Capítulo 6
—¿Ana, te parece si vamos al cine después del trabajo? —propuso Joaquín de manera casual.
—¿Hoy? —replicó inquieta, intentando buscar una respuesta. Se suponía que debía quedarse con su padre y Jason para que instalara las cámaras—. No lo sé… ¿Qué películas están dando?
—Mmmm, «El hogar de miss Peregrine», «Los siete magníficos», «El bebé de Bridget Jones»… —mencionó la cartelera que informaba el sitio web.
Jason y Arturo estaban ordenando los libros del mesón infantil, que estaba frente al mesón principal y caja. Ambos se miraron al escuchar la conversación de Joaquín y Ana, que no era para nada discreta.
Sin duda alguna, Joaquín marcaba territorio, pues rara vez invitaba a Ana al cine. Eso lo sabía solo Arturo, pero justo esa noche tenían otros planes.
—¿Qué hacemos? —murmuró Arturo preocupado—. ¿Es necesario que esté Ana esta noche mientras haces la instalación?
—Supongo que no, pero mañana deberá venir más temprano para enseñarle dónde están y cómo se lleva a cabo el registro —respondió con apenas un susurro grave.
—Bueno, se lo digo… Anita, ven por favor —llamó en voz alta, interrumpiendo a tiempo la conversación que llevaba a cabo su hija con su novio.
—Altiro[29], papá… —Sonrió a Joaquín—. Dame un segundo, Joaco. —Le besó breve en los labios, para aplacar cualquier suspicacia por parte de él, y fue al lado de su padre—. ¿Qué necesitas?
—Si quieres ir, anda. Jason y yo nos la apañamos solos —informó y luego en un tono más bajo agregó—: Pero mañana debes venir a la misma hora que hoy, para que Jason te muestre todo.
Ana suspiró. En realidad, se sentía indecisa, quería ir, pero a la vez no. Pero no tenía muchas alternativas si no quería levantar sospechas respecto a la presencia de Jason.
—Vale, iré.
—Debemos ir al banco ahora —intervino Jason manteniendo el secretismo—. Es mediodía. Tomaremos la ruta directa —ordenó.
—Ve con Ana. Yo me quedo a cargo —decidió Arturo.
—Vale. Prepararé todo —anunció Ana y se marchó a la bodega del local para sacar el dinero de la caja fuerte.
—Vigila a Joaquín mientras depositamos, Arturo —indicó Jason con seriedad.
—No te preocupes, lo haré.
Cinco minutos después Ana salía de la bodega con una bolsa negra plástica con una considerable cantidad de dinero en efectivo, la cual metió en una colorida bolsa de regalo, con cinta y todo. Un perfecto e improvisado camuflaje.
—Estoy lista, papá. Voy al banco —avisó con ligereza.
—¿Te acompaño? —ofreció Jason con naturalidad—. Voy a comprar algo de comer. Soy como niño de kínder, al mediodía siempre me da hambre —argumentó palmeándose el abdomen—. ¿Joaquín, Arturo, quieren encargar algo?
—No, gracias. Yo almuerzo más tarde con Ana —declinó el ofrecimiento Joaquín, volviendo a marcar territorio.
Definitivamente el novio de Ana consideraba a Jason una amenaza. Joaquín estaba harto, era cosa de ver cómo las clientas se comían con la mirada a ese imbécil, que se hacía el amable y les alcanzaba los libros más altos con una sonrisa que les derretía los calzones. Ya lo quería ver encerrado durante dos años en ese sucucho pasado a papel viejo. Solo seguía ahí porque no iba a perder tiempo buscando otro trabajo.
—No te preocupes, Jason. Soy de almuerzos tardíos —rechazó Arturo con amabilidad.
Jason se encogió de hombros y miró a Ana.
—¿Vamos?
—Vamos.
Salieron de la librería que estaba en el paseo Huérfanos, casi al llegar a la intersección con la calle Mac Iver.
—Nos vamos derecho por aquí, hasta llegar al paseo Ahumada. Sin desvíos —indicó al llegar al semáforo que estaba en rojo—. Pon la bolsa frente a ti, te voy a abrazar, fingiremos que somos una pareja caminando. Un ladrón busca un blanco vulnerable y, ojalá, distraído y solo.
Sin esperar la aprobación de Ana, Jason la abrazó por la cintura y la acercó a él. Ana automáticamente puso la bolsa frente a ella y se tensó con el contacto.
Cálido, duro.
—¿Es necesario todo esto? —cuestionó con rebeldía.
—Absolutamente. Relájate, se supone que estamos juntos y tranquilos. —Se inclinó y se acercó a su cuello, simulando una conversación íntima—. Si nos están observando no pensarán que estamos camino a depositar, sino que probablemente aprovecharemos el momento para ponerle los cuernos a tu novio.
A Ana se le erizó la piel, sintió la necesidad de alejarse y a la vez no quería. Las palabras de Jason se anclaron pesadas en su conciencia.
—No soy infiel —aseveró como si Jason la estuviera acusando.
—No estoy diciendo que lo seas. —Sonrió sin dejar ese contacto cercano—. Solo estamos dando distracción. El ser humano es morboso. Cuando estemos dentro del banco será demasiado tarde para ellos… En el caso hipotético que nos estén vigilando ahora. —Le besó la coronilla y Ana sintió un escalofrío que le recorrió cada poro de su piel.
—No te pases para la punta —advirtió a la defensiva con una sonrisa falsa e intentando sacudirse la sensación del cuerpo. Aunque para ser honesta, la advertencia era para ella misma más que para su acompañante.
—No pienso hacerlo. Es solo lo necesario para tener una fachada convincente. Rodéame con tu brazo libre como si estuvieras disfrutándolo de verdad —ordenó con suavidad y ella obedeció un tanto vacilante anclando su mano sobre el costado de él—. Vamos, tenemos luz verde.
Jason impuso un ritmo relajado, lento y sincronizado con los pasos de ella, sin soltar la esbelta cintura de Ana que podía cubrir con su mano.
Caminaron recto por Huérfanos, hasta llegar a Ahumada. Jason iba atento, con casi todos sus sentidos pendientes en el ambiente; su vista se posaba en los demás transeúntes; su oído en los sonidos sospechosos, tales como silbidos o llamados a lo lejos que se confundían con el tráfico y conversaciones casuales; su olfato estaba traicionándolo al sentir el leve aroma del cabello de Ana; y su tacto estaba enloqueciendo con cada movimiento de ella.
Su otra mano libre estaba húmeda dentro de su bolsillo. Solo deseaba desprenderse del contacto y ser él de nuevo para tomar el control de sí mismo.
Ana solo sostenía con fuerza las asas de la bolsa, apenas podía relajarse. Entendía la estrategia y era razonable, no era nada del otro mundo. Pero estaba incómoda por estar tan cerca de él, fingía una sonrisa para sostener la farsa, pero por dentro, solo deseaba caminar más rápido para llegar a su destino y terminar con esa tortura.
Esa tortura, alta, de piel olivácea, cabello negro e intensos ojos verdes, con un maldito cuerpo que desprendía un calor abrasador. Podía sentir cómo se movía cada músculo, duro y flexible… ¡Y con cada paso que daba lo estaba empezando a disfrutar más y más!
Se sentía nerviosa, dividida, cuestionándose por qué actuaba de esa manera, tan, tan… zorra. Y para colmo de males, le deleitaba dar ese paseo con un espécimen de macho que a todas luces era gay. Y esa certeza no aliviaba para nada su estado de ánimo.
Estaba perdida en sus atribulados y contradictorios pensamientos. Ahora más que nunca, sentía que estaba siendo mala con Joaquín. Pero por otra parte, necesitaba castigar a su novio. Por ser imbécil, por hacerle preguntas fuera de lugar a Jason, por mirarlo con desdén. Por esbozar sonrisas burlonas cuando cometía una torpeza y había que explicarle el sistema de pago electrónico una y otra vez, o cuando se le desfondó una caja de libros dejando varios repartidos por el suelo.
Se estaba portando como un papanatas inseguro. ¿Por qué no le ofrecía ayuda a Jason? Solo le pegaba codazos a ella para que se sentara junto a él en primera fila, para que los dos se mofaran en secreto de él.
Y como guinda de la torta, su novio estaba marcando territorio a cada rato como si ella se tratara de una cosa. No es que le molestara una pequeña demostración de celos, pero Joaquín en medio día había hecho la cuota de siete años.
—Llegamos… Cuidado con el…
Ana tropezó, pero no cayó. En fracción de segundo se vio encima de Jason y rodeada fuertemente por sus brazos. Sintió cada milímetro de ese cuerpo masculino bajo ella con aquellos ojos penetrando en los de ella sin compasión.
—¿Estás bien? ¿Te duele algo? —preguntó preocupado, paralizado. Ella no contestaba, estaba muda—. Ana —la llamó severo.
—Estoy bien. Lo siento. —Parpadeó. Se empezó a levantar y a separarse de él con premura—. ¿Estás bien? ¿No te hiciste daño?
—Me golpeé la espalda con el peldaño, no te preocupes. Solo fue un accidente. —Se incorporó y se sacudió el polvo de las piernas y el trasero.
«¡Dios, le vi el trasero!», gritó para sus adentros mortificada, porque se quedó mirándolo fijo por dos segundos mientras él se palmeaba.
Maldito, hasta esa parte era… admirable.
—Después de ti —invitó Jason, ignorante del escrutinio de Ana que empezó a adelantarlo, y como autómata, subió los escalones hasta internarse en la seguridad del añoso edificio bancario.
*****
—¿Cuál quieres ver? —interrogó Joaquín mirando los afiches de las películas en exhibición.
—Doctor Strange —eligió Ana apuntando un afiche promocional. Quería algo ligero, divertirse… y ver a Benedict Cumberbatch con barba.
—Qué lástima —dijo Joaquín en un tono burlón—, todavía no se estrena. Mejor veamos «Neruda». Se ve mejor que esa película para ñoños —intentó convencerla, menoscabando la elección de ella.
—Quería ver la de Marvel, pero ni modo, ¿no puede ser «Los siete magníficos»? »Neruda» es una buena película, pero no me tinca verlo ahora. Ya leí la biografía, las películas basadas en libros nunca los superan —rebatió con una buena justificación.
—Lo mismo pasa con los comics —ironizó.
—Pero cuando lo hacen película se trata de una reinterpretación de los comics, un universo alterno… —argumentó su punto de vista—. ¿Para qué vinimos al cine, si nunca nos ponemos de acuerdo? —cuestionó—. La última vez te dormiste viendo «El hombre de acero».
—Era soporífera esa película, solo mostraban los músculos de Superman.
«Era lo mejor de la película, los músculos de Henrycito Cavill», pensó Ana con picardía. Nunca concordaban, por más que trataban de ver una película juntos era como tratar de mezclar agua y aceite.
No siempre fue así, pero en algún momento en esos siete años habían cambiado sus preferencias. Sobre todo los de él, a ella siempre le gustaron las películas de acción, súper héroes, e incluso terror.
—¿Y si vamos a mi departamento? —sugirió Joaquín sonriendo seductor.
Sí, eso era una mejor idea que tratar de congeniar por una película.
Ana asintió sonriendo también. Hacía bastante tiempo que no tenían intimidad, el trabajo, el estar todo el día los dos juntos… Estaba insensibilizada por la constante presencia de Joaquín, necesitaba conectar de nuevo con su novio.
Su conciencia estaba callada, en un inquietante mutismo, que solo provocaba un ruido sordo e insistente que necesitaba llenar con lujuria.
Lo miró a conciencia, su cabello rubio, ojos azules, y un cuerpo delgado pero fibroso, era como un ángel, ¿a quién no excitaría?
«Bello».
Eso pensó ella la primera vez que lo vio cuando él entró en la librería. Siempre le gustó, Joaquín era un cliente frecuente que admiraba a la distancia, hasta que un día él la invitó a salir.
Desde ese entonces nunca más se separaron, Joaquín trabajaba con su padre en su emergente local de pastelería fina, ayudándole a administrar el negocio. Eso fue hasta hace dos años, cuando Joaquín tuvo una gran pelea con su padre y se fue de la casa y del trabajo.
Arturo lo acogió, le dio trabajo, y por un tiempo, alojamiento, hasta que pudiera arrendar uno por su cuenta.
Y logró independizarse, pero nunca le pidió a Ana vivir con él, o casarse. Pero ilusamente ella supuso que finalmente darían el paso. A esas alturas, Ana pensaba que con cinco años de relación era suficiente para, al fin, tener una vida en común.
Pero Joaquín nunca insinuó nada, ni de broma. Y cuando ella puso el tema sobre la mesa, él le pidió tiempo hasta que ambos pudieran tener un mejor pasar económico.
Porque para él no era suficiente con arrendar un costoso departamento en Las Condes. Debía comprar una casa en Huechuraba, tener un automóvil del año, la casa amoblada, para llegar y vivir tranquilamente.
Ambicionaba más de lo que podía alcanzar.
Pero tampoco luchaba por lograr sus ambiciones.
El tiempo corría y no llegaban a ninguna parte.
Pero esa relación era cómoda para ambos.
Antes de Joaquín, Ana solo había tenido una breve relación que acabó antes de que se cimentara en algo más profundo. Joaquín fue lo primero sólido, seguro, confiable. Siempre fue atento, tierno en la intimidad, pero frío el resto del tiempo. Era su manera de ser, Ana lo quería así… aceptaba sus defectos, como él aceptaba los de ella. Se sentía a gusto con él, podían conversar durante horas, debatiendo, porque pensaban muy diferente y a ambos les gustaba eso.
Pensaban tan diferente, tenían gustos tan diferentes, tenían aspiraciones tan diferentes, que Ana no sabía cómo diablos estaban juntos todavía.
Pero lo estaban, por alguna razón, sus corazones seguían unidos.
Ana y Joaquín caminaron de la mano todo el trayecto hasta que llegaron al departamento de él. Apenas cerraron la puerta fueron directo al dormitorio, desnudándose en el camino. Pero la mente de Ana la estaba traicionando de nuevo, no la conectaba con el momento, con él, con su cuerpo.
Joaquín no la estaba excitando. Sus caricias apuradas entre sus piernas, sus besos desesperados e invasivos, su silencio, su ausencia de ternura, su cuerpo que lo sentía extraño.
La consciencia de ella salió de su mutismo para solo gritar, «así no, sé suave», «¿qué te pasa, Joaquín?», «mi cuerpo es más que mi clítoris», «tócame, susúrrame, háblame, estoy aquí»…
Pero él, al parecer, estaba en otra parte.
—Esto no está resultando, Joaquín —susurró Ana, pero él la ignoró—. Joaquín, para.
—¿Qué pasa, Anita? ¿No te gusta? —La penetró con un dedo, y a pesar de su humedad, le provocó dolor.
—¡Ay! —Ana gimió. Joaquín se separó al instante al ver el gesto de ella—. No puedo, no sé lo que me pasa —mintió, porque no podía decirle la verdad. Él no la excitaba, de pronto se había convertido en un hombre desconocido, y como tal rechazaba su contacto—. Lo siento mucho —se disculpó apenada.
Era horrible, lo conocía y a la vez no. Porque no solo ese día Joaquín era otro. Desde hacía meses que él era otro.
Se había equivocado en tratar de salvar la situación con el sexo, intentó convencerse de que podía hacerlo, que nada había cambiado.
Pero había cambiado todo, sin darse cuenta… El amor, ese que fue constante y sosegado, en algún punto murió. Y ella no se atrevía a reconocer, que tal vez, ella también había cambiado.
¿Qué debía hacer? ¿Terminar esos siete años? ¿Intentar reencantarse de Joaquín? ¿Empezar de cero?
Necesitaba huir, escapar… hablar con alguien, y no necesariamente con su pololo.
—¿Hice algo mal? —preguntó él evidenciando su molestia—. ¿Hace semanas que no te toco y tú te pones así? —recriminó dolido en su orgullo, en su masculinidad—. ¿Qué te pasa, Ana? ¿Ya no te caliento? —increpó con dureza.
—¡No lo sé! —replicó mientras empezaba a vestirse apurada con las prendas que iba encontrando en el suelo.
Sentía vergüenza. Pánico. Dolor. Confusión.
Una crisis que nunca vio venir.
Porque nunca antes la tentación había irrumpido en su vida del modo violento en que se hizo presente en los últimos días…
Y lo peor de todo era que, sucumbir ante la tentación, era algo imposible.
Él era inalcanzable.