N° 12: Entierra el ayer para siempre, de lo contrario, hoy serás vulnerable y débil ante el mañana.
Capítulo doce del libro Reglas para no enamorarse
En la tarde siguiente a su última huida, Emily golpeó la puerta del cuarto de su hermano y, tras esperar unos segundos, ingresó. Siempre hacía aquello, pues el obvio mutismo de Jeremy no le permitiría responderle.
Él estaba en su cama, la luz del atardecer alumbraba parte de su cuerpo cubierto por una sábana de lino blanca. Al percatarse de que dormía, arrastró una silla por el suelo alfombrado y se sentó junto a la cabecera. Sintiendo su pecho oprimido, Emily acarició con tierna lentitud su cabello negro.
En realidad, Jeremy era su hermano mayor, dos años más grande. Pero desde que lo había visto, lo sentía como su hermano pequeño. Él ya había sufrido demasiado, mucho más que ella, que al menos tenía los recuerdos felices de la niñez para atesorar. Jeremy no. Él solo había conocido maldad, dolor y violencia desde que ese monstruo se lo había arrebatado a sus padres, siendo un recién nacido. Al ver su hermoso rostro algo inflamado y lleno de moretones, grandes cardenales en sus costillas y en su estómago, un nudo de angustia atravesó su garganta y sus ojos le picaron con molestia.
Ella no lloraba, no desde el día en el que su vida había cambiado hacía cinco años. No había llorado cuando, estando en el colegio de señoritas, un mensajero había llegado con la noticia de la muerte de su madre. Tampoco había sucumbido al llanto cuando le permitieron volver a casa, para encontrar a su padre recluido, con la mente perdida y enloquecido. Finalmente, la noche en la que había sido presentada en sociedad y en la que su amor por Sebastien se había transformado en rencor y odio profundo, ni una lágrima había derramado. No porque no lo quisiese o lo necesitara con agónica desesperación, simplemente no podía hacerlo.
Se sentía seca, vacía… muerta por dentro. Le habían arrancado el alma a pedazos con tanta crueldad y maldad, que cuando habían acabado con ella, solo quedaba un caparazón. Un cuerpo sin alma, mutilado y devastado. Sin sentimientos ni emoción alguna. Solo una terrible sensación de odio y frío rencor.
Emily Asher era solo un desecho de mujer, un fantasma que deambulaba por el mundo sintiéndose ajena y motivada por solo una cosa: encontrar al hombre que había destrozado su vida y acabar con él.
Sabía que, solo cuando lo hiciera, podría estar en paz y dejarse ir. Claudicar al esfuerzo que le significaba vivir y respirar cada día. Vengar a su padre y a su hermano era lo que la mantenía en pie. Y encontrarla a ella. La mujer a la que todos creían muerta, víctima de un desafortunado accidente. Y a quien culpaba por todas sus desgracias, hasta que su hermano le había revelado la verdad. Su madre no la había abandonado, tampoco se había ido por voluntad propia. Había renunciado a su hija y a su esposo por un poderoso motivo: salvar la vida de su hijo primogénito, un bebé que le había sido robado y que no había visto en veintidós años. Y lo había conseguido, su sacrificio valió la pena. Su hermano había logrado escapar de esa terrible pesadilla, estaba a salvo.
En ese momento, debían ir por ella. Salvar a Amanda era su principal objetivo. Y vengar todo el daño que ese maldito hombre había hecho a su familia, el segundo.
Pero para hacerlo, primero debían encontrarlo. Dar con ese animal se convirtió en su obsesión personal, pues hallarlo los llevaría hasta su madre. No sabía cómo lo lograrían, habían seguido todas las pistas que pudieron rastrear y sus posibilidades se estaban agotando, pues debían aprovechar el verano, que era cuando su objetivo parecía relajarse y frecuentaba los sitios donde habían estado metiéndose. Una vez que iniciara la temporada social, el Diablo volvería a su segura guarida y a su otra identidad, fuera cual fuese.
Nerviosa e inquieta, Emily se levantó y besó la frente de Jeremy para luego salir del cuarto. Si no fuese por él, no quedarían en ella resquicios de humanidad.
Ya caía la noche cuando desechó con enojo un rollo más de papel y, sintiendo sus músculos agarrotados y tensos, dejó la pluma. Alejándose del escritorio junto a la ventana de su habitación, se tiró sobre el colchón.
Había intentado idear algún plan de acción a seguir, pero nada venía a su mente. Estaba bloqueada y perdida.
Soltando un suspiro de frustración, clavó la vista en el techo. La casa que habían alquilado hace unos meses era algo vieja, aunque estaba pulcramente conservada y contaban con una agradable señora mayor como cocinera, doncella y ama de llaves y su esposo, que a su vez hacía de mayordomo y lacayo. Los servicios del matrimonio venían con la vivienda, y ellos eran discretos y silenciosos.
Sabía cuál era la razón por la que su cerebro no cesaba de distraerse. Cerró los párpados con fuerza, como si haciéndolo pudiese arrancar a ese detestable hombre de sus pensamientos.
Él llenaba cada espacio de su atormentada mente y no podía borrar su imagen de sus retinas, la manera en la que la había mirado al girar y enfrentarse a su pistola apuntándolo. Ni dejar de rememorar el desprecio que habían despedido sus ojos violetas en el momento en que lo había obligado a subir al carruaje. Solo una vez le había visto aquella mirada tan oscura, asqueada y vacía. Y solo recordarlo, lograba que el miedo le hiciese temblar y estremecerse.
Septiembre de 1810, Sussex, Inglaterra.
Aquella tarde de verano, el cielo estaba más azul que nunca; el sol, más brillante, y el sonido de los pájaros, más alegre que otras veces. La primavera había dado paso al verano, dejando una preciosa paleta de colores como regalo.
Una gran sonrisa adornaba su cara mientras salía de la mansión y caminaba hacia la cabaña dónde solía entretenerse pintando. Todo le parecía encantador, hermoso y bueno porque su corazón estaba tan feliz que no dejaba de agradecer a Dios y a la vida su buenaventura.
Su vestido floreado, rosado y blanco flotó a su alrededor al emprender la marcha por la pradera. Las cintas blancas que sujetaban en un moño informal su cabello bailaron bajo la suave brisa
Ese día le había llegado una carta de su príncipe… Bueno, no era de la realeza pero casi, pues era un conde y algún día sería un perfecto marqués, como su padre.
La dicha desbordó de su cuerpo al leer la noticia escrita con su elegante caligrafía. Él iría a pedir su mano en matrimonio y comenzarían un cortejo formal ese verano, antes de que ambos volviesen a sus obligaciones; el conde, a su último año de Eton, y ella, al colegio de señoritas.
Su emoción era tal, que apenas podía reprimirse para no gritar y reír como una lunática. La misiva tenía fecha de envío de hacía unas cuantas semanas, lo que significaba que su conde podía arribar a la casa de campo de su padre en cualquier momento. Y ella no sabía cómo soportaría la espera, ansiaba tanto verlo, oír su voz, que de seguro sería más grave ver sus preciosos ojos claros y acariciar su suave pelo rubio.
Aspirando aire, emprendió la bajada por la ondulante y verde colina. La pequeña casita hacia donde se dirigía estaba ubicada junto al lago y, por detrás de esta, se abría un largo camino que bordeaba toda la propiedad y salía al de entrada. Pronto avistó el pintoresco sitio rodeado de árboles y flores. El caballete y sus elementos de pintura estaban ubicados frente a la cabaña, tal y como sus lacayos sabían que ella quería. Allí se dirigió, apreciando el inigualable paisaje y pensando que tal vez lo pintaría. Y si quedaba conforme, se lo obsequiaría a su amor. Sabía que le encantaría, pues en aquel lugar se habían dado el primer beso. Un recuerdo tan dulce que nunca olvidaría.
Mientras se sentaba y preparaba todo para comenzar a pintar, suspiró feliz. Realmente se sentía muy agradecida y afortunada. Tenía unos padres abnegados y cariñosos, y un hombre que había demostrado amarla sobre todas las cosas. Y ella lo amaba… lo amaba tanto, que a veces temía que solo fuese un sueño. Un sueño que podía terminar, y eso le aterraba como nada, aunque su príncipe le había insistido una y otra vez que dejara de pensar de esa manera poco optimista.
El ruido de unos cascos de caballo la sacó de su concentración sobre el lienzo y, creyendo saber quién era, se mantuvo en su silla con el pincel en la mano tratando de reprimir la risa. Sabía que él siempre aparecía primero por allí, esperando encontrarla, y después de estar un buen tiempo abrazados y besándose tiernamente, subía nuevamente a su caballo y rodeaba la propiedad para hacer una entrada formal.
Escuchó que el conde ataba su caballo detrás de la cabaña para evitar ser visto por algún curioso. Aunque ella le repetía que nadie lo vería; todos en la casa sabían que no debían molestarla cuando pintaba. Los pasos se fueron acercando y su corazón bailó en su pecho, enloquecido de emoción. Su nombre repitiéndose en su mente, con desbordante amor.
—Sebastien…
Sintió que se detenía detrás suyo como acostumbraba a hacer, para admirar su trabajo y elogiarla exageradamente hasta hacerla estallar en carcajadas. El viento sopló más fuerte, y una fragancia masculina llegó hasta ella. Su ceño se frunció al no reconocerla y, extrañada, comenzó a girarse.
Entonces, una gran mano enguantada con cuero marrón apareció frente a su rostro y, de improvisto, le apretó la boca y la nariz con un trapo mojado. Aterrada y pasmada, intentó liberarse sacudiéndose con violencia, pataleando con desesperación. Sus manos tratando de golpear hacia atrás con frenesí y sus movimientos enloquecidos hicieron que cayera de la silla. Un olor rancio atravesó sus fosas nasales y todo a su alrededor comenzó a tornarse oscuro, su cuerpo perdió toda la fuerza y cayó vencido hacia atrás. Una sombra se cernió sobre ella, pero su vista era borrosa y no logró identificar a quien pertenecía. Paralizada e impotente, se dio cuenta de que su cuerpo no respondía, y su conciencia poco a poco se volvía negra.
Tiempo después, jamás sabría si fueron horas o minutos, despertó.
El cuarto giraba a su alrededor, y le dolía cada parte de su anatomía. Aturdida y desorientada, se sentó y comprobó que estaba sobre la desvencijada cama de la cabaña. Por un momento, no comprendió lo que sucedía, pero al bajar la vista, todo regresó a su memoria.
Un desgarrador sollozo escapó desde el fondo de su pecho, al que sentía apretado y ardiente.
Yacía desnuda, sus senos, estómago y muslos estaban repletos de marcas rojas y mordidas. Los cardenales resaltaban por todo su cuerpo, menos en los brazos y en la parte baja de sus piernas. Pero lo que más le espantó fue la sangre que caía por sus muslos y manchaba las sábanas bajo ella. Conmocionada y asqueada, se levantó y caminó a paso tambaleante hacia el biombo ubicado al fondo de la habitación. En el camino vio su vestido floreado desgarrado junto a la cama y la sábana superior junto a él. No encontró su ropa interior y, temblando, se cubrió con la sábana.
El asco y las náuseas le subieron por la garganta y vómito profusamente tras el biombo. El llanto desolador aumentó al empezar a conectar sus sensaciones con los fragmentos que comenzaban a hilarse en su mente. Cayó de rodillas al suelo y un dolor agudo atravesó su cráneo cuando se esforzó en recordar el rostro de… de ese hombre. Nada… ninguna cara aparecía.
De repente, oyó la puerta abrirse con estrépito y su cuerpo se tensó de terror. Era él, había regresado.
—¿Em?… ¿Qué demonios sucede? —dijo una voz adentrándose un poco en la estancia. Y ella dejó de respirar para comenzar a temblar con violencia.
Se levantó para salir y correr a refugiarse entre sus brazos. Abrazarse a su amor, él estaba allí por fin. Pero al instante se paralizó. No, no, no, no… Bastien no podía verla así. Se moriría si la despreciaba, no, él tendría asco de ella, la rechazaría por estar usada.
«No, no, Emily… Sebastien es bueno, él te ama, te lo dijo. Te ayudará, sí, él estará a tu lado», se dijo desesperadamente. Rápidamente, se secó las lágrimas y trató de recomponer su aspecto.
—¡Sebastien! ¿Qué… qué hac… haces aquí? —tartamudeó, tratando de sonar normal.
—¿Qué hago aquí? ¿Qué haces tú aquí? —le increpó, su voz se acercaba, se oyó dolida.
El llanto oprimió su garganta, él sonaba enojado. «Oh, no… ¡la cama, ha visto el desastre que es la sábana!». Se apresuró a salir para darle alguna explicación. Cuando lo vio parado a los pies de esta, se tambaleó y quiso ir hacia él. Pero al encontrarse sus miradas, sus pies se anclaron en el lugar. Sebastien la miraba desencajado y totalmente pálido.
—Yo… yo… oh, Dios —balbuceó con las mejillas encendidas, sus ojos mojados y el rostro tenso. Él retrocedió aturdido, su cara era una máscara de incredulidad y asco.
—¡No, Bastien, espera! —gritó frenética cuando pudo reaccionar y el llanto brotó al alcanzarlo en la puerta.
El conde se giró al sentir su mano tocando su brazo. Ella podía sentir su cuerpo masculino temblar bajo su tacto y el dolor brillar en sus ojos. Era obvio que creía que lo había traicionado, pero seguía allí. Y su corazón latió esperanzado, todavía era posible que pudiese escucharla y, tal vez, perdonarla.
—Solo respóndeme una cosa. ¿Te entregaste a él? —le preguntó desgarrado, su tono solo un sonido ronco y torturado. Su voz había sonado tan distinta y distorsionada por el sufrimiento que un recuerdo la golpeó, lo que la hizo llorar más intensamente y cerrar los ojos.
«Estuviste deliciosa, querida. Espero que seas inteligente y recuerdes no abrir esa apetitosa boquita. Si dices una sola palabra a cualquiera, volveré a por ti y, para cuando termine contigo, me suplicarás que te mate. Y no solo eso, me obligarás a desquitarme con tu preciosa primita. Así que ya lo sabes, si hablas, la siguiente será la dulce lady Elizabeth y, de paso, mató al presuntuoso de su hermano. No me costará nada, no soporto a tu noviecito. Espero que se divierta con las sobras que le dejo. Adiós, preciosa…», le había susurrado al oído, su voz era ronca y aterrorizante.
Abrió los párpados, y la imagen de los hermosos ojos color púrpura de él, desbordando entre el temor y la esperanza, la lastimó tanto que no pudo emitir sonido alguno, pero su interior gritaba desesperadamente. Todo había terminado, no podía arriesgar la vida de las dos personas a las que más amaba, ni podía pretender que Sebastien se viese atado a una mujer ultrajada y sucia.
Soltó lentamente su brazo y asintió, afirmando su traición, dejando que siguiese adelante, a pesar de que sabía que estaba destrozando el corazón del hombre al que amaba.
Aun así, nada la preparó para ver sus lágrimas y el gesto de profunda agonía en su cara, ni para sentir la frialdad y el odio que se apoderaba de ese hombre. Menos aún para soportar el devastador golpe cuando él le dio la espalda y salió.
El sé iba… Lo vio alejarse sin pausa, y su mundo entero se hundió, la oscuridad se cernió sobre ella. Y literalmente sintió que con cada paso que Sebastien daba, su alma se deshacía hasta despojarla de todo resquicio de vida, de luz, de todo. Ella se desmoronó en el suelo, y sus ojos secos se perdieron en el paisaje impoluto y bello. Tan ajeno al caos y la fealdad que gobernaba su interior. Cuando solo quedó el vacío, el aire ocupando el lugar de su amado, el viento comenzó a soplar con fuerza y ella gritó desgarradoramente su nombre.
Una sacudida la arrancó de su asidua pesadilla y, aturdida, abrió los ojos para encontrarse con los de ese hombre, el que formaba parte de cada una de sus pesadillas, y que en ese instante la estaba sosteniendo por los brazos, respirando agitadamente, mirándola con enojo y algo más… algo que no pudo descifrar.
—¡Sebastien! —susurró débilmente, impresionada y atónita, sintiendo latir su corazón aceleradamente y su vulnerabilidad a flor de piel.
Él no respondió, entonces la oscuridad cubrió su conciencia y la dejó en la incertidumbre… ¿Estaba realmente allí o era solo el reflejo de sus más íntimos deseos?
Horas después, despertó y notó que estaba recostada y rodeada por los brazos de su hermano. Al parecer, una vez más, las pesadillas la habían atacado y Jeremy, como siempre, la había despertado y consolado.
Con las lágrimas picando en sus ojos, Emily acarició la mejilla de su hermano. Agradecía a Dios por que él estuviese con ella, ambos eran almas heridas y marcadas. Pero se tenían mutuamente. Por eso y por él, no se rendiría, vengaría las afrentas y luego enterraría su pasado para siempre.