CAPÍTULO 34

N° 34: Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.

Juan 15:13

Capítulo treinta y cuatro del libro Reglas para no enamorarse

La luz de media tarde se colaba por la rendija de la astillada puerta de madera y por las pequeñas ventanas enmugrecidas del almacén.

Emily tenía la vista sobre el rostro dormido de su madre. Los cinco años de cautiverio parecían haber hecho mella en su aspecto físico. Su figura parecía estar demasiado delgada y frágil. Su lacio cabello color ébano, estaba opaco y sin vida, unas pequeñas arrugas rodeaban su boca y el contorno de sus ojos que, además, estaban rodeados de unas profundas ojeras. Sus pestañas se movieron nerviosamente y sus párpados se abrieron. Unos perdidos y atormentados ojos verdes estudiaron el lugar y, al oír su voz, se posaron en Emily con pasmo.

—Madre… —la llamó con alivio al verla despertar.

—Emily…, hija… ¡Oh, Dios! —musitó con voz agrietada y débil.

¡Madre! —repitió, sus ojos se llenaron de lágrimas y en un segundo estuvo entre sus brazos.

A pesar de las ataduras, se abrazaron con fuerza y el llanto se apoderó del momento durante un buen rato, hasta que Amanda se apartó un poco.

—Hija mía, no sabes cuánto le he pedido a Dios volver a ver tu rostro —le confesó conmovida, mirándola con ternura.

—Y yo, cada día. Sufrí tanto al creerte muerta, pero cuando leí esa carta que le escribiste a Margaret, sentí una enorme dicha. Junto con Jeremy no perdíamos la esperanza de encontrarte —respondió Emily, sonriendo entre lágrimas y apretando sus manos atadas.

—Mi hijo, ¿¡dónde está, le sucedió algo!? —exclamó con miedo, su mirada se había empañado al oír el nombre de su hermano.

—Tranquila, Jemy está bien. Aunque seguramente desesperado por mi desaparición —se apresuró a tranquilizarla.

—¡Oh, hija!, si estás aquí es porque he fallado. ¡Tu padre está enfermo y desquiciado! ¡Y por mi culpa él te hará daño! —contestó con desesperación.

—No, no digas eso, madre, nada es tu culpa. Si existe un culpable, es Caleb Asher. Tú no has hecho más que sacrificarte por nosotros, gracias a ti, Jeremy está vivo —la defendió con vehemencia ella.

—Pero no debería haberte puesto al tanto de mi situación, eso te ha llevado a ponerte en riesgo y te ha traído hasta aquí —se lamentó con expresión culpable.

—En ese momento no podías hacer otra cosa, mi hermano no tenía a dónde ir.

—Caleb, él… es un… monstruo. No sabes la manera en la que torturó y maltrató a Jeremy desde pequeño. Cuando… la primera vez que lo vi… era un despojo. Él ni siquiera sabía su nombre, lo mantenía encerrado en un calabozo como un animal y solo lo sacaba para que sirviera de esclavo. En una oportunidad en que tu padre había salido en uno de sus misteriosos viajes, el cretino de Jackson le dio tal golpiza que lo dejó inconsciente un día entero. Entonces no pude resistirlo más y lo saqué de allí —dijo, su voz rota.

¿Y cómo lo lograste? —preguntó Emily, horrorizada ante lo que oía.

—Con la ayuda del viejo Lewis, él descubrió que el marqués me retenía allí hace un año aproximadamente. Me propuso ir ante las autoridades, pero me negué rotundamente, como sabes, tu padre es muy poderoso. Además, sabía que sí yo huía o lo denunciaba, Caleb cumpliría con las amenazas que constantemente me repetía, hacerte daño a ti. Él te tenía vigilada y no dudaría en repetir lo sucedido hace cinco años, o en destruir tu reputación y futuro. Por suerte, Lewis lo entendió y se convirtió en mi único aliado. A través de él pude hacerle llegar esa carta a tu tía, él mismo fue quien sacó a Jeremy de su celda, lo trajo a Londres y lo depositó en tu puerta —explicó la marquesa con la mirada fija en sus manos.

—El señor Lewis, ¿el viejo jardinero? —preguntó, sorprendida, Emily.

—Sí, su pequeña cabaña no queda muy lejos de la zona que rodea a la casa donde tu padre nos tenía —asintió Amanda.

—Madre, tenemos que huir. Caleb dijo que nos llevará lejos. He oído conversaciones y bastante ajetreo fuera —le comunicó Emily con nerviosismo.

—No creo que podamos, hija. No sé si lo sabes, pero tu padre no es nada improvisado, siempre se hace rodear por hombres fuertemente armados —respondió, desalentada, la mujer mayor.

—Pues me niego a rendirme, no se lo pondré fácil al maldito de mi padre —afirmó, decidida, Emily.

A cada segundo venía a su mente el rostro de su esposo, su sonrisa pícara y su mirada apasionada. No aceptaría que la alejasen de su amor, no sin luchar con todo lo que pudiese. No sin darlo todo con tal de volver a estar entre los brazos de Bastien, incluso si eso implicaba poner en riesgo su vida. Moriría en el intento o viviría durante el resto de sus días junto al dueño de su corazón.

—¡No puedes estar hablando en serio! —decía, ofuscada, Lizzy.

—¡Es suficiente, Elizabeth, no irás! —le ordenó Nicholas con tono enojado y una mirada azul fulminante.

—¡Tú no puedes prohibirme nada, esposo! —exclamó, furiosa, la duquesa, poniéndose de pie de un salto y lanzándole una mirada airada.

Estaban en el salón de visitas de la casa de Gauss, el resto de los hombres ya estaban fuera, alistando la partida. Una vez que habían obtenido la dirección en donde creían que el Diablo retenía a Emily, habían trazado un complejo plan a seguir.

El conde de Baltimore y Clarissa discutían en susurros. Hamilton tenía sus ojos verdes teñidos de frustración, pero se detuvieron al iniciar el enfrentamiento entre los duques.

¡Oh, claro que sí!, ¡puedo y lo haré! No consentiré que te pongas en peligro, ya puedes protestar, despotricar, chillar o lo que desees, el resultado seguirá siendo el mismo, ¡te quedas aquí! —sentenció él y, alterado, se dio vuelta y salió del cuarto seguido de su mejor amigo—. ¡Esa mujer está loca!, ¡cómo cree que le permitiré semejante insensatez! ¡No me quiso prometer que se quedará a esperar aquí! —se quejó, al salir, Nick junto a la puerta del salón, que cerró con ímpetu.

—¿Sabes, amigo?, hay ocasiones en las que el diálogo no es la opción más efectiva y se debe recurrir a medidas más drásticas y efectivas —le respondió Steven, elevando las cejas elocuentemente.

—¿Y ahora de qué estás hablando? —inquirió Nicholas sin paciencia.

—De esto —le aclaró Stev, sacando una llave del bolsillo de su saco y procediendo a insertarla en la cerradura.

—¿¡Qué fue eso!? —soltó Lizzy cuando el sonido de la llave girando rebotó en la habitación, interrumpiendo la retahíla de quejas hacia su marido.

—¡Oh, no puede ser! ¡Steven Brigthon Hamilton, no te atrevas! —gritó Clarissa, corriendo hacia la puerta y golpeándola con su palma enguantada.

—Lo siento, pequeña, no nos dejaron otra opción, es por su bien. ¡Te amo! —oyeron decir al conde del otro lado y, después, sus pasos alejándose presurosos.

¡Nos han encerrado!, ¡sapos asquerosos!, ¡granujas y…! —vociferó, furiosa, Lizzy, pegando su cara a la puerta.

—No te esfuerces, cuñada. Creo que cuando de hombres se trata, vale más una acción que mil palabras —la calmó Clarissa, abandonando la puerta y caminando decidida hacia una mesa donde se hallaba apoyado un candelabro.

¿Qué dices?, esos tramposos nos la han jugado. Seguramente las ventanas están cerradas por fuera y ningún sirviente nos abrirá si ellos dan la orden —repuso, irritada, la duquesa, tirando infructuosamente de la cerradura de las ventanas.

—O como dijo mi querido esposito, no les dejaremos otra opción… —afirmó, con una traviesa sonrisa, la condesa, y tomó en sus manos el candelabro encendido.

La puerta del almacén se abrió con un estruendo y sorprendió a las damas en el acto frenético de desatar sus amarres. Por ella ingresó el Diablo seguido de cuatro hombres armados, de aspecto temible.

—¡Levántenla! —ordenó con frialdad a sus matones.

¡No! —exclamó Amanda cuando la separaron de su hija de un tirón.

¡Suéltenla, malditos! —les gritó, airada, Emily, lanzándose hacia ellos, pero fue interceptada por su padre.

—Quédate quieta, estúpida, has agotado mi paciencia —gruñó Caleb y, tomándola del cabello, que ya se le había soltado de su peinado hacía rato, la lanzó a los dos rufianes restantes—. ¡Andando! —gruñó, y emprendió la marcha seguido por los hombres que las arrastraban sin miramientos.

Al salir, el resplandor solar le golpeó el rostro, lo que ocasionó que su visión se tiñese de rojo. Cuando pudo enfocar la mirada, el ánimo se la cayó a los pies. La desesperación la embargó al constatar que no había nadie esperando fuera. Solo estaba el carruaje del Diablo en aquella sórdida zona del puerto. Los matones desataron los pies de ambas, seguramente para facilitarles el traslado, pero no le dieron oportunidad de hacer ninguna maniobra. En minutos, estuvieron en un deteriorado muelle, y los ojos de Emily se abrieron con angustia al ver frente a sí una pequeña goleta anclada, el buque con dos mástiles y que, a diferencia de los navíos que trasladaban pasajeros, se usaba para el transporte de mercancía y cabotaje, tenía su vela desplegada.

—¡No, no, suéltenme! —gritó con agonía cuando sus pies pisaron la podrida madera del muelle—. ¡Noo!, ¡por favor, Sebastien! —sollozó fuera de sí al ser depositada en la proa[10] de la embarcación.

¡Suban la mercancía, rápido! —volvió a ordenar el marqués a dos hombres que parecían marineros.

Parada mirando a tierra, Emily vigilaba los alrededores del almacén, negándose a aceptar la realidad. Sus vigilantes no le quitaban ojo a ella y a su madre y mantenían las armas sobre ellas, transmitiéndoles una amenaza silenciosa.

En pocos minutos, apareció Jackson seguido de los marineros, intercambió unas palabras con su jefe y el mundo de Emily se derrumbó completamente.

¡Eleven anclas! —indicó el Diablo, posicionándose en el puesto del capitán, lanzándole una mirada de malvada satisfacción.

—¡No, Dios, por favor! —se derrumbó ella, viendo entre lágrimas la tierra alejarse cada vez más rápido y, con ella, la vida que había soñado lograr junto a su amor—. Perdóname, Bastien… Te amaré por siempre, perdón, mi príncipe, nunca te olvidaré —susurró quebrada.

La pequeña fragata[11] de solo dos palos surcaba las aguas con sus velas cuadradas desplegadas. La corbeta[12] que se usaba para misiones de reconocimiento, escolta y transmisión de mando contaba con un total de veinte cañones.

—¡Objetivo aproximándose a trescientas yardas! —gritó, bajando su catalejo[13], el oficial subido al puesto del vigía.

Sebastien enfocó la vista en la goleta[14] que venía directo hacia ellos, y ya se encontraban en mar abierto. Los nervios y la preocupación le oprimían el corazón. Rogaba a Dios que los informantes del magistrado no se hubiesen equivocado y que su esposa estuviese a bordo del buque[15]. No quería detenerse a pensar lo que sucedería si Emily no estuviera o si ese maldito la hubiera lastimado. Nunca había tenido tanto miedo como en ese momento, toda su cordura y estabilidad dependían del resultado de aquella misión. Su vida era esa mujer, la amaba, y no podría continuar viviendo si la perdía.

—La salvaremos, amigo —le dijo Ethan, que estaba junto a él. Jeremy asintió, aunque en sus ojos verdes podía vislumbrarse el mismo temor que él sentía.

Su cuñado y Hamilton se acercaron y repasaron el plan nuevamente. Sebastien pensó que, sin dudas, estaría en deuda para siempre con aquellos hombres, estaban poniendo su vida en riesgo, y eso los convertía en fieles amigos.

¡Objetivo a veinte yardas! —señaló el mismo oficial. Y el momento llegó.

Estando cerca, pudo ver al Diablo en la proa, parado junto a un gigante matón, pero no vio a su esposa.

—¡Ese es el maldito que intentó matarme el día de mi boda! —exclamó Nicholas, señalando al secuaz del marqués que, al parecer, era el malhechor que se había fugado de Newgate.

Entonces el Diablo se dio cuenta de su presencia y su expresión mutó de sorprendida a enardecida. Su buque se aproximaba a toda velocidad y, si no tiraban las anclas e intentaban mermar la marcha, se estrellarían contra ellos.

El caos se apoderó del otro buque, sus ocupantes, alarmados, comenzaron a correr por la nave, ejecutando maniobras desesperadas. Desde su posición, Sebastien se preparó, la adrenalina corría por sus venas.

—¡Deténgase en el nombre del Rey! —vociferó el oficial a cargo cuando la goleta se detuvo a metros de ellos.

¡Depongan sus armas! —volvió a gritar el general, que pertenecía a la Guardia Real, a dos marineros y a dos matones que los apuntaban con sus pistolas.

¡Púdranse! —contestó el tal Jackson, sacando su arma. Las balas que dispararon los malhechores impactaron en la madera de la corbeta, y todos se agacharon para cubrirse del fuego abierto.

Cuando la lluvia de proyectiles cesó, el general se levantó y, con él, los demás oficiales.

¡Apunten! —ordenó, y los cañones apuntaron hacia el otro buque—. ¡Disparen! —dijo el oficial, y tres cañones fueron disparados e impactaron en el navío[16] con un atronador estruendo. La orden fue dada antes de que Bastien pudiese impedirlo, y la angustia le desbordó.

—¡Emily! —vociferó Sebastien al ver la goleta destruida por la mitad prendiéndose fuego.