CAPÍTULO 50

Se han visto en la obligación de administrarle un suero y un relajante intramuscular, además de dos puntos en la brecha que se hizo al caer contra la mesa. Adrián casi se marea cuando los sanitarios han elevado al gigante para transportarlo en camilla y al separarlo del suelo ha aparecido la gran mancha de sangre; tan llamativa a la vista como la secundaria palidez en el rostro de mi salvador. Yo no podía evitar reírme por dentro. Sus caras de susto y sus exclamaciones cada dos por tres, nos han dejado bastante claro a Chuchi y a mí que nosotros estamos acostumbrados, pero para los de fuera, los que no pertenecen a este mundillo, les resulta bastante impactante la sangre. Por contrario que parezca, me ha encantado ver a un Adrián asustado e indeciso. Generalmente una se imagina que un maromo con las cualidades físicas de Adrián va a ser todo un Superman, pero ¿y si el maromo, lo es —no olvidemos que me ha salvado la vida— y encima muestra sus sentimientos, como el temor y la turbación, sin aparentar lo contrario? Estoy acostumbrada a que los hombres no expresen nada, y si lo hacen, muestren absoluto control y despreocupación cuando la situación que toque en ese momento debería alterarlos, y de hecho lo están, pero se empeñan en interpretar lo contrario. Adrián es sincero y actúa como tal. Y lo que más feliz me hace es que, al fin, se han disipado mis dudas. Adrián no mató a Rebeca. No. Más que nada porque no sabe disparar, y quien asesinó a Rebeca, sí que sabía. Ya puedo respirar tranquila. Es una prueba que no se puede demostrar, que no sirve para nada, pero para mi conciencia es un alivio y sonríe relajada, aunque después de este relax, se preparará para discernir entre los dos sospechosos que me quedan: Arthur o Álvaro.

Roberto y varios de sus hombres llevan un tiempo entrevistándonos. Mayormente hablo yo. Adrián todavía está confuso y no puede resumir. Queca duerme sobre sus piernas al roce de sus caricias. Le quedan seis vidas a mi gata valiente. No he podido aclarar todavía qué hace Adrián aquí, pero no me va a quedar más remedio porque Enrique acaba de entrar por la puerta de mi casa y trae gesto más que confuso. Viene hacia nosotros. Se toma un tiempo antes de hablar para contemplarnos. A los dos. Sentados juntitos en el sillón. Luce una media sonrisa mordaz.

—¿Está bien inspectora Cuéllar? —¡Uy, uy, uy, me habla de usted, mala señal!

—Sí. Gracias, Enrique. No tenía que haberse molestado.

—¿Y usted, Señor Cervigón?

—Sí, creo que sí. Gracias.

—Ya me han contado lo que ha pasado. Que Paul se escondía en la escalera y aprovechó la entrada del Señor Cervigón para acceder a su casa… No se imagina lo que deseo que me explique qué es lo que hace él aquí.

—Sí, sí que me lo imagino —respondo dócil.

—¿Se lo puedo explicar yo? —pregunta Adrián.

—Sí, por supuesto, hable. Ya está acostumbrado a los interrogatorios —le responde irónico.

—Venía a hablar con ella. Nos conocemos, ya lo sabe.

—¿Y la inspectora le dijo dónde vivía?

—No, eso lo averigüé yo, pero antes de saber que era inspectora de homicidios.

—Entonces, ¿no es la primera vez que viene?

Adrián se calla y me mira, obviamente no sabe qué decir, pero a estas alturas qué más da ya.

—No —respondo firme, en parte para que Adrián entienda que debemos contar la verdad.

—¿Y a qué ha regresado hoy, si puede saberse? —se dirige a él.

—Me he agobiado al ver mi casa patas arriba llena de policías inmiscuyéndose en mi vida y la de mi familia. Quería hablar con ella.

No entiendo esto último, pero Enrique no tarda en aclarármelo.

—Para su información, inspectora, hemos obtenido una orden de registro de la vivienda del Señor Cervigón… Y por cierto, me ha resultado bastante interesante.

—No creo que haya encontrado nada. Yo soy inocente —le responde sólido. El relajante ha surtido efecto.

—Pues yo creo que no. Y además creo que es usted un hombre muy listo, que se ha aprovechado de la inspectora.

—¿Eh? —profiero— ¿Puedo hablar?

—Yo no me he aprovechado de ella —replica mi compañero de interrogatorio.

—Pues opino totalmente lo contrario. Usted ha investigado a la inspectora, la ha engatusado y sabe Dios qué más, para que le ayudara con el caso.

—¡Eso no es así, Enrique! —reclamo.

—Ya me extrañaba a mí, tanta duda y defensa ilógica, cuando está claro que usted mató a esa pobre chica.

—Yo no la maté.

—Sí, sí que lo hizo.

—Él no la mató, Enrique —me entrometo—. Le he visto disparar y sé que es la primera vez que lo hace.

Como sospechaba, a Enrique no le convence mi defensa y no tarda en responder:

—Lo que hace de una manera grandiosa es actuar. ¿Niega usted que investigara a la inspectora y que contrató a un fotógrafo para que les retratase juntitos y así después poder chantajearla?

—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué dice? —articula confundido.

—¡¿Lo niega?!

—Pues claro, ¡qué tontería!

Enrique me tiende un sobre grande que traía guardado tras su espalda. Lo abro. ¡Dios mío! Son fotos nuestras fechadas. La primera es de Adrián entrando en mi portal y saliendo esta mañana. También veo del otro día, pero eso no es nada. Hay fotos que se adentran en mi casa, tomadas desde alguna ventana de enfrente. Se nos distingue enrollándonos en el sofá.

Creo que quiero morirme ahora mismo. Siento como una lágrima corre por mi mejilla sin que nadie le haya dado permiso. Nos han estado vigilando. Se han entrometido en nuestras vidas. Es asqueroso. Me siento ultrajada.

—Ari, yo no sé de dónde han salido esas fotos. Te lo juro.

—Ya, normal —replica Enrique —. El servicio dice que te las han traído hoy a tu casa y tú no has estado. Pero esas fotos las has encargado tú. —Mi jefe se acerca unos pasos y le recrimina con desdén—. No mientas más.

Adrián, ignorando el acercamiento de Enrique, se gira para mirarme. Está consternado. Sin pensar lo que conlleva, aproximo una mano a su cara y le acaricio.

—Ari, eso no es así. Es mentira.

—Tranquilo Adrián —le digo mientras deshago las caricias faciales para descender mi mano intrépida y apretar la suya, fuerte. Entrejuntamos los dedos en forma de un solo puño comunicándonos con el aquí, con el ahora, con nosotros. Esa mano siente más que el resto de mi cuerpo, su pulgar acaricia el lateral de mi palma y una ola de cosquillitas estremecedoras sube por mi antebrazo, enardecidas por lo prohibido, por revelarme ante mi jefe, quizás por miedo, es posible, y por orgullo, pero no me arrepiento. No.

—Aridane, desde este momento la retiro del caso, y lo siento, pero me veo en la obligación de relegarle del cargo de inspectora hasta que no se lleve a cabo una investigación minuciosa. —Escucho las palabras que no deseaba haber oído nunca.

Levanto la cabeza y me atrevo a mirarle.

—Me parece correcto. Mi comportamiento ha sido irregular y lo acepto, pero en ningún momento he alterado la investigación. Si no tiene pruebas para inculparle, no es por mí, yo no he hecho más que investigar.

—Permítame que lo ponga en duda —fanfarronea.

No dejo que me afecte su desprecio y le contesto:

—¿Sabe por qué no tiene pruebas? Porque Adrián es inocente, Enrique.

—¿Y las fotos? ¿No le dan que pensar? —se jacta.

—Busque a Roberto, el de narcóticos, él me ha enseñado unas imágenes hoy. Paul, el narco, me andaba investigando. Si junta esas fotos con estas, verá que proceden de la misma cámara. Él sí que iba a chantajearnos, nos lo ha confesado antes, él sí.

—Muy bien, Aridane, muy bien… De momento el Señor Cervigón se va a venir conmigo a la comisaría. Hasta que no se demuestre lo que dice de las fotos, está acusado de investigar a una policía, de posible chantaje, de disparar a un narcotraficante y es sospechoso de asesinato.

Adrián deposita a Queca en mis piernas y se levanta resignado del sillón. En un gesto inteligente se agacha para situarse a mi altura, ofreciendo su espalda a los demás.

—Eres la mejor, Ari. Siento haberte metido en este lío. Te prometo que…

—No hace falta que prometas más, Adrián. Te creo —le digo a los ojos. Unos ojos tras los que solo leo complicidad y verdad, mucha verdad.

—Gracias. —Adrián me sostiene la cara—. Lo resolveremos. Volverás a la policía. —Su mirada se empapa—… Lo siento tanto. —Y yo no puedo contenerme. Le abrazo. Percibo su calor, su aroma, y su pesar por dejarme en estas condiciones. Adrián me arrima su mejilla para susurrarme al oído:

—Nada me va a alejar de ti ahora que te he encontrado. —Varias lagrimas ajenas humedecen mi cara. Pero cuando se separa luce la más bonita de sus sonrisas.

—Vamos caballero, no me haga perder más tiempo —refunfuña Enrique.

Adrián se despide de mí y se incorpora al lado de Enrique. Me levanto y los acompaño a la puerta.

—Adrián, estate tranquilo. Te sacaré. —Se me escapa antes de que desaparezcan en el ascensor.

—Veo que ya ha tomado partido, Aridane —responde con sorna Enrique.

—Sí, he tomado partido, y le advierto que no pienso perderlo.

Se cierran las puertas del ascensor y de mi carrera a la vez.