Capítulo 10
Al doblar la esquina, a las diez de la mañana, Ana se encontró con Jason que esperaba, como siempre, a que abriera la librería. Sus audífonos cubrían sus oídos, y vestía esa chaqueta de cuero que le daba un aire de malote. Siempre la usaba, en conjunto con camiseta azul marino, jeans negros y zapatillas oscuras. Todo ajustado.
Ana suspiró. Ahora era completamente libre de pensar en lo bueno que se veía ese hombre.
Jason miró en su dirección. Siempre lo hacía antes de que ella llegara a su lado, como si presintiera su presencia. Frunció el cejo extrañado al ver que iba sola.
—Hola —saludó inclinándose para besarla en la mejilla. A lo que ella respondió además con una inesperada caricia en la mejilla contraria que lo desconcertó—. ¿Y Arturo?
—Ayer en la noche se cayó en la ducha y se fracturó una pierna —explicó tranquila como si quebrarse una pierna fuera lo mismo que pincharse un dedo con una aguja.
—¿Pero por qué no me avisaste? ¿Por qué viniste para acá y lo dejaste solo? ¿Cómo le va a hacer para moverse y comer? Debiste llamarme y yo hubiera atendido el local por ti. —Fue la lluvia de interpelaciones y mandatos por parte de Jason. Estaba molesto, ridículamente molesto porque ella no había recurrido a él.
Ana lo miró. Su primera reacción fue la sorpresa ante la reacción tan airada de Jason, pero luego sonrió.
—Calma, déjame abrir y te cuento —pidió con serenidad.
Mientras Ana le daba la espalda para abrir, Jason bufó dilatando sus fosas nasales intentando contener su molestia.
Ana abrió los candados, Jason subió la cortina con brío, luego ella abrió la puerta principal y entró. Jason la siguió. Era como un ritual.
—Anoche como a las nueve, mi papá se estaba bañando y se resbaló —empezó a contarle a Jason lo sucedido—, se quebró el peroné pero el hueso no alcanzó a desplazarse. Tiene contratado un seguro de rescate de urgencias, así que llamé y lo llevaron a la clínica —relató lo justo, sin exagerar—. Se quedó hospitalizado durante la noche, más por el tema de calmar el dolor y tenerlo inmovilizado unas horas. Tampoco fue tan grave —continuó en el mismo tono—. Todo pasó muy rápido, y no quise molestarte. Era una situación en que me las podía arreglar sola, siempre ha sido así.
—No hubiera sido molestia, Ana —espetó Jason.
—Lo sé, pero asumo que tienes tu vida privada. No iba a llamarte e interrumpir lo que sea que estuvieras haciendo. Ponte tú que te hubiera arruinado una cita con alguien —argumentó Ana usando su lógica, pero también lanzando indirectas para obtener respuestas.
Jason estaba serio, entendía lo que ella decía, pero le molestaba que no hubiera recurrido a él, por mucho que tuviera la situación bajo control.
—No estaba haciendo nada importante. De todas formas debiste llamarme —insistió apenas controlando esa sensación de que ella lo dejaba fuera. ¡No quería ser excluido!
—Te prometo que para la próxima te avisaré, por cualquier cosa.
A Jason no lo hacía reír ni un camión de payasos.
—Cuando ya estaba mejor, mi papá me ordenó que volviera a casa y que atendiera el local el día de hoy, no puedo decirle que no a él. A la tarde, si quieres, me acompañas para ir a buscarlo —propuso—. No te enojes, por favor —pidió con un tono de voz zalamero—. No fue para tanto
—No estoy enojado —negó lo evidente. Ni siquiera él entendía por qué reaccionaba de esa manera.
—Entonces, ¿por qué tienes esa cara? —interpeló un tanto divertida. La actitud de él le confirmaba que para algunas cosas él era como un niño.
—Es la única que tengo.
—Tienes más, mentiroso. Sobre todo cuando sonríes, ahí pareciera que te hacen cirugía plástica, porque te cambia toda la cara. Hasta te ves más guapo —halagó con naturalidad. Bueno, con toda la naturalidad que pudo imprimir en su tono de voz. Porque nunca hacía eso, coquetear, ser la primera en avanzar, en tantear el terreno. Antes ella era más pasiva, y ya no quería ser así.
Jason parpadeó. Ante ese flirteo velado, Ana lo confundía, se sentía torpe. No sabía cómo reaccionar, ni tampoco identificar lo que ella quería de él. Solo sabía de invitaciones directas a follar, pero del coqueteo, de las señales, las indirectas, nada, nulo total. Si no hubiera conversado con Isidora, no habría sido capaz de notar esa mirada, esa sonrisa, ese leve rubor por parte de ella.
Tal vez Isidora tenía razón. Tal vez Ana lo miraba de otra forma. Su corazón empezó a latir más rápido ante ese pensamiento.
—¿Ves? Ya te cambió la cara, ahora te pareces a «grumpy cat» —bromeó Ana al notar que él curvaba sus labios en el sentido inverso de una sonrisa.
A Jason le provocó gracia el comentario, porque de inmediato se imaginó la cara de ese gato enojón de Internet que a todo decía que no con su cara de amargado.
—No soy como «grumpy cat» —rebatió relajando sus facciones.
—Pero sí tienes la misma cara, incluso tus ojos son como los de un gato… ¿Desayunaste? ¿Quieres el jugo de naranja de la paz? —ofreció al notar el cambio de humor de él.
Era suficiente por ese momento, no deseaba ser tan directa… todavía.
—Bueno, un jugo de naranja… —aceptó con mejor humor, se dio cuenta que al no estar Arturo podía mostrarse de otra forma ante ella y eso era conveniente para él… No era un santo después de todo. Esculcó el bolsillo de su chaqueta y sacó un chocolatito—. Toma. —Se lo ofreció con brusquedad.
A Ana se le iluminó el rostro, regalándole una sonrisa radiante.
—¡Gracias! ¡Qué rico! —Lo abrió al instante y se comió un cuadrito extasiada. Escucharla de esa forma no fue bueno para la cordura de Jason—. Mmmmmmmm, lo necesitaba. ¡Maravilloso! —Le besó fugaz la mejilla, y Jason pudo sentir el aroma del chocolate que emanaba de la boca de Ana y sintió la tentación de saborearlo directamente en su lengua—. Voy por el jugo. Gracias.
Ana salió del local en busca del carrito que vendía jugo natural de naranja dejando a Jason desarmado, exaltado… y esperanzado.
*****
—¿En serio que está descatalogado «Lo que el viento se llevó? —interrogó Jason cuando estaba apilando unos libros que desordenó un cliente. Le estaba dando la espalda a Ana, el local estaba vacío.
Ana estaba concentrada en apreciar la espalda de Jason, y su pregunta fue un oportuno balde de agua fría. Debía ser ilegal que le quedara tan bien esa maldita camiseta.
—Las editoriales acá no lo han vuelto a sacar —respondió casual—. Es mejor que lo encargues en el extranjero. A veces, incluso, sale más barato. Siempre estoy comprando libros que no llegan directo.
—¿Podemos hacerlo ahora? ¿Cuánto tarda en llegar? —preguntó Jason con entusiasmo.
—Se demora un mes, mes y medio, aproximadamente. A veces es antes, todo depende de aduana.
—Perfecto… Le quiero regalar esa novela a mi mamá. Todos los años daban esa película en la tele y ella la veía de principio a fin —recordó con cierta nostalgia. Esa película era uno de los pocos momentos en que Carmen hacía lo que quería—. Ya compré el DVD, pero quiero que se anime a leer.
—Nunca es tarde para hacerlo. Además, siempre son mejores los libros que la película.
—Es verdad, después de los veinte empecé a leer más… Pero no soy como tú que lees con voracidad. He visto como tres libros diferentes escondidos ahí. Lo haces como si estuvieras haciendo algo malo. ¿Por qué?
Ana se dio cuenta que los seguía escondiendo. Joaquín ya no estaba ahí para criticar o burlarse de la lectura que ella disfrutaba.
Nunca más.
—Es una mala costumbre que debería corregir —respondió Ana admitiendo lo que Jason decía.
—¿El imbécil tiene que ver con eso?
Ana no contestó, sintió vergüenza de sí misma. Por dejar que Joaquín influyera a ese nivel, de esconder lo que ella disfrutaba. ¿Y qué si le gustaban las novelas románticas con final feliz?, ¿y qué si le excitaban las escenas subidas de tono?, ¿y qué si se enamoraba de cada personaje masculino, con sus virtudes y defectos?, ¿y qué si soñaba con tener un romance arrollador y violento, aunque sea una sola vez en la vida?
Era una parte de ella, una que escondía para no escuchar a Joaquín aconsejándole que leyera literatura de calidad y de mejor nivel.
Imbécil.
—Ya no más —sacó de su escondite el último título que estaba leyendo y lo puso sobre la mesa.
Jason sintió algo de orgullo por ella, que aprendiera de sus errores y que se animara a empezar de cero.
—Algo que he aprendido en esta vida —manifestó de súbito—, es que nunca dejes que nadie te diga qué hacer, qué sentir, ni demostrar algo que no quieres. Si no les gusta lo que eres que se vayan a la mierda —aconsejó.
—Debí hacer eso hace mucho, mucho tiempo.
—¿No esconder tus preferencias literarias?
—Mandar a la mierda a Joaquín. —Suspiró hondo—. En fin, ¿encarguemos tu libro?
*****
—Acá, por favor—indicó Ana, mientras Jason ayudaba a un estoico Arturo a pasar de la silla de ruedas a la cama—. Eso… Gracias, Jason. ¿Estás bien, papá? ¿Necesitas algo?
—Necesito caminar.
Ana resopló. Jason no decía nada intentando ocultar sus ganas de reír. Arturo parecía un niño amurrado, y Ana, un general de ejército. Parecía que los roles se habían intercambiado.
—¿Qué te dijo el doctor? —regañó Ana mientras elevaba la pierna lesionada con unos almohadones—. Que descanses, y eso significa que no puedes caminar todavía por mucho que tengas un yeso puesto.
—Pero si no fue tan grave, una fracturita y ya. Eres igual de alharaca que tu mamá.
—Bueno, alharaca o no, descansas y se acabó. Ya hablé con mi tía Nancy para que venga a echarte una mano mañana —anunció lo que había acordado con la hermana de su padre para que pudiera atender la librería sin problemas.
—Me las puedo arreglar solo.
—Te las arreglarás solo en una semana más, cuando el doctor te revise. ¿Tienes hambre?
—Sí —refunfuñó con el ceño fruncido.
—Te traeré la once[35] —decretó en un tono autoritario—. Ahí tienes el control de la tele —indicó entregándole el control remoto con un gesto tosco—. Vamos, Jason. Dejemos a este viejo enojón solo.
Jason obedeció sin chistar, porque de verdad Arturo era un paciente infumable.
—Es terrible este hombre, vez que se enferma, se convierte en un ogro —rezongó Ana mientras entraba a la cocina. Jason la seguía y la observaba llenando el hervidor con agua y preparaba una bandeja para Arturo—. Siempre hace lo mismo. Lo hubieras visto el año pasado cuando le dio influenza. Quise ahorcarlo todos los días —relató haciendo el gesto de que estrangulaba a alguien imaginario apretando sus pulgares en la tráquea imaginaria. Y se detuvo en seco—. Disculpa, soy una maleducada, ¿quieres tomar once conmigo?
—No me atrevo a negarme con esa demostración de lo que puedes llegar a hacer si no se hace lo que tú dices —bromeó Jason, aceptando la invitación de Ana.
—Pesado. —Sonrió negando con la cabeza—. ¿Té o café? —ofreció—. No somos tan eclécticos como tú para el té —comentó a propósito de la inusual preferencia de Jason por los tés con sabores exóticos.
—Lo que tengas está bien… Lo de los tés de sabores es una mala costumbre que me pegó una amiga, que me regaló varias cajas para mi cumpleaños —explicó con naturalidad.
A Ana no le pasó por alto el tema de que aquella costumbre no fuera por iniciativa propia, ni la «amiga».
—No das la impresión de tener «amigas». Te imaginaba más del estilo «lobo solitario».
—Las tengo, aunque no lo creas.
«¿Con ventaja? ¿O serán de aquellas mujeres que se jactan de contar con la amistad de un amigo gay?», se preguntó Ana con más dudas que certezas.
—Ah. —Fue lo único que ella dijo en vez de verbalizar lo que pensaba.
Jason estaba poniendo atención a Ana, estaba verdaderamente pendiente de su forma de hablar, de cómo lo miraba, de sus gestos, de lo que decía, de lo que ocultaba. Isidora con sus consejos había sembrado una semilla que rápidamente germinaba, crecía y daba frutos, y que Jason estaba cosechando. Porque se daba cuenta de que Ana sentía una cierta atracción hacia él pero, lógicamente, había algo que la refrenaba.
Lo que no entendía era qué.
—Jason Holt, ¿qué hacías antes de ser detective privado? —Ana preguntó cambiando de tema mientras preparaba algo de palta molida para el pan.
El agua se empezaba a calentar.
Él le iba a dar respuestas. Recordó nuevamente la productiva conversación del fin de semana con su amiga.
«Deja a las mujeres ganar y obtendrás todos los beneficios».
—Era detective infiltrado de la PDI. Estuve siete años trabajando de encubierto como narcotraficante. Día y noche metido en la misma población donde nací —respondió resumiendo un tercio de su existencia.
Ana dejó de moler la palta, y lo miró sorprendida.
Jason se encogió de hombros.
—Eso explica muchas cosas —señaló Ana.
—¿Qué cosas? —preguntó con curiosidad.
—La forma en que amedrentaste a Joaquín, lo metódico que eres para hacer tu trabajo, tu convincente actuación de flaite, son algunas cosas que puedo dar de ejemplo —enumeró.
—Lo último no era una actuación precisamente, es algo que fui… que a veces sigo siendo. Fui delincuente juvenil hasta los diecisiete —admitió rememorando el pasado—. Lo perdí todo… Pero las oportunidades se presentan cuando uno menos lo espera. Un detective encubierto me reclutó, me sacó del hoyo, me educó, me enderezó… Fue como un padre, como el que nunca tuve. A él se lo debo todo, sacó lo mejor de mí y me formó como persona.
»Lamentablemente las cosas cambian, él se jubiló, yo tomé su lugar… Hace unos meses me retiré y heme aquí… A punto de tomar once con una señorita.
—Debió ser difícil —comentó imaginando esa vida que ni siquiera podía dimensionar del todo.
—Aunque no lo creas, al principio fue fácil. Pero los años y la soledad empiezan a pesar como si fuera una losa —Jason de pronto se perdió, a su memoria volvía esa sensación de abulia, de cansancio, de querer hacer cosas simples y no poder—. No hay amigos, familia, y mucho menos vida social o amorosa. Vas encerrándote en un círculo hermético, y no das cabida a nada ni a nadie. Solo debes cumplir objetivos.
—¿Eso te hizo renunciar?
—Quería vivir mi vida, lo más normal y ordinaria posible. Ser narco significa que tu cabeza tiene precio, que las personas se acercan a ti por interés, que todo el mundo sabe dónde vives, qué horarios tienes… —Se quedó callado unos instantes, no tener vida propia era lo peor—. Llega un momento en que te ponen cuatro balazos y ahí te das cuenta de que no puedes continuar. No quería morir así… no de esa manera —confesó rememorando aquella noche de invierno cuando creyó que iba a dejar este mundo, tirado y solo en el frío pavimento. Sin pena ni gloria, como un narco más, como un marginal delincuente.
Se quedaron en silencio. El agua hervía y el switch de encendido del hervidor dio un sonoro clic que hizo dar un gritito a Ana.
—Mierda, me asustó esta cosa —dijo poniendo la mano en su frente—. Me has dejado helada.
Ana nunca imaginó semejante historia. Era casi de no creer, como si fuera una película de ficción, pero su instinto le indicaba que él decía la verdad. Jason le relató parte de su vida apoyado en el umbral de la puerta de la cocina, relajado. No hacía gestos de nerviosismo, ni desviaba el contacto visual…
—Y durante esos años… ¿Nunca tuviste algo normal, fuera de la población?
—A veces salía solo, iba a la Confitería Torres, al cine. Una vez al mes visitaba a mi mentor. Mantener una fachada de narcotraficante consume demasiado tiempo. En esa vida, las cosas simples cobran un valor extraordinario.
—¿Hacías todo el trabajo solo? —Al terminar de formular la pregunta le quedó reverberando en su cerebro la palabra «solo». Le angustió imaginarlo todos los días sin verdadero contacto humano, con nadie.
—Tuve un «socio», pero elegí mal. Creí que era mi amigo, pero me traicionó y me puso los cuatro pepazos[36]… Si no fuera por el chaleco antibalas y su mala puntería, no estaría aquí… Allá en la población todos creen que estoy congelándome en la morgue del servicio médico legal, esperando a que me lleven a una fosa común. Nadie fue a reclamar mi cadáver. —Una risa floja e irónica emergió de su garganta que a Ana le sonó llena de tristeza—. Solo mi mamá sabe la verdad.
Impactada, era una buena palabra para definir lo que Ana sentía. Eso, y las inexplicables ganas de abrazarlo. El rostro de él era insondable, pero sus ojos verdes y cristalinos, expresaban más de lo que el propio Jason hubiera querido mostrar.
—¿Y mi once, cuándo? —La voz de Arturo perturbó aquella atmosfera de secretos revelados. Ana sabía que eso era solo la superficie y eso era lo que más la perturbaba. Porque bajo aquellas palabras, se ocultaba un océano profundo de vivencias.
—¡Ya va! —exclamó sin dejar de mirarlo a los ojos—. Gracias por la confianza, Jason… Por todo.
Jason le dio una leve sonrisa. Estaba sorprendido de sí mismo y de la situación en general. Con Ana no sentía esa reticencia de revelar más de la cuenta. A medida que hablaba más a gusto se sentía, más cómodo en su piel… Eso solo le sucedía cuando estaba rodeado de sus amigos, de los cuales la mayoría estaban relacionados con la Policía de Investigaciones.
Pero también la inseguridad, esa que siempre lo acompañaba como un mal consejero. Le provocaba un ruido insidioso, uno que intentaba acallar cuando salía de su zona de confort.
—¿Le llevo la bandeja a Arturo? —ofreció Jason a Ana que rápidamente ponía todo en la bandeja ante la presión de su padre. Necesitaba despejarse unos instantes, retomar el control y no dejar que la inseguridad se lo comiera—. Así te ahorro el encuentro con Shrek.
—Ya, así no muestra la hilacha contigo. —Le entregó la bandeja con cuidado. Sus dedos se rozaron, a los dos no les fue indiferente el contacto—. Mientras tanto pondré la mesa para nosotros.
—Vale… —Jason dio media vuelta hacia la habitación de Arturo pero apenas dio un paso se detuvo—. Oye, Ana.
—Dime…
—¿No desconfías de mí, sabiendo que he robado, mentido, engañado, que he destruido vidas? —preguntó un tanto incrédulo ante la actitud de Ana que era más de comprensión que de otra cosa.
—La verdad es que no. Era tu trabajo y punto. Eres un buen hombre, Jason, que nadie te diga lo contrario. Sí, hiciste todas esas cosas, pero ¿sabes qué? No me importa —declaró firme—. No te hundiste, era muy fácil caer en la tentación y convertirte de verdad en un narcotraficante y darle la espalda a todos los que confiaron en ti. Pero no lo hiciste. Eso es lo más valioso.
—Gracias…
Ahora Ana sonrió. Entre ellos nacía algo más que los unía, la confianza.