Capítulo 4

 

 

Jason siguió con su camino, decidió ignorar la sorpresa en los ojos de ella que eran castaños como avellanas y que resaltaban en esa piel blanca que pronto se tostaría levemente según avanzara la primavera. Desvió unos centímetros su trayectoria y avanzó hasta pasar por el lado de ella como si fuera una extraña.

—Jason. —Escuchó esa voz sin ningún rastro de altanería y le hizo detenerse al instante. Se dio media vuelta al mismo tiempo que Ana lo hacía—. Te estaba buscando… —declaró vacilante.

—Para eso existen los teléfonos —señaló con arrogancia.

Ana contó hasta diez para no responderle de mal modo.

—Es complicado… ¿Podemos conversar?

—¿Ahora quieres conversar? —replicó sintiendo que el enojo se apoderaba de su cerebro. Inspiró profundo para aplacar ese sentimiento—. Okey, conversemos —accedió. Y le dio el beneficio de la duda, uno que ella le había negado la noche anterior.

—Gracias… —Sonrió Ana con sinceridad—. ¿Podemos ir a algún lugar menos ruidoso que la Alameda?

—Iba camino a mi departamento. Si quieres podemos conversar ahí, llama a Arturo y avísale. Dale mi dirección —propuso ya más relajado. Ana era una persona desconfiada por naturaleza y había que estarle dando constantemente pruebas para que cediera.

En este caso, el mensaje implícito era «te doy mi dirección para probarte que no soy un sicópata violador y que tu padre sabe en todo momento donde estás». Mensaje que el inconsciente de Ana captó al instante y no dio a pie a conjeturas que le provocaran recelos.

—Le voy a enviar un WhatsApp mejor. —Sacó su celular de su cartera y empezó a escribir—. Mi papá está enojado conmigo y no me habla.

Jason levantó las cejas un tanto sorprendido ante aquella inesperada revelación, y cuando la atención de ella volvió hacia él, puso su mejor cara de «aquí no pasa nada».

—¿La dirección? —inquirió Ana para continuar escribiendo.

—Nataniel Cox 135, departamento 203 —respondió con un dejo de indiferencia.

—Estamos muy cerca —comentó mientras redactaba el mensaje—. Listo. —Volvió a sonreír al notar que le llegó al instante la notificación de que su padre había recibido y leído el mensaje. Pero sin respuesta. Arturo seguía con su ley del hielo, de todos modos, tan solo el hecho de saber que su padre no la ignoraba del todo la animaba a continuar—. ¿Vamos?

—Vamos.

Enfilaron sus pasos rumbo al edificio donde vivía Jason. Lo hicieron en silencio, Ana no quería rellenarlo con conversación insustancial. Tampoco quería escucharlo demasiado, su voz la ponía nerviosa. Era una estupidez, lo sabía, pero no estaba acostumbrada a oír ese tono de voz, profundo, lento, mesurado. Como si Jason se tomara todo el tiempo del mundo para pensar cada palabra que salía de su boca. Esa maldita boca, se sentía hasta infiel con tan solo mirar esos labios que eran perfectos. Cada veinte segundos se reprendía por tener esos pensamientos tan ajenos a su voluntad.

Ella no era así, no se fijaba en los hombres, nadie le llamaba la atención salvo Joaquín.

Su novio.

Su novio por los últimos siete años.

Y que al parecer, nunca iban a dar el último gran paso.

Y ahí estaba de nuevo el miedo a ser tentada. Y ni siquiera el hombre en cuestión tenía la intención de hacerlo. No la miraba de un modo prometedor, ni jugaba con las palabras, ni se movía como pantera para provocarla. Nada, era una blanca paloma.

Entraron al edificio, Jason saludó al conserje y subió por las escaleras. Vivía en un segundo piso, no había razón de usar el ascensor. En tan solo segundos ya estaban frente a la puerta del departamento que él abría.

—Las damas primero —invitó con un gesto.

—Gracias.

Era un departamento sencillo. Un recibidor coronado con un florero rebosante de lirios blancos daba la bienvenida con su particular aroma. Ese detalle la sorprendió, se preguntó qué clase de hombre tiene flores en su santuario masculino. Una fugaz punzada de decepción se hizo presente al pensar que posiblemente él era homosexual. Ajeno a las elucubraciones de Ana, Jason dejó las llaves y su billetera con indolencia al lado del florero.

Ana se internó en el hogar de ese hombre tan singular. A mano derecha había una pequeña cocina americana muy bien equipada y funcional, con taburetes del otro lado del mesón. Todo era un espacio abierto, menos el baño y los dormitorios. A simple vista, podía verse la sala de estar donde había un gran y mullido sofá azul cobalto, un mueble de madera caoba donde reinaba una enorme pantalla LED, y a cada lado de este centro de entretenimiento, un par de estanterías largas y angostas abarrotadas de libros, el amoblado terminaba con una mesita de centro a juego donde estaban los libros que él había comprado el día anterior.

Sin embargo, la atención de Ana se fue directa a las blancas murallas que estaban salpicadas por cuadros de animación japonesa enmarcados como si fueran joyas artísticas. Y sí lo eran en cierto modo, colores vibrantes, imágenes casi con movimiento. Abarcaban diferentes temáticas y estilos: deportivas, de robots, samuráis, monstruos y luchadores de artes marciales.

Jason tenía alma de niño, sin duda alguna. Las piezas graficas eran exhibidas con orgullo.

—¿Deseas algo para beber? ¿Un té, café, jugo? —ofreció Jason llamando su atención desde la cocina americana.

—Un té, por favor… Interesante decoración. —Ana no pudo evitar hacer el comentario respecto a las inusuales piezas de arte.

—Me gustan, aunque digan que son solo para niños. Siempre tienen un mensaje, una enseñanza… Como todo en la vida —respondió distraído al tiempo que ponía hervir el agua y ponía un par de tazones. Estaba relajado, en su terreno, podía dejar a un lado su sensación de tener que estar a la defensiva frente a esa mujer.

Ana tomó asiento en uno de los taburetes y comenzó a tamborilear con sus uñas sobre la cubierta del mesón, luego dejó de hacerlo bruscamente cuando Jason le dio la espalda buscando, quizás, qué cosa en la despensa que estaba frente a ella. Ana hubiera podido jurar que vio cada músculo moverse mientras él se estiraba y se formaba el triángulo invertido de la muerte. Ese mismo que aparecía en cada novela romántica o erótica que leía a escondidas de su novio, y que sus amigas del grupo de WhatsApp soñaban con ver en un hombre real en vivo, en directo, en ultra mega alta definición y a escasos metros —exceptuando a los bailarines exóticos de los locales que algunas de ellas frecuentaban—.

Entornó los ojos con fuerza, «enfócate, Ana, enfócate. Resuelve el entuerto que dejaste y lárgate», pensaba una y otra vez como si se tratara de alguna plegaria.

—¿Ceylán, verde, berries, naranja maracuyá? —Jason volvió a ofrecer. Ana alzó las cejas, pensando en que realmente él era gay. Los hombres apenas tomaban una clase de té, Ceylán.

—Voy a probar el de naranja maracuyá.

—Debo reconocer que es rico.

Jason puso un par de bolsitas y sirvió el agua caliente. De inmediato el ambiente se impregnó del aroma de la naranja mezclada con el maracuyá, una combinación exótica, dulce.

—Gracias —dijo Ana al recibir el tazón, le echó un par de cucharadas de azúcar y revolvió. Jason hizo lo mismo.

—De nada. —Jason rodeó el mesón y se sentó al lado de Ana, acercando su tazón—… Y bien, ¿de qué quieres hablar? —preguntó y luego tomó un sorbo de té sin dejar de mirarla.

Ana suspiró y se dio ánimo, de pronto se sentía nerviosa. Tomó un poco de té y el sabor y el calor de la infusión la reconfortó.

—Antes que nada quiero pedirte disculpas por lo de ayer. Me extralimité —declaró intentando imprimir en su tono de voz lo realmente arrepentida que estaba. Muy a su pesar lo miró directo a los ojos y por un segundo se perdió en ellos, en esas vetas doradas que moteaban el iris verde.

—¿Y qué te hizo cambiar de parecer? Ayer te vi muy segura cuando dijiste que era un estafador. —A Jason le costaba claudicar. Una parte de él quería, sin más, aceptar las disculpas, pero la otra, esa que era orgullosa y rebelde deseaba castigarla por no ver más allá de las apariencias. Él no era una mala persona.

—Cometí un error, pasé a llevar la decisión de mi papá —respondió parpadeando para no evidenciar sus lágrimas que de la nada querían salir de sus ojos. Tosió para aclarar su garganta y deshacer ese nudo que atrapaba su voz—. Después de que te fuiste, mi papá me explicó de qué se trataba el acuerdo del 20%... —Se quedó unos segundos en silencio y no pudo evitar preguntar—: ¿De verdad pretendes invertir en la librería?

—Por supuesto, ya le dije a tu padre, una librería no debe morir —confirmó seguro, porque así lo creía de verdad.

Sin embargo, esa pregunta no era la única que tenía. Ana deseaba saberlo todo. Si ese hombre iba a estar presente en su vida, era lo mínimo, confiar en él y en su trabajo.

—Y si no es mucha la indiscreción, ¿cómo le harás para vivir un año sin recibir ningún pago por el trabajo que ofreces? —interrogó lo que más le causaba incredulidad acerca del altruismo de Jason.

—Es una pregunta muy buena, pero es muy personal —respondió alzando levemente una ceja, le causaba gracia la pregunta que evidenciaba las reticencias de Ana—. Sin embargo y como prueba de mi honestidad, puedo decir que me puedo permitir hacer eso. Tu padre no es mi único cliente. Los otros casos que veo son fáciles de resolver —aseguró impasible.

—Bueno, supongo que es así, no conozco de cerca el rubro de la investigación privada —razonó en voz alta, aceptando las explicaciones de Jason.

—Es usted muy suspicaz, señorita Ana. Pero creo que es más natural y sabio desconfiar en una primera instancia. —Una leve sonrisa se dibujó en sus labios al notar que ella cedía—. De todas formas, disculpas aceptadas.

—Entonces empecemos de cero, Jason Holt. —Extendió su mano derecha para cerrar el trato.

—Hecho, Ana Medina —aceptó estrechando la mano de ella. El apretón fue breve y firme, pero cargado de significado para ambos.

—¿Y qué fue lo que investigaste? —interrogó más relajada y más abierta. Tomó un poco más de té que ya estaba empezando a tener una temperatura perfecta.

Jason también hizo lo mismo. Era hora de trabajar.

—Bien, tu padre me puso en antecedentes de los lugares y horas en que fueron asaltados cada uno de ustedes. —Jason comenzó con su relato, el tono de voz que usaba era el de un profesional, no había vacilación ni nerviosismo. Él era la seguridad personificada—. Visité cada sitio con el fin de verificar si había cámaras de seguridad privada, municipal o de carabineros. Descubrí que al menos hay de privados. El sujeto (suponiendo que es solo uno) se tomó la molestia de hacer los asaltos en lugares muy específicos. En todo caso, estoy a la espera de que me den respuestas respecto a la existencia de registros en lo que respecta a las cámaras de privados. Como los atracos sucedieron hace un par meses atrás, dudo que posean grabaciones, al menos, del que fuiste víctima.

Ana no podía negar que estaba impresionada. No se le había ocurrido pensar en esa alternativa.

—Esperemos que tengan el registro de cuando asaltaron a Joaquín —señaló optimista—. ¿Por qué fuiste a la librería disfrazado? —interpeló con profunda curiosidad. Se lo preguntaba cada vez que lo miraba, casi no podía creer ambos hombres eran el mismo.

—Disfrazado, no es un término que usaría… Los flaites —subrayó—, no somos todos delincuentes. La mayoría de nosotros somos un producto de la misma sociedad que ha optado por apartar en la periferia a quienes tienen menos recursos. Bien lejos, donde no moleste a la vista… Si todos viviéramos juntos y revueltos la cosa sería más homogénea. La diferencia no sería tan abismal, me atrevería a decir que si fuera así no existiríamos los flaites como tal

—Hablas como si tú fueras uno de ellos, no pareces precisamente un flaite.

—Soy la prueba viviente de que se puede mejorar si se desea. Pero tampoco olvido mis raíces, sería darle la espalda a una parte importante de mi vida. Además, me sirve para mi trabajo, las personas cambian su comportamiento frente a ellos. ¿O me equivoco, dama? —preguntó socarrón usando el acento nasal de flaite.

—No lo voy a negar —admitió desconcertada, era impresionante lo natural que salía ese acento en él, era un verdadero camaleón—. Pero sigo sin entender por qué usaste ese recurso con nosotros.

—Venía de otro trabajo, estaba escoltando a otro cliente para que realizara un depósito bancario —explicó—. Los flaites, los que son delincuentes, no suelen asaltarse entre ellos. La mayoría de las veces, buscan al que es visiblemente de otro estrato social mucho más elevado, al cuico[24] que vive de Plaza Italia para arriba. Saben que una persona adinerada ante un asalto primero se va a paralizar y le facilitará la tarea. Pero ante un igual, bueno, es una ruleta rusa que es mejor no girar.

—Tiene sentido. —Ana pensó en que su padre, su novio y ella misma tenían la apariencia de ser blancos fáciles a pesar de no ser precisamente adinerados… Sobre todo Joaquín, debía reconocer que tenía la forma de hablar propia de un cuico, cuando en realidad no lo era.

—Pasé por la librería vestido y comportándome de esa manera solo como una jugarreta —reconoció—, y de pasada, necesitaba ver el funcionamiento del local como un cliente más. Si el negocio está siendo vigilado de cerca, cualquier cliente es un potencial delincuente que está tasando el local. Durante los diez minutos que estuve ahí pude calcular que vendieron al menos cien mil pesos entre el efectivo y tarjetas bancarias.

Otra vez Ana estaba impresionada, indiscutiblemente durante ese rato se recaudó una cantidad similar de dinero. Jason era muy observador… y un muy buen actor. Nunca hubiera imaginado que estaba atento a todos esos detalles mientras compraba. Sin olvidar que detectó un robo de libros y los recuperó.

—La hora de almuerzo, por lo general, es nuestra hora punta. Sobre todo en las fechas de pago —ratificó los dichos de Jason—. No todos los días vendemos esa cantidad de dinero.

—Por eso mismo, cuando se sabe cuándo es la hora punta, se puede calcular en varias visitas un valor promedio de ganancias… tal como lo hice yo.

»Una de mis hipótesis es, aparte de tener alguien dentro de la librería que esté detrás de los atracos como cómplice, es que sean blancos de alguna organización que se dedique a realizar robos de este tipo. No me sorprendería, pero tampoco descarto del todo la otra. Me queda solo un sospechoso y, aunque no les guste a ti o a tu padre, todavía tengo a tu novio en la mira.

—Pero ¿por qué una librería?, tampoco recaudamos millones y millones como cualquier otro rubro más rentable —cuestionó Ana, le parecía un tanto inverosímil ser el objetivo de alguna organización que se tomaba demasiadas molestias para robar. Era casi como una película gringa.

—Por la seguridad. Si tú fueras una ladrona, ¿le robarías al tipo que transporta grandes cantidades de dinero custodiado por una gran empresa privada de seguridad?, ¿o tener dinero constante a costa del tipo que deposita semanalmente una cantidad que puede dejarte con dinero suficiente para unos días?… Porque probablemente ustedes no serían los únicos. Muchas veces varios golpes pequeños son mejores que hacer uno enorme y de alto riesgo.

—Vaya, no lo había pensado de esa manera.

—Un asalto puede ser mala suerte, dos, puede ser una cruel casualidad, ¿pero tres? Es más que sospechoso.

—Bueno, ¿y qué haremos?

—Para eso los había citado ayer. Aparte de poner al día a tu padre acerca de mis avances, quería proponer hacer dos cosas. Primero, depositar el dinero que tienen acumulado en el local para no ser un pez más gordo, y segundo, tomar un rol más activo y hacerme pasar por un trabajador que esté reemplazando a tu padre para observar a los clientes y comprobar mis hipótesis. Quiero instalar unas cámaras ocultas también para poder tener más ojos en lugares estratégicos. Pero principalmente debo estar in situ.

In situ

La parte lógica de Ana encontraba totalmente aceptable el plan de Jason. Él no podía investigar a los clientes por unos minutos al día o fuera del local. Tenía que ser constante para poder establecer un patrón, encontrar sospechosos, y proteger los depósitos.

Pero la parte irracional, emocional, —y últimamente desquiciada— de Ana estaba aterrada. Porque ella no se movería del local, y Joaquín que ya per se siente aversión por cualquier persona que signifique una amenaza. Lo conocía, y cuando alguien le caía mal, era terrible. Ya se estaba haciendo la idea de que debería comportarse como un maldito árbitro entre ellos dos porque, evidentemente, Jason no era de los que se dejaba pasar a llevar. Eso estaba más que claro.

Y también, estaba esa vocecilla que Ana intentaba acallar, y que le gritaba que estaba en peligro. Estar tantas horas cerca de la tentación solo la iba a llevar por un camino. Uno muy malo.

Ana se envaró sin darse cuenta de que estaba haciendo ese gesto. Le ordenó a esa insidiosa vocecilla insurrecta que guardara silencio de una vez.

La vocecilla, obediente, cesó su murmullo acusador.

—¿Pasa algo malo? ¿No apruebas el plan? —interrogó Jason al percibir la súbita e inexplicable tensión de ella.

—Por supuesto que no, me parece perfecto —aseguró con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

Y al terminar de decir esas palabras, Ana no pudo evitar sentir que acababa de firmar su sentencia de muerte.