«¡Socorro!... Nadie me ha oído, lo sé, no he gritado como pretendía, no puedo. He querido chillar con todas mis fuerzas, pero siento que mis palabras han sonado como el balbuceo de un recién nacido, no como mi último y desesperado aullido de auxilio.
No lo intento más, nadie me va a escuchar y no quiero que él me vuelva a disparar. Sí, si me callo no insistirá en apretar el gatillo; cualquier cosa antes que sentir ese dolor tan profundo. Jamás pensé que alguien me dispararía. Yo no lo merezco; soy una persona normal y corriente. ¡Buah, qué absurda deducción! ¡El que no es normal es el que dispara! El que coge un arma y la usa contra ti, sin vacilación alguna, sin rastro de aflicción en su cara de muñeco de nieve.
Me voy a morir. Me quedan minutos. Eso se sabe. Huyo del salón arrastrándome; no por cobardía, me arrastro por no regalarle el placer de ver mi agonía. Me ha disparado dos veces, en dos lugares distintos, pero todo mi cuerpo se queja. El fuego que he sentido con los disparos se ha instalado en cada una de mis células y arde como un incendio descontrolado, y lo peor, sin posibilidad de extinción alguna.
Me estoy muriendo. No me lo puedo creer.
Me parece que mi consciencia se pierde en milisegundos, involuntariamente, y de igual forma despierta. He recordado a mi madre y a mi padre entrando en el zoo y a mí misma, colgada de ambos brazos, dando saltitos de alegría. En otra ida he rememorado una escena con mi padre construyendo un castillo de arena en la playa. Me resulta curioso, las había olvidado por completo… ¿Estaré ya en el túnel ese del que todo el mundo habla? ¿Veré a mis padres? ¡Por favor, que exista algo! No quiero que todo acabe aquí. Soy muy joven, tengo treinta años.
Otra vez me he perdido y he viajado al recóndito recuerdo de su entierro…, el de mis progenitores.
¡Ahhh!
Algo se ha soltado en mi interior, algo se ha descolgado de su sitio. Es un dolor inaguantable. Me rindo y ceso mi arrastre en la puerta del dormitorio. Mi aparato locomotor se ha paralizado, dándome aviso de que ya nunca podrá levantarse… Jamás volveré a andar, ni a correr por el parque, ¡oh, no!, no intervendré en el congreso de química que llevaba tanto preparando...
¿De verdad, no es un sueño? Unas espontáneas lágrimas brotan y empapan mi cara, respondiendo así a mi quimera. Esto no es un sueño, es jodidamente real.
Ya no oigo nada. ¿Se habrá ido o me habré quedado sorda? Percibo humedad cerca de mi mano derecha. Con un esfuerzo sobrehumano alzo mi cabeza diez grados, ¡no, no! Es un charco de mi sangre que crece y se extiende templando el frío suelo.
Esto no debería estar pasando. ¿Por qué? ¿Por qué me matas?
Cada vez mi consciencia desaparece más. De mis párpados cuelga una tonelada de impotencia, tornando al ejercicio humano más leve en casi imposible. Creo que hasta mis pestañas me pesan, que empujan a la piel para unirse para siempre con sus vecinas del párpado inferior. Pero yo me resisto a cerrar los ojos.
Se acerca el momento y sin embargo me ahogo en un mar de pensamientos; mi obstinada mente se niega a descansar. Con la efímera intención de dejarles una pista a los policías; en una de esas ideas fugaces, me he visualizado escribiendo el nombre del asesino en mi propio charco de sangre. Me parece buena idea, voy a intentar escribirlo.
¿Lo detendrán o me archivarán en una carpeta del olvido? ¡No! ¡No!, eso me arde más que los disparos. ¡Tiene que pagar! Necesito a un buen policía, no va a ser fácil pillarlo. Me acaba de matar a sangre fría. Me llamo Rebeca Sanz, soy Rebeca.
¡Ojalá pudiera vengarme! Le deseo todo lo peor del mundo. ¡Por favor, que lo detengan pronto! ¡Que no viva ni un minuto feliz!
¡Ahhhhhh!».
No puede respirar. Se queda sin fuerzas. Sus párpados vencen y se cierran para jamás abrirse.
Un espasmo de paz le recorre el cuerpo por dentro.
Se acabó.