Con la excusa de buscarme un vestido para esta noche, llevamos ya más de una hora encerradas en el cuarto de Cris. Y va para largo. No por el atuendo que usaré hoy, sino porque estamos analizando a conciencia la actitud de mi padre. A mi hermana hasta se le ha caído una lagrimita, yo estoy reteniendo la ira. Es inconcebible. Las dos nos consideramos mujeres con mente abierta, y podríamos entender que mi padre rehiciese su vida, pero ¿de una semana para otra? ¿Con ese ejemplar? Porque si fuese con Concha Velasco, Teresa Campos…, no sé, con mujeres ¡de su edad! que están de buen ver. Pero Karina parece mínimo veinte años más joven que mi padre, y eso no es lo malo, lo peor es que es escandalosa, bruta, hace ruido comiendo y habla con la boca llena. Todo lo contrario a mi madre, que era sabia, prudente, y elegante… ¿Qué ve mi padre en ella? ¿Su enorme delantera? Bueno, eso por descontado, incluso en varias ocasiones me he pillado a mí misma embelesada en tales montañas.
—¡Chicas! Bajad a despedirnos, nos vamos al cine —grita mi padre por la escalera.
Cris y yo damos un respingo al oír su voz. Resignadas, salimos e intentamos mostrar nuestra mejor cara para despedirnos. Mi padre nos mira con el ceño fruncido. Karina nos endiña dos sonoros besos a cada una, mientras felicita a Cris por sus hijos y a mí me desea mucha suerte para esta noche. Al cerrar la puerta, los ojos de mi hermana se inundan y yo meto una patada a un peluche de Izan que descansaba por el suelo. Inoportunamente, el oso ha ido enfilado hacia un castillo de naipes que estaban construyendo «los añadidos» con los peques y ha destrozado el castillo y perdido un ojo tras el impacto. Total: berrinche generalizado de los niños, charco de pis en el suelo de Lidia, padre de las criaturas que obvia todo el escándalo y se escapa escurridizo a su partido de fútbol con los colegas, y suegros que al ver el percal, se marchan casi a la par que su hijo. ¡Vamos, que nos quedamos nosotras dos con los cuatro enanos llorones y el peluche maltrecho!
Busco en mi bolso un ibuprofeno, mi gran aliado para aguantar las jornadas de sobrinos, aunque hoy creo que ni con un blíster entero. Y encima luego tengo cita, ¡no puedo! Otra vez a ser sexy y maja, cuando después de la tardecita que estoy pasando, le torturaría sin reparos para que confesara. Es que este me da mala espina, no me gusta…
Camino, sin tacones, hacia mi segunda cita: Álvaro, un informático. Por lo que describe en su ficha, no le gustan las mujeres despampanantes, ni excesivamente arregladas, las prefiere naturales ¡Bien por él! Así que he optado por un vaquero ajustado, una blusa semitransparente con cuello bebé y unas sandalias negras —las más planas que tenía mi hermana—. Con este look me siento mucho más yo que el otro día.
Álvaro, por las fotos de la ficha, es el más corriente de los tres sospechosos, por eso no me da buena espina, me fío menos de la gente aparentemente normal que de la rarita. También posee un alto poder adquisitivo, como todos los de la Agencia Wonderful Love, calificada de pijus standing.
Hemos quedado en un mesón castellano. El sitio lo ha elegido él y me debo de estar haciendo a esto de las citas a ciegas, porque me encuentro menos nerviosa. Quizá la tarde en casa de mi hermana y la sorpresa de conocer a Karina han sobrepasado mi cupo de nervios por día.
El Peugeot 307 está aguardándome en la acera de enfrente. Busco el móvil para leer el correspondiente mensaje de Rubén.
Sospechoso en mesa. Estás muy guapa. Es un tirillas.
Lanzo una sonrisa al coche. Rubén y yo llevamos más de un año siendo compañeros, y ya le voy conociendo. Él, carne de gimnasio, tacha de tirillas, flojo o panceta con patas a cualquiera que no esté a su altura muscular. Me cae bien y nos compenetramos a la perfección; si no fuera por «lo bocas» que es, podría concederle el título al mejor compañero que he tenido nunca. Las eternas vigilancias se hacen mil veces más divertidas con él, que se pasa el día piando, gastando bromas y picándome para que entre en debates. Con Rubén es difícil callar, tiene un don para sacar conversaciones y adelantar las horas; el tiempo se me pasa volando a su lado.
¡Allá voy! Me adentro en el restaurante y en seguida un tipo —que nada tiene que ver con el de la foto— me hace una seña. ¡Qué callo! Me aproximo y él inmediatamente se incorpora… ¡Es un tapón! ¡Le saco una cabeza! ¿Cómo pudo quedar Rebeca con él?
—Aridane, ¿verdad? —Me impresiona su voz, la más ronca que jamás haya escuchado. No le pega, es como si usara un distorsionador… ¿De dónde le saldrá a un cuerpo tan pequeño esa gravedad?
—Sí, soy yo —contesto intimidada por la profundidad de su tono.
—Estaba deseando conocerte. —Álvaro retira mi silla y me pide que me siente. Huele bien, mucho más fresco que Arthur… (¿Desde cuándo comparo a los hombres?).
—Gracias.
—Eres muy alta. —Sonríe. Tiene una dentadura anárquica, cada pieza dental a su bola; no me gusta. La mirada es calentita, ojos verdes escondidos tras unas gafas de pasta pasadas de moda, pero desde luego es lo mejor de él. Es muy delgado, rozando el raquitismo. Si mi padre le pillara, le inflaba a filetes (o al menos el que yo creía que era mi padre).
—Gracias —me reitero.
—Y muy guapa.
—Gracias. —Solo falta que me aplauda.
—Y tienes un nombre muy original.
Sonrío, me niego a repetirme más.
—Por cierto ¿de dónde es?
—¿Mi nombre? De La Palma, de Los Llanos de Aridane, lo eligió mi madre.
—Pues muy bonito, gran elección.
—Gracias. —Esto se empieza a hacer aburrido. He de preguntar algo yo.
—¿Eres informático, no?
—Sí…
—¿Y tú?
—Vigilante de seguridad.
—¡¿Vigilante de seguridad?!
—Sí. —¡No avanzamos! ¡Qué dos!
—No sabía que fueras vigilante. Es curioso. Yo nunca podría serlo.
—¿Por?
—¿Estás de broma? Por mi altura, mi constitución, ningún ladrón me tomaría en serio.
Me río. Ha tenido gracia como lo ha dicho.
—Bueno, tienes una voz muy grave, les podrías dar miedo.
—Siempre que no me viesen, sí.
Nos reímos. Seguimos con la guasa durante un rato. Después yo le cuento que soy una negada con los ordenadores. Álvaro promete ayudarme con un virus que cree que tengo en el ordenador —ni en broma va a tocar mi portátil; y no soy ninguna negada, es estrategia—.
Terminamos la cena y me doy cuenta de que apenas he hablado. Álvaro me ha detallado, sin abreviar, lo difícil que fue su infancia por su debilidad física. Odiaba la gimnasia. Refiere sufrir algo parecido a la fibromialgia, que le imposibilita llevar a cabo grandes esfuerzos. No sé cómo alguien te puede contar eso en una cena en la que se supone que tienes que encontrar al hombre de tu vida, el que te hará el amor de mil maneras posibles, sin temor a que le duela el cuello, la pelvis o le atice el lumbago, digo yo… Y a todo este sinfín de desgracias hay que añadirle que ha pedido revuelto de morcilla, choricitos al fuego y queso de cabrales… ¡Sexy, muy sexy! Por no hablar de sus manos, pequeñas y rugosas, ¡buajj!
Para cambiar de tema, le pregunto si ha tenido otras citas en la agencia y me confirma que sí, pero aunque intento indagar, no me da más datos. Advierto, por contradictorio que parezca, que Álvaro es reservado y que la conversación únicamente va por dónde él quiere. Parece que la tuviera ensayada. Respecto a él, es caballeroso y mira a los ojos confiriéndole sinceridad a lo que dice. No creo que sea el asesino; fíjate que yo de primeras apostaba por él. Lo siento por el tercer candidato, pero está reuniendo todas las papeletas.
Le cuento la misma monserga del gato que a mi anterior cita y así voy dando por finiquitada la cena. Álvaro también paga la cuenta —que debe rondar los veinte euros máximo, el lugar es espantoso—. Nos despedimos con la promesa de volver a quedar. Simulo que tengo que llamar por teléfono y me quedo en la puerta del local viendo alejarse al pseudo-maromo. Cuando tuerce la esquina, me dirijo al Peugeot. Rubén le quita el cierre de seguridad y me deja entrar.
Me encuentro con sus hoyuelos divertidos y sus largas pestañas. Su aroma invade el coche. Rubén huele muy bien.
—¡Vaya pieza! A este tú le pones una cadenita y le llevas de llavero.
—Jajajaja… —río mientras le golpeo en el hombro.
—¿Qué te ha parecido?
—Inocente, muy inocente.
—Ya, y a mí… ¿Nos tomamos una copa?
—¡Rubén! —le regaño.
—¡Es sábado, Ari! ¡Venga, anímate! —Pone morritos.
—Llévame a casa, porfa.
—Vale, nos la tomamos ahí.
—¡Rubén! —No quiero entrar en mi casa con un compañero.
—Mira, Ari. Por este condenado caso he tenido que estarme dos horas metido en un coche viendo cómo cenas. Ahora mismo vamos a ir a tu casa, me vas a poner algo de picar y nos vamos a tomar un tequila que he traído. Y no hay más que hablar.
—Vale, pero ni se te ocurra tocarme. —Con mis compañeros me gusta ser clara.
—Pues claro que se me ocurrirá tocarte… pero no lo voy a hacer. Prometo contenerme, ¡sosa!
Acepto. Rubén es divertido y me fío de él… ¡Leche! ¿Por qué seré tan recatada? Con lo que envidio yo a las tipas abiertas de mente que se acuestan con hombres sin compromisos —es que se me ha olvidado mentar que Rubén tiene el título de adonis de la comisaría, ¡vamos que está para que te dé un repaso!