CAPÍTULO 32

Son las siete de la mañana, nos van a permitir el acceso a su hermana y a mí. Después de la nochecita en la sala de espera creo que nos lo merecemos. A las seis, un médico salió a decirnos que Rubén se hallaba estable y que le iban a empezar a bajar la sedación. No entiendo por qué no dejan que haya alguien contigo cuando estás tan malo, alguien familiar que te sostenga la mano. Es como si los médicos se apropiaran de tu vida, de tu lista de contactos; gente que no te conoce de nada, y sin embargo se toma la potestad de decir quién puede visitarte y cuánto tiempo. Yo creo que si yo estuviese muy enferma preferiría tener a mi lado a alguien cercano para no tener la sensación de que eres un cacho carne al que hay que curar. Se me está yendo la cabeza, eso de no dormir…

Nos vestimos con batas verdes, calzas, gorros y guantes. Vera y yo nos reímos comentando que parecemos duendecillos. Hemos superado gran parte de la noche hablando. En muchos momentos me ha recordado a él, tiene su energía, su amabilidad y es igual de charlatana. Es muy guapa, morena con pelo largo y rasgos cordobeses. Rubén se asemeja a ella, por algo ostenta el título de morenazo.

Nos adentramos en el amanecer de una UVI siguiendo a una auxiliar. Se oyen algunas alarmas, pero el ambiente es tranquilísimo, y eso que hay varias enfermeras a pie de cama con enfermos; pero trabajan en silencio.

Vislumbro a Rubén, o me he acostumbrado o juraría que tiene menos tubos que ayer.

—¡Mira, ya no está intubado! —exclama su hermana. Se ve que ella sabe más que yo de estas cosas.

—Sí, ya respira él solito —nos afirma la enfermera que le está atendiendo—. Es un chico muy valiente y se va a poner fuerte pronto.

La miro confundida, a pesar de que el mensaje es positivo, me joroba que le trate como si fuese un niño.

—¿Está despierto? —le pregunta Vera.

—No, de momento, no. Estimuladle, quizás con vuestras voces lo logréis.

Su hermana se acerca a su cabeza vendada y le habla con serenidad y una complicada entereza a su oído. Yo me pongo al otro lado y le doy una mano. Está calentito. Le observo, su respiración parece regular y su rostro, con algún que otro moratón, aparenta calma.

La enfermera requiere a Vera un momento para un asunto relacionado con la ropa, y yo me quedo a solas con mi compañero. Debería decirle algo, pero no sé el qué, además me da un poco de vergüenza que me oigan, lo reconozco.

—Rubén, soy Ari… ¿me oyes? —Me ha salido una voz rara, como de mala actriz. Atisbo a mi alrededor, cada uno está a lo suyo y no parecen atenderme.

—¡Venga, no te hagas el dormido que tenemos mucho curro! —Pruebo con una bromita. Me sale mejor. La verdad que entran ganas de poner voz amable y tierna.

—¡Rubén! ¡Qué cabreo tengo contigo! ¡Deja ya de hacerte el dormido! —Me acerco a su oído y en tono guasón prosigo—: Mira que escaquearte cuando estábamos a punto de resolver el caso… Que sepas que voy a pedir cambio de compañero.

La mano que le sostengo modifica su estado inerte y me estruja con fuerza. Me quedo pasmada.

—Rubén, ¿me oyes? Aprieta mi mano… ¿sabes quién soy?

De nuevo siento sus dedos firmes sobre los míos. Quiero ponerme a saltar allí mismo y abrazarle con todas mis fuerzas. Me está oyendo, sé que me está oyendo.

—Tienes que ser fuerte. Estamos aquí contigo. ¿Puedes hablar? Dime algo, Rubén, por favor. Soy Ari…

Me vuelve a apretar la mano y advierto cómo intenta abrir los ojos, pero le es imposible. Me acerco a su cara y le doy un suave beso en la mejilla. Su boca se abre y exhala en voz más que baja y carrasposa:

—Ari, ¿dónde estoy?

Aviso a la enfermera y a Vera, y ellas dos se encargan de explicarle dónde se encuentra y lo que le ha pasado. A pesar de que no puede abrir los ojos, y de que su voz es prácticamente inapreciable, Rubén parece comprenderlo todo.

Después de darle otro beso de despedida, salgo para contarles a sus padres las buenas noticias. Estimo que deben ser ellos, y no yo, los que vivan estos momentos. Les ayudo a ponerse el uniforme y entran en un santiamén.

Me quedo sola en la sala de espera. Respiro relajada. Tengo la sensación de que el sol hubiese entrado en mi organismo y me colmase de felicidad. Se me humedecen los ojos, al menos, esta vez, la medicina ha funcionado y no se ha llevado a alguien importante para mí. La humedad se transforma en chubasco y varias lágrimas rabiosas saltan de mis ojos. Mi madre se merecía otra oportunidad.

Voy al baño a lavarme la cara. Poco a poco me sereno y me centro. Envío varios mensajes a compañeros de la comisaría, y uno, también, a Adrián. Me ha estado mandando Whatsapp de apoyo durante la noche y se merece, por lo majo que ha sido, una respuesta. Ya me encuentro con fuerzas para regresar a casa, así que recojo mis cosas y me marcho. Ahora que sé que mi compañero va a sobrevivir puedo continuar con mi vida. Si le llega a pasar algo…

Para variar, no encuentro las malditas llaves del portal. Deberían fabricar bolsos con compartimentos luminosos. Y tengo bastante prisa, he de ducharme, aunque creo que ni con agua recién descongelada lograría despabilarme. Es curioso, en la sala de espera los nervios me mantenían despierta, pero ha sido ver a Rubén bien, y mi sueño se ha multiplicado por diez. En fin, desayunaré un café doble para emergencias y después retomaré el caso. ¡Ah! Y evitaré entrar en mi habitación, porque como vea la cama, es posible que sea incapaz de resistirme a su llamada.

—Hola Ari…

—¡Ahhh! —grito en la puerta de mi portal. Alguien se me ha acercado por la espalda justo cuando estaba a punto de abrir la puerta.

—Tranquila, tranquila, soy yo.

¡Adrián! ¡Es Adrián! Me fallan las piernas. Me he llevado un susto descomunal. Giro para mirarle y preguntarle qué narices hace a las ocho de la mañana en mi puerta.

—Perdona, no quería asustarte, pero cuando me he despertado he visto tu mensaje y me he pasado a ver si estabas. ¿Qué tal Rubén?

No sé si creerme tanta preocupación. La verdad es que parece sincero. Sus ojos azules me atienden pacientes y un poco avergonzados, juraría que soy capaz de ver a través de ellos. Adrián está esperando una respuesta.

—Mejor, mucho mejor. Se acaba de despertar. —Le sonrío.

Adrián, sin premisas, me abraza fuerte. Percibo su olor, siempre huele a lo mismo y fenomenal, por cierto.

—¡Cuánto me alegro! No pienses que soy un loco —me dice mientras continúa estrechándome—, pero estaba muy preocupado. Rubén me cayó muy bien y te escuché tan triste anoche. Te juro que no suelo asaltar a nadie en los portales, no sé qué me pasa contigo.

Me rindo a su abrazo. Más que nada porque lo necesitaba. He vivido uno de los peores momentos de mi vida y aunque me hago la fuerte, me gusta que alguien se preocupe por mí… y juro por mi gata que este hombre parece que dice la verdad.

He quedado en la cafetería de la esquina para, por fin, poder hablar. Los dos hemos coincidido en que sería mejor que no subiese a casa. Menos mal que Queca no lo sabe y descansa enrollada en su mantita, porque nunca me perdonaría el tener tan lejos a Adrián y a la vez tan cerca. Ya me he duchado y terminado de vestirme. Suena mi móvil, voy corriendo hacia el perchero de la entrada, creo que lo dejé en mi bolso. Llego a tiempo. Es mi hermana:

—Hola, Cris. ¡Qué madrugadora! ¿Qué tal?

—Ari, eh… yo bien, bueno, regular, bueno bastante mal, pero no te llamo por eso, ¡que me lío yo sola!

—Dime.

—No te asustes, hermanita, seguro que no es nada —pues ya me va a dar un chumbo—, pero la vecina de papá, Alfonsa, me ha llamado para contarme que ha oído muchos golpes en casa de papá.

—¿Eh? ¿Golpes? —pregunto atónita—. ¿Y has llamado a casa?

—Pues claro, y a su móvil, pero no lo coge nadie.

—¿No? ¿Hace cuánto te ha llamado? —Me comienza a subir un picorcillo estresante por la nuca.

—Pues veinte minutos, o menos.

—Vale, voy para allá —resuelvo con firmeza.

—Y yo. Ahora mismo le digo a Iván que me lleve a casa a mí también.

—No, tú espera a que yo te llame. No tardo ni diez minutos.

—Vale, pero como en quince no me hayas llamado, salgo.

—Venga, te dejo.

Cojo el bolso y bajo corriendo las escaleras. ¡Recórcholis! ¡Adrián! Me está aguardando en el bar. Como me pilla de paso, no le llamo y entro en la cafetería en menos de un minuto. Él sonríe al verme, pero en seguida capta que me sucede algo y se levanta raudo.

—¿Está peor? —pregunta mientras se acerca.

—¿Quién?... ¡Ah, Rubén! No, no. Pero me tengo que marchar.

—¿Qué pasa ahora?

—Tengo que ir un momento a casa de mi padre. Los vecinos se han quejado porque han oído ruidos y no coge el teléfono. Me acaba de llamar mi hermana. Estoy un poco preocupada.

—Normal.

—¿Quedamos luego? —le pregunto.

—Ni de broma —dice. Abre su cartera, deja cinco euros en la mesa y cogiéndome la mano continúa—: voy contigo.

—¡No hace falta! —exclamo.

—Deja de hacerte la valiente. ¡Vamos!

No tengo tiempo para discutir, así que acepto. Esto cada vez es más complicado. Salimos corriendo, de la mano —sí, agarraditos como dos tórtolos— hacia casa de mi padre.