Capítulo 25
Jason salió de la librería caminando a paso veloz. En el bolsillo interno de su chaqueta de cuero, llevaba el dinero que habían ganado tanto en el stand como en la librería desde el día viernes hasta el lunes. Casi tres millones de pesos que para muchos no era la gran cosa, pero para una librería, que ya había sufrido tres robos, eran indispensables para seguir a flote.
Ya había pasado mucho tiempo desde el último incidente, y conforme avanzaban los días, se iban desvaneciendo todas las hipótesis que él barajaba. La FILSA terminaba el domingo de esa semana, y con ella, el stress adicional de los depósitos bancarios que, independiente de la suma, era dinero que no podía perderse bajo ningún punto de vista.
Y aunque ya faltaba poco para llegar al plazo que se había propuesto para dar por concluida la investigación, no dejaba tener esa sensación que le molestaba, como si un ruido sordo estuviera susurrando en su oído día y noche.
Algo no le cuadraba del todo.
Había decidido ir solo a depositar el dinero durante la mañana antes de partir a la FILSA. Ana insistió en acompañarlo, pero él se negó e hizo oídos sordos al argumento de que ellos eran un equipo. Tan solo la idea de que algo malo le pasara a su Ani le revolvía el estómago. Sin importarle que lo tacharan de cobarde, aprovechó el instante en que la envió con el pretexto de que se pusiera el chaleco antibalas y salió raudo a depositar dejándola varada en la librería sin haberle revelado qué ruta iba a tomar.
Sabía que ella iba a estar furiosa, pero la prefería furiosa sana y salva, en vez de herida o peor…
Decidió ir serpenteando y transitar por calles y paseos atestados de gente, caminaba dando largas zancadas por la calle Mac Iver hasta llegar a Merced, para luego continuar por esa misma calle. Una cuadra había dejado atrás, y prosiguió su andar hacia el poniente por la vereda estrecha rodeado del ruido ensordecedor del tráfico.
La luz roja le hizo detenerse en la intersección con la calle san Antonio y su teléfono vibró. En la pantalla estaba el nombre de «Anita mijita rica» y resopló. Ignoró el llamado a sabiendas de la retahíla de recriminaciones que iba a escuchar si contestaba.
—¡Entrega la plata, conchetumadre! —siseó una voz masculina con un claro acento marginal, al mismo tiempo que Jason sentía una presión en el costado izquierdo de la espalda baja que le recordó que no se había puesto el chaleco antibalas en su afán por salir rápido. Maldijo todos los improperios soeces que conocía para sus adentros, y su instinto de supervivencia se activó al escuchar el inconfundible sonido del accionar del percutor de un revólver.
Se le heló la sangre, lo primero que pensó fue en Ana y el alivio de no tener que preocuparse por su seguridad. Solo él arriesgaba el pellejo.
Jason no dijo nada, aparentando estar en shock se quedó quieto y levantó levemente las manos, el delincuente enterró todavía más el cañón en su cuerpo. Jason intentó mirar de reojo, pero el hombre estaba fuera de su campo visual
—¡La plata, culiao! ¡O te mato! —amenazó poniéndose delante de él, apuntándole con el revolver en el pecho. Un escalofrío le recorrió la espalda a Jason. Maldición, debía ser en extremo cuidadoso, o le costaría demasiado caro. Bajó la vista para ver a su atacante y sus miradas se cruzaron al mismo tiempo. Ambos abrieron los ojos con incredulidad.
¡Se conocían!
El hombre palideció como si estuviera viendo un fantasma, y literalmente era así, se suponía que Danilo lo había matado, ¿cuántas veces lo escuchó vanagloriándose de ese hecho? Demasiadas, tal vez. Jason endureció sus facciones y con frialdad aprovechó ese segundo de oro en que el sujeto vaciló presa del desconcierto, tomó el arma al mismo tiempo que la muñeca, alejándola de su pecho y torciéndola en un ángulo doloroso y antinatural, obligándolo a soltarla con un chillido.
Los transeúntes sorprendidos y asustados, que estaban al lado de ellos, empezaron a huir despavoridos al notar la presencia de un arma de fuego que, en apariencia, se podía disparar en cualquier momento por accidente. Algunas mujeres gritaron, otros se escondieron, dejando a ambos hombres prácticamente solos en aquella esquina.
A Jason le importaba bien poco la desesperación de los demás, estaba concentrado en ese hombre ligado a su antigua vida. ¿Lo estaban siguiendo? Era imposible, se aseguró de que todos creyeran que estaba congelándose en el servicio médico legal, nadie sabía en la población que estaba vivo. Jason conjeturaba a toda velocidad buscando un vínculo entre los asaltos, él y la población. Sin duda, el objetivo no era él, sino el robo de las ganancias de la librería, no podía estar equivocado.
Su mente trabajaba con superlativa lucidez con solo el afán de intentar explicarse la presencia de Maikel, un drogadicto y ladrón de poca monta. Lo conocía bien, no era de los que elaboraran algún plan complejo para robar. Su prontuario se inclinaba más por el delito de tomar un celular o darle un tirón a una cadena de oro a su víctima, reducir el botín, obtener un poco de plata y drogarse.
—¿Así que cambiaste de rubro, hueón? —interpeló Jason con aquel tono nasal de flaite, transformando automáticamente su personalidad—. A vo’h no te da el cerebro pa’ hacer esta hueá, no eri de los que trabajan en el centro —acusó intentando obtener respuestas, sin aflojar su agarre.
—Tú estai muerto —balbuceó Maikel aterrorizado, sintiendo un dolor descomunal en los huesos y tendones de su muñeca que le inmovilizaba el cuerpo por completo. Con tan solo respirar el dolor se acentuaba todavía más. El arma apenas pendía de su dedo índice, haciendo que su peso fuera insoportable. La boca se le llenó de saliva, Dios, estaba a punto de vomitar. Intentó tragar, la sensación era horrible—. ¡Estai muerto!
—Acabo de resucitar como tatita Dios —ironizó con descaro, sin evidenciar un ápice su turbulento estado mental, no se podía delatar—. Contesta, ¿quién hizo el encargo?, ¿quién te mandó, perkin[51] culiao? —interrogó con dureza dando a entender que no aceptaría evasivas y que sabía perfectamente que no era el autor intelectual.
Los papeles se habían intercambiado, Jason pasó de víctima a victimario.
—Da… Da… Danilo —confesó titubeante con un hilo de voz y sin hacerse el valiente, porque no lo era. Jason sintió que se le erizaba la piel de todo el cuerpo. Nunca, ni en sus peores pesadillas se lo imaginó.
¿Danilo? ¿Qué diablos hacía Danilo involucrado en todo este entuerto? Era algo que Jason no se esperaba, y lo que menos quería él, era que su antiguo compinche se enterara de que estaba vivo, al menos en el corto plazo, porque supo sin dudar, que era inevitable que volverían a verse las caras. Debía pensar con calma, pero su mente trabajaba sin cesar y no dejaba de preguntarse, ¿por qué un narcotraficante iba a estar envuelto en robos?, era un riesgo enorme e inútil lograr esa notoriedad. Danilo fue un aprendiz aventajado y e hizo suyas todas las artimañas que Jason le enseñó para traficar drogas sin que la ley pudiera ponerle un dedo encima. Era estúpido arriesgarse a que lo atraparan por coludirse con ladrones de esa calaña, que eran demasiado torpes y, tal como sucedió ahora, eran presas fáciles ante el factor sorpresa proveniente de una persona que sabía cómo defenderse.
El semblante de Jason era de granito, inescrutable, pero en su fuero interno sentía que el pasado se había hecho presente de la peor manera, dándole una bofetada que le despertó del sueño que estuvo viviendo los últimos meses. No deseaba admitirlo, pero debía ponerle un punto final.
—Por favor, déjame ir —rogó Maikel desesperado, ciego de sufrimiento—. Te juro que no diré naa. Te lo juro por mi taita que está en el cielo.
—Y naa vai a decir, ahueonao —aseveró Jason sabiendo que Maikel no conocía el honor. Así como le hizo confesar con facilidad, bien podía hacerlo Danilo con métodos menos benevolentes—. Así que yo que tú me viro por unos días fuera de la pobla o te juro que te hago re cagar si me entero que le dijiste a Danilo que me viste.
Y Jason, para demostrar que hablaba muy en serio, torció más la muñeca sin piedad hasta que los huesos crujieron como madera seca, haciendo que Maikel diera un alarido desgarrado. El arma cayó al suelo con un golpe metálico y seco, la gente que observaba escondida gritó asustada, pero el revolver no se disparó.
Una de las ventajas de estar en pleno centro de Santiago era que estaba plagado de carabineros en todas partes, tanto de civil como uniformados. Cuando el robo era un simple lanzazo era difícil que ellos actuaran con eficacia, pero en este caso especial, tener inmovilizado a un delincuente por un minuto les daba un tiempo precioso para aparecer en el momento justo en el que más se les necesitaba.
Jason escuchó la voz de mando de un oficial de carabineros que le ordenaba alejarse del arma y del delincuente. Alzó sus manos con lentitud, como acto reflejo, demostrando que estaba limpio y que en realidad era la víctima. Tres oficiales más habían aparecido de la nada e inmovilizaron a Maikel que intentó infructuosamente escabullirse. Las personas curiosas, al notar a que todo estaba bajo control, empezaron a fisgonear cómo esposaban al delincuente que lloraba como un niño por el intenso dolor.
Algunos indicaban a carabineros cómo había sucedido todo, que el flaite había intentado asaltar al señor de ojos verdes, pero que él lo redujo sin problemas como si fuera «El transportador» —vaya imaginación que tenían— para ellos fue un movimiento de película de acción. Jason pensó que iba a ser una gran pérdida de tiempo ir a la comisaría a declarar si todos estaban dando a viva voz la versión de los hechos como testigos, pero conocía bien el procedimiento policial, no tenía escapatoria, así que cuando le indicaron que debía prestar su testimonio, se encogió de hombros y empezó a enfilar sus pasos hacia la patrulla. Tal vez, si tenía mucha suerte, Maikel iba a permanecer unas ocho horas en el calabozo, pero a la postre, todo era incierto, solo se definiría sobre su estadía tras los barrotes en el control de detención en el juzgado.
Era cuestión de tiempo de que Danilo se enterara de que él estaba vivo y, sabiendo cómo era, iba a finiquitar el trabajo que dejó inconcluso meses atrás.
Debía dar el golpe primero, debía proteger a los suyos. Si los estuvieron vigilando durante todo este tiempo, era fácil determinar qué papel jugaba Ana en su vida. Podían usarla para llegar a él.
Inesperadamente todo se convirtió de vida o muerte.
El miedo a perderlo todo sumergió a Jason en un océano violento lleno de colosales oleadas que hacían pedazos su cordura, y que se acrecentó en el momento en que divisó a Ana en medio de la horda de curiosos que presenciaban la captura del ladrón y que le devolvía la mirada reflejando ira, alivio y terror a la vez.
Ana era demasiado importante para él. No iba a resistirlo si a ella le pasaba algo, él moriría.
Caminó hacia ella con cautela. Ana respiraba agitada, el pecho le subía y bajaba de manera evidente sin quitarle los ojos de encima.
Ella presenció todo. Hacía solo unos minutos había entrado al baño de la bodega para ponerse el chaleco antibalas, pero en menos de un minuto se devolvió para cambiarlo porque le quedaba grande, Jason le había dado el que usaba él. Al ver a su padre solo con Carmen y sus caras de sorpresa, se dio cuenta del engaño y salió corriendo hecha una furia, e intuyendo que él no repetiría dos veces la misma ruta que usó la última vez, avanzó, por mera coincidencia, por donde mismo caminaba él.
Al cabo de un par de minutos, logró divisarlo entre la multitud, Jason era inconfundible e iba caminando muy rápido. Lo llamó por teléfono mientras iba tras él, pero en el momento en que estaba a unos veinte metros de distancia, y al mismo tiempo que se cortaba el llamado, sucedió.
Vio la escena como si fuera en cámara lenta, los pies de Ana se volvieron de plomo, haciendo que moverse fuera una tarea imposible de realizar. Su corazón se detuvo y el pánico la consumió cuando el arma apuntaba a Jason en el pecho, porque ella sabía que él andaba sin protección. El horror de tan solo imaginar que una bala atravesara el corazón de Jason segándole la vida le cerraba la garganta. Quería gritar, pero no podía, las lágrimas quemaban sus ojos, pero no salían.
Y después todo fue demasiado rápido. Por un instante las miradas de Jason y el ladrón se cruzaron, y ella casi ni se dio cuenta cuando el atacante estaba dando alaridos de dolor y el revolver apuntando para cualquier parte, menos hacia el cuerpo de ese hombre testarudo y llevado a sus ideas que tanto amaba.
Lo amaba tanto y estuvo a punto de quedarse con esas palabras dentro de su corazón para siempre.
Y todavía no podía moverse, las preguntas borboteaban sin cesar en su cerebro, desesperadas por encontrar respuestas. ¿Todo había acabado?, ¿ya podían continuar trabajando sin la preocupación de pensar en cuando sería el próximo robo?, ¿vivir sin calcular todos sus movimientos?, ¿Jason empezaría a tomar otros casos, ya que el que lo había traído a su vida había finalizado?, ¿acabaría Jason, con el paso del tiempo, por desligarse de la librería por completo?
Jason se abrió camino entre los curiosos hasta alcanzarla, solo deseaba abrazarla y quitarle del rostro esa expresión alterada. No dijeron nada, solo se abrazaron y recién en ese momento ella pudo moverse, se aferró al cuerpo de Jason como para asegurarse de que estaba vivo. El miedo la había paralizado por completo, si Jason hubiera dejado que le acompañara estaba segura de que el resultado habría sido otro muy diferente.
Aterradoramente diferente, dolía incluso pensar en ello.
—Estabas sin chaleco, estúpido —sollozó Ana—. Pudiste morir…
—Lo sé, lo sé, fue una torpeza. Este era mi miedo que estuvieras a mi lado cuando pasara esto, ¿entiendes? Mírate, tú también estás sin chaleco. ¿Qué hago si te apuntaba a ti? ¿O si te toma de rehén? ¿O que disparara sin piedad?...
—¿Qué pasaba si te disparaba a ti? —interrumpió Ana con la cara mojada por las lágrimas—. Si te pasa algo me muero, Jason. Eres un idiota —reprendió sintiendo pena y rabia amalgamada con un inmenso alivio.
—Pero nada nos pasó…
—¡Es de fogueo, mi teniente! —exclamó un cabo de carabineros al inspeccionar el arma.
—¡Maldición! —respondió el aludido—. No va a durar nada adentro.
Jason al escuchar aquellas palabras pensó lo mismo que dijo el teniente, tenía poco tiempo para actuar. Lo más seguro era que dejaran libre a Maikel porque el robo fue frustrado… y el arma era de fogueo, una muy buena imitación en peso y apariencia. Pero a pesar de que incluso era ilegal usarla, se convertía en un atenuante ante el criterio de un juez. Aquella era una práctica habitual en el hampa, usar armas falsas para evitar que les cayera todo el peso de la ley. Lo malo para las víctimas era que nunca se sabía cuándo usaban una de verdad, era un cruel juego de ruleta rusa. Jason había aprendido a no confiarse. Sentía que en tan solo unos minutos había envejecido cien años.
Tenía que llegar al fondo del asunto y rápido.
—Señor, nos tiene que acompañar y prestar declaración —demandó el teniente acercándose a Jason.
—Voy enseguida, señor —afirmó—. Ani, ve a la librería e infórmale a Arturo, necesito que vayan todos a la FILSA. No me interesa si tienen que cerrar la librería, es lo que menos importa —ordenó serio—. Tengo que terminar esto hoy, y te necesito a salvo, la estación Mapocho es el único lugar donde se me ocurre en que estarás bien y segura. No puedo darte más detalles, porque ni yo lo sé del todo, te llamaré cuando tenga más información. ¿Me puedes hacer caso solo esta vez? —La miró suplicante, rogándole con esos profundos ojos verdes que obedeciera—. Te prometo que te contaré todo, te juro que volveré a tu lado.
Ana estaba todavía aturdida, pero comprendió que la situación era más grave que un simple robo, la expresión de Jason era insondable, pero sus ojos, oh sus ojos estaban llenos de algo que no supo interpretar, lo único claro para ella era que él tenía tanto miedo a perderla como ella.
La amaba, con todo su ser, lo sabía.
—Haré lo que me pidas —accedió—. No hagas nada estúpido —exigió, besándolo, perdiéndose en él.
—No lo haré. —Volvió a besarla con fervor, se obligó a separarse de ella y luego miró al carabinero que estaba a su lado un tanto incómodo por la escena que presenció—. Lo sigo.
Se subió en la patrulla de carabineros a la saga de la otra que ya había emprendido rumbo a la Primera Comisaría de Santiago que estaba a tan solo a dos cuadras de distancia. Ana lo observó hasta que lo perdió la vista.
Dio media vuelta, tenía una misión. Mantenerse ella y a los suyos fuera de peligro.
Eso fue lo que le dijo Jason con sus ojos, que todo era peor de lo que imaginaba.