He dejado a mi hermana en su casa. Hacía tiempo que no iba al cementerio, ella suele visitarlo más, pero a mí se me hace demasiado difícil. Aunque han pasado más de cinco años, a veces creo que no lo tengo superado. Bueno, es que superarlo, no lo voy a superar, pero en ocasiones se me olvida que mi madre ya no está conmigo. Ella era genial. Era el motor de nuestra casa. Cuando enfermó, ninguno quisimos ver la realidad, excepto ella. Ella supo que la había invadido algo muy malo y que no le quedaba mucho tiempo. Sin embargo, nosotros no la creíamos y la llamábamos exagerada en un intento de obviar el problema. Y yo la que más. Me sentaba fatal que dijera eso. Ahora me arrepiento. Si pudiera echaría el tiempo atrás y le permitiría explayarse, que me dijese cuáles eran sus miedos, sus últimas voluntades, que se quejara; porque en su momento no le dejé. En nuestro caso hubo un intercambio de papeles; la paciente aceptó su enfermedad desde el primer momento, fuimos nosotros los que no. Duró poco tiempo, apenas cinco meses desde el diagnóstico. Los peores cinco meses de mi vida y los que les siguieron, indescriptibles. En esa época nació Nerea y nos animó a todos. Ella es nuestro angelito, ella consiguió que volviéramos a sonreír.
Cris parecía un poco inquieta, le temblaba la mano al introducirla en la puerta, pero al ver que Iván ya se había ido a trabajar, se calmó. Los niños estaban en el cole, excepto Simón, que nos esperaba con una asistenta por horas. Nada más entrar en casa y ver al bebé, se lanzó a por él con lágrimas en los ojos. Por lo visto, los suegros de Cristina llegarán a mediodía. Su hijo les ha debido de informar y han interrumpido sus vacaciones para ayudarle. Mi hermana tiene mucho que pensar y le espera una etapa dura, pero me va a tener a mí para todo.
Me adentro en la comisaría. No hay nadie en mi despacho y ya es bastante tarde. Rubén se ha debido de quedar dormido. Como si leyera mi mente, suena el móvil y es él.
—Ari, ¿dónde estás?
—Mejor dicho ¿dónde estás tú, Rubén? Porque en la comisaría no te veo.
—Yendo en el coche para allá. Ni te muevas, Ari.
—Pues venga, que tenemos mucho curro. ¡Ah! ¿Estuviste en el local?
—Sí, anoche. Es un prostíbulo, de todas, todas. Karina me vio, estaba allí.
—¿Te vio?
—Sí, estuvimos hablando. Ari, calla, tengo que contarte…
—¡No jorobes! ¿Ella es una…? —le interrumpo.
—No, no. Resulta que es la hermana del dueño. Es maja, me cayó mucho mejor ayer. La pobre se angustió mucho al verme y me rogó que no le dijera a tu padre nada. Ari, calla un momento…
—¡Sí, claro! ¡Va lista! —exclamo.
—Bueno, luego te cuento, pero te he llamado por otra cosa.
—Si es por lo de ayer, perdóname. Tenías razón.
—¿Eh? ¡Ah! No, no, olvida lo de ayer. Ari, escucha, acabo de salir del bar donde estaba el teléfono desde el que llamaron a Rebeca por última vez.
—¡Ahh!
—Tengo una bomba, Ari, no te lo vas a creer.
—¿Sí? Cuenta.
—¡Ostras! ¡Y este! ¿Pero qué pelotas hace? —Cambia el hilo de la conversación con tono asustado.
—¿Qué pasa? ¿Hablas conmigo?
—Un idiota de un Audi que se me está pegando al culo y al final me va a dar… ¡Eh tú! ¡Que hay más carretera, idiota!
—Ten cuidado.
—¿Pero qué hace? —Oigo un choque tras el teléfono— ¡Me están dando, Ari!
—Rubén, sal de ahí, cambia de carril, ¿dónde estás exactamente? —se me atropellan las palabras.
—¡Ahh! Esto no es normal —siento su miedo atravesarme— ¡Vienen a por mí!
De pronto oigo un gran impacto, seguido por un grito desgarrador de mi compañero. Me pego el teléfono al oído, escucho varios golpes más, cristales, pitidos y se pierde la llamada.
—¡Rubén, Rubén! —grito a mi móvil en vano. Le llamo, pero no me da señal. Me quedo paralizada unos instantes, ignoro cuántos, hasta que me comienza a temblar todo el cuerpo. Salgo de mi despacho corriendo.
—¡Tenemos que encontrar a Rubén, acaba de tener un accidente!