CAPÍTULO 22

Me despierto muy descansada. Ha sido una de esas noches que sueñas un montón de cosas y cuando te espabilas las recuerdas. Mi subconsciente ha desgranado todas mis últimas experiencias y a mis nuevos conocidos, en especial a Adrián, que para qué contarte —no apto para menores—. No he de preocuparme en exceso, probablemente haya soñado con él porque fue la última persona en la que pensé antes de desfallecer y que mis sueños hayan cursado por esos derroteros, se deberá a que estoy tan falta de afecto carnal que creo que me va haciendo falta comprarme cierto objeto del que siempre he renegado y que hay en cualquier mesilla de soltera. Aunque dudo que pudiera usarlo, me da vergüenza hasta pronunciar su nombre…

Un café cargadito, de mi cafetera de cápsula, me desadormece y después de la ducha me siento preparada para entrevistarme con el Doctor Pollos. Quedé con él a primera hora. Ya es jueves, estoy a cuatro días de perder el caso, por tanto no tengo tiempo que perder y salgo para allá a la que cojo el bolso y me calzo. De refilón me veo en el espejo: vaqueros, camisa informal, deportivas coloridas y mi práctica bandolera de mil colores de Desigual. Siempre pensé que cuando viviera sola me organizaría mucho mejor y llevaría cada día un bolso a juego con mi ropa, pero como no es el caso, y me sorprende que sí que haya súper féminas a las que les da tiempo, me compré uno que pega con todo y arreglado. No es que sea yo muy tiquismiquis para la ropa, me apaño con cualquier cosa, pero cuando me encuentro con mujeres que van perfectas, hasta con las uñas a juego, me auto aflijo castigándome por lo dejada que soy; el espíritu macho de mi comisaría se ha apoderando de mí, que encima nací medio coja —femeninamente hablando—.

No hay mucho tráfico y en quince minutos me planto en la consulta. Salta a la vista que es más asequible que la del Doctor Perea. Está en un sexto en la calle Diego de León y para subir he dudado de si montarme en el ascensor, uno de esos clásicos en los que tienes que tirar tú de las rejas, pero la pereza ha vencido a la desconfianza. La recepcionista, una mujer que supera los cincuenta, con igual cifra en kilos de más, me conduce pausadamente hasta el despacho del ginecólogo.

Doctor Ernesto Pollos: varón, cuarenta y pico, alopecia más que incipiente disimulada con peinado extraño. Estatura y peso medio. Ojos marrones tras gafas atemporales. Nariz y labios finos. Y lo peor, de lo peor, algo con lo que yo no podría cargar, aunque fuera el mejor de los hombres: manos con pelos —casi del largo de un flequillo vasco— en los nudillos. En resumen: hombre de lo más normalito…, con este, de fijo que no sueño. Lo único que destaca de él es su voz grave y su mirada amable.

Me siento y procedo a describirle el asesinato de Rebeca, su paciente. Con una actitud mucho más natural, Ernesto lamenta el fallecimiento de alguien tan joven, que además esperaba un hijo. Me cuenta que Rebeca ya vino a su consulta embarazada de seis semanas y que había decidido cambiar de doctor porque el anterior no le convencía. Me explica que todo en su embarazo era normal, y que ella se mostraba muy ilusionada. Le pregunto si no le extrañó que no regresara a la consulta, pero me aclara que ella no tenía visita hasta dentro de unos días, por lo tanto no sabía nada.

—De todas formas, es raro que mi hermano no me haya dicho nada —apela.

—¿Su hermano? —le pregunto intrigada, no sé qué pinta su hermano en todo esto.

—¡Ah! Pensé que lo sabía. Rebeca vino aquí recomendada por mi hermano. Creo que eran amigos.

—¿Cómo se llama su hermano?

—Álvaro, Álvaro Pollos. Creo que eran conocidos, pero él nunca me había hablado de ella antes…

¡La leche! ¿Cómo no me he dado cuenta? ¡Con ese apellido! El doctor es hermano del tirillas de Álvaro. Entonces este, quizá, supiese lo del embarazo.

—¿Su hermano la acompañó a la consulta?

—No, no. Ya le digo que no tenían que ser íntimos, él solo me recomendó.

Quizás no lo supiese… ¡Vaya giro de acontecimientos! ¡Sorpresas te da la vida! Pues sin vacilación alguna, tendré que citarme de nuevo con él. Lo que me hace advertir que el doctor no puede hablarle a su hermano de mí, ni del caso. ¿Y cómo le persuado?

—No sé cómo pedirle esto, sin preocuparle —comienzo—. Estamos investigando a todo su círculo y es de vital importancia que no le comente esto a nadie, incluido su hermano. Él no debe saber nada.

La cara de susto de Ernesto evidencia que no he conseguido mi objetivo de no alarmarle.

—¿Sospechan de mi hermano?

—De su hermano, y de todos los que la conocían. Por eso es importantísimo que no diga nada.

—Pero ¿cómo voy a hacer eso? ¡Es mi hermano! —Se altera.

—No se asuste, Ernesto. Probablemente me esté expresando mal.

Transcurridos veinte minutos logro persuadirle y me promete que será una tumba. Le creo. Ernesto parece un hombre honrado.

Al salir llamo a Rubén para contarle las novedades.

¡Ala! Ya tengo planes para esta tarde, estoy que no paro.

—¡Aridane! ¡¡Aridane!! —Una voz varonil clama mi nombre a mi espalda. Me giro pero ya sé quién es antes de verlo.

—¡Arthur! ¡Qué sorpresa! —exclamo sonriente.

Cual vendaval, Arthur ha venido hacia mí y ya me tiene apachurrada entre sus musculosos bíceps, tríceps y toda su panda. ¡Me ahogo! Se acaba de echar perfume, ¡voy a oler a él todo el día! Con esfuerzo, logro dar pequeños pasitos hacia atrás y por fin Arthur deshace el bloqueo al que mi estrecha espalda se estaba viendo sometida. Me mira intrigado.

—¿Qué haces por aquí a estas horas? —me pregunta.

—He venido al médico, tengo aquí la consulta.

Arthur se da la vuelta y me señala el portal del que acabo de salir. Asiento.

—¿Al doctor Pollos? —Pronuncia «Pollos» con sarcasmo.

—Sí, ¿de qué le conoces? —Este mundo es un pañuelo.

—Es mi vecino. Yo vivo aquí. En el ático.

¡La leche con Arthur! ¡Un ático en Diego de León!

—¡Vaya zona! Te tiene que dar para mucho lo de los clubs…

—Jajaja. No me va mal, no. Si quieres te invito a desayunar —me dice a la vez que gesticula una sonrisa seductora (que a mí no me seduce, pero seguro que con muchas cuela y más cuando se enteran de la casita en la que vive el amigo).

—No, no puedo, gracias. Tengo que irme al trabajo. —Cierto, tengo prisa y se lo hago notar.

—¿Y no puedes llegar un poco más tarde? —pregunta picarón.

—No, no puedo, lo siento. Otro día.

—Vale, vale. ¿Me vas a llamar?

—Sí, claro, mediante la agencia.

—¿Y por qué no te doy mi teléfono, me llamas, y pasamos de Wonderful Love?

—No sé…

—Venga, Aridane, ya nos conocemos, no nos hacen falta Celestinas.

—Bueno es que a mí me gusta el método que usa la agencia. —He de parecer interesada, pero ni en broma le doy yo mi teléfono a otro sospechoso.

—Pues a mí no mucho y menos últimamente —insiste.

—¿Por qué?

—¿No sabes lo que ha pasado? —me pregunta. Se lo niego.

—Una chica que estaba apuntada apareció asesinada en su casa hace una o dos semanas.

¡Toma ya! ¿Y este? Intento parecer ajena a la noticia y alarmada, exclamo: —¿Qué me dices? ¡No tenía ni idea!

—Ya, por eso te digo…

—¿Pero qué le pasó? ¿Tiene algo que ver con la agencia?

—Ah, no sé. Lo vi en la tele de pasada y hace unos días me llamó una amiga para contármelo. —Presiento por su temblón tono de voz que está lamentándose por haber sacado el tema.

—¿Y tú conocías a la chica?

—No sé. Igual no tiene que ver con la agencia, pero da mal rollo ¿no? A lo que iba, dejemos estos asuntos tan desagradables, ¿por qué no te doy mi teléfono y tú me llamas? Tengo libre el sábado.

Me está cambiando de tema sin disimular. ¡Pues no sabe este maromo quién soy yo! «No, Aridane, claro que no lo sabe, recuerda que tú le has mentido y eso está muy feo, pobre chico». Calla, mamá, ahora no necesito sermones.

—¿Conocías a la chica? —me reitero.

Arthur suspira resignado.

—¿A qué chica?

—A la muerta, ¿a quién va a ser?

—Ah, no sé —titubea—, es que, es que no sé quién es.

—¿Pero no lo viste en la tele? —le asalto.

—Sí, pero no dijeron el nombre y yo sinceramente no lo he buscado. Prefiero no saberlo.

—Entonces ¿quizás la conozcas?

—Pues no sé, espero que no. ¿Cambiamos de tema, por favor?

—¿Tanto te incomoda?

—¿A mí? No, pero yo quiero concretar una cita contigo y tú no paras de sacar el temita.

—¡Pero si lo has sacado tú! —le recrimino.

—Es verdad —sonríe—. ¿Vas a pensar que soy un idiota? Me pillas cansado, he estado trabajando toda la noche y ahora tengo un asunto en el banco que resolver. Estoy deseando dormir. Es lo que tiene trabajar de noche, que la vida es de día.

—Ya, te entiendo. Bueno, te dejo que hagas tus asuntos y te vayas directo a la cama.

—Ok, guapa. Espero a que me llamen de la agencia. Recuerda que el sábado lo tengo libre.

—Grabado.

Nos despedimos con otro abrazo y un beso escurridizo —me refiero a que se le ha escurrido de la mejilla a la boca—, y cada uno tomamos una dirección.

Ya en el coche, en dirección a la comisaría, cavilo sobre lo que ha pasado. Arthur sabe que una chica de la agencia ha muerto, y por su actuación, juraría que conoce su verdadera identidad. Pero ¿si fuera el asesino sacaría el tema así como así? Eso es lo que he de preguntarme. Arturo, Arturo, hay algo en ti que no me convence… además de tu perfume.