—Rubén, ¿estás en la comisaría? —le llamo desde el manos libres del coche.
—Sí. Todavía sigo aquí, pero ya me iba.
—No, espera. Rubén, ya sé quién es el culpable.
—¿Segura? Cuenta.
—Aguarda, ya llego.
Rubén luce la misma cara de alucinado que he debido de poner yo hace un rato.
—¡El tirillas!
—Sí, Álvaro. Él es el chico con el que Enma engañó a Adrián o por lo menos con el que estaba en el bar… dudo yo de que Enma se liara con él. Él presenció la caída de ella. Seguro que eso le dejó secuelas y se ha obsesionado con Adrián. Lo planeó todo.
Rubén me atiende atónito.
—¿No lo entiendes? Él fue el que los llamó para que supieran que Rebeca estaba embarazada. Engatusó a Adrián para que fuese a hablar con ella, con el firme propósito de asesinarla, para después inculparle a él.
—¡Joer! Pero cargarse a una mujer embarazada, hay que estar muy loco.
—Pues sí, pero tiene tantas enfermedades que una más… De primeras ya nos ha mentido, él sí que conocía a Adrián.
—Y Adrián a él…
—No. Según me contó, Adrián fue en busca de Enma al bar y allí se la encontró con un tío, no le conocía de nada. Se pegaron, pero estoy segura de que no se acuerda de él. Hace muchos años.
—Es posible…
—Tienes que interrogarle Rubén. Álvaro no es tan flojo como aparenta ser.
La puerta del despacho se abre de golpe.
—Inspectora Cuéllar, me han dicho que estaba usted aquí. —Enrique accede al cuarto—. Quería que hablásemos, quizá me excedí. Tómese unas vacaciones. Dos semanas. Y después vuelva. La puerta está abierta.
Le sonrío. Enrique es buena persona y muy buen interrogador, el mejor.
—¿Qué es eso que están viendo?
—Señor comisario —Rubén pone voz de circunstancias—. He aquí el culpable.
—Hay algo que no nos cuadra, señor Pollos. Usted alega que se marchó de la cafetería el primero. Por el contrario contamos con imágenes, que nos ha facilitado tráfico, de su coche circulando a las once, una hora después, por la avenida principal cercana a la casa de la víctima. ¿Me lo puede explicar? Seguro que tiene una explicación, ¿verdad?
—Me entretuve.
—Ah… —murmura Enrique—, se entretuvo. Cosas que pasan, claro, ¿y en qué?
—Pues no me acuerdo, creo que entré en una cafetería.
—¿En otra? ¿No acababa de desayunar? Es curioso, no parece usted de los que van de bollo en bollo. Se le ve muy delgado.
Me río a través del cristal. Rubén también. Es imposible no ponerse nervioso ante la sorna de Enrique. Álvaro cada vez da respuestas más incongruentes. No disponemos de tales imágenes de tráfico, es un farol, pero Álvaro nos lo acaba de confirmar.
—Es que no me acuerdo muy bien de qué hice, a veces me pasa. Me falla la memoria.
—Le falla la memoria, eso seguro, porque hemos descubierto que sí que conocía usted a Adrián Cervigón.
—No, no, yo no lo conozco.
—Pues debe de ser asunto de lo de la memoria, porque hasta hizo usted una exclusiva hablando de él.
—No sé a qué se refiere.
Enrique extrae de una carpeta la entrevista, que bajo pseudónimo, Álvaro concertó a una revista del corazón. Enrique al ver la imagen de la pelea en el ordenador se ha acordado del caso. En su círculo social fue una bomba. Y ha recordado que él leyó un artículo del chico con el que estaba Enma, en el que ponía de vuelta y media a Adrián.
—Ese no soy yo.
—¿No? Me está usted preocupando, Don Pollos, voy a tener que llamar a un médico. Tenemos la absoluta certeza de que esta entrevista es suya.
Álvaro se recuesta en la silla y mira con cara de odio a Enrique. El frío llega hasta aquí. Enrique se sienta. Ya sabe que le ha atravesado. Ya es suyo.
—Me va a contar la verdad de una vez, o vamos a esperar aquí hasta que me jubile. Le advierto que las dos semanas que me quedan, me las puedo pasar en este cuarto.
Entro en mi despacho para hacer una llamada que llevo queriendo hacer desde hace mucho tiempo. Descuelga rápido: —¿Sí?
—Nacho, soy Aridane.
—¡Ah! Hola, inspectora.
—¿Qué tal estás?
—Ya sabe, cargando conmigo mismo. ¿Hay algo nuevo?
—Sí, Nacho, por eso te llamo.
—¿Ya tienen al culpable? —se acelera su voz— ¿Quién? ¿Por qué?
—Fue uno de los chicos de la agencia.
—Pero ¿por qué?
—Es una historia larga, Nacho, tengo que contarte muchas cosas, pero Rebeca murió por un estúpido loco. Un tipo obsesionado con otro, el que sí que le había gustado a ella, con el que tú dijiste que ella parecía emocionada.
—¡No entiendo nada de lo que dice! ¿Puedo volar para allá?
—Te espero.
—Pues salgo ahora mismo.
—Muy bien —le respondo.
—Gracias, inspectora Aridane. —Percibo su emoción.
—Lo siento mucho, Nacho, mucho… —Y lo digo de todo corazón.