«No hay moros en la costa». Eso me ha asegurado Chuchi al inspeccionar mi casa. Es el policía que se va a quedar esta noche de custodia en la puerta del mi portal. «Puedes hacer vida normal…».
¡Vamos, sí! ¡Normalísima!
Se confirma mi sospecha: me va a tocar hacer educación vial y aguantar a un montón de adolescentes salidos, si pretendo sanar mi mal karma. Esto que me está sucediendo es digno de un programa de esos raros del Xplora —espero que no sea el de Mil maneras de morir—.
Al recibir noticias de Roberto, asegurándome que Karina ya estaba protegida, he telefoneado a mi hermana para contárselo, pero me ha dicho que mi padre había encontrado el arsenal de Orfidales y ya roncaba cual marmota. Parece ser que ha tenido ayuda de uno de mis sobrinos… Nerea se entera de todo, esa niña ha salido a su tía —versión mejorada—.
Después, al llamar a la comisaría, para volver con el caso por el que me pagan, me ha tocado hablar con Juan. Si ya es difícil enterarse cara a cara, por teléfono es imposible; pero he entendido que Gabriela, la abogada sexy, estaba gestionándolo todo e iban a tener que soltar a Adrián.
Una ducha, una lasaña congelada y un capítulo de Rookie Blue están logrando amodorrarme… ¡Uhmmm, qué gustito! Empiezo a delirar, me estoy durmiendo…
«Piiiiiiiiiiii».
No, no, no está sonando el timbre. No hagas caso, Ari.
«So wake me up… ».
No, no, no está sonando la melodía de tu móvil.
«Piiiiiiiiii».
—¡Quiero dormir! ¡Dejadme en paz! —exclamo al despertarme. Voy todo lo deprisa que mi caraja me lo permite hacia el telefonillo, mientras descuelgo el móvil.
—¿Sí?
—Aridane, soy Chuchi. Un tipo está llamando a tu porterillo. ¿Sabes quién es? No consigo verle la cara, lleva gorra.
Descuelgo el telefonillo y veo por la pantalla su cara; es Adrián.
—Ari, abre —me pide.
Pulso el botón y contesto a Chuchi.
—No te preocupes, Chuchi. Es un amigo mío, le he avisado para que me haga compañía —intento sonar despreocupada y convincente.
—Ok. Perfecto.
—Gracias, Chuchi.
—Para eso estamos. Descansa, Aridane.
Pues sí que es rápida Gabriela, ha logrado soltarle en un tiempo récord… Si es que la vida es así, lo que no consigan unas piernas largas junto a un trasero respingón y firme, ni la mismísima jueza Mercedes Alaya, que posee hasta un club de fans.
Suena el timbre de la puerta. No me he contemplado en el espejo, debo de estar deplorable, y tampoco me he lavado los dientes. Abro sin mirar y salgo directa al baño.
—Buenas noches, Adrián, pasa, voy a mi habitación un momento.
—Ari…
Hay algo en su timbre de voz que provoca que mis pies se detengan. Algo que me empuja a girarme para ver qué está pasando. Algo que no va bien…
—Buenas noches, señorita policía. —Escucho antes de haberme volteado completamente. Un repelús me avisa de que lo que voy a descubrir no me va a gustar. No conozco esa voz, pero es un acento extranjero, ¡mira por dónde, parecidísimo al de Karina!
Cuando vislumbro la escena, mis rodillas flojean en un amago de doblarse, y tengo que apoyarme en la pared del pasillo para no caerme. No es para menos, el famoso Paul rodea a Adrián y le apunta con una pistola en la sien. Los dos entran en mi casa. El narcotraficante más buscado cierra la puerta y Adrián me mira atemorizado.
—He dicho buenas noches, señorita policía. ¿Por qué no contesta?
—Pero, ¿qué haces aquí? Yo, yo no tengo que ver nada contigo —digo sin pensar.
Mientras caminan a paso lento por el pasillo, comenta con un tono requetefalso:
—¡Cómo que no! Somos familia, jajajajaja. —No es una risa bonita, no me hagáis describírosla porque estoy atacada. Ver la cara de Adrián con una pistola amenazándole me paraliza verbalmente.
—Suéltale. Él no tiene nada que ver. —Ha hablado mi boca, que se ve que va por libre.
—Jajajajaja. —La misma risa deprimente de antes—. ¡Qué bonito! ¿Has visto cómo te protege?
Adrián no le responde. Una llamativa palidez, con capa de sudor emergente, me deja claro que este está siendo uno de los peores momentos de su vida.
—Te lo digo de verdad, no sé qué pintas aquí, pero lo que tengas conmigo es solo conmigo, Adrián no debe pagarlo. Es injusto.
—La vida es tan injusta, señorita policía… Os necesito a los dos.
—Pues o le dejas de apuntar o de mí no obtendrás nada —le replico.
—¡¡¡Aquí mando yo!!! —trona, y vibra la cristalera del salón —. ¡¡Se acabaron las gilipolleces!!
Adrián se ha hecho más pequeño arqueando sus hombros. Me arrepiento de tener la pistola en la habitación. Valoro mis opciones. O deja de apuntarle o no puedo hacer nada más que obedecerle.
—Vale, vale, tranquilo… ¿Qué quieres que haga?
—Muy bien, chica lista. No me hagas enfadar. Siéntate allí. —Señala el sofá. Voy—. ¡Las manos en las rodillas, que yo las vea!
Acato esta última orden. Mi mente va a toda mecha, intenta encontrar alguna estratagema para escapar, pero solo tengo los cojines, el mando y el móvil cerca. Paul es bastante alto, aproximadamente metro noventa y debe de rondar los ciento veinte kilos. Adrián parece un gorrioncillo a su lado. Su cara da bastante miedo, se le nota a la legua que no es trigo limpio. Posee una mandíbula demasiado ancha, incluso para él, que comparado con el español medio, es gigantesca. Sus enormes ojos oscuros alumbran llenos de ira. Es de esas personas a las que no les puedes mantener la mirada ni tres segundos, seguro que intimida más que Pepe —el jugador del Madrid—, después de darte una patada en la espinilla.
Paul empuja a Adrián y los dos se sitúan frente a mí.
—Me ha venido fenomenal que vinieras. Esto no estaba calculado —le dice a mi amedrantado «amigo».
—Pues muy bien —le contesta—, pero ¿qué es lo que quieres?
¡Bravo por Adrián! ¡Le ha echado un par!
—Quiero que me ayudes a salir de aquí —se dirige a mí —.Y tú, niño rico, me financiarás el viajecito.
—¡¡Qué?! —exclamo— ¿De qué vas?
—¡¡¡Cállate, niñata!!! —vuelve a gritarme—. ¡Como me vuelvas a hablar así, te despides de tu noviete!
Adrián me expresa claramente con su mueca facial «¡Ya te vale! Contrólate un poco». Le doy la razón, pero si hay algo que no soporto en la vida es sentirme chantajeada y que me menosprecien a mí o alguien a quien quiero. No lo puedo evitar, respondo de la misma forma que el agresor. Si me gritan, grito; si me pegan, pego. Pero o modifico mi actitud, o este se carga a Adrián. Toca interpretar a la mujer dulce y atemorizada:
—Perdona… ¿Y cómo quieres que te saque de aquí? —Tiemblo a adrede la voz.
—Mejor, parece que me vas entendiendo. —Me sonríe. Sabía yo que le gustan las mujeres dóciles—. Pues no sé, pero más te vale encontrar una manera, porque si no unas fotos muy románticas tuyas y de este posible asesino van a viajar a tu trabajo, y no solo a su casita. —Señala con la pistola la cabeza de Adrián.
—¡Mierda! —murmura el amenazado.
—¿Por qué? ¿Yo qué te he hecho? —le suplico en un intento de parecer llorosa.
—¡¡Vale ya de chorradas!! —grita. Este hombre tiene un cero a cien vertiginoso—. ¿Que qué has hecho? ¿Te parece poco poner a la policía tras mis pasos y reventarme el negocio? O si no tú me dirás cómo han entrado hoy en el local y por qué sabían todo lo que sabían… ¿Quién sino tú?
Por una parte me alegra que no mencione a Karina, ni se imagina que ha sido ella. Por otra, estoy metida en un lío. Yo no puedo sacar a este de España, de ninguna de las maneras.
—¿Pero cómo quieres que te ayude?
—Empezad por darme dinero y las llaves de tu coche.
—¿Mi coche? —Este gigante no entra en mi coche, además que lo tengo en la comisaría, he venido con el de Roberto —. Yo aquí tengo poco dinero, no más de cien euros.
—En mi coche, en la guantera hay dinero —dice Adrián, mucho más resolutivo que yo—. Y aquí debo de tener unos doscientos euros.
—¿Ves? Tu amigo parece que me entiende mucho mejor. ¿Dónde está el coche aparcado?
—En la acera de enfrente. Es un BMW negro.
Sin pretenderlo he arqueado mis cejas. Un BMW negro… ¿pero cuántos coches tiene Adrián? Y ¿cómo se aclarará con tanto embrague? Debe de poseer un arcón para guardar tal cantidad de llaves.
—Muy bien, pues ya tenemos un plan. ¿Veis como no era tan difícil? Jajajaja.
Adrián se agacha cada vez que la bestia ríe.
—La señorita policía baja y entretiene al poli que está custodiando su portal. —Me sorprende que lo sepa—. Mientras que tú y yo vamos a tu BMW. De allí pasaremos por un cajero y después me desharé de ti en cuanto pueda.
—¿Cómo que te desharás? —interrumpo. La manera en la que ha pronunciado «desharé», con ese acento ruso terrorífico, me ha helado por dentro.
—Eso, eso… —musita Adrián con más miedo que vergüenza.
—Jajajajaja… Si la señorita policía se porta bien te dejaré en algún descampado.
—¡¿Pero qué tengo que hacer yo?!
—Estarte calladita. Si no me la juegas y avisas a tus compañeros, tu novio —le zarandea como a un trapo—, verá de nuevo amanecer, si no, despedíos ya.
No, no puedo permitir que use de rehén a Adrián. Le va a matar.
—Llévame a mí, él no…
—No, voy yo —me interrumpe.
—Adrián, no, deja que vaya yo.
—Pequeña, no va pasar nada. Tú espérame.
—¡Que no! Tú no sabes… es peligroso.
—Ari, volveré.
Adrián y yo nos hemos aislado de la terrible circunstancia. Hemos podido mirarnos a los ojos y nuestra habitual esfera se ha instalado protegiéndonos del resto del mundo. Eso es lo que me pasa con él, que le miro y me olvido de todo lo demás. Como si estuviéramos unidos por una barra de cobre que nace desde lo más hondo de nuestro ser y conduce a la perfección nuestras emociones y pensamientos. Le sonrío sin sonreír y él a mí. Sé que es poco tiempo, que apenas le conozco, pero siento que no puedo perderle. Del otro lado de la barra de cobre, me llegan los mismos sentimientos.
—¡¡Achussss!! —El gigante acaba de estornudarle a Adrián. Esta vez sí que se encoje, pero porque le ha caído la del pulpo, ni un chubasco tropical, ¡qué barbaridad! Este tío lo hace todo a lo grande.
—¡¡Achussss!!
Otra vez, y otra y otra… ¿pero qué le pasa?
De la inercia ha soltado un poco a Adrián, para estornudar a rienda suelta y este me mira perplejo, sin saber muy bien qué hacer: alejarse de la ducha babosa, o quedarse allí aguantando el chaparrón.
Cada vez estornuda más y más seguido y se está poniendo muy rojo. Ya apenas abre los ojos. Varios mocos de agua empiezan a sobresalir de sus orificios nasales. Si existieran los trolls, Paul estaría sufriendo ahora mismo una metamorfosis, aquí en mi salón.
—¡Aparta! ¡Me das alergia! —Con el canto de la pistola, atesta un fuerte golpe en la espalda al improvisado rehén, empujándole al suelo. Adrián cae a mis pies, pero en el trayecto su cráneo ha impactado con la mesita. El sonido de su cuerpo inerte golpeando el suelo me ha hecho llevarme las manos a la cabeza del impacto.
No se mueve y mi diafragma tampoco. Adrián yace entre el hueco que hay entre la mesilla y el sillón. Impulsivamente me agacho para valorarle. Le doy la vuelta y apoyo su cabeza en mis temblorosas rodillas. No sé si respira, sus ojos están cerrados.
—¡Adrián, Adrián!
No me responde. Solo se oyen los estornudos y toses de nuestro raptor.
Observo un hilo de sangre resbalando por su frente, mis ojos me llevan al origen, una pequeña brecha en la sien. No parece muy llamativa, al menos, insuficiente para matar a nadie. Pero continúa sin abrir los ojos. Creo intuir, ignoro si por desesperación, una minúscula exhalación de sus labios.
—¡Adrián, despierta! —Esta vez le zarandeo.
Su mirada azul emerge de las profundidades de la inconsciencia. Usa una de sus manos para masajear su cráneo.
—¿Estás bien?
—¡Ufff! Vaya golpe. —Frunce el ceño con gesto dolorido, inmediatamente después sonríe al escuchar otro bramido del gigante.
—¿Pero qué le pasa? —musita.
Ayudo a Adrián a auparse y lo conduzco a mi lado del sillón. Nos sentamos a contemplar el espectáculo. A pesar de la distancia del supuesto alérgeno, Adrián, Paul sigue estornudando a cada cinco segundos. No se recupera de uno cuando tiene otro. Ya ni mira para nosotros, apoya su cabeza en mi estantería. Me está poniendo el salón hecho un asco, es como un aspersor. Atisbo un leve movimiento por detrás del jarrón que tengo al lado del mueble; dista apenas un metro del troll. Queca, la gata, se ha escondido allí. También ella estará atemorizada, debe de pensar que es un doberman gigante.
—La gata… —murmura Adrián.
—Sí, está ahí —contesto sin apenas mover los labios.
—Tiene alergia —susurra.
¡La leche! ¡Pues claro! ¡Eso es!, está teniendo una reacción alérgica a Queca. Mi gata misteriosa nos va a salvar la vida. Ahora recuerdo que Karina nos contó que de pequeño Paul era un niño frágil, lleno de alergias.
La respiración de Paul, entre estornudos, se hace cada vez más sonora. Creo que debería aprovecharme de su estado y atacarle para arrebatarle la pistola, pero no termino de estar del todo convencida.
Por su especial debilidad por Adrián, Queca se aleja del jarrón para acercarse a nosotros. Y en ese momento Paul la ve.
—¿Tienes un gato? ¡Mierda! —Y sin pensárselo mucho, corre hacia ella y le mete una patada, con su pedazo barca, lanzándola despedida hacia el pasillo. La gata maúlla de dolor y Adrián y yo le gritamos a la par.
«¡Bruto! ¡Animal! ¿Pero qué haces? ¡Bestia!».
Queca aterriza en el pasillo y juraría que escucho como un crujido. Cierro los ojos de dolor. No puedo ver cómo sufre mi compañera de piso.
—¡Ventolín! Necesito Ventolín, me ahogo… —expresa con mucha dificultad.
Los ruidos de la respiración de Paul son asfixiantes, debe de estar padeciendo una crisis asmática —ahí, se ahogue—. No entiendo qué carajos hace implorándonos Ventolín. No dispongo de nada similar en mi botiquín, pero si fuera el caso, iba yo a dárselo… ¿Estamos todos tontos o qué?
Adrián y yo nos miramos, seguro que piensa lo mismo que yo. De pronto su gesto se altera y torna a sorprendido. Me señala al pasillo. Miro para allá.
Una maltrecha Queca se acerca con cara de pocos amigos hacia el malhechor que la ha pataleado. ¡Esa es mi gata! ¡Todo carácter!
Paul vuelve a estornudar y se gira para donde se halla la gata. Queca da un enorme brinco —yo desconocía que los gatos pudieran saltar tanto—, y se lanza a su cara, moviendo las patitas para arañarle. Paul comienza a gritar y a intentar deshacerse de Queca, pero ella, ahora, se ha encaramada a su pelo y se contorsiona con una elasticidad circense.
Es el momento.
—Atento, Adrián. Protégete —le susurro.
Me incorporo enérgica y en dos zancadas me sitúo frente a Paul. Lo primero que le doy es una patada en la mano que sostiene el arma de manera que esta se dispara al aire y después cae al suelo. La detonación ha debido de sonar en todo el edificio. Queca se ha asustado y se ha descolgado de la cabeza de Paul y ahora tengo frente a mí su cara distorsionada, roja, arañada y llena de rabia. Él, con un torpe pero fugaz movimiento, mueve un brazo fuerte hasta que alcanza mi cara, atizándome el mayor puñetazo que recuerde. Mi cuerpo se desplaza hacia atrás, pero en seguida recupero el equilibrio y le sacudo con todas mi fuerzas en el diafragma. Paul se queda sin aire unos segundos. Me recompongo y le devuelvo el golpe en toda la cara, pero él está rápido y me agarra por el brazo, arrastrándome hacia él. Una patada en la lumbar me impide respirar y otra seguida en el costado derecho me tira al suelo. Paul vuelve a estornudar, pero eso no le imposibilita pegarme varias patadas. Desde el suelo busco a Adrián. Veo que está cogiendo el arma y después camina hacia nosotros, temblándole las manos. Paul se gira.
—¡¡Dispara Adrián!! ¡Dispara! —le ruego.
El pavor le asola. Tiene a Paul a menos de dos metros. Me busca aterrado.
—¡Dispara fuerte! —le grito.
Adrián cierra los ojos y aprieta el gatillo, mientras grita:
—¡Aaaaaaahhhhhhhh, joder!
Automáticamente me llevo las manos a la cabeza. Adrián ha disparado sin mirar. Siento cómo el suelo vibra al recibir al gigante malvado. ¡Le ha dado!
Abro los ojos. Me incorporo lo que el dolor me permite y contemplo a Paul tirado en el suelo, sangrando por la ingle, y aullando de dolor.
Adrián corre por detrás del sillón hacia mí y me asiste, mientras grita:
—¿Estás bien, pequeña? ¡Le he disparado! ¡Le he disparado! ¡Joder! ¡Le he matado! ¡He disparado a un hombre! ¡ahhh!… ¿Estás bien, Ari, pequeña? —Obvio que es la adrenalina la que habla, ni se da cuenta de qué está diciendo. Nos pasa a todos las primeras veces.
—Sí, Adrián, estoy bien.
Los gritos de dolor de Paul son música para mis oídos, suenan al compás de los pitidos que se me han instalado por los disparos.
—¡Gracias a Dios! ¡Creí que te mataba! Cuando estabas en el suelo y te daba patadas… He tenido que coger el arma y disparar… ¡Dios mío! Le he disparado. —Su verborrea me hace sonreír por dentro.
—Ayúdame a levantarme.
—Sí, sí. Ten cuidado. —Tomo la pistola de sus manos y él me sujeta por las axilas para después depositarme en el sofá.
—Espera, voy a llamar a la policía.
—No hace falta, Adrián, estarán al subir. Los disparos les habrán alertado. —Le acaricio la cara para que me preste atención.
—¡Ahh! —grita Paul y después el silencio invade la habitación.
Adrián se voltea desencajado hacia él.
—¿Se ha muerto? —Palidece— ¿Le he matado?
Observo cómo el abdomen de Paul se mueve para respirar. Hay bastante sangre en el suelo.
—Tranquilo, Adrián. Está vivo, se ha desmayado. Presiónale por donde sangra.
Adrián me hace caso y se agacha para apretarle la ingle.
—¡Ahhh! ¡Mierda! ¡Le he disparado en los huevos! ¡Qué asco!
No puedo evitar reírme al contemplar la escena. En ese momento la puerta de mi casa se abre de una patada y accede al salón Chuchi, en alerta, con una pistola apuntando.
—Llama a una ambulancia, Chuchi —le digo.
—Sí. Ya vienen para acá, he oído los disparos —dice al contemplar la escena y relajarse—. ¿Estáis bien?
—Sí, más o menos.
—¿Qué le ha pasado? —Se agacha para preguntarle a Adrián.
—Le he disparado en los huevos —le responde Adrián con gesto dolorido y sin soltar la presión inguinal.
—¡Vaya por Dios! Merecido lo tiene —le responde.