N° 19: Y tras la puerta y el umbral pusiste tu recuerdo; porque a otro, y no a mí, te descubriste, y subiste, y ensanchaste tu cama, e hiciste con ellos pacto; amaste su cama…
Isaías 57:8
Capítulo diecinueve del libro Reglas para no enamorarse
La mansión del marqués de Arden, en Berkeley Square, era un elegante edificio de tres pisos, rodeado por altas rejas negras y un pequeño jardín junto al camino de grava de la entrada.
Sebastien observó desde el interior de su carruaje la fachada de la casa y soltó un suspiro. Su padre había solicitado su presencia con urgencia, y eso solo podía significar malas noticias o, peor, graves problemas, pues William no era la clase de padre que llamaba para compartir un momento fraternal.
Luego de bajar del coche y entregarle su sombrero y el saco al mayordomo que lo recibió, se encaminó hacia el despacho de su padre. El marqués estaba sentado tras su escritorio, su expresión era la habitual, fría y con su ceño fruncido. Al verlo entrar, dejó los papeles que estaba leyendo sobre el escritorio y lo saludó con un asentimiento.
—Buenos días, Sebastien, siéntate —le indicó con un ademán hacia la silla ubicada frente al mueble de roble oscuro.
—Buenos días, padre. Te ves más repuesto —lo saludó, observando que su padre parecía haber recuperado peso y ya no se veía tan pálido como la última vez que lo había visto.
—Sí, bueno. Seguramente te estarás preguntando el motivo por el que estás aquí —dijo el marqués sin más ceremonias, y a Gauss le sorprendió percibir un deje de nerviosismo en su voz.
—Sospecho que se trata de tus problemas con la corona. ¿Acaso te ha citado el Rey nuevamente?
—Sí y no. Es decir, tiene que ver con las acusaciones que penden sobre mí, pero no me ha llamado su Majestad —contestó, y fue evidente que lo que fuera que sucedía lo perturbaba.
Sebastien reprimió una maldición, bastantes problemas tenía con cierta dama, como para sumar aquello. Creía que el tema del marqués con la corona inglesa estaba solucionado. Tres meses atrás, su padre había sido arrestado bajo cargos de complicidad en asesinato, espionaje, contrabando y conspiración contra el Rey. Un anillo perteneciente a la familia Albright, que representaba el blasón familiar, había sido hallado en una víctima del Asesino de Maifair Square, quien había matado decenas de personas. Finalmente, se había comprobado la inocencia del marqués, al Sebastien demostrar que el anillo no pertenecía a su padre, sino a su primo, el conde de Mousse, Fermín Moine. Este resultó ser el verdadero asesino, aunque él nunca reconoció su culpabilidad, y había aprovechado su cercanía al marqués para inculparlo de los crímenes y acceder a la fortuna familiar a través de un matrimonio con su hija. Finalmente, Moine fue descubierto y perdió la vida intentando escapar con Elizabeth, a quien había secuestrado.
Desde entonces, su padre permanecía en su mansión a la espera de que acabase la investigación sobre el resto de los cargos que le endilgaban, para así recuperar su libertad y su posición como vocero del Rey.
—¿Y qué sucede? —inquirió frustrado, se puso de pie y caminó hasta el aparador que William tenía en un rincón de la habitación, junto a la ventana, y que disponía de una buena cantidad de oporto y whisky.
—El magistrado[4] estuvo aquí. Al parecer, han hallado una supuesta prueba que me incrimina en un complot contra el Rey, quien todavía no ha sido informado. John Seinfeld me ha concedido unas semanas para probar mi inocencia, por la amistad que nos une. Pero si no logro hacerlo en el plazo acordado, Seinfeld no tendrá otra alternativa que llevarme ante su Majestad, y seré ejecutado —explicó William, su voz se quebró al finalizar el relato, y sus manos temblaron sobre el borde del escritorio.
—¡No puedo creerlo!, ¿el magistrado Seinfeld especificó sobre la prueba encontrada? Tal vez vuelva a tratarse de un error —le preguntó, alterado, Sebastien, intentado pensar y buscar algo que los ayudase a salir de aquella pesadilla.
—Esta vez, no, yo mismo examiné la evidencia. Es una carta donde se brinda información sobre la rutina y movimientos del palacio real, sobre los horarios y futuras audiencias del rey. Algo que, como sabes, es información confidencial, y además, la misiva termina haciendo una mención sobre una estrategia para asesinar a su Majestad —contestó, con gesto derrotado, bajando sus apagados ojos grises.
—¿Por qué? ¿Por qué te la adjudican a ti, padre? No eres el único en tener acceso a esos datos.
—La carta lleva mi nombre y sello lacrado y, por lo menos, la primera parte es mi propia letra, yo mismo corroboré que se trata de mi letra. En la segunda fracción, la del complot, no pude hacerlo porque la tinta está corrida. Pero la caligrafía a simple vista es idéntica a la mía, aunque eso es imposible, yo jamás escribí aquello —dijo desesperado.
—¡Dios! —soltó Sebastien, paseándose por la habitación y deteniéndose cada tanto para mirar a William. No quería dudar de su padre, pero la situación lo hacía sospechar. Todo indicaba su culpabilidad, y eso le aterraba.
—Hijo…, sé lo que estás pensando. Y debes saber que soy inocente —empezó a decir, mirándolo con solemne seriedad. Alzó una mano para cortarlo cuando intentó interrumpirlo—. Déjame terminar. Soy inocente de esos cargos, mas no de haberme comportado muy mal con mis propios hijos, de haberlos defraudado e ignorado durante toda mi vida. Ahora estoy pagando el precio de mis equivocaciones, que me llevaron al punto de poner por sobre mi propia sangre a un hombre que me traicionó, y por él estoy así —dijo William con su expresión seria, aunque no pudo ocultar la tristeza en su voz. Haciendo referencia a Moine, su sobrino, y a quien, además de confiarle sus negocios, le había concedido la mano de su hija, aun contra el deseo de Elizabeth, quien no había tenido más opción que huir de esa boda forzada, ayudada por su actual esposo, el duque de Stanton.
—Padre…, yo… no sé qué decir —musitó Sebastien sacudiendo levemente la cabeza.
—No digas nada, para mí ya es tarde. Solo te cité para que tengas oportunidad de prepararte para el desastre que se avecina. Sabes que, debido a esto, me quitarán el título, y todas las tierras y bienes ligados al marquesado serán confiscados y entregados a la corona. Por consiguiente, tú también perderás tu título nobiliario. No obstante, no quedarás totalmente arruinado, ya que hay tierras que obtuve con la dote de tu madre, y está la herencia que, al estar muerto Fermín Moine, pasará a tus manos cuando tu abuela Margot muera. Por supuesto, el escándalo será descomunal, y agradezco que tu hermana esté casada con un hombre tan influyente y poderoso como lo es Stanton, pues, de lo contrario, no sé qué hubiese sucedido con ella. No le cuentes nada a Elizabeth, solo dile que le pido perdón por todo lo que hice y por lo que dejé de hacer —siguió su padre, y era notorio su esfuerzo por conservar la compostura.
—Basta, padre, no hables así. No podemos darnos por vencidos, juro que encontraré la manera de probar tu inocencia. Sé que la clave está en la participación de Mousset, nunca le hallé sentido a lo sucedido con él. Si su idea era acercarse a ti, lograr tu confianza y casarse con Lizzy para ser tu yerno y obtener poder sobre ti, entonces por qué culparte de los asesinatos y demás cargos; haciéndolo, perdería su gallina de los huevos de oro. Eso no tiene sentido, y me lleva a pensar que hay alguien más detrás del francés, quien creo que solo fue un peón, una pantalla que sirvió para ocultar a la verdadera mente maestra. Alguien superior y más poderoso que, por alguna razón, quiere verte destruido y muerto —reflexionó Gauss, observando la expresión sorprendida del marqués.
Era avanzada la noche, sin embargo, Sebastien no se sentía capaz de salir de allí y volver a su caótica realidad. Como cada vez que se sentía sobrepasado, había ido a parar a su club, en donde podía beber y tratar de ahogar en alcohol sus preocupaciones. Pero nunca olvidar del todo porque él no era de los que se emborrachaban con facilidad por más licor que ingiriese, solo obtenía una fuerte resaca al siguiente día, algo que no era suficiente como para disuadir a su cerebro, que insistía en evadirse al precio que fuese.
La última vez que recordaba haber ido a emborracharse había sido cuando, acompañando a Lizzy, coincidió con su prima en el teatro. Emily lo había ignorado deliberadamente y dirigido una única mirada de desprecio absoluto, y él, que no soportaba estar cerca suyo, se había largado en mitad de la función y terminado allí, donde avistó a su cuñado y terminado enzarzado en una poco amable conversación. Y la primera vez que había acudido a beber como si no hubiese mañana, había sido la noche en la que Emily había hecho su presentación en sociedad.
Londres, Abril, 1813
Oyendo la risa ronca de uno de sus amigos, Sebastien se enderezó y prestó más atención a donde pisaba para no volver a trastabillar y convertirse en el bufón de su grupo si llegaba a caer de culo en aquel jardín.
No sabía por qué diablos se había dejado convencer de asistir a ese baile, pero allí estaba, bordeando la cara externa de la mansión de los marqueses de Vermont, intentando ingresar por la puerta trasera, puesto que la velada estaba ya avanzada.
Cuando hicieron su entrada al salón, Gauss se tragó un juramento y fulminó con la vista a su amigo, el conde de Marlon. Aquella fiesta era justo el tipo de acontecimiento que él detestaba y del que solía huir, pues era una garantía de aburrimiento, como solo podía proporcionar una casa a rebosar de remilgadas debutantes y codiciosas madres casamenteras. El mismísimo retrato del tormento para un hombre como él, que solo frecuentaba lugares donde pudiese desplegar sus dotes de cazador sobre presas tan deseosas de diversión placentera como él. Y definitivamente ese sitio no lo era, más bien todo lo contrario.
Pensando en que no sobreviviría a esa tortura, Sebastien tomó la copa que un lacayo le ofrecía y decidió inspeccionar la concurrencia por si, por un milagro, hallaba alguna dama de su tipo dispuesta, y entonces vio a alguien que le quitó todo el aire del cuerpo en un segundo.
Emily… estaba allí… Emily Asher. Estaba parada a solo unos metros.
Sus pulmones comenzaron a arder exigiendo aire, pues había contenido el aliento y olvidado cómo respirar. No podía dejar de observarla, de admirarla y de… desearla.
Ella estaba más malditamente hermosa de lo que recordaba, tanto que su pecho se contrajo al igual que su estómago. Parecía tan inocente, tan noble, pero él sabía que era solo una fachada. Sus miradas estaban prendadas y, aún a esa distancia, pudo percibir la conmoción en sus preciosos ojos jade, y más… Emoción, alegría, deseo…, amor. Y eso… eso lo desquició, lo sulfuró tanto que sus manos temblaron apretando con violenta fuerza la copa que sostenía. ¡Cómo odiaba a esa mujer!, que se atrevía a fingir esa mirada de anhelo y devoción después de haberlo traicionado de la peor manera.
Su mandíbula se endureció más todavía cuando ella rompió su contacto visual para aceptar una bebida que le extendía un hombre y sonreírle seductora. Al parecer, seguía siendo la misma descarada, y tres años lejos de la sociedad no le habían servido para aprender decencia ni recato. Y él pensando que se enclaustraría en el campo, después de haberse convertido en una cualquiera, y en cambio estaba, ataviada y preparada para engatusar a algún pobre incauto, al que atraparía engañándolo con esa máscara de mujer bella y virtuosa, tal como había hecho con él.
El caballero que departía con ella le susurró algo en el oído, y ella rio divertida, algo que provocó un exceso de furia en el conde. Estaba claro que Emily Asher deseaba cazar un esposo. Pero él le daría una lección que no olvidaría, la hora de vengar cada lágrima derramada por esa mujerzuela había llegado.
Observándola como un halcón a su presa, Sebastien se percató de que su carné de baile estaba colocado al revés, dando a entender que ella tenía ya todas las piezas comprometidas. Con mirada funesta, se fijó en que varios hombres también la miraban con embeleso, babeando como perros en celo. Y, con seguridad, estos, que eran igual de libertinos que él mismo, ya habrían abordado a la dama para asegurarse un baile y poder flirtear. Uno de ellos estaba muy cerca, lo que Sebastien aprovechó para desplegar su estratagema. En un par de segundos, su grupo había crecido de cuatro amigos iniciales a ocho, en los que Gauss tuvo la satisfacción de hallar a sus objetivos, lord Pires y lord Luxe. Su en ese instante ávido público lo escuchaba con atención y no faltaban las risitas maliciosas y los murmullos que se iban extendiendo como pólvora por el salón. Desde ese momento todos lo sabrían, estarían enterados de que la bella lady Asher tenía como padre a un desquiciado.
Cuando Sebastien acabó con su misión, esperó ver su resultado con la vista clavada en Emily. La dama lucía desorientada, chequeando su carné y lanzando miradas inquietas a las parejas, que ya comenzaban los primeros pasos del vals que la banda tocaba. Entonces su mirada dio con los hombres que rodeaban a Gauss, y luego sus ojos se encontraron. Y, como siempre, percibió todas las emociones que estos despedían: confusión, inquietud, alarma, temor, enojo y, por último…, el idéntico reflejo de lo que él sentía, odio.
Incapaz de seguir soportando aquel amargo intercambio, desvió la vista de esos luceros verdes convertidos en dardos de desprecio y la dejó vagar por ese cuerpo que estaba cubierto por un elegante y recetado vestido blanco, y muy a su pesar, el deseo y la lujuria lo golpearon. Ella estaba magnífica, para él no habría nunca una mujer capaz de superarla, ni tan siquiera asemejarse, y eso solo alimentaba su rencor y resentimiento. Con mordaz perversidad, levantó la copa hacia ella, dedicándole un brindis a lo lejos. Quería que ella supiese que era en su honor y que solo ella era la responsable. Emily lo fulminó con la mirada y, antes de que la desviara, él pudo vislumbrar dolor en ellos, y tras decirle algo a la tía de ambos, lady Asthon, ella abandonó el salón.
El conde observó su huida y reprimió con todas sus fuerzas el impulso de salir tras la joven, nada bueno saldría de aquello, no había nada que decir entre ellos. Solo quedaba odio y el cadáver descompuesto de los sueños que alguna vez habían construido. Asqueado, se dio vuelta y abandonó la fiesta de lady Vermont, sentía él corazón estrujado y cada latido le producía agonía. A paso lento, cruzó el jardín de la mansión y, al llegar a la entrada principal, pidió su carruaje. Necesitaba alejarse más todavía de esa mujer, quería olvidar que la había encontrado, borrar la imagen de ella en su vestido de presentación, con el que él había creído la vería tomada de su brazo y guiándola a la pista para bailar juntos su primer vals. Nada de eso sucedería nunca, y él… él gritó de impotencia en el interior de su coche, sin importarle que su cochero lo oyese. Quería destruirlo todo, quería arrasar con lo que pudiese para tratar de arrancar ese dolor de su alma, ese vacío en su pecho, borrar su recuerdo, desterrarla a ella. La odiaba… la odiaba por haber destruido su vida, por haberlo convertido en ese hombre cínico y perverso. La odiaba… por no poder dejar de amarla con la misma intensidad y feroz necesidad que ayer. Como si no hubiese pasado el tiempo, como si su sufrimiento fuese nada.
Dos años después, estaba en el mismo asiento en el que había terminado en aquella oportunidad, bebiendo como si no existiera un mañana y con el pecho ardiendo de igual manera. Sus ojos clavados en las manos, donde ocultaba aquel objeto que se negaba a tirar. Un corazón de plata sujeto por una cadena, que en su interior contenía una imagen pintada al óleo de ella, la mujer que lo atormentaba. Emily se lo había obsequiado unos días después de que él se le declarara, «para que me lleves siempre en el corazón y recuerdes nuestra promesa de amor», le había dicho, tiernamente, la joven.
Vaciando su vaso, Sebastien rio con desganada ironía. Como si él pudiera hacerlo, olvidarla; no, jamás podría. Emily estaba grabada a fuego en su piel, en su ser, y nada podría sacarla de allí. Él ya se había rendido una vez ante esa fuerza avasallante, mas no volvería a cometer el mismo error. No le daría a Emily la oportunidad de volver a pisotear su corazón. No de nuevo, porque tenía la certeza de que aquella vez no podría soportarlo, no podría reconstruir nuevamente los pedazos de su ser devastado.
A pesar de que tenía que casarse con la joven, se cuidaría de mantener sus sentimientos resguardados bajo siete llaves. Nunca volvería a cometer la insensatez de amar y, para lograrlo, estaba dispuesto a seguir a rajatabla mil y una reglas para no enamorarse.