¡Cuando es que no, es que no! No hay manera de dormir, estoy agotada, y atontada por las pastillas, pero mis resquemores se anteponen y no me dejan conciliar el sueño. Se me va a escapar el caso como siga comportándome como una total idiota. De primeras, he decidido que no voy a volver a ver a Adrián a solas, por mucho que a mi insensata libido le pese. No entiendo cómo he estado a un «plis» de liarme seriamente con él. He caído como una boba, pero para mi defensa, hay que aceptar que el galán es todo un experto, y yo todo lo contrario, se me puede comparar con una sardinilla frágil y a él con el delfín más hambriento de los mares sudafricanos. Los hombres con los que he mantenido una relación caben en una mano —y no me enorgullece decir que me sobran dedos—. Pero él, cual inteligente, audaz y bello delfín, se llevará cada día a un pez a su cama; gracias a su presencia, frases y demás artimañas seductoras. El dicho popular «se mueve como pez en el agua» a este delfín se le queda corto, porque él es el rey de los mares, nadie sortea las corrientes con tanta destreza, es el más hábil rastreador encontrando bancos de inocentes —y no tan inocentes— peces féminas y las deja tiritando a las horas.
Yo siempre he creído que estoy abocada a la soltería, y nunca me había importado mucho, pero después de averiguar que yo también poseo impulsos irrefrenables, me da algo de pena. En mis otras relaciones, no es que haya sentido mucha pasión, nada parecido a lo que he vivido esta noche en el sillón con Adrián, y ni sombra de los insectos esos metamorfóseos de los que todo el mundo hablaba el día de su boda. Yo a las mariposas las veo en las películas, nada más.
«Piiiiiiii».
¡Ahhh! ¿Suena el timbre del porterillo? No me lo puedo creer, pero si deben de ser las tantas de la madrugada…
«Piiiiiii piiiiiiii».
¡Otra vez! Miro la hora. ¡Las tres! Como sea Adrián, no le abro. Me levanto asustada y torpe.
—¿Sí?
—Aridane, abre, soy Cris.
—¿Cris?
—¡Que sí, abreee!
Lo de hoy me va a quitar años potenciales de vida. No gano para sustos, ¿qué hace Cris viniendo al alba a mi casa? Mientras espero en la puerta a que suba, Queca sale de su mantita de la cocina para acercarse y cuando creo que se va a acurrucar a mí, como antes hacía con Adrián, me pega un zarpazo en el tobillo y regresa sibilina a su mantita. «¡Ya hablaremos tú y yo, gata arpía!».
—Cris ¿qué pasa? —le pregunto al abrir la puerta.
—Aysss, perdona, Ari. Te habré despertado, pero no sabía dónde ir.
Mi hermana me da un abrazo y se echa a llorar sin preámbulos. Me ha dado tiempo a verla vestida en plan elegante, pero con la cara desmaquillada y enrojecida.
—¿Ha pasado algo? ¿Están bien los peques?
—Soy una estúpida… No, los niños están bien —responde entre sollozos.
—Venga, tranquila, Cris. —Intento serenarla. Mi hermana se separa y ahora sí, puedo advertir su mal aspecto. Trae la máscara de pestañas corrida y los ojos irritados. La guío de la mano a mi anterior concurrido sofá, y espero a que se relaje. Pronto empieza a hablarme.
—Ari, te lo dije, no estoy pasando por un buen momento.
—¿Pero qué te pasa?
—Pues lo de siempre, estoy cansada, muy cansada. Agotada. —Mi hermana parece apagada, le falta su chispa característica. Me empiezo a preocupar, mucho.
—Pero es normal, Cris, tienes cuatro hijos.
—Ese es el problema, que todo está relacionado con ellos. ¡Si vieras las veces que te envidio! Tu independencia, tú eres Aridane, solo Aridane, y yo soy esposa, madre y ama de casa.
—Cris, no digas chorradas. Mi vida es insustancial, comparada con la tuya. Es normal que te encuentres agotada. Iván debe intentar viajar menos, tú no puedes cargar con toda la casa.
Cris recompone su espalda en el asiento de mi sofá y mirando al frente, dice: —Me he peleado con Iván. No aguanto más, Ari.
Mi hermana discute día sí y día también con su marido, pero ahora hay algo en su tono, distinto, le otorga más credibilidad que a sus habituales quejas.
—¿Qué ha pasado?
—¿Qué no ha pasado? Sería mejor… Estoy harta de tirar yo con todo. Él no hace nada, aparte de trabajar. Pero él continúa con su vida; queda con sus amigotes todas las semanas con la excusa del fútbol, viaja, aunque sea por negocios, viaja; y cuando vienen a casa, se mete en su despacho mientras que yo doy de cenar, baño, y acuesto a los niños.
—¿Y eso? —Me extraña que Cris le consienta escaquearse.
—Eso es que es más listo que el hambre, y siempre desaparece porque le llaman al teléfono, tiene que mirar unas cosillas del trabajo, se va a hacer no sé qué y se esfuma, y al final siempre me quedo yo con todo. Para él tener hijos es jugar, decirles que recojan los trastos, y hacerles fotos, poco más.
—Cris, no te enfades, pero yo he estado en tu casa e Iván hace mucho más.
—Pero no en el día a día, de verdad. El día a día es para mí, y nadie lo valora. A veces siento que me parezco a un robot de sirvienta, me falta ir con el plumero y con ligas.
—¿Y por qué habéis discutido? ¿Ya ha vuelto de Barcelona?
—Sí, esta tarde… ¿Y adivina qué? Nada más llegar, después de pasar casi cinco días sin ver a sus hijos, el muy melón, se ha preparado para irse porque tenía que comprar la nueva equipación de su equipo dominguero de fútbol. Cada vez que lo pienso me entran ganas de matarle.
—Ahhh… —¡Vaya cuajo que tiene mi cuñado!
—La hemos tenido muy gorda, Ari… Me he ido de casa.
—¡¿Qué?! —exclamo.
—Lo que oyes, he cogido la puerta y ahí te quedas.
—¿Esta tarde?
—Sí —contesta un poco azorada.
—¿Y qué has hecho? Son las tres de la mañana.
—Nada importante —me miente claramente. Cuando mi hermana quiere contarme alguna cosa trascendental y le da vergüenza, utiliza ese tono tembloroso tan peculiar.
—Cris, venga que nos conocemos, ¿qué has hecho?
—Pues nada, he llamado a Samuel.
—¿El profe?
—Sí, y hemos pasado la tarde juntos… hasta ahora. —Su intento de naturalidad no cuela.
¡Madre de Dios! Intento disimular con cara neutra mi preocupación, pero me va a dar algo.
—¿Y? —le instigo a continuar.
—Y nada.
—¡Y una mierda! —se me escapa—. ¿Os habéis liado?
Mi hermana se toma un respiro, creo que para cavilar si sincerarse o no, y acto seguido, esconde la cara entres sus manos y dice: —Un poco, no hemos llegado al final, ni de cerca, pero… —Llora.
—¡Cris! —Me acerco para abrazarla. Mi hermana apoya su cabeza en mi hombro y solloza. ¡Vaya par de dos! Si mi madre levantara la cabeza nos soltaba un soplamocos a cada una que se nos iba a ocurrir otra vez enrollarnos con hombres prohibidos, si…
—Es que es tan majo, Ari. Y le gusto yo, la Cristina mujer, no la madre, no me habla de Pepa Pig, ni de comidas, ni de excursiones. Con él me divierto, y me mira de esa forma…
—¿De qué forma?
—Pues como me miraban antes, como si fuera atractiva.
—¡Pero alma de cántaro!, Si eres preciosa, Cris ¿qué quieres? Si todas las madres te miran con envidia. No deberías necesitar que nadie te lo dijese.
—Ahora sí lo necesito. Estoy en mínimos, Ari.
—¿Te arrepientes? —le pregunto a la vez que le seco una enorme lágrima que corría por su mejilla.
—¿De lo de Samuel?
Asiento.
—Sí y no… he de cambiar mi vida, no puedo seguir así.
—¿Y tú crees que Samuel es la solución?
—No, claro que no, para nada. Me siento fatal, Ari. No sé qué me ha pasado. Me gustaría echar cuenta atrás en el tiempo.
—Pues eso es que te arrepientes —asevero.
—Quizás, por una parte sí, pero por otra necesitaba explotar por algún lado. Llevo un año aguantando a los cara duras de mis suegros, los viajes de Iván, todo el cuidado de los niños…
—Que conste que yo te entiendo, Cris, pero lo de Samuel…, me da a mí que te has precipitado. —Se lo digo con cara comprensiva.
—Probablemente, pero ¿lo entiendes? —Busca en mis gestos la aprobación.
—Sí, creo que sí.
—¿Qué hago ahora?
—Por lo pronto llamar a casa y decir que te quedas a dormir aquí. Mañana será otro día.
—No puedo, Ari, no sé qué decir.
Mi hermana parece un corderito, se vuelve a llevar las manos a la cara y la escucho sollozar.
—Vale, llamo yo. Vete a la cama, anda.
—¿Te acuerdas de cuando mamá nos contaba cuentos? Tú venías a mi cama, te hacías la dormida para que luego ella te llevara en hombros. —Cris habla en la oscuridad de la habitación.
—Sí.
—La echo tanto de menos, Ari. Mamá era tan especial.
—Ya. —No solemos conversar sobre mi madre, demasiado doloroso.
—Mamá me habría ayudado. Ella me conocía mejor que nadie. Me acuerdo de una vez que entré en casa, intentando disimular el berrinche que me había pillado porque había perdido uno de los pendientes de la abuela. Nada más aparecer y ver mi cara, me dijo «cariño, ¿qué te ha pasado?», con una dulzura, Ari… Mamá era tan buena.
—Sí, era una santa.
—Yo quiero ser como ella, y no le llego ni a los talones.
—Tú eres muy buena madre, Cris. Eres muy divertida, los niños se parten de risa contigo.
—Pero no soy dulce.
—Ni yo, en eso hemos salido a papá.
—O a Karina… Jajajaja.
Le doy un empujón, pero después siento cómo repta hacia mi lado de la cama. Me toma una mano.
—Ari, ¿me acompañas mañana al cementerio? Tengo que hablar con ella.
—Vale, pero pronto, que se me acaba el tiempo con el caso.
—¡Ah, es verdad! ¿Cómo lo llevas?
—Mal, muy mal.
—Cuenta, dale algo de emoción a mi existencia.
—¿Emoción? ¿Te parece poca emoción lo de hoy?
—¡Cierto! Igual me hago una yonki de las descargas de adrenalina y me ves saltando puentes con Simón agarrado a mi teta… Jajajaja. No, en serio, cuenta.
Ahora me toca a mí. Necesito desahogarme yo también.