Quince días después…
No sé andar. Tengo treinta años y parece que no me he puesto unos tacones en la vida. Y eso no es verdad… Si contamos las cinco bodas a las que he asistido, una Nochevieja en la que mi hermana se empeñó en emperifollarme y en dos casos más, dirigidos por mi comisaría, en los que vestí de incógnito —y no era de mujer de negocios, bueno o sí, según se mire—, van ocho. Sin embargo, avanzo con andares de travestí: cojera, piernas encorvadas y ausencia total de elegancia. Al menos, me alegro de haberme depilado. Las medias marfil que me ha prestado mi femenina hermana quedan mucho mejor sin sombras de pelillos. Por no hablar del vestido negro ceñido, puro harakiri para mis carnes acostumbradas a la holgura. El tejido se asemeja al de un chaleco antibalas, e igual que con él, no puedo respirar.
He salido con tiempo de la «guarida» de mi hermana; a su hogar no se le puede llamar casa. Cuatro hijos, un marido, ausencia de asistenta, dos suegros y juguetes por doquier, le han conferido un carácter más militar que cualquier campo de batalla en Irak. Y no es hablar por hablar, lo puedo demostrar. En un campo de batalla debe haber bombas, y allí a la que te descuides te estalla un juguete volador en un ojo; pero si en vez de bombas, la batalla transcurre a la antigua usanza y combaten con navajas y espadas, no hay problema, las puñaladas entre Cristina y su suegra subyacen, en ocasiones, más sangrientas. Por descontado que se escuchan gritos e insultos, de eso se ocupan mis instruidos sobrinos. Y si la contienda se acerca más a este siglo y como armas hablamos de gases tóxicos, culpo al suegro de Cris, ya que rinde una batalla propia con su esfínter. De los mensajes cifrados se encargan Cris e Iván, mi cuñado, que son como expertos jugadores de mus. Lo dicho, un campo de batalla en toda regla.
Cristina me ha ayudado a vestirme en plan femenino. La he elegido porque alguien que ha tenido cuatro hijos tiene que saber cómo seducir a un hombre, sí o sí. Sé que no debería revelar nada de los casos en los que trabajo, pero mi hermana es muy discreta y le apasiona que le cuente lo que ando investigando, dice que le da emoción a su vida. Además, más de una vez me ha ayudado. Yo soy un ser práctico y mi funcionalidad contrasta con la manera que tiene de ver las cosas Cris. Ella se va por las ramas, inventa historias con una facilidad pasmosa y, en ocasiones, sus fábulas han alumbrado mi estructurada mente. Es mi única amiga, pero me sobra. Desde pequeñas hemos permanecido muy unidas, a pesar de nuestros diferentes carácteres y estilos de vida. Mi hermana mayor es mi debilidad, la quiero más que a nadie en el mundo —aunque nunca se lo digo—.
Mi tacón se ancla en un baldosín frente a la cristalera del restaurante. Miro a mi izquierda, a un Peugeot 307 con los cristales tintados; dentro acecha mi compañero, Rubén. Disimulo un pequeño saludo con la cabeza mientras me concentro en extraer el maldito tacón. No llevo micros. No había presupuesto. Desbloqueo mi móvil y leo un mensaje que me ha enviado Rubén:
Sospechoso en mesa. Ten cuidado. Estás muy sexy, Aridane.
«¡Este es tonto!», bufo. Sinceramente, no me encuentro cómoda, ni por la ropa, ni por el sitio, ni por lo que me toca hacer… ¡ligar! En este terreno me siento más insegura que un piojo en una melena en otoño.
Tomo aire resignada. Guardo el móvil y me adentro en el restaurante más cool de todo Madrid.
Vislumbro su espalda. Sé quién es porque le he visto en fotos y su pelo tintado con mechas no pasa desapercibido. Odio las mechas en los hombres, por muy bien que estén dadas siempre me recuerdan a los perros yorkshire. Además Arthur, que así se llama el primer sospechoso —que de lo primero que yo sospecho es que su nombre es Arturo—, lleva pendientes… —anótese que es plural—, dos, uno en cada oreja. Táchame de clásica, pero prefiero a los hombres sin agujeros, a los extras me refiero, los que te da la naturaleza no es que me gusten, pero los acepto.
Disto solos dos pasos de mi primera cita. Suspiro y me concentro para integrarme en mi estrategia. Se supone que hemos sido citados por la Agencia Wonderful Love. A Arthur le han avisado de que había una nueva clienta que cubría sus expectativas y que coincidía con él en muchos ámbitos de su vida. Por supuesto, no le han expuesto la verdad: que soy policía, que no encajo en nada con él y que lo que realmente quiero es esclarecer el asesinato de Rebeca Sanz: una mujer de treinta años, con toda la vida por delante, que se citó con él hace tres meses por el mismo método.
Este caso me está volviendo loca, tanto como para pasar por este trance; pero siento que Rebeca me pide que detenga a su asesino, y así haré. Desde hace quince días, cuando vi la escena del crimen y leí los antecedentes de Rebeca, establecí una conexión con ella. Una mujer de mi edad, soltera, con toda su carrera profesional por delante; ella era Doctora en química y trabajaba dando clases en la universidad, yo soy inspectora de homicidios y licenciada en criminología. No ha sido nada fácil, me imagino que al igual que ella, por eso mi vida social es meramente anecdótica: cenas de trabajo en Navidad, cumpleaños de mis sobrinos… y ya. A Rebeca le arrebataron su vida en la tranquilad de su casa. Vivía sola, igual que yo. Como me veía tan reflejada, a los días de empezar la investigación me encontré con una gatita en la puerta de su hogar y decidí adoptarla y llamarla Queca. La nombré así en su honor. No parece que sirva de mucho, lo sé, fue un impulso, pero es tan mona…
De la escena del crimen, lo primero que descartamos fue el robo, aunque el asesino intentó simularlo. No basta con tirar cajones al suelo y abrir puertas de armarios para reproducir una escena de hurto. Los ladrones siempre miran en los mismos sitios, que se supone que son donde la gente estratégicamente esconde su dinero: cajas de cereales, calcetines, cojines, macetas, cuadros, los más ingeniosos hasta en falsos techos… Cuando un asesino finge un hurto nunca desordena estos lugares, y nuestro asesino no lo hizo.
Rebeca yacía en el pasillo. El informe preliminar del forense dictó que no murió en el acto, pero todavía estamos esperando el informe final. La víctima recibió dos heridas de bala, una en hombro derecho y otra en abdomen. La encontramos, de espaldas, en un charco de sangre en la entrada de su habitación. Como escena primaria —el lugar donde le dispararon—, definimos el salón. Por las manchas de salpicaduras de sangre en paredes y muebles, dedujimos que allí recibió los dos disparos y cayó al suelo. La víctima se fue arrastrando por un pequeño pasillo hasta su cuarto y en la entrada falleció.
Pero a Rebeca, una mujer práctica e inteligente, le dio tiempo a proporcionarnos una pista; una que el asesino no se ocupó de borrar. Todo apunta a que no la advirtió y por eso no encontramos ninguna huella en el pasillo. Si alguien hubiera pisado por allí, hubiera manchado de sangre sus suelas y podría habernos ofrecido una marca de su zapato. Pero no, no se acercó. Supondría que tras dos disparaos certeros la breve agonía de Rebeca no le permitiría actuar. Gracias a su sobreestima, no contempló lo que ella nos dejó escrito en el suelo con su propia sangre:
A … y su palma de la mano.
Parece obvio que ella escribió algo más, pero hubo de desmayarse o fallecer justo en ese momento y sin pretenderlo, su mano inerte emborronó el mensaje. Lo único que hemos podido descifrar es la A. Es indescriptible la rabia que me corroe cada vez que pienso que nos lo quiso dejar apuntado, que poseyó el coraje de trazar el nombre de su asesino en sus últimos momentos, probablemente frente a él, pero la mala suerte, o paradójicamente la buena estrella del homicida, lo borró. Le he dado tres mil vueltas a esa letra, pero por el momento no esclarece prácticamente nada.
Para redactar el informe criminal pregunté a los vecinos, aunque no saqué nada en claro, porque apenas tenía. Al vivir en un chalet escasea la información que solemos conseguir de los vecinos de rellano; es uno de los inconvenientes de tener una casa aislada. Interrogué a sus amigos, tampoco es que tuviera muchos: un peluquero, Nacho, y una compañera de la universidad, Ruth. Su familia, más reducida imposible: huérfana hace unos años e hija única.
Tildada por sus conocidos de personalidad hermética, Rebeca no compartía su vida con prácticamente nadie. Trabajaba, salía a correr todos los días, hacía la compra en un supermercado de comida orgánica y chim pun. Los fines de semana los ocupaba en limpiar su casa y de vez en cuando, en salir con su amigo Nacho. Al redactar su perfil la clasifiqué como mujer metódica, inteligente, organizada en todos los ámbitos de su vida, introvertida, preocupada por la salud y la alimentación sana, con escasa vida social y sin historias de romances en su haber. ¡Rebeca era aún peor que yo! Pero si a mí me pasara algo similar —Dios no lo quiera—, me gustaría que investigaran a conciencia mi asesinato. El que no ostentes el título de la persona más querida de esta ciudad, no quita que alguien te haya arrebatado la vida. Me siento en deuda con Rebeca, y si alguna vez he querido atrapar a un criminal, es en este caso. Porque ella era soltera, como yo, y porque las mujeres debemos ayudarnos entre nosotras.
¡Uff!, me hago pis. Siempre que estoy nerviosa, me hago pis, no falla. Dudo si antes de presentarme a Arthur, pasar primero por el baño. Mi primera cita se revuelve en su silla y atiende el reloj. Llevo quince minutos de retraso. Soy consciente, lo he hecho adrede para ponerle nervioso. Yo nunca llegaría tarde. Mis tacones impacientes avanzan otro paso acercándose al respaldo. ¡Ayss! Ya puedo oler su perfume… ¿Se ha pasado un poco, no? ¡Qué olor más fuerte! Parece que me estoy comiendo su aroma. Toso. ¡Nooo! Arthur se gira. Nuestros rostros se encuentran. Creo que sonrío, creo. Veo que se levanta.
—¿Aridane?
¡Quiero desaparecer, evaporarme, desintegrarme! ¡Lo que sea! ¡No me salen las palabras! ¡Ni una! ¡Mamita, donde quiera que estés, échame un cable!
—¿Eres Aridane? —me pregunta Arthur dubitativo.
«Eres capaz, eres capaz, vamos Ari», oigo la voz de mi madre alentarme…
—Sí, soy yo —sonrío—, ¿Arthur, verdad? —Le tiendo una mano. Mi cita, que ya se estaba lanzando a darme dos besos, ha frenado rápido al ver mi brazo extendido… ¡Vaya corte que le he dado!, ¡pobre! ¡Soy un desastre!
«No es una cita de negocios, Ari. Has quedado para ligar, ¡dale dos besos ahora mismo al chico!» Vale, mamá.
Hago caso a mi madre y cuando nuestras palmas chocan, me acerco un poco más y con una risita estúpida intento arreglar este desaliño y adelanto mi cara para besarle. Espero que él capte el movimiento. ¡Sí! Nuestros mofletes se han saludado ¡Menos mal!
¿Se le habrá caído el bote de perfume encima? ¡Qué olor más fuerte, por Dios!
—Encantado de conocerte, Aridane. Ven, siéntate.
—Igual… igualadamente, jijiji… —¿He dicho igualadamente? «¡Ari, relájate!». Me siento. Intento respirar, pero no puedo, ya no por nervios, es que creo que su aroma se pelea con el oxigeno ambiental y no me está entrando ni gota. Verás tú, que me pongo a estornudar y no paro en toda la cita; cierto es que tengo un picorcillo irritante en mi mucosa nasal… Estaría bien, le digo que soy alérgica, que en cinco minutos puede ponérseme la glotis como un balón y parto de esta situación tan, tan incómoda.
—Tienes un nombre muy chulo, ¿de dónde viene? —Su voz suena varonil. Todo en él es varonil (excepto las mechas y los pendientes). Quizás haya querido contrarrestar con estos accesorios su severa mandíbula, su intensa mirada oscura y su fuerte y abufalado cuello. Para mi gusto, pelín pasado de cachas. Busco sus manos, siempre me fijo en las manos de los hombres; es mi fetiche. Nunca podría enamorarme de un hombre con manos feas ¡Arjj! Como sospechaba resultan acordes con su cuerpo: grandes y gruesas…, varoniles. Definitivamente Arthur es un macho, remacho.
—¿Eh? ¡Ah, mi nombre! —Me había perdido—. De la isla de la Palma, de Los Llanos de Aridane.
—¡Ah! No lo conozco, ¿eres de allí? —Sonríe. Su sonrisa también le suaviza los rasgos. Me mira atentamente, amable. Ya nos hemos hecho el repaso mutuo y no ha salido escopetado. Eso es bueno. Mi autoestima se anima.
—No. —Procedo a relatarle la historia de siempre. Mi madre no pensó en las explicaciones que iba a tener que dar cuando eligió mi nombre.
El camarero se presenta inmediatamente y nos tiende las cartas. Me escondo detrás de ella y procedo al auto-chequeo: corazón que late a un ritmo compatible con la vida, respiración regular, mucosa nasal mejorada, no me hago pis... Ya ha pasado lo peor, el primer momento. Ahora tengo que empezar a mostrarme interesada en él, debo cautivarle para que se anime a que tengamos más citas y así poder conocerle mejor.
¿Pero eso, cómo se hace?