Apenas he podido ingerir un montadito, se me ha cerrado el estómago. Me he cruzado con Adrián justo cuando él entraba en la comisaría y yo salía para nutrirme. Nos hemos saludado con un tímido movimiento de cabeza.
Ya está, todo apunta a que ha sido él. Enrique está más que convencido de que se hizo el desmayado cuando escuchó la puerta. A mí hay algo que no me cuadra, o no me quiere cuadrar, que también es posible… Por eso le he contrarrestado su hipótesis a mi jefe de esta forma: —¿Por qué tenía Adrián el arma en la mano si se iba a hacer el desmayado?
—Pues posiblemente o porque se le olvidó o si vas más allá, para crear la duda.
—O porque alguien se la puso para inculparle.
—O jugó para que creyéramos eso.
—¿En unos segundos?
—¿De qué te extrañas, Aridane? Es un tipo listo y desde ya, te digo que culpable.
—Pues yo no estoy segura. Hay algo que no encaja.
—Pues a mí me encaja a la perfección. Igual estás hipoglucémica. Anda, ve a comer algo.
Por no seguir oyendo cómo le inculpaba, le he hecho caso y en ese momento es cuando me he cruzado con el hombre que ha estado en mi sillón esta noche; y mi cardias, el esfínter que da la entrada a los alimentos al estómago, se ha bloqueado de la impresión… ¡Hay que ver cómo afectan las emociones al aparato digestivo!
Creo que me va a tocar entrevistarle de nuevo, y maldita la gana; no por no verle, tener a Adrián delante es como agua para el sediento, sino porque lo que conteste le va a comprometer sí o sí y lo mismo mi jefe se decide a detenerle.
Entro en la comisaría. Juan, que parece que me huele, viene a mi encuentro para advertirme de que Adrián está en mi despacho, que las de la limpieza andan arreglando el cuarto de interrogatorios, y aunque parezca mentira, ellas mandan. Voy decidida para dentro, no sin antes rogarle a Juan que me deje unos minutos a solas con él, convenciéndole de que lo único que quiero es cantarle las cuarenta al asesino.
Adrián está solo y se levanta al verme.
—¡Pequeña! ¿Qué pasa? —Resulta obvia su cara de susto y preocupación.
Mis piernas me acercan a él rápidamente con unas ganas locas de consuelo, pero mi sesera me frena, impidiéndome lanzarme a sus brazos.
—Alguien podría vernos… —me excuso.
—Ya, ya, lo sé. Recuerda, tú y yo, de puertas para fuera, no nos llevamos bien. —Me hace un guiño.
Adrián se aleja para sentarse en la silla de mi despacho. Yo me mantengo en pie.
—Por si entra alguien, es mejor que nos vea en actitud profesional —dice al acomodarse.
—Adrián…
—¿Qué? —Advierte mi preocupación.
—Estás jodido.
—Ya. Lo sabía.
—Adrián, prométeme que tú no has sido. —Doy unos pasos hacia él.
—Te lo juro, Ari. Yo no he sido, yo nunca he matado a nadie. Solo decirlo suena a película. —Yo juro que en sus ojos solo leo verdad.
—Ya, yo te creo, pero ahora falta demostrarlo —afirmo.
—Encontraremos la forma. Juntos.
En ocasiones pienso que Adrián es demasiado perfecto para ser verdad, y esta es una de ellas. ¿Me estará liando para que le defienda? ¿Me habrá utilizado?
—Si yo no he sido no puedo ir a la cárcel, eso no puede pasar —continúa.
—¡Uff! No lo tengo yo tan claro —observo.
—¡Venga! ¡Para dar ánimos eres única! —Ríe. Me sorprende que tenga ganas de cachondeo.
—Adrián, cuéntalo todo. Cuenta la verdad.
Me contempla y me parece vislumbrar que quiere que le diga algo más. Efectivamente he sabido entrever sus intenciones, porque continúa: —No tienes por qué contestarme, lo entendería, pero solo quiero saber si los otros ya han hablado. No necesito que me digas ni lo que han dicho, ni si coincide, solo si han confesado…
—Adrián, no puedo. —Revelarle lo que los otros han confesado sería ilegal, además me sentiría una poli corrupta y nunca me lo perdonaría. ¿Me estoy volviendo una desconfiada o este es otro de esos momentos en los que creo que me está usando?
—Vale, vale, perdóname —responde sincero —. No te preocupes, no debería habértelo pedido, es que… Tú, ni caso. Perdóname. No sé ni cómo me he atrevido, ¡qué vergüenza!
Abruptamente, una corriente de aire irrumpe en el despacho.
—¡A la sala de interrogatorios! ¡Ya! —La impetuosidad con la que ha abierto la puerta Juan, casi me hace gritar del susto.
—Acompáñeme, Adrián. Le voy a hacer unas preguntas. ¿Y su abogada? —Le cuestiono mientras camino hacia la puerta.
—No, hoy he venido solo —responde firme.
Me giro asombrada y le sonrío. Me ha hecho caso. En el último momento realizo una tímida afirmación con mi cabeza para responderle a su inadecuada pregunta de antes. Él ejecuta el mismo gesto para hacerme ver que me ha entendido y al pasar por mi lado roza mi mano intencionadamente provocándome un picorcillo morboso… Pero una nueva duda, en un día repleto de ellas, se me ha instalado y me está martilleando la cabeza: ¿Adrián me está manipulando? ¿Realmente le gusto o es todo una estratagema para sonsacarme información y tenerme de su lado? Si es así, le funciona, porque acaba de conseguir que le dijese lo que quería.
Esta vez Enrique accede conmigo y le hace el interrogatorio. Enrique por su edad impone bastante y además tiene una forma peculiar de interrogar. Aparenta ser un poli pasota, fingiendo que le importa poco si el que tiene delante es culpable o no. Con esa actitud logra que los interrogados se relajen y acaben cantando —confesando, por si acaso, lo especifico—.
Adrián responde a todo, sin dudar, tranquilo y… sin mirarme ni una sola vez. ¿Y qué nos cuenta? Resumo los puntos clave, porque coincide, en todo, con lo que nos ha confesado esta mañana Arthur:
—No le creo —me suelta Enrique nada más salir.
—Pues yo sí —le defiendo.
Enrique me mira extrañado.
—¿Le crees? ¿De verdad? Es la primera vez que no estamos de acuerdo.
—Sí… —Cierto es que solemos coincidir en nuestras opiniones.
Ya he puesto en acción a Juan para que busque cámaras y grabaciones de ese día, a ver si es verdad lo que ellos cuentan. Frente a la casa de Rebeca no hay, eso lo sabemos, pero donde Adrián dice que aparcó, sí.
—¿Crees que fue al coche a por una pistola? —interpelo.
—Sí, claro.
—Pero él no tiene permiso de armas.
—¿Y qué? Alguno de sus agentes de seguridad privados, sí.
—¿Y va siempre con la pistola en la guantera? —cuestiono.
—Parece ser que sí.
—No me cuadra, Enrique, para nada me cuadra. Me dices que crees que a un tipo, un desconocido le dice que ha dejado a una mujer embarazada y sin pruebas y en ese mismo instante, va a su casa y la mata… ¡Comisario, por Dios! ¿Cómo me va a cuadrar? —Me he pasado de efusiva.
—¿Y qué propones? ¿Arthur que tiene hecha la vasectomía? ¿Álvaro que no se acostó con ella? Si nos atenemos a su hipótesis del embarazo, el único posible sospechoso es Adrián, y además sabemos que se encontró con ella. Tú sabes que hay muchos tipos de homicidas e intentar pensar como ellos es francamente difícil.
—Sinceramente, no creo que Adrián sea un asesino.
—Pues o me das una razón extremadamente convincente o este pasa la noche en la comisaría.
Momentáneamente me quedo sin argumentos; o me esfuerzo mucho o Adrián cata los calabozos.