CAPÍTULO 20

Me parece escuchar su voz pidiéndome que ordene este caos. No había regresado a la casa de Rebeca desde el homicidio. A pesar de verse más limpia y ordenada, todavía persisten las huellas de nuestro paso por aquí, como las cadenetas y la silueta de la víctima que dibujamos en el suelo del pasillo. Gracias a la investigación voy conociendo cada día más a Rebeca e intuyo que era muy ordenada, si viera su casa así se pondría enferma… En eso no nos asemejamos tanto, yo no soy tan pulcra, aunque en el tema que más nos diferenciamos es en el de la comida; Rebeca era prácticamente vegana y yo me como un jabalí si se me cruza.

—Tienes que esperar a que acabe la investigación, Rebeca. Cuando descubra quién te hizo esto, si hace falta, yo misma colocaré tu casa. Te lo prometo.

Lo digo en alto. A veces me dejo llevar por mi fantasía, crecí con Ghost, y al igual que Patrick Swayze, creo que Rebeca está ayudándome en el caso.

—A ver, guapa, ¿dónde puedo encontrar el nombre de tu ginecólogo?

Por supuesto, nadie contesta. Me adentro en su salón. Rebeca era de pocos adornos. Su decoración podríamos encasillarla en moderna confortable. Sillón gris mullidito, con dos cojines estampados de rayas, mueble atemporal blanco y mesa de comedor rectangular a juego con el principal. Sin plantas y únicamente dos cuadros por encima de la mesa comedor. Lo dos de Dalí, La muchacha en la ventana y otro abstracto que tiene unos relojes doblados y un acantilado al fondo. Me acerco para ver el nombre de la lámina, La persistencia de la memoria. Es increíble que un mismo artista pudiera pintar cosas tan diferentes. Seguro que Rebeca quiso plasmarlo así y por eso eligió estos dos. Hay una pequeña butaca tipo IKEA enfrente. Me da que Rebeca pasaba largas horas allí sentada contemplando esas dos obras. En su librería tiene varios ejemplares de Dalí. Me tomo un tiempo para dar un repaso a la estantería. Hay varios tomos de química y novelas de suspense e históricas. Me he leído gran parte, en gustos literarios sí coincidimos… dime qué lees y te diré quién eres.

Es una casa de dos plantas, la de arriba abuhardillada, en la que solo hay espacio para una habitación de invitados. Generalmente odio adentrarme para indagar en las viviendas de las víctimas, pero no en este caso; en el hogar de Rebeca se respira calma, y me hace sentir cómoda. En cierta forma se parece a mi pequeño estudio. Se diferencian en los metros cuadrados; esta casa debe de tener el doble que la mía, claro que, a su vez, Rebeca duplicaba mi nómina. Mi sueldo lleva más tiempo congelado que el creador de Mickey Mouse.

Entro en el despacho. Aquí también debía pasar largas horas, vamos, digo yo, a una doctora en química me la imagino todo el día entre papeles y no repanchingada en el sillón tragándose Gran hermano. La silla es de esas que tienen pinta engatusadora, en las que te puedes echar una siesta de tres horas sin proponértelo. Encima de la mesa de despacho tenía pocas cosas: un flexo, una bandeja para dejar papeles y un bote con bolis, ¡ah! y el portátil, que está ahora con nosotros.

Me siento en su silla, efectivamente es comodísima, ya las podían comprar así en la comisaría... Rebusco entre sus papeles. Nada, son facturas. Abro los dos cajones, en el segundo encuentro un archivador. Me entretengo en rebuscar ahí: más facturas, escrituras del piso, garantías de electrodomésticos… Cojo una carpeta azul. ¡Bien! Aquí sí que tiene informes médicos. Veo el informe de Saniorg, y otro con una ecografía grapada del Doctor Perea. Detrás hay una petición analítica y una receta de ácido fólico. No es del Doctor Perea, lo firma el Doctor Pollos. Este debe de ser.

Voy a la cocina y encuentro en su pequeño botiquín el ácido fólico. Rebeca se estaba cuidando para su pequeñín. Así me gusta. No como la historia que me contó Adrian de su ex, que se emborrachaba todas las noches estando embarazada.

—¿Tienes algo que enseñarme, Rebeca? Mándame alguna pista…

De pronto, siento cómo el aire a mi espalda se mueve y eso es signo inequívoco de que tengo compañía. Me recorre un escalofrío. Por una parte prefiero que haya alguien, en el sentido literal y estricto de la palabra —«pronombre indefinido que designa vagamente a una o varias personas»—, eso, personas, individuos de la raza humana, aunque sean asesinos, ladrones o cotillas sinvergüenzas. ¿Qué le vamos a hacer? Estoy más acostumbrada a tratar con delincuentes que con espíritus. Se me seca la boca de pensarlo. En décimas de segundo mi mano derecha va hacia mi pistola, y me decido a girar para averiguar qué sucede. Mi adrenalina está al máximo, alertándome.

—¡Ahhhhh! ¡Ostrípolis! ¿Pero qué hace usted aquí? —Y al ver que mi mano sostiene la pistola, grita—. ¡No me dispare! ¡No me dispare! ¡Socorro!

Me relajo soltando el aire que tenía retenido en mis pulmones.

En nuestro asustadizo encuentro se ha llevado la peor parte Nacho, que luce más pálido que Eduardo Manostijeras y le tirita el cuerpo desde las uñas de los pies hasta el flequillo. Sosteniéndole de un brazo le conduzco hacia un taburete. Se deja hacer. Voy al fregadero y le ofrezco un vaso de agua, que bebe de sorbito en sorbito. Lentamente va recuperando el color, y ahora con mejor cara, caigo en que se da un airecillo a Johnny Depp.

Juraría que lleva pijama, pero no lo puedo asegurar, porque como este chico es tan especial… lo mismo viste así. Cuando creo que está más sereno, le recrimino:

—No deberías estar aquí, Nacho. ¿Qué hacías?

—Ya, inspectora, pero… —Los ojos se le inundan y sus suicidas lágrimas saltan al suelo sin reparos. Me acerco a él y le toco un hombro. Siempre hago llorar a este pobre y nunca sé cómo consolarle.

—Tranquilo, Nacho, tranquilo. Debe de ser muy duro.

—Sí, lo es. Es lo más cero que me ha pasado en la vida. Soy un zombi, inspectora. No tengo hambre, ni sed, ni sueño, no consigo dormir. Únicamente me relaja venir aquí, como hacía antes cuando tenía sacudidas de la vida.

—Ah, entiendo… —¿Sacudidas de la vida? ¡Mira que habla raro el tío! Está cabizbajo, le siguen saltando lágrimas y se le han añadido mocos. Cojo papel de cocina y se lo tiendo. Me muevo por la casa como si fuera mía, Rebeca tenía las cosas muy a mano—. ¿Estabas durmiendo?

—Sí, en la room de invitados. No he tocado nada del salón ni de su habitación, se lo prometo. Yo siempre me desenchufaba allí. La echo tanto de menos…

—Ya, me imagino. Pero no te da cosa estar aquí solo. Además, tú fuiste quien la encontraste.

—Eso creía yo, que me iba a dar cosa, pero no. Tengo tantos recuerdos de ella aquí, que han expulsado al asqueroso último. Rebeca y yo hacíamos todo juntos, inspectora. Yo le ayudé a encargar esta choza, a elegir los muebles, a colgar las lámparas. Rebeca siempre me decía que su home era mi home. Y yo lo sentía así.

—¿Dormías muchas veces aquí?

—Sí, bastantes. Me gustaba acompañarla y prepararle el breakfast. Rebeca comía muy light y yo siempre le cocinaba tortitas, rollo tentación. Después salíamos al running y arreglado.

—¿Tú también corres?

—No, yo «rolleo».

—¿Eh?

—Que patino, yo patino. Nos íbamos a un carril bici y nos hacíamos compañía sudando. Mira que le insistí que «rolleara» ella también, que era mejor para las piernas, pero su equilibrio era peor que una resaca.

—Ah… ¿Desde cuándo os conocíais?

—¡La traca! ¡Desde el siglo pasado! Éramos unos criajos poco aceptados por sus pandillas. Yo por sarasa, y ella por cursi y empollona. ¿Ha tragado usted la peli Las ventajas de ser un marginado?

—No.

—Pues me recuerda a nosotros. Rebeca y yo éramos los marginados, pero eso nos unió más. Siempre he contado con ella, era más que una hermana. Y ahora me ha dejado solo. ¿Sabe?, he estado pensando en lo del bebé. Creo que me lo iba a contar esa noche. Me llamó para que fuera a cenar después del curro y sonaba muy feliz.

—Es probable, ya estaba de tres meses, seguro que esperó a contártelo un tiempo prudencial. Mi hermana hizo lo mismo con su primer hijo.

—Me hubiera hecho tan feliz. Ser tito… —Se le vuelven a inundar los ojos.

—Bueno, ya no se puede hacer nada. Lo único, encontrar al culpable para que pague. Tú tienes que seguir con tu vida, y de momento, siento decirte que no puedes quedarte aquí, al menos, hasta que descubramos al asesino. No es seguro, Nacho.

—Ya, vale. Pensé que podía… como va a ser mi casa.

—¿Cómo? —exclamo. No he entendido esto último.

—Pues eso, que va a ser mi casa. Yo soy su heredero.

—¿Y tú cómo sabes eso? —le pregunto directa.

—Pues porque yo le acompañé a redactar la herencia. Yo hice lo mismo. Nos lo aconsejó un amigo del pueblo y el mes pasado lo firmamos —habla con pena, todavía no se le ha pasado el sofoco.

—Ah… —No tenía ni idea. Se me escapan tantas cosas de este caso…

—¡Pero no vaya a pensar que yo la maté por eso! —Levanta la cabeza asustado.

—No, no, tranquilo. —No sé qué decir.

—De verdad, que a mí la casa me importa un pepino amarillo. Yo la quería a ella, esto es una full comparado con mi hermana.

—Entiendo, entiendo. No te preocupes —le digo. De todas formas indagaré cómo está su situación económica. Tanta lágrima me da mala espina… ¿O es probable que me esté volviendo una insensible?

Miro el reloj. Tengo que ir a la comisaría.

—Nacho, he de irme. Y tú —le imploro.

Nacho me jura que no volverá hasta que no se lo permitamos y me despido de él.

Voy reflexionando en el camino a la comisaría. Mira que la gente es rara… pero no por eso han de ser culpables. En esta viña del Señor hay todo tipo de gentes y de reacciones ante el dolor y el duelo, eso lo he aprendido en estos años. No te puedes fiar de lo que, en un primer lugar, te parece un comportamiento extraño, porque ante situaciones impactantes, el ser humano se bloquea y hace cosas rarísimas, y si encima has de hablar con policías, más raras aún. En uno de mis primeros casos tuve que investigar el homicidio de un varón de cuarenta años que estaba en una discoteca con su mujer y sus amigos y en una pelea tonta, le metieron tres navajazos y falleció casi en el acto. La mujer, que lo había presenciado todo, no paró de reírse durante mi interrogatorio y cuando me tenía más que harta y le iba a increpar, se desplomó en mis brazos, desmayada. Cuando despertó, la tuvieron que llevar al hospital por una crisis de ansiedad como nunca había visto.

Ya he aparcado. Suena mi móvil, es mi hermana. Descuelgo.

—Hola Cris, estoy un poco liada.

—¡Hija, qué estrés! Ni saludarme puedes.

—Vale, perdona. ¿Qué tal?

—Aburrida.

—¡Qué envidia!

—Envidia me das tú a mí, guapa. Oye, ¿has preguntado por el local que hay frente al colegio de tus sobrinos? —Cristina quiere implicarme, por eso los llama «mis sobrinos», es toda una manipuladora.

—No, todavía, no.

—¡Ari! —grita—. Me dijiste que ibas a preguntárselo a unos compañeros tuyos.

—Ya, pero dame tiempo. No han pasado ni veinticuatro horas, Cris. Estoy muy ocupada con el caso.

—¡Ves! Por eso quería investigar yo, tú no tienes tiempo. Estás más liada que Alaska y el rarito de su marido.

Acabo de abrir la puerta de la comisaría. Saludo a mis compañeros y me adentro en mi despacho. Rubén teclea en el ordenador. Me mira y le hago gestos de que hablo con mi hermana.

—Bueno, Cris, te tengo que dejar. Ahora mismo llamo a los de narcóticos y les pregunto por el local. Te aviso cuando sepa algo. Chao.

—¡Oye!

—¿Qué? —le imploro.

—¿No se te habrá olvidado que hoy es el cumple de Izan?

Por completo, se me había olvidado por completo. Si busco en las profundidades de mi mente, recuerdo que algo me dijo de celebrar el cumpleaños el miércoles.

—No, tonta —miento.

—¡Se te había olvidado! ¡Mira que eres! Esta tarde a las siete. Viene toda la gresca, incluida Karina. ¡Ah! Y Rubén.

—¿Qué Rubén?

—¡Pues quién va a ser! El poli macizorro.

Miro incrédula a mi compañero. Él sonríe y asiente con la cabeza, debe intuir lo que estamos hablando. Yo estoy alucinada.

—Bueno, luego nos vemos. Un beso. —Cuelgo.

—¿A son de qué, vienes al cumple de mi sobrino? —me dirijo con tono cabreado.

—He sido formalmente invitado. Tenía que aceptar —contesta divertido.

—Pero ¿qué pintas tú allí?

—Pues espero no pintar mucho, se me da fatal —guasea.

—Ja-ja-ja, me parto.

—No sé, tu hermana que quería que te acompañase y de paso vigilara a la novia de tu padre. —No me puedo creer que Cristina haya implicado a Rubén—. ¡Vaya movida! ¿No? Tenemos que llamar a Roberto, el de narcóticos, para que nos cuente si tienen localizado el local ese. Roberto se trasladó a nuestra comisaría hace tiempo y suele colaborar con nosotros cuando en un homicidio se entremezclan asuntos de drogas, al igual que nosotros con él cuando aparecen víctimas. Esto no es asunto fácil, existen otros equipos con los que es más difícil trabajar, pero con ellos es muy sencillo, y eso sucede desde que llegó él, el anterior jefe de narcóticos era un borrego.

—Es un asunto un poco extraño. He mirado si la tal Karina está fichada y no, no tiene antecedentes —prosigue Rubén, que como he sospechado hace un momento parece totalmente comprometido. Cristina sabe cómo convencer a un hombre.