Salí del coche con la promesa de conversar por la tarde. Adrián tenía bastante que aclararme, pero debía ayudar a mi padre y no pude demorarme más tiempo. Siempre supe que este caso era especial, pero porque había conectado con la víctima, no pensaba que iba a llevarme a las mil maravillas con uno de los sospechosos, y menos con «el pijo». Es que reconozco, que, a pesar de que hay millones de sospechas, Adrián ha logrado hacerse un hueco entre ellas y me cae bien.
Suelo ser una persona racional que analiza su comportamiento con asiduidad, y en la última revisión puedo afirmar que mi perspectiva ha dejado de ser del todo neutral desde que me besé con él en el viñedo y sentí ciertas cosas. Creo que le voy a dar la oportunidad de explicarse y como haya la mínima opción de que él sea el culpable, dejaré el caso.
Mi padre estaba atacado de los nervios y cuando entramos y contempló su hogar, cual Primark en rebajas, es decir, todo manga por hombro, me pareció intuir alguna lagrimilla. Me estremeció. Es raro ver a mi padre emocionado. Él y yo somos los duros de la familia, sin embargo mi madre y mi hermana se parecían mucho más; blandas como Mimosín. Recuerdo que hubo una época que echaban a medio día en la tele La casa de la pradera y mi madre y Cris tenían que irse al baño, día sí y día también, a llorar a gusto, porque los insensibles de la familia les hacíamos burla.
Después de una revisión completa a la casa, redactamos el inventario para la peritación. Lo que mi padre echó en falta fueron: dinero, dos relojes, un portátil que le regalamos mi hermana y yo, y alguna joya de mi madre que quedaba por casa. Además del robo material, es desagradable saber que alguien ha trasteado sin permiso en tu hogar y manoseado tus cosas. Mi padre no cesaba de repetir que era un horror.
Mis compañeros de la policía se mostraron muy amables y se ocuparon de tranquilizarle. Por lo visto, cada vez desvalijan más casas de jubilados. Son una presa fácil y suelen poseer joyas, el tesoro que anhelan los cacos. El índice de robos en domicilios de abuelitos asciende por meses, mostrando un amplio repertorio de maquinadas artimañas. Por esta zona hay uno que se hace pasar «por el del gas» y pidiéndoles algún oro para analizar los gases de la caldera, averigua dónde esconden el joyero y en un descuido se lo sisa sin que se den cuenta. Y eso se cataloga como hurto, no como robo, puesto que no han forzado ni hay signos de violencia y el seguro no te abona nada. Dentro de lo que cabe, mi padre ha tenido suerte, no le han hecho daño y el seguro le indemnizará.
Al poco, apareció Karina con cara de susto y lo invadió todo con sus exclamaciones. Se ve que por mis pocas horas de sueño no pude disimular, ya que mi padre me agarró del brazo y me arrastró a la cocina: —Jovencita, cambia esa cara. Karina no se merece que la mires así.
—¡Ah! ¿Y cómo la tengo que mirar? ¿Como a mamá?
—¡No digas tonterías, Ari! Karina no es, ni será tu madre…
—Por descontado….
—Mira, yo solo te pido que la trates con respeto. Me hace sonreír y vuelvo a tener ganas de vivir. Deberías estar feliz por eso.
—Pero, papá, esto no funciona así.
—¿Así, cómo?
—No puedes llegar un día y sin avisar presentarnos a tu novia. Deberías habernos contado algo, vamos digo yo… Que a mí y a Cris nos parece bien que rehagas tu vida, pero ¿un poco más despacio?
—¿Y por qué tengo que hacerlo como a vosotras os gusta?
—Pues porque es lo habitual… Además no la conoces de nada.
—¡Lo dirás tú!
—¡Pues claro que lo digo yo! Y no me hagas hablar que me caliento.
—Habla, venga di…
—Mira, que me dejes en paz. Haz lo que te dé la gana con la mujerzuela esa, pero no pretendas que a mí me guste.
Y esa fue la última frase que le dije a mi padre y la primera que escuchó ella, que se quedó chafada al pillarnos discutiendo en la cocina.
Me marché, acto seguido, sin despedirme, con una mezcla interna de liberación por haberlo soltado, pero también incómoda por el desafortunado comentario. Lo que no es una contradicción y tengo más que claro es que detesto verlos juntos. Ella es la hermana de un mafioso y mi padre pasea con ella tan contento.
¡Menos mal que está abierta! Me adentro en la cafetería. El olor a bollitos calentitos me pilla desprevenida y por un momento mis pies impiden que camine obligándome a respirar profundamente. Mis problemas se desfiguran en lo que duran esas dos inhalaciones… ¡Ay que ver lo que consigue el azúcar! Es que huele de infarto al páncreas. La cafetería no es muy grande, pero lo suficiente como para tener varias mesas a un lado y un incitante mostrador de más de dos metros.
Pregunto en el mostrador por el encargado, sin acercarme mucho —no vaya a ser que las napolitanas de chocolate me asalten—. El dependiente se pierde tras una cortina que debe de dar entrada a un horno propio porque al moverla el comestible aroma se ha multiplicado por diez. Mientras espero elijo qué me voy a comprar, porque si algo tengo claro es que de aquí no salgo con el estómago vacío. Un poquito de hidratos de carbono y grasas saturadas me templarán el cuerpo y así podré enfrentarme a Enrique para abandonar el caso. Aunque antes necesito saber qué es lo que descubrió Rubén, se lo debo a mi compañero.
El aroma vuelve a propagarse y tras la cortina se presenta una dulce mujer de unos treinta años.
—Hola, soy Milagros, la encargada, ¿en qué puedo ayudarle?
Me presento ante ella, mostrándole mi placa. Le explico que soy la compañera de Rubén y le pregunto si habló con él. Ella asiente. Tiene una considerable melena recogida en una trenza. Su tez es pálida y suave, y para ser la encargada de una pastelería parece muy delgada.
—Recuerda qué le preguntó y de qué hablaron.
—Sí, de esa pobre chica que encontraron muerta hace unos días.
—¿La conocía?
—Personalmente no, pero la había visto por aquí, generalmente corriendo por las mañanas. Era muy madrugadora. —Dibuja una sonrisa amarga.
—¿Y qué le dijo a mi compañero? Verá, ha sufrido un accidente de coche, pero antes me dijo que había estado aquí y había averiguado algo.
—Ah, ¡qué horror! —Se lleva una mano a la boca—. ¡Cuánto lo siento! —Parece impactada, incluso se le humedece la mirada. Se nota cuando alguien dice lo que siente, y esta dependienta desborda sinceridad. Posee un rostro indescriptiblemente amable, no he visto a nadie que le pegue tanto su trabajo como a ella, es dulce como sus pasteles.
—Gracias.
—¿Pero está bien?
—Regular, aunque saldrá de esta. ¿Se acuerda de qué hablaron?
—Sí, me enseñó unas fotos de unos hombres y de ella.
—¿Estas? —Me alegro de haber cogido la carpeta.
Se las tiendo. Milagros la abre y echa un vistazo a las cinco fotos.
—Sí, estas.
—¿Reconoce usted a alguno de estos hombres?
—Sí.
—¿A quién? —Tiro las fotos en el mostrador de manera que quedan Álvaro, Arthur, Adrián y Nacho expuestos.
—A todos.
Me parece haber oído mal, por lo que le repito: —¿A todos?
—Sí, ya se lo dije a su compañero; los reconozco a todos, pero de cosas diferentes. Este —señalando a Nacho—, trabaja en una peluquería del barrio y los otros tres desayunaron aquí hace tres semanas.
Creo que se me ha parado el corazón. Sí, se me ha parado. No es posible, debo de haberlo entendido erróneamente.
—¿Desayunaron aquí los tres? ¿Está segura?
—Sí, del todo. Suelo acordarme de las caras. Me hizo gracia el contraste, dos eran muy guapos y el otro resultaba algo… ridículo a su lado.
—¿Pero estaban juntos?
—Sí, desayunaron los tres juntos. Conversaron durante un rato, me pidieron llamar por teléfono y se fueron yendo.
—¿Pudo escuchar algo?
—No, nada. Se sentaron en la mesa más lejana, y además yo a esas horas tengo mucho lío.
—¿Sobre qué hora era?
—Las nueve. No recuerdo quién llegó antes, pero sí que vinieron por separado.
—¿Y cómo se fueron?
—Pues primero este. —Señala a Álvaro—. Después estos dos. —Señala a Arthur y a Adrián.
—¿Juntos? ¿Está segura?
—Sí, creo que sí.
—¿Alguno de ellos parecía excitado, nervioso? ¿Notó algo extraño?
—Sí, este. —Adrián—. Estaba alterado. Me pidió llamar por teléfono y le temblaba la voz. Después al pagarme se le cayeron varias veces las monedas.
—¿Recuerda algo más? ¿Le dijo algo más a mi compañero?
—No, eso es todo.
—Muy bien. Nos ha sido de gran ayuda. Si recuerda algo más, llámenos. Y si va a hacer un viaje o algo avísenos, es muy probable que tenga que testificar.
—Lo haré. Ya me lo dijo su compañero… Espero que se ponga bien.
—Sí y yo. Adiós.
Salgo a la calle con unas ganas de vomitar y de chillar, similares. ¿Qué está pasando aquí? ¿Cómo he sido tan tonta? ¡Los tres se conocen!
Entro en mi coche e intento serenarme, pero me es imposible. No entiendo nada. Me imaginaba de todo menos que ellos tres asesinaran juntos a Rebeca. Y encima Adrián fue el que llamó. Seguro que para quedar con ella. Por eso Rebeca se arregló, porque iba a verle. Nacho nos dijo que fue el que más le había gustado. Adrián es el principal sospechoso, pero y los otros dos ¿qué pintan?
Una punzada de dolor me taladra el cráneo. Estoy agotada, no he dormido bien en dos días, pero todavía me quedan fuerzas para hacer una llamada.
Marco un teléfono. Se acabó.
—Buenos días, comisario. Soy la inspectora Cuéllar….