N° 25: Revela lo profundo y lo escondido; conoce lo que está en tinieblas, y mora en la luz.
Daniel 2:22
Capítulo veinticinco del libro Reglas para no enamorarse
La puerta del despacho del duque estaba abierta cuando Emily y Sebastien llegaron. Todos estaban sentados en los sillones ubicados frente a la chimenea apagada y, al verla ingresar, los hombres se pusieron educadamente de pie.
—Por favor, no se levanten, creo que, dada las circunstancias, podemos prescindir de los protocolos sociales —les pidió ella con amabilidad, mientras el conde la guiaba hacia un diván y se sentaban.
Estando ya ubicados, y con seis pares de ojos clavados en ella, Emily no sabía por dónde empezar. Como mínimo, la situación era incómoda, sobre todo en lo referente al matrimonio ducal, pues sentía que a ellos era a quienes les debía bastantes explicaciones. Stanton la miraba con su habitual gesto serio, y su prima, como siempre, se removía en el asiento inquieta y no paraba de pasear la mirada entre su hermano y ella.
—Bien, muchacha, estamos esperando —la apremio su tía desde un costado, su semblante estaba ceñudo, pero ella sabía que sus ojos transmitían preocupación.
Bastien, que no había soltado su mano derecha, le dio un apretón cariñoso, y ella volteó a mirarlo, encontrándose con sus hermosos ojos violetas que parecían decirle «Tú puedes, estoy contigo, amor». El depositó un cálido beso en sus nudillos y le sonrió tranquilizador, ese gesto la conmovió, ya que sabía lo difícil que su confesión había resultado para su esposo, sin embargo, él le demostraba su apoyo incondicional.
—Gracias por haber accedido a reunirse conmigo, esto es difícil para mí, pero creo que el momento de ser sincera ha llegado. Antes de empezar, tengo una petición, su excelencia —comenzó Emily, mirando a todos para terminar posando la vista en el duque.
—Por supuesto, dígame—respondió, levantado ambas cejas, Nicholas.
—Quisiera que mande a traer al joven que irrumpió en mi boda —pidió con voz firme, y las caras de sorpresa no tardaron en aparecer.
—Emily, no —intervino su esposo con enojo, su agarre se había tensado al oír su petición.
—Bastien…, por favor, es importante para mí que él esté presente. Prometiste que confiarías en mí… Por favor —susurró ella con gesto de súplica, recordando que el conde todavía no sabía la verdadera identidad de Jeremy. Por el contrario, en lo que a él concernía, su hermano era alguien de dudosa procedencia, que hasta hacía horas consideraba su amante.
—Está bien, mi dama, solo espero que sepas lo que estás haciendo —se rindió con renuencia Bastien, con una mirada de advertencia.
El duque de Riverdan se paró, estiró su chaqueta y salió de la habitación, seguramente para buscar a su hermano. A los pocos minutos, regresó con la ropa desarreglada, bastante despeinado y con una expresión contrariada. Detrás de él entraron dos altos y robustos lacayos arrastrando a Jeremy, que no cesaba de sacudirse y gruñir. Cuando lograron hacerle traspasar la entrada, Emily se levantó y corrió hacia él. Entonces el joven la vio y, deteniendo su resistencia, abrió los brazos, y ambos se envolvieron en un abrazo desesperado. Su hermano temblaba levemente, y ella podía percibir su delgadez y fragilidad, a la vez que notaba que todavía llevaba su atuendo de sirviente. Con los ojos llenos de lágrimas, se separó y miró su rostro, su cabello negro estaba muy largo, al igual que su abundante barba, unas profundas ojeras enmarcaban su mirada cansada y preocupada.
—Estoy bien, cariño, no te preocupes. Aquí estamos a salvo, pronto entenderás. Ven, siéntate —lo tranquilizó, acariciando su mejilla, y se giró hacia los presentes.
Todos observaban la escena estupefactos, a excepción de su esposo, que parecía a punto de explotar. Sus ojos despedían dardos fulminantes y su mandíbula estaba apretada, al igual que sus puños. Su postura era tan rígida y envarada que parecía que se quebraría si lo rozaba. Emily guio a Jeremy hasta él y lo instó a sentarse junto a ella y el conde.
—Lo primero que deben saber es que este joven no es un sirviente, él… es mi hermano —declaró, con decisión, clavando la mirada en su esposo que, al oírla, abrió los ojos con incredulidad y su boca, anonadado.
—¿¡Qué!? ¿Pero qué dices, jovencita? Tú no tienes ningún hermano, ¿acaso has perdido la cordura? —exclamó, aturdida Margaret.
—No, tía, sé muy bien lo que digo. Este joven es mi hermano, su nombre es Jeremy Asher —afirmó ella, apretando la mano del muchacho.
—Pero… ¿cómo es posible? —balbuceó Elizabeth con voz y gesto pasmados.
—Jeremy es hijo de mis padres, pero fue secuestrado el mismo día de su nacimiento —explicó, con tranquilidad, ella.
—¡Oh, por Dios! ¿Es el bebé que supuestamente murió horas después de que Amanda diese a luz? —inquirió, con expresión desencajada, su tía.
—Sí, pero como verán, eso era una mentira. Jeremy fue apartado de mis padres —contestó, observando el rostro pálido de su esposo.
—Entonces es en realidad el futuro marqués de Landon —conjeturó Nicholas.
—Así es, Jeremy es el heredero al marquesado y el actual conde de Slade. Pero nadie sabe de su existencia —respondió ella.
—Excepto el hombre que lo secuestró, ¿no? —intervino lord Riverdan con sagacidad.
—Pero ¿cómo es esto posible?, ¿cómo te enteraste, querida? —exclamó la duquesa viuda, abanicándose furiosamente.
—Todo inició hace cinco años. Estando yo en la escuela de señoritas, me llegó una misiva donde se me informaba de la muerte de mi madre en un naufragio. Devastada y confundida, decidí volver a casa, y allí me encontré con que mi padre se encontraba enfermo, al parecer, no aceptaba el fallecimiento de mi madre y su mente desvariaba. Lo habían encerrado en su cuarto porque experimentaba estallidos de furia y locura, donde afirmaba que su esposa estaba viva y que el Diablo se la había llevado. Por mi parte, decidí dar un entierro simbólico a mi madre y, revisando sus pertenencias, hallé una carta a medio terminar donde me informaba que debía abandonar con urgencia a mi padre, pero no continuaba la explicación. Aquello me hizo enfurecer y dudar si en realidad ella estaba muerta o había algo de verdad en los desvaríos del marqués.
»El tiempo pasó y, a principios de esta temporada, mi tía insistió para que volviese a Londres y que concurriera a los eventos de la nobleza. Fue entonces cuando, instalada en su mansión, pocos días después de ese encuentro en el teatro con ustedes… —explicó mirando a los duques de Stanton y a su marido alternativamente—, revisaba las invitaciones en el escritorio de Margaret, cuando avisté un sobre con una letra que me pareció familiar. Lo tomé y descubrí que mi madre no estaba muerta, sino retenida contra su voluntad y que solicitaba la ayuda de mi tía. La desesperación me desbordó y, al comprobar que los datos del remitente eran ilegibles, decidí averiguar más. Durante unas semanas no encontré nada útil, hasta que en una fiesta se me acercó Fermín de Moine, su detestable primo —dijo mirando a Bastien y a Elizabeth—. Como la mayoría sabe, nunca soporté a ese hombre, pero cuando él me informó que sabía que mi madre estaba viva y que conocía el lugar donde la retenían, la esperanza renació. El problema era que el conde de Mousse era inescrupuloso y malvado, y por más que le supliqué, no accedió a darme la información. No sin darle algo a cambio, y solo si lograba su propósito, me daría el paradero de mi madre y el nombre de su secuestrador.
—¿Qué te pidió ese bastardo? —preguntó Sebastien, que no resistía oír siquiera hablar de ese malnacido.
—Ya saben que él estaba obsesionado contigo, Elizabeth, y ambicionaba la riqueza y posición de su padre. También, por algún motivo, lo odiaba a usted, lord Stanton, yo creí que era porque pretendía a la mujer que quería para él, pero ahora pienso que había algo más tras su animadversión. Fermín quería asegurarse de obtener la mano de Lizzy, por lo que me dijo que, si yo apartaba al duque de su lado y él se casaba con ella, me diría dónde buscar a mi madre. En ese momento, estaba muy enojada y resentida contigo, Elizabeth, y también desesperada por hallar a mi madre, por eso acepté y traté por todos los medios que su relación acabase —confesó, mirando a su prima y a su esposo con arrepentimiento—. El día que ustedes huyeron, dejando plantado al francés, creí enloquecer. Esa misma semana me enteré de la muerte de Moussett y sentí perecer todas mis ilusiones de hallar a la marquesa. No sabía por dónde continuar, hasta que apareció en mi puerta un joven prácticamente moribundo, con una carta de la mujer que buscaba. En ella, Amanda me rogaba que aceptara a Jeremy porque era mi hermano y que lo ayudara. Me pedía que no la buscase porque era demasiado peligroso, me explicaba que nunca había querido abandonarme, pero se había visto forzada a hacerlo para rescatar a su hijo y protegerme a mí.
—¿Protegerla a usted? —intervino el amigo de su esposo, Riverdan.
—Sí, ella… yo… sufrí un abuso por parte de un hombre desconocido el mismo año en el que mi madre desapareció. Nunca se lo confesé a nadie porque ese hombre me había amenazado con lastimar también a Elizabeth y a Sebastien, dijo que lo odiaba y que sería muy fácil para él hacerles daño. Pero mi madre, de algún modo, lo supo y se enteró de la identidad de mi atacante. En la carta que Jeremy trajo, me advertía que ese hombre estaba cerca y que podía volver a lastimarme —contestó, con voz temblorosa, ella, y fue incapaz de levantar la vista. A pesar de que su esposo la abrazaba contra sí, la angustia por estar revelando su tormentoso pasado provocaba un nudo en su garganta que le dificultaba seguir.
—¡Oh, prima, es terrible! Pero ya no debes temer, tu calvario ha terminado, encontraremos a ese animal y no podrá hacerte nunca más daño —exclamó la duquesa levantándose con ímpetu, las lágrimas desbordaban su rostro y, arrodillándose frente a ella, tomó sus manos heladas entre las suyas y las apretó.
—Emily, debes decirnos quién es ese canalla ahora mismo —exigió, con voz furiosa, su tía, en sus ojos había un brillo de tristeza.
—Es tarde para eso, tía. Desearía poder cazar a ese bastardo y matarlo con mis propias manos, pero eso ya no es posible porque está muerto —dijo, con voz tenebrosa, Sebastien, la violencia salía por cada uno de sus poros. Los dos hombres restantes lo miraron apretando las mandíbulas porque parecían haber deducido su identidad.
—¿Muerto? ¿Quién era? —susurró, desorientada, su prima.
—Fermín de Moine —respondió con los ojos cerrados y gesto descompuesto, y los jadeos de espanto inundaron el lugar.