N° 32: No enamorarse es un desafío difícil de lograr cuando el corazón vacila entre el inquebrantable deseo de entregar y la endeble razón de escatimar.
Capítulo treinta y dos del libro Reglas para no enamorarse
El grito de angustia que emitió Jeremy resonó con brutal intensidad por todo el despacho del conde.
—No puede ser, no. No puede ser. ¿Estás seguro, hijo? —balbuceó, desencajado, el marqués.
—Sí, lo estoy. Recuerda que visitaba con frecuencia la mansión de los Asher. Cada verano, Margaret viajaba a ver a su hermano. Lizzy y yo la acompañábamos para visitar a Emily, antes de viajar a Francia —contestó, con tono lúgubre y la mirada aturdida, Sebastien.
—Pues tiene sentido. Usted le dio el anillo a la esposa del Diablo y este se vengó haciéndolo aparecer en un cadáver e involucrándolo en su red de contrabando y espionaje, acusándolo de los asesinatos. Y con su coartada de demencia, se aseguró de librarse de cualquier culpa —adivinó Ethan mirando a William, reclinándose en su silla hacia adelante.
—Coincido, pero lo que no entiendo es el motivo que lo llevó a secuestrar a su esposa y a su propio hijo y, para rematar, lastimar a Emily —caviló Sebastien confundido, tapándose el rostro con las manos.
—Y por qué tanto empeño en destruirlo. Por lo que usted nos contó, fue un viejo amor el que vivió con lady Asher. No comprendo cuál es la razón por la que se ensañó tanto con Sebastien, su esposa y hasta con Lizzy y conmigo —agregó Nicholas, clavando los ojos en su suegro.
—Los celos, el odio, el resentimiento —enumeró su padre, desviando la vista de Jeremy a su hijo. Su mirada gris estaba abatida y atormentada.
—Es evidente que nos está faltando una parte de la historia, milord. Las respuestas están en esa relación de hace veintiséis años, y también la clave para llegar al final —dijo Steven, alzando las cejas hacia el hombre mayor.
—Será mejor que hables, padre, mi esposa y la vida de la mujer que un día amaste dependen de ti ahora —ordenó Bastien a su padre, que tragó saliva y después asintió en respuesta.
Hacía mucho tiempo que Emily no visitaba la mansión que su padre tenía en Londres, exactamente, unos seis años. Desde que había desaparecido su madre y su padre enfermado y tomado como residencia permanente la casa de Sussex, ella se había hospedado en casa de su tía Margaret cada vez que frecuentaba la ciudad. Se encontraba sentada en el comedor matutino esperando al marqués, quien se había ausentado unos minutos, para almorzar juntos. Una vez respuesta de la increíble sorpresa que le había provocado encontrase con su padre en Londres, Emily recordó que Caleb no estaba al tanto de que su esposa estaba viva. Por eso, aceptó rápidamente su invitación a comer, tenía que contarle todo, pero tenía mucho miedo de que, al enterarse de las novedades y, sobre todo, de que su madre estaba secuestrada, él se impresionara demasiado, volviera a colapsar y perdiera su reciente cordura otra vez.
—Veo que ya te has puesto cómoda —comento él desde la puerta, lo que la hizo sobresaltar, pues se había sumergido tanto en sus cavilaciones que no lo oyó entrar.
—Eh, sí. Lo siento, me cansé de permanecer en pie —se excusó ella, correspondiendo a la cálida sonrisa de su progenitor.
—No hay problema, ¿gustas tomar algo mientras llega la comida? —le ofreció Caleb con amabilidad, adentrándose en la estancia y depositando un periódico en la larga mesa.
—Claro, un poco de clarete me vendría bien para aplacar este calor —aceptó, gustosa, ella, y su padre se dirigió al aparador que estaba ubicado detrás suyo.
La atención de Emily se desvió al diario en la mesa y, con un dedo, lo acercó hacia la punta donde se había sentado. Con curiosidad, leyó el título destacado:
EL ASESINO DE MAYFAIR SQUARE VUELVE A ATACAR
Recientemente se ha hallado el cadáver de un hombre, de alrededor de cuarenta años, asesinado con el mismo método que el afamado asesino usaba. El cuerpo fue encontrado flotando en las aguas del Támesis y, además, se conoció que…
—¿Sabes?, no tuve la oportunidad de felicitarte por tu reciente matrimonio, hija —interrumpió él su lectura, aunque su mirada no se apartó del papel, estaba impactada por lo que había leído.
—Oh… Sí, lo siento. Supongo que te enteraste por la gaceta de sociedad —dijo ella, sintiéndose culpable por no haber pensado en comunicarle del casamiento.
—Así es. Confieso que me quedé anonadado con la noticia. Creí que las cosas no habían terminado bien entre el conde de Gauss y tú —siguió Caleb, y se oyó el sonido del líquido siendo vertido en los vasos.
—Sí, verás, es una historia muy larga, padre —contestó Emily, oyendo los pasos de él acercándose.
—Lo suponía, pero ¿sabes qué, hija querida? Tiempo es lo que sobrará en donde pienso mandarte —refutó el marqués, y no fue tanto lo que dijo, sino el tono duro y escalofriante que usó lo que la hizo estremecerse y voltear hacia atrás.
Su grito de terror y sorpresa fue amortiguado por el pañuelo que su padre apretó contra su nariz y su boca. Desesperada, Emily lanzó sus brazos hacia atrás y lo golpeó con todas sus fuerzas. Pero fue en vano, el agarre del marqués se intensificó y, con el brazo libre, aprisionó su cuerpo, que se sacudía en la silla con violencia, inmovilizando las manos que trataban de rasguñar su cara. Ella buscó aire y libertad hasta que los pulmones le ardieron y la visión se le nubló por la falta de oxígeno, sofocándose ante el fuerte hedor que sus fosas nasales absorbían. Sus extremidades se aflojaron lentamente y, antes de que sus ojos se cerrasen del todo, vio entrar al lugar la figura de un hombre fornido, su cara estaba cubierta de cicatrices, y su cerebro, que estaba a punto de apagarse, lo reconoció de inmediato. Era el ayuda de cámara de su padre y el hombre que la había asfixiado aquella tarde en la cabaña.
Su padre… su propio padre era el monstruo que había destruido su vida, era… el Diablo. Con ese último y devastador pensamiento, la oscuridad la envolvió.
—Conocí a lady Asher, en ese tiempo, Amanda Timorton, la noche de su presentación en sociedad. Por ese entonces, yo era un joven de veintiséis años que no frecuentaba demasiado los eventos sociales, puesto que, como hijo segundo, no tenía la presión de adquirir matrimonio y ya tenía la mente enfocada en mi carrera política. No obstante, fue vernos y prendarnos uno del otro en un instante —comenzó a relatar el marqués de Arden con los ojos perdidos en un punto lejano.
—¿Y dónde entra Asher en la ecuación? —lo interrogó Sebastien, asintiendo a la pregunta que Jeremy le hacía con la mirada desde el rincón en donde se había refugiado desde que la verdadera identidad del Diablo les había explotado en la cara.
—Como bien sabes, mi hermano mayor se casó con Margaret Asher, y fue a través de ella que conocí a Caleb. Él ya era marqués, pero no tenía muchos amigos por ser un joven bastante retraído. Ben, tu tío, me pidió que lo incluyera en mi grupo, y yo accedí para no hacerle el feo a mi hermano. Pero con el paso del tiempo, Caleb y yo nos hicimos íntimos —explicó William, apretando la mandíbula al nombrar al hermano menor de su cuñada.
—¿Y cuándo comenzó el conflicto entre ustedes? —inquirió Nicholas, tan ansioso como él mismo.
—La misma noche en que conocí a su hoy esposa. Resulta que yo había asistido a ese baile por insistencia de Caleb, quien estaba interesado en una de las debutantes, pero no se animaba a acercarse. La casualidad, o el destino, quisieron que esa dama fuese la misma joven que me cautivó con solo una mirada —contestó su padre, lo que provocó que todos contuviesen el aliento.
—Y qué sucedió, ¿se enfrentaron por la dama? —aventuró Hamilton intrigado.
—No esa noche. Yo me sentí culpable, a pesar de que ellos no habían cruzado palabra todavía, e intenté ser leal a nuestra amistad y mantenerme lejos de la tentación. Sin embargo, Caleb no cesó en sus ruegos para que me acercase a la muchacha y se la presentara, debido a que Amanda era amiga de la hermana de un buen amigo.
—Y se enamoraron… —acotó Riverdan con sequedad.
—Sí. Mantuvimos el cortejo en secreto, no solo por mi amistad con Caleb, también porque ella era la única hija de un poderoso hombre que no tenía título, pero sí una gran fortuna y estaba obsesionado con escalar en el escalafón social —siguió el marqués, asintiendo ante la conjetura del duque.
—Y no le permitiría casarse contigo porque tú solo eras un hijo segundo. El heredero era el tío Ben y ya estaba casado con tía Margaret —acotó Bastien, comenzando a enlazar todos los cabos sueltos.
—Exacto, teníamos pensado fugarnos para casarnos en Gretna Green. Por eso, le entregué mi anillo y acordamos escaparnos la última semana de la temporada. Yo había juntado todo el dinero posible jugando a las cartas y de lo que pude ahorrar de mi mesada, y decidí que lo haríamos la noche de la última velada a la que la gran masa aristócrata asistiría. Amanda fingiría acudir a la fiesta y, antes de entrar, abordaría un carruaje en donde yo la estaría esperando junto al equipaje que habíamos ido sacando a escondidas de nuestros hogares —contó Arden, con la vista enfocada en sus manos temblorosas.
—Mas el plan falló —dedujo Nicholas.
—Ella nunca llegó. Pasé la noche en vela, aguardando tener noticias suyas. Hasta que… al otro día, el rumor de que se había anunciado un compromiso en ese baile llegó a mis oídos —continuó su padre, levantado la cabeza y enlazando la mirada con la de su aturdido hijo.
—Y ese enlace era el de los padres de Emily —dijo, sin aliento, Sebastien.
—Así es. Caleb había concertado varias citas con el padre de Amanda y este le había concedido su mano, obviamente, extasiado por casar a su hija con un marqués —afirmó William con evidente amargura.
—Pero ¿no habló usted con lady Asher, no le pidió explicaciones? —preguntó Ethan, tan alucinado por la historia como los demás.
—No hizo falta. Solo unos días después, la misma Amanda me envió una carta en la que me informaba de sus nupcias y me decía que no quería volver a saber de mí. Creo que se dio cuenta de que le atraía más la posibilidad de ser marquesa que casarse con un hombre sin título ni fortuna propia —respondió, con acritud, el marqués.
—Es evidente que nunca imaginó que solo un año después el tío Ben fallecería de fiebre y tú te convertirías en el marqués de Arden —ironizó Bastien, pensando que entendía la profunda amargura en la que había vivido inmerso su padre todos esos años, amando a una mujer que lo había engañado y casado con alguien a quien no amaba y quien le había dado hijos que no deseaba.
Lo comprendía muy bien porque había sentido el mismo indescriptible dolor que causaba saberse traicionado por la mujer amada y por la que darías todo sin dudarlo. Sebastien había experimentado ese vacío y frío en carne propia, y su existencia se había convertido en una auténtica pesadilla. Vivía y respiraba solo para maldecir cada minuto que pensaba y sufría añorando ese amor y torturándose al ser incapaz de arrancar el sentimiento de anhelo y necesidad de su interior.
Pero gracias a Dios, la vida le había dado una segunda oportunidad, su historia no se repetiría, ni acabaría de la manera trágica en la que había terminado la de su padre. No si de él dependía, y no sin luchar por conservar esa dicha y ese amor hasta las últimas consecuencias.
Haría hasta lo imposible por tener un poco más de esa felicidad que solo en brazos de Emily sentía y lo haría sin vacilar, sin temer y sin escatimar nada, incluso su propia vida. Ningún desafío era lo suficientemente difícil para lograr que él rompiese su promesa de amor otra vez, ninguno. Su amor por ella superaba todos los obstáculos y reducía su razón al inquebrantable deseo de amar y proteger a Emily con cada parte de su ser.
—¿A dónde vas, hijo? —preguntó, desconcertado, el marqués cuando lo vio ponerse de pie repentinamente.
—A buscar al bastardo que me quiere alejar de mi mujer —anunció, con voz firme e implacable, Bastien, sin detener su marcha, sin mirar atrás.