CAPÍTULO 8

Seis meses antes

Ruth no cesa de insistirle. Este fin de semana ha estado en la boda de su mejor amiga, Mónica, y se ha obsesionado con que Rebeca se tiene que apuntar a la misma agencia matrimonial que ella. Rebeca se dice para sí: «¿Quién le habrá dicho que yo me quiero casar?».

Nunca ha sentido la necesidad de compartir su vida con nadie. Jamás. No se considera ese tipo de mujer. Se basta ella misma para ser feliz. Además, tiene la sensación de que cuanto mayor se hace, más maniática es y cree que no podría soportar a un hombre andando por su casa, cambiando el canal de televisión, o pidiendo una pizza grasienta para cenar.

Básicamente, no cree en el amor. Cree en la autosuficiencia, en la seguridad en uno mismo y en no depender de nadie para disfrutar de la vida. «En ti siempre podrás confiar», ese es su lema. La gente se embarca en relaciones desastrosas con tal de no estar solo, y aguantan lo inaguantable por llegar a casa y ver que alguien te ha preparado la cena, aunque sepa a rayos. A ella le gusta el silencio, adora adentrarse en su hogar y no escuchar nada. Quizá es porque se hartó de oír gritos cuando era pequeña.

Acepta que su actitud es algo cínica, y que probablemente sea la herencia que le dejaron sus padres. Un matrimonio de los de antes, de los que te quedas embarazada y te casas. En su entorno nunca se respiró amor. Su padre, Manolo, era el profesor de un pueblo cercano y tuvo más de un sonado romance, mientras que su madre, Lola, acoquinaba; no tenía dinero y él se encargaba de echárselo en cara. La gente no se cortaba un pelo e iba a casa a cotillearle a su madre con quién veían salir a su marido. Lola se resignaba, hasta que cualquier día le pillaba de malas y le soltaba toda la retahíla de golpe. Esos días eran una batalla de reproches en su extraño hogar. Siempre, entre gritos, Rebeca escuchaba su nombre: «si no fuera por Rebeca», «sigo contigo por Rebeca», «me casé porque te quedaste embarazada», «tenías que estar agradecida»… Probablemente, fue de las pocas niñas que creció rezando todas las noches para que sus padres se divorciaran.

Rebeca siempre opinó que su padre no era tan malo. Simplemente, no amaba a Lola y no se molestaba en disimularlo. Ella prefiere eso, a que te la peguen mientras tú te creas que eres la niña de los ojos de un truhán con muchos pares de gafas. A ella la quería mucho y le enseñó todo lo que es. Se dejó la vida dando clases particulares para que pudiera asistir a la universidad, pagarle un alquiler, y el principio del doctorado.

Fue la alegría de sus vidas, su orgullo; siempre se lo decían.

Ahora puede hablar de ellos, ya han transcurrido mucho tiempo y es cierto que aunque no olvidas, el tiempo cura y te permite continuar tu camino. Cuando se quedó huérfana, a los veintidós años, creyó que se hundía. No ha experimentado nada tan doloroso, ni cree que lo haga en la vida. La policía la llamó para decirle que sus padres habían fallecido por una mala combustión de una lumbre. Una idiotez tal, arrasó sus vidas. Nunca apostó porque aguantaran toda su existencia juntos, y sin embargo lo hicieron y desaparecieron a la vez. Los dos años siguientes, apenas los recuerda. Se centró en estudiar; estudiar y trabajar. Escasamente comía, el dolor punzante en la boca del estómago se lo impedía. No dormía. Odiaba escuchar música, anhelaba el silencio cuando estaba con gente; concentrarse en las conversaciones se planteaba como todo un ejercicio cuesta arriba, pero sin embargo no admitía su mal estado. Gracias a Nacho, su amigo del pueblo que se vino a Madrid a estudiar estética, salió del agujero. Nacho iba a la universidad a buscarla, le traía sushi, comida orgánica, la llevaba al cine obligada, a comprarse ropa. Junto a él encontró su piso y él la animó a comprarlo. Es la mejor persona que ha conocido nunca. Es el hermano que nunca tuvo y, aunque como ella siempre le dice, «cumples el topicazo de los peluqueros», es gay.

Todavía se ríen del día en que se conocieron. En esa época había muchos niños en el pueblo y se agrupaban por edades y sexos. Las chicas de su pandilla eran muy aburridas, aunque ellas la tachaban de lo mismo. Se pasaban las tardes jugando a la goma y a la comba y cotorreando sobre los chicos. Rebeca salía con ellas, pero casi nunca participaba en los juegos, solo miraba. Los chicos le daban completamente igual. Una tarde, uno de los grupos, en el que iba Nacho, les ofreció jugar a churro, media manga, manga entera. Sus amigas se pusieron como locas a dar brincos y ella, alegando un dolor de espalda, se sentó a observarles. Nacho se sitúo a su lado. Permanecieron callados un rato, contemplando cómo se lo pasaban «de buti» sus amigos saltándose entre ellos. Fue él, el que rompió el silencio para soltarle la frase más extraña que le habían dicho a su corta edad:

«Con unos reflejos y un encrespado te parecerías a la vocalista de Mecano».

Rebeca ni la más remota idea de cómo llevaba el pelo Ana Torroja, ni de qué eran unos reflejos y menos un encrespado, así que subió los hombros y le sonrió. Su melena estaba recién cortada a «lo chico», por una invasión de piojos que Lola se había encargado de exterminar sin clemencia ante las lágrimas. Sintió que ese chico y ella conectaban por sus rarezas. Estaban totalmente fuera de la onda de sus quintos. A partir de esa tarde, se hicieron íntimos.

Nacho, podría decirse que es a la única persona que ella quiere. Y no quiere querer a más.

Querer es igual a sufrir. Lo pasa fatal cuando le dice que ha quedado con un tipo y no la llama en varios días. Siempre piensa que le ha ocurrido algo. Tiene un cuerpo menudo y hay cada bruto por ahí… Además, es el ser más confiado que conoce. No hay nadie tan enamoradizo como él, y mira que se ha llevado palos. Cada tres o cuatro meses le toca recoger sus migajas porque el que parecía ser el amor de su vida se ha ido con otro. Los hombres son idiotas.

Y luego está su amiga Ruth, otra profesora de la universidad, que atesora al marido más repelente del planeta. Tuvo que elegirlo adrede. Rebeca una vez le dijo, se le escapó después de escuchar cómo su compañera le había detallado una bronca en la que él no la dejó entrar en casa, poniendo la llave en la cerradura: «Ruth, este es para ti para siempre, no te lo quita nadie». Francisco, que así se llama el espécimen, es un tipo gordito, no excesivamente feo, pero con un carácter muy desagradable. En las pocas reuniones que asiste, se aísla de todos y solo se dedica a beber cerveza. Si intentas entablar una conversación con él, a la que te das cuenta se ha marchado y habita en la otra esquina, bebiendo. Ruth es una mujer serena y para su gusto, conformista. Rebeca está convencida de que, aunque no lo exprese, Ruth no es feliz con él. Es la típica pareja que llevaba saliendo desde adolescentes y se casaron porque les tocaba, pero sin amor alguno… una pena, ella es estupenda y se merece a alguien mejor.

Total, que se ha apuntado a la maldita agencia, pero no piensa quedar con nadie. Está muy bien así.

Se viste para ir a la universidad. La han llamado porque ha de recoger el resultado del reconocimiento médico. Cada dos años les hacen uno. Hoy saldrá a correr por la tarde, no le da tiempo ahora.

Entra en el despacho médico que han improvisado en una pequeña sala de la universidad. Se encuentra con una mujer algo mayor que ella. Es guapa y lleva un pañuelo al cuello que le confiere estilo. Rebeca se autocrítica alegando que no tiene arte para vestirse, pero hay mujeres que con poco, un pañuelito al cuello, van elegantes.

—Buenos días, eres Rebeca Sanz, ¿verdad?

—Sí.

—Siéntese, Rebeca. Soy la Doctora Martínez.

Está poniendo una cara que no le gusta… «¿Habrán visto algo malo?». Ella se encuentra estupendamente, no puede tener nada, pero el gesto de la doctora le está estresando. La facultativa rebusca entre los papeles hasta que da con uno y lo relee. Después, por fin, habla.

¡Menos mal!, le acaba de decir que está todo bien...

—Bueno, hay una cosa que querría comentarle. En su revisión ginecológica hemos detectado poca carga ovárica.

—¿Eh? —No entiende nada.

—Rebeca, ¿quiere usted ser madre en un plazo corto?

—Pues no. —Se ahorra el «ni en broma».

—¿Y tenía pensado usted serlo en un plazo largo?

—Pues no, en principio no.

—Rebeca, digamos que sus ovarios son vagos, y no sabemos cómo responderían ante un deseo de embarazo. En estos casos, el tiempo avanza en su contra; y aun así, aunque decidiera quedarse en estado ya mismo, no le garantizo el éxito. —La voz de la doctora suena comprensiva, fija su mirada en la suya.

—Pero yo no quiero embarazarme ahora —le dice extasiada, no se imaginaba que su sistema reproductor fuera vago; se habrá hecho de no usarlo.

—Pues ha de reflexionar. No sabemos si en un año tendrá carga ovárica —asevera. Después le sonríe. Parece que estudie su actitud. Rebeca finge preocupación. Realmente no comprende muy bien qué le quiere decir, luego lo mirará en Internet.

—Pero ¿me pasa algo malo? —le cuestiona—. Porque yo no deseo tener hijos.

—No, es solo eso. Si no quiere ser madre, no hay problema. Yo me arriesgo a pedirle que se lo piense. Rebeca, es probable que en unos años no pueda.

—Ok, lo haré… ¿pero entonces no me pasa nada malo, no?

La Doctora la mira con cara extraña. Posiblemente no entienda su fría respuesta, seguro que otras mujeres al recibir tal noticia salen despavoridas a hacer el amor con sus parejas. Pero a ella ni le va ni le viene. No piensa tener hijos.

—No, Rebeca, lo demás está todo bien.

—Pues, muchas gracias. —Se levanta para despedirse. La doctora le tiende una tarjeta.

—Si decide ponerse en tratamiento o citarse con un ginecólogo, le recomiendo este. Guarde la tarjeta. Puede serle de utilidad.

—¡Ah! Muchas gracias.

Sale de la consulta. Le da tiempo a repasarse la primera clase de hoy. Perfecto.