Mi vida juro que era tranquila: trabajo, casa, sobrinos, alguna peli… pero estas últimas semanas más bien parecen pertenecer a otra persona.
Ahora voy camino de la comisaría, ya he salido del hospital. Mi hermana se ha fracturado varios huesecillos del dedo gordo y tiene que guardar reposo diez días. No le vendrá mal…
Mientras esperábamos en la sala, he confirmado mis sospechas de que el desconocido era el tal Samuel. Un chico bastante guaperas, y mucho más joven que Cris. Al principio pensé que no sabía en qué estaba pensando mi hermana para liarse con él, pero después de un rato de charla, mejoró. Es simpático y se le veía realmente preocupado por los resbalosos acontecimientos.
Aunque parezca surrealista, los tres nos sentamos juntos —yo en el medio—, e incluso mantuvimos una conversación cordial. Al final, como vi que la sangre ya había llegado al río y que no se iban a pegar más, les dejé solos y fui a saludar a Rubén, que ya estaba en planta.
No, no le he contado nada… nada de nada. Solo de pensarlo siento como si alguien me diera pelotazos en la boca del estómago. Pase lo que pase con Adrián, sé que no estoy enamorada de Rubén, y se lo tengo que decir, pero soy una cobarde. Bastante está sufriendo el pobre, como para que llegue yo ahora y le diga que nunca vamos a tener una relación, que no veo en él más que a un gran amigo. Y sí, ya sé que cuanto antes lo diga, mejor, pero que no puedo, que me da un perrengue cada vez que lo pienso.
Su madre me ha confirmado que pronto le darán el alta y que se va a mudar con ellos unas semanas para que le cuiden y agasajen. La mujer estaba feliz, hay que ver cómo te puede cambiar el rostro; el paso de la tragedia a la alegría arrasa con las arrugas, tics, y el mal color.
Cuando regresé a la sala de espera, Iván y Samuel, como dos amigos de toda la vida, charlaban tranquilamente. Los hombres son así, así de simples. Pueden liarse a palos unos minutos antes y después discurrir sobre la Eurocopa sin rencores… ¡Las mujeres! ¡Ni en broma! ¡Vamos hombre, te vas a poner a hablar con la buscona que se quiere robar a tu chico! ¡Totalmente vetada para ti, y para tus amigas! ¡Que a ninguna se le ocurra dirigirle la palabra a la golfa esa!... Por lo que pillé, Samuel le decía que había sido una chorrada, que no se lo tuviera en cuenta, que Cris se había pasado con las copas y aun así, salió pitando de su casa sin pasar a mayores. Iván tenía los ojos humedecidos y por lo que me pareció se abrió con él. Desde que conozco a mi cuñado, pocas veces le he oído hablando en serio; él nunca se moja, es una ostra para expresar sus emociones. Pero Cris dice que de repente un día, Iván habla y suelta todo lo que tiene, que él funciona a tirones. Pues me da a mí que Samuel ha ejercido hoy de abreostras.
Me alejé de ellos para no molestarles y enseñando mi placa me colé en la urgencia y conseguí ver a mi hermana escayolada, pero vivita y en reposo. Sinceramente, me alegra por una parte, así ya no podrá hacer excursiones a la comisaría. Lo único que le voy a permitir hacer es hablar con Karina para revelarle las novedades, ¡y ya me parece mucho!
¿O hace un día extremadamente caluroso o tengo el cuerpo ardiendo? Estamos a mediados de septiembre y ya no debería atosigar el calor, pero me he visto obligada a encender el aire acondicionado del coche —es que no me gusta encenderlo—, mi coche tiene menos caballos que un acuario y se cala con nada. El sueldo de funcionaria no da para más, qué le vamos a hacer. Entro a la comisaría todo lo rápido que este calor asfixiante me permite: —¡Hola, Aridane! ¡La que tienes montada!, ¡vaya movidote, tía! Ha venido el Álvaro y dice que solo hablará contigo.
Para el «jochaval» cualquier suceso es «una movida tocha». Aunque reconozco que me ha sorprendido que Álvaro haya acudido sin ser citado.
—Buenas tardes, Juan. ¿Dónde está Álvaro, el sospechoso? —Me esfuerzo en poner voz profesional, para que pille que no se puede hablar así en el trabajo. Pero yo creo que este chico ni con carteles…
—En la sala de interrogaciones, esperándote.
—Interrogatorios, Juan, interrogatorios. —Definitivamente, es tonto perdido.
—Ya, Ari, era una broma —se excusa.
No sé yo… Bueno, al lío:
—¿Y Enrique? ¿Le ha interrogado?
—No, no, prefería esperar. Ahora le aviso… ¿Tú crees que va a confesar?
—¿Quién? ¿Álvaro? No, no creo que hay sido él.
—Pues a mí no me gusta, es un flojeras.
—Pues por eso no creo que sea él. Bueno, voy para allá. Avisa a Enrique.
Antes, paso por la máquina de cafés y compro dos cortados, uno para Álvaro. Lástima que no lo haya con hielo, porque no debe de funcionar bien el aire acondicionado —los recortes—, y hace casi el mismo bochorno que en la calle. Pero no me entretengo, me corroe la curiosidad. Quiero resolver este caso ya.
Al abrir la puerta me encuentro con un apósito más grande que la cabeza de Álvaro. Le hago un gesto y él me sonríe.
—Diez puntos, me va a quedar una buena marca. Yo además cicatrizo con queloides y se me quedan unas brechas enormes.
Le tiendo el café, mientras le explico que lo lamento, pero que se desplomó en un pis pas y no estuve rápida.
Me siento y doy un sorbo a mi cortado. Le contemplo. Después de un minuto, le pregunto: —¿A qué has venido, Álvaro?
—Quería, quería hablar contigo de una cosa.
—Soy toda oídos.
—Ya, lo que pasa es que me pongo nervioso. Ayer fue un shock todo, que me citaran, encontrarte aquí, las fotos… por eso me mareé. Nunca he llevado muy bien las emociones fuertes. Es una especie de fragilidad emocional, me lo descubrieron de pequeño, cuando cada dos por tres me mareaba. En el cole lo pasé tan mal, no podía hacer gimnasia, ni teatro…
Asiento como si estuviera interesada, pero me aburre más que Saber Vivir este chico, todo el día con las enfermedades liado, ¿habrá alguna que no tenga?
—Me imagino. ¿Qué tienes que contarme?, porque justo te empezaste a poner malo cuando te mostré las fotos. ¿Los conoces?
Álvaro baja la cabeza y mueve lo que le queda de café con el palito. Decido no presionarle y espero a que se tome su tiempo. Su respuesta no tarda en llegar.
—Sí, sí los conozco.
Ahora soy yo la que se toma el tiempo. No quiero acapararle; a la gente hay que dejarla pensar. Si no habla, me tocará preguntarle para animar el interrogatorio. Pero no hace falta, en breve continúa: —Pero solo de un día… de ese día.
De momento coincide con lo que me ha contado Adrián. Vamos bien.
—¿Os visteis en la cafetería? ¿No?
—Sí, eso es.
—¿Para qué?
—Pues porque teníamos que hablar.
Me sorprende su respuesta.
—¿A sí? ¿De qué?
—De Rebeca. —Al fin logro que saque la cabeza del café. Me ahorro preguntar, a ver por dónde sale.
—Yo sabía que estaba embarazada… te mentí. Fui a la clínica de mi hermano y lo vi.
—¿Cómo que lo viste? ¿Tu hermano no tendrá los datos de sus pacientes tirados para que todo el mundo los lea, no?
—No, no, claro. Lo miré yo. Me pudo la curiosidad. Cuando Rebeca me llamó para pedirme el teléfono de mi hermano, me extrañó. Yo le pregunté, pero me contestó con evasivas. En seguida lo sospeché.
—¿Y qué más te daba a ti? Tú no te acostaste con ella, ¿no?
—Ya, es una historia larga…
—Álvaro, venga, empieza por el principio.
—¡Pero yo no la maté! ¿No pensarás qué...?
—Cuéntamelo todo, Álvaro. Luego vemos.
—Si es que me hace parecer un obseso, pero yo no soy así. Yo solo soy precavido y me gusta mirar con quién salgo. Cuando me cité con Rebeca, la investigué un poco. Vi que ese fin de semana había quedado con dos hombres más y eso me extrañó.
—¿Cómo supiste eso? ¿Pirateaste la página de la agencia?
—Sí, pero eso no es piratear. Algo que te lleva dos minutos, no es que tenga mucha protección.
¡Mira con el pavisoso!
—Aun así, decidí citarme con ella. Me encantó. Rebeca era perfecta, pero yo no soy hombre para mujeres así. Lo pasamos bien y nos fuimos cada uno a su casa. Después de ese fin de semana me colé varias veces en su perfil para ver si había quedado algún día más con los otros chicos, pero vi que no. En parte, eso me alegró. Parece que ninguno de los tres cumplimos sus expectativas y eso que los otros dos eran bastante guapos.
—¡Ah! ¿También te metiste en sus perfiles?
—Sí, lo reconozco, pero ya te digo que fue cosa de niños. Yo ya la había olvidado cuando me llamó para lo de mi hermano, y por eso fui a la consulta. Me parecía un poco raro. Y busqué en sus papeles. Vi que estaba embarazada, que no había padre conocido y até cabos.
—¿Estabas enamorado de Rebeca? —No entiendo nada de lo que me está contando. Cómo alguien puede inmiscuirse tanto en la vida de otro.
—No, no, para nada. Pero siempre hubo en ella algo que me hizo sospechar. La manera en que iba vestida, demasiado sexy; las tres citas en un fin de semana. Era curiosidad, solo eso, pero la lié. Di un paso más y eso fue lo que creo que la mató.
Mi corazón entra en un puño. Le pido con la mirada que continúe.
—Me arrepiento un montón de haberlos llamado, nunca pensé que nadie haría nada así. Yo solo los llamé para alertarlos. —Su voz grave suena tomada por la emoción.
—¿Tú llamaste a Adrián y a Arthur?
—Sí, Aridane, eh, inspectora; pero sin ninguna idea de hacer daño a nadie.
—¿Qué pasó?
—Quedé con ellos en la cafetería que me mostró ayer y les conté lo que había averiguado, que Rebeca estaba embarazada, que se había citado con nosotros tres y que si alguno se había acostado con ella… los cálculos no fallaban. Quería que supieran que uno de ellos iba a ser padre.
—¿Pero por qué? —exclamo. Es que no lo comprendo.
—Pues porque a mí me gustaría saber que voy a ser padre. Me puse en su lugar. Lo que yo no esperaba era la reacción.
—¿Qué reacción?
—La de los dos. Se lo tomaron fatal.
—Hombre… —Ignoro cómo cree Álvaro que hay que tomarse una noticia así, pero yo entiendo que muy bien, muy bien no debe de sentar.
—Ya, pero fue excesiva, sobre todo la reacción de Adrián.
—¿Adrián? —Una arcada de espanto me golpea—. ¿Qué hizo?
—Pues la llamó desde el teléfono de la cafetería para hablar esa misma mañana con ella.
—¿Y por qué desde allí?
—Ah, pues no sé, no llevaba el móvil. Yo le di el teléfono de su casa. El caso es que se citó con ella. Yo me fui y los dejé solos.
—¿Y Arthur? ¿Cómo estaba?
—Cabreado. Él nos dijo que no quería tener hijos. Por lo visto, tiene dos hermanos con un síndrome raro y lo lleva en su genética. No paraba de insultarla.
—¿Adrián también?
—No, quizá no tanto, él solo decía que no podía tener hijos de esa manera, que su familia le mataría. Estaba muy nervioso.
—¿Y así los dejaste?
—Sí. Supe que la había liado, no hasta este extremo, pero me sentía por una parte bien. Las mujeres no pueden ir teniendo hijos por ahí, sin contar con el padre. Esa es mi opinión y por eso lo hice.
Esta pregunta sale cargada de incertidumbre de mi garganta, pero me apetece planteársela.
—¿Crees que alguno de los dos mató a Rebeca?
—Sí, creo que sí… Adrián.
Se me acaba de aparecer toda la noche que he pasado con él —en mis sueños— en un segundo. Mi mente está aturdida. Me doy la vuelta, para que no puedan verme la cara por el espejo. Mi jefe acaba de oír cómo alguien acusa al hombre por el que yo, por el que yo… ¡¡Yo, nada!! Si Adrián es el asesino de Rebeca le odiaré y despreciaré para siempre, además de encargarme de que dé con sus huesos en la cárcel. Cojo aire profundo para poder suspirar fuerte y relajarme. De momento no ha dicho nada que desmienta lo que Adrián me contó anoche…
—¿Por qué él?
—Pues porque fue el que quedó con ella.
—Una pregunta, ¿por qué no nos lo contaste antes? ¿Te das cuenta de que estabas encubriendo un asesinato?
—Ya, ya, por eso he venido hoy. Es que me falta revelarte algo, la segunda parte.
—¿Qué segunda parte? —De esta se me sale el corazón.
—Pues que a media mañana de ese día, Arthur me llamó.
—¿Arthur?
—Sí. Me dijo que habían encontrado a Rebeca muerta. Que ninguno de los dos había sido y que más me valía mantener la boca cerrada porque si no iban a acusarme ellos a mí por liarles.
—¿Arthur? —vuelvo a repetir. Si antes estaba perdida, ahora más. ¿Qué pinta Arthur?
—Sí, me llamó de muy malos modos. Me exigió que borrara todos los datos de mis búsquedas en el ordenador y que hiciera como que el encuentro de esa mañana jamás había sucedido.
Veo una luz… igual fue Arthur, si no por qué se iba a preocupar.
—¿Las borraste?
—Evidentemente, ya lo había hecho —responde con tono de sabelotodo.
—¿Habéis vuelto a hablar?
—No.
Hay una pregunta que me ronda desde que ha empezado la confesión.
—¿A mí me investigaste?
—No, decidí que no iba a volver a hacerlo.
—¿De verdad? ¿No sabías que era policía? —Mira que no le creo.
—Sí, de verdad.
—Álvaro voy a salir un rato. Necesito poner en orden todo lo que me has contado. Si no te importa ¿puedes esperar un poco?
—Por supuesto, Aridane.
Le ofrezco algo de comida, pero no quiere. Tiene otro color. Se le ve más relajado. Sin embargo, yo debo de parecer enferma, no me encuentro bien, probablemente porque no me entra una gota de aire y el sofocante calor no ayuda en nada. Salgo del cuarto.
—Buen trabajo, inspectora. —Si supiera—. Acabamos de llamar a los otros dos sospechosos, vienen para acá —me informa, un muy satisfecho, Enrique.