Capítulo 26

 

 

Ana llegó respirando agitada a la librería, había corrido las dos cuadras que la separaban del lugar del atraco, sentía que no podía desperdiciar ningún minuto. Su corazón latía frenético, a punto de salirse de su pecho, tanto por el esfuerzo físico como por el impacto de lo vivido tan solo unos minutos atrás.

Arturo y Carmen, en el acto, supieron que algo malo había pasado. Bastaba con ver el rostro de Ana que miraba hacia el interior sopesando si podía hablar en frente de los pocos clientes que estaban mirando libros. Arturo captó el mensaje, tosió fuerte llamando la atención y se dirigió a la puerta de la librería, y la cerró, dando vuelta el letrero de «Abierto», para volver a su lugar sin decir una palabra. Carmen a su vez se acercó a Ana y le ofreció agua fresca que ella agradeció en silencio y se la bebió casi sin respirar.

Esperaron a que los clientes se dieran por aludidos y salieran, o hicieran sus compras de una vez. Todo el ambiente se volvió tenso debido al pesado silencio.

—Que tenga buen día —despidió Carmen al último comprador y luego suspiró, salió del mesón de caja para quedarse al lado de Arturo. Miró fijo a Ana y esperó junto a él a que ella dijera algo.

—Acaban de asaltar a Jason.

Carmen ahogó un grito y se llevó la mano al pecho, Arturo no dijo nada y como acto reflejo la abrazó para tranquilizarla, esperó a que Ana hablara, las preguntas que llenaban su cabeza las iba a hacer en cuanto ella terminara. De haberle pasado algo más grave a Jason, Ana estaría en un estado mucho más alterado.

—Adiviné qué camino iba a tomar, corrí hasta casi alcanzarlo, y cuando lo hice, un tipo le estaba apuntando con un arma en el pecho —relató—. No me atreví… no pude moverme e intervenir… Y aunque hubiera podido, habría sido estúpido de mi parte. —Dejó de hablar por unos segundos, las sensaciones estaban todavía frescas en su corazón, sentía que se le encogía nuevamente—. Pero el tipo al mirar a Jason titubeó y él aprovechó para desarmarlo, te juro que apenas vi cómo lo hizo, en menos de un segundo el arma apuntaba hacia otra parte y le tenía la muñeca quebrada. —Fue el relato fragmentado de Ana, con todas las emociones que bullían en su interior apenas notó el interrogatorio al que Jason sometió a su atacante—. Después llegaron los carabineros y se llevaron preso al tipo y Jason se fue con ellos a poner la denuncia y declarar. Me dijo que fuéramos todos a la FILSA, que era el lugar más seguro, que no había tiempo… ¡Dios, no tengo claro qué está pasando! Pero sé que es peligroso que nos quedemos acá a esperarlo. No pudo darme más detalles, solo sé que debemos irnos ya.

—¿Jason está bien, mijita? —preguntó Carmen, que sabía la respuesta, pero necesitaba la confirmación empírica del hecho—. ¿Está sano y salvo?

—Sí, Carmencita. —Ana se acercó a su suegra y la abrazó fuerte—. Jason sabe defenderse muy bien. Me hizo pasar un susto enorme, pero está sin un rasguño. Está ahora en la comisaría que queda en Santo Domingo.

Carmen suspiró hondo, creía en las palabras de Ana. Su hijo estaba bien.

—Mi niño me va a sacar canas verdes —bromeó intentando quitarle hierro al asunto. Sentía que de esa manera podía gestionar mejor sus emociones.

—Si es que no me las saca primero a mí —respondió Ana con una sonrisa, Carmen siempre lograba eso en ella, y se lo agradecía, que le alivianara un poco el peso de lo que sentía. Se separó del abrazo y miró a Arturo—. Debemos irnos, papá

—Eso haremos, hija. Carmencita, cierre el sistema de caja, y me da el efectivo, mañana cuadramos el dinero no pierda tiempo en eso —indicó con seguridad.

Carmen asintió y con destreza ejecutó lo que Arturo le pidió, le entregó el dinero en efectivo —que no era mucho— y Arturo se dirigió a la bodega a guardarlo en una pequeña caja fuerte.

Estaban todos preparados para salir, Ana y Carmen se habían puesto sus carteras mientras que Arturo se disponía a apagar la luz del local, pero en ese momento entró un cliente que ignoró el letrero de «Cerrado».

—Estamos cerrando, señor —informó Arturo con amabilidad—. No podemos… —Dejó las palabras al aire, se agolparon todas en su garganta sin poder salir en el momento en que el desconocido, sin decir una palabra, sacó un arma y los amenazó a los tres, apuntándoles alternadamente.

Ana y Carmen se abrazaron, como acto reflejo de proteger una a la otra, mirando con los ojos desorbitados la horrible escena y apenas creyendo que eso de verdad estaba sucediendo. Ahora Ana se daba cuenta del peso de las palabras de Jason. Él no había exagerado.

El peligro había llegado demasiado pronto.

—Shhhhhhhhhhh… —El sujeto pegó su dedo índice a sus labios y apuntó al pecho de Arturo—. No quiero ni un escándalo, caballero. Si dice una puta palabra lo mato —advirtió con severidad y miró a las mujeres, el rostro de una que lo miraba fijo le fue vagamente familiar, pero no podía recordar dónde. Le restó importancia, solo le servía la más joven—. Tú, cuiquitavai a venir conmigo o mato a tu vieja —ordenó con una tranquilidad aterradora. A ese hombre no le temblaba la mano, su pulso era firme. Tenía un objetivo bien claro—. Y usté, caballero, me va a juntar diez millones de pesos y pobre de usté si se le ocurre llamar a los pacos o a los rati, porque le juro que a esta ricura la violo y la mato —amenazó dándole una repasada lasciva a Ana—. Tiene dos horas, su hijita lo llamará —demandó sin importarle ir a cara descubierta. Él estaba convencido de que el miedo enceguecía a la gente, sobre todo a los cuiquitos debiluchos que siempre creen que están seguros en sus casonas en la parte alta de la capital—. ¡Muévete! —Apuntó a la cabeza de Ana y la separó con violencia de los brazos de Carmen que se resistió a dejar a Ana en manos de ese hombre que conocía bien.

Danilo, el mismo que intentó arrebatarle la vida a su hijo disparándole arteramente por la espalda.

El clic del percutor hizo que Ana se separara de Carmen, y ella no hizo el intento de retenerla considerando que arriesgaba demasiado si se resistía o señalaba a viva voz que ella lo conocía y que sabía dónde vivía. Podía provocar la ira del sujeto y no deseaba averiguar hasta dónde era capaz de llegar, era en extremo riesgoso, y las consecuencias, nefastas, sobre todo sabiendo que Danilo no conocía los límites.

Carmen ya tenía una amarga experiencia en tratar con personas violentas, sabía cómo actuar.

Ambas intercambiaron una mirada que lo decía todo, mas no hicieron gestos que las delataran. Danilo debía creer que tenía el sartén por el mango o de lo contrario alguno de los tres iba a morir en ese lugar.

Ana cerró los ojos cuando sintió el cañón frío del revolver en la parte baja de su espalda. Inspiró profundo, no iba a llorar, no iba a ser débil, debía tener la cabeza fría y calibrar sus opciones. Ella era el cheque que ese sujeto pretendía cobrar, la iba a mantener con vida hasta tener su dinero.

Pero no debía ser muy optimista sobre ello, era más sabio ponerse en el peor de los casos, y sí, todo podía ser peor.

Debía ser inteligente y aprovechar el más mínimo error que cometiera ese sujeto. Pero el miedo la recorría por completo, se sentía impotente, inútil, no sabía cómo defenderse, solo le quedaba obedecer, confiar en Jason, y esperar a tener una oportunidad.

—Dos horas —señaló Danilo mirando a los ojos a Arturo, en sus venas corría rauda la euforia en que lo sumía la situación mezclada con su última jalada de cocaína—. Lo llamaré para hacer el intercambio. ¡Camina! —ordenó y agarró a Ana por la cintura, enterrando más el cañón en el cuerpo de ella. Se apegó obsceno a su espalda para ocultar el arma y salió caminando como si nada de la librería, dejando a Arturo y a Carmen paralizados.

Diez millones.

A Arturo le flaquearon las rodillas, sentía que apenas sostenían su peso. Sabía que debía ir al banco sin perder más tiempo, retirar todos los fondos de la cuenta de la librería y condenarla a la quiebra. Porque su hija valía eso y más.

Carmen lo rodeó con sus brazos, sosteniéndolo. Sin más palabras que el reconfortante calor que le indicaba que no estaba solo en el momento más difícil de su vida después de la muerte de su esposa.

—Lo conozco, Arturo —reveló Carmen sintiendo al fin que podía hablar—. Sé quién es, dónde vive, a qué se dedica.

Arturo la miró con los ojos desorbitados sin poder creer las palabras de ella. ¿De dónde demonios podía conocer Carmen al secuestrador de Ana? ¿Por qué no dijo nada cuando él estaba atacando?

—Se llama Danilo Vásquez, fue amigo de Jason… —continuó ella con voz firme ante un atónito Arturo—. Mi hijo fue un infiltrado de la PDI durante siete años, se hacía pasar por narcotraficante. Se retiró cuando Danilo le disparó por la espalda para apoderarse del territorio y el negocio… Parece que no me reconoció. Él cree que Jason está muerto… —Cuando Carmen dejó esas palabras en el aire, el peso de lo que significaba aquello, la llenó de esperanza e incertidumbre en partes iguales, y Arturo entendió el porqué de su silencio—. Jason debe ir a buscar a Ana. Solo él puede —susurró.

*****

 

La carabinera que estaba tomándole la declaración a Jason estaba concentrada escribiendo en el registro. Él miraba todo a su alrededor buscando algo interesante con qué centrar su atención. Sentía que estaba perdiendo su tiempo, sus dedos inquietos jugueteaban con el celular a la espera de alguna señal.

—Entonces, hoy 1 de noviembre a las once y media de la mañana, en la esquina de Merced con San Antonio, el sujeto llamado Maikel Flores lo amenazó con el arma de fogueo por la espalda a la altura de los riñones y le exigió entregarle dinero. Al no obtener respuesta, procedió a amenazarlo de frente poniéndole el arma en el pecho. Usted, Jason Holt, en una maniobra de defensa personal quebró su muñeca y lo desarmó. Al cabo de unos minutos llegó personal de carabineros y lo detuvo —relató la mujer con un tono monocorde, sin ningún rastro de emoción—. ¿Eso es todo?

—Así sucedió —afirmó Jason volviendo su atención a la carabinera.

El celular de Jason vibró.

—Bien, necesito…

—¿Me disculpa un momento?, es importante. —interrumpió él excusándose, a lo que ella le respondió asintiendo y con una leve curvatura de sus labios. Jason se levantó de su asiento y sin siquiera mirar la pantalla del móvil, contestó—. Aló.

—Jason, debes venir a la librería ahora —demandó la voz de Arturo sin mediar saludo alguno.

—¿Qué pasó? —interrogó sabiendo que estaba sucediendo algo muy malo.

—Secuestraron a Ana —respondió lacónico.

—¿Qué?

—Danilo secuestró a Anita, Jason —intervino la voz de Carmen—. Ven, ahora mismo a la librería.

—Voy.

Sus piernas fueron más rápidas que su cerebro, no se había dado cuenta, pero Jason ya estaba fuera de la comisaría, corriendo rumbo a la librería Chilena.

Era una maldita pesadilla, no bastaba con enterarse de que Danilo estaba detrás de los robos por un motivo que no alcanzaba a comprender. Sino que además, sin saber, estaba jugando a ser el amo y señor de su destino, intentando quitarle lo que más amaba en la vida…

Y ni siquiera se lo había dicho. Nunca salió un «Ani, te amo» de sus labios, odió cada oportunidad en la que dudó, cada momento en que se guardó sus palabras sin decirle que la vida sin ella carecía de sentido.

No lo iba a permitir. Iba a hundir a Danilo.

Pero su cerebro se rehusaba a hacerle caso a su corazón, haciéndole imaginar que llegaba tarde, que como un simple humano había designios que no podía modificar, que ahora que había alcanzado su propósito, su destino, le sería horriblemente arrebatado. Sentía que si perdía a Ana, él simplemente no sobreviviría.

Era ella o ninguna.

 

*****

 

La gota de sudor bajaba por la morena sien del conductor del taxi. No era para menos, tenía un arma pegada a la nuca amenazándole con volarle la mitad del cerebro.

Cuando subió aquella pareja, supuso de inmediato que sería una carrera rápida a algún motel del centro, pero rápidamente lo sacaron de su error.

Era un muy, muy mal día.

—Ahí, dobla a la derecha —indicó Danilo mirando de reojo a Ana, que estaba demasiado cerca de la puerta del taxi—. Ah, yo que tú no lo haría, abre esa puerta y no me va a costar nada decirle al amigo que retroceda y pase por encima de ti. Total, tu papito va a pagar, ayúdame a que todos ganemos. ¿No quieres ver a tu pololito de nuevo? Pórtate bien y no le voy a tocar la mercadería.

Ana no respondió, ni siquiera lo miró, solo enfocó su atención a la calle. Estaba desorientada, sabía que estaba en algún lugar del sur de Santiago, pero nunca había estado en esa parte de la ciudad, intentó memorizar el camino, algún punto de referencia. No sabía si aquel sujeto era demasiado inteligente y pagado de sí mismo, o era el ser más estúpido del planeta al mostrar su rostro y el camino hacia su escondite.

Conforme iban avanzado, el paisaje urbano y cosmopolita del centro de la capital se fue transformando casi con violencia en poblaciones de viviendas sociales, salpicadas de peladeros, microbasurales, grafitis vandálicos manchando las paredes y postes de alumbrado público con los colores de barras bravas de futbol, contrastando de manera brutal con murales coloridos y llenos de arte de algún diamante en bruto anónimo. Era otro país, otra realidad que le era absolutamente ajena y que solo había visto en los noticiarios en la comodidad de su hogar. Había sido afortunada por nacer en el seno de una buena familia, no eran millonarios, pero tampoco nunca les faltó.

Y en ese paisaje parecía que les faltaba de todo, no solo dinero, sino lo más esencial, educación, dignidad, amor propio, oportunidades. Más igualdad.

El cambio resultaba perverso. Por un segundo sintió lástima por su secuestrador.

Solo por un segundo.

Vivir en un barrio marginal no era sinónimo ni justificaba ser una mala persona o un delincuente. El mejor ejemplo de ello era Jason, un hombre intachable, un ser humano maravilloso que forjó él mismo su destino, tomando todas las oportunidades que le dio la vida, sin regodearse de la miseria de lo que le tocó vivir. Pensar en ello le llenó de orgullo, no importaba cómo terminaría su vida, si en una hora o en un siglo. Ella había vivido, había hecho lo que quiso, había amado intensamente a un hombre excepcional y nadie, ni siquiera ese sujeto que no le interesaba nadie más que él mismo, se lo iba a arrebatar.

Se internaron en los estrechos pasajes de una población, el calor era seco, el sol en su cenit lanzaba con ferocidad sus rayos quemando la piel de todos los que estaban en el exterior. Ana se abstrajo de todo lo que la rodeaba, a excepción de los nombres de las calles y el rumbo que tomaba el taxi.

Iba a luchar, no sabía a ciencia cierta cómo, pero lo haría, se las iba a arreglar de algún modo. Nadie diría que fue una cobarde que se entregó a lo que ese hombre le imponía como su destino.