Capítulo 18

 

 

La reunión de la cámara fue la cosa más enervante a la cual haya asistido Jason en toda su vida. Ana era la única mujer entre una veintena de hombres mayores de cincuenta años que la trataban de manera condescendiente, y con un velado machismo, como si por el simple hecho de ser una joven mujer, no tuviera derecho a tener cerebro. Jason estaba que echaba humo por las orejas, pero se contuvo de ello para no entorpecer las conversaciones, aparentemente, casuales. Su rictus era serio, insondable, mas no reflejaba esa furia que apenas contenía.

Para los demás, el hombre que acompañaba a Ana era serio, interesante, reservado e inspiraba confianza.

Cuando Ana presentaba a Jason como el nuevo socio de Arturo, la actitud de ellos cambiaba de forma radical. Empezaban a ignorar de plano a Ana y enfocaban su atención en Jason.

Todos, sin excepción.

Ana internamente rodaba sus ojos hasta dejarlos en blanco, estaba habituada a que siempre la ignoraran, pero no de una manera tan flagrante. Las pocas veces que acompañó a Arturo fue un suplicio inacabable. Por eso prefería dejar esos menesteres a su padre, no tenía alma de masoquista para ir a sufrir de gusto el rechazo solapado de esos vejetes.

En la reunión se trataron los últimos detalles concernientes a la realización de la próxima versión de la feria internacional del libro de Santiago que se llevaría a cabo la semana siguiente. Era importante asistir, dado que la librería iba a tener un stand en la feria y, en aquella oportunidad, se entregaría información importante.

Pero aparte de ello, ese tipo de reuniones se prestaba para luchas internas encubiertas. Varios de los asistentes eran del estilo de abrazar y dar puñaladas por la espalda al mismo tiempo.

Si Jason no hubiera acompañado a Ana, no habría creído que el negocio de las librerías en muchos aspectos era igual a la mafia o a los carteles de narcotráfico.

Todos los dueños de las librerías que eran competencia directa de «La chilena» pasaron a ser sospechosos de tener alguna relación con los robos, al demostrar demasiado interés en el nuevo socio de Arturo.

El plan que acordó con Ana era que en algunos momentos dejara a Jason sin su compañía para que él pudiera interpretar su papel e intentar obtener cualquier indicio. Dado el carácter conventillero que tomaban aquellas reuniones, era sensato que la presencia de Ana fuera un factor que ayudase a introducir a Jason de mejor manera en ese círculo, pues se trataba del hombre que protegía y le daba el cerebro que le faltaba a esa pobre chiquilla.

—¿Qué fue lo que te impulsó a invertir en el negocio de Arturo? —Fue la pregunta directa de Darío Olmos, dueño de la librería «Textos y más». Jason mantenía su rostro impertérrito.

—Me pareció un negocio rentable. Arturo necesitaba un socio y, según sus números, era un buen momento para hacerlo —respondió dando información ambigua. Solo necesitaba mirar y escuchar con atención a su interlocutor.

—¿Rentable? —contradijo Darío con sorna—. Tenga cuidado con ello. He sabido que Arturo no anda bien económicamente. Dicen que no tiene cómo solventar a los trabajadores part time para el stand de la FILSA[43].

—¿En serio? No me habían informado sobre ello —respondió Jason fingiendo sorpresa, para después fruncir el ceño, evidenciando su malestar—. He visto que todo va en orden —agregó.

—Pues, le recomiendo que ponga atención… Le dejo la inquietud. —Fue la estocada verbal de Darío, antes de saludar con un gesto otra persona—. Si me disculpa…

—Gracias por la recomendación.

—No hay de qué.

Ana miraba de soslayo cómo Jason se quedaba a solas con las manos en los bolsillos. Indudablemente, él llamaba la atención, su porte, su físico, su expresión corporal. A ella le parecía increíble que Jason dijera de sí mismo que era un flaite. En ese momento era un hombre con clase, como si sangre aristocrática corriera por sus venas. Era una locura la capacidad de ese hombre de disfrazarse, de ser camaleónico.

Muchos hombres, en uno solo.

Y todos eran suyo.

—Nos llegó el rumor de que tu novio ya no trabaja para ustedes. Ahora que tu padre está inválido todo se te pondrá difícil, chiquilla. —José Aguayo, propietario de la librería «Proa» interrumpió los pensamientos de Ana con aquel mordaz comentario camuflado con un tono de voz paternal.

—Ex novio —subrayó—. Mi papá solo tuvo una leve fractura, la próxima semana vuelve, no sé de dónde sacó que está inválido —informó Ana secamente, pero con unas ganas de ahorcar a su interlocutor, no obstante debía ocultar sus emociones. Estaba siendo los ojos y oídos de Jason en ese momento que estaban separados.

—Tal vez es tiempo de que Arturo considere jubilarse anticipadamente—sugirió—. Va a ser complicado para ti, ahora que estás llevando la librería sola —agregó—. Que tengan un socio no significa que las cosas resultarán.

—No estoy sola, don Julio. El socio de mi papá me está ayudando —afirmó Ana impasible ignorando sus instintos asesinos, y solo concentrándose en lo que ese hombre intentaba decir entre líneas.

—Un socio invierte porque quiere que el dinero llegue solo, sin necesidad de cumplir un horario. Yo que tú y tu padre me preparo para una futura retirada de ese muchacho. Dudo que pueda soportar tanto.

—Bueno, ya veremos hasta donde aguanta. De momento él ha sido muy amable en ayudarme a llevar las cosas en orden.

—Has tenido suerte Anita, no todos los socios hacen aquello. Solo ten en mente que debes estar preparada para cualquier escenario.

—Gracias, por el consejo, don José.

—De nada, niña. Por cierto, ¿ya tienen listas a las personas del stand del este año?...

Jason miró la hora en su móvil. Habían llegado a la reunión a las seis de la tarde, ya eran las ocho. Para él había transcurrido una eternidad. Tomó un vaso de jugo de un misterioso sabor que estaba servido para los asistentes y bebió un sorbo de su contenido. Naranja Maracuyá.

El sabor lo llevó directo al recuerdo de aquel día en que ella se disculpó con él, tantas cosas pasaron entremedio, y se encontraba en un punto en que se sentía feliz y satisfecho con su vida. Miró de soslayo a esa mujer que le había permitido alcanzarla. Estaba seria, hablando con el dueño de la librería «Proa». Su postura era relajada, interesada en la conversación. Pero Jason sabía que eso era una mera fachada, durante todo el recorrido hacia la reunión la sonrisa de satisfacción sexual que adornaba los labios de Ana se iba esfumando a medida que avanzaban. La librería quedaba a un poco más de un kilómetro de distancia del edificio donde se ubicaba la Cámara Chilena del Libro, por lo que fueron caminando, y ya a la altura de tres cuartos de camino, Ana ya tenía cara de ir directo al cadalso, de aquella sonrisa no quedaba nada.

Apuró su jugo y avanzó un paso, no pudo reprimir el impulso de ir a salvar a su damisela en peligro de morir de aburrimiento, pero la figura rubicunda de Humberto Díaz se interpuso en su camino con una sonrisa afable, obligando a Jason a usar la máscara de superioridad de hombre de negocios.

—Jason, muchacho. Recién me vengo a enterar que eres el socio de Arturo, qué buena noticia. El otro día solo pensé que solo eras el reemplazante de Joaquín, pero nunca imaginé que eras el socio. Anita, siempre tan distraída, no nos presentó formalmente.

—Estábamos en una reunión con un escritor independiente esa tarde, probablemente la pilló volando bajo. La conversación estaba muy entretenida —argumentó Jason con naturalidad.

—¿Y hace cuánto que eres socio de Arturo?

—Hace un mes que firmamos contrato —mintió Jason, todo era de palabra con su ahora suegro—. Arturo necesitaba inyectar capital, me enteré de su negocio por amigos en común y heme aquí.

—Me llama la atención que Arturo haya necesitado de un socio. Su negocio es de los más estables, ya lleva casi treinta años a cargo de la librería que heredó de su padre.

—El último año no ha sido de los mejores, pero son solo cosas externas. En realidad, Arturo es muy hábil llevando su negocio, por eso decidí invertir. Solo necesitaba una ayuda para salir de su mal momento —explicó Jason de manera sucinta.

—Ha sido la tónica de este año. De hecho, el negocio ha sufrido un aumento de compradores este año desde que incluimos al catálogo de saldos las novelas rosa. Fue una gran movida que Arturo nos comentó y ha dado resultados. Muy buenos, debo admitirlo. Pero ya hemos sufrido varios asaltos y no de poco dinero, eso merma las utilidades de cualquier negocio.

—Tal parece que a varios les está pasando lo mismo.

—Al único que se ha salvado de esta ola de asaltos ha sido Orlando Maluenda.

—¿Quién es él?

—El dueño de «Leyendo Ando», pero justamente hoy no vino. Ha sido una suerte que Arturo haya encontrado un socio, me parece que tendré que hacer lo mismo. Empecé en el negocio casi al mismo tiempo que Arturo tomó las riendas de su librería y él siempre fue acertado en sus decisiones, ¿no te interesaría invertir en el mío? Siempre es bueno tener repartidos los huevos en diferentes canastas.

—Es una opción que no descarto del todo, envíeme una propuesta. Aquí tiene mi tarjeta. —Jason le entregó a Humberto su tarjeta de presentación, el hombre solo leyó Jason Holt, con su correspondiente correo electrónico y celular sobre el papel hilado de color negro con letras blancas. Nada más, ni empresas ni dirección.

—Interesante —comentó Humberto alzando las cejas—. Pensé que eras de alguna empresa de inversiones o algo así.

—Me gusta la independencia, la variedad y así evito que el servicio de impuestos internos meta demasiado sus narices.

—Y a mí me gusta tu estilo. En la semana te estaré enviando la propuesta.

—La estaré esperando.

La gente empezó a retirarse del salón paulatinamente. Jason consideró que ya era hora de imitar a los demás. Se acercó a Ana, quien todavía conversaba con José.

—Ana —interrumpió con un tono de voz amable—, ya es hora —anunció posando su mano en la espalda baja, traspasando el calor de su mano por sobre la delgada capa de la tela del vestido.

Ana imperturbable al contacto, pero casi ardiendo por dentro, le sonrió afable a don José.

—Debemos irnos, nos estamos viendo —se despidió intentando no evidenciar su premura por salir corriendo de ese lugar.

—Que te vaya bien, niña. —Besó la mejilla de Ana con suavidad y luego estrechó la mano de Jason—. Para la otra conversamos, muchacho.

—Sin duda —respondió, esbozando una sonrisa.

Sin decir ninguna palabra más, se retiraron del edificio, solo cuando Ana sintió el aire tibio del exterior acariciando su cara, resopló.

—¡Qué terrible! Ha sido como estar en un nido de víboras —manifestó agotada mentalmente.

—Yo diría que fue como estar en una reunión con jefes de carteles —expresó Jason socarrón—. Ya veía que en cualquier minuto empezaban a matarse entre unos y otros.

Esa aseveración le provocó a Ana una oleada de pesar por la vida pasada de Jason, tan solitaria, tan peligrosa. Él lo contaba como chiste, pero en el fondo no era así. Se sacudió esa sensación, la vida de él ya no era esa.

Caminaban relajados, tomados de la mano por la vereda sur de la Alameda en dirección a la estación de metro Moneda. El ruido de los autos que transitaban por la calzada les hacía elevar la voz.

—¿Y cómo te fue? —preguntó interesada para saber los resultados de las conversaciones que sostuvo Jason con los dueños de las librerías de la competencia.

—Todos estaban demasiado interesados por la economía, el futuro de la librería y de tu padre. Parecían buitres esperando a que se muera la presa para comerse la carroña —contestó, usando su tono profesional. Cuando él empezaba a deducir, razonar, conjeturar, construir hipótesis, cambiaba de manera sutil su forma de impostar la voz.

—Ves que no exageraba —reprochó haciendo un mohín.

—Lo sé, Ani… —Suspiró—. Pero ha sido productivo.

—Tú eres el experto. Me vas a tener que compensar por haberme hecho pasar por este suplicio.

La sonrisa depredadora que emergió de los labios de Jason, aprobó la moción de compensar de algún modo placentero a Ana en el corto plazo.

Empezaron a bajar la escalera del metro, y la temperatura del aire subió bruscamente. El golpe de calor que sofocaba todo vestigio de frescura, ponía a prueba cualquier sistema inmune.

—El viernes te demostraré que puedo hacer otras cosas aparte del silla-sutra —propuso Jason bajando el tono de voz, atrás quedaba el bullicio al descender a la estación del subterráneo—. Ya se me están acabando los recursos.

—¿Silla-su…? —Ana no terminó su pregunta, porque la respuesta vino sola. Estalló en carcajadas al pensar en la bodega, y el único lugar que usaban cuando se trataba de alcanzar el éxtasis.

—Pobre silla, no sé cómo aguanta. Cualquier día de estos terminaremos en el suelo —comentó Jason alzando una ceja acusadora, mirando de soslayo a Ana que sonreía.

—Bueno, así vamos a variar nuestro repertorio —replicó fingiendo indolencia.

—¿Estás insinuando que es rutinario? —Le siguió el juego, haciéndose el ofendido.

—Oh, no. Nada de eso… Tú lo dijiste, es el silla-sutra. Solo me refiero al lugar, me encantaría una cama, el sillón, la pared, la ducha…

—Calla, mujer… Estás provocándome, y estamos solo a la vuelta de mi departamento. No me cuesta nada devolverme.

—Tienes razón… ¡Ah el destino! Pero no podemos abusar de Carmencita y su buena voluntad. El viernes me desquito.

Ambos rieron, entretanto que pasaban su tarjeta por los torniquetes para poder acceder al andén. Por unos segundos sus manos se separaron, pero a la postre volvieron a unirse cuando retomaron su andar.

—¿Te puedo hacer una pregunta íntima? —consultó Jason con curiosidad.

—No me imagino que pueda ser si me has visto todo —respondió Ana, alzando su vista, encontrándose con ese verdor que amaba, y sonrió—. Pero dale.

—¿Siempre has sido así… tan… apasionada? —preguntó al fin con cautela. De pronto, le había asaltado la duda. Si comparaba a la Ana que conoció con la de ahora, eran diametralmente opuestas. Lo cual no significaba que no le gustaba, todo lo contrario.

Ana no se tomó a mal la pregunta, no había mala intención en la voz de Jason.

—Apasionada, es un buen eufemismo para no decirme caliente. Gracias, morenazo por tu delicadeza —bromeó y rio coqueta—. A decir verdad, contigo me siento cómoda de ser y hacer lo que se me plazca… En todo sentido. —Se aferró al brazo de Jason, que la escuchaba atento—. Antes, simplemente no me atrevía, como si hubiera amordazado a mi propio yo para calzar con la personalidad fría del innombrable. Cuando todo terminó con él, decidí que no volvería a ser así, y tú me dejas ser, no me juzgas ni cómo soy ni lo que hago ni lo que digo ni mis gustos.

—Entiendo. —Besó la coronilla de Ana e inhaló su cabello fragante y femenino—. Me gusta que seas tú misma y cada una de tus formas de ser.

En ese momento, entró en el andén el tren invadiendo la atmosfera con su sonido atronador. Ambos se quedaron en silencio mientras esperaban a que las personas bajaran del vagón, para luego subir.

—Oye, Jason —llamó de pronto Ana, mirando el reflejo de ambos en el vidrio de la puerta del vagón.

—Dime.

—Te quiero mucho.

—Yo también, mi Ani preciosa.

*****

 

El automóvil sedán del año se internaba por las estrechas calles de aquella población. El hombre prefería ir a buscar su cuota mensual personalmente a su proveedor, los intermediarios alzaban demasiado sus precios, y su prioridad era proteger su bolsillo de esos embusteros. Su vicio era caro de solventar.

Se estacionó frente a la reja de fierro. No detuvo el motor, solo bajó la ventanilla, y tocó la bocina tres veces, cortas y seguidas. Era su nerviosa señal de que ya estaba ahí.

Como siempre, salió su vendedor con una sonrisa y una bolsa de papel entre sus manos. No hablaban nada, solo hacían el intercambio de compra venta en un lenguaje común de expresiones corporales y gestos.

—Que tu hombre empiece a vigilar desde el lunes. Te aseguro que tendrá un resultado jugoso. Será sencillo para ustedes.

—Ya po’h… pero le advierto que se puso re difícil la cosa, me informaron que la última vez que intentaron algo, había un gallo[44] que no dejaba sola a esa cuiquita. Y esa semana fue mala, apenas entró gente, no como dijo usté. Ya no es tan sencillo, quiero que nos vayamos 80 y 20.

—Dalo por hecho… —aceptó sin regatear, el dinero no era lo más importante para él—. Todo el mundo le teme a un arma apuntando al pecho. No te preocupes, da igual la compañía. Te soltarán el dinero de todos modos.

—Si usté lo dice…

Sin despedidas, el hombre retomó su camino, emprendiendo camino al norte, sintiendo euforia recorriendo sus venas.

Un golpe más, uno bien dado, y sería suficiente para hundirlos.