EPILOGO

Ponme como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo; porque fuerte es como la muerte el amor; sus brasas son brasas de fuego, fuerte llama.

Cantares 8:6

Epílogo del libro Reglas para no enamorarse

Seis meses después

Nueva Granada

El atardecer pintaba de múltiples colores el firmamento, el mar azul se extendía tan lejos que a Emily le parecía interminable, como si se hiciese uno con el cielo. Las olas golpeaban la orilla, y el sol acariciaba su piel con suavidad. La isla era un lugar magnífico, un paisaje que nunca creyó conocer. La arena, el mar y los lugareños que servían de guías y sirvientes eran algo soñado.

En aquella porción de tierra tan lejos de casa, había hallado por primera vez paz. Cuando todo había terminado, la búsqueda de su madre, la venganza en contra del hombre que arruinó sus vidas, sintió la necesidad de partir lejos, de tomar distancia para poder sanar, para intentar olvidar y perdonar. Y no se arrepentía, estar allí le hacía bien, la soledad y la calma de aquel sitio le aquietaban el alma. Y había comenzado a dormir sin tener horribles pesadillas. Sueños en los que volvía a vivir una y otra vez lo sucedido en ese buque, pero siempre el final era el mismo, su esposo moría y ella se hundía con él.

—Sí, hice bien en venir a este lugar —pensó ella en voz alta, cerrando los ojos y aspirando profundamente el aire marino, apretando contra su corazón el colgante de plata, ese que hacía tantos años le había dado a su conde para que recordase siempre su promesa de amor.

—De todos los lugares en los que he estado, el mejor fue, es y será a tu lado —intervino una voz cálida y grave.

Emily se sobresaltó y abrió los párpados.

Era él, estaba vestido como en su último sueño, con una camisa blanca y unas calzas color piel. Pero no llevaba las botas, sino que sus pies descalzos se hundían en la arena. Lo que más destacaba en él era su piel tostada, su preciosa sonrisa y el brillo especial que tenían sus ojos violetas. Era tan bello, tan irreal.

—¡Bastien!, regresaste pronto —respondió ella, desplazándose hacia un costado para hacerle sitio a su lado.

—Sí, fuimos en embarcación hasta la ciudad y, además de las provisiones, ¡mira lo que traje! Llegó a la dirección postal de Cartagena de Indias hace una semana, pero tiene fecha de envío de hace dos meses —le explicó su esposo, sentándose y extendiéndole un sobre blanco que estaba bastante manchado.

—¡Es de Lizzy! —chilló, contenta, Em y procedió a abrirla y a leer con ansiedad.

Querida Emily:

Espero que tú y mi hermano estén disfrutando de su viaje de novios. Ansío tener noticias suyas y saber más de esa exótica tierra. Por aquí, en la aburrida Inglaterra (no le digas a mi esposo que dije eso) todo sigue bien. Mi panza está creciendo tanto, que a veces creo que voy a salir volando, como esos globos inmensos. El duque dice que será una niña con mis ojos y mi cabello, y yo, por supuesto, digo que será un precioso niño, de ojos azules y pelo oscuro. ¡Pero mi marido no me escucha y, cuando besa mi estómago, llama al bebé dulce Arabella! ¿Puedes creérmelo? Aunque el nombre me gusta, nunca le confesaré ese hecho. Por otro lado, Clarissa y el conde han estado muy ocupados con la presentación en sociedad de las hermanas de Steven. Y con la temporada casi llegando a su fin, no nos hemos dejado de sorprender. Lady Daisy está comprometida, pero las otras dos resultaron un dolor de cabeza para el conde. Eso sí, nada le quita su legendaria sonrisa del rostro desde que Clarissa anunció que está embarazada. Así que ya verás, por aquí todo es algarabía. Incluso mi padre parece contento y acompaña a tu hermano y a tu madre a muchas de las veladas sociales. Nick y el marqués están apadrinando a Jeremy, y él parece estar llevándolo bien, sobre todo desde que mi cuñado Andrew volvió de su viaje y se hicieron buenos amigos. Bueno, prima, he de despedirme, esperaré con ansias tu respuesta. Aunque, por lo que me dijiste en tu última misiva, puede que te vea antes de que esta carta llegue. Hasta entonces, hermana, dale un fuerte abrazo a mi adorado hermano de mi parte.

Los extraña, Lizzy. (Muy embarazada duquesa de Stanton)

Emily rio a carcajadas mientras leía y, a su lado, Bastien sonrió divertido por las ocurrencias de su hermana menor. Su marido le acarició con una mano su mejilla y, después, pasó los dedos por su cabello negro suelto.

—Tan preciosa… cada vez que te veo, me sorprendo nuevamente de tu belleza. Cada vez que me voy y regreso, tu visión me vuelve a cautivar, a hechizar por completo —susurró en su oído derecho, haciéndola estremecer y dejar caer la carta olvidada.

—Oh, Bastien… no tienes idea de lo feliz que me haces. Cada día le doy gracias a Dios por permitirnos estar juntos. Tú eres mi razón de ser, eres mi fortaleza y también mi debilidad. Si hubieses muerto en ese barco, si no hubieses despertado, reaccionado y sobrevivido a ese disparo, yo hubiese muerto contigo —confesó Emily angustiada, poniendo su mano en su pecho, donde siempre estaría la cicatriz que le recordaría lo que la maldad de su padre le quiso arrebatar, pero la fe en Dios le devolvió.

Sebastien la levantó de la piedra y la sentó sobre su regazo.

—Escucha, mi dulce dama, esta herida solo es un recuerdo. Es la marca que no nos dejará olvidar el amor que nos profesamos y que nos mantuvo vivos en el infierno que significó estar separados. Nuestro amor perduró pese a todo el daño y se hizo más fuerte. Te amo más allá de cualquier límite que un hombre pueda imaginar. Y aquí, en mi pecho, llevo puesto el sello de ese inquebrantable amor eterno —le dijo, con solemnidad, él, levantando su barbilla para que lo mirase.

Emily pegó sus frentes y la emoción embargó su ser por completo. El milagro que tanto había pedido se había hecho realidad. A pesar de la cruenta batalla que el destino les había interpuesto, su amor había salido airoso y victorioso.

—Te amo… te amo, príncipe. Eres mi dulce renacer después de una larga noche de sufrimiento. Tú eres el amanecer que ilumina mi vida con su luz sanadora y mágica —susurró con sus ojos verdes brillando de felicidad y su boca pegada a la de su esposo.

—Y así será por la eternidad. Recuerda que prometí amarte hasta mi último día y que no volvería a apartarme de tu lado, te dije que siempre volvería a ti y pienso cumplirlo —aseguró él con voz ronca, y bajó la cabeza para besarla.

—Las promesas pueden romperse, ¿es que no lo sabes? —lo provocó, juguetona, ella, esquivando su beso.

—En el pasado lo he hecho, pero nunca lo volveré a hacer porque tú eres mi promesa, la única importante —repuso Sebastien, y tomó su boca con arrolladora pasión.

Sus labios se unieron para sellar esa sagrada y dulce promesa. Sus cuerpos se acariciaron con necesidad y mutua entrega, dos corazones abandonados a la pasión. En cada rose, sus almas se unieron, libres del pasado que los había atormentado, libres del rencor y el resentimiento, atados por la vida que les brindó el perdón. Se amaron con intensidad, locura y desenfreno. Sin prisa, reglas, ni impedimentos. Rodeados de la inmensidad azul y del sonido de las olas, sellaron con ese acto la promesa de un mañana. La promesa de un amor ilimitado, invencible, inmortal.

El destino les había terminado por enseñar una lección, más valiosa que una decena de reglas para no amar: El amor es la fuerza más grande del mundo, te hace subir al cielo cuando eres correspondido y bajar al infierno cuando te traicionan. El amor, cuando es verdadero, es incapaz de sentir odio, de lastimar, de ser egoísta. El amor es la esperanza que nos sostiene. Es como la fuerte llama de una brasa ardiente, poderoso y duradero.

El amor… es para siempre.

Yo soy de mi amado, y mi amado es mío.

Cantares 2:6