Capítulo 19
El aroma del pan amasado recién hecho invadió las fosas nasales de Arturo. Siglos que no sentía ese aroma tan particular. Se le hizo agua la boca, imaginó que deslizaba con un cuchillo la mantequilla sobre la miga caliente, derritiéndola, empapando la superficie.
—¿Le falta mucho a ese pan, Carmencita? —inquirió Arturo impaciente.
—Tiene que enfriarse un poquito, o si no, le achicharrará la lengua y no podrá sentirle naa del sabor —respondió Carmen con cierto tono maternal. Arturo era como un chiquillo.
Y era extraño viniendo de una persona bastante mayor que ella, según recordaba. No le había tocado tratar con hombres así.
El único hombre diferente que conoció en su vida fue Frederick, y luego sus hijos, Jason y Bernardo, porque a pesar del autoritarismo y machismo de Ramiro ella pudo sembrar su semilla con ellos y no dejar que esas costumbres echaran raíces en sus corazones.
El resto de los hombres con los que tuvo alguna relación eran horribles…
Era desconcertante estar en ese lugar, era como estar en el pasado, y sin embargo, treinta años habían transcurrido. Era como un déjà vu. Arturo era amable, buen conversador, tenía muchas historias y aunque se mostraba hosco cuando era evidente que algunas cosas no podía hacerlas con ayuda, no se desquitaba con ella.
Cuando Carmen aceptó el favor que le pidió su hijo, imaginó que se iba a encontrar con otro tipo de persona, tal vez con un hombre envarado que la miraría en menos, iba preparada para ello. Siempre estaba preparada para lo peor… Esa actitud era parte de ella, no siempre fue así, pero cambió de forma radical durante sus primeros años de adultez. La realidad la abofeteaba figurativa y literalmente, quitándole la inocencia, la esperanza, la fe.
Carmen de a poco se acostumbraba a hacer las cosas según sus deseos. Jason varias veces le reprendió por hacerle el aseo, o servirle la comida en cuanto llegaba del trabajo. No tenía que hacerlo, no era su deber, a él le bastaba con saber que ella estaba tranquila.
Pero descansar, no hacer nada, le hacía sentir inútil. Toda su vida el ocio fue considerado un pecado, no sabía qué hacer con toda esa cantidad de horas libres. Pensó en trabajar, Jason no tenía problema con que lo hiciera, solo le rogó que no fuera haciendo aseo, cualquier cosa menos eso.
Lamentablemente, a sus cuarenta y siete años, sin terminar su educación y sin experiencia laboral, al único empleo al que podía aspirar era precisamente haciendo aseo.
Era increíble, incluso sentía que la misma sociedad no le daba las oportunidades para hacer otra cosa diferente a la que estuvo condenada toda su vida.
Y ahora, en ese departamento, cuidando y acompañando a Arturo, por primera vez en mucho tiempo se sentía útil y apreciaban lo que hacía, incluso era recordada por su habilidad en la cocina, no por ser una simple empleada doméstica. Esa jornada se estaba transformando en un bálsamo para su alma y su autoestima maltrechas, aunque ella no fuera completamente consciente de ello. Solo se sentía muy bien, cómoda, e incluso, con más seguridad en sí misma.
—Usted no tiene compasión con esta pobre alma, Carmencita. Me tortura con ese olor a pan recién hecho y no me quiere dar —le recriminó poniéndose la mano en el corazón, fingiendo pesar.
—No sea exagera’o, don Arturo —respondió Carmen con una sonrisa.
—Esta es la cuarta vez que le digo que elimine el don de su vocabulario, si en cierto modo somos parientes —reprendió Arturo con tacto.
—Se me olvida —respondió azorada. Le costaba sacarse de la cabeza de que los hombres no eran seres superiores, hasta hace muy poco le era imposible pensar que era una persona igual de valiosa, con los mismos derechos.
Tenía que trabajar mucho con eso. Porque el mundo de afuera era muy distinto al que vivió en la casa de Ramiro.
—Repita después de mí: «Arturo». No es difícil.
—Déjese de payasaás… Arturo.
—Ve que no es complicado… Ya pues, ¿qué tengo que hacer para que me dé pan amasado?
—Ya, ya, ya… me tiene chata. Es peor que un cabro chico —Accedió Carmen perdiendo la compostura, cosa rara en ella. Entró a la cocina, tomó la panera donde estaban enfriándose los panes y la llevó a la mesa de centro donde Arturo tenía puesta su pierna—. Ahí tiene, hágase la lengua chicharrón.
—¿Y la mantequilla? —preguntó Arturo inocente y cauteloso, viendo que Carmen lo miraba con el cejo levemente fruncido.
Carmen reprimiendo un resoplido volvió a la cocina, trayendo la mentada mantequilla y un chuchillo.
—Ahí tiene.
—Muchas gracias, Carmencita. Es una santa.
Arturo abrió un pan quemándose la yema de los dedos, siseando gustoso. El aromático vapor que emanaba invadió sus fosas nasales. Y tal como fantaseó minutos antes, le echó mantequilla a esa delicia.
Mordió un bocado.
Estaba caliente como el infierno y a la vez era el paraíso hecho pan. Arturo emitió un gemido aprobando el sabor, la textura esponjosa. Era un verdadero manjar.
—Ay, Carmencita. Creí que nunca más iba a volver a probar algo tan rico en mi vida… —Dio un gran mordisco, llenándose la boca—. Nunca más volví a comer ningún pan como el suyo —halagó con la boca llena.
—Tanto color que le pone, si es solo pan —dijo Carmen mientras miraba a Arturo comiendo con fruición. Parecía que estaba muerto de hambre.
—No le pongo color —replicó, tragando el ultimo bocado—. Sofía decía que la vida se compone de pequeños placeres, momentos fugaces de felicidad que quedan en el alma, y este es uno de ellos. No solo me ha hecho el mejor pan del mundo, me ha hecho recordar inmediatamente al pasado, a mi época de recién casado, los buenos momentos con Frederick —rememoró con nostalgia, pero conforme, eran recuerdos felices—… tan joven que era cuando nos dejó. Lo echamos mucho de menos con Sofía, era un buen amigo. En ese momento yo había heredado el negocio de la librería de mi papá, Frederick siempre me aconsejaba, me enseñó muchas cosas, y de pronto ya no estaba. Supongo que para usted debió ser peor… —Miró a Carmen y una lagrima solitaria se deslizaba por su mejilla.
Arturo no imaginó que le iba a afectar tanto su comentario, que era a todas luces, inocente.
—Murió por mi culpa —susurró de pronto Carmen, mirando la nada. Nunca había hablado de ello, era la primera vez que externalizaba sus sentimientos, lo que pensaba. Toda una vida ocultando ese secreto. Ni siquiera ella sabía por qué se lo estaba confesando.
Arturo no dijo nada, era absurdo lo que ella decía. Fue un infarto fulminante. Carmen lo miró y notó la interrogante en el rostro de él.
—Freddy murió cuando le conté que estaba embarazaá. Estaba feliz, y quince segundos después estaba muerto… Si no le hubiera dicho, tal vez si yo solo hubiera huido sin decir naa… él… Fue mi culpa, lo amaba tanto… y sabía que él me amaba, al menos, me lo demostraba siempre que podía —declaró rompiendo en un torrente de emociones imposibles de controlar, las lágrimas manaban empapando las mejillas de Carmen.
—Carmencita, venga, siéntese al lado mío —pidió Arturo con amabilidad.
Ella asintió, de pronto sentía que las piernas le fallaban, ¿acaso, nunca se iba a ir la tristeza de haber perdido tanto en su vida?
—No fue su culpa, créame —continuó Arturo—. Tome, un pañuelito. —En la mesa de centro había una caja con pañuelos desechables, Ana tenía la costumbre de leer ahí y siempre lloraba en alguna parte de sus lecturas. Arturo cogió uno y se lo dio—. Sé que él deseaba ser padre algún día, pero antes nunca quiso comprometerse. Su madre era demasiado egoísta y sobreprotectora con él, llegando al punto de castrarlo, boicoteando cada intento de él por tener una pareja. Imagínese, él no solo era feliz por ser padre, sino porque iba a tener un hijo con usted. Frederick no era bueno ocultando cosas, al menos para sus amigos, pero si nunca supimos de su relación con usted, puedo asegurarle que era solo para proteger aquello que tenían, no por vergüenza. Eso nunca. Por otra parte estaba su madre, el círculo social en el que se movía, las habladurías podían llegar al punto de hundirlos, a él, a usted. Todo eso debió pasar por su mente en esos segundos.
—¿Ve?, fue mi culpa.
—No, Carmencita. Usted no era adivina. —Arturo le rodeó el hombro y le dio un abrazo fraterno, consolador—. Pudo haberle pasado en ese momento o en otro. Imagine la siguiente situación, si la madre de él se hubiera enterado, ahí ella lo habría matado del infarto, la viejuja esa era de temer. Tal vez fue mejor así… Felicidad fue el gran sentimiento que atravesó su corazón antes de morir. Quédese con eso, no con la culpa… Nadie es culpable de un infarto fulminante.
Se quedaron en silencio, entretanto que Carmen se sosegaba. Hablar abiertamente de Frederick y de su muerte era demasiado abrumador. No obstante, una parte de ella estaba asimilando las palabras de Arturo, debía reconocer que la madre de Frederick era horrible y siempre estaba manejando la vida de su hijo en todos los aspectos posibles. Ni siquiera el vivir separado de su progenitora fue un aliciente en la influencia que ejercía sobre él.
—Ella siempre me trató mal. La escuchaba cuando le decía a Freddy que en cualquier momento me iba ofrecer como puta, metiéndome en su cama… Yo no era así, era mi patrón, tenía que ayudar a mantener a mi familia, por mucho que me gustara, nunca hice o dije nada. Él fue quien se declaró primero… yo ya estaba enamorada hasta las re patas… era una cabra chica que no sabía en el tete en el que se estaba metiendo, pero fue la época más feliz de mi vida. Nunca pude olvidarlo… Nunca. Jason se parece tanto a él… Hubo un tiempo en que perdí a mi niño, el hombre con el que me casé fue tan malo con él… conmigo… No fue fácil pa’ nadie. Si supiera por todo lo que pasó mi niño, el daño que le hizo Ramiro. Y así y todo es un buen hombre.
Arturo no comprendía del todo, mas no dijo nada. Carmen estaba demasiado vulnerable como para someterla a un interrogatorio.
—Es un buen hombre su hijo, Carmencita —concordó Arturo—. Pero se está llevando a mi hija, nunca la había visto así —bromeó—. Estoy seguro que en cualquier momento me va a salir con alguna noticia impactante.
—Anita le ha hecho bien a mi niño, usté tiene una hija muy especial. Jason la adora —afirmó resuelta, más calmada.
—La mira como un cachorrito.
—La mira como Freddy me miraba a mí. Por eso sé que la ama mucho.
—A mí Freddy nunca me miró así, no puedo asegurárselo —aseveró Arturo, guasón. Carmen rio apenas, le pareció que recordar al padre de Jason, junto con Arturo, le era mucho menos doloroso—. Creo que hizo bien en ocultar a Jason. La madre de Frederick se lo hubiera quitado sin que le temblara la mano.
—¿Aunque hubiera sido hijo de una empleaá doméstica, una india ignorante y sin clase? —parafraseó Carmen uno de los amorosos calificativos de la madre de Frederick.
—No le hubiera importado. Tenía la sangre de su hijo y el parecido es sorprendente. Usted nunca más hubiera visto a Jason.
Esa sentencia hizo que Carmen viera todo desde otro prisma, no habría soportado vivir sin Jason. Habría muerto en vida… Bueno, su matrimonio con Ramiro casi la mató, pero ahí radicaba la diferencia, en el «casi». Todavía estaba viva, y había tenido a su hijo a su lado, a excepción de los últimos doce años.
Sopesó ambas situaciones, los golpes, la mala vida, todo valió la pena. Sin su primogénito, no se habría casado, no tendría ni a Lidia ni a Bernardo. Su vida, tal vez, habría sido diferente, o tal vez ya habría seguido a Frederick por su propia mano. No habría tenido suficientes motivos para seguir viviendo.
Ella se llevó la mejor parte.
—Gracias, Arturo. No sabe lo bien que me ha hecho hablar de Freddy. Nunca antes lo hice —reconoció Carmen con el alma mucho más liviana, como si se hubiera desecho de un saco de rocas en su espalda; que incluso le daba la sensación de estar toda la vida encorvada por el peso—. Jason apenas sabe lo principal, pero ¿qué puedo decirle después de tantos años?
—Es bueno hablar de alguien a quien quisimos mucho, Carmencita. Nosotros sabemos y recordamos cosas que Jason nunca vivió ni podrá imaginar. ¿A él no le da curiosidad saber más?
Carmen se encogió de hombros, siempre esa parte de su vida se la reservó. No le veía sentido si ni siquiera sabía dónde estaba Frederick enterrado.
—Se enteró de toa la historia hace solo unos meses. Mi papá, prácticamente me obligó a casarme pa’ poder quedarme con Jason y ese hombre no fue bueno en ningún aspecto, mi niño siempre supo que Ramiro no era su papá. Supongo que a estas alturas de su vida, Jason no necesita un padre y menos un recuerdo. Y es una lástima… Freddy habría sido un buen papá.
—Nunca lo sabremos, Carmencita… ¿Me da otro pancito? Y coma usted también, Sofía decía «las penas son menos comiendo».
Carmen sonrió, era muy sabia la difunta esposa de Arturo. Acercó la panera y se la ofreció, ambos sacaron un pan e iniciaron el ritual de embetunar la miga en mantequilla.
En silencio dieron la primera mordida al pan. Delicioso. Arturo tenía razón, «las penas son menos comiendo»
*****
—¿Por qué diablos haces esto? —interrogó Ana sintiendo que se derretía por dentro. Jason le pidió que subieran por la escalera en vez del ascensor.
La tenía acorralada en el descanso de la escalera entre el tercer y cuarto piso. Todo empezó como un juego excitante, pero llegaron a un punto sin retorno en que no podía parar.
—Porque me gusta dejarte mojada —respondió sin delicadeza mientras impúdicamente le hundía un dedo en el centro de su intimidad—. Odio los ascensores —admitió sintiendo la cálida humedad de ella en sus dedos.
—Puede vernos cualquiera acá —advirtió Ana, haciéndose la imagen mental de ser descubierta por alguno de sus ancianos vecinos. Su adrenalina se disparó, haciéndole aumentar más su excitación.
Nunca en su vida había tenido momentos tan ardientes. Jason era un ser erótico, perverso, que ponía a prueba su pudor, y ella envalentonada, respondía sin amilanarse. Le encantaba aceptar los desafíos que él imponía.
Nunca proponía, de hecho. Hacía lo que se le venía en gana y a ella no le incomodaba esa manera de ser…
—Eso te pasa por no usar ropa interior. Me tientas, es como si me dijeras a cada rato «fóllame cómo quieras, dónde quieras».
—¿Ahora es mi culpa? Tú no puedes contenerte, eres un animal.
—Y eso te encanta… Anda, muévete rápido y dame esos grititos que das cuando tienes un orgasmo —azuzó Jason hundiendo otro dedo más, dejando que ella se frotara a placer con la palma de su mano.
Sin importarle nada, Ana se contoneaba con lascivia, vigorosamente se empalaba con los dedos de Jason. Él la miraba a los ojos, fascinado con el color castaño de los ojos de ella, tan transparentes, y en ese momento, tan cargados de pasión.
Solo bastaron un par de segundos más y Ana le estaba regalando esos grititos cuyo eco reverberaba en las escaleras y que Jason ansiaba escuchar, sintiendo como el interior de ella palpitaba y apresaba sus dedos, tensando todo en su interior.
Respirando agitada y saciada, Ana sonrió maliciosa acariciando la erección que se encerraba dentro de los pantalones de Jason, al tiempo que él retiraba sus dedos, dejándole una sensación de vacío en sus entrañas.
—No vas a salir indemne de esto, Holt —afirmó mientras que él, sin rastro de recato alguno, le permitía el acceso para liberar su erección.
Sin mediar palabras la penetró, llenándola. Solo le bastaron cinco acometidas potentes y castigadoras para llegar al orgasmo que lo dejó drenado, satisfecho… pero con deseos de más.
Nunca se saciaba por completo, Ana le provocaba su lado más elemental. Apenas habían pasado tres horas desde la última vez que unieron sus cuerpos, y no resistió no estar dentro de ella de nuevo. Era la única que lograba esa perfecta combinación de intimidad, lujuria, amor…
Era tan diferente el sexo con amor al que simplemente se practica por mera calentura, por saciar un instinto. Independiente de la manera en que lo hacían, si era lento y dulce, o una carrera al éxtasis, si hacían el amor o solo follar, para él, era algo que llegaba a ser sublime, sagrado.
Porque la amaba. Sí, la amaba.
Y estaba seguro de que ella ya lo hacía. Era una certeza innegable, tanto como cuando el sol emerge desde la cordillera hasta cuando se escondía en el horizonte del mar.
Así era ese amor, natural y absoluto.