CAPÍTULO 24

Por si tuviera poco trabajo, encima me paso el resto de la tarde en una reunión absurda y el jueves se esfuma. Rubén ha logrado escaparse y me ha estado enviando mensajitos divertidos, hasta que se me ha agotado la batería. Alucino con lo ingenioso que es el personal, nada más acontecer algo en nuestro país se te llena el Whatsapp de chistes, como si existiera un duendecillo vidente en la red que, a sabiendas, elaborara las bromas y nada más ocurrir los sucesos las enviase… eso, o mucha gente en paro.

Entro en mi casa a las diez, derrotada y con un principio de migraña. Me cansa cien veces más una reunión que cualquier otra cosa. Me tomo mi pastilla favorita, el ibuprofeno, y dos melatoninas. Necesito estar descansada para mañana. Voy directa a la ducha y me relajo. Después vestidita con mi pijamita voy a ver qué ceno. ¡Vaya por Dios! Tengo la nevera vacía, y estoy hambrienta. Queca, que es la que más come de esta casa, dormía plácidamente después de una gran cena y me está echando una mirada gatuna por todo el ruido que hago al abrir y cerrar muebles en busca de algo que llevarme a la boca. Si las miradas matasen… Esta gata y yo no terminamos de conectar, lo admito.

Vivir sola es un fastidio. Los servicios de comida a domicilio no aceptan pedidos pequeños y yo no puedo cenar tanto. Me queda pan de molde, una lata de anchoas, o la comida de Queca…

Suena el timbre del porterillo. Miro el reloj, las diez y veinte. No creo que sea Cris.

—¿Sí?

—¿Aridane?

—Sí, soy yo, ¿quién eres? —respondo extrañada.

—Soy Adrián. —¡Ehhhhhhh!¡Ahhhhh! ¡Ay, la leche!—. ¿Puedo subir?

—¿Adrián? Pero, pero… ¿qué haces aquí? —balbuceo.

—Necesito contarte una cosa, Aridane. Por favor, ábreme.

—Pero…

—Por favor, abre.

Aprieto el botón y oigo cómo se abre la puerta del descansillo. Rápidamente voy hacia mi habitación a coger mi pistola y la guardo entre los asientos del sillón. Intento mandar un Whatsapp a Rubén, pero no tengo batería. Desde el teléfono de casa le llamo, y como no me lo coge, dejo un mensaje en el contestador. Vale, ya me he ocupado de garantizar mi seguridad, ahora toca salvaguardar mi apariencia de chica sexy. Me voy rápidamente al baño a ver mi aspecto. ¡Oh, my God! Tengo el pelo empapado, no llevo anti ojeras, y mi pijama, que me regalaron mis sobrinos en un intento de mi hermana de feminizarme, es muy corto y con Mafalda presidiendo. Es un desastre, pero cuando estoy abriendo la puerta del armario, suena el timbre. Lo acepto, no me da tiempo a cambiarme y he de aparecerme ante Adrián hecha una zarrapastrosa cursi.

Camino nerviosa hacia la puerta. No tenía pensado ver a Adrián. Mi cuerpo está un poco revolucionado y no identifico qué emoción predomina…, aunque juraría que hay una mezcla de miedo, sospecha, nervios, y alguna mariposa, más bien, gusano, revoloteando en mi estómago (¿podría ser hambre?).

Vuelve a sonar el timbre. ¡Allá voy! Abro y… le veo. Mis recelos sucumben al encontrarse con una sonrisa insuperable y una mirada un tanto avergonzada que ruega disculpa. Aun así, no le permito entrar. Sujeto firmemente la puerta y me parapeto detrás de ella.

—Perdona la hora, Aridane.

—¿Cómo has sabido dónde vivía? —le pregunto con el tono más serio que sé poner.

—¡Historia larga! Perdóname. Pero no se me ha ocurrido otra cosa. No cogías el móvil. —Me mira suplicante. Yo a él, seria, no sé qué pensar. Por nada del mundo quería que ninguno de los sospechosos conociese mi casa. Es todo un disparate. Como se entere mi jefe, adiós.

—Si quieres me marcho, o me quedo aquí, aunque preferiría pasar. —Vuelve a sonreír y sus ojos azules forman esas arruguitas tan sexys y tan de buena persona... Suspiro.

—Estoy en pijama.

—Estás preciosa, sin maquillar, con el pelo mojado. Ni en mis mejores sueños pensé encontrarte así —me dice el tío. ¿Cómo no voy a abrirle? Cualquier mujer lo haría y tengo que actuar lo más normal y femenina posible. Se supone que estoy buscando pareja.

—Mi pijama es ridículo, quiero que lo sepas —insisto en aparentar inquietud por temas que en general preocupan a las de mi género y no porque crea que venga a asesinarme.

—Jajajaja —se carcajea—. Eres única ¡Hey! ¿A quién tenemos aquí?

Queca ha encontrado un hueco por la puerta y trepa por las piernas de Adrián. Este la coge y la asciende a sus brazos. Mi gata se deja acariciar por sus increíbles manos y juraría que en un momento le han brillado los ojos y me ha lanzado una miradita presumida… ¡Pero bueno, será pedorra! Abro la puerta. Mi intuición me dice que Adrián no tiene pinta de venir a asesinarme y necesito sentarme, las melatoninas están empezando a surtir efecto.

Adrián da unos pasos hasta que entra y se me queda mirando de arriba abajo. Se me atasca la saliva.

—Estás más guapa que nunca. Me encanta tu pijama, Mafalda es más sexy de lo que creía…

Queca ronronea. Yo también, pero en silencio. Nos separa menos de un metro. Le sonríe mi timidez, a mí no se me ocurre nada más que estarme calladita y quieta. Continúa su escrutinio desde la distancia, pero cuando sube su mirada y nuestras pupilas se encuentran, siento cómo da unos pasitos para aproximarse a mí.

—¿Puedo darte un beso? —me pregunta y después corrige—. Me gustaría darte un beso.

¡Mamá, ayúdame! ¿Qué le digo? ¡Vaya caraja tengo! Vale, improviso:

—Y a mí que me lo dieras, pero has venido a mi casa, sin estar invitado, sin que yo te haya dado mi dirección, de noche…

—Parezco un loco, lo sé, pero déjame aclarártelo —carraspea, sonríe y da otro pasito hacia mí.

—¿Qué es eso tan importante, Adrián? —Advierto mi voz un tanto emborrachada por las pastillas, que campan tan anchas en mi estómago vacío.

—Ahora que estoy aquí, no sé si me voy a atrever… —Se queda quieto, dubitativo, a escasos centímetros de mí. Mi pecho se mueve a más velocidad de lo habitual y se acelera cuando una de sus manos acaricia mi mejilla y accede hasta mi melena mojada resbalando sus dedos dentro. La intimidad se ve interrumpida por la gata que viéndose desprovista de un brazo, casi salta al vacío.

—¿Podemos sentarnos? —pregunta con sorna, señalando el mal carácter de mi gata.

—Ehh —dudo. Adrián me mira, implorando un sitio donde aposentarse—. Venga sí, vayamos al salón. Yo también necesito sentarme.

Me adelanta impaciente y, sin pretenderlo, visualizo su trasero que se marca perfectamente con esa ropa de deporte que trae. Por mucho sueño que tenga, ciega no soy. Ha venido con pantalón de algodón, con zapatillas, con el pelo despeinado y una vulgar camiseta, y creo que está más atractivo que nunca. Se sienta en el sofá, mientras echa un vistazo a mi hogar.

—Es bonita tu casa. Me gusta. Y este sillón parece cómodo. ¿Has cenado?

—No —respondo.

—Yo tampoco, espera.

Adrián deja a Queca posada a su lado y saca su móvil. En unos segundos le encuentro pidiendo una pizza.

—Es la mejor pizzería de Madrid, te va a encantar.

—¿Has venido a cenar? —pregunto irritada.

—No te enfades, Aridane, por favor.

—¿Me puedes explicar a qué has venido? —le digo mientras me siento a su lado justo donde tengo la pistola estratégicamente escondida.

—Vale, vale. A ver, primero he venido porque tenía muchas ganas de verte. Si te soy sincero, no paro de pensar en ti. Hace siglos que no me pasaba nada igual, y te aseguro que no voy diciéndoles esto a todas las chicas que conozco. Es más, me escucho y me avergüenzo de lo panolis que parezco. ¿Tú, tú has pensado en mí? —me pregunta abochornado, tanto que seguidamente me desprende de su mirada y se ladea para acariciar el lomo de Queca.

¡Venga, que te creo! Pero se pensará este que soy idiota. La verdad es que actúa de vicio, deberían darle un Goya. Pues se va a enterar de quién es aquí buena en las artes escénicas…

Suspiro sonoramente. Mantengo los ojos sin pestañear, finjo estar tan extasiada por lo que acaba de decirme, que parece que a mis párpados les ha dado «un aire» y no se van a volver a cerrar nunca. Pero he de responderle… ¿Y qué le digo?

—Un poco —contesta mi laringe sonando conmovida.

—¿Solo un poco? —Sonríe ladino, a la vez que eleva su cabeza y mueve su precioso culo del sillón, aproximándose a mí.

¡Ya estamos! Ya le tengo a dos palmos y cuando está tan cerca los pensamientos juiciosos se desinhiben por su perfume. ¡No te pierdas, Ari! ¡Céntrate!

—¿A qué has venido? —acentúo con tono enojado.

—En segundo lugar, a echarte la bronca —prosigue.

—¿Eh? —Porque lo ha dicho suave, si no, saco la pistola.

—Eres una despegada. Ayer te escribí varios mensajitos y tú no me contestabas y cuando por fin lo hiciste, no pudiste ser más escueta. Te he llamado hoy y lo tenías apagado. —Su trasero sigue reptando hacia mi lado del sillón. ¿Pero cómo puede oler tan bien un tío que va en chándal?

Resumen de situación: los tres ocupamos el mismo asiento del sofá. Adrián inclinado hacia mí y Queca hacia él. Solo nos separa un cojín que sujeto con fuerza a modo de escudo—. Déjame besarte, por Dios —musita.

—¿A qué has venido? —le repito mientras echo mi cuerpo para atrás, en un intento de no sucumbir a su ataque.

—Ari… —Para su avance y sus ojos se clavan en los míos. ¡Virgen Santa! Me quema. La tensión en la habitación aumenta a cada segundo. Debemos de estar a un palmo; si cualquiera de los dos moviera la cabeza, entraríamos en contacto. Inhalo su aroma fresco y dulce, tremendamente comestible ¡Oh, oh! Mis feromonas se están alterando. Tenerle tan cerca y no tocarle es insoportable para ellas. Entre la melatonina y las hormonas la voy a liar, como si lo viera… Su boca se entreabre y exhala un pequeño suspiro, y no deja de mirarme. Traga saliva, se acerca unos milímetros más. ¡No aguanto! ¡Se me va a salir el corazón! Sin esperármelo sube una de sus manos y se desprende del cojín que nos separaba tirándolo al suelo. Después, acerca su dedo pulgar y acaricia mis labios mientras me quema con su ardiente mirada. Al principio roza mi boca, suave, pero cada vez la presiona más curvando mis labios para abrir espacio entre ellos.

«Bésame», vocaliza.

Las revoloteantes mariposas, que no gusanos, me impulsan hacia él en un movimiento brusco e involuntario y de pronto me encuentro saboreando su fresca boca. ¡A tomar por saco! ¡Ya estaba bien de tanta tensión! ¡Es solo un beso, leches, ni que fuéramos los protagonistas de Titanic! Adrián emite un quejido de placer y me recibe con pasión. ¡Ay, mi madre! Nuestras lenguas se encuentran y juegan extasiadas por miles de cientos de sensaciones más que agradables. Casanova me sujeta por la cintura fuerte, y desprendiendo toda su técnica me eleva y en dos segundos me encuentro sentada a horcajadas.

Sus calentitos y esponjosos labios ahora descienden por mi cuello. Me escucho gemir.

¿Me estoy enrollando con Adrián en mi casa? ¿Está sucediendo? Va a ser que sí, porque mis descaradas manos —castigadas sin crema un mes—, se acaban de colar bajo su camiseta y le están masajeando suavemente el torso. ¡Ah, no, el lóbulo de la oreja, no! ¡Ayssss, qué gustito de escalofrío! Pues nada, le acabo de clavar las uñas en la espalda impulsada por lo que ha provocado con su asalto a mi oreja. Adrián estalla y me agarra por el trasero para acercarme mucho más a él. Me dejo hacer. No puedo frenar, debe de ser la mezcla de pastillas que me han enloquecido. Adrián me vuelve a besar como si le fuera la vida en ello. Conectamos a la perfección, nuestros labios encajan como las piezas de un puzzle. No recuerdo haber sentido nada igual con un beso.

La atmósfera va a reventar. Queca salta del sillón y le atisbo gatear enfurruñada a la cocina. Me entrego con total libertad —porque he decidido que estoy «pedo» por las pastillas—, a disfrutar el momento.

Mi pijama es muy fino y su pantalón de algodón también, lo que nos permite sentir lo que nos está provocando este arrebato. Sus manos sujetan fuerte mi baja espalda y mi pelvis se mueve irremediablemente contra él, buscándole… de perdíos al río.

—Ari, Ari, para…

—Schssss —le pido que se calle y no me haga pensar. No puedo pensar; ahora que me había soltado la melena… y se me iba a caer el pelo.

—Ari —me dice mientras me da besos cerca de mi escote—… no he venido a esto.

Adrián separa sus labios de mi cuerpo y busca mi mirada.

—Tengo que contarte una cosa importante, si después de que la oigas quieres continuar, prometo no separarme de ti en toda la noche.

—¿Estás casado? —le pregunto con sorna.

—Jajajajaja… No, no estoy casado. —Me da un beso suave y me agarra firmemente para separarme de su cuerpo.

De pronto, me encuentro sentada a su lado y un mar de vergüenza, frustración y culpa me asolan. Adrián debe intuirlo.

—No, no te alejes de mí. No es por ti. Te juro que no pararía de besarte. —Vuelco en mi estómago—. Pero he de contarte esto.

Nos interrumpe el timbre del telefonillo.

—Debe de ser la pizza. ¿Abro yo? —dice.

Los dos nos levantamos de mi cómodo sillón y nos dirigimos a la puerta. Tras apretar el botón del telefonillo, comenzamos una guerra sobre quién abona la cena y al final me encuentro corriendo por mi cocina con su cartera en la mano para que no pueda pagar. No le cuesta pillarme y elevarme a la encimera para volver a besarme. A mis piernas tampoco les cuesta enredarse en su cintura para sentirle —castigadas también un mes—. Suena el timbre de la puerta y entre risas, abrimos juntos.

—¡Hola, Ari! ¡Ostras, tienes visita! —Rubén está haciéndose el sorprendido en el marco de la puerta. Tiene la cara colorada. Ha debido de venir corriendo.

—¡Ah, Rubén! ¿Qué haces aquí? —Se me había olvidado por completo que le había llamado.

—Venía a consultarte una cosa del curro. Hola, soy Rubén, el compañero de Aridane. ¿Y tú?

—Adrián —Adrián le tiende una mano—.Un amigo.

Estoy avergonzada. He hecho venir a Rubén y se habrá pensado lo peor. Y encima abrimos la puerta los dos juntitos con signos más que evidentes de habernos dado el lote hace escasos tres segundos.

—¡Ah, perdona! Me he despistado, Rubén.

—Ya lo veo —me increpa.

—Pero pasa —dice Adrián—, hemos pedido pizza.

—Ah, pues mira qué bien. Me apunto. ¿No os importa, verdad? Vengo del gimnasio y tengo un hambre…

—No, no, entra —consigo decir.

Rubén se adentra en mi hogar y se encamina al salón. Adrián y yo nos quedamos a cerrar. Nos miramos en silencio. Él me sonríe. Y yo le pido disculpas.

—No te preocupes, luego hablamos. Venga, vamos a pasarlo bien, anda —me susurra al oído, y me da una palmadita en mi trasero para dirigirme al salón.

—Me suena tu cara, Rubén —le dice Adrián nada más llegar y encontrárselo sentado en el medio del sofá —. ¿Nos conocemos?

¡Oh Dios! Adrián vio a Rubén en el restaurante mexicano, espero que no se acuerde.

—De la tele… No, es broma. No sé, tú a mí no me suenas. Debo de tener algún doble, me pasa mucho.

Nos aposentamos cada uno a un lado de Rubén. Los dos se enfrascan en una conversación sobre el gimnasio al que van. Ambos son muy extrovertidos y no les cuesta hablar. Yo, al contrario, no sé qué decir. Decido ir a la cocina y buscar unas cervezas.

Allí, lejos de ese imán, me doy cuenta de que he estado a punto de acostarme con uno de los sospechosos. Me entran ganas de llorar. Soy una estúpida. Rebeca debe de estar revolviéndose en su tumba. Pero es tan difícil explicar con la razón, lo que me sucede cuando él está cerca... No veo pelis románticas, ni leo novelas, no creo en el amor para toda la vida, ni en los flechazos, pero es que jamás había sentido tal atracción. Quizás es que me seduce lo prohibido, el morbo, pero yo no soy así.

¿Qué me pasa?