Capítulo 7
Al llegar Ana al día siguiente, se encontró con la misma escena que el día anterior. Jason había llegado primero, estaba cargando su mochila y escuchando música parado al frente de la librería.
Ella no había dormido en toda la noche. Su fallido encuentro con Joaquín la había sumido en una vorágine de sentimientos tal, que le costaba poner todo en su lugar.
¿Qué hacía?, ¿cómo iba a enfrentar a Joaquín el día de hoy? ¿Se estaba convirtiendo en una mala mujer por sentir atracción hacia otra persona que no fuera su novio? ¿Por qué ahora? Solo deseaba meterse en un hoyo y no salir por los próximos cien años.
Pero había un negocio que levantar, hacerlo prosperar y protegerlo. Y ahí, tan ajeno a todo, esperaba el hombre que estaba ayudando a no permitir que el sueño familiar, y el de ella misma se hundiera.
El mismo hombre que cada día le hacía cuestionar su propia naturaleza.
Jason la miró, como si hubiera percibido su presencia, pero su expresión tranquila y relajada cambió en tres segundos a la preocupación.
—Hola, Ana —saludó—. ¿Estás bien?
—Solo dormí mal —respondió con la voz rasposa—. Gracias por preguntar, ¿cómo les fue anoche? —interrogó para centrar la conversación en cualquier otra cosa menos en su apariencia. Sacó sus llaves y empezó a abrir los candados de la cortina metálica.
—Nos fue bien, solo me falta hacer un par de pruebas más al cierre. Terminamos bastante tarde y estábamos cansados. ¿Será mucho pedir que nos quedemos hoy una media hora más? —interrogó con amabilidad—. Espera, yo la levanto.
Jason alzó hasta la mitad la cortina metálica y Ana susurrando un «gracias», abrió la cerradura de la puerta principal. Ambos entraron en silencio.
—No hay problema, si quieres haces las pruebas cuando Joaquín se vaya. —Decir su nombre en voz alta le dolía; mirar a Jason, dolía; pensar en todo lo sucedido, dolía. Pero se tragó sus lágrimas, en vez de llorar, inspiró profundo y se hizo la idea de que debía hacer las cosas bien.
—Gracias… ¿Te muestro dónde están instaladas las cámaras?
—Sí, claro.
Durante los siguientes cuarenta minutos Jason le indicó la posición, el método de captura, donde se guardaban los registros, y los aspectos técnicos. Había seis diminutas cámaras ocultas estratégicamente en el local.
Ana escuchaba con atención, y agradeció la distracción que le brindaba Jason en ese momento. Necesitaba concentrarse bien en entender lo que él le explicaba porque algunas cosas eran muy específicas y técnicas.
—Estaré monitoreando con el computador que tengo en casa, que hará de servidor. Solo afinaré detalles a la tarde.
—Muy bien, no te preocupes.
—¿En serio estás bien? —insistió Jason de nuevo, cambiando el tema de la conversación bruscamente—. De verdad, tienes muy mala cara. —Le tocó la frente sin permiso para comprobar si estaba afiebrada, pero no, la piel la tenía bastante tibia.
—Solo es falta de sueño —repitió su respuesta anterior mirando cómo la mano de Jason le tocaba la frente y la observaba con el ceño fruncido—, lo que pasa es que apenas uso maquillaje, las bases y correctores no son amigos míos.
—Entonces esa es solo tu cara desvelada sin arreglines femeninos —bromeó. De verdad, le provocaba inquietud verla de esa manera.
—Es lo que hay —Se encogió de hombros.
Jason la imitó de una forma más exagerada y haciendo una mueca.
—«Es lo que hay» —remedó agudizando su voz intentando llegar al tono de Ana—. Voy y vuelvo.
Y sin más, Jason salió de la librería. Ana esbozó una sonrisa, si Jason hubiera tenido un espejo probablemente se habría reído de sí mismo por la cara que puso.
Era como un niño. Ana negó con su cabeza, y una leve carcajada afloró de sus cuerdas vocales, pero rápidamente esa risa enmudeció con el sonido de una notificación de su celular.
Era un mensaje de WhatsApp de Joaquín. El corazón se le detuvo por un segundo, antes de leer…
«Hoy no voy a la librería. No puedo. Necesito pensar»
Eso era todo. Así como siempre, frío. Y aunque ella sabía que él era de esa manera, le dieron ganas de llorar y de lanzar con rabia el aparato para que se estrellara contra el suelo.
Se estaban perdiendo, en vez de conversar, de abrazarse, de buscar una solución. Joaquín la apartaba, le reprochaba. Ana pensó que tal vez merecía esa respuesta como castigo solo por el hecho de no sentir ese amor con suficiente fuerza para luchar.
Ana no sabía qué pensar, ni podía definir con claridad lo que sentía. Pesar, culpa, resentimiento y alivio, confluían en su alma al mismo tiempo.
Quería gritar, quería patear lo primero que se atravesara en su camino, necesitaba que la consolaran, no sentirse miserable.
—Toma… —Ana sintió una mano enorme en su hombro y frente a sus ojos, un vaso con café mocaccino—. A ver si entras en calor, pareciera que estuvieras con la pálida[30].
—Gracias —murmuró—. Eres muy amable.
—No hay de qué… Toma esto también. —Con brusquedad le dio un chocolatito—. Para que te cambie la cara.
Ana esbozó una sonrisa, estaba agradecida por el detalle, pero no le debía extrañar, viniendo de una persona como Jason, que debe estar más conectado con su «lado femenino».
Suspiró, al menos él intentaba subirle el ánimo, y ella no iba a despreciar ese gesto. Aparte de su padre, Jason era el segundo hombre que le regalaba chocolates. Joaquín lo consideraba cursi y decía que si le daba dulces con frecuencia ella iba a engordar.
Sí que era un imbécil.
—¿Cómo está Arturo? —Jason preguntó casual.
—No quise despertarlo, hace mucho que no se levanta tarde —confesó—. Espero que le sirva este descanso.
—Sí, le hará bien. A veces uno debe detenerse. Descansar, el ocio también es bueno… Pero no en exceso, te vuelve estúpido.
—Hoy tampoco viene Joaquín —informó—. Recién me envió un mensaje.
«Hablando de estúpidos», ironizó para sus adentros Jason, y al mismo tiempo, le recorrió toda la espina dorsal la sensación de que algo olía a podrido. No sabía los motivos por los que el imbécil había decidido no ir, pero no le gustaba para nada esa «coincidencia».
—¿No será problemático para nosotros? Apenas llevo un día acá —manifestó Jason un tanto preocupado.
—No lo sé. —Tomó un sorbo de su mocaccino y el dulzor era perfecto. Él ni siquiera le había preguntado cuanta azúcar ella le echaba, ¿cómo lo supo? No le dio más vueltas, era un nuevo día de trabajo—. Pero no hay de otra, solo nos queda apechugar.
—Voy a subir toda la cortina, entonces —decretó, Jason no pedía permiso. Solo hacía las cosas…
Por eso mismo dejó la PDI.
—Dale… gracias —concordó Ana—. A mal paso, darle prisa —murmuró y abrió su chocolate.
—De nada, Ana.
*****
El transcurso de ese día se dio con mucha actividad. Era viernes y estaban a principios del mes de octubre, por lo que muchos de los clientes habituales fueron a comprar libros. En especial, mujeres que, al notar la presencia del nuevo dependiente, sonreían con solo verlo y, de pasada, coqueteaban sin malicia.
Jason metido de lleno en su rol, atendía amable y sonriente cada consulta y petición. Pero también pendiente ante cualquier cosa que le llamara la atención, por muy trivial que fuera.
Pero todo era la mar de la normalidad.
Para Ana fue lo mejor que pudo pasarle, estaba tan ocupada que no tuvo tiempo para pensar en Joaquín y las últimas veinticuatro reveladoras horas en la que su mundo cambió de eje.
A la hora de almuerzo solo comieron un sándwich a la rápida y siguieron con la actividad que a esa hora se volvía más intensa.
Pero a eso de las tres de la tarde, la afluencia de clientes bajó de golpe, y la librería estaba vacía. Al fin, Jason pudo sentarse un rato a descansar, ya que no estaba acostumbrado a estar tantas horas de pie y le dolía la espalda por el golpe de la caída del día anterior. Cada vez que sentía la punzada de dolor recordaba el cuerpo de Ana sobre el suyo y todo el acopio de fuerza de voluntad que tuvo que hacer para no apretarla más contra él y darle un beso bien dado.
Malditos fueran esos labios, eran lo único que ella maquillaba y solo los volvía más tentadores.
El ocio lo volvía estúpido. Rogó al cielo por una distracción, y, como caída del cielo, llegó.
Su móvil sonó y el contacto decía «Galería». Contestó en el acto.
Era Ximena Montes, una de las locatarias de la Galería España, lugar donde asaltaron a Joaquín. El motivo del llamado era que poseían un registro del día y la hora del atraco. Y que podía ir a buscar la información en ese mismo instante si quería.
Jason se llenó de euforia. Necesitaba desesperadamente avanzar con el caso, y nada mejor que contar con nuevas pistas. Concluyó el llamado comprometiéndose a ir en ese mismo instante y que se haría presente en diez minutos más.
—Ana, me llamaron de uno de los lugares donde hay registro visual del asalto de Joaquín. ¿Puedes estar sola unos veinte minutos para ir a buscar el disco?
Ana que, aprovechando esa baja de público, estaba leyendo una novela para distraerse, asintió con la cabeza y autorizó la salida de Jason. Se alegró un poco, al fin había una pista, un hilo del cual tirar para desentrañar el misterio y descubrir a los culpables.
Jason partió raudo a buscar las pruebas y en menos de veinte minutos ya estaba de vuelta con el disco compacto que contenía la grabación. La librería seguía vacía, por lo que Jason dio vuelta el letrero de «abierto», y cerró el local de manera temporal para no tener interrupciones indeseadas. Sacó de su mochila su laptop y la puso encima del mesón donde Ana se encontraba, e introdujo el disco.
Al dar reproducir al único archivo que contenía, empezó a verse el video de forma no tan nítida, sin audio, pero con fluidez. Ambos observaban el video con mucha atención a los detalles. Al cabo de dos minutos de reproducción, se veía que Joaquín entraba en la grabación. Se detenía frente a una joyería con una bolsa de una tienda de retail que usaron en esa ocasión para camuflar el dinero. Se quedó ahí, inmóvil, para desconcierto de Ana.
No pasó más de un minuto y una escultural mujer de raza negra se le acercaba y se colgaba de su cuello. Joaquín respondió al saludo besándola con pasión, y claramente apretó su trasero. Con ambas manos.
Ana ahogó un grito y se tapó la boca. Empezó a sudar frío y todo el cuerpo le temblaba al ver la reveladora secuencia. Estaba total y absolutamente perturbada. El corazón se le aceleró, podía sentir como le retumbaba el pecho. Pero se obligó a seguir mirando…
Jason no se atrevió a desviar sus ojos hacia Ana, sintió una profunda compasión por ella, y una ira irrefrenable hacia ese desgraciado. Él hubiera dado cualquier cosa por haber tenido a alguien como Ana y ese cretino la engañaba de la manera más baja y cruel.
Nunca había sido testigo de cómo se le hacía añicos el corazón y el amor propio a una persona. Incluso, él podía sentir las estocadas de la traición atravesando su pecho. Era horrible y desolador.
El video seguía reproduciéndose, Joaquín se separó de la voluptuosa desconocida y le entregó la bolsa. La mujer al ver su contenido, se abalanzó sobre él y lo volvió a besar con ardor.
Sin duda, estaban dando un buen espectáculo. Uno que no terminaba nunca. Era dolorosamente eterno.
Luego de un par de minutos más de arrumacos subidos de tono, se despidieron —a duras penas— y tomaron caminos separados.
El video continuó reproduciéndose, pero ya no era relevante lo que seguía. Todo estaba lacrado y sacramentado.
Jason, sin decir nada, detuvo el video y quedó la pantalla en negro.
El silencio se cernió denso. Jason cerró los ojos, tomó aire y los abrió. Sabía que debía hacer algo, decir algo, pero se sentía tan inútil e impotente ante esa situación. No obstante, alzó la vista y la miró.
Ana estaba paralizada, las mudas lágrimas surcaban su rostro demudado, y sus ojos no se despegaban de la pantalla de la laptop. No podía creer lo que acababa de ver.
Si ella pensaba que era la única culpable del inevitable quiebre, ahora estaba más que convencida que no era así. Eran los dos, pero sin duda alguna, la balanza se cargaba flagrante hacia Joaquín. Ahora la verdad se manifestaba tan clara. Quizás por cuanto tiempo, aquel que fue su novio, jugaba a tener una doble vida.
No lo conocía. Joaquín era capaz de engañar y mentir de una manera escalofriante. Nunca le robaron, se apropió del esfuerzo de todos y lo usó a su antojo. A Ana le dolía todo, su corazón se desangraba por la traición a su amor que alguna vez sintió, a la relación que sostenían, a la confianza, a su familia, al esfuerzo que era mantener un negocio familiar.
Jason no soportó más segundos siendo un espectador. Las palabras eran inútiles, ¿qué se le dice a una persona con el alma hecha pedazos?
Rodeó el mesón e invadió el espacio personal de Ana. La tomó de los hombros y, con toda la delicadeza que pudo imprimir en sus movimientos, la giró para rodearla con sus brazos para que dejara de ver la pantalla.
Y sin más Ana se desbordó, enterró su cara en el pecho de Jason y lloró con rabia, pena, frustración. Gimió aferrándose a la camiseta de él para ahogar ese lamento desgarrador y vaciar su corazón, para no sentir nada.
Jason no sabía qué otra cosa hacer… Ni siquiera sabía si lo que había hecho era lo correcto. Pero ahí estaba abrazando a Ana en su peor momento, sintiendo cómo el frágil cuerpo de ella se convulsionaba por el llanto.
Y el llanto era contagioso. Jason tragó saliva para deshacer ese nudo que le obstruía la garganta y controlar ese sufrimiento que ella le transmitía. Porque a pesar de todo, él no era de piedra, era humano y su corazón era tan blando como el de esa mujer que tenía entre sus brazos. Inspiró profundo, una, dos veces, para que el oxígeno entrara en sus pulmones. Espiró y volvió a inspirar hondo varias veces más, hasta que pudo contener el impulso de llorar. Sin embargo, no fue capaz de evitar que un poco de humedad se hiciera presente en sus ojos.
Los minutos se sucedían uno tras otro con lentitud, Jason podía sentir la tibia humedad de las lágrimas de ella impregnando su camiseta, pero poco le importaba, lo que de verdad le importaba era que Ana no colapsara, ni sucumbiera a la histeria. Acarició su espalda con suavidad para que se serenara, e instintivamente comenzó a mecerse, a darle ese vaivén que puede aplacar cualquier tormenta interior. Y así, de a poco, despacio, ese clamor que estallaba en la mente, el corazón, y la voz de Ana, empezó a apagarse, hasta convertirse en un débil sollozo entrecortado.
Las emociones se habían templado. Jason sabía que pronto Ana sentiría aquella tranquilidad y cansancio que invadía el cuerpo después de un buen llanto. Era bueno que eso sucediera, lo había vivido antes en carne propia, lo reconfortante que era botar todo a través de las lágrimas. Pero él, la mayoría de las veces, se reprimía. Todos esos años que Ramiro le inculcó a base de golpes e insultos de que «llorar es de maricones», hacían que no se sintiera del todo cómodo con sus propias lágrimas. Su corazón le decía que no tenía nada de malo, pero su cerebro se negaba a aceptar con libertad esa reacción natural.
Ana enjugó el resto de sus lágrimas con el dorso de sus manos. Desde que su madre había muerto, nunca había llorado de esa manera, y agradeció desde lo más hondo de su alma que Jason la hubiera sostenido en silencio. Era lo único que necesitaba en ese momento. Calor, consuelo, empatía… humanidad.
—Lo siento… —se disculpó Ana con timidez.
—No pasa nada… está bien. —No sabía qué más decir. Inspiró hondo, buscando las palabras—… Lo siento, Ana, no tenía idea de lo que tenía la grabación. De haber sabido, yo…
—Me habrías dicho la verdad, Jason… —interrumpió Ana—. Tarde o temprano, lo habrías hecho. Lo sé.
Jason asintió. Sí, habría sido más temprano que tarde. Él no consideraba que Ana fuera débil, le habría revelado el contenido de la grabación, sí o sí.
—Pero no te hubiera permitido ver… eso. No hubiera sido tan desalmado para que vieras a ese… a ese… ¡Grandísimo hijo de prostituta re culiá que lo mal parió!, ¡detesto a ese conchesumadre infeliz levantao de raja con toda mi alma! ¡Voy a castrar a ese gil re culiao, y le voy a meter las bolas por el…! —Jason se autocensuró la obscena perorata que estaba lanzando a diestra y siniestra, exponiendo todo su léxico barriobajero ante la atónita mirada de Ana—. Perdón, lo siento mucho… cuando yo… es que… —Se quedó un par de segundos en silencio, sabía que si seguía hablando la iba a cagar más. Sintió que la cara se le calentaba. Menos mal que su piel era muy morena y no era fácil evidenciar cuando se le ponía roja de vergüenza, apenas se le coloreaban los pómulos—. Perdón, se me pasó la mano. —Fue lo último que dijo y enmudeció.
Ana apretaba los labios para no estallar en carcajadas, pero el rostro mortificado de Jason se lo hacía muy difícil. Y lo más gracioso de todo, era que no habían roto el contacto, todavía estaban abrazados, y Ana no aguantó más. Estalló en una sonora carcajada que, al igual que su llanto, no podía refrenar. Era surreal ver a Jason, el señor «controlo cada mosca que vuela en el aire», siendo un animal verbal. Era como si de pronto hubiera sido poseído por el dios de los improperios malsonantes, y se le escuchaban tan jocosos, era un lenguaje mitad educado, mitad carcelario.
Una mezcla difícil de igualar.
Ana reía, reía sin parar, y Jason enrojecía cada vez más.
—Ya, po’h. Deja de reírte —rogó Jason con timidez—. En serio…
Pero Ana no podía… y tal como el llanto y la pena, la risa también era contagiosa. Y Jason también empezó a reír, dejando de lado la vergüenza por su exabrupto coloquial, secundando a Ana en esa especie de ritual de purificación de aquel mal trago que les tocó beber al mismo tiempo.
—Es que no…. Es que no puedoooo… —Y volvía a carcajearse, ebria de risa—. Eres muy… chisto…. —No, no podía, la situación era más poderosa. Lo miraba y era un cuento de nunca acabar.
Siguieron en ese trance ruidoso y jovial, hasta que sus cuerpos no dieron más, hasta que el cansancio los arropó y sus músculos laxos apenas respondían.
Y después, cuando Ana ya pudo respirar con normalidad, entre los brazos de Jason, y al fin esa bruma que nublaba su mente se disipó, tuvo una sola certeza en ese minuto de su existencia.
Después de exigir el dinero que Joaquín robó, esperaba no verlo nunca más en la vida.