N° 1: Nunca dejes que un impulso nuble tu razón.
Capítulo uno del libro Reglas para no enamorarse
El bullicio del lugar lo recibió ni bien traspasó las puertas. Solo al verlo entrar, una de las mujeres escasamente vestidas se acercó a él y lo guio a una mesa. Una vez sentado y con la bebida en mano, se dedicó a examinar el sitio. Aquel club era uno de lo más selectos de Londres, ubicado en la periferia entre la zona más adinerada y el East End, el sector marginal londinense.
La clientela que accedía a Place Club, debía cumplir requisitos específicos. Guardar discreción absoluta y tener un alto nivel adquisitivo. Las apuestas que allí se daban no eran para cualquiera, pues la mercancía que ofrecían era lo más exclusivo del mercado.
El animador anunció que esa noche se exhibirían nuevas mujeres, y la clientela gritó de regocijo. En otro momento, a él le podría haber interesado aquella información, pero no en ese preciso instante. No estaba allí para sucumbir a sus deseos más bajos, como sí lo había hecho en numerosas ocasiones.
«No». En aquel instante, estaba frustrado y molesto como el infierno.
Dos meses, ¡dos malditos meses!, y no tenía nada.
Ninguna pista, ni un solo rastro. Tampoco una maldita idea sobre dónde buscarla. Se sentía como un completo imbécil. Solo unas semanas atrás la había tenido a un paso de distancia, bajo el mismo techo inclusive. Y no se había percatado, no la había reconocido. Luego, se le había prácticamente escurrido entre los dedos, en medio de Vauxhall Garden.
Cuando su tía, lady Asthon, recurrió desesperada a él, no pudo negarle la ayuda que le solicitaba. Después de todo, la muchacha era la poca familia que la anciana tenía, y por eso entendía su desesperación al no dar con la hija de su único hermano. Aunque si hubiera sido por él, no habría movido un solo dedo para buscar a su prima política.
Detestaba a esa mujer con todas las fuerzas de su alma, pero no podía ignorar el sufrimiento de la esposa de su difunto tío paterno, solo por eso había accedido a ir tras ella en primera instancia. Sin embargo, con el paso de las semanas, la búsqueda infructuosa y los constantes esquinazos que le daba, habían convertido su intento de dar con Emily en un reto personal. La última vez, ella se había aparecido en la casa de su hermana, disfrazada para evitar ser reconocida, y tras aportar un dato muy valioso que ayudó a encontrar a la cuñada de su hermana, que había sido secuestrada, volvió a desaparecer, frustrando de nuevo su intención de encontrarla, pues no dio cuenta de su identidad hasta que fue demasiado tarde.
Hallarla se había convertido en un desafío para él, y no se detendría hasta encontrarla. Emily Asher había terminado por transformarse en su obsesión… otra vez.
El animador anunció la próxima subasta, y a regañadientes, Sebastien miró hacia el pequeño escenario.
«Maldición, no estoy de humor para esto. Más le vale al tipo que me dio la información, que una mujer extraña había solicitado trabajar aquí, no haberme mentido», pensó rabioso, mirando a la mujer arrodillada en el centro de la tarima.
La iluminación era tenue en la zona de las mesas, no así en la plataforma donde aquella mujer parecía resplandecer. Una música afrodisíaca comenzó a sonar y ese pareció ser el pie que ella esperaba para empezar su coreografía.
Su abundante melena negra cayó hacia atrás cuando levantó la cabeza, lentamente. Arqueó la espalda hasta apoyarse en sus piernas dobladas, dejando a la vista unos preciosos senos enfundados en un corsé negro.
Todo alrededor de Sebastien desapareció mientras se dejaba absorber por aquella exquisita visión. La boca se le hizo agua al verla enderezarse y abrir sensualmente sus largas piernas. Su organismo entero se tensó de deseo y cruda lujuria cuando la joven se puso en pie y, caminando hacia el frente del escenario, se detuvo en una erótica pose final.
El silencio en el salón fue aplastante y, a continuación, el caos se desató. Pero Sebastien solo tenía ojos para la subyugante mujer erguida orgullosamente en el escenario.
Un impulso de frenética necesidad lo invadió y la urgencia de tenerla se apoderó de él, llevándolo al borde de la locura al percatarse de que no era el único que la codiciaba, hundiéndolo en un imprevisible torrente de posesividad y pertenencia. Y solo unos minutos después, se encontraba tirando de su delicada mano, reclamándola como suya.
La joven se quedó inmóvil en sus brazos, y luego sus ojos encontraron los suyos. No podía distinguir su color, pues la profundidad del antifaz que llevaba no se lo permitía. Aun así, la intensidad que percibió en su mirada causó que algo en su interior vibrara y se estremeciera.
La Dama Negra contuvo el aliento, luego, pareció reaccionar porque se removió entre sus brazos para que la bajara. El conde la depositó en el suelo, pero continuó sosteniendo su brazo.
Ella hizo ademán de alejarse, pero él no se lo permitió.
—¿A dónde crees que vas? Debes complacerme esta noche —le dijo él con tono autoritario.
—Lo sé, solo quiero ir por mi abrigo —respondió con tono sumiso, alzando un poco la voz, pues el siguiente número se desarrollaba en el escenario.
—Eso no será necesario. Vendrás conmigo y yo te proporcionaré todo —rebatió Sebastien secamente y, sin esperar su aprobación, tiró de ella hacia la salida.
Al llegar a la puerta, se quitó su saco y la tapó con él. La prenda le quedaba enorme. Si bien ella era de estatura promedio, él superaba el metro ochenta y cinco, y su contextura era grande y musculosa.
La joven volteó, mirando a su alrededor, y su actitud se tornó nerviosa y temerosa. Sebastien lo achacó al hecho de que tal vez no tuviese mucha experiencia o de que fuese su debut en aquello.
Su carruaje no tardó en estacionarse frente a ellos, la ayudó a subir rápidamente y la siguió al interior del vehículo. En el trayecto, ambos permanecieron en silencio, la oscuridad del coche no le facilitaba verla, pero la tensión se palpaba en el ambiente. Su embriagador perfume lo estaba enloqueciendo, y su cercanía lo tentaba.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, y su voz sonó ronca.
—No puedo decirle, mi señor —contestó ella, luego de una pausa.
—¿Por qué? Debo llamarte de algún modo. Tú puedes decirme Sebastien, o Gauss si así lo prefieres. ¿Cómo te llamaré yo? —insistió él, más intrigado a cada minuto.
—Simplemente, Dama Negra —respondió finalmente, cuando el conde comenzaba a creer que no lo haría.
—Eso suena demasiado extraño. Te diré «mi dama». Después de todo, esta noche serás solo mía —adujo con voz seductora, justo cuando el carruaje frenaba con una sacudida.
La mujer no contestó, sino que se limitó a seguirlo en silencio. La guio por la entrada y la escalera de su casa, agradeciendo mentalmente el que su mayordomo cumpliera su orden y no lo esperara despierto. Una vez en la puerta de su habitación, la invitó a ingresar con un ademán y la siguió.
La Dama Negra caminó hacia el centro de la alcoba y, con solo una vela alumbrándola, se giró hacia él. Su postura denotaba tensión, nerviosismo y aprensión, lo que solo acrecentaba la palpitante y brutal necesidad que él sentía por ella. Su respiración comenzó a tornarse trabajosa y tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre ella y arrancarle las prendas para saciar el hambre que había despertado en él. Casi no podía refrenar el fuego que quemaba su interior y que parecía haber consumido su razón.
Avanzó un paso hacia adelante y, notando su vacilación, dijo:
—Ahora, mi dama, quítate absolutamente todo.