Prólogo

 

  

En un soleado y caluroso día de verano de enero de 1985, Carmen Lara, joven santiaguina proveniente de una populosa población de la periferia de la ciudad, se enfrentaba por primera vez al trabajo. Miraba el edificio con cierto asombro, y a la vez, con una punzada de envidia y un mal sabor de boca por lo injusto que era nacer en el lugar equivocado y en la familia equivocada.

Con diecisiete años, esta era su primera incursión en el mundo laboral, en su familia el sueldo no alcanzaba solo con el trabajo de su padre, debido a que su madre no se le permitía trabajar, ya que debía hacerse cargo de criar cuatro hermanos más. Así que a Carmen no le quedó otra opción que dejar sus estudios, y responder a un anuncio en el diario para trabajar como empleada doméstica, puertas adentro. De esa manera, podría aportar en su hogar sin la necesidad de generar un gasto a su familia y ahorrar dinero.

Con lo que no contó la dulce e inocente Carmen, fue que su nuevo patrón era un atractivo hombre de casi cuarenta años, de unos ojos verdes cautivadores, soltero y sin hijos, pero con una ajetreada vida social y laboral, por lo que necesitaba que alguien le cocinara y que mantuviera su departamento en Providencia siempre de punta en blanco.

Frederick Holt, era un buen hombre, justo y puntual pagando el sueldo, trataba bien y con respeto a Carmen, pero al fin y al cabo era humano y tenía sangre en las venas. La joven que dejaba su hogar impecable y cocinaba exquisiteces, también era hermosa, madura, inteligente, pero inculta e ignorante, mas su inocencia lo maravillaba y eclipsaba esa diferencia abismal entre sus dos mundos.

No pasaron muchos meses hasta que no soportó la tentación, y sucumbió al deseo que siempre sintió por Carmen, y ella, simplemente, no se resistió al encanto, y su corazón no pudo oponerse a ese enamoramiento colosal que sentía por su patrón. Frederick fue el primer y único hombre que la trató con dulzura, respeto y cariño, a diferencia de su padre, que era autoritario y sus muestras de amor eran mínimas.

Dieron rienda suelta a ese romance libre y sin restricciones entre esos fogosos meses de septiembre y octubre, hasta que la menstruación con precisión de reloj de Carmen se atrasó. Ella lo supo sin dudar, que esperaba un hijo de Frederick. Su primer impulso fue ocultarlo; su madre poco y nada le había dado educación sexual, y su padre solo amenazaba que guachos[1] en su casa no habrían. Con el tiempo Carmen se dio cuenta que era inútil seguir escondiendo su verdad, y cuando cumplió tres meses de embarazo, no soportó más y se lo confesó a Frederick, sabiendo que probablemente esa sería la última conversación que tendría con él… ¿Qué esperanza tenía de que el patrón se casara con ella? ¡Ninguna! Pero debía contárselo, necesitaba ayuda, saber qué hacer con ese hijo que ya amaba con todo su ser.

Sus miedos se cumplieron, esa fue la última conversación que tuvo con Frederick, pero no de la forma que esperaba. Al decir las palabras «estoy embarazada», él sonrió de una forma que solo describía dicha, y la abrazó y la besó profundo, sin importarle nada. Pero esa felicidad se borró de inmediato de su rostro por un dolor fulminante en el pecho que lo dejó inerte sobre el sofá.

Frederick murió ante sus ojos por un ataque al corazón.

Desesperanzada, desesperada, y con el alma hecha pedazos, Carmen llamó a carabineros y declaró que lo encontró muerto en medio del living. ¿Qué más podía hacer ella? Joven e ignorante, sin saber qué hacer o a quién recurrir. Lo más seguro era que los familiares nunca le iban a creer que el bebé que llevaba en sus entrañas era hijo de Frederick, ya conocía a la madre de él, la miraba con desidia como si fuera una leprosa que no debía respirar el mismo aire que su único hijo.

Carmen estaba de nuevo en un callejón sin salida. La felicidad solo le duró quince segundos, literalmente.

Volvió a su hogar, cargando su maleta, el pago por los últimos días trabajados, el corazón destrozado y un bebé creciendo en su vientre. Entró llorando y soltó la bomba a sus padres, ¡qué más daba!, no iba a ser peor que la muerte de Frederick —al menos eso ella pensaba—. Se ganó las recriminaciones de su madre, las bofetadas de su padre, y el mandato de que ese guacho no iba a ser mantenido por él y que no nacería fuera de un matrimonio; si no pasaba eso, tendría que abortarlo o por último abandonarlo en un hogar de menores.

Eso o se iba de la casa.

Dieciocho años recién cumplidos, embarazada, sin trabajo, apenas con educación y estudios… No tenía alternativas, pues deseaba que su hijo, lo único que conservaba de Frederick, estuviera con ella.

El embarazo empezó a ser evidente, y eso capturó la atención de Ramiro Barrios, vecino de los padres de Carmen. A él siempre le gustó la muchacha, la deseaba a niveles que rayaban la locura, pero sus acercamientos solo se traducían en rechazo. Vio una gran oportunidad de poseerla sin mayor esfuerzo para él siendo hombre. Y obsesionado, comenzó una larga y premeditada persuasión.

Ramiro le ofrecía a Carmen una salida, una unión, su «amor», un apellido para su hijo, el perdón de su familia a cambio de todo lo que conlleva un matrimonio. Uno sin amor por parte de ella, porque estaba segura de que nunca iba a amar a nadie más que a Frederick.

La desesperación, la presión familiar y el amor a su hijo, le hizo dar el sí.

Se casaron poco antes del nacimiento del pequeño en una ceremonia civil sencilla, pero que fue suficiente para las exigencias del padre de Carmen.

El 19 de Junio de 1986 nacía Yeison Esteban Barrios Lara. Carmen adoraba ese nombre en inglés y claro, pues era el segundo nombre de Frederick. Ramiro detestaba el nombre porque los prefería en español —nunca supo a ciencia cierta quién fue el progenitor del niño—, y fue un gran incordio cuando lo inscribieron en el registro civil. Finalmente como el crío era de ella, cedió con el nombre y exigió que le pusiera, al menos, uno «normal». Desafortunadamente Carmen no tenía idea de inglés —y al parecer el funcionario del registro civil tampoco—, y en vez de usar la correcta escritura en inglés, optaron por hacerlo como sonaba en español, sin imaginar que ese detalle iba a estigmatizar a su hijo para siempre.

Cuatro años transcurrieron, y Ramiro ya saciado de Carmen, empezó a hacer su vida aparte. No se molestaba en ocultar sus infidelidades, ni su carácter irascible y mucho menos su lenguaje soez ante la menor provocación. Durante ese tiempo, tuvieron dos hijos más, Bernardo y Lidia con una diferencia de dos años uno de otro. Carmen solo se dedicaba a limpiar la casa, a cocinar, a criar a sus hijos y a aguantar; aguantar esa vida que solo soportaba para que sus hijos tuvieran un techo, comida, y un poco de amor. Por lo menos a los dos hijos que tuvo con Ramiro se les dispensó el cariño necesario, pero para Yeison, al parecer, no alcanzaba… Pero no por parte de ella, Carmen adoraba a su hijo mayor, le recordaba tanto a ese amor truncado y que con el tiempo nunca murió, ese que se transformó en el fantasma que siempre se hacía presente en sus pensamientos para poder lidiar con el hecho de cumplir con sus deberes de esposa en el dormitorio.

A medida que Yeison crecía, lo hacían también los gritos, las peleas, los insultos; y el blanco principal era su madre y él. El muchacho no era tonto —era brillante, de hecho—, sabía que su padre era más benevolente con sus hermanos que con él. Ya con ocho años, notó que esos ojos verdes intensos, enmarcados en esas facciones de piel olivácea y que le devolvían la mirada en el espejo, no existían en ninguno de sus familiares, todos tenían ojos castaños, en los cuales siempre percibió el desdén —sobre todo de parte de su abuelo materno—. Solo reconocía en su madre el tono del color de su piel, y nada en su apariencia lo vinculaba a su padre o a sus hermanos. Pero nunca exigió explicaciones, ¿para qué?, por algo Ramiro era su padre y no quien lo engendró. Lo que no entendía eran las razones de por qué su madre soportaba esa vida… ni se atrevía a pedirlas. Se acobardaba al ver esos ojos tristes que lo miraban con un amor infinito al acariciar su rostro, con una sonrisa apenas dibujándose en su rostro.

La violencia trae más violencia. Yeison, cansado de siempre recibirla y ser el culpable de que su madre también fuera objetivo de las frustraciones de Ramiro, empezó a pasar más tiempo en la calle que en su casa. Sus amigos eran su nueva familia, y en una población marginal era fácil que lo llevaran poco a poco a ir probando el alcohol, el sexo, el cigarro, la marihuana… Lo hacía principalmente para encajar, para sentir que lo respetaban, para tener un lugar en ese grupo de muchachos que se hacían los valientes y que podían hacer lo que querían, y cuando querían. Pero en el fondo, lo hacía para evadir ese dolor de no pertenecer realmente a un lugar donde lo quisieran tal cual era, donde no importaba si su nombre estaba en inglés, en español, o en una absurda mezcla de ambos, donde eso no fuera motivo de burla y discriminación por parte de compañeros y profesores en la escuela.

Ya a los quince años el muchacho era un demonio incontrolable, irascible —al igual que Ramiro—, rebelde, con esos ojos verdes llenos de furia encerrada en un cuerpo delgado, y extremidades que eran más largas de lo normal, que cometía delitos menores en el centro de la capital y que había abandonado por completo los estudios que de mala gana Ramiro le brindaba, ¿para qué terminarlos?, si siempre le decía que era un estorbo inútil.

A simple vista, Yeison era un delincuente juvenil ordinario, uno que tuvo la gran suerte de ser más inteligente y rápido que el resto de sus amigos —y los carabineros—, por lo que nunca lo detuvieron, ni supo lo que era estar encerrado tras las rejas.

Así era su vida, al límite y a la vez vacua, que solo era llenada con la adrenalina de bailar al borde de un precipicio y jugarse el pellejo en ello.

Pero siempre, al final, sentía lo mismo, un gran vacío.

Cuando salía de los efectos de la marihuana; al terminar de fumarse un cigarrillo; al sentir la resaca partiéndole la cabeza en una casa desconocida o en la calle; al despertar al lado de una chiquilla sin saber su nombre; al volver a casa y escuchar los gritos. Nada, nada le podía llenar ese vacío que sentía en su corazón, y en su alma.

Ese vacío que le recordaba que nunca era suficiente para nadie, solo para su madre, pero que así y todo, no resistía la tristeza que reflejaban sus ojos al mirarlo fijo, ¿cómo era posible sentir tanto amor y melancolía a la vez?

La vida de Yeison iba a toda velocidad directo a un despeñadero y sin frenos, hasta que a sus amigos se les ocurrió la brillante idea de dar el siguiente paso, probar pasta base de cocaína. Esa basura que con el primer consumo los sumía en un estado de euforia y placer, tan intenso y fugaz que era necesaria otra dosis para no caer en la angustia y la depresión.

Potente, poderosa, destructiva…

El asignado para conseguir tal panacea fue él.

El único abastecedor de pasta base, era un sujeto que era conocido como «El Rucio», el cual tenía el monopolio de esa droga, pero a cambio, era la de mejor calidad en kilómetros a la redonda, por lo que era dueño de todo el territorio, y nadie podía competir con él. Era intocable.

Y ahí estaba Yeison en frente de la puerta de fierro, con ese incesante ruido en su inconsciencia juvenil y hormonal, que le gritaba que era una mala idea, una muy mala. Pero su orgullo le gritaba que podía hacer lo que se le antojara, él era el Yeison, no era un cobarde y perfectamente podía ir a comprar unos monos de pasta base.

Tocó el timbre de la casa donde vivía aquel mítico hombre, que pocos podían mirar fijo a los ojos y que siempre tenía un semblante severo. Decían que no podías deberle dinero o eras hombre muerto; decían que no podías ir a comprar con objetos robados para intercambiar una dosis; decían que si se enteraba que eras menor de edad, era capaz de dejarte bueno para nada hasta que lo fueras para poder comprarle.

Yeison tenía diecisiete, a punto de llegar a los dieciocho, no podía ser tan terrible.

—¿Qué quieres, mocoso? —interpeló el Rucio cuando salió a atender a su nuevo comprador.

«Así que este es el famoso Rucio», pensó Yeison, sintiendo que los nervios empezaban a apoderarse de su cuerpo, y ese ruido zumbando en su cerebro solo aumentaba.

El Rucio, era algo que nunca había adivinado encontrarse, era enorme, vestía como si fuera un ejecutivo, de esos que hacían nata en el centro y que les robaba los celulares cuando los pillaba distraídos. Hablaba de forma educada y modulada, solo con esa pregunta daba a entender que era un tipo culto y de mundo. No se parecía en nada a un narcotraficante. Él era un señor.

—Supongo que puedes contestar una simple pregunta si fuiste capaz de tocar el timbre. Contesta, mocoso —insistió con gesto adusto.

—¿Tenís monos[2]? —preguntó al fin, concentrándose en su objetivo.

—¿Cuántos años tienes? —interrogó con evidente desconfianza—. No le vendo a pendejos que no saben cómo limpiarse el culo sin manchar los calzoncillos.

—Dieciocho —mintió.

—Eres el hijo mayor de Carmencita y de Ramiro. —Una leve sonrisa curvó sus labios—. Lo primero que debes saber, mocoso, es que sé todo lo que pasa en esta población, y sé que no eres mayor de edad para consumir esa mierda.

Yeison estaba estupefacto, ¿cómo mierda sabía ese tipo?, ¿de dónde conocía a su madre?, si vivían bastante alejados de la casa del Rucio.

—La próxima semana cumplo los dieciocho —aseguró con vehemencia, si tenía suerte, le venderían. Unos días más, unos días menos, no eran gran cosa.

—Entonces, vuelve la próxima semana —decretó pragmático—. Y ven con tu puto carnet de identidad, no soporto a los mentirosos.

Eri’ bien maricón pa’ ser narco, Rucio —replicó Yeison con altanería.

—Mi territorio, mis reglas. Si no te gustan, ve a otra parte —replicó ante la infantil y poco eficaz ofensa, al Rucio no le hacían mella los insultos y provocaciones.

—No venden en otra parte —rezongó Yeison, frustrado.

—Por algo es mi territorio. Ahora largo.

Yeison se fue con el rabo entre las patas, y odiaba esa sensación de derrota. Pero volvería, se plantaría de nuevo frente a la puerta del Rucio el día de su cumpleaños y con su puto carnet de identidad, solo para demostrarle que sí tenía los cojones para regresar, tocar el timbre y comprar.

 

*****

 

Siete días estuvo Yeison soportando estoico las incesantes burlas de sus «amigos» —a pesar de que ellos bien sabían que solo él, que era el mayor, era el único apto para comprarle al Rucio—. Él no era tonto, estaba consciente de que lo usaban para poder comprar droga, le molestaba esa sensación, pero la ignoraba, porque era mejor eso que soportar a Ramiro. Y cuando llegó el gran día —y con carnet de identidad en mano—, Yeison se presentó nuevamente en la casa del Rucio.

Ding, dong

—Bien valiente salió el mocoso —saludó socarrón el Rucio—. ¿Qué quieres?

Yeison sacó de su bolsillo trasero su carnet de identidad y se lo entregó sin decir una palabra.

El Rucio observó la fotografía alzando una ceja y estudiando alternadamente entre el niño del carnet y el joven que tenía en frente. Esa identificación tenía al menos cinco años, en ella se observaban los mismos rasgos pero más inocentes, lo único que no cambiaba era esa mirada, que bien podía pertenecer al hijo de satanás.

Bien, el mocoso era legalmente un adulto.

—¿Cuánto quieres?

—Diez —contestó con aplomo.

—¡Diez! ¿No será demasiado para tu primer consumo?

—No me vengai’ con mariconadas, soy mayor de eda’, así que dame la hueá[3] que te estoy pidiendo —exigió con el dinero en la mano, casi perdiendo la paciencia.

—Como quieras. —El Rucio tomó de un tirón el billete y se internó en su casa. Veinte segundos después, volvía con un paquetito que contenía diez papelillos de color blanco en su interior.

Yeison estiró la mano para recibir ese «certificado de adultez», pero el Rucio no hizo el intento de dárselo.

—Aquí tienes, mocoso. Feliz cumpleaños. —Le acercó el paquetito haciendo un amago de entregárselo logrando que Yeison solo atrapara aire—. Ah, ah… No es tan fácil, antes de darte esta basura, debo informarte que tengo tres reglas para mis clientes… y un desafío para ti.

—Ya po’h[4], dame la hueá —demandó con furia.

—No seas impaciente, mocoso, o te vas sin nada… —advirtió sin perder la compostura. El Rucio no gritaba, ni elevaba la voz. Su tono grave y seguro era suficiente para amedrentar una horda de drogadictos—. Regla número uno, no vendo más de una vez por día, así que asegura tu dosis diaria con tu compra. Regla número dos, odio que llamen después de las doce de la noche, por más que me grites, no abriré la puerta. Regla número tres, pide tu basura con educación o será la última vez que te venda.

—Ya, ya entendí la hueá. —Resopló frustrado, pero con curiosidad—. ¿De qué se trata el desafío?

—Cuando te termines de fumar esta mierda, y la angustia te esté comiendo vivo; si te das cuenta que no quieres volver a probarla, vuelve y te daré algo mejor.

—¿Y qué me vai a dar?

—Solo cuando vuelvas, sin ganas de fumar de nuevo. Si vuelves solo a comprar, habrás perdido el desafío.

Y sin más ceremonias, le entregó el paquetito a Yeison, dio media vuelta y cerró la puerta.

Yeison intrigado y eufórico a la vez, fue a ver a sus amigos con su trofeo. Lo recibieron como un héroe, celebraron con cerveza, y casi como si fuera un ritual, cada uno empezó a encender su papelillo y a aspirar la pasta base mezclada con tabaco. Yeison era el último, instintivamente fue retrasando su turno, hasta que no hubo nadie a quien cederle su lugar. Tenía miedo, sabía que no era lo mismo que la marihuana, la cual consumía socialmente. Estaba perfectamente consciente de que era peor, y que si daba ese paso, probablemente se iba a perder para siempre.

Encendió el mono y se quedó mirándolo fijo, con esa lucha interna que nunca pensó que iba a tener por un pequeño y simple papelillo.

No pasó mucho rato sin que los demás se dieran cuenta de que él todavía no le daba una calada, comenzaron a reírse fuerte y a provocarlo para que se hiciera hombre y no fuera un maricón.

Habitualmente era fácil azuzar a Yeison de esa manera, pero por algún motivo que ellos nunca pudieron comprender —ni en ese momento, ni nunca—, esa vez no resultó.

—¡Siempre tengo que andar a las para’as suyas, giles[5] culiao’s[6]! —Yeison se alzó y pisoteó airado el papelillo ante la atónita mirada de sus amigos que ya estaban bajo el efecto de la pasta base—. ¡Me tienen chato[7] con la hueá! —estalló furibundo—. ¡Siempre tengo que andarles probando que soy hombre, a los hueones[8] maricones! ¡Váyanse a la chucha[9]giles culiaos! ¡Consigan a otro hueón pa’ sus hueás, me voy!

Dio media vuelta y se fue a su casa. Pero ese día, al parecer, no era el mejor para haberse levantado de su cama. Yeison no esperaba a que lo recibieran con un pastel de cumpleaños y presentes, tampoco esperaba a que le dieran un abrazo o felicitaciones… En realidad, no esperaba nada de nadie, salvo el amor de su madre.

Entró a su casa y lo primero que vio —más bien sintió— fue un certero puñetazo bien dado por parte de su padrastro. Potente, duro, demasiado duro como para que haya sido solo con el puño.

—¿¡Así que ahora eri un angustiao[10]gil re culiao!? —vociferó Ramiro como bienvenida, sacudiendo su mano que estaba protegida con una manopla—. ¡Estoy cansado de mantener guachos culiaos borrachos y angustiaos! —bramó pateando las costillas de Yeison—. ¡Me tení chatoculiao!

De todas las palizas que le dio su padrastro en la vida, esa fue la peor para Yeison. La sangre manaba profusamente en su boca y el dolor era insoportable, tan insoportable como esa sensación de no poder respirar.

—¡Ramiro, ¿qué estai haciéndole al Yeison?! —gritó Carmen, corriendo asustada al escuchar el escándalo de su esposo.

—¡No te metai, Carmen! —exclamó—. ¡Me aburrió tu crío! ¡Se va! ¡Ahora!

—¡No! ¡Te lo suplico! —chilló desesperada—. ¡Se va a enderezar, es la edad…!

—¡Cállate, mierda! —Abofeteó de revés a Carmen con la misma mano con la que golpeó a Yeison. Sin más, la mujer cayó inconsciente en el suelo.

Yeison se enajenó al ver el cuerpo inmóvil de Carmen; la adrenalina, la furia, el resentimiento, la sed de venganza se apoderó de la mente y el corazón del muchacho. Una ira ciega lo poseyó, convirtiéndolo en un animal salvaje, incontenible.

—¡¡¡Mamá!!! —rugió Yeison ignorando su dolor—¡¡Mamita!!

Rojo, todo lo vio rojo…

Y todo sucedió en cuestión de segundos. Sin saber cómo, él estaba montado sobre el pecho de su padrastro, golpeándolo, hasta que empezaron a dolerle los nudillos, hasta que su sangre empezó a salpicarle la ropa, hasta que sus cuerdas vocales se rasgaron por expulsar toda esa furia en alaridos guturales.

Hasta que su hermano y su hermana gritando y llorando intentaban sujetarlo sin éxito.

Hasta que, de pronto, sintió un golpe seco en la cabeza y lo hundió en la más absoluta negrura.

 

*****

 

Yeison despertó con el cuerpo tenso y agarrotado, un fuerte dolor de cabeza y el sabor metálico de la sangre en su boca. La habitación estaba iluminada apenas con una lámpara que emitía una tenue luz, cosa que agradeció, la punzada que sentía en la mitad de su cerebro hacía que hasta parpadear fuera insoportable.

Definitivamente, ese lugar no era su casa…

No quiso conjeturar dónde estaba, se miró los nudillos, le ardían y tenían sangre seca. Lo último que recordaba eran los tirones de sus hermanos, los gritos, su madre inconsciente en el suelo, y la cara ensangrentada de Ramiro.

—Despertaste, mocoso. —Esa voz la conocía. Miró en dirección a la puerta, se recortaba la silueta de un hombre. Se le antojaba más imponente que la última vez que lo vio.

—¿Qué mierda pasó? —preguntó y al instante se tapó la boca, le dolía horrores, y el aliento se le colaba entre sus dientes.

Había perdido sus incisivos centrales superiores con el primer golpe que le asestó Ramiro.

—Bueno, llegué a tiempo de que mataras a tu viejo.

En ese momento a Yeison no le importó si su padrastro estaba vivo o muerto. Ahora sí no le cabía ninguna duda, Ramiro nunca jamás lo consideró un hijo.

Y ahí estaba ese vacío, de tener padre y no tenerlo de verdad… En ese momento todo se presentó con una claridad apabullante ante sus ojos. Si solo hubiera recibido amor, contención y disciplina, en vez de indiferencia, golpes e insultos, probablemente nada de lo que sucedió hubiera pasado. Un padre que nunca quiso serlo, era peor que no tenerlo.

Yeison dejó relegado a un rincón de su corazón ese sentimiento, a estas alturas era inútil, y era otra persona la que realmente le importaba.

—Ese hueón no es mi viejo… —aclaró con amargura—. ¿Mi mamita?…

—Tu mamá está bien, dentro de todo —aseguró—. Lamento informarte que ya no tienes casa. Le prometí a tu madre que me haría cargo de ti… Si es que aceptas, no te retendré en contra de tu voluntad.

Sin casa, sin amigos, sin familia…

Yeison cerró los ojos, sus fosas nasales se dilataron en un vano intento por retener las lágrimas, esas que se tragaba desde que tenía uso de razón, porque «llorar era de maricones». Sintió que se escurrían calientes por sus ojos hasta llegar a sus sienes. Se sentía huérfano, desamparado, una mierda. Su mera existencia solo le traía malos ratos a su madre. A veces ni él mismo entendía por qué era tan mal hijo con la única persona que lo amaba.

¿Por qué ese tipo lo ayudaba?

—¿Y dime, mi estimado Yeison? —interrumpió el Rucio sus pensamientos—. ¿La probaste?

Lentamente, Yeison negó con un gesto en silencio.

—¿Por qué? —interrogó el Rucio con interés ladeando ligeramente su cabeza.

—Me cansé de esos hueones. Me cansé de que too el mundo me dijera qué hacer, quién ser… de demostrar siempre si valgo alguna hueá o no —respondió con dolor, no solo físico, sino del alma.

Yeison estaba roto.

—Esa respuesta solo indica que te has convertido en un verdadero hombre.

—Si tú lo decí —replicó, haciendo como que no le importaban las palabras de ese sujeto. Sin embargo, sus lágrimas evidenciaban lo contrario.

—Descansarás un par de días. Después de ello trabajarás para mí. El techo y la comida se ganan, si no te gusta te largas. Es tu decisión —sentenció el Rucio firme. Tomó un bolso de viaje y lo arrojó al lado de la cama—. Aquí están tus cosas.

Yeison no respondió, se quedó mirando al techo. No tenía demasiadas opciones en ese momento de su vida. Decidió que lo más sano era empezar de cero y trabajar para el Rucio, total, no tenía nada que perder.

Porque, en realidad, no tenía nada.

 

*****

 

Yeison, empezó con trabajos pequeños, mantener la casa limpia, hacer mandados, tener siempre abastecida la despensa con alimentos. Aprendió a cocinar, a administrar los gastos básicos, dejó de beber alcohol, la marihuana. No tenía tiempo para esas cosas, el trabajo que tenía era a tiempo completo. El cigarro no podía dejarlo, pero era el único vicio que se permitía en la casa del Rucio.

A pesar de ser un hombre que siempre estaba serio, el Rucio era amable con Yeison. Cuando hacía algo mal, lo corregía con respeto y paciencia. Cuando hacía algo bien, lo halagaba y lo empujaba a mejorar o perfeccionar su resultado. Y cuando hacía algo perfecto, su mejor recompensa era la sensación de satisfacción que sentía al escuchar de la boca del Rucio «nadie puede hacer esto mejor que tú».

Los días, las semanas y los meses se fueron sucediendo. El trabajo se mezclaba con las lecciones de vida que le daba el Rucio. A Yeison le provocaba una profunda curiosidad saber cómo un hombre como él, pudo llegar a ser narco. Había historias, rumores, pero a medida que lo conocía, cada vez le sonaban más inverosímiles. Sabía que había algo más.

Cuando cumplió un año en casa del Rucio, era precisamente el día de su cumpleaños número diecinueve. Yeison casi no se dio cuenta de que 365 días pasaron. En todo ese tiempo no volvió a su casa, no visitó a su madre, ni a sus hermanos. Sabía que ella estaba bien, cuando la veía pasar por el frente de la casa, cuando la vigilaba a escondidas cuando compraba verduras en la feria, o cuando preguntaba por ella a algún conocido. Su mamá estaba mejor sin él, no dudaba del amor que ella le profesaba, pero vivir en la misma casa que ella, solo le traía problemas a la persona que más amaba. A veces, la demostración más grande de amor era dejar a la persona que amabas en paz, al menos eso tenía sentido para él.

Le sorprendió pensar de esa manera, miró hacia el pasado y se dio cuenta de que ya no era la misma persona. Era más responsable, más independiente, más maduro, podía controlar la rabia y la frustración. Le sorprendía que no sintiera la necesidad de hacerlo, podía manejarla tan bien como cualquier otro sentimiento.

Había crecido —no solo internamente, por fuera también era evidente su madurez—, ya no sentía ese deseo imperativo de demostrar a todos que valía, él sabía que era valioso y que podía lograr lo que se propusiera. Ese vacío negro e infinito se había ido cerrando de a poco, no del todo, pero ya no sentía esa necesidad acuciante de llenarlo con algo. Tal vez, esa sensación no era del todo mala, había vivido tantos años con ella, que solo debía dejarla estar. Ya no era tan horrible sobrellevarla.

—¿Por qué te quedas pegado en medio de la cocina sin hacer nada? —interpeló socarrón el Rucio.

—Ah, naa… taba pensando.

—Suelen pasar cosas buenas cuando haces eso. ¿Qué hay de almuerzo?

—Cazuela de carne y ensalaá de lechuga.

—Muy bien. —Se esculcó el bolsillo interno de la chaqueta y sacó un sobre abultado—. Acá está tu sueldo.

—¿Sueldo? —interrogó recibiendo atónito tanto dinero junto—. ¡Pero si nunca me hai pagao sueldo!

—Es momento de hacerlo, ahí está el pago por los últimos doce meses. Tenía que asegurarme de que te convirtieras en un ser humano civilizado —bromeó—. Feliz cumpleaños, mi estimado Yeison.

—Gracias, Rucio… —Sonrió con un dejo de timidez. Se quedó unos segundos en silencio—. ¿Por qué hací too esto? —preguntó al fin lo que más le intrigó el último año. El Rucio lo trataba como un igual, nunca lo miró en menos. No sabía a ciencia cierta cuantos años tenía ese hombre, pero para Yeison eso no era relevante, la sabiduría de él pertenecía a uno que ya había vivido unas cuantas vidas enteras.

—Mi abuela vive en la misma calle que tu madre. Por un tiempo fuimos vecinos, te conozco desde que estabas en kínder… Pero bueno, el asunto es que antes de que te plantaras en mi puerta el año pasado, tu mamá me pidió echarte un ojo.

—¡Pero lo que hai hecho es ’ que echarme un ojo! —exclamó sorprendido.

—Yo solo te di alternativas, estaba en ti sacar provecho de ello. En esta vida, mi estimado Yeison, las oportunidades se toman a la primera. Trabajaste duro un año, te superaste, te has convertido en un hombre de confianza, íntegro. No solo se trataba de que limpiaras la casa y cocinaras. Aquí está lleno de dinero y drogas, sabías donde estaba todo, pudiste tomarlo e irte. Pero no lo hiciste. Me probaste tu valía, y no solo a mí, sino que a ti mismo. Tu madre, de saberlo, estaría orgullosa de ti.

¿En serio él era todo eso que el Rucio decía?

A Yeison no le importó la vergüenza que sentía al reír y que le faltaran piezas dentales. Por primera vez en mucho tiempo sonreía de verdad. Estaba satisfecho consigo mismo, era jodidamente bueno sentirse así.

Al percibir el peso del sobre con dinero, lo primero que pensó fue en que debía ir al dentista para arreglarse el estropicio que tenía en la boca. Que le faltaran un par de dientes era el menor de sus problemas, la falta de higiene y la mala vida habían causado estragos y quería resolverlos.

Y le iba a costar un dineral.

La idea de empezar a preocuparse por sí mismo lo animó. Empezó a reír a carcajadas, fuertes, sonoras… Una catarsis.

Yeison en su cumpleaños diecinueve volvió a nacer.

 

*****

 

La vida siguió para Yeison, se convirtió en la mano derecha del Rucio, era su hombre de confianza, su amigo. La lealtad y el honor empezaron a ser parte de su canon de vida. Irónico para ser parte del hampa de la zona. El respeto que el Rucio inspiraba, se extendía hacia su persona.

Pero toda su realidad cambió al tiempo después de cumplir veintitrés de una manera brusca, inverosímil e inesperada.

Un viaje que hizo el Rucio al extranjero fue el comienzo de todo. Cuando su mentor volvió, era otra persona, algo había pasado. La respuesta no tardó en llegar, tan increíble como brutal.

El Rucio no era lo que todo el mundo suponía. Era todo lo contrario. Y a Yeison no le sorprendió, nadie conocía al Rucio como él.

Ángel Larenas, alias el Rucio, era un detective infiltrado de la Policía de Investigaciones de Chile.

De ese viaje volvió casado con una italiana y con un objetivo en mente. La jubilación de su carrera de narco y de infiltrado, y para ello necesitaba un sucesor que no levantase sospechas en el barrio.

Y sin que nadie lo planificara —ni siquiera el mismo Ángel—, Yeison era el candidato ideal, y él vio una oportunidad. Una que no dejó escapar.

Yeison entró a un programa especial secreto de la PDI[11], y a la vez terminó sus estudios medios. Así comenzó una carrera meteórica de formación profesional y académica con resultados impensados. Yeison era un diamante en bruto y que fue pulido a un nivel que nadie previó.

Ante todo el mundo en la población, él seguía siendo el mismo, pero fuera de ella era la antítesis de ello, Yeison era un camaleón, uno que muchas veces sorprendió a Ángel. Un día podía ser el flaite[12] más ignorante y marginal, y al siguiente, podía ser la fachada del socio comercial del narcotraficante más importante de la zona sur de la capital.

La jubilación del Rucio al fin llegó. Cinco largos años después, logró su objetivo. Fingió su muerte para borrar todo rastro de su antigua vida y se fue de Santiago con su familia a una parcela en Codegua, saldando cuentas pendientes con su hermano menor que toda su vida adulta lo odió por ser narcotraficante. Al fin vivía lo que siempre soñó. Una vida en paz y con su familia unida.

Yeison quedó como amo y señor del territorio y del cargo del puesto vacante dejado por Ángel en la PDI. Sus días se consumían manteniendo a raya el narcotráfico, e ir desbaratando redes delictuales más grandes. Pero todo tenía su costo, no podía llevar a cabo esa tarea solo, por lo que empezó a buscar arduamente a un hombre de confianza, y lo encontró, en un joven que le recordaba mucho a él mismo.

Pero nadie, nunca, iba a ser cómo él…