N° 16: La esperanza que se demora es tormento del corazón.
Proverbios 13:12
Capítulo dieciséis del libro Reglas para no enamorarse
El carruaje dio un pequeño brinco cuando giró para adentrarse en la propiedad del duque de Stanton. Tres horas les había tomado realizar un viaje que, sin la violenta tormenta que se había desatado y la marcha lenta que imponía la oscuridad nocturna, hubiesen hecho en una hora.
Sebastien despertó y, tras confirmar que ya se encontraban en Costwold, Glouschester, y de que ya no llovía, miró a su acompañante, o como ella había expresado, su prisionera. Emily dormía profundamente, pero ni siquiera sumida en el sueño su ceño se borraba de su frente. Su postura para descansar no había cambiado, lo hacía acurrucada de costado, en posición fetal, con sus manos juntas bajo su delicada barbilla. Su cabello, todavía suelto, tapaba parcialmente su rostro. No se le había pasado el hecho de que lo había cortado, no sabía en qué momento, pues en las pocas veces que habían coincidido lo llevaba recogido, con esos raros peinados que las damas solían ostentar. Pero definitivamente ya no conservaba ese largo manto que abarcaba toda su espalda y rozaba su cadera. Personalmente, él prefería la bella visión de una mujer con su cabello suelto y libre. Aunque, claro, él no determinaba la moda, aun así, sostenía que era un pecado esconder tanta hermosura.
La sacudida que produjo el coche al estacionarse frente a Sweet Manor lo sacó de sus absurdos pensamientos. La enorme mansión estaba a oscuras, a excepción de los faroles que alumbraban la gran escalinata de la entrada. No se apreciaba movimiento alguno, era entrada la noche y tanto los duques como la servidumbre se habrían retirado.
Sebastien se enderezó y se preparó para despertar a la joven. No sabía cómo reaccionaría al ver el lugar en el que estaban, pero confiaba en poder con el mal genio de la muchacha.
—Emily, despierta, hemos llegado —le dijo, tocando su brazo con suavidad para no sobresaltarla.
Emily abrió los ojos con lentitud y por unos segundos pareció estar desorientada, luego sus ojos se centraron en él y en su mano aún apoyada en su brazo. Él pudo sentir cómo su cuerpo se tensaba, por lo que la apartó y se limitó a observarla sentarse y acomodar su ropa.
Su chofer ya había descendido del coche y se dirigía a la puerta para avisar al lacayo que estuviese de guarda de su llegada.
El conde miró divertido a Emily, que intentaba recomponer su aspecto, algo imposible dada sus circunstancias. Con parsimonia, dejó vagar los ojos por su esbelto cuerpo. Aunque ella era delgada, tenía las curvas bien formadas en los lugares indicados, algo que no hacía más que resaltar aquel ajustado pantalón y esa camisa apretada. Definitivamente, no parecía un hombre, ni siquiera uno muy joven. La figura embutida en aquel disfraz era todo menos masculina, y a pesar de ya haberla visto menos cubierta, la boca se le hacía agua y sus dedos picaban por las ansias de tocar esa piel.
—¿Podrías dejar de mirar mi atuendo con tanto descaro, milord? Y hacer el favor de bajar, así puedo estirar las piernas por fin —le espetó indignada, interrumpiendo su intenso escrutinio.
—Claro, mi dama, pero no estaba viendo tu ropa, sino lo que hay debajo. Hubieras dicho que querías estirar las piernas, te habría echado una mano con gusto —dijo Sebastien, quitando la vista de su escote, y sonrió perversamente.
Ignorando sus insultos, bajó de un salto del carruaje y se giró para ayudarla. Emily aceptó su mano, pero ni bien pisó el suelo empedrado se soltó.
—¿¡Qué diablos…!? ¿Por qué estamos aquí? —le gritó furiosa, frenando la marcha del conde hacia la casa.
—Será mejor que entremos, no estás en posición de discutir nada, querida —rebatió Sebastien, tomó nuevamente su mano y la arrastró tras él.
—Pero… ¿qué dices, milord? Yo puedo decir cuánto quiera, tú no eres nadie para darme órdenes. Te estás sobrepasando, Gauss, no sé qué pretendes. ¡Pero te exijo que me liberes y me dejes continuar mi camino…! —exclamó enojada, a la espalda del conde, que no se detuvo hasta llegar a la puerta.
—¡Ya es suficiente! No tires más de la frágil cuerda que sostiene mi paciencia contigo. ¿Acaso crees que yo quiero estar aquí? ¿Crees que disfruto de tu compañía? —la cortó con tono duro, volteando hacia ella—. ¡Pues no!, pero no tengo otra opción. Ahora, deja esta tontería y acepta tu destino con dignidad, o atente a las consecuencias —amenazó con frialdad, y después, incapaz de seguir viendo su gesto de horror y rechazo, la soltó y traspasó las puertas solo.
—Buenas noches, milord, no lo esperábamos —lo saludó el mayordomo de su hermana, que todavía llevaba su ropa de dormir y sostenía un candelabro en la mano.
—Buenas noches, lamento la llegada imprevista. Tuvimos que abandonar la ciudad por una emergencia —le contestó, dejando en mano del lacayo su saco y sombrero.
El sirviente desvió la vista sobre el hombro de Gauss y, al dar con la joven, sus ojos se abrieron como platos. Sebastien rio por lo bajo mientras veía cómo Emily intentaba aparentar indiferencia sin poder lograrlo del todo, sus mejillas comenzaban a colorearse al igual que las del lacayo, que parecía un tomate y trataba de apartar su mirada, pero esta volvía una y otra vez a posarse sobre el cuerpo de la joven. Sebastien frunció el ceño.
—Lady Asher ha venido conmigo. Si no es molestia, nos retiraremos ahora mismo. No será necesario que despierte a sus excelencias, mañana los pondré al corriente —anunció, compadeciéndose finalmente del bochorno de la joven.
—Mmm… Claro, milord, lady Asher, ya han preparado sus habitaciones. Si son tan amables, los guiaré hasta ellas —carraspeó, recomponiéndose el mayordomo, giró y empezó la caminata hacia el piso superior.
A la mañana siguiente, el cielo amaneció totalmente despejado y ya no quedaba rastro de la lluvia torrencial.
Sebastien se levantó de la cama y, tras aliviarse y asearse detrás del biombo, procedió a vestirse con las mismas ropas del día anterior. Su rápida salida de Londres no le había dado tiempo de traer su equipaje, aunque ya lo había solucionado la noche anterior, un mensajero había partido hacia Londres con varios encargos urgentes hechos por él. Esperaba que el hombre volviese con noticias esa misma tarde.
Cuando salió del cuarto, estuvo tentado a detenerse frente al que se le había asignado a Emily, pero no cedió a su impulso. Apresuró la marcha y descendió la escalera rumbo al comedor de desayuno.
Era mejor no guardar ninguna esperanza de que las cosas entre ellos mejoraran. Solo con rememorar la mortal expresión con la que la noche anterior ella lo había fulminado antes de meterse en su alcoba… la furia lo desbordaba. A pesar de que mientras subían las escaleras, el silencio de ella le había trasmitido abatimiento y congoja, ni bien pudo ver su cara, se encontró con ese habitual gesto despreciativo y frío, lo que le daba a entender que Emily lo culpaba de todo sus males, y preveía que no hallaría colaboración por su parte.
Las puertas del comedor estaban abiertas y un lacayo se mantenía parado junto a estas, anunciando que el salón ya estaba ocupado. Sabía que a Elizabeth le gustaba madrugar, lo que hacía probable su presencia en el salón. Confirmó su conjetura al encontrarla sentada, dando cuenta de un abundante desayuno. Llevaba un vestido color melocotón de talle alto y su pelo claro sujeto en un moño flojo.
—¡Sebastien! Smith me avisó de tu llegada —lo saludó emocionada, se puso de pie ni bien lo vio y se lanzó a sus brazos como hacía siempre.
—Buenos días, ángel. Te he extrañado —respondió él, correspondió el abrazo unos segundos y besó su frente, fiel a su costumbre. La duquesa se separó sin alejarse y lo miró con gesto curioso y preocupado.
—¿Qué tienes, hermano? ¿Pasó algo con nuestro padre?, ¿está de nuevo en problemas con la corona? ¡Oh, no! ¿Es Emily, verdad? ¿Diste con ella y algo malo le pasó a nuestra prima? —empezó, atropelladamente, Lizzy, tomando asiento y arrastrándolo hasta acomodarlo a su lado.
—¡Eh, pequeña! Esas son muchas preguntas, ¿no crees? —comenzó a decir, riendo, él, pero el ceño de Lizzy cortó su algarabía—. Está bien, está bien, te diré. No te preocupes, nuestro padre está bien. Continúa en la mansión y de a poco está logrando ganarse nuevamente el favor de su majestad —contestó, evadiendo deliberadamente el resto de las preguntas.
Tomó un plato y se sirvió huevos y jamón, recordando que su hermana seguía los hábitos de la familia ducal, quienes no usaban al servicio a la hora de las comidas, sino que lo hacían ellos mismos.
Lizzy lo observaba con sus ojos en rendijas, aunque escuchar que el marqués estaba bien pareció tranquilizarla bastante.
—¿Y dónde está tu querido duque? —preguntó antes de que ella se lanzara a la carga nuevamente.
—En la cama, es un perezoso —protestó ella, regresando la atención a su plato.
—No es eso, hermana, solo que la mayoría de los ingleses no consideramos que las ocho de la mañana sean parte de nuestro día —dijo riendo.
Lizzy, que había vivido casi toda su vida en una aldea en Francia, se quejaba de las raras costumbres inglesas y no entendía cómo podían empezar su día tan tarde; a veces, lo sorprendía maldiciendo en francés.
—Pues son todos unos vagos y holgazanes. Y creo que te refieres a los nobles ingleses porque el resto de la población se despierta con la salida del sol —rebatió sonriente, inclinándose para volver a llenar su plato.
—Pues sí, pero las damas consideran esta hora como indecente. No suelen aparecer hasta las diez, las más valientes. Y los caballeros lo hacen a las nueve con suerte. Lo que me recuerda, no está bien visto el que una dama baje a desayunar si los caballeros no lo hicieron antes. Deberías pedir el desayuno en tu cuarto, duquesa —se burló y, al ver la cantidad de comida que su hermana engullía, la miró con ojos desorbitados; Lizzy no solía ser una gran comensal.
—Esa regla me pareció siempre una estupidez. No entiendo por qué no puedo bajar primero a desayunar. Por más dama y duquesa que sea, últimamente despierto con un hambre canina. Qué tontería, solo a ustedes, los ingleses, se les puede ocurrir —se quejó tomando de su taza de té.
—Te recuerdo, doulce Alinne, que tú también tienes sangre inglesa, por más hija de francesa que seas —interrumpió una voz melodiosa y grave desde la puerta.
—¡Merde! —exclamó Lizzy al ser descubierta despotricando contra los ingleses y el dormilón de su marido, y elevó la vista para encontrar a su esposo ingresar.
Bladeston caminó hacia su esposa y se inclinó sobre ella, le besó suavemente en los labios y, tras susurrarle algo en el oído, volteó a saludar a su cuñado, dejando a la joven ruborizada hasta la raíz del cabello.
—Bienvenido, Gauss —lo saludó con cordialidad, como si los arrumacos con su mujer a la vista de todos fuesen algo normal, tendiéndole una mano.
—Gracias por recibirme —le correspondió Sebastien.
Mientras continuaban desayunando, él pensaba que debería explicar su presencia allí. Seguramente, Nicholas sospechaba algo, pues lo miraba con hilaridad en sus ojos azules. Y su hermana nada debía saber sobre la mujer que permanecía en el piso superior, o no lo hubiese dejado tranquilo hace unos momentos. Bastante incómodo, apartó su plato y se enderezó en la silla, preparándose para soltar todo lo que pasaba.
—Seguramente deben estar preguntándose a qué he venido —empezó, atrayendo la mirada de sus anfitriones de inmediato—. Por supuesto, además de visitar a mi hermana. Saben que llevo dos meses buscando a lady Emily —siguió, tratando de pasar el nudo que se atravesaba en su garganta debido al repentino nerviosismo que lo embargaba, lo que era algo comprensible, puesto que su vida estaba a punto de cambiar irremediablemente. Y no sería para bien, todo lo contrario, su existencia sería un tormento continuo.
—¿Qué te sucede, Sebastien? Parece como si te estuvieses asfixiando, puedes decir lo que sea. ¿Algo malo le pasó a Emily? Me estás preocupando —lo apremió Lizzy observándolo con temor.
—No, ella está bien, de hecho, está aquí —se apresuró a tranquilizarla.
—¿Aquí? ¿Accedió a venir contigo? ¡Eso es bueno!, ¿dónde está? —exclamó, aliviada, su hermana, pero Stanton detuvo su diatriba apretando su mano.
—Bueno, no fue precisamente así. A ella no le quedó otra opción, ángel. Ahora está en uno de los cuartos de huéspedes, tuvimos que abandonar la ciudad con rapidez, por lo que deberás facilitarle algo con lo que vestirse —aclaró, más tenso a cada momento.
—Aunque no sé tus razones para traerla aquí, Gauss. Eres consciente de que, de saberse que viajaron solos, se producirá un gran escándalo, ¿verdad? Creía que vuestra tía te había pedido localizarla, y ella viajaría a buscarla para traerla. Eso con el fin de guardar las apariencias, ya que la sociedad cree a la joven en Sussex, cuidando de su padre —intervino, sagaz, Nicholas, mirándolo con una ceja alzada.
—Uhm… lo sé. Solo que las cosas se salieron un poco de control, no había tiempo para aguardar la llegada de lady Asthon. Y con respecto a la sociedad y el escándalo, ya no será algo por lo que preocuparse —respondió con un gruñido, llevando las manos a su pelo con frustración.
—¿Qué quieres decir? ¿Acaso no viniste con ella en el mismo coche, o es que hallaste una carabina respetable? —inquirió, curiosa, Lizzy elevando sus rubias cejas.
—No, a las dos preguntas. Ya no debo afanarme en evitar un escándalo porque… porque este ya sucedió —confesó con cansancio y, a pesar de estar contrariado, casi sonrió al ver la boca abierta de Lizzy y el rostro rojo del duque, que se había atragantado con su té.
—Sí, lo sé. Ni yo lo creo. Y como estarán pensando, hemos venido a casarnos —anunció Sebastien antes de arrepentirse, y pensó que si los ojos de su hermana se abrían más, se le desprenderían.
—¡Qué! ¡Casarse! ¿Casarse tú y Emily? —soltó pasmada.
Pero antes de poder responder, un gran alboroto los interrumpió.
—¡Su excelencia, su excelencia! —gritó el mayordomo, que corría hacia ellos y que resbaló en la puerta.
—¿Qué sucede, Smith? —preguntó, alarmado, su cuñado, poniéndose de pie.
—La señorita... lady Asher —dijo, resollando, el sirviente con el rostro contraído, parecía aterrorizado.
Sebastien no esperó a que continuara. Parándose con estrépito, salió disparado del salón. Los gritos se oían desde la planta superior y, sintiendo un terrible presentimiento, hacia allí se dirigió y subió la escalera a toda velocidad. En segundos, estuvo en la habitación y, al ver el cuadro que le esperaba, su corazón se detuvo.
La cama estaba vacía y, junto a la ventana, dos doncellas se volvieron a mirarlo con el rostro completamente blanco. Sebastien las apartó, en su aturdida mente un ruego crecía, suplicando que no estuviese pasando lo que temía. Como en un sueño, se asomó al exterior con el pulso congelado y el estómago contraído.
—¡No, Emily, no! —gritó desgarrado cuando sus ojos dieron con su inconfundible figura que yacía inmóvil, con sus extremidades torcidas en un extraño ángulo, sobre el césped, cuatro pisos abajo.