Capítulo 30

 

 

Domingo, diez de la noche, la temperatura estaba templada, pero todavía se sentía el denso calor que emanaba del concreto y el asfalto, pero que era atenuado por la frescura de la afluencia del oscuro y marrón río Mapocho. En la esquina de Pío Nono con Santa María estaban Arturo, Jason y Danilo, junto a ellos estaban Sandro Larenas, inspector de la Brigada Investigadora del Crimen Organizado que iba de civil, y que, cuando fuera necesario, estaría pasando «casualmente» por ahí, junto con una pareja de amigos, la forense Isidora Apablaza, que «casualmente» es cinturón negro tercer Dan de karate y su esposo, Manuel Rodríguez, que «casualmente» es un avezado tirador.

Iban a ser seis contra uno, ¿qué cosa podría salir mal?

Danilo, en frente de todos ellos marcó el número del sujeto desde un celular de prepago, nuevo, y lo puso en altavoz, mientras todos grababan la conversación en sus respectivos celulares… por si acaso.

Cuatro tonos de marcado sonaron.

—¿Aló? —saludó la voz del hombre que hizo el encargo, ya intuía quién lo llamaba.

—Hola, le llamo por su encargo —respondió Danilo usando su tono arrogante y prepotente, el que siempre fue su fachada.

—Estaba esperando tu llamado, ya creía que te habías esfumado. Me llegó el rumor de que ya habías hecho el encargo, fui a buscarte a la población, pero no estabas.

Esa respuesta era una de las esperadas, pero a Danilo le provocó una sensación de inquietud que no le gustó para nada.

—Ya no vivo ahí —repuso lacónico como si no le importara.

—Eso mismo me dijo Menares —precisó el hombre con serenidad.

Danilo cerró los ojos, si antes estaba inquieto, el tener la certeza de que el sujeto involucró a Menares, empeoraban sus presentimientos.

—Yo estoy a punto de salir de la ciudad —explicó sucinto—, así que si quiere su plata nos juntamos en el Puente Pío Nono.

—Sí que quieres estar lejos de Menares —señaló riendo de manera burlona.

—No es su problema, ‘eñor. ¿Quiere su plata o no? —respondió Danilo fingiendo que salía de sus cabales, como siempre.

—¿Cuánto ganamos esta vez? —preguntó volviendo al motivo del llamado

—Diez palos, usté se lleva dos y yo ocho.

—Podrías compensarme con algo más… Después de todo, tardaste demasiado en hacer mi encargo. Dame cuatro y tú te quedas con seis —regateó el sujeto, le gustaba jugar con las personas, sobre todo cuando estaban desesperadas.

—No, po’h, ese no fue naa el acuerdo. No se haga el vovi[54]  conmigo —advirtió Danilo mirando de reojo a Jason y a Arturo, que evidenciaba su preocupación con un profundo surco entre las cejas, la voz no la reconocía, tal vez por los nervios o por el ruido ambiental, o por cómo se distorsionaba a través de la línea telefónica, o porque el sujeto impostaba su voz de tal forma que le confería un aire de superioridad y arrogancia que le era desconocido.

Tal vez todo influía.

De lo que sí estaba seguro era que esa voz no le pertenecía a Orlando, su tono jovial era inconfundible.

Podía ser cualquiera de los otros.

—¿Así que nos estamos poniendo regodeones? ¿Quieres que te eche a carabineros encima… o a Menares? No estás en posición de negociar —amenazó el sujeto sin evidenciar desesperación. Estaba muy seguro de lo que decía.

Silencio.

Danilo miró a Jason, quien asintió levemente con su cabeza.

—Es bien maricón, ‘eñor… Está bien cuatro y seis —resopló fingiendo claudicar—. Nos vemos en una hora en el puente.

Danilo cortó el llamado como siempre, sin esperar algún signo de cortesía. Inspiró profundo y exhaló del mismo modo, estaba nervioso, si le dieran a elegir prefería mil veces que le echaran encima a carabineros en vez de Menares.

Jason lo miraba fijo en silencio.

—Lo has hecho bien, muchacho —aseguró Arturo que, con el pasar de los días y al ver que Danilo no se había fugado, ya daba señales de empezar a confiar en él—. Estaremos todos aquí.

—Nos queda casi una hora —intervino Jason—, esperemos que el tipo sea puntual.

—Llegará a la hora —aseveró Danilo, sintiendo un escalofrío que le recorría el cuerpo… y no era una crisis de abstinencia.

—Bien, repasemos una vez más el plan…

Reunidos en esa conocida esquina, aquel grupo de amigos volvieron a determinar cuál era su papel y cómo llevarlo a cabo. Todos estaban serios y concentrados, con discreción le echaron una última revisada a sus armas y ajustaron sus chalecos antibalas.

Tomaron posiciones. Solo quedaba esperar…

 

*****

 

Ana estaba esperando el desarrollo de los acontecimientos en el departamento de Carmen junto a los hermanos de Jason, Lidia y Bernardo. El ambiente estaba inmerso en una calma tensión.

Aunque Ana estaba impasible, la sensación que invadía su alma era la impotencia, eso sentía ella por sobre todas las cosas. No podía ayudar en nada y ser un aporte. Solo le quedaba esperar. Y últimamente no toleraba tan bien las esperas.

Cada cierto rato miraba la hora en su celular. Ella conocía todo el plan que llevarían a cabo. Y a pesar de saber que contaban con ventaja, ella no podía sentirse del todo segura y tranquila.

—El gusto de Jason de tenernos siempre en vilo —rezongó Lidia intentando alivianar el ambiente—. Primero, cuando era un cabro rebelde, y llegaba siempre a la hora del pito a la casa. Después, cuando pensábamos que era un narcotraficante. Y ahora, se las da de Superman… ¡Hombre tenía que ser!

—Ahhhh, ¿pero te acuerdas cuando te defendió de ese niño que siempre te tiraba el pelo en el colegio? —replicó Bernardo siguiéndole la corriente—. Ahí no te quejaste cuando le hizo de superhéroe, un poco rasca[55], pero superhéroe igual.

—Bueno, eso fue diferente —concedió encogiéndose de hombros—. No sé qué le hizo, pero ese niño no volvió a molestarme.

—Yo sí sé lo que hizo Jason —afirmó Bernardo esbozando una sonrisa misteriosa—. Fue muy divertido, a decir verdad.

—¿En serio? —dijo Lidia enarcando sus cejas con sorpresa—. ¿Qué le hizo? —interrogó con mucha curiosidad.

—Se metió en su dormitorio en medio de la noche y le dijo que si seguía molestándote iba a volver a entrar, pero con un cuchillo para cortarle las pelotas.

Lidia rompió en carcajadas, ni en sus mejores sueños imaginó esa perfecta venganza, cuando viera a su hermano de nuevo —y estaba segura de ello— le daría un gran abrazo y un enorme beso de agradecimiento.

—Eso no lo sabía —intervino Carmen incrédula y a punto de reír.

—Lo supe porque lo pillé entrando a nuestra habitación de madrugada, y para que yo no lo delatara a Ramiro me contó lo que había hecho —explicó Bernardo entre risas que murieron de a poco al nombrar a su difunto padre.

—Ramiro lo castigaba hasta por respirar, lógico que con ese pretexto te iba a contar hasta de qué color se le puso la cara al otro idiota—agregó Lidia.

—No lo iba a delatar en realidad, pero sí que nos morimos de la risa cuando me contaba los detalles de su amenaza, el cabro hasta se meó en la cama. Jason era muy re diablo.

—Y lo sigue siendo… —concluyó Carmen negando con la cabeza.

A Ana no le pasó desapercibido que no le decían «papá» a Ramiro. Sus hijos nunca le iban a perdonar lo que hizo. Hubo un segundo de silencio, ese era el efecto de recordar a ese hombre.

—Ahora me vengo a enterar de muchas cosas, no tenía idea de naa —continuó Carmen, para quebrar ese instante incómodo—. Chiquillos de porquería, nunca se sabe con ustedes.

—Son secretos de hermanos, mamita —dijeron Lidia y Bernardo al mismo tiempo, y al terminar se miraron y rieron cómplices.

Ana también rio, estaba contenta por ver tan bien a la familia de Jason, esperaba que el tiempo lograra sanar las heridas. Era difícil perdonar a Ramiro, pero era aún más difícil que ellos mismos se perdonaran, vivieron tantos años en ese ambiente de violencia que para ellos aquello era algo normal. Pero todo tenía un límite y Ramiro lo traspasó con creces, Lidia y Bernardo tenían un camino largo para perdonarse a sí mismos y vivir sin recriminarse por lo que nunca hicieron.

Solo el tiempo se iba a encargar de ello.

El tiempo…

Ana volvió a ver la hora en su celular…

Eran las once de la noche

*****

 

El hombre cruzó la calzada a paso relajado cuando le dio la luz verde, miraba de forma subrepticia hacia todas partes, pero no había nada fuera de lo habitual para un lugar que es por lo general muy concurrido. Hacia el norte estaba el barrio Bellavista, lugar bohemio y muy turístico, repleto de locales nocturnos para poder pasarlo bien con los amigos. Pero era domingo, había poca gente. A él le extrañó que su proveedor lo citara en un lugar público y expuesto, pero poco le importaban los motivos, su objetivo había sido alcanzado, la librería «La Chilena» estaba acabada.

Miró hacia el frente y Danilo estaba esperándolo solo en medio del puente, apoyado en la baranda de hierro abarrotada de candados de cientos de enamorados que llegaban ahí para sellar sus promesas de amor eterno.

Amor eterno… era una real mierda cuando no se era correspondido. Ignoró a una pareja que estaba poniendo un candado al principio del puente y que empezó a besuquearse de una forma que dejaba poco a la imaginación.

Idiotas.

Desechó esa molesta sensación agria y prosiguió.

Danilo lo estaba observando fijo desde que entró a su campo visual, e hizo un gesto de cabeza a modo de saludo cuando lo tuvo a un metro.

—Ahí tiene. —Danilo le entregó el dinero pactado en una bolsa plástica negra. El hombre la recibió y le llamó la atención el peso, abrió la bolsa e inspeccionó el contenido.

—¿Seguro que están los cuatro millones? —interpeló con desconfianza alzando una de sus cejas.

—Cuéntelos, son cuatro fajos de cincuenta billetes de veinte lucas —detalló—. Seré flaite, pero sé contar ‘eñor.

—Bien, bien… No diré más, ya sabes lo que va a pasar si al contar el dinero me doy cuenta de que me has estafado.

—No va a pasar naa, ‘eñor… Hacerle el cuento del tío no es lo mío.

—¿Ah, no? Eso no fue lo que me dijo Menares.

—El guatón Menares puede decir lo que quiera.

El sujeto sonrió de manera siniestra… Danilo en ese momento supo que algo andaba mal.

—¿Ah sí? Entonces puedo decir «págame la plata que me debí» —intervino una voz burlona por la espalda de Danilo y que ya estaba seguro que la escucharía. No le sorprendió, de hecho su rostro no lo evidenció, seguía con la vista pegada al hombre de los encargos. Todo estaba dentro de las posibilidades, pero tampoco le daba gusto que se volviera un hecho de que Menares se presentara en ese lugar.

—Y eso voy a hacer, voy a pagar lo que debo —afirmó Danilo, altanero, fulminando con la mirada al hombre que no ocultaba que estaba disfrutando mucho con la situación a la que lo estaba sometiendo.

Danilo dio media vuelta al tiempo que sacaba un arma que tenía oculta en la cintura y le apuntó a Menares, que a su vez ya estaba haciendo lo mismo con un revolver.

Se retaron con la mirada, amenazándose con dispararse en la cabeza, era un duelo en el que solo uno iba a salir vivo. Danilo estaba firme, la mano no le temblaba y sus ojos estaban clavados en los de Menares, que le devolvía la mirada con cierto regocijo.

El hombre de los encargos empezó a retroceder lentamente para escapar de aquel lugar. A él no le interesaban las rencillas ajenas, su objetivo había sido alcanzado con creces.

No tenía nada qué hacer ahí.

Dio media vuelta y sus pasos empezaron a ser más rápidos, retornando por el mismo camino de donde vino. La pareja que estaba poniendo el candado hacía unos minutos, ahora tenían cara de terror, y la mujer nerviosa empezó a tironear a su acompañante para que empezara a caminar y escapar. El hombre pasó por su lado, la mujer intempestivamente le sujetó el brazo de tal forma que, sin darse cuenta, estaba arrodillado en el suelo con un dolor indescriptible.

El hombre, desorientado, no sabía qué diablos estaba sucediendo, su mente trabajaba a toda velocidad hasta que sintió el frío metal de una pistola pegada a su sien.

—Si te mueves o hablas, no vivirás para lamentarlo —amenazó con un grave y mortal susurro el hombre que acompañaba a la mujer.

El hombre levantó la vista hacia el frente, Danilo y Menares todavía se retaban a ver quién jalaba el gatillo primero. Apenas podía respirar, empezó a sudar profusamente y sentía que el tiempo se volvía eterno.

—Te… tengo. —Tragó saliva—. Tengo dinero… cuatro millo…

—Dije que no hablaras, hijo de puta —interrumpió la voz grave y le enterró el cañón todavía más en la sien provocándole un agudo dolor.

—No nos interesa tu sucio dinero, cerdo asqueroso —bufó la mujer y torció solo un poco más el brazo del hombre provocándole un inenarrable dolor. Estaba a punto de dislocarle el brazo—. Además esa plata es más falsa que la mierda, idiota.

La pareja se miró de soslayo y esbozaron una sonrisa y dirigieron su vista al frente…

—La plata, dámela —exigió Menares—. Ya sabía que andabas con mariconadas cuando desapareciste, gil culiao.

—Ahí tení. —Danilo accedió con facilidad, sacó la bolsa negra que evidenciaba su contenido, una buena cantidad de fajos de billetes.

Sin dejar de apuntar, Menares se acercó y rozó con sus dedos la bolsa, pero Danilo intempestivamente la lanzó al oscuro cauce del río Mapocho. Menares con movimientos torpes intentó alcanzar la bolsa que se le escurrió cruel entre sus manos.

—¡Ups! —exclamó Danilo derrochando cinismo y con gesto burlón alzó sus cejas y se tocó las mejillas, como si fuera Macaulay Culkin en «Mi pobre angelito»—. ¡Se me resbaló!

La oronda figura de Menares se abalanzó con cólera sobre Danilo lanzando un gruñido, pero un fuerte brazo le rodeó el cuello y un pecho duro se apegó a su espalda.

—Suelta el arma —susurró una voz conocida y fantasmal para Menares. El cañón de un arma se hundió en su voluminosa espalda.

Menares abrió los ojos. Sorpresa, miedo, incredulidad e ira corrieron en partes iguales por sus venas

—No… no… tú estái… —balbuceó evidenciando su perturbado estado. Tragó saliva e inspiró profundo.

No podía ser posible, él estaba…

—¿Muerto? No, Menares, y no sabí lo cabreado que estoy contigo, hijo de puta.

—Yeison, Danilo fue el que te disparó, no yo —acusó mirando al aludido que le devolvía una sonrisa torcida y negaba con la cabeza.

—Danilo me salvó de seguir viviendo rodeado de lacras como tú…

—No vai a ser capaz de dispararme, rati culiao —desafió Menares, riendo con un tinte de desesperación, al mismo tiempo que forcejeaba hasta poner, con inusitada rapidez y agilidad, su arma por el costado apuntando a ciegas hacia Jason.

Danilo apenas pudo reaccionar…

—¡Jason, no!

Dos disparos reverberaron en medio del puente Pío Nono.

Jason perplejo sintió un golpe en el pecho y casi a la vez un ardor en un punto entre la cintura y la cadera, la bala entró justo en aquel lugar donde el chaleco antibalas empezaba, soltó el cada vez más pesado cuerpo de Menares para intentar detener la hemorragia. No le importaba nada, ni siquiera el hecho de que ese sujeto caía inerte sobre el pavimento.

Se llevó la mano al costado que ya empezaba a sangrar profusamente. Miró a Danilo que estaba petrificado e hiperventilando, todavía estaba apuntando, luego desvió sus ojos al cuerpo de Menares que se quejaba y escupía sangre. Una herida justo en el centro del pecho.

Jason instintivamente se tocó en ese mismo lugar, había un pequeño agujero en su camiseta. El objetivo de esa bala no era él. Probablemente la bala atravesó el cuerpo de Menares y el chaleco cumplió su función de detener su debilitada trayectoria.

En ese momento apareció Sandro Larenas hablando por celular solicitando una ambulancia y a detectives de la PDI. Miró a Menares que ya no respiraba y tenía los ojos abiertos, con la vista perdida en el estrellado firmamento santiaguino.

—¿Estás bien? —interrogó Sandro a Jason al tiempo que se inclinaba a examinar la herida sin pedirle permiso.

—Supongo… No me siento morir… pero ni cagando me atrevería a estornudar ahora —declaró Jason socarrón.

Sandro sonrió, si Jason bromeaba mientras sangraba era una muy buena señal.

—Solo es un roce —determinó enarcando las cejas—, siempre tan impaciente, Jason, por eso Isidora te patea el trasero en los combates —regañó pensando en que su amigo había decidido bien al salir de la PDI, seguir órdenes y la paciencia no era uno de sus fuertes en momentos críticos—. Quítate la camiseta y el chaleco antibalas, y presiona la herida para detener la hemorragia —ordenó.

Jason asintió y empezó hacer lo que Sandro indicaba, pero el sonido de un objeto pesado que golpeaba el suelo le llamó la atención.

Danilo miraba ensimismado el cuerpo de Menares.

—Danilo, ya terminó… —afirmó Jason caminando con lentitud hacia su amigo, el condenado roce sí que dolía.

—Está muerto —susurró—. Lo maté… vi que te iba a disparar y yo solo… —La palabras morían en sus labios, siempre se preguntó qué se sentía quitarle la vida a alguien. Y se sentía horrible, a pesar de que Menares se lo merecía… él no era nadie para ejecutar a otra persona.

—Era él o yo… o tú… hiciste lo correcto, Danilo —aseveró Jason tranquilo con un tono paternal, y poniéndole una mano en el hombro intentaba reconfortarlo—. No tenías alternativa.

—Pero igual la cagué, estai herido de nuevo por mi culpa.

—No, mocoso… Me volviste a salvar. Métetelo bien en esa cabeza dura que tienes. Esto va a sanar, solo es un roce.

Sandro le tomó los signos vitales a Menares y luego miró la hora en su reloj de bolsillo.

—Definitivamente, está muerto… ¿Dónde está Arturo? —Sandro se irguió y miró hacia atrás. Arturo estaba junto Isidora y su esposo Manuel, la pareja que se hacía pasar por tortolitos, y en ese momento le devolvían la mirada expectante a sus señales. El autor intelectual de los robos yacía inconsciente a sus pies…

 

*****

 

Apenas unos minutos antes…

—¿Por qué? —interrogó Arturo observando incrédulo al hombre que lo quería ver acabado. Después de todo, Jason siempre tuvo la razón—. ¿¡Por qué, Humberto!?

Humberto Díaz…

—Don Arturo te está haciendo una pregunta, contesta, cerdo —presionó Isidora haciendo un leve movimiento que se traducía en dolor en el hombro de Humberto.

—¡Porque te odio, hijo de perra! —bramó Humberto con la voz teñida de rencor. Ya no tenía nada que perder, nada que aparentar.

Arturo apenas lo reconocía, no lograba entender. Intentaba hacer memoria buscando un motivo plausible para ser merecedor de todos esos sentimientos.

—No entiendo por qué lo haces —replicó Arturo con seriedad y un inusitado miedo.

—¿Acaso nunca te lo dijo Sofía? —interrogó Humberto esbozando una mueca que pretendía ser una sonrisa sórdida.

—¿Qué tiene que ver Sofía en esto? ¿Qué tenía que decirme? —replicó Arturo desconcertado.

—¿No te dijo nunca por qué no era virgen? —atacó Humberto, regodeándose de ese momento, esperaba ver la cara de sorpresa de Arturo.

Pero Arturo estaba impertérrito. Nada, ninguna emoción ante esa aseveración.

—Eso en realidad, nunca me importó, asumí que eso pasó en alguna otra relación antes de que me conociera —respondió relajado, pero por dentro estaba absolutamente confundido sin saber a donde quería llegar ese tipo.

—¡Yo la hice mujer! —reveló como si estuviera escupiendo veneno—. ¡Fue mía antes que tuya!

Arturo frunció el ceño, ni ahora, ni en ese entonces le molestó de que su esposa no hubiera sido virgen. Lo que sí le molestaba era la forma en que Humberto se vanagloriaba de ello como si fuera algo digno de recompensa.

—¿Y qué hay con eso? Sofía tampoco fue mi primera mujer. Todavía no entiendo el punto de todo ese odio —dijo Arturo sereno, sin caer en el juego de Humberto.

—¡Esa perra me puso los cuernos contigo! Y luego me dejó para continuar al lado tuyo —siseó con rabia, una enferma rabia producto de su orgullo de macho herido, tan herido que nunca se recuperó.

Vaya, eso sí era una revelación para Arturo, venir a enterarse más de treinta años después que fue «el amante» sin saberlo. Mucha razón tenía esa frase que dice que las mujeres son un océano de secretos.

Pero francamente ese secreto no le afectaba a Arturo. Sofía estaba muerta, vivió una etapa hermosa, llena de felicidad con ella. Ese secreto desliz carecía de importancia ni manchaba su memoria. Amó con locura a su esposa, pero nunca la puso en un altar, era tan solo una mujer, no una santa. Y en ese momento de su vida, importaba mucho menos ya que tenía a su Carmencita firme a su lado.

Ella era su segunda oportunidad.

—¿Y por esa estupidez me odias? Francamente estás loco, Humberto —desestimó Arturo, dejando en claro que no era importante, que nada de lo que sucedió en el pasado importaba realmente.

—Me había comprometido con ella…

—¿Y qué? —interrumpió harto— ¡La vida sigue! No es mi problema que tú no hayas podido superarlo. —Y de verdad Humberto no lo había logrado, nunca se casó ni tuvo hijos. Todos sabían que era un hombre solitario—. No me digas que esperaste más de treinta años para vengarte.

«Está completamente chiflado», concluyó Arturo para sus adentros. Pero chiflado o no, debía hacerle hablar y terminar esa pesadilla de una vez.

—No, iba a hacerlo de otra forma… Pero Sofía murió y eso no me confortó, verte deprimido durante años por su pérdida no ayudó en nada… ¡Era a ti a quien quería ver hundido!, pero no sabía cómo hacerlo. Pronto descubrí que esa librería de mierda era lo único que te mantenía en pie, y de algún modo te iba a quitar la razón de vivir como me la quitaste cuando Sofía te eligió a ti. Te quería ver morir en vida… hacerte miserable de a poco. —Rio con sorna, ya no tenía nada que perder—. Primero haría miserable a tu hija… Joaquín fue fácil de manipular y solo era tocar la tecla adecuada. Esa mulata con la que la engañó, trabajaba para mí, es seropositivo… tiene VIH. —Rio a carcajadas—. Probablemente vas a perder a tu hija en unos años más cuando tenga SIDA.

Ante esa declaración a Arturo le recorrió un escalofrío por toda la espina dorsal. Su corazón empezó a latir frenético, le dieron unas ganas locas de correr hacia su hija, todo aquello era horrible y perturbador. Una furia intensa corrió por todo su ser, no lo pudo tolerar más. Tomó del cabello a Humberto y le propinó el golpe más fuerte que haya dado en su vida y luego le pateó los testículos. Quería huir, correr donde estuviera Ana y tomarle un examen de sangre y salir de esa angustia.

Inspiró profundo, no podía perder el control.

Humberto ya rayaba la locura, no le importaba el dolor intenso de sus genitales ni la sangre que manaba de su boca, la cara de terror de Arturo era su mayor recompensa.

—Entre los robos y el dinero que le sacaba la mulata transexual a tu yerno, iba a ser cuestión de meses en que te fueras a la quiebra. Pero ese idiota fue descubierto por tu hija mientras follaba con esa ricura…

Arturo perdió de nuevo la compostura ante esa revelación, volvió a golpear a Humberto una, dos, tres veces, manchándose los nudillos con sangre.

—Ahora eres igual de infeliz que yo —balbuceó Humberto, sin dejar de reír como desquiciado—. Quebrado y con tu hija condenada a muerte…

—¡No soporto escuchar más a este hijo de puta lunático! —exclamó Manuel, y le dio un fuerte culatazo en la cabeza para noquearlo—. Me tenía harto.

Isidora coincidió asqueada dejándolo caer sin preocuparse siquiera de que Humberto se golpeara la cabeza contra el pavimento. Se lo merecía.

—Tenemos todo grabado, no te preocupes, Arturo —aseguró Isidora deteniendo la aplicación de grabación de sonido de su móvil, del cual tenía conectado un micrófono para poder captar hasta el más leve murmullo.

Dos disparos rasgaron el ambiente y los paralizó.

—Pero qué mierda…—susurró Isidora adelantándose unos pasos—. ¡Jason! ¡Danilo!

—¡No, espera, mujer! —Manuel detuvo el impulso de su esposa tomándola del brazo antes que se pusiera a correr—. Quédate aquí hasta que Sandro de la señal. Lo sabes.

—Pero…

—¡Te quedas y se acabó, Isi! ¡Estela y Eliana nos esperan en casa! —recordó Manuel a sus hijas, calmando el golpe de adrenalina de su impulsiva mujer.

Miraron nuevamente hacia donde estaba Jason que dejaba caer el cuerpo de un hombre rubicundo y al instante Sandro se hizo presente.

Pasado un minuto les hizo una señal con su brazo…

—Ángel no nos va a perdonar habernos divertido sin él —comentó Manuel para distender el ánimo de su esposa.

—Menares conocía a Ángel, mejor que ni se acercara, no le convenía para nada y a Rossana no le hubiera hecho ninguna gracia. Basta con un resucitado al día —bromeó Isidora—. Por favor, llévense este pedazo de mierda… cómo me encantaría lanzarlo al río, pero para qué lo vamos a contaminar.

Arturo no entendía mucho de lo que ellos decían, su cerebro estaba en modo automático, pero no le importaba. Asqueado, pero estoico ayudó a Manuel a llevar el cuerpo de Humberto a rastras. En su mente solo había un objetivo, debía hablar con su hija apenas pudiera… y con Jason.

Sirenas estridentes irrumpieron a lo lejos.

No obstante, Arturo sentía que nada había terminado.