CAPÍTULO 17

N° 17: Mi corazón está dolorido dentro de mí, y terrores de muerte sobre mí han caído.

Salmos 55:4

Capítulo diecisiete del libro Reglas para no enamorarse

¡Oh, Dios mío, es mi prima! ¡Emily, despierta! ¡Nick, no reacciona, no respira! —dijo, con horror, Lizzy inclinada sobre la joven, tocando su mejilla pálida.

—Aguarda, cariño. No la toques, puede… —comenzó a decir el duque, sosteniendo a su esposa por los hombros, pero un empujón lo hizo caer hacia atrás y arrastrar a Lizzy con él.

¡Em! ¡Emily! —gritó, fuera de sí, Sebastien, que apareció como un torbellino por el camino lateral de la casa.

Su rostro esbozaba un gesto de terror y sus ojos eran dos pozos atormentados. Sin percatarse, quitó a los duques de su camino y sostuvo contra sí el cuerpo inerte de la joven, apretándolo con desesperación. Cuando la elevó del suelo, quedó a la vista un charco de abundante sangre. Con frenesí, Sebastien palpó la parte posterior de su cabeza y sintió un líquido tibio mojar su mano.

¡Emily! Por favor, no... ¡Dios, no! ¡Por favor, princesa, no me hagas esto! —susurró con agonía, tocó el rostro de Emily con manos temblorosas y le manchó la cara con la sangre de la joven, que continuaba brotando. Sus ojos permanecían cerrados y su semblante denotaba una mortal palidez, mientras el conde la mecía rogándole que los abriera. Su voz rota, desbordando dolor.

—Gauss, tienes que soltarla. Ha llegado el médico —dijo, con tono serio, Stanton detrás de él—. Gauss, por favor, deben verla —insistió el duque, intentando apartarlo de la joven—. ¡Sebastien, reacciona, hombre, tienes que soltarla! —gritó con autoridad, y eso, junto con el desgarrador llanto de su hermana, logró sacarlo de su trance.

Con dificultad, se puso de pie sin soltarla, su cuerpo colgaba flácido y débil entre sus brazos. Se giró y vio a su hermana que lloraba y era contenida por su cuñado, y más atrás, el mayordomo junto a varios criados observaban la escena con rostro preocupado.

—Acompáñeme, milord, el doctor espera —le pidió, nervioso, el sirviente al ver al conde apretarla entre sus brazos con gesto perdido.

¡Maldita sea! —repetía el conde, golpeando su cabeza contra la pared una y otra vez, en un intento de descargar su ira y su frustración.

—Tranquilo, Sebastien, Emily va a estar bien. Después de todo, el médico sigue allí dentro, si no hubiese nada que hacer, ya no estaría con ella —trató de tranquilizarlo su hermana, acariciando su hombro con suavidad.

Él no pudo contestar a su esperanzador comentario, solo era capaz de ver tras sus ojos cerrados la cara cenicienta de Emily y su sangre tiñendo su camisa blanca.

Estaban en el pasillo frente a la puerta de la habitación de Emily. El viejo doctor no había salido desde que la había depositado en su cama para que la revisaran.

Su corazón no había parado de latir desenfrenadamente desde que vio su pequeña figura yaciendo inmóvil, y en ese instante su estómago estaba tan contraído que temía devolver el desayuno allí mismo. Aunque no deseaba analizar sus desbordados sentimientos y emociones, no podía ignorar lo que lo tenía al borde del colapso.

El miedo, no; el más fuerte terror…

¿Para qué negarlo? Le asustaba hasta la médula el solo pensar que la mujer que estaba en ese cuarto podía morir. La sola idea de que sucediera le hacía temblar, y sentía la desgarradora sensación de que perdería la razón si eso ocurría. En ese instante, entendió por qué el padre de Emily había perdido la cordura con la desaparición de su esposa. Y se sintió peor por haber usado aquello para vengarse de su hija.

—Sebastien, sé que no es el momento, pero debo saberlo, ¿qué está pasando? Y no me digas que nada, porque es obvio que Emily no quiere estar aquí. Tanto, que en su desesperación por huir, se colgó por una ventana usando una sábana que se desgarró, y ahora probablemente puede estar muriendo.

—No mentiré, ella vino obligada. Con respecto a su intento de fuga y sus motivos, eso no me corresponde a mí decirlo —contestó, separándose de la pared.

—Está bien, ¿y a ti qué te sucede? Lo último que sabía era que odiabas a esa mujer, y ahora apareces diciendo que te casarás con ella, y no solo eso, te miro y es obvio que… que… —rebatió, cruzándose de brazos. Pero al ver la expresión de su hermano, que estaba a punto de explotar, dudó en terminar la frase, temerosa de ir demasiado lejos.

¿Qué, qué es obvio? Dilo, adelante —la provocó él, bufando y llevando sus manos a la cabeza, impaciente por la demora del médico.

—Pues que ya no odias a Emily. Que a pesar de que te niegues a admitirlo… estás enamorado de ella, tú la amas, Sebastien —declaró Lizzy, recordando cómo su hermano había gritado al ver a su prima en el suelo y, después, la manera en la que apareció corriendo y la sostuvo entre sus brazos, llorando y hablándole con tanto abatimiento y desesperación que, verlo, estremecía. Nunca había presenciado una escena más conmovedora que la de su hermano quebrado, abrazando con amor y necesidad a una Emily desvanecida.

Sebastien solo se la quedó viendo sin responder, con expresión aturdida. Parecía estar pasmado y consternado por su afirmación. Entonces, el sonido de unos pasos interrumpió la estupefacta reacción del conde. La puerta de la habitación se abrió y apareció el médico con expresión seria.

¿Cómo está? —preguntó, con precipitación, Sebastien, parándose frente al viejo doctor que se había volteado a cerrar la puerta de la alcoba.

—La joven ha recibido un fuerte golpe en la cabeza. El impacto le produjo un feo corte en ella y requirió varios puntos de sutura para cerrar la herida. Además, tiene un tobillo y tres costillas dañadas. Como deducirán, el golpe la ha dejado inconsciente, y no podría asegurarles el tiempo que durará en ese estado —explicó el médico a los dos hermanos que escuchaban el diagnóstico con expresión sombría.

—Pero… pero va a despertar, ¿verdad, doctor? —insistió Lizzy, adelantándose a la pregunta del conde.

—Eso es algo que no puedo contestar con seguridad. Aun así, no encontré ninguna contusión en su cráneo y tampoco está inflamado, lo que augura el recobramiento de la consciencia. Con respecto a las fracturas, he seguido el normal procedimiento y debe hacer mucho reposo para que sus huesos se recuperen bien. Le dejaré láudano[3] y unos cataplasmas para el dolor, y volveré para ver… —siguió el médico, pero Sebastien no se quedó a oír el resto, irrumpió en la habitación y se acercó a la cama con prisa. Tenía que ver con sus propios ojos que ella estaba bien, que seguía allí.

Emily estaba tal y como la había dejado, solo que destacaba una venda en su cráneo y también en su tobillo, el que el doctor había inmovilizado con vendas y unas maderas. Tenía puesto un camisón blanco que le quedaba bastante corto, justo por debajo de las rodillas, debido a que Lizzy era más baja que su prima, y al no llevar medias, la piel desnuda de sus piernas y sus pies quedaban expuestos, componiendo una deliciosa visión. No sabía si era porque la situación lo había golpeado con fuerza, dejándolo débil y vulnerable, pero se sentía como un canalla miserable por estar comiéndose con los ojos a la joven, cuando antes le hubiese importado poco aprovecharse de la situación para mirar la belleza que tenía en frente.

No se reconocía a sí mismo, pues como un hombre amedrentado y culpable, apartó la vista del escote abierto del camisón y la cubrió suavemente con una manta. Suspirando, se sentó junto a la cama mientras oía a su hermana alejarse en compañía del médico.

—Vaya… al parecer, no eres un patán completo —dijo, en un murmullo débil, Emily.

Sebastien alzó la mirada, que estaba puesta en la mano que sostenía entre las suyas, y la encontró despierta, mirándolo con una ceja alzada.

¡Emily, despertaste! —murmuró sorprendido, soltando su mano rápidamente, como si de un tesón ardiente se tratara.

—Me ha despertado un… un lacerante dolor en mi costado —respondió con dificultad, su cara continuaba pálida.

—Sí, tienes tres costillas lastimadas y el tobillo derecho también —contestó el conde, señalando su lado izquierdo, donde ella había apoyado sus manos a la vez que dejaba escapar un quejido con cada inspiración.

—Oh, diablos… —soltó Emily en un graznido, alzando un poco la cabeza para ver su tobillo inmovilizado, pero el dolor del corte en su cabeza la obligó a recostarse de nuevo.

—No te muevas, tienes puntos en la cabeza —le advirtió al ver el gesto irritado y frustrado que ella esbozaba con sus ojos cerrados—. Parece que tus días de fugitiva han quedado definitivamente atrás —continuó con sequedad, y obtuvo como respuesta el silencio y una mirada fulminante de parte de ella, que él correspondió levantado una ceja, desafiante.

—Si no te importa, milord, quiero descansar —le echó Emily furiosa y señaló la puerta, queriendo aparentar frialdad, a pesar de que se veía adolorida.

—Bien, me iré y mandaré una doncella con láudano para tu dolor —se rindió el conde, dirigiéndose a la salida con desgana.

Al llegar a la puerta, giró y la miró penetrantemente.

—Una cosa más, mi dama negra. Aprovecha y descansa todo lo que puedas, porque en cuanto te recuperes, tendrás que explicar muchas cosas, empezando por la locura que cometiste lanzándote colgada de las sábanas. Y después… después, tú y yo nos casaremos —sentenció, con tono peligroso e inflexible. Y con la última imagen de una Emily azorada y acongojada, abandonó la habitación.