Capítulo 17
Ana intentaba abrir la puerta del departamento donde vivía. Detrás de ella estaba Jason, tocándola por todas partes y sin disimulo, solo por el simple placer de poder hacerlo. Le encantaba provocarla, encenderla… y frustrarla. Sabía que, tarde o temprano, ella se desquitaría.
La mejor parte era cuando ella se desquitaba.
—Basta, Jason —protestó Ana, sonando nada convencida—. Después no te quejes —advirtió con una media sonrisa, tanteando, a ciegas, con su mano izquierda hasta tocar el bulto a medio despertar de su hombre.
Jason atrapó la mano de ella y presionó más.
—Ya po’h, Ani. Te estás demorando demasiado en abrir la puerta —apremió Jason socarrón.
—No me dejas concentrarme. Deja quietas tus manos.
—No, hasta que abras. Estoy probando tu aguante.
Era un juego divertido, erótico y espontáneo. Y Jason nuevamente se había transformado, se le notaba más confiado, incluso, más sonriente y feliz.
Ana logró abrir, y Jason cesó automáticamente con su juego. Ella todavía agitada intentó relajarse y aparentar naturalidad.
—Hola, papá —saludó al entrar a la casa.
—Hola, Anita —saludó de vuelta Arturo que estaba viendo televisión en la sala de estar. Ana se acercó a él y le dio un beso en la mejilla—. Hola, muchacho. Tantos días —dijo al notar que también estaba Jason entrando a su hogar—. ¿Alguna novedad?
—Papá, déjalo respirar un poco —reprendió Ana que todavía no le contaba a Arturo acerca de su relación con Jason. No por avergonzarse de ello, sino porque su padre no podría comprender que haya cambiado de novio en un santiamén.
Por eso mismo había con ido con Jason ese día, deseaba transparentar la situación. Ana encontraba estúpido hacer eso, pero poco podía hacer con los resabios del machismo de la generación de su padre.
—Buenas tardes, Arturo —respondió Jason con su tono de hombre serio, profesional. Ana no sabía qué faceta le gustaba más. A decir verdad, le gustaba todo de él—. De momento no hay ninguna novedad —informó tomando asiento en un sillón que estaba al lado derecho del sofá donde estaba sentado el padre de Ana.
—Buenísimo —celebró Arturo.
—¿Y mi tía Nancy, papá? —interrogó Ana extrañada, por lo general su tía no se iba hasta que ella llegaba. Miraba por todas partes, pero al parecer su padre estaba solo.
—Tuvo que partir cascando de aquí, Amelia empezó con los dolores de parto —explicó Arturo.
—¿Tan pronto va a nacer, el bebé?
—¿Cómo que tan pronto? Si estaba que reventaba tu prima. Han pasado demasiadas cosas últimamente, no me extraña que no te enteres de nada.
Ana se quedó pensativa, preocupada no por su prima, más bien por su padre, que todavía debía mantenerse en reposo. Por su edad, el hueso estaba tardando un poco más en soldar y necesitaba que alguien se hiciera cargo de él, y que lo vigilara de no hacer algo estúpido.
—¿Por qué pones esa cara, Ani? ¿Pasa algo? —preguntó Jason evidenciando su preocupación.
—Pues, estoy complicada, porque necesito que alguien se quede con mi papá. Más encima mañana tengo la reunión de la Cámara Chilena del Libro y voy a llegar más tarde.
A Arturo no le hacía mucha gracia depender de nadie, y mucho menos que su hija se quedara en casa para cuidarlo a él y, a pesar de que Jason era brillante y confiaba en él, no podía pretender que manejara solo todo el asunto por demasiados días.
—Hija, me las puedo arreglar sin problemas. Ya ha pasado más de una semana y…
—Y el traumatólogo dijo que debías pasar otra semana más para que se suelde bien el hueso y puedas empezar a apoyar el pie —rebatió el intento de argumento de su padre.
—Ani, si quieres puedo llamar a mi mamá para que nos eche una mano —propuso Jason, relajado.
A Arturo no le pasó inadvertido el trato familiar que ambos tenían. Era distraído, pero no estúpido. Mas no dijo nada, mejor observaría a ese par en silencio.
—¿Tú crees que Carmencita aceptará? —interrogó Ana no muy convencida—. Dile que le puedo pagar por el día, que lo tome como un trabajo.
Jason pensó que era una buena opción, que le ofrecieran a su madre un pago por su trabajo, en vez de ir y solo pedirle un favor. Ya era suficiente de que hiciera todo gratis. Recordó que la única vez que trabajó fue cuando conoció a su padre. Ni siquiera en esa época supo lo que era independencia. Todo lo que ganaba iba a parar a ayudar a la economía familiar.
—No hay problema, yo le digo —accedió y sacó su celular para marcar—. ¿En qué consiste el trabajo?
—Cuidar a mi papá, soportarlo, y hacerle de comer… Algo más saludable porque mi tía Nancy da raciones enormes y lo mima con demasiados dulces —estipuló Ana con su modo de general de ejército encendido—. Y ya se está notando una panza que antes no existía —remató mirando a Arturo como si le estuviera reprendiendo, ella sabía que últimamente las galletas eran una debilidad para su padre.
Jason intentando no reír, llamó a su madre y le explicó el problema. Carmen dijo que sí incluso antes de llegar a la parte de que su trabajo iba a ser remunerado. Pero Jason testarudo, le recalcó que era un trabajo y que no era un simple favor. Carmen le restó importancia al asunto, aceptando ir acompañada por Jason al día siguiente a las nueve y media de la mañana.
Jason cortó el llamado y miró a Ana.
—Todo arreglado. Mañana la vengo a dejar para que se haga cargo de Arturo.
—Ustedes dos hablan y deciden como si yo no estuviera presente —reprochó Arturo frunciendo el ceño. Odiaba estar enfermo, se sentía inútil. Le costaba lidiar con la dependencia, en cualquier grado—… o peor aún, como si tuviera tres años. Fíjense que tengo cincuenta y cinco más.
—Pero si te vuelves infumable, po’h, papá —replicó Ana poniendo sus manos en sus caderas—. ¿Has comido algo? ¿A qué hora se fue mi tía?
—Sí, almorcé y hace dos horas me comí unas galletitas —refunfuñó Arturo—. Tu tía se fue hace un rato, no estuve tanto tiempo solo.
—Bien… Voy a preparar la once entonces —anunció dando un resoplido. Debía reconocer que estaba cansada y no tenía muchas ganas de preparar nada, pero tenía hambre. Jason la había dejado agotada, en la mañana antes de abrir y en la tarde al cerrar.
Tenía un apetito sexual voraz. Supuso que se le iba a pasar en cuanto él se acostumbrara o cuando ella dejara de ser novedad.
Ilusa. Si supiera que su morenazo solo empeoraba.
—Te ayudo, Ani —ofreció Jason, solícito, levantándose de su asiento—. Conocía esa expresión, hacía muchos años que no la veía. Le recordaba a su madre cuando Ramiro llegaba y su madre tenía que servirle. El hombre solo se sentaba a la mesa a esperar a que su mujer le pusiera el plato de comida caliente. Odió ese recuerdo, sobre todo cuando él siendo pequeño se ofreció de la misma forma para ayudar a su madre y Ramiro se lo impidió con una bofetada. No debía hacer cosas de mujeres.
Nunca.
—Gracias —dijo ella con una sonrisa, dirigiéndose a la cocina—. Voy a poner el agua.
Jason la siguió, desprendiéndose del sabor amargo de aquel fugaz recuerdo.
Arturo los siguió con la mirada.
Sí, algo pasaba entre esos dos. Le molestaba un poco la idea de que su hija ya se hubiera involucrado con un hombre si apenas había terminado con el imbécil de Joaquín. Él se cuestionaba si había criado bien a su hija, no deseaba que actuara por despecho o que se volviera casquivana, que no se respetara a sí misma…
—¿Los tazones? —Arturo logró escuchar desde su lugar la pregunta que Jason le hacía a Ana.
—Allá en ese mueble —indicó su hija…
Lo único que esperaba Arturo era que no se hicieran los tarados. No estaba para que le anduvieran ocultando cosas importantes. Se suponía que todos eran adultos.
Al menos debía reconocer que Jason sí valía la pena, a diferencia del otro imbécil, ladrón e infiel —Ana y Jason le omitieron la parte degenerada porque ya era demasiado—… Miró al cielo invocando a su difunta esposa esperando alguna señal. Hacía tiempo que no encontraba respuestas, siempre fue complicado terminar de criar a una hija solo. Tal vez pecó de ser demasiado estricto y Ana vivió algunas etapas de manera tardía, sobre todo en la sentimental. Cuando Ana se enamoraba era entregada, igual que su madre que lo amó con intensidad, pero la diferencia entre ambas era que su hija había tenido muy mala suerte con los hombres con los cuales se involucró.
Un imbécil inseguro y egoísta, y el otro, el rey de los imbéciles.
Arturo esperaba que Jason fuera digno del amor de su hija. Hasta el momento no daba indicios de imbécil, no actuaba como los otros, que era notoria su imbecilidad. Ana podía ocultar muchas cosas —como toda mujer—, pero lo que no podía esconder eran las sonrisas y el brillo de sus ojos cuando estaba enamorada. Era como tapar el sol con un dedo. Y para él era evidente.
—Ya, papá. Está listo… Jason, ¿puedes ayudarlo a que se siente a la mesa, por favor?
—Claro —accedió, y en tres segundos Arturo lo tenía frente a él. En silencio se apoyó en Jason y apenas pisando con su pie enyesado logró sentarse a la mesa.
Ana y Jason habían servido huevos revueltos con queso gouda, jamón de pavo, pan de marraqueta y té. Delicioso.
Arturo volvió a mirar al cielo, ¿cómo pretendía su hija que adelgazara dejando de comer cosas tan ricas? Imposible.
Todos comieron y disfrutaron de la once conversando acerca de la reunión de la Cámara y la resignación de Ana a asistir, tanto porque era un asunto importante para la librería, como por ir descartando líneas investigativas. A pesar de las millones de cosas que habían sucedido en los últimos días, era un tema que preocupaba a Jason para finiquitar el asunto de los asaltos en el corto plazo.
—Papá —dijo Ana quebrando el par de segundos en que todos estaban en silencio. Las tazas estaba vacías y los estómagos llenos. Inspiró profundo y se lanzó—. Jason no solo está aquí por el tema de la reunión. Queremos contarte algo. —Miró a ese hermoso hombre moreno por unos segundos y luego le dio la mano—. Él y yo somos novios —reconoció esperando la cara larga de Arturo o algún comentario mordaz.
—No me digas —mintió Arturo fingiendo sorpresa, una muy bien actuada—. Bueno, no tengo mucho que decir. Eres una mujer adulta y eres libre de estar con quien quieras —declaró Arturo ante la incredulidad de Ana por su actitud tan relajada.
Ana no podía articular ninguna palabra, todo se sumió en un largo silencio.
—Más te vale que no me salgas con ningún numerito raro, Jason. Si haces sufrir a mi hija, te juro que me volveré a quebrar la pierna, pero pateándote las bolas —prometió serio y convencido.
Era demasiada maravilla su actitud comprensiva. Arturo no estaba bromeando. No podía decirle nada a su hija, pero bien podía amenazar a su flamante yerno. Bueno, Ana tampoco podía culpar a su padre por tener esa actitud, Arturo no conocía del todo a Jason, ni su pasado ni sus cargas emocionales como ella, así que era libre de imaginar y conjeturar cualquier cosa y, sobre todo, generalizar.
—Sí, señor —afirmó Jason con solemnidad, cosa que también sorprendió a Ana. Por un segundo pensó que iba a dar algún discurso defendiendo su honor—. No los defraudaré —prometió serio.
—Bien, eso es todo, con eso me basta. Ahora lárguense y vayan a hacer cosas de pololos… Llévala al cine, por favor. —«A un motel, no. Al cine, al cine», pensó el lado protector de Arturo todavía imaginando a su Anita como si tuviera cinco años… Pobre, era mejor que viviera en la ignorancia paternal de no saber qué era lo que ocurría en su bodega—. Que se ventile un poco esta niña.
Jason rió. No era una mala idea. Nunca había ido al cine acompañado.
—Están dando «Los siete magníficos», ¿la viste? —preguntó Jason. Ana sonrió como si le hubiera propuesto un viaje para cenar en París.
—No la he visto. Vamos que ya va a salir de cartelera —aceptó entusiasmada. Al fin podía ver películas de acción en paz.
—Vamos, entonces —dictaminó Jason contento —. El próximo mes estrenan «Doctor Strange» quiero puro verla.
—¡Yeiiiii! ¡Yo también! —celebró Ana aplaudiendo como si fuera una niña.
*****
Al día siguiente, a las nueve y media, tocaron el timbre en el departamento de Arturo. Ana, al abrir la puerta se encontró con Carmen, que lucía un mejor aspecto que la última vez que la vio, y sonrió. Se alegró mucho por ello, luego miró a Jason y se veía… extraño. Se había afeitado, usaba camisa estilo slim fit burdeos y pantalón de vestir verde olivo. Impactante el cambio, parecía otra persona.
—Hola, Carmencita… —Besó en la mejilla a su, cada día más hermosa, suegra—. Hola, morenazo —saludó piropeando a ese hombre que era como tener muchos a la vez. Imposible aburrirse de él. Este era Jason, el hombre de mundo, pero casual.
Lo besó fugaz y los hizo pasar.
—Mi papá está en el baño —informó Ana complicada, justificando la ausencia de su padre, antes de que preguntaran por él—. Es la peor parte, Carmencita. Ahí se pone todo cascarrabias, tú solo ignóralo. El resto del día va a ser más civilizado —advirtió esperando que su suegra entendiera y no se ofendiera si su padre se extralimitaba.
—No te preocupí, mi niña. He tratado con peores —comentó relajada Carmen. Ana pensó inmediatamente en los eventos sucedidos el fin de semana pasado.
Definitivamente había tratado con lo peor del género masculino. Su padre podía ser un príncipe encantador en comparación con el difunto.
—Tiene toda la razón, Carmencita. Pero no le aguante ni una si se pone idiota. Mano dura nomás con él —animó Ana para darle, en cierto modo, algo de seguridad.
—Cualquier cosa nos puedes llamar a mí o a Ani, mamá —continuó Jason—. Guardé el número de ella y el de la librería en tu celular.
—Ya, hijito. No hay problema.
—¡Ana, ya! —exclamó Arturo con un tono amargo.
—Denme unos segundos. Ya volvemos —Ana se excusó y se dirigió al baño.
Jason y Carmen se quedaron en silencio y solo se escuchaba el sonido de la televisión encendida.
Carmen observaba el departamento. Aquel lugar le traía recuerdos. Si bien no era el mismo departamento, sí era el mismo edificio donde vivió los días más felices de su vida. Si no mal recordaba, Frederick vivió dos pisos más arriba.
Todos los departamentos tenían la misma distribución. Carmen viajó en el tiempo. Era extraño volver, había pasado tanto tiempo.
Siguió en silencio, prefería guardar ese secreto. Después de todo, era inútil decirle a su hijo que dos pisos más arriba vivió su padre.
—¿Estás bien, mamita? —interrogó Jason ante el mutismo de su madre.
—Sí, mi niño. —Acarició el rostro de su hijo con nostalgia. Cuando se afeitaba era el vivo retrato de Freddy. Jason reconoció esa mirada. Felicidad y melancolía—. Estoy muy bien.
Jason tenía sentimientos encontrados ante esa mirada, por una parte sentía todo el amor de su madre, y todos los sacrificios que ella hizo. Y por otra, le pesaba el corazón que su madre todavía amara a un hombre que llevaba treinta años muerto, porque fue el único que la quiso.
Y por Dios que sabía que Carmen merecía mucho más que eso. Jason estaba disfrutando de un amor recíproco, puro y apasionado con Ana. Un amor que, tal vez, era parecido al que su madre vivió, era lógico, ella fue joven y amó con locura, ahora la entendía un poco más. Le entristecía que Carmen amara a un fantasma, le entristecía que viviera solo de recuerdos para soportar el presente. Le partía el corazón parecerse tanto a su padre y recordarle todo lo vivido una y otra vez.
—Con cuidado, papito —pidió Ana entrando a la sala de estar con su padre, movilizándose con ayuda de muletas que odiaba con su alma.
Arturo dirigió su atención a Jason y luego a su madre. Le sorprendió lo joven que era aquella mujer, y también el evidente moretón en el ojo derecho y la costra de un corte en el labio inferior. Dudaba mucho que una puerta hubiera hecho semejante daño y sintió una profunda compasión por ella.
Decidió no comportarse como idiota, por consideración.
—Bien, todavía no te sientes, papá. Ella es Carmencita, la mamá de Jason —presentó Ana con soltura.
—Buenos días, Carmencita. —Con algo de dificultad, Arturo sostuvo la muleta y le extendió la mano—. Un gusto.
—Buenos días, don Arturo —saludó Carmen con formalidad y le estrechó la mano, guardando las distancias, después de todo, era el patrón.
—No, no, no… nada de «don Arturo». Si somos consuegros, gracias a este parcito. Arturo a secas, nomás —sentenció mientras saludaba con un gesto a Jason, que respondía de la misma manera.
Carmen le sonrió con simpatía tanto como soportó su labio sin doler. La voz grave de Arturo destilaba educación y amabilidad.
Ana era como su padre, parecían ser de clase social alta, pero no lo eran, solo eran personas normales pero con más roce social, mas cultas. No la miraban con desdén, lo hacían como si ella fuera igual a ellos.
Cómo si eso fuera posible.
—Carmencita, siéntase como en su casa. Cualquier cosa que necesite, le pregunta a mi papá —indicó Ana.
Arturo se sentó en el sofá y Ana le subió la pierna fracturada y la dejó sobre la mesa de centro.
—Listo. —Ana le sonrió a Arturo, aliviada con la actitud de su padre. Al fin se comportaba como adulto, menos mal que sabía cuándo actuar como tal—. Nos vemos a la noche, papito. Pórtate bien —bromeó y le dio un beso de despedida—. Solo será por hoy que llegaremos tarde, Carmencita. No podemos faltar a la reunión de la cámara —explicó, a la vez que la madre de Jason asentía. Ella ya sabía aquello, su hijo la había preparado.
—Anda tranquila, mija. No te preocupí —aseguró Carmen—. Váyanse nomá a la pega, que se les hace tarde.
—Gracias, Carmencita. Eres un sol —dijo Ana despidiéndose de ella con un beso en la mejilla y un abrazo—. Ah, y se le ve precioso el vestido, parece chiquilla de treinta y cinco —halagó Ana provocando un leve sonrojo en Carmen.
—Ay, niña. Las cosas que decí.
—Nos vemos a la noche, mamita —se despidió Jason besando a su madre—. Nos vemos, Arturo. —Estrechó la mano de él, advirtiendo con la mirada que no se pusiera idiota con su madre. A su vez, Arturo hacía lo mismo devolviéndole el gesto, amenazando las penas del infierno a Jason si se ponía idiota con su hija.
Hombres.
Ana y Jason abandonaron el departamento. El silencio reinó en el lugar.
—Usted no ha cambiado mucho desde la última vez que la vi —afirmó Arturo—. No recordaba su nombre.
—Yo tampoco recordaba el suyo, pero su cara me era familiar —replicó Carmen—. ¿Y cómo está la señora…? —Dejó la pregunta en el aire, tampoco recordaba el nombre de la esposa de Arturo
—Sofía. Falleció hace quince años.
—Qué lástima… —Se quedó callada unos instantes, de verdad lamentaba que la señora hubiera fallecido tan joven—. ¿Sabe qué pasó después de que murió don Freddy? —preguntó mirando en dirección al piso de arriba, haciéndose la desentendida.
—La madre de él vendió todo. Nunca más supimos de ella, supongo que se murió. Ya en ese entonces era vieja la señora esa —contó Arturo, haciendo memoria, y evidenciando que aquella mujer no era un recuerdo grato.
—Ah.
—Ahora vengo a notar el parecido. Es idéntico a él… —aseguró Arturo—. No recordaba que su apellido era Holt, se me había grabado el segundo… Undurraga, lo encontraba más rimbombante. Han pasado demasiados años.
Arturo y Sofía eran un joven matrimonio cuando llegaron al edificio. Eran amigos de Frederick Holt, el padre de Jason, y solían asistir a las reuniones y fiestas que él realizaba. Nunca se enteraron —ni imaginaron— el idilio que sostuvo con Carmen, que en ese entonces, era apenas una chiquilla que hacía su trabajo prácticamente en silencio.
Las increíbles vueltas de la vida.
Después de treinta años se venía a enterar que esa chiquilla había tenido un hijo con Frederick, el solterón empedernido y que todo el mundo pensaba que era gay.
Jason era su vivo retrato.
Y definitivamente, Frederick nunca fue gay.
No eran necesarias, las explicaciones. No obstante, Arturo tenía curiosidad de saber qué había pasado durante todo ese tiempo. No conoció en profundidad a Carmen, que nunca rebasó los límites de la confianza y no pasaba más allá del saludo cuando se trataba de las visitas de su patrón.
Arturo creía que conocía a Frederick, pero se daba cuenta que nunca lo conoció del todo. Supuso que mantuvo todo en secreto, dado el carácter dominante, posesivo y clasista de la madre de él, que incluso miraba con desdén al joven matrimonio vecino de su hijo.
—Sí, demasiados. Más de treinta años…
—¿Todavía hace ese pan amasado perfecto? Nunca probé otro igual. Sofía era re mala para hacer masas —preguntó Arturo por aquello que nunca olvidó de aquella chiquilla. El talento que tenía para la cocina—. Casi pierdo los dientes la vez que intentó hacer, parecían unas lindas rocas de harina.
Carmen rio. Era la primera vez que Arturo escuchaba reír a esa mujer. Le llamaba la atención, parecía que ella temía hacerlo demasiado fuerte.
—Hasta donde sé, todavía tengo las manos buenas —respondió Carmen socarrona—. Supongo que puedo hacerle un poquito, don Arturo.
—No me llame «don Arturo», somos iguales —reprendió con suavidad—. Será un placer comer ese delicioso pan después de tantos años.
—No sea chupamedias. Es solo pan —rebatió vehemente, ocultando su timidez. Era incómodo escuchar halagos y que fuera recordada por el sabor del pan amasado que ella preparaba y que nadie nunca igualó.
Ramiro siempre le hallaba defectos a todo lo que ella preparaba, demasiada sal, poca sazón, el arroz no estaba bien graneado, el puré demasiado seco, la carne muy cocida. En fin, Carmen jamás volvió a escuchar que lo que preparaba era «perfecto» o, al menos, «delicioso».
Se sentía bien que un conocido la recordara, después de tanto tiempo, por hacer algo perfecto.
Arturo sonrió. Nunca imaginó que aquella chiquilla que alguna vez conoció, fuera de esa manera. Una personalidad inusual que conjugaba una excesiva humildad con un carácter que vagaba entre la inseguridad y la fortaleza y, que por momentos, lo confundía.
A Arturo le parecía que por instantes, Carmen volvía a ser la chiquilla silenciosa que alguna vez fue.
Esa chiquilla que se llevó el más grande secreto de Frederick en su vientre y nunca más apareció.
*****
La puerta de la bodega se abrió con violencia. Ana y Jason se besaban como si no fuera a haber un mañana. Se devoraban, sus cuerpos eran un enredo de brazos y piernas que rozaban, tocaban, apretaban y rasguñaban al otro.
Estaban desesperados. En la mañana habían llegado un poco tarde y no hubo tiempo para la dosis matutina de sexo desenfrenado, rápido, apasionado y animal. Y durante el transcurso del día apenas pudieron mirarse. Fue un día muy bueno en términos de venta y ajetreado por los preparativos del stand de la librería en la FILSA que iba a desarrollarse la semana siguiente. Por lo que no tuvieron ninguna instancia para tocar, besar o sentir. Y ambos necesitaban de ello.
Solo necesitaban cinco minutos —tal vez diez— para desahogarse, antes de partir en dirección a la reunión de la Cámara Chilena del Libro.
—Me encantan esos vestidos —susurró Jason mientras su mano hurgaba bajo la falda hasta encontrar la…—. Lo sabía, no estás usando nada abajo… Ani, sei una ragazza perversa. Voglio essere dentro di te, adesso —declaró acariciando la húmeda intimidad de Ana. A Jason le encantaba empaparse los dedos de ella, tentarla, desesperarla… desesperarse por entrar en ella.
Ana jadeó ante ese sensual contacto. Adoraba las palabras de Jason en italiano, toda ella se tensaba al escucharlas, atrapando el placer que le daban los dedos de él. Pero ella no era pasiva, también adoraba torturar a ese hombre, hacerle perder el control. Con pericia abrió el pantalón y sin más ceremonias, liberó esa tensa, pesada y caliente longitud. La empuñó. Dios, cómo adoraba sentirlo duro y suave en su mano. Rozó solo un poco el borde del glande, arrancándole un quejido a Jason que de inmediato se movió buscando esa deliciosa fricción.
Ana quiso darle algo más.
Se arrodilló frente a él, lamiéndose los labios. Era su turno de probar. No se consideraba especialmente diestra en aquel arte, dado que las pocas veces que lo intentó, el innombrable tomaba el control, embistiendo sin cuidado, y le hacía sentir que solo la usaba. Lo evitaba a toda costa.
Ahora quería probar que tanto Jason la dejaba ser, cuanto control y poder le iba a otorgar.
Jason miraba desde arriba esa cabellera castaña, ese cuerpo menudo, esas manos que lo tomaban con avaricia. Esa cálida boca tentadora.
Cerró los ojos y echó la cabeza para atrás cuando sintió esa humedad envolvente, esos labios que se ceñían en torno a él y lo arrastraban a un vórtice de sensaciones. No quería mirarla, le bastó solo con ver cómo ella se arrodillaba frente a él para sentir que iba a estallar. Si miraba lo que Ana le hacía, iba a acabar sin remedio, sin aviso… Deseaba disfrutar ese regalo.
Ana jugaba, se dio el tiempo de saborear, lamer, engullir. A veces lento, a veces rápido. A veces tierna, a veces llena de lascivia. Y lo disfrutaba, sobre todo al escuchar esos siseos roncos, al sentir esas caricias en su cabello, al notar cómo él se refrenaba o solo le ayudaba para indicarle el ritmo, para que lo conociera, pero nunca para imponerle ni para usarla.
Era maravilloso saber que podía dar verdadero placer de esa manera, que Jason se deleitaba con todo lo que ella le daba. La excitaba sentir que tenía el poder de alargar el juego o terminarlo, obligándolo a llegar al final.
Pero eso no estaba en sus planes en aquel momento, deseaba sentirlo dentro de ella, empujándola con fuerza, que la llevara directo al éxtasis y sin escalas.
Lo quería rápido. Lo quería ya.
—A la silla, ahora —demandó Ana, cuando dejó a Jason al borde del orgasmo.
Sin perder ni un segundo Jason la tomó de la mano y se internó al final de la bodega. Ni siquiera se iban a tomar la molestia de desvestirse. Él solo se sentó dejando solo al descubierto su prominente y orgullosa erección, bajando su ropa solo lo necesario. Ana se mordió el labio, adoraba verlo así, como si él le dijera «ven a tomar lo que es tuyo».
Y así lo hizo.
Lo montó como si fuera una amazona. De hecho, así se sentía, tomaba y poseía a ese hombre a placer. Jason se aferró a sus caderas en cuanto sintió el interior resbaladizo y ardiente de Ana, recibiéndolo, cerniéndose a su alrededor y ajustándose a la perfección a él. Era algo prodigioso sentir piel con piel, sin barreras, fusionándose, fundiéndose en un solo ser.
Siendo uno, solo uno.
—Lasciatemi riempirti… Déjame llenarte, bella… —susurró liberando con brusquedad los pechos de Ana, para luego chupar y lamer con lujuria, a la vez que profundizaba sus embestidas, alcanzando nuevos niveles de frenesí que solo enardecían a esa preciosa mujer.
Adoraba provocarla, hacerla gemir, disfrutar, que se soltara y fuera una verdadera hembra. Cumplirle sus deseos y fantasías para complacerla, porque de esa manera, ella le entregaría todo, sin dudar, sin ocultarle lo que ella anhelaba.
Y él era feliz dándole todo, entregándose sin guardarse nada.
Ana se aferró al cuello de Jason envuelta en esa espiral de fruición, que le hacía sentir que estaba a punto de morir de deleite. Nunca el placer era igual, siempre era diferente, pero de cualquier modo, no variaba la intensidad, el gozo, esa indescriptible sensación de felicidad y liberación que solo alcanzaba con él.
Jason era la pieza fundamental del frenesí que ella lograba, con él los orgasmos eran algo extraordinario. Él era extraordinario y le hacía sentir que ella también lo era.
Juntos lograban lo imposible.
—Quiero sentirte, Ani —demandó acometiendo con vigor y constancia—. Dámelo todo… ¡Todo! —azuzó mirándola a los ojos. Verde y castaño se encontraron—. ¡Todo!
Y ella se lo dio.
El interior de ella se contrajo al alcanzar el éxtasis. Jason lo sintió; su miembro atrapado entre los espasmos de placer; ese palpitar que para él apenas era un atisbo del inmenso deleite que recorría cada célula del cuerpo de Ana, pero era suficiente para saber que ella estaba ahogada en un océano de sensaciones.
Y era suficiente para él, se lo bebió todo, hasta que ella aflojó su agarre y sus músculos se relajaron disfrutando los últimos estertores de ese orgasmo devastador.
Siguió embistiendo, bajando la intensidad hasta detenerse por unos momentos. Ana tenía su cabeza apoyada en su hombro intentando recuperar el aliento. Jason la abrazó, adoraba tenerla entre sus brazos, sentirla suya.
—Te quiero tanto, Jason —declaró Ana en apenas un murmullo que llegó claro a sus oídos.
—Yo también, mi bella Ani. Me haces tan feliz…
—¿En serio?
—El simple hecho de encontrarte, de encontrarnos, hace que todo lo que he vivido valga la pena.
—Jason…
No pudo seguir hablando, Jason la besó profundo, con fervor, con adoración, a la vez que se hundía en ella, reiniciando esa unión, haciendo que el deseo los volviera a invadir con la misma intensidad de hace unos minutos.
Ana lo siguió, con brío renovado, sintiendo que un nuevo clímax se construía dentro de ella con una rapidez inusitada. Cada acometida, cada retirada la precipitaba hacia la liberación.
Jason no podía creerlo, volvía a sentirla, pero esta vez se dejaría llevar; porque deseaba colmarla, llenarla de su esencia, marcarla y sentir ese aroma que adoraba, el de su unión.
Ambos cogieron un ritmo castigador, casi violento. Ana no gemía, gritaba. Jason no jadeaba, gruñía con furia enterrando sus dedos en las nalgas de Ana, potenciando esa embestida, para que ella lo sintiera bien adentro, tanto como pudiera. Era delicioso, brutal, y también eran ellos.
Podían ser dulces, apasionados, bestiales, lascivos, románticos. Podían serlo todo. Sin restricciones.
Jason no soportó, el orgasmo se apoderó de cada fibra de su ser, arrasando con su cordura, apenas creyendo que podía sentirse de esa manera tan carnal y sublime. Se derramó una y otra vez en el interior de Ana, tan profundo como pudo llegar. Y ella, al sentir cómo Jason alcanzaba el orgasmo, desató el propio, siguiéndolo, sintiéndolo en su centro como una onda expansiva que le dejó la mente en blanco por unos instantes, donde solo era capaz de sentir aquel cálido y dorado sentimiento que le llenaba el alma, el cuerpo, el corazón.
Nunca, jamás en su vida se había sentido así, con esa fuerza abrumadora. Con nadie.
Lo miró a los ojos, no podía dejar de admirar ese verdor transparente que lo expresaba todo y la vez le ocultaba secretos que ella deseaba develar. Quería descubrirlo y no le importaba si le tomaba toda la vida. Un sentimiento nuevo crecía a pasos agigantados, y solo Jason lo provocaba. Solo él. Nunca nadie antes que él.
Solo esperaba que él sintiera lo mismo que ella, porque definitiva e indiscutiblemente, ella ya lo amaba. Y estaba segura que nunca dejaría de hacerlo, que podría estar toda su existencia amándolo.
Sí, eso era amor.