Capítulo 2
Arturo Medina, hombre trabajador y emprendedor, poseía una pequeña librería en el centro de Santiago. No le iba mal, pero el dinero no le sobraba, y menos ahora, que había sufrido por tercera vez un asalto cuando iba camino a depositar al banco el dinero en efectivo ganado en la librería que él regentaba.
A esas alturas ya sabía que no era una mera coincidencia, pero, ¿cómo impedir que le volvieran a robar, o, quién le aseguraba que para la próxima él o los suyos no iban tener tanta suerte para salir ilesos?
Esas respuestas no las tenía. Si lo volvían a asaltar su negocio se iría a pique. Ya había pedido un préstamo al banco para solventar aquella pérdida. No podía permitirse el lujo de que su negocio se hundiera. Después de su hija, la librería era todo lo que poseía y amaba en esta vida.
Para problemas desesperados, medidas desesperadas, por lo que Arturo decidió buscar asesoría, y tal vez, protección para realizar las transacciones, y si encontraba a quienes estaban detrás de los robos, mejor aún.
Buscó, entonces, un detective privado en cuanto anuncio encontró por internet. Pero al momento de enfrentar la entrevista con quienes prestaban el servicio, no lo convencían. Arturo era un hombre de piel, que seguía sus instintos y corazonadas. Y hasta ese momento, nadie le daba confianza suficiente con la primera impresión.
Con el pasar de los días, la angustia empezó a torturarlo y a sumirlo en un estado depresivo. No estaba comiendo bien, y su hija empezó a mirarlo con preocupación, que se acentuaba todavía más cuando él respondía que estaba bien y su rostro evidenciaba todo lo contrario.
—¿Por qué no sales a dar una vuelta, papá? Te noto un poco pálido —propuso Ana, su única hija, tocándole la frente por si tenía fiebre—. Está flojo el horario, puedo arreglármelas con Joaco. Te hará bien respirar algo de aire primaveral.
Arturo esbozó una sonrisa. Ana era una bendición para él, estaba muy orgulloso de ella. Era idéntica a su esposa que falleció hacía ya quince años. Su mujer le había ayudado a continuar la tradición familiar de su amada librería, por eso no quería perderla. No era solo su esfuerzo, también lo era de ella. Fue muy duro para él lidiar con todo cuando quedó viudo, pero por su hija salió adelante.
Ana se había convertido en una linda mujer de veintiocho años. Su piel era blanca como el alabastro, y lo que más le gustaba, era la eterna y sedosa melena castaña que le llegaba a los hombros. No era muy vanidosa, y eso se notaba en su cabello revuelto y sus cejas que eran gruesas y pobladas pero muy definidas y que ella apenas perfilaba cuando se acordaba. La misma Ana decía que sabía perfectamente que no era una belleza arrebatadora y rompecorazones, y que debía compensar esa carencia con cerebro.
Ahhhh, su hija era todo un caso. Para él era la niña más bella de todas —y sobre todo cuando estaba contenta—. Ana apreciaba las pequeñas cosas de la vida. Era sencilla, humilde y sensata.
Arturo suspiró ante la propuesta de su hija, ella tenía razón. Asintió con la cabeza y aceptó salir de la librería a despejarse un poco.
—¿Te traigo un jugo de naranja? —ofreció Arturo con cariño.
—Uy sí, por favor —respondió casi con los ojos brillantes de la emoción—. Y un chocolatito —pidió como una niña.
En el centro de Santiago abundaban los carritos de vendedores ambulantes que exprimen las naranjas en frente del cliente, y por una módica suma de dinero se compraba el más fresco y natural jugo sin azúcar añadida. Nada mejor para comenzar el día.
Arturo sonrió un poco más, era tan fácil hacer feliz a su hija, a ella le bastaba con solo simples gestos y quedaba contenta. Enfiló sus pasos por la calle Huérfanos —donde se ubicaba la librería—, atravesó MacIver y siguió avanzando hacia el poniente, hasta llegar al carrito de jugos naturales. Compró dos y mientras pagaba, algo pegado a un poste del alumbrado público lo distrajo. Se acercó, era un anuncio, con el contacto impreso en varias tiritas de papel para arrancar y leyó:
DETECTIVE PRIVADO, GUARDAESPALDAS, ASESORÍAS, ESPIONAJE.
No llamar si desea cometer un ilícito, tales como: lavado de dinero, estafas, matar al amante de su esposa o ahogar gatitos.
El anuncio era precario, bastante original, pero efectivo en llamar la atención. A Arturo le arrancó una sonrisa espontánea y le mejoró el humor por unos instantes. Solo quedaba una tirita de papel. Se encogió de hombros, no perdía nada con intentar.
Con una carcajada, se llevó el último papelito.
*****
Arturo estaba nervioso, como siempre cuando se enfrentaba a hablar con un sujeto desconocido para que le ayudase a salvar su negocio. Y más aún, con aquel anuncio tan singular. Ya se estaba arrepintiendo de haber concertado esa reunión, fue su primer impulso apenas arrancó la tirita de papel. Pero ya estaba ahí, tampoco era de los que se echaba para atrás cuando tomaba una decisión.
Tomó un sorbo de café, ya estaba casi frío.
Ese mismo día, el hombre que entregaba los servicios indicados en el anuncio, y cuyo nombre era Jason Holt, lo citó en un conocido y emblemático local ubicado en el centro de Santiago, llamado Confitería Torres. Arturo miró su reloj de pulsera, faltaban cinco minutos para las ocho. Había llegado un poco temprano, estaba ansioso.
—¿Señor Medina? —Una voz masculina lo sacó de cuajo de su estado de ánimo, cambiando en el acto de la angustia a la expectación.
Arturo lo miró de arriba abajo, el aspecto del hombre no era para nada un reflejo de inusual anuncio. Vestía impecable, como si se tratara de una reunión de hombres de negocios millonarios. Lo único que enturbiaba su apariencia impoluta era la barba que ya estaba bastante crecida y le ensombrecía el rostro con notoriedad.
—Soy, yo… ¿Y usted? —respondió con desconfianza, a esas alturas estaba un tanto paranoico.
—Jason Holt —replicó el hombre mientras extendía su mano para saludar.
Arturo imitó aquel gesto y estrechó la mano del hombre. El apretón fue firme, seguro, pero medido.
Jason tomó asiento frente a Arturo, llamó al garzón con por su nombre, a lo que el aludido se hizo presente al instante. Pidió una porción de galletas de chocochip y un chocolate italiano. A Arturo no dejó de llamarle la atención aquel inusual pedido en un hombre ya adulto.
—Son mi debilidad —explicó Jason sin rastro de vergüenza—. ¿Le invito otro café? El suyo debe estar frío.
—No, muchas gracias —contestó con una sonrisa.
—Bien, cuénteme, ¿cuál es su problema?
—Como le comenté por teléfono, he sufrido en los últimos meses tres robos. Todo esto sucedió en el trayecto al banco para depositar el dinero en efectivo que ganamos semanalmente en la librería. Estos hechos han mermado mis finanzas, y mis escasos números azules se tornaron rojos.
—Ya veo, ¿ha sido el mismo asaltante?
—No lo sé, primero asaltaron a mi hija, que trabaja conmigo, luego a su novio que también trabaja con nosotros y la última vez fue a mí. Todo sucede en cuestión de segundos, y si te apuntan con una pistola en el pecho uno no puede oponer mucha resistencia.
En ese instante llegó el garzón, e interrumpió la entrevista. Sirvió con premura el pedido de Jason, quien sonrió como un niño en navidad. Sin desperdiciar un segundo más se zampó un par de galletas y tomó un sorbo de chocolate. Se tomó su tiempo en disfrutar aquella delicia degustándola a placer, y cuando terminó, se limpió la boca con la servilleta.
—Entonces el modus operandi es, básicamente, el mismo —continuó con su interrogatorio—. Usted o sus parientes salen a depositar, un tipo los asalta con un arma de fuego… ¿Siempre en el mismo lugar, no cambian rutas, horarios, día de depósito?
—Eso es lo extraño, para despistar hemos cambiado rutas, horarios… todo.
—Es sospechoso. Todo indica que alguien de su confianza está detrás de los delitos, debe ser alguien que conozca sus rutinas… —La cara de espanto de Arturo al decir tal cosa, le provocó un dejo de lástima. Jason sabía lo que era la traición de un cercano—. Tal vez un cliente frecuente, o asiduo a su negocio. También puede ser la competencia —rectificó dando un par de opciones más—. ¿Ha interpuesto alguna denuncia a las autoridades?
—Claro, pero en realidad es como denunciar a un fantasma.
Arturo tenía razón, sin mayores pruebas, aparte de las cámaras de seguridad de la calle, poco podían hacer los carabineros para impedir el robo o atrapar al ladrón que desaparecía en cuestión de segundos. Jason lo sabía, no había que ser un genio para robarle a una persona honesta.
—¿Cuánto dinero le han robado? En total —interrogó Jason, tanto para tener una idea de lo rentable que era el negocio, como para saber la seriedad del asunto.
—Siete millones.
Jason hizo las matemáticas, tres asaltos, siete millones, las ganancias semanales en dinero efectivo podían sobrepasar los dos millones de pesos.
—¡Caramba! Es todo un dineral.
—Lo suficiente para hacer tambalear mis finanzas. Me robaron lo ganado en semanas buenas, cuando es una semana mala puede ser una miseria —detalló para que no se hiciera una falsa imagen de lo rentable que era el negocio. Lo era, pero no se podía perder el delicado equilibrio.
—¿Y así y todo desea contratar mis servicios?
—Todavía no he decidido eso, estoy evaluándolo. Tampoco puedo pagar demasiado… ¿Tal vez en cuotas?
—Señor Medina, ¿cuál es su objetivo final?
—Proteger mi negocio, impedir que me sigan robando… Creo que sería demasiado ambicioso de mi parte esperar a recuperar el dinero perdido.
—Es sensato. ¿Cuánto está dispuesto a pagar por mis servicios? —interrogó ya trazando su plan. El desafío le gustaba, quería mantenerse ocupado. Trabajaba porque quería, podía permitirse no hacerlo.
Pero Jason odiaba el ocio.
—¿Qué es lo que me ofrece usted? —replicó para sopesar el asunto.
—De acuerdo a sus objetivos, investigaré a la gente en su negocio, la clientela, proveedores, la competencia. También puedo escoltar a la persona que sea la encargada de depositar el dinero en efectivo. Para ello, planificaré las rutas, los horarios, y si todo falla, brindaré protección. Tengo experiencia en artes marciales y defensa personal… No es una película de Hollywood, los civiles no podemos portar armas de fuego en la vía pública, pero si dispondremos de chalecos antibalas, y, créame, sé cómo reducir a un imbécil que me está amenazando con un arma. Sé que no es una gran garantía, pero voy a trabajar para que el delito no se produzca —respondió firme y sin perder el contacto visual—. Un servicio así tiene por lo menos un costo de un millón y medio de pesos mensuales. ¿Está dispuesto a pagarlos? —Arturo no pudo ocultar su sorpresa, ese precio estaba más allá de su presupuesto.
—Lo siento por haberle hecho perder su tiempo… —se lamentó con el ánimo por el suelo. El hombre era el único que le estaba dando algo de confianza y que le ofrecía un trabajo completo. Hizo el ademán de levantarse de su silla, pero…
—No he terminado, señor Medina —aclaró con tranquilidad—. Puedo ser muy flexible… En estos momentos estoy haciendo unas inversiones, y me interesa su negocio. A cambio de mis servicios puede darme como pago el 20% y seremos socios y como socios, podré inyectar capital para mantener a flore su librería —propuso una tentadora oferta con soltura. Pero para un hombre como Medina era difícil de aceptar, ya que se trataba de involucrar en el negocio familiar a un extraño—. Las librerías son lugares que no deben morir. Y en este momento, usted no se puede dar el lujo de gastar dinero… Digamos que trabajaré para usted para la protección de su negocio, tómelo como una inversión.
—Usted me está pidiendo involucrarlo en mi librería a cambio de su trabajo. ¿Quién me asegura que trabajará de verdad? —interrogó para ver su reacción y medir sus palabras. A pesar de tener un aspecto un tanto amenazador, el hombre, irónicamente, inspiraba confianza.
—Ese es un riesgo que debe tomar. Tiene mi palabra, créame, lo del anuncio es verdad. No tomo casos si sé que mi trabajo será usado para cometer un delito. Tengo ética y principios… Le propongo algo, si durante un año logro evitar que lo sigan asaltando, me dará ese 20%, si no, pues habré trabajado gratis para usted.
Esa sí era una oferta tentadora. Una que no podía rechazar.
—Trato hecho.
*****
Era la hora de almuerzo, para la librería era un buen horario de ventas, la gente que salía a comer, también salía a comprar libros. Sobre todo si se trataba de libros baratos, «La Chilena» se especializaba en traer saldos, por lo que podían vender libros de calidad a un precio bajo. Y como eran baratos, las personas se los llevaban de a tres y se volvían clientes habituales. También vendían bestsellers, pero el fuerte eran los descuentos.
El local no era muy grande, contaba con dos mesones de exhibición y los tradicionales libreros de pared a pared. Pero era suficiente para que un potencial comprador ocupara unos cinco a diez minutos en darle una repasada a los títulos.
Ana estaba con Joaquín, su eterno novio, atendiendo el local, Arturo había salido a comprar unos sándwich para que todos almorzaran. Ella estaba contenta, la última semana había mejorado mucho el ánimo de su padre. Estaba preocupada por él era, prácticamente, la única familia que tenía, y a sus veintiocho años, no le hacía gracia pensar que su padre podía enfermar. Era un hombre relativamente joven, le quedaba mucho por vivir.
Mientras atendía un cliente habitual, Ana notó que un hombre muy alto entraba al local. Le produjo una desconfianza monumental al instante. No le pasó desapercibida esa piel oscura que resaltaban esos ojos verdes y fríos, ni la excesiva producción en su cabello y el atuendo deportivo que ostentaba de pies a cabeza una conocida marca.
Era a todas luces un flaite. Los flaites no entran a las librerías. Nunca… A menos que tengan la intención de robar.
Disimuladamente observó a aquel hombre, que se paseaba entre los mesones, tomaba un libro, lo hojeaba y lo dejaba en su lugar. Pasó por los libreros de las paredes, tomó un ejemplar de «La guerra y la paz» y lo puso bajo el brazo. Ana alzó una ceja, ¿ese tipo pretendía comprar y leer a Tolstoi?
El sujeto pasó por la sección infantil y tomó varios libros didácticos con una sonrisa dibujada en la cara. Bueno, Ana debía reconocer que la sonrisa le hacía cambiar el aspecto, uno que se iba arruinar en cuanto él abriera la boca.
Una verdadera lástima, el hombre, a pesar de todo, estaba como quería.
Ana se reprendió mentalmente por pensar de ese modo, ella tenía novio. Miró de reojo a Joaquín, lo quería mucho, el tipo era casi un santo. Pasaba todo día trabajando junto con ella, y en cuanto llegaba a su departamento la llamaba por teléfono para saber si estaba bien. Ese era el único detalle romántico que tenía, pero para Ana era suficiente. Las declaraciones de amor eterno y la pasión desmedida solo eran parte de la ficción romántica… una que ella devoraba a escondidas de Joaquín, quien odiaba el género, por darles ideas equivocadas a la mujeres acerca del romance y los hombres.
Un golpe seco la sacó de sus cavilaciones y la hizo dar un respingo. Era el flaite… ¡Iba a comprar!
—Buenas tardes, señor.
—Hola. Voy a llevar esto —dijo el hombre indicando la pila de libros que dejó frente a ella.
Sin decir más, Ana escaneó los códigos de barra de los libros con eficiencia.
—¿Tení «Lo que el viento se llevó»? —interrogó el hombre.
—No disponemos de ese título, está descatalogado —respondió incrédula ante esa inesperada consulta.
—Ah… qué pena. A mi mamá le gusta mucho esa peli, quería regalarle el libro.
—Es un libro muy extenso —comentó Ana con cierto prejuicio—. Tal vez, demasiado…
—Mi mamá sabe leer, dama. Los pobre’ también lo hacemo’ —respondió a la defensiva ante el velado comentario displicente.
La culpabilidad se clavó como una punta de lanza, Ana sintió que era necesario disculparse. No sabía en qué momento había perdido la humildad.
—¿Hay algún problema, Ana? —intervino Joaquín mirando con desdén al flaite, como si fuera escoria humana.
—No hay ningún problema, amigo. No te metai. Solo estoy hablando con la dama —contestó el cliente que, a pesar de usar un lenguaje vulgar, no elevaba el tono de su voz.
Era extraño para Ana, si el tipo hubiera empezado a vociferar le hubiera dado miedo. Pero no lo hacía, él se mantenía sereno.
—No te preocupes, Joaquín. Solo conversamos —aseguró Ana—. La señora de allá necesita ayuda.
Joaquín se retiró de mala gana, no sin antes darle una mirada llena de desprecio al hombre que su novia atendía.
—Perdón, no debí hacer ese comentario —susurró Ana solo para el joven, mientras ponía los libros dentro de las bolsas con las mejillas coloradas—. Son veinticinco mil pesos, señor.
—No se preocupe, dama. No lo olvide, las apariencias engañan —declaró apreciando la sincera disculpa de la mujer. Eran pocas las personas que tenían la suficiente fortaleza para reconocer un error y resarcirlo—. Esto es más barato que un par de tillas[22] Nike —comentó con gusto de llevar tanto por tan poco—… Pago con tarjeta de débito.
Ana, esbozando una sonrisa, hizo la transacción y le entregó el teclado para que ingresara su clave. En ese instante llegó su padre y miró con asombro al joven. Ana era muy observadora, y claramente vio cómo el hombre le guiñaba el ojo a Arturo.
No entendía nada.
Desconcertada, entregó la boleta, los libros y el hombre dio las gracias para luego dirigirse directamente a Arturo y lo saludó estrechándole la mano. Salieron del local y conversaron animadamente, ambos hombres sonreían. Ana no podía imaginar de qué hablaban, lo único que le quedaba claro era que, sin duda, se conocían.
Luego de un rato de conversación se despidieron del mismo modo en que se saludaron. Arturo entró con una sonrisa en los labios.
—¿De dónde conoces a ese tipo, papá? —interrogó Ana en el acto.
—Por ahí, me está echando una mano en unos asuntos —respondió con una flagrante evasiva y le entregó su sándwich y un jugo de naranja.
—¿En serio? Papá, nosotros no vendemos libros piratas.
Arturo dio una risotada ante semejante insinuación.
—Por supuesto que no, hija. El joven me está asesorando con un par de cosas. A la tarde tendremos una reunión en la Confitería Torres. Si quieres, me acompañas.
El rostro de Ana solo reflejaba una profunda incredulidad, ¿cómo diablos un flaite podría dar asesoría de algo? A su mente volvió lo que el mismo flaite le dijo hace unos minutos atrás, «las apariencias engañan».
—Eso no deberías ni preguntarlo, papá. Te acompañaré
—Entonces, en la tarde lo veremos.