CAPÍTULO 19

Me dirijo con Rubén para entrevistarnos con el Doctor Perea. Ya he hablado con Saniorg, y la doctora que la trató nos ha confirmado que en una revisión rutinaria detectó que Rebeca tenía problemas de ovarios. Sabe a ciencia cierta que, un mes después, visitó al especialista que ella misma le recomendó. Lo sabe porque es su marido. Cosas de la vida. Ella hace reconocimientos y a toda la que pilla que tiene algo desajustado en sus bajos, le endilga la tarjeta de la consulta privada de su esposo… «La pela es la pela», ha bromeado antes mi compañero.

Cómo se nota que es una clínica privada ¡madre mía! Para empezar, la recepcionista nos ha atendido nada más entrar y no estaba hablando por teléfono, como suele ser habitual, ni poseída en su ordenador, ¡lo juro! La sala de estar tiene una máquina de agua, suena un hilo musical, los sillones son comodísimos y la pintura de las paredes es bonita y no se resquebraja, toda una novedad.

Sale una paciente de la consulta y dos segundos después nos encontramos con el Doctor Perea, en el marco de la puerta, tendiéndonos una mano.

Empiezo a creer que es cosa de mis hormonas, últimamente todo varón que se me cruza me parece atractivo. Pero es que el doctor es bastante majetón, como diría mi madre. Ronda los cuarenta. Algunas canas se enmascaran en su barba de tres días y en su pelo. Ojos verdes con arruguitas que parecen hechas a posta y mandíbula ancha. Mide más de metro ochenta y aparenta estar en forma. El tacto de su mano es suave. Echo un leve vistazo, dedos largos y palma fuerte. Me gustan. Y la bata le otorga un punto sexy… varios puntos.

—¿En qué puedo ayudarles, inspectores? —nos pregunta con una sonrisa complaciente. Se nota que la tiene practicada, no es del todo natural—. Siéntense.

Rubén y yo le obedecemos. Apuesto mi gata a que Rubén está observando todos los detalles del despacho. Yo, sin embargo, siempre atiendo a los gestos que hacen nuestros interrogados. Las caras, las manos, los tics, dicen mucho más que el contenido del mensaje —un ochenta por ciento más, me lo explicaron hace unos días en un curso—. Por eso hacemos buen equipo, Rubén estudia a los sujetos por su entorno y yo por su forma de actuar y de ser. Cuando unimos nuestras teorías logramos muy buenos perfiles.

—Buenos días, Doctor Perea.

—Oh, por favor, llámeme Alfonso.

—Muy bien, Alfonso. Estamos investigando el homicidio de Rebeca Sanz, creemos que fue paciente suya.

Alfonso pone cara de hacer memoria mientras silabea Rebeca Sanz. Me parece un poco teatrillo, me imagino que su mujer ya ha debido de llamarle para contarle lo que hemos hablado con ella y nos ha derivado a él.

—¡Ya me acuerdo! La profesora de universidad, ¿no me digan que ha fallecido?

—Sí, por eso estamos aquí —contesta Rubén.

—Pues no tenía ni idea, ¡qué lástima! Pobre mujer, tan joven… —Uy, uy, uy, ¿está actuando? Ojos como platos, momos excesivos…

—Ha sido un homicidio, Alfonso. Necesitamos que nos cuente por qué acudió a su consulta —interrumpo su tragicomedia y pongo voz de que es fundamental su aportación.

—Ya, entiendo. Quería quedarse embarazada. En el resultado de su reconocimiento médico vieron que tenía poca carga ovárica. Con una analítica y una ecografía lo confirmé. Tampoco es que fuera muy escaso, pero no estaba acorde a su edad.

Rubén me da una pequeña patadita. Sé que está pensando, que vaya negocio tienen montado este matrimonio. Yo también.

—Le puse en tratamiento para estimularle el ovario durante dos meses y después dejé de verla.

—¿Cómo? No entiendo —le digo.

—Ni yo, inspectora. Dejó de venir. Mi recepcionista la llamó en varias ocasiones para concertar más citas, pero no acudió.

—¿En qué consistía el tratamiento?

—Terapia hormonal estimuladora. No mucha. Ella quería quedarse embarazada de manera natural. No quería inseminación. Decía que su novio se negaba.

—¿Su novio? —pregunta Rubén.

—Sí, o su marido, no recuerdo bien.

—¿Le conoció? ¿A su novio? —Esto es muy extraño.

—No, no, nunca vino. No hacía falta. Ella me aseguró que se había hecho un espermograma y todo estaba en sus sitio, por lo tanto, no hacía falta que viniera. Le estimulé el ovario farmacológicamente. Le dije cuándo tenía que tener relaciones sexuales y poco más. No volvió.

—¿No sabe que estaba embarazada? —le cuestiono.

—Pues no, ¡qué lástima! —Gesticula una mueca de fastidio—. Ya le digo que no volvió a mi consulta.

—¿Recuerda algo que le llamara la atención, cualquier cosa, por insustancial que parezca? —pregunto.

—No sé, era una mujer muy inteligente y muy segura. No se anduvo con rodeos. Me expuso lo que quería sin remilgos.

—¿Y no quería inseminación? —le pregunta Rubén.

—No, lo tenía claro. Su novio se negaba.

Rubén y yo nos miramos. ¿Rebeca se inventaría ese novio? ¿O lo tenía?

—¿Algo más?

—No, inspectores. La conocí muy poco. Era muy introvertida.

No hay más que rascar. Me levanto para despedirme del atractivo doctor y Rubén me secunda. Le dejamos una tarjeta para que nos llame si recuerda algo y salimos de la consulta. Pero antes de cerrar, Rubén, se da la vuelta y le pregunta:

—Doctor, hay algo que no nos ha comentado. Rebeca fue paciente de su mujer, ¿lo sabía?

Alfonso vuelve a poner la misma cara de pensar poco natural de antes, hasta que responde:

—Sí, es verdad. Ahora recuerdo que lo hablé con mi mujer… perdón, pensaba que no era importante.

—Déjenos el juzgar lo que es y no importante a nosotros, Doctor.

Asombrada por las malas pulgas de mi compañero, le interrumpo.

—Muchas gracias, por todo, Alfonso. Si recuerda algo, avísenos. Hasta pronto.

Tiro del brazo del descarado de Rubén hasta la calle.

—¿A qué ha venido eso? ¡Qué borde!

—Es que me ha caído fatal. ¡Hasta yo he notado que estaba nervioso!, quería ponerle más incómodo todavía para ver por dónde salía.

—Ya, a mí tampoco me ha gustado un pelo, pero creo que estaba así por el trajín que se trae con su mujer. Me da a mí que Rebeca no sufría un gran problema ovárico. Es una consulta nueva y necesitan clientes, pero poco más.

—Ya, en su estantería he visto más libros de marketing que de medicina.

—Bueno, pero no tiene que ser mal médico, Rebeca se quedó embarazada al segundo mes de tratamiento. Muchas firmarían… ¿Y lo del novio? ¿Qué te parece?

—Que ella se lo inventó —responde seguro Rubén.

—Ya, y a mí. ¿Ves?, te lo dije. Concertó la citas para conseguir un padre para su hijo.

—¡Qué fina, Ari! Quedó con ellos para tirárselos y de paso, quedarse embarazada, ¡hay que ser calculadora! No me voy a fiar de ninguna tipa nunca más.

—Eso es lo que tienes que hacer, sentar la cabeza —bromeo.

—Estoy en ello, no te creas.

Ahora toca buscar quién es el otro ginecólogo. Decido que de nuevo me pasaré por la casa de Rebeca para ver si encuentro alguna pista. Caminamos hacia la comisaría dilucidando si el futuro padre de la criatura, que estaba por nacer, lo sabría y por eso la mató. Los dos estamos prácticamente convencidos de que sí, lo que desconocemos es cómo se enteraron si, en principio, no hubo más citas. Bajamos la voz porque una pareja de ancianos se nos ha quedado mirando de forma extraña al cruzarse con nosotros y oírnos. Normal, nuestras conversaciones suelen repeler a los que no pertenecen al cuerpo.

Este paseo nos sirve para definitivamente plantear nuestra primera hipótesis, y en ella apuntamos directo a Adrian o a Arthur. ¿Quién de los dos cogió un arma, entró en su casa y disparó dos veces a esta mujer dejándola morir desangrada en el suelo?

Te voy a pillar y pagarás con todo el peso de la ley.