Tengo ante mí: metro ochenta, piernas firmes cubiertas por unas medias más caras que cualquiera de mis abrigos, cadera perfecta entubada en una falda milimétricamente ajustada, cintura avisposa, vientre plano que se deja entrever desde una blusa de seda blanca, al igual que unos pechos turgentes… De cara, ¡va! normalilla, bien maquillada, pero sin pintar no vale mucho, a pesar de sus enormes ojos color miel, pestañas de dudoso origen y piel más lisa que la de un bebé de meses, por no mencionar la melena castaña brillante, anudada en una coleta impecable.
—Buenas tardes, inspectora Cuéllar, soy la abogada de Adrián Cervigón, Gabriela Ruiz.
Me tiende su mano sonriente, pero a la vez con ese halo de seguridad que te da estar muy buena, y calzar Jimmi Choos.
—Encantada, abogada, no hacía falta que viniera, no es más que un interrogatorio.
Gabriela me hace un repaso, del que salgo suspensa seguro. Pelo recogido con un bolígrafo, nada de maquillaje, vaqueros, zapatillas y rastros de babas de Simón en mi vulgar camiseta del Zara. Aunque qué quieres que te diga, si yo tuviera que ir vestida así, sudaría sangre, y no solo por los tacones, que también, sino porque el estilo femme fatale no es nada cómodo y no va conmigo. Yo me dejo llevar por la corriente: «lo primero que pillo en el armario» y da la casualidad de que en mi armario solo hay vaqueros y camisetas… ¡y a mucha honra! ¿Y yo por qué me estoy justificando? Será la costumbre, todos a mi alrededor se meten con mi look.
—Bueno, la familia de mi cliente ha insistido en que era mejor que acompañara a Adri… Perdón, Adrián.
¿Adri? ¿Le ha llamado Adri la pija esta? ¡Dios mío, qué mala leche me está entrando!
«¿Ehh? ¿Por qué, cariño? ¿Estás celosa, hija?». ¡Celosa yo, mamá! ¡Para nada!
—Aridane, dice Enrique que empieces el interrogatorio —nos interrumpe Juan, que me hace gestos, tipo primate salido, refiriéndose a la letrada.
—Ok. ¿Entonces, entras conmigo? —le pregunto a Miss Majadahonda.
—Sí, por supuesto.
—Pues vamos. —Gabriela se me adelanta para abrir la puerta y me deja impactada por su aroma a flores, suaves y de fijo que tremendamente exquisitas, apta para pocos bolsillos.
Adrián nos aguardaba en pie, dándonos la espalda, pero al oír la puerta se gira. Me encuentro con él…
¡No! ¡Que he dicho que no! ¡No me gusta! ¡Es malo!, ¡muy malo! «¡Y un mentiroso, Aridane! No te fíes de él», gracias mamá, tienes razón… Joer, pero qué guapo es el tío…
«¡Aridane! ¡Vale, ya!».
Recta como una vela, me hago hueco y le tiendo una mano.
—Adrián.
Él me atiende y con pequeñas negaciones de su cabeza, que denotan incredulidad, me saluda sin acercarse.
—Aridane... perdón, inspectora —con sorna y resquemor a la par.
Guardo mi ignorada mano en el bolsillo del vaquero y les indico que se sienten.
Aunque acepto que por dentro estoy más que nerviosa, no pienso permitir que se me note —no voy a hacerme pis—, y confiando en mi experiencia profesional, comienzo el interrogatorio lo más firme posible.
—¿Conocías a Rebeca Sanz? —le preguntó en pie. No me apetece sentarme.
—Sí… del mismo sitio que a ti —responde hiriéndome con su mirada.
—¿Sabías que la han asesinado? —prosigo, ignorándole.
Adrián cuchichea al oído de Gabriela. Esta le coge una mano y cuando Adrián termina, dice: —Mi cliente no tiene por qué contestar, no es relevante si era conocedor o no del supuesto asesinato.
Me quedo a cuadros, rombos y circulitos, y me sale solo.
—¿Cómo que tu cliente no puede contestar? ¿Es mudo?
Le reprocho directamente a él.
—Mi cliente no es mudo, inspectora.
—Como tú bien sabes… —interrumpe Adrián para lanzarme tal pulla.
Gabriela le aprieta la mano y se acerca para susurrarle al oído que se calle. Me están estomagando los cuchicheos, así que decido obviarlos y continúo: —¿Cuántas veces quedaste con la victima?
—Una —responde.
—¿Qué te parecía Rebeca?
Adrián cuchichea algo a la aprieta manos y ella asiente. Oigo la voz del sospechoso: —Una mujer simpática, interesante e inteligente… ¡Ah! Y sincera, muy sincera.
Vale, me la apunto.
—¿Tuviste relaciones sexuales con ella?
Gabriela da un saltito escandalizada por la pregunta y corre a cuchichearle al oído. Esta vez, él no la deja terminar.
—Sí, el día que la conocí me acosté con ella. ¿Algo más? ¿Desea saber la inspectora qué tal funcionaba en la cama? ¿Si dormí con ella? ¿Si nos lo montamos durante toda la noche?
Gabriela, que le mira con los ojos más abiertos que un emoticono, le lleva la mano a la boca para que se calle.
—Si quieres contármelo, soy toda oídos…
—A buenas horas —murmura.
—¿Qué has dicho? ¿No te he oído?
—Nada, mi cliente no ha dicho nada. ¿Seguimos?
Tomo aire, miro al espejo para centrarme un poco y continúo.
—¿Sabías que estaba embarazada?
—No es relevante, mi cliente no tiene por qué contestar —se le adelanta Gabriela.
Arrastro la silla para sentarme frente a él. Paso de ella y le vuelvo a preguntar.
—¿Adrián, sabías que Rebeca estaba embarazada?
Adrián me mira, pero no contesta y vuelve a interrumpirnos con la misma monserga la abogada.
—Adrián, ¿crees que puedes ser el padre? —avanzo.
—Lo que mi cliente crea o no, no es relevante.
—¡Ahjjj! ¡Te quieres callar! ¡No estamos en un maldito juicio! —exploto.
—Inspectora, compórtese o me veré obligada a cancelar este interrogatorio —me recrimina la letrada.
—¿Qué interrogatorio?¡Si solo hablas tú! —le reprocho en un tono un poquito agresivo.
Adrián emite un suspiro divertido y a mí me entran ganas de saltarme la mesa para darle un sopapo.
—¿Vas a contestar a algo? ¿O solo le voy a escuchar a ella?
—A lo que sea pertinente, mi cliente responderá…
—A lo que sea pertinente —me dice el muy arrogante clavándome su sorna.
—¿Qué hiciste la mañana del 25 de agosto, sobre las 11 de la mañana?
—Creo que estar en el viñedo.
—¿Alguien lo puede confirmar?
—Me imagino que sí, mis empleados.
—¿Desayunaste en esta cafetería esa mañana? —Le muestro la foto. Adrián la contempla.
—Puede ser, me suena. Me gusta desayunar fuera.
—¿Tienes armas?
—No —responde al instante.
—¿Disparaste a Rebeca Sanz esa mañana?
—No, yo no maté a Rebeca.
—¿Sabes quién lo hizo?
—No, ni idea.
—¿Conoces a estos hombres? —Le muestro las fotos.
Adrián no las mira, por el contrario le hace una mueca a Gabriela, y ella cual autómata reproduce el sermón que me está taladrando la cabeza «mi cliente no tiene por qué contestar».
—Adrián, es importante, alguien dice haberte visto con estos dos, en la cafetería, la misma mañana que mataron a Rebeca. Es fundamental que me digas si los conoces o no. —Intento sonar cercana y comprensiva, como la Aridane de estos días. Adrián me mira unos segundos, juraría que se plantea si contestarme o no, pero su abogada sale al quite y él baja la cabeza.
Aunque esta pregunta no estaba planeada, debido a las circunstancias, la improviso: —¿Quieres decirme algo? ¿Sientes la necesidad de contarme lo que sea? Adrián eres uno de los principales sospechosos del asesinato de Rebeca Sanz, este es el momento de hablar.
Adrián se levanta de la silla. Gabriela le secunda.
—Tarde, Aridane, llegas tarde.
—¿A qué te refieres? —le reprocho a su espalda, que va camino de la puerta. Él se vuelve, con gesto cabreado: —Ya lo sabes. No te hagas la tonta.
—¿Dónde vais? El interrogatorio no ha terminado.
—Sí, sí ha terminado, inspectora. Buenas tardes —intercede Gabriela y los dos salen por la puerta.
Nos quedamos, mi nudo en el estómago y yo, a solas en el cuarto de interrogatorios. Adrián no ha contestado a nada. Como me esperaba, Enrique entra como una exhalación: —¡¿A qué ha venido todo eso, Aridane?!
¡Ufff! Lo que me faltaba, ahora a torear a mi jefe.
—¡Jo, chaval! ¡Agüita con la abogada! ¡Me la pido para reyes!
Y al insulso de Juan…