito de espanto de Amanda, quien cayó al piso junto con el muerto.
Desorientados, miraron hacia el lugar donde había provenido el disparo y vieron a Jeremy parado, con el arma humeando, ya inservible en sus manos.
—Miren quién está aquí, el maldito bastardo de Arden —se burló el Diablo, aunque sus ojos despedían odio y locura.
Jeremy le devolvía el escrutinio con gesto desdeñoso. Emily, sintiéndose aliviada, se paró junto a él, y su hermano deshizo las cuerdas de sus manos.
—He estado esperando este día y, ahora que estás aquí, no me iré sin acabar contigo, escoria —le dijo el Diablo a Jeremy, apuntando con su arma hacia él.
—¡No, él es tu hijo, Caleb, no lo hagas! —suplicó, desde el suelo, Amanda.
—¡No mientas, maldita! ¡Este bastardo no es mi hijo! Yo leí las cartas, listas para enviar, en donde le profesabas tu amor al malnacido de Arden. Le decías que, después de tres años, estabas embarazada y que le pondrías el nombre que eligieron para el hijo que ambos habían soñado tener. Ustedes habían tenido un romance antes de casarnos, yo lo sabía, por eso me adelanté a pedir tu mano. Luego me esforcé en ser un buen marido, y tú me pagaste ¡revolcándote con la basura de Albright! —la acusó con furia, mientras Amanda negaba con la cabeza frenéticamente.
—Nunca recibí esas cartas, Landon. Tu esposa no las mandó, y yo siempre le fui fiel a mi mujer. Jeremy no es mi hijo —intervino, desde la puerta, la voz del marqués de Arden, quien apareció en el umbral seguido de Riverdan.
—¿¡Qué haces aquí!? ¡No se acerquen! —los increpó, fuera de sí, el Diablo, sin dejar de apuntar a Jeremy.
—Vengo a decirte que acabes con esta locura. ¡Mátame y termina con todo! —lo apremió Arden, adentrándose en el depósito y deteniéndose frente a él.
—¿Y crees que puedes aparecerte aquí y hacerte el héroe? Pues no, si hubiese querido matarte, ya lo habría hecho. No, lo que yo quiero es destruir tu vida por completo, quiero que lo pierdas todo, tu familia, tu riqueza, tu posición, tu honor y, sobre todo, a la mujer que es mía. Quiero que tu vida sea un infierno y que sufras todo lo que sufro yo. Y seguiré, eliminando de la tierra a tu bastardo —respondió, rabioso, el Diablo.
—¡Basta!, ¡estás demente, Jeremy es tu hijo! ¡Has destruido nuestras vidas por un odio irracional! —le recriminó, con desesperación, Emily, adelantándose entre su padre y su hermano.
—¡Cállate!, ¡este maldito hoy muere! —se encolerizó el Diablo.
A continuación, todo se salió de control y Emily lo vio como si el tiempo se hubiera congelado. Riverdan se lanzó sobre Caleb en el momento preciso en que este disparaba el arma. Arden cubrió a su madre con su cuerpo. Y ella cerró los ojos, esperando sentir el impacto del proyectil sobre sí, a la vez que en sus oídos resonaba el angustiado grito de Sebastien.
—¡Emily, no!
Mas eso no sucedió. Conmocionada, abrió los párpados y la escena ante ella le congeló la sangre en las venas.
—¡Sebastien! —sollozó histérica, dejándose caer junto al cuerpo de su esposo. El conde sufría espasmos y una gran mancha roja se expandía por la tela de su camisa. Sus pupilas estaban dilatadas por el dolor y su rostro había perdido todo color.
—¡Bastien, mi amor! ¡Oh, Dios santo! —Su voz rota por desgarradores gritos, intentando tapar con sus manos la herida abierta y viendo horrorizada cómo la sangre se colaba por estas.
A su alrededor, la acción no se detenía, su padre había sido reducido por Riverdan y Jeremy le estaba apuntando con el arma caída de Bastien. La Guardia Real apareció y sacaron a rastras a Caleb, quien no dejaba de vociferar amenazas, ordenándoles a ellos que abandonaran el buque, pues en minutos se hundiría y los atraparía en el interior. Amanda y William Albrigth se acercaron a ellos, el marqués se inclinó sobre su hijo con el rostro demudado y, luego de intercambiar una mirada solemne, asintió y se posicionó junto a los otros dos que los contemplaban con gestos lúgubres.
—Em, ve… vete —balbuceó Sebastien, con voz temblorosa.
—¡No, no te dejaré! —se negó, sollozando, y se apartó un poco cuando William y Ethan procedieron a ocuparse de la herida.
—La goleta se hunde, saca a tu madre. Mi hija y lady Baltimore están esperando en mi carruaje, ellas se ocuparán —le indicó, con tono grave, el marqués a Jeremy, quien se llevó a una reacia marquesa. Negando con la cabeza, ante la pregunta silenciosa que Riverdan le hizo, mientras revisaban al conde.
—¡Bastien, no cierres los ojos! ¡Te ayudaremos, resiste, mi amor! —sollozó ella, acariciando el rostro pálido de su esposo.
—Váyanse, sal… salven a Emily —les ordenó, enfocando su vista vidriosa en los hombres. Riverdan se puso de pie y la tomó por los hombros para intentar separarla del conde.
—¡Noo, suéltame! ¡Vayan por ayuda, debemos sacarle pronto! —le gritó desesperada a los hombres, que la miraron con gestos derrotados que decían que no había esperanzas, pero, aun así, salieron apresuradamente.
—Bastien, te sacaremos de aquí, aguanta, ¡no morirás! —le ordenó llorando, y el buque se sacudió con violencia bajo ellos.
—Mi dama negra… dame tu mano —le pidió, entrecortadamente, el conde, y cuando ella se la dio, le abrió el puño y depositó un objeto en su palma.
—¿Recuerdas lo que te dije aquel día? —le preguntó entre espasmos, esbozando esa hermosa sonrisa.
Emily bajó la vista y sollozó con más fuerza al ver el corazón de plata que ella le había dado seis años atrás, el día en que se habían confesado su amor. Lo había conservado a pesar de todo.
—Sí, lo recuerdo, no hagas esto…, mi amor, por favor, ¡no te atrevas a despedirte de mí! ¡Eres mi vida, mi todo, no puedo vivir sin ti! —lo cortó suplicante, con el corazón oprimido.
—Emily…, estoy enamorado de ti —la interrumpió en un endeble resuello, apretando su mano sobre el colgante—. Te amo como un loco, hace mucho tiempo. Y necesitaba decirlo. Deseaba que supieses que te amaré por siempre, con todo lo que soy y todo lo que tengo. Hasta el último día que viva, yo te amaré —declaró Sebastien, y en sus bellos y agónicos ojos volvió a ver la misma mirada llena de devoción y entrega.
Emily sollozó con desgarradora intensidad y se estiró para rozar sus labios con amor y quebranto mientras le susurraba:
—Pues me alegra oír eso, Bastien, porque yo también te amo. Y lo hago desde que, siendo una niña, jugaba a ser una princesa y tú accedías a ser un gallardo príncipe solo por complacerme. Te amo tanto… tanto, y lo haré hasta mi último aliento.
—Enton… entonces, ¿es una promesa, mi dulce dama? —continuó el, y esa vez su voz sonó tan débil que ella tuvo que pegar su oreja a su boca.
—Sí, es una promesa, mi príncipe —asintió, convulsionada por el llanto.
Sebastien subió su mano libre y acarició con infinita suavidad su mejilla, y luego la besó con ardor, como si no estuviese a las puertas de la muerte. Cuando la soltó, sus ojos brillaron un instante y una lágrima escapó de uno de ellos, su pecho absorbió aire dificultosamente y, en un susurro, le dijo—: Te amo, Em, tú… tú siempre has sido mi dulce promesa.
Con esas palabras, sus párpados se cerraron y el amargo grito que brotó de los labios de la joven rebotó por cada rincón del buque.