Capítulo 3
Ana y Arturo llegaron eso de las ocho de la tarde a la Confitería Torres. A Ana le pareció que su padre había cometido un desatino al citarse con ese sujeto en un lugar donde solo se podían ver personas que, al menos en apariencia, tenían más capital cultural y educacional que el susodicho asesor de su padre. Ya estaba pensando seriamente en que la insinuación de Joaquín tenía bases sólidas, su padre estaba perdiendo el juicio.
Al entrar, ambos buscaron con la mirada. Ana no encontró ningún tipo vestido con alguna llamativa tenida deportiva que desentonara con el lugar. Su padre empezó a internarse en el comedor caminando seguro hacia un rincón relativamente íntimo. Extrañada, siguió a Arturo hasta que se detuvo frente a una mesa donde había un hombre que leía un diario y les daba la espalda. Una espalda muy ancha cubierta en un ajustado traje oscuro.
—Buenas tardes, señor Holt —saludó Arturo con un tono familiar y un tanto socarrón.
El señor Holt, cerró el diario, lo dobló y se levantó de su silla para saludar a Arturo.
Dios, sí que era alto.
Si la mandíbula de Ana hubiera podido caerse hasta el suelo en ese mismo instante, lo habría hecho. Se salvó de dar un espectáculo solo porque ella pudo contener el impulso de abrirla. Pero la reacción que no pudo reprimir fue abrir los ojos de manera desmedida al observar una transformación prodigiosa.
El tipo era como sacado de una revista de Men’s Health o GQ.
De sapo a príncipe. Sin cadenas evolutivas. Darwin estaría en extremo impresionado, el señor Holt sería objeto de estudio… uno muy, muy exhaustivo.
—Buenas tardes, Arturo —saludó con una sonrisa varonil y seductora ignorando a propósito a Ana. Para él fue evidente la monstruosa sorpresa de ella al verlo. Jason disfrutaba hacer esa jugarreta, le permitía medir a las personas.
Ana pasó la prueba por un pelo, Joaquín la reprobó estrepitosamente.
—Jason, te presento a Ana, mi hija y mano derecha. Ana, él es Jason Holt, detective privado.
A Ana le costó un par de segundos reaccionar. No podía quitarle los ojos de encima a Jason. No porque el infeliz se viera más atractivo que en la tarde, sino porque el cambio era abrumador. Desconcertante.
El condenado era hermoso.
Diablos, ella tenía novio. Los demás hombres no existían para ella, de hecho nunca nadie había existido antes. … Hasta ahora. Sí, Ana admitía que era capaz de apreciar de manera objetiva a un hombre atractivo, pero este en particular le provocaba una duda acuciante… un atisbo de deseo.
Debía ser ciega, no mirarlo directo… Esos ojos tan verdes… ¡No lo mires a los ojos!
—Buenas tardes, Ana. —Jason extendió su mano y Ana casi por inercia respondió—. Su padre me ha hablado mucho de usted —comentó para romper el hielo—. Un placer.
También debía ser sorda… La voz de él era como el terciopelo cuando hablaba como un hombre civilizado. En su faceta flaite usaba un tono nasal y se comía todas las «s», «d» y «r». Casi provocaba dolor de oído escucharlo de ese modo.
Pero ahora… sí era un placer también para ella.
—Buenas tardes —balbuceó lacónica, sintiéndose torpe por no poder hilar un saludo coherente.
Al parecer, había quedado muda también.
Ciega, sorda, muda. El hombre era una triple amenaza.
Internamente, Jason se estaba dando un festín con la evidente reacción de Ana. Ella era la personificación de todo lo inalcanzable para él en un período lejano de su vida. Una mujer natural, educada, inteligente, virtuosa, hermosa —él la consideraba así, tal vez a otros hombres no les gustan mucho las mujeres que tengan carácter y que ostenten cejas más gruesas de lo «normal»—. Sí, ella era de las que en su juventud solo podía mirar.
Y ahora… En realidad, desde que cumplió la mayoría de edad, Jason nunca tuvo tiempo para establecer relaciones duraderas con el sexo opuesto, salvo en aquellas contadas ocasiones en las que tuvo un polvo casual. Sonrió con ironía para sus adentros, incluso ahora, esa mujer era inalcanzable, y no por el simple hecho de que tuviera a un pelmazo estirado como noviecito. Era un inexperto en esas lides, con todas sus letras.
La vida normal, era difícil de sobrellevar.
Sin embargo, se regodeó del momento que le estaba haciendo pasar a la hija de su nuevo socio. Le gustaba taparles la boca a las personas que pensaban que un hombre de orígenes humildes no podía superarse y ser mejor que alguien que había nacido en cuna de oro. Sí, podía sonar como un resentido social, pero le gustaba dar lecciones de una manera lúdica… Un poco retorcida, pero lúdica al fin y al cabo, según su criterio.
Toda la situación pasó desapercibida para Arturo que era un tanto distraído y estaba ansioso por iniciar la reunión. Según dedujo Jason, la que tenía los sentidos agudos y llevaba las riendas del negocio era Ana. Él se preguntaba qué tan al tanto estaba ella de la real situación financiera de la librería.
—Por favor, tomen asiento —invitó Jason, y al mismo tiempo llamó a don Belisario, su garzón particular, quien llegó al cabo de unos segundos—. Belisario, lo de siempre para mí, y me podría facilitar la carta para el señor y la señorita, por favor —solicitó con amabilidad.
—En seguida, don Jason —respondió el garzón con prestancia. Tomó de una mesa cercana un par de cartas y las entregó a Arturo y a Ana, para luego salir raudo a realizar el servicio.
Jason miró a la pareja, Arturo sonreía. A Ana no la hacía reír aunque se disfrazara de payaso.
La ignoró por completo.
—Bien. —Decidió empezar la conversación de una vez y finiquitar el asunto—. Arturo, estuve investigando…
—¿Por qué contrataste un detective privado, papá? —interrumpió Ana con la voz crispada. Parecía que había recuperado el habla por arte de magia. Tal vez por no querer escuchar la voz de él.
Jason arqueó una ceja y miró a Arturo para que diera las explicaciones pertinentes a Ana.
Arturo tosió incómodo, pretendía explicar, pero no con su hija y sus nervios alterados de la nada.
—Anita… Contraté los servicios de Jason porque la situación es complicada… No solo te asaltaron a ti y a Joaquín. —Tosió de nuevo—. A mí también, hace cuatro semanas —confesó como si fuera un niño que hizo una travesura… de las graves.
—Por eso no has ido al banco a depositar, ni has dejado que nadie más vaya. —Ana entrecerró los ojos—. Hay algo más que eso, ¿cierto?
—La última vez me robaron dos millones y medio —admitió ya entregado a su suerte—. Tuve que pedir un préstamo al banco para tapar el hoyo financiero. No me está alcanzando para mantener a flote la librería por demasiado tiempo… Si nos vuelve a pasar, todo se irá a pique.
Con esa declaración, a Jason le quedó más que claro que Ana ignoraba acerca de todo lo concerniente a las finanzas. Ella tomaba otro tipo de decisiones en el negocio…
—¿No te alcanza para pagar las deudas, pero sí tienes para contratar… a este señor? —recriminó lo que para ella era obvio—. ¿Y, usted, aceptó el caso sabiendo todo esto? —increpó disparando sus dardos contra Jason.
Arturo miró suplicante a su socio, rogándole que calmara el mal genio de su hija.
—Señorita Medina…
—Tengo nombre, así que úselo —declaró altanera.
—Ana —rectificó firme y empezando a sentir que la ira lo carcomía—. Le agradeceré mucho si tiene la amabilidad de no interrumpir hasta que haya terminado de explicar la situación global. ¿Está de acuerdo?
—Okey —accedió con sequedad.
—Okey —confirmó del mismo modo—. Ya sabe que la situación financiera es compleja. Mis servicios son investigar quién está detrás de estos eventos, porque todo indica que no son una simple coincidencia. Puede ser alguien de la librería… —Ana abrió la boca dispuesta a replicar, pero el rostro de Jason se tornó muy serio y le frunció el ceño, reprendiéndola como si fuera una niña—… O alguien que frecuente el lugar —continuó—, puede ser incluso la competencia. Mientras investigo, también los voy a escoltar para hacer los depósitos bancarios para repeler cualquier intento de robo en caso de que sea necesario. No les garantizo recuperar el dinero que ya han perdido a causa de los delitos anteriores, pero lo que sí les puedo prometer es que haré todo lo humanamente posible para que no vuelvan a perderlo.
—Pero obviamente no hará el trabajo gratis —puntualizó Ana suspicaz.
—Evidentemente. Mi pago será el 20% de la librería —informó en un tono monocorde.
—¡El 20%! ¡Papá, este cretino te está estafando! —reclamó airada y harta de estar callada demasiado tiempo.
—Anita, por favor, tranquilízate —rogó Arturo tomándole la mano.
—Ana, en ningún momento le he faltado el respeto, yo no la he insultado —espetó Jason con serenidad. Ana lo fulminó con la mirada—. Exijo lo mismo para mí, o el trato se acaba.
—¿Pero tú crees que no me doy cuenta? No insultes mi inteligencia —replicó hecha una furia—. Estás embaucando a mi papá, es evidente. Esto no lo voy a permitir.
Jason se levantó con tranquilidad, pero hirviendo de rabia por dentro. Le estaba costando un esfuerzo descomunal no zamarrear a esa mocosa para que comprendiera —por muy bonita e inteligente que fuera—. De hecho, entendía que desconfiara, pero estaba pasando a llevar el criterio y las decisiones de Arturo, y tampoco lo había dejado terminar de hablar.
—Arturo. Yo llego hasta acá. Si ella no colabora, no podré hacer mi trabajo… ¡Ah! —Tomó una bolsa que estaba en el suelo y la dejó sobre la mesa—. Casi lo olvido, acá están los libros que hurtó el señor con facha de intelectual, mientras la señorita Medina estaba pendiente de este flaite. No serán muy caros, pero no se pueden permitir pérdidas de ningún tipo. Buenas noches. Arturo, considera mis servicios de esta semana como una cortesía.
Se dirigió hacia Belisario, que traía la bandeja con el pedido. Habló uno segundos con él y pagó sin esperar el cambio y se retiró.
Arturo miró enojado a su hija. Estaba muy molesto por la inusual actitud beligerante de Ana. Ella nunca se comportaba de esa manera, siempre era amable, comprensiva.
—Jason iba a trabajar gratis por un año. —Terminó de explicar Arturo intentando contener el enojo—. Si evitaba robos durante ese período, ahí recién le iba a pagar el 20%. ¿Sabes lo que es trabajar sin recibir dinero por un año, Ana? —preguntó sabiendo que no le iba a dar una respuesta—. Él iba a invertir, a inyectar capital, aparte de trabajar. ¡Y tú y tu actitud infantil han enterrado todas mis esperanzas por conservar la librería! Lo único que tengo para dejarte cuando me muera. Has hundido mi trabajo, el de tu madre, el de tus antepasados… —Se levantó decepcionado de su hija, le dolía sentir aquello. Sentía que no la conocía—. Me voy a caminar un rato. Nos vemos en la casa.
Ana se quedó sin habla ante las sentidas palabras de su padre. Por segunda vez en el día sentía que debía dar una disculpa —irónicamente a la misma persona—. Con la cara llena de vergüenza, se quedó sentada dejando ir a Arturo. Debía, al menos, concederle lo que pedía y darle espacio.
Se acercó Belisario en silencio y dejó frente a ella una taza de chocolate italiano caliente y una porción de galletas de chocochip.
—Perdón, yo no pedí esto —dijo Ana al mesero que estaba a punto de retirarse.
—Don Jason invita. Para que pase el mal rato. —«Y se le quite lo amarga a esa chiquilla levantada de raja[23], debería agradecer que tiene un padre como Arturo», omitió con sabiduría lo otro que dijo Jason.
Ana adoraba el chocolate en todas sus formas. A pesar de sentirse miserable, se le hizo agua la boca. No pudo resistirlo y tampoco se sintió con el ánimo de rechazar la cortesía de Jason a pesar de haberse comportado como una verdadera arpía.
Aquella taza chocolate y galletas, fueron lo más amargo que ella había probado en toda su vida.
*****
Arturo no le habló a su hija, ni cuando volvió a casa a eso de la medianoche, ni tampoco a la mañana siguiente. Ana comprendió que su error había sido monumental —si resultaba cierto lo que su padre le dijo—. Pero ¿cómo asegurarse de que aquel sujeto no era un timador?
No soportó demasiadas horas esa ley del hielo impuesta por su padre y que inundaba el ambiente en una tensión tan densa que podía cortarse con cuchillo. Ana no se atrevía a hablarle, ni siquiera para pedirle el contacto telefónico de Jason. Nunca antes Arturo había actuado de esa manera. Y Joaquín no entendía nada la situación, y por más explicaciones que pidió, solo obtuvo por parte de ella un «cuando pueda te lo cuento».
Apenas cerraron el local, a las siete y media de la tarde, Ana tomó su pequeña cartera y salió a buscar respuestas.
Lo primero que se le ocurrió fue ir a la Confitería Torres, dado que el señor Holt —si es que así se llamaba— era cliente habitual.
Entró al local y pidió hablar con don Belisario. El hombre un tanto extrañado fue a su encuentro. Ana hizo su interrogatorio explicando sus motivos, y el garzón, con amabilidad, le comentó que don Jason frecuentaba el lugar desde hacía unos tres meses aproximadamente y se reunía ahí asiduamente con otras personas. Lo calificaba de amable, correcto, daba buenas propinas, todo el mundo en ese lugar sabía que era detective privado, probablemente un ex PDI. Aparte de ello, nada más.
Desanimada, agradeció la ayuda de don Belisario. Un rugido en su estómago la alertó de que no había probado bocado en todo el día, y ya que estaba ahí decidió comer y saciar su hambre. En una de esas también coincidía con Jason.
Pidió una cena ligera. La Confitería Torres, aparte de tener exquisiteces de pastelería y café, también contaban en el menú con ricos platos para la hora de almuerzo y cena.
Según lo que pudo averiguar Ana, Jason era un animal de costumbres. Siempre elegía la misma mesa y si estaba ocupada, optaba por otra en el mismo sector, también pedía siempre lo mismo. Así que decidió sentarse en la misma mesa donde tuvieron la entrevista el día anterior.
Cada vez que escuchaba que alguien entraba al local, ella levantaba la vista, y luego venía una profunda decepción. El hombre justamente no iba a visitar aquel lugar ese día. Terminó su plato de comida, y dando una generosa propina salió en dirección a su casa para hablar con su padre e intentar arreglar las cosas.
Desalentada, caminó lento por la Alameda en dirección al metro Moneda, ella vivía con su padre en un departamento antiguo de Providencia, en la calle Manuel Montt. Pasó de largo por la estación, no se sentía preparada para volver a casa.
Siguió caminando, lento, analizando, poniendo las cosas en su lugar y determinando por qué Jason le provocaba una aversión casi irracional. El paisaje iba cambiando, inexorablemente, al mismo tiempo que seguía pensando. Era normal ser desconfiada, pero había sido el colmo de su parte no dejarle terminar de hablar, no dejar que la convenciera.
Sus pasos se detuvieron en seco, comprendió que tenía un miedo atroz a que él la convenciera, pero ¿por qué? Porque ese hombre era hábil, la había engañado con una simple charada, aunque no entendía por qué se había disfrazado de flaite para entrar a la librería a comprar unos cuantos ejemplares en oferta.
Claro que no lo entendía, si no lo había dejado hablar.
Y con eso volvía al meollo del asunto, por qué le daba miedo que él la convenciera…
Y lo vio, caminando en dirección contraria a la suya, iba a paso relajado con las manos en los bolsillos. Esta vez no vestía formal ni como flaite. Iba normal, jeans negros, camiseta gris, zapatillas negras, cada maldita prenda se ajustaba al cuerpo del condenado como segunda piel…
Los pasos de él se detuvieron a cinco metros de ella y clavó sus ojos verdes en los suyos.
Ana sintió alivio… y terror.
Había encontrado a Jason, y en ese mismo instante comprendió por qué sentía miedo.
Él era una tentación.