CAPÍTULO 14

Espero sentada en un banco de la estación. Para relajarme le canto canciones al pequeño y se parte de la risa, no hay nada como las carcajadas de Simón para desestresar; mi hermana debería patentarlo y mostrárselo a todos los periodistas del corazón que salen en la tele y discuten a voz en grito como si los telespectadores no tuvieran la opción de subir el volumen.

Ignoro qué le voy a decir a Adrián cuando me vea con el carrito —y el niño dentro—. Durante el camino he llamado a mi hermana sin parar y no he obtenido respuesta. Mis tasas de preocupación aumentan por segundos. Me ha dado tiempo para pensar; no voy a poder ir al viñedo sin saber qué le ha ocurrido a Cris.

Simón me tira de una mano para que le vuelva a cantar la canción.

«Araña, arañita, sube la escalera. Araña arañita sube la escalera. Pum y se cayó. Pum y se cayó…».

—¡Vino un sapo grande y se la comió! —Me doy la vuelta. Parece la voz de Adrián. Efectivamente, es él. ¡Dios mío, qué guapo! ¡Vaya sonrisa! No me da tiempo a incorporarme, él se agacha hacia el carrito y le toca la cabecita al pequeño. Me quedo clavada, solo sale de mí un azorado suspiro. Adrián se gira para verme y sonríe con mirada inquieta. Después vuelve a prestarle toda la atención al bebé.

—¿Quién es este niño tan simpático? —pregunta mientras juguetea con mi sobrino.

—Lo siento, Adrián, de verdad. —Estoy avergonzada y se me nota. Adrián se sienta a mi lado, entre el carrito de Simón y yo, y clava su gesto interrogante en mí, escudriñando en mis ojos. No dice nada, pero tiene una mueca simpática, como la del otro día. Por fin rompe el silencio.

—¿Es tu hijo?

—No, no...

—¿Sí que te arranca el coche, verdad? —me cuestiona.

—Sí, es que no sabía qué decirte.

—Ya, notaba que te pasaba algo. La próxima vez no me mientas, Aridane. No soporto que me mientan. —Su voz es igual de amable que drástica. Me alucina la gente que te manda a la mierda con el mismo tono que te pide la hora.

—Perdona. No suelo mentir, lo habrás notado… pero estaba atacada.

A Simón se le cae el chupete y mi sospechoso juega a colocárselo y quitárselo poniéndole caritas. Toda una escena de película ¡y en 3D!, para mí solita. Adrián es más guapo que como lo recordaba. Hoy también viste de sport, con vaqueros, y con una camisa blanca remangada. Lleva las gafas de sol en la cabeza. Mi fantástico sobrino se troncha con él y al final le regala uno de sus archifamosos beso-abrazos espontáneos, que son el delirio de toda la familia.

Adrián vuelve a mí, sonriente y cubierto de las babas de Simón.

—¿Quién es mi nuevo mejor amigo?

—Simón, mi sobrino. ¿A que es guapo?

—Pues sí, y cariñoso. No te lo pregunté el otro día… ¿Tienes hijos?

—No —le respondo—. ¿Y tú? Se te dan muy bien.

—Tampoco. Pero me gustan mucho. ¿Y dónde están los padres?

—Pues eso querría saber yo. Mi cuñado en Barcelona, y mi hermana no lo sé. Ha venido a casa esta mañana, pero le han llamado del colegio por no sé que de mi sobrino Izan y se ha marchado pitando. Tiene tres hijos más y no da abasto. Me ha dicho que vendría y ahora no consigo que me coja el teléfono. La verdad es que estoy un poco preocupada.

—Normal…

—No voy a poder ir al viñedo —le digo con lástima.

—Lo entiendo.

¡Vaya fastidio! Adrián saldrá pitando y la única manera de volver a oírle, va a ser, tras citación, en la comisaría. Todo mi plan al traste por… ¿Dónde leches se habrá metido Cristina?

—¿Y qué hacemos? —me pregunta.

—¿Qué hacemos? ¿No vas a huir? —responde mi subconsciente.

—Eres la tipa más extraña que me he cruzado nunca. No me puedo imaginar las que habrás pasado hasta venir, dándole mil vueltas. Ni cómo has podido llegar con las zapatillas de andar por casa… —¡Oh no! No me he calzado, ¡qué vergüenza! Adrián se ríe al ver la cara de susto que he puesto, y yo… también. Como en la primera cita, nos asalta una risa contagiosa, que arrastra lágrimas divertidas. La gente nos mira al pasar. Simón al verse ignorado reclama nuestra atención, pero no nos es fácil parar.

Puedo respirar tranquila, gracias a mi vergonzoso despiste, ha vuelto el clima del primer día. Nuestras risas se ven interrumpidas por mi teléfono. Miro rápidamente, es mi hermana. Me levanto del banco para alejarme del sagaz Adrián: —¿Pero Cris, dónde estás?

—¡Ayss, Ari, perdona! Se me ha ido el santo al cielo. Perdona.

Adrián me contempla preocupado. Le hago un gesto tranquilizador.

—Cris, había quedado, te lo dije.

—¡Jo, es verdad! Perdona… Pero es que no sabes lo que me ha pasado.

—Muy fuerte tiene que ser para que no me hayas cogido el teléfono. Estoy muy enfadada, que lo sepas.

Adrián me sonríe mientras juega con Simón. Les doy la espalda.

—¿Dónde estás, Ari?

—¿Cómo que dónde estoy? En la calle. Había quedado, ¿no te acuerdas?

—¿Estás con él? —susurra.

—Sí, claro.

—¿Te has llevado a Simón a una cita con un sospechoso?

—¿Y qué querías que hiciera si la madre se ha olvidado de su hijo?

—No me he olvidado de mi hijo, es que… bueno ya te contaré. Ahora no puedo hablar.

—¿Cómo que no puedes hablar? ¿Pero dónde estás, alma cántaro?

—Luego hablamos.

—¡Cris! No me cuelgues. ¿Qué hago con el crío?

—Pásalo bien, Ari. Luego te llamo. Chao.

Estoy que me va a dar un perrengue de la mala leche. Adrián se acerca a mí, portando al niño en un brazo y en el otro el carrito.

—¿Qué? ¿Nos llevamos al crío a ver las viñas de mi familia?

—Pues mira, sí.

—¡Bien! ¡Chupi! Ya verás qué bien lo vamos a pasar, amiguito —le dice a mi sobrino—. Pero antes, vamos a comprar unas zapatillas a tu tía, que es una cabeza loca.

Por el salto que ha dado al hablar Adrián, Simón emite una carcajada de esas que son insuperables y que te obligan a repetir lo que la ha provocado, para de nuevo escucharla. Adrián da brincos y vueltas y el bebé se lo agradece partiéndose de risa. Se me cae la baba, se me cae del todo... ¡Cuidado! Aclaro que únicamente se me cae por mi sobrino, no quiero yo líos.