Capítulo 24

 

 

Jason despertó sobresaltado, todo su cuerpo protestó con una dolorosa y repentina tensión.

—Mierda, me quedé dormido… —rezongó con la voz preñada de sueño; se sentó en la cama y se refregó la cara. Tomó el móvil que estaba sobre la mesa de noche y miró la hora tratando de enfocar la vista, entornó los ojos y blasfemó para sus adentros—. Ani, mijita rica —susurró acariciando esa curva preciosa que se formaba cuando dormía de lado, el sinuoso camino que recorría su cintura, caderas y muslos—, a levantarse, son las nueve y media.

—¿Ah? —balbuceó desorientada tratando de abrir sus ojos.

—Son las nueve y media —repitió con suavidad—. Tenemos media hora para llegar a la librería. No alcanzaremos a pasar al banco, va a estar reventando de gente.

—¡Mierda! —Ana se levantó apresurada sin importarle su desnudez. En realidad, ya se había acostumbrado, la tarde del sábado y todo el domingo apenas se puso una camiseta de Jason para preparar algo de comer—. Vamos, démonos una ducha rápida. Huelo a sexo desenfrenado y me encanta, pero debemos conservar el decoro frente a Carmencita y mi papá.

Jason todavía tenía la cabeza embotada por su intempestivo despertar, pero de todas formas sonrió. Tenerla todo el fin de semana había sido estar en el cielo. Estaba loco por ella y la iba a extrañar muchísimo durante la semana. Se propuso raptarla cada vez que pudiera hasta que se resignara a pasar todos los días por el resto de su vida con él.

Con ese objetivo en mente se levantó con premura y fue tras Ana para tomar la ducha juntos.

La iba a dejar bien limpia.

 

*****

 

Llegaron a la librería veinte minutos tarde, lo cual no era un pecado, pero a Jason le desagradaba llegar atrasado. Ambos entraron al local, acalorados y agitados por caminar rápido. Carmen y Arturo les dieron miradas inquisitivas al verlos con el cabello húmedo y resollando, pero no dijeron nada solo se miraron fugaz y sonrieron con complicidad.

—Nos quedamos dormidos —explicó Jason ante ese recibimiento—. Lo siento.

—No digamos que tienen que marcar tarjeta ustedes dos —bromeó Arturo—. Buenos días, niños. Primero los buenos modales y luego las explicaciones —saludó en un tono paternal solo por molestar e incomodarlos.

—Buenos días —dijeron Ana y Jason a una sola voz.

Jason saludó en la mejilla a su madre y le dio un apretón de manos a Arturo. Ana repartió besos y abrazos suaves a su suegra y su padre, rectificando sus maneras.

—Supongo que no alcanzaron a depositar lo del viernes —continuó Arturo, casi en modo general de ejército. Haber estado a cargo del stand durante el fin de semana lo llenó de energía. Contrario a toda lógica, necesitaba ese remezón.

Ana y Jason negaron con la cabeza como respuesta.

—Bueno, podemos hacerlo mañana y aprovechamos de depositar lo del fin de semana y lo que se gane hoy —propuso resuelto—. Estuvo bastante buena la venta el sábado.

—Qué bueno, porque el viernes fue horrible. Hubo un bajón de público.

—Suele pasar, no te preocupes, hija.

—El sábado fue una locura. No paramos en too el día con Arturo —intervino Carmen reafirmando los dichos de su consuegro—. Pero los chiquillos apañaron súper bien —comentó con soltura—. Era como estar acá, pero más movido.

Jason observaba a su madre, parecía otra mujer. Estaba contento por ella, cada día evolucionaba un poco más, se le notaba resuelta, segura. Más viva. Estaba frente a una versión de su madre que estaba feliz consigo misma. Su sonrisa era radiante y expresiva, gesticulaba más con sus manos y su voz destilaba confianza.

Todo lo que estaba viviendo la estaba transformando, convirtiéndola en una preciosa rosa que abría al fin sus pétalos para recibir la luz del sol.

—¿Y cómo estuvo el fin de semana? —interrogó Arturo sin dirigirse a alguien en particular.

—Tranquilo —respondieron Ana y Jason al mismo tiempo y luego rieron al notar de nuevo esa singular sincronía.

—Ustedes están muy mal —comentó Arturo, socarrón—. Cuando las parejas empiezan a hablar al unísono es porque están verdaderamente fregados… ¿Cierto, Carmencita?

—Ay, no sabría responderle a eso, Arturo —respondió con cierta inocencia. Ella no había vivido aquello, le faltó mucho por recorrer con Frederick y con Ramiro, ya estaba más que claro que no eran un verdadero matrimonio. Pero al reflexionar sobre aquello, se dio cuenta de que ya no le pesaba—. Pero estoy segura que estos dos no tienen vuelta atrás.

—¿Desayunaron? —Jason cambió de tema de manera evidente, sintiendo un repentino ataque de timidez. Se sintió demasiado expuesto, prefería mantener sus sentimientos en privado y solo mostrarle a Ana la arrebatadora naturaleza de sus afectos.

Era absurdo ese impulso de esconderse, pero era más fuerte que él. No necesitaba que los demás le hicieran notar ello. Tenía la más absoluta certeza de que estaba —tal como decía Arturo— fregado, pero solo le bastaba con que Ana fuera consciente de ello.

Ahora si lo pensaba mejor, en realidad, no estaba fregado, era peor. Para él no existía ningún término para describir lo que sentía por Ana, trascendía lo físico, la química, el instinto. Incluso, la palabra amor carecía de peso, era minúscula.

Aquel inestimable sentimiento iba a acompañarlo hasta exhalar su último suspiro. Era hombre de una sola mujer.

 

*****

 

—Espero que no sea tan terrible —dijo Carmen frente a la puerta del departamento de su hijo.

—Si es para interrumpir el postre de una buena cena. Debe ser serio, no me dijo nada más por teléfono.

Pucha, era la primera vez que voy a un restaurante y me salen con este show —se lamentó Carmen. Nunca se deja de ser madre, estaba preocupada y a la vez molesta. Lo estaba pasando muy bien con Arturo… Demasiado bien.

Carmen tocó el timbre del departamento de Jason, pero nadie contestó. Miró extrañada a Arturo como si estuviera preguntándole por qué no abrían la bendita puerta, él solo se encogió de hombros en respuesta ante esa tácita interrogante. Ella resopló y esculcó su cartera buscando su copia de llaves, rogando al cielo no encontrarse a su hijo muy «ocupado» con Anita. Había límites infranqueables para una madre.

Inspiró profundo y abrió la puerta. Todo estaba muy oscuro y en silencio. Extraño, eran las siete y media, estaba segurísima que todavía había luz diurna a esa hora.

—¿Jason, hijo? —llamó desconcertada.

En medio de esa oscuridad una cálida llama flotó, y Carmen, cuando le encontró sentido a esa inesperada luz, miró a su alrededor. En medio de esa penumbra, se dio cuenta de que todo estaba decorado con globos, serpentinas. Volvió su atención hacia la luz y vio las caras sonrientes de sus hijos y su nuera alrededor de una torta, empezándole a cantar el cumpleaños feliz.

Carmen se llevó las manos a la boca y los ojos se le anegaron en lágrimas por esa sorpresa. En toda su vida nunca le habían celebrado su cumpleaños, ningún regalo, con suerte apenas un saludo, y ahora, en un solo día, la habían invitado a cenar para celebrarlo y una fiesta con las personas que más quería en el mundo. Por primera vez en toda su existencia sintió que no podía pedir más, que si ella perdiera la vida en ese momento sería la más hermosa forma de morir…

Y justo ahí lo comprendió. Como si fuera un fantasma, él, Frederick, reflejado en su hijo, estaba sonriéndole, diciéndole, confirmándole que ese pensamiento que atravesó su mente, fue exactamente el mismo que tuvo en el instante en que su corazón dejó de latir, que dejó este mundo lleno de felicidad y que ella no era culpable de nada.

Y ante esa epifanía, Carmen simplemente lo dejó ir… dijo gracias, dijo adiós.

Y fue libre.

Carmen llorando y sonriendo se acercó a su familia mientras todos ellos terminaban de cantarle con los ojos brillantes de emoción. Miró con ilusión ese delicioso pastel y la única vela que lo decoraba.

—Pida un deseo, Carmencita —la animó Arturo a su lado, poniendo la mano sobre su hombro.

Ella asintió, cerró los ojos y sopló deseando que desde ese momento su vida se plagara de esos momentos de felicidad.

Estaba agradecida de la vida por primera vez, y todo empezó cuando Jason volvió a su lado y le pidió que dejara a Ramiro. Tenía tanto miedo, y le costó un mundo tomar la decisión, y cuando lo hizo… No, no importaba el precio que había pagado, no importaba en lo absoluto y lo pagaría mil veces más si ese era el costo de tener a su familia unida, queriéndose, queriéndola, siendo feliz, independiente.

Poder dormir por las noches tranquila, sin maldecir su destino, sin añorar el amor de su vida, sin sufrir por la mala vida de su hijo mayor, o por no poder evitar traer al mundo hijos que iban a ser influenciados por una mierda de hombre.

Ya no tenía ese peso sobre sus hombros, ya no más.

Cuando la habitación se iluminó de nuevo y todos aplaudían, Carmen sintió que no era solo su cumpleaños, sino que al fin había llegado su tan ansiado renacimiento.

 

*****

 

Todos conversaban animados comiendo el picadillo y bebiendo cerveza bien fría, pero el calor estaba sofocando a Carmen, se excusó ante todos y fue un rato a tomar el aire fresco a la terraza, donde en el extremo opuesto, había un par de taburetes y se sentó en uno de ellos. A pesar de ser pasada de las ocho, el ocaso estaba recién empezando, y los rayos del sol, conforme avanzaban los minutos, empezaban a desfallecer con lentitud. Sin embargo, la brisa que corría era lo suficientemente fría, y Carmen agradecía la tenue caricia en la piel de su rostro y cerró los ojos con una sonrisa en los labios. Estaba contenta.

—Parece que le gustó mucho la sorpresa, Carmencita —dijo de pronto esa voz masculina que ya le era familiar—. Se le nota en la cara.

Carmen abrió los ojos y dirigió su atención a Arturo que estaba al otro extremo de la terraza y tenía las manos en los bolsillos. Ella asintió, pero no dijo nada más.

—¿Disfrutó la cena? —interrogó nervioso. Diablos estaba tan oxidado, se sentía como si fuera la primera vez que intentaba acercarse a una mujer, cosa que tenía todo el sentido del mundo, hacía quince años que no se acercaba a una.

—Estuvo too perfecto, con razón Jason habla tanto de la Confitería Torres. Es un lugar precioso, no debió tomarse tantas molestias…

—No fue ninguna molestia —interrumpió Arturo, impetuoso—, sino todo lo contrario. Le quedé debiendo el postre eso sí. Jason se me adelantó unos minutos. ¿Qué le parece si la compenso el viernes? —propuso aparentando aplomo y naturalidad, a pesar de que en realidad carecía de aquello.

—No se sienta comprometido, Arturo. Si tengo clarito que too fue pa’ que les resultara la sorpresa a estos chiquillos. Muchas gracias por prestarse a ser parte de esto.

—No hay nada que agradecer, para mí fue un placer, Carmencita. Pero no crea que mi invitación es por compromiso… En realidad, me gustaría salir con usted otra vez.

—¿En serio? —Él asintió vehemente—. Ya po’h, no sea bromista, Arturo —apostilló nerviosa, incrédula y a la defensiva.

—Pero si es verdad, Carmencita… ¿No se ha dado cuenta?

Sí que se había dado cuenta, pero prefirió convencerse de que era solo amabilidad, y que Arturo era así, atento en exceso, pero que era improbable que se debiera a ella. Capaz que fuera un picaflor… Aunque pensándolo bien, si fuera picaflor estaría coqueteándole a cuanta cosa con falda pasara por delante de él, y ella lo había observado, con las demás era respetuoso y amable, pero nada más.

—¿Darme cuenta de qué? —replicó con la intención de tener certezas y transparentar todo. Se levantó de su asiento, necesitaba tener, al menos, la ilusión de tener los pies en la tierra.

Arturo obligó a sus piernas a avanzar hacia ella, no podía sostener esa conversación a tres metros de distancia. Debía acortarla y estaba seguro de que Carmencita no se iba a mover de su lugar.

—De que me gustaría conocerla mucho más —respondió—. No a la mamá de Jason, o a la que amablemente cuidó mi convalecencia, o a la chiquilla que apenas hablaba hace treinta años atrás. Quiero conocerla a usted, la mujer. Lo que la emociona, lo que le hace reír, sus sueños, sus aspiraciones. Saber si a pesar de todo lo que le ha tocado vivir, está dispuesta a darme una oportunidad de ir más allá. Porque lo que he visto en usted en el último tiempo me ha abierto los ojos, me ha hecho darme cuenta de que mi corazón no está muerto —declaró solemne, sintiendo cómo ese mismo corazón aporreaba las paredes de su pecho—. Llevo quince años de duelo, y por primera vez desde ese entonces, siento que puedo empezar de nuevo, que no quiero estar solo, pero tampoco quiero estar acompañado con cualquiera. Usted para mí ha sido como esta brisa, suave y refrescante. Me hace sentir vivo. —Inspiró profundo y le tomó las manos con delicadeza—. Y si usted no quiere nada conmigo, no se preocupe, que yo respetaré su decisión y dejaré de importunarla como lo he hecho todos estos días.

Carmen casi no podía creer que Arturo le decía semejantes palabras a ella, como si fuera el ser humano más interesante del mundo. En ese estado de incredulidad, sus nervios afloraron con fuerza, sus entrañas se contrajeron y su corazón se aceleró. Muda observaba el rostro serio de Arturo y la determinación en sus ojos. ¿Hacía cuantos años que no miraba a los ojos a un hombre? Más de treinta. Con Ramiro rehuía al contacto visual, por miedo, para no mortificarse de que no amaba a su esposo, y que a su vez, él tampoco la amaba, nunca lo hizo, solo la deseó por un tiempo y después solo era un recipiente humano para aliviar una necesidad física.

Y en los ojos de Arturo pudo ver que él hablaba en serio, y a la vez, Carmen todavía no se convencía que ella era el motivo de esa declaración tan inflamada y llena de sentimientos que nunca imaginó despertar en un hombre con mucho más recorrido en la vida, con más educación, con más mundo.

Era halagador, porque si bien ya no era una jovencita impresionable e inocente, algo quedaba de ella y le pedía a gritos darse una oportunidad de vivir todo aquello que la vida le negó. Ahí tenía al frente a un hombre maduro, atractivo y cariñoso que decidió dejar de lado ese inocente coqueteo a ser honesto y directo para pedirle que intentaran tener algo juntos, que no era tarde para ninguno de los dos.

Y ella era libre de aceptar o rechazar ese ofrecimiento. La gran pregunta que rondaba su cabeza era ¿qué deseaba hacer ella?

Vivir, experimentar, ojalá no equivocarse, y si eso pasaba, volver a intentar. Porque todavía era joven, había criado a tres hijos que ya eran adultos y que no dependían de ella para vivir, no le debía explicaciones a nadie por sus decisiones y sus actos.

Y a decir verdad, Arturo le gustaba mucho, de lo contrario no habría aceptado nunca que él se le insinuara.

Las manos empezaron a temblarle, y él, al sentirlas, se las apretó y esbozó una sonrisa.

—Arturo…

Carmen se quedó en silencio, no encontraba las palabras adecuadas, maldecía su deficiente educación, porque ni en un millón de años podría repetir la misma declaración de Arturo. Bajó la vista, se avergonzó de ella misma.

Él la esperó paciente, pero con una creciente inquietud, el silencio solo se vio interrumpido por el suspiro entrecortado de Carmen.

—¿Cómo puedo gustarle siendo cómo soy? La señora Sofía sí que estaba a su altura, era inteligente y educada, yo no soy naa de eso…

—Y está muerta… lamentablemente está muerta —respondió Arturo sabiendo para donde iba el argumento de Carmen—. No hay punto de comparación, son personas por completo diferentes. Pero no se mire en menos, usted tiene muchas cualidades que no es capaz de ver, pero yo sí. Sin ir más lejos, si usted no fuera una mujer inteligente, no podríamos sostener ninguna conversación coherente, y usted y yo nos las pasamos hablando de todo. Y así como yo no puedo compararlas, usted tampoco me puede comparar con Frederick, no somos iguales, y lo sabe.

—Claro que no lo son… pero ambos tienen mucho ángel y son encantadores —afirmó sintiendo de pronto que el calor le invadía las mejillas, se le escapó ese piropo sin pensar y evidenciando cómo ella lo veía a él.

Arturo sonrió, tal vez sí le iban a dar una oportunidad, pero no podía dar por sentada la respuesta positiva de Carmen. Ese rostro arrebolado que se ocultaba también era encantador.

—Entonces, ¿me va a dar una oportunidad? —interrogó, inclinando ligeramente su cabeza—. Míreme, no se esconda.

Carmen alzó su barbilla y obedeció. Lo miró.

Sonrió con timidez y asintió sin dejar de mirarlo.

—¿Es un sí? —preguntó eufórico, quería asegurarse del todo. Ella confirmó volviendo a asentir y con un apenas audible «sí».

Arturo soltó las pequeñas manos de Carmen y enmarcó su rostro joven y a la vez maduro, tomándose la libertad de acariciar sus pómulos con sus pulgares. Ella cerró sus ojos al sentir ese suave contacto y se entregó a ese momento, era la segunda vez en la vida en que daba su real consentimiento para ser besada.

Y él apreció de corazón ese honor, con dulzura rozó sus labios sobre los de ella y delicadamente la besó, haciendo que Carmen respondiera del mismo modo, pero invitándolo a seguir adelante. Lo estaba disfrutando, sin culpas, sin esconderse, con toda su flagrante voluntad de hacerlo y con la sensación de que con cada segundo que pasaba se sentía más dueña de su vida, de su cuerpo, de sus deseos.

Arturo sentía que su corazón seguía latiendo impetuoso, por un segundo pensó que era demasiado, pero no le importó, porque todavía respiraba y sentía. ¡Y sí que sentía! Todo su cuerpo estaba despertando a una velocidad que asustaba.

De a poco fueron interrumpiendo aquel beso con suavidad, y con ganas de más, pero cada uno decidió que se lo tomarían con calma. Ninguno imaginó que solo un beso dado al borde de la inocencia los despertaría de una manera tan brutal, haciéndolos consientes del final de ese aletargamiento que parecía no tener fin.

—Supongo, entonces, que el viernes vamos a salir para compensarle el postre.

—Supone bien, Arturo —afirmó Carmen con una sonrisa.

—Gracias por darnos una oportunidad, le prometo que nunca se arrepentirá. —Se permitió besarla de nuevo, pero fugaz en los labios y la abrazó. Carmen se aferró a ese contacto y descansó su mejilla en el ancho pecho de Arturo. Entornó sus ojos escuchando con atención el sonido rítmico y fuerte de los latidos del corazón de Arturo.