CAPÍTULO 28

N° 28: Está comprobado que la fuerza del amor siempre es superior a la fuerza de la razón.

Capítulo veintiocho del libro Reglas para no enamorarse

Las manos de Emily temblaron al cerrar la carta y, para su vergüenza, las lágrimas empañaron su visión. Angustiada, se dirigió hacia la ventana, su corazón se encogió dentro de su pecho solo de pensar en que algo malo le pudiese suceder a Sebastien. En ese momento en que la vida les había concedido el don de la felicidad, no podía perderlo. Amaba a Bastien con cada resquicio de su ser y, después de años de negación, había aceptado que ese hombre era su todo, lo que la impulsaba a seguir, a volver a creer. La fuerza del amor que había debilitado y desterrado todas las razones para no enamorarse que su pasado y su dolor habían encontrado.

Consciente de que tenía un público pendiente de cada uno de sus movimientos, tomó aire y, conteniendo sus desequilibradas emociones, giró dispuesta a volver a la mesa. Pero antes de que pudiese romper el tenso silencio que reinaba en el comedor, un chillido femenino la cortó y, con asombro, giró para ver una ráfaga celeste cruzando el salón.

—¡Madre! —exclamó, con regocijo, la joven rubia, arrojándose en los brazos abiertos de una pasmada y alegre Honoria.

—¡Clarissa, hija!, te esperábamos la semana entrante —correspondió la duquesa viuda exultante, abrazando a su hija menor, quien se había casado recientemente y a quien ella había visto por última vez hacía dos meses, cuando una noche en la que como Dama negra se hallaba buscando pistas sobre el Diablo, de casualidad escuchó a unos malvivientes planeando secuestrar a la joven, y llegó hasta allí disfrazada para poder advertir sobre su paradero a la familia.

Lady Clarissa besó las mejillas de Elizabeth efusivamente y volvió a chillar de alegría al conocer que sería tía por primera vez; luego, saludó con educación a lady Asthon.

—Decidimos regresar antes para tener más tiempo de preparar la presentación en sociedad de mis cuñadas —explicó la joven, girando hacia la silla ubicada al lado de Lizzy.

—¿Y el granuja de tu esposo? —preguntó su tía, dando un vistazo curioso hacia la puerta.

—Siguió camino hacia Rissa Place después de dejarme, estaba impaciente por ver a sus hermanas. Más tarde vendrá por mí —aclaró Clarissa, sonriendo, mientras tomaba asiento, entonces sus ojos se abrieron exageradamente al ver a la mujer parada junto a la ventana—. Emily —balbuceó, impactada, la rubia.

Ella no manifestó reacción alguna, pero en su interior era otro cantar. El resto de las mujeres observaron el intercambio de las amigas en silencio. Clarissa se puso de pie y, con gesto conmocionado, cubrió el espacio que las separaba y, sin mediar palabra, se lanzó hacia ella, envolviéndola en un fuerte abrazo y un dulce aroma a jazmín. Aturdida, Emily movió los brazos hacia todos lados, para terminar correspondiendo el abrazo.

—Amiga…, estás… estás bien —dijo, con emoción, y el contacto se prolongó por unos segundos.

—Sí, es bueno verte de nuevo. El matrimonio te sienta bien —contestó Emily cuando se separaron, mirando el bello rostro de esa joven que, sin saberlo, había sido la única persona en brindarle su sincera amistad cuando ella volvió del exilio provocado por las burlas hacia su padre.

—Lo que me sienta de maravilla es el amor, Em, ¡el amor! —adujo, con hilaridad, la condesa; sus ojos azules brillaban de gozo y, por primera vez, ella no sintió amargura ni resentimiento al ver la felicidad de otra persona.

—Pues por aquí también han sonado campanas de amor. ¡Ven, siéntate!, necesitarás estarlo cuando escuches lo que tengo que contarte —anunció, divertida, Emily, tomando la mano de su amiga y arrastrándola hacia la mesa donde esperaban las demás.

La mañana transcurrió entre risas y anécdotas, todas participaron en poner al día a la recién llegada, que no salía de su asombro ante las novedades.

—¿Y ahora dices que el conde se ha ido sin avisar? —preguntó, anonadada, Clarissa.

—Así es, al despertar me entere de su partida —asintió Emily, incapaz de disimular su rabia.

—¿Qué piensas hacer? —inquirió Elizabeth, sentada frente a ella.

—Por supuesto que ir tras él. Mi esposo está muy equivocado si cree que me voy a quedar aquí tranquila, mientras él se expone a toda clase de peligros —afirmó decidida.

—No puedo dejar de coincidir contigo, Emily, pero debes tener en cuenta que lo que pretenden hacer es muy arriesgado —advirtió Elizabeth con tono preocupado.

—Lo tengo claro. No obstante, debo hacerlo. No puedo quedarme de brazos cruzados, se trata de mi madre y mi hermano, son mi familia. Esta es mi lucha, y no pienso perderme la batalla final —declaró con vehemencia.

—Pero, querida, no puedes exponerte de esa manera. Además, no sabes dónde se encuentran ellos en estos momentos, ni tampoco por qué lugar empezar a buscar —intervino, con expresión angustiada, Honoria.

¡Y no lo hará! Jovencita, termina con esta locura de idea, no permitiré que viajes a Londres sola y sin protección masculina, ¡y es mi última palabra! —dijo, con voz autoritaria, su tía Margaret.

—Pero, tía, entiende que… —comenzó a alegar, ofuscada, Emily, pero el sorpresivo grito de Clarissa la interrumpió.

¡Ya sé!, hay un hombre que puede viajar con nosotros y servirnos de protección, a la vez que de guía en la búsqueda —proclamó con regocijo, con un ademán triunfal.

—¿Y se puede saber quién es el susodicho? —preguntó, con expresión suspicaz, la duquesa viuda.

Clarissa sonrió enigmáticamente y abrió la boca con intención de contestar, pero le tocó el turno de ser interrumpida.

¡Pero qué ven mis ojos!, son las cinco diosas del Olimpo que han descendido para regalar a mis ojos mortales el placer de tan exquisita visión —dijo una voz de barítono desde la puerta, y todas voltearon para ver al apuesto y sonriente conde de Baltimore parado en la entrada con una expresión de embeleso y una mano puesta en su pecho dramáticamente.

—Justo a tiempo, cariño —anunció, con sorna, Clarissa, elevando sus rubias cejas con complicidad, lo que provocó que las damas estallasen en carcajadas y que una mirada de confusión apareciese en el rostro de su marido.

Mientras tanto, en Berkerley Square, Londres.

Sebastien, sentado en su estudio, aguardaba junto a sus cuñados y mejor amigo la llegada de su padre.

Sobre el escritorio tenían todas las pruebas que habían conseguido gracias a que tanto Stanton como Riverdan hicieron uso de sus influencias y favores pendientes. Una vez que aclarara el asunto con el marqués, pasarían a la siguiente fase de su plan: rastrear a su objetivo, identificarlo y acabar con él. Y allí era donde entraban en acción Jeremy y él.

La puerta de su despacho se abrió después de dos golpes de aviso y por ella apareció su mayordomo guiando a su padre. Él saludó a sus acompañantes con un ademán de su cabeza y su habitual expresión severa; después, tomó asiento.

—Buenos días, padre —saludó mirando a su progenitor con gesto calmado, aunque por dentro estaba alterado y temeroso. Con todas sus fuerzas deseaba que William tuviese alguna explicación para lo que habían descubierto. No quería creer lo peor, pero la fuerza de la razón comenzaba debilitar la del afecto que sentía por William.

—Déjame felicitarte por tu matrimonio, recibí tu carta. Pero vayamos al grano, hijo, ¿qué está sucediendo? —inquirió el marqués, desviando levemente la vista hacia sus invitados y demorando su escrutinio en el hermano de su esposa unos segundos, seguramente intrigado por su presencia.

—¿Recuerdas que te dije que me encargaría de investigar sobre las acusaciones en tu contra? —contestó Gauss y, tras recibir un gesto afirmativo en respuesta, siguió—: Bien, con la ayuda de Riverdan descubrimos que Fermín de Moine es quien, aprovechando su cercanía a ti, se encargó de robar documentos y tu sello de tu propio despacho, con obvia intención de hacerte parecer culpable de espionaje y traición. Eso ya lo sospechábamos, la novedad es que encontramos nuevos documentos firmados por ti que te incriminan, y estos son recientes, lo que nos lleva a la obvia conclusión de que el francés no era el cerebro de esa operación, sino un peón más. Y no solo eso, además, el cómplice de Moine confesó que el anillo encontrado en el cadáver de Jason no era de Fermín, sino tuyo, padre. Cuando me enteré de esto, no di crédito. Al llegar a la ciudad, nos dirigimos a Newgate para ver al delincuente, pero nos topamos con la noticia de que desapareció misteriosamente de la cárcel hace poco más de un mes. El oficial que estuvo a cargo de su interrogatorio nos relató su confesión, padre. El anillo que yo encontré y presenté como prueba de tu inocencia en la acusación de los asesinatos de Mayfair Square pertenecía a mi primo, no a ti, y según el tal Jackson, Fermín te lo dio a cambio de que le concedieses la mano de Elizabeth. ¡Tú sabías eso, estabas al tanto de la existencia de esos papeles y de todo, estuviste engañándome todo este tiempo! —lo acusó Sebastien, fijando con intensidad los ojos en la cara pálida y trastornada de su padre.

—Sebastien…, yo… —vaciló, con aprensión, William, tapándose el rostro con ambas manos ante la vista de su callada audiencia.

—¡Me diste tu palabra de que eras inocente, padre! ¿¡Cómo pudiste ser capaz de cometer esas atrocidades y de vender a tu propia hija!? —le espetó, furioso, Bastien.

—No… no fue así, no lo entiendes, hijo —respondió su padre con tono atormentado, se puso de pie y comenzó a caminar en círculos. Luego, se detuvo y se volteó a mirarlo con su rostro demudado, sin rastro de la frialdad que siempre lo caracterizó.

—Mousse… Fermín llevaba años hostigándome para que aceptara un enlace entre tu hermana y él, pero yo siempre me negaba. Hasta que, al comienzo de la temporada, supo que Elizabeth sería presentada en sociedad y se apareció aquí para reanudar su acoso. Como sabes, nunca me gustó ese hombre, pero él me pidió alojamiento y no pude denegárselo. Solo unos días después de su llegada, me solicitó una reunión y volvió a pedirme la mano de tu hermana. Cuando le dejé claro que no se la concedería, Moine me amenazó abiertamente —confesó, con voz derrotada, Arden, bajando la vista al suelo alfombrado.

¿De qué manera lo amenazó? —intervino, con gesto serio y frío, Nicholas, quien se había enfurecido al saber lo que su suegro había hecho con su hija.

Él… él me enseñó unos documentos que había robado de mi despacho y advirtió que serían usados en una conspiración contra mí, me contó sobre los asesinatos y que intentarían hacerme parecer el autor de los mismos. Dijo que tenía un enemigo muy poderoso que estaba decidido a destruirme. Entonces me ofreció un trato, si yo le daba la bendición para contraer matrimonio con mi hija y acceso a mi círculo y contactos, él encontraría la manera de librarme de los cargos de asesinato y, una vez casado con Lizzy, me daría el nombre de su jefe. A partir de allí, lo que saben, acepté el matrimonio y Fermín cumplió, haciendo aparecer su anillo entre mis pertenencias. Después, la boda no se llevó a cabo, y Moine murió y ya no pudo terminar con lo acordado. Finalmente, lo que dijo se cumplió y los documentos con mi sello y firma aparecieron, los que lograron que llegue a esta situación, en la que seré ejecutado por traición —terminó el marqués con gesto culpable y angustiado, y dejó a sus interlocutores estupefactos y aturdidos.

—Hay algo que no comprendo, milord —dijo Riverdan, inclinándose hacia adelante con gesto perspicaz—. ¿Cómo llegó su anillo a las manos de su enemigo misterioso?

Todos contuvieron el aliento al presenciar la reacción de su padre ante esa incógnita.

—¿Padre? —apremió Sebastien al hombre totalmente paralizado.

—Yo… yo se lo entregué hace veintiséis años a una mujer a la que… amé —contestó, entrecortadamente, William, y en sus ojos grises Sebastien reconoció el tormento, el anhelo y la necesidad que solo la pérdida del verdadero amor puede provocar.

¿Cómo se llama, padre? Debemos hallarla, ella es la clave para solucionar todo este enredo y dar con el hombre que te odia. Hemos averiguado el nombre por el que se hace llamar, el Diablo. Moine no solo seguía sus órdenes para destruirte, también se ocupó de destruir la vida de mi esposa y su familia, y necesito dar con él. Dime el nombre de esa mujer —lo urgió él una vez que se hubo recuperado de la impresión.

—Hace años que no sé nada sobre ella, su apellido de soltera era Timorton. Pero luego de casarse, se convirtió en lady Amanda Asher, marquesa de Landon —declaró su padre, y el silencio que llenó el lugar solo fue interrumpido por el jadeo incrédulo que soltó Jeremy.