Capítulo 22

 

 

—Bueno, hijita, no te preocupes… No, para nada, estás grande, no tienes por qué deshacerte en explicaciones… Te quiero mucho, mi pequeña. Nos vemos mañana…

Arturo cortó el llamado de celular con un suspiro. A esa altura de la noche se encontraba solo en su hogar y acababa de ser informado por su hija que pasaría la noche con su novio.

Sabía que ellos no dormirían precisamente, él también fue joven y en base a su experiencia, un hombre enamorado o no, no puede mantener las manos quietas frente a una mujer hermosa que se entrega libremente.

Al menos, a Jason se le notaba que besaba el suelo que pisaba su hija, se lo confirmó Carmencita al contarle que Ani era la primera mujer que su hijo le presentaba como novia.

Novia…

Sofía…

Sin saber cómo, a su memoria vino su difunta esposa, el gran amor de su vida. Por su cerebro, en tan solos unos segundos, vio toda su vida juntos; cuando la conoció, cuando se le declaró y lo nervioso que estaba. Los maravillosos meses de noviazgo y luego cuando Sofía, impulsivamente, le propuso matrimonio y el no dudó ni un instante en decir que sí. La boda sencilla e íntima, sus primeros años de casados que disfrutaron sin desperdiciar ni un momento. Sintió como si fuera ayer cuando ella le contó que estaba embarazada. El nacimiento de su Anita, los años tranquilos, la familia, el amor que nunca se desvanecía. Fue tan feliz…

La perdió de un momento a otro. Sofía fue a hacer un trámite, y murió. Fue un accidente, uno que pudo evitarse por ambas partes. Sofía solo debió esperar unos segundos la luz verde y el conductor no debió cruzar con amarilla a toda velocidad.

Su alma evocó ese sentimiento que lo hundió durante demasiados años, se mantuvo firme y estoico únicamente por su hija. Solo hacía cinco años había llegado la verdadera resignación de que Sofía no iba a volver. No era una pesadilla de la cual iba a despertar.

Era la realidad.

Centró toda su existencia en la librería, en su trabajo. Ana ya hacía su vida, al lado de él, pero debía darle su espacio, pues ya era una adulta.

Y ahora de súbito se encontraba solo, pero a diferencia de otras ocasiones la sensación no le gustó. Cuando Ana estaba con Joaquín siempre sintió esa seguridad de que su hija iba a volver al día siguiente.

Pero ahora…

Esa seguridad se había esfumado, Arturo tuvo la plena certeza de que Ana no volvería. No de forma inmediata, pero sí inexorable. Sus entrañas se lo gritaban.

Joaquín nunca fue determinado, comprometido, serio. Nunca lo vio verdaderamente enamorado, en cambio Jason…

Ahora debía a acostumbrarse a estar solo. Y no aceptaba aquello, no quería eso para él, nunca quiso estarlo. Cuando fantaseaba sobre el futuro con Sofía, imaginaban el día en que Ana dejaría el nido para volar con sus propias alas y formar su propia familia.

Iban a hacer tantas cosas juntos, viajes espontáneos a cualquier lugar, escaparse por un rato al cerro san Cristóbal, degustar una cena sin ningún motivo, salir con amigos, ir al cine, secuestrar nietos.

Vivir la vida los dos juntos.

Pero Sofía se había adelantado demasiado tiempo dejándolo solo, les faltó tanto por vivir… Arturo siempre odió la sensación de estirar su brazo y encontrar la mitad de su cama fría, de tener logros en muchos sentidos y no poder compartirlos con una compañera, hablar en la mitad de la noche de lo que le daba miedo, de sus angustias, de sus alegrías. De hacer el amor con la persona que amaba… No, no estaba muerto…

Hizo planes con Sofía, se modificaron cruelmente sobre la marcha y ahora se encontraba en una especie de punto muerto. ¿Sería tarde para él volver a empezar?

¿Quería volver a empezar a esas alturas de su vida?

Arturo suspiró, cualquier cosa iba a ser mejor que esa horrible sensación de vivir solo.

Sin importarle su pierna convaleciente salió de su departamento, necesitaba huir y evadir esa sensación de vacío. Caminaría con ayuda de las muletas unos minutos hasta llegar a la Plaza de la Aviación que estaba relativamente cerca y se quedaría allí admirando la fuente de agua iluminada con luces de colores.

Necesitaba aire, respirar, tomar decisiones y dilucidar cómo empezar de nuevo a los cincuenta y ocho años.

 

*****

 

Jason apagó la luz de la mesa de noche y la oscuridad invadió la habitación. Estaba cansado y Ana más todavía, ella ya había caído rendida al sueño en cuanto sus cuerpos se separaron después de un lánguido, fogoso y sensual encuentro. Ninguno de los dos intentó ni quiso evitarlo. Extrañaban tocarse, besarse, estar unidos en la intimidad.

Ana dormía plácida sobre su pecho, abrazándolo, con sus piernas enredadas a las de él, desnuda, piel con piel. Jason complacido, inspiró profundo, se sentía tan bien tenerla a su lado, aferrada a él. La amaba; a pesar de nunca antes se había enamorado, sabía sin temor a equivocarse de que el sentimiento que sentía en su pecho bullendo a borbotones furioso y cálido, era amor. Era tanto o más fuerte que como lo que describían aquellas novelas que escribía su amigo, y Ángel sí que conocía el amor. El más puro e incondicional.

Y ahora toda su existencia encajaba. Durante toda su vida adulta se abocó a sus estudios, su carrera profesional y su trabajo, y menos mal que lo hizo de esa manera, de otro modo nunca se habría encontrado con su Ani. Estaba seguro de ello, sus mundos eran opuestos en todo el sentido de la palabra, y sin embargo, gracias a su decisión de cambiar drásticamente el rumbo de su vida, hizo que sus realidades se acercaran, y solo bastó eso para que se encontraran.

Sí, todo valió la pena.

Sentía que podía mover todo su mundo por alinear su existencia con la de Ana, y no se trataba de cambiar su forma de ser, más bien era que sabía que, por ella, podía hacer cualquier cosa por verla tranquila, en paz, haciendo lo que ama.

Porque se dio cuenta que ella verdaderamente amaba la librería, no era solo porque en algún momento tendría la responsabilidad de llevar las riendas del negocio a plenitud, sino que de verdad disfrutaba ese trabajo. Era cosa de verla al mando de stand de la FILSA, era casi como observar a una ninfa en medio de un bosque. Para Ana no era un trabajo aburrido o tedioso. Era algo que formaba parte de ella, de su corazón, de su vida.

Y él iba a luchar por conservar ese sueño, que había permanecido intacto por casi un siglo, transmitido de generación en generación.

Acarició el suave y fragante cabello de Ana, se acomodó atrayendo un poco más el cuerpo de ella hacia él, y prometiéndose conservar el sueño de los Medina, se durmió.

 

*****

 

—Buenos, días —saludó Arturo al entrar con un poco de dificultad a la librería, a causa de las muletas.

—Buenos días, Arturo —respondió al saludo Jason, estrechándole la mano.

—Hola, papito —dijo Ana besándole la mejilla contenta de ver a su padre que ya hacía un par de días que podía desplazarse por su cuenta.

—¿Y Carmencita? —interrogó Arturo dando una mirada rápida por todo el lugar.

—Llega en un rato. Nosotros salimos más temprano para ir a directo a depositar el efectivo de la FILSA —respondió Jason con voz neutral. Por dentro recién se estaba relajando, ya no tenía la presión de tener tanto dinero efectivo en los bolsillos. Fue como quitarse un peso de encima.

—Ah, qué bien. Estupendo —celebró Arturo con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Nos está yendo bien, entonces.

—Sí, papito —afirmó Ana optimista—. De momento es así, ya sabes que hay días buenos y otros no tanto. Pero no nos podemos quejar.

—Lo sé, hija.

—¿Cómo está tu pierna hoy? —Ana siempre le preguntaba eso, era ya un acto reflejo.

—Mejorando, no duele nada. —Sin saber por qué, Arturo mintió, en realidad le dolía, no era algo que no pudiera soportar, pero lo hacía de todas formas.

—¡Qué bueno! Pronto estarás como siempre —sentenció Ana contenta.

Arturo sonrió, nuevamente sin ganas. A Jason no le pasó desapercibido ese gesto, sabía que algo pasaba. Ser muy observador, fue algo que lo aprendió con el tiempo, así podía medir a las personas. Lo hacía por instinto, no porque quisiera hacerlo a propósito, pero no podía negar que eso le daba cierta ventaja, sobre todo con sus seres queridos.

La puerta de la librería se abrió intempestivamente, una sonriente Carmen entró saludando a todos con cariño. Apenas tenía rastros de los golpes que recibió un par de semanas atrás. Arturo no la veía desde el viernes en la tarde cuando ella le ayudó a cerrar el local y le pareció que había pasado mucho tiempo.

La sonrisa de ella siempre era tímida, renuente a demostrar más, pero esa mañana aquella sonrisa era radiante. Era la de una mujer que estaba verdaderamente contenta. Arturo no tenía ni un atisbo de duda de ello.

Era impresionante, nunca la había visto así, ni siquiera treinta años atrás cuando era una chiquilla. Tal vez, la única persona que vio esa sonrisa fue Freddy.

Arturo al saludarla también sonrió, sacándolo súbitamente de su estado mental melancólico. La sonrisa de Carmen le hizo sentir bien al saber que ella estuviera contenta.

Y como si la realidad le diera una bofetada, él se dio cuenta de que le tenía mucho cariño a la madre de Jason. Era una mujer que contaba con todo su respeto y admiración. Él no hubiera aguantado ni la tercera parte de lo que ella vivió.

Ya se había enterado de lo que le sucedió en el rostro, Ana se lo contó a grandes rasgos para que él no metiera la pata haciendo preguntas que tal vez no serían las adecuadas, y le recomendó que fuera en extremo cuidadoso. Carmen estaba empezando una nueva vida, lo mejor era dejar el pasado atrás. Pero según el criterio de Arturo, era imposible olvidar el pasado, Carmen solo podría superarlo cuando aprendiera a darle su lugar, sin dejar que ello determinara lo que le quedaba de vida, y que era mucho.

—¿Alguien quiere algo para desayunar? —ofreció Ana animada—. Hoy invito.

—Un jugo de naranja y un sándwich de ave palta, por favor —solicitó Arturo, al tiempo que su estómago rugía, estar meditabundo le hacía olvidar que debía comer.

—Yo ya desayuné, mijita, no te preocupí —rehusó Carmen con amabilidad—. Pero traje algo pa’ que toos comamos. —De su enorme cartera sacó una bolsa y al abrirla el aroma del pan amasado invadió cada rincón de la librería.

—Ya no me traigas el sándwich, Anita. Con este manjar me basta y me sobra —aseveró Arturo cambiando de opinión. Se le hacía agua la boca—. No me diga que se levantó tan temprano para hacer pan amasado.

—Ay no, Arturo. Lo hice anoche, solo le di una calentaita en el horno antes de salir. Estaba antojada de pan amasao —respondió, quitándole importancia al asunto.

—Da igual, aunque tenga una semana, ese pan es maravilloso —halagó Arturo como si fuera un chiquillo, y sin preocuparse siquiera de que estaban los hijos de ambos presentes.

Ana y Jason alzaron sus cejas al mismo tiempo ante ese intercambio tan… familiar. Por lo general, Arturo trataba con mucho respeto y cierta distancia a Carmen, y ella a su vez, hacía lo mismo, por lo que les sorprendió aquella situación

—Voy por el jugo —anunció Ana un tanto desconcertada. Decidió que traería uno para su papá y otro para Carmencita, a Jason no había qué preguntarle, un cajita de leche con chocolate y para ella un café. Arturo era el más caprichoso cuando se trataba de desayunos y había que preguntarle siempre.

—No aguanto más… —Arturo osó meter una mano en la bolsa y se ganó un golpecito por parte de Carmen.

—No, cuando llegue Anita repartimos, se va a atorar si no tiene naa para bajar el pan —reprendió mientras se le dibujaba una sonrisa maliciosa.

—Ya, ya, usted manda —accedió Arturo sobándose la mano, exagerando el gesto.

Jason parpadeó, miró a su madre y a Arturo de manera alternada. Su suegro había llegado de un humor extraño, hasta pudo interpretarlo como triste, lo cual le preocupó. Pero cuando su mamá entró sonriendo —de una manera que muy, muy pocas veces había visto en su vida—, el semblante de Arturo cambió, casi como si hubiera rejuvenecido, y agregando ese inusual intercambio por el pan amasado…

Se preguntó si era solo por el pan o si había algo más naciendo entre ellos.

Irónicamente, ese pensamiento no le molestó a Jason. Conocía a Arturo y sabía que era una buena persona. Cualquier hombre que es capaz de criar a una mujer como Ana merecía que le pusieran un altar. Estaba a años luz de ser como el sádico de Ramiro.

Rápidamente, Jason empezó a trazar conjeturas. No estaba seguro si era lo mejor para su mamá tener una relación amorosa por el hecho de haber enviudado de una forma repentina y traumática. Toda su vida marital fue traumática, a decir verdad. A excepción de sus breves meses de relación con su padre, ella no conocía el amor real. Jason tenía la certeza de que si algo ocurría entre su suegro y su madre —independiente del resultado—, iba a ser al menos una buena experiencia para Carmen. Tal vez al fin iba a saber lo que era tener una relación sana, sin necesidad de esconderse, como lo fue con Frederick, o de ser golpeada o insultada hasta por respirar, como sucedió con Ramiro.

Su madre también necesitaba una vida… normal. Tal como la que estaba disfrutando él, a pesar de todas las vicisitudes que estaban viviendo por los robos.

Decidió en ese momento que no intervendría, dejaría que su madre hiciera lo que quisiera con toda la libertad que nunca tuvo. Hablaría con sus hermanos para que hicieran lo mismo, y también, en algún momento, le plantearía el tema a Ana. Ella le preocupaba, no sabía si iba a reaccionar bien.

De lo único que estaba seguro era que Carmen debía vivir. Empezar de cero, porque ella quería, lo deseaba, lo necesitaba con toda su alma.

Y él no se lo iba a impedir.

 

*****

 

Llevaba toda la maldita mañana en ese lugar. Llegó a eso de las ocho y media de la mañana para apostarse en uno de sus puntos de observación y hasta el momento no había novedad.

Primero llegó la mina acompañada por el tipo que últimamente no la dejaba ni a sol ni a sombra. Cuando empezó a montar guardia se dio cuenta de que ya no estaba el cuiquito estirado, y en su lugar estaba el moreno grandote. Ese tipo no le gustaba, se lo ponía todo más complicado.

Después llegó el dueño del local, y otra señora. Minutos más tarde salió la muchacha sola, la siguió con la ilusión de que iba a depositar, pero grande fue su decepción al ver que solo compraba jugo y café para luego volver al local.

Luego de eso, nadie más salió.

La mañana se estaba tornando seca y sofocante, y la temperatura subía conforme las horas pasaban. A eso del mediodía el calor era insoportable. Las dos veces que pudo hacer los robos fue fácil, eran bastante predecibles, siempre iba uno entre las once de la mañana y la una de la tarde.

De pronto la pareja salió, caminaron de la mano hasta el semáforo que estaba en la esquina, se dieron un beso demasiado largo para su gusto y tomaron caminos separados.

¡Maldición! ¡No sabía a quién mierda seguir! Optó por lo fácil, seguir a la mujer.

Estuvo tras sus pasos, caminó derecho por el Paseo Huérfanos, luego tomó el Paseo Ahumada. Pero no se detuvo en el banco, siguió de largo hasta llegar a la estación del metro Cal y Canto. El tipo pensó que si la mujer tomaba el tren iba a dejar de perseguirla, pero ella lo sacó de su error al pasar de largo y se dirigió al otro extremo de la estación, probablemente para evitar el intenso tráfico y los semáforos que convergían en esa parte de la ciudad. El hombre pensó que la mujer se tomaba demasiadas molestias en bajar y subir escaleras solo para evitar cruzar la calle en la superficie.

Se acercó un poco más a ella, había demasiada gente y no quería perderla de vista cuando saliera de la estación de metro.

Volvió a maldecir cuando se dio cuenta hacia donde se dirigía la mujer. La estación Mapocho. No tenía puta idea de qué hacer, si montar guardia en la librería o en la maldita FILSA, se quedó ahí esperando por una hora a que saliera. Pero nada pasó. Resopló molesto, la situación no podía empeorar.

Iba a necesitar demasiada suerte. Era una montaña de mierda el dato que les habían dado. No era trabajo para uno solo. Lo malo es que no se atrevía a volver sin la plata, pero no tenía alternativa, debía plantearle a Danilo que no era un trabajo que se podía llevar a cabo solo. Rogaba al cielo pillarlo de buenas porque ese hombre era capaz de meterle plomo hasta en las pelotas.

Escupió en el suelo, molesto, no había opción, antes de hablar con Danilo debía encontrar a algún pendejo que le ayudara a montar guardia. Esos por un poco de plata y aprender las mañas del «negocio» hacían cualquier cosa.

Debía ir con todas las respuestas, no iba a arriesgarse a despertar la cólera de Danilo. Si fue capaz de matar al Yeison, no imaginaba hasta donde podía llegar.