Capítulo II

 

Margaret Croft estaba en su escritorio, sin saber cómo iniciar la carta más difícil de escribir de su vida. Miraba el papel en blanco; a través de las últimas misivas, le había dicho tantas mentiras a sus hermanos, Andrew y Minerva, que se le ponía la cara roja de vergüenza. Solo les contaba trivialidades del campo, las travesuras de sus hijos, lo hermoso que era Richmond, que era feliz en ese lugar y, por supuesto, no extrañaba para nada la ciudad.

Pero nada era cierto, y había llegado a un punto, en el cual ya no podía seguir ocultándole a sus hermanos la vergonzosa y precaria situación en la que se encontraba. La farsa que era su vida, estaba llegando a su fin.

Miró hacia el pequeño jardín. Los arboles apenas vestidos con hojas rojas y amarillas eran un colorido remanente del verano, y lo único que brindaba verdor en aquel paisaje era el césped crecido y algunos arbustos de hoja perenne. La mañana estaba fría, el otoño en plenitud, no era más que el preludio del invierno.

―Lady Swindon, disculpe la interrupción, quería avisarle que ya nos vamos ―anunció Elizabeth, que estaba a la cabeza de los tres últimos sirvientes que quedaban en Garden Cottage―. Lo sentimos mucho ―se excusó avergonzada llevando sus pocas pertenencias.

―No te preocupes, Elizabeth. Ya lo habíamos acordado, es normal que ustedes busquen otro lugar, no pueden trabajar sin recibir su salario y yo ya no puedo solventarlo ―respondió con toda la tranquilidad que pudo imprimirle a sus palabras. Pero en el fondo estaba aterrada―. Aquí están sus cartas de recomendación para que puedan encontrar un trabajo pronto. Muchas gracias por todo este tiempo que han estado al servicio de la familia ―agradeció, entregándole a cada uno de ellos un sobre.

―Nosotros somos los agradecidos, mi señora ―replicó Elizabeth tomando la suya―. ¿Está segura que puede manejar la casa sin ayuda? ―preguntó Elizabeth inquieta, Garden Cottage no era una mansión, pero tampoco, una simple casa. Lady Swindon era una muy buena ama y, de verdad, les apenaba abandonarla a su suerte.

―Eso tendré que verlo con el tiempo. ―Esbozó una sonrisa de resignación y se arregló un rebelde mechón castaño que se salió de lugar. En su mente todavía estaba calculando que solo le quedaban unos cuantos días de víveres y de leña para las chimeneas.

Después, todo sería incierto. Ni siquiera tenía dinero para irse de viaje a Londres o a Cragside, lugar donde residían sus hermanos.

―Adiós, lady Swindon. Le deseo la mejor de las suertes y que Dios la bendiga y la ampare ―se despidió Elizabeth y los demás susurraron lo mismo.

―Adiós a todos y, de nuevo, estamos muy agradecidos de su lealtad. ―Margaret se puso de pie e hizo una digna inclinación de cabeza.

Sin decir nada más, los sirvientes se marcharon cabizbajos, tanto por encontrarse sin trabajo, como por dejar a la señora sola con sus dos hijos.

Margaret volvió a sentarse frente al escritorio. Aspiró todo el aire que pudo y lo soltó pausadamente. Valor, necesitaba mucho valor. Tomó la pluma, la entintó, y procedió a escribir.

 

«Richmond, 20 de noviembre de 1818.

»Mi querido Andrew:

»Estoy arruinada…»

 

Dejó de escribir, la pluma resbaló entre sus temblorosos dedos y no pudo continuar. ¿Cómo explicarle a su hermano que su esposo se había separado de ella y que, prácticamente, la expulsó de su casa?

Todavía podía recordar ese día, ya habían pasado un poco más de cinco meses. Ella estaba tomando desayuno con sus hijos, Alec y Thomas, como era habitual. Su esposo aún no llegaba de sus noches de juerga, cosa extraña, pues siempre volvía en la madrugada, nunca a una hora tan avanzada de la mañana.

No alcanzó a preguntarse a sí misma dónde estaría Alexander, él mismo contestó su pregunta, presentándose en el comedor en evidente estado de ebriedad, acompañado por una mujer de dudosa procedencia y reputación.

―Margaret, prepara tus cosas y las de tus hijos. Te vas a Richmond ―sentenció el conde de Swindon con la lengua traposa―. Ahora.

Lady Swindon tardó unos segundos en procesar todo, por un instante pensó que estaba teniendo una pesadilla, pero el fétido olor del alcohol, el tabaco y el perfume barato de esa mujer le confirmaba que de verdad estaba pasando aquello. Apenas pudo ocultar su decepción en sus facciones, el momento que tanto temió había llegado.

―¿Richmond? ¿Tan lejos?, ¿y la escuela de los niños…y?

―No sigas, mujer. Este año no irán a Eton y se acabó. ―sentenció indolente.

―Alexander, por favor no me hagas esto ―suplicó Margaret con desesperación―. Esta es mi casa, no puedes disponer de…

―¡Sí puedo, mujer! Esta es mi casa ―subrayó―. Nada aquí es tuyo, todo es mío. Y si  te ordeno que recojas todas tus cosas y te vayas, es para que lo hagas sin decir una sola palabra. No quiero verte, no quiero oírte, no quiero saber nada de ti. No quiero vivir en la misma casa que tú. ¡Vete! ¡Me tiene harto tu presencia! ¡Desde que me casé contigo me has hartado! ―bramó iracundo. El alcohol aumentaba su crueldad a niveles apabullantes. Margaret sentía el impulso de taparles los oídos a sus hijos, para que no escucharan aquellas horribles palabras propinadas sin piedad. Alexander tenía la asombrosa capacidad de hacerle sentir como un trapo sucio en medio del inmaculado piso de mármol.

Una risita poco femenina, por parte de la acompañante de Alexander, remató aquella desalmada demanda.

―Querido ―intervino la mujer desconocida, también ebria―. ¿Esta es la casa que me prometiste?

―Después, queridita. Ahora no ―pidió Swindon suavizando el tono de voz.

Margaret entornó sus ojos intentando no llorar ante su esposo y esa mujer que, claramente, era su amante de turno. Era el colmo de la humillación. Ella había tolerado demasiado el último año; los escándalos, los rumores, los excesos, la vergüenza. Pero lo que estaba presenciando era inaceptable. ¿Qué más podía hacer? De soslayo miró a sus hijos, estaban asustados e inquietos. Sus ojos suplicaban una explicación.

Aquello fue lo que impulsó a Margaret a levantarse con dignidad e hizo una regia reverencia a su esposo.

―Será como ordene, lord Swindon.

―Allá tendrás todas las comodidades, y no dejarás de recibir tu asignación ―informó el conde desconcertando ante aquel cambio de actitud tan repentino por parte de su esposa.

―Es muy generoso, milord. Muchas gracias ―respondió Margaret con extrema humildad. Pero por dentro, solo quería gritar y matar a ese hombre. Pero primero estaban sus hijos, su bienestar. Lo mejor era no provocar la ira de Alexander. Si lo hacía, era probable que también le quitara el dinero―. En una hora estaremos saliendo de aquí ―indicó como si fuera una promesa―. Alec, Thomas, vamos. ―Tomó de las manos a sus hijos, sin importar que todavía no acabaran su desayuno y salió del comedor.

Una hora después, estaba subiendo al carruaje mirando por última vez la casa que nunca pudo llamar hogar.

―¡Mamá! ―exclamó Alec, interrumpiendo los recuerdos de Margaret. Entró corriendo a la estancia y se aferró a la falda de su madre―. Dile a Thomas que me devuelva el soldadito, por favor.

―¡Es mi soldadito, mamá! ―refutó Thomas llegando tras de su hermano.

Margaret, inspiró profundo para no desquitar su turbulento mal humor con sus hijos y sus peleas infantiles.

―Thomas, sé que el soldado es tuyo. ¿Alec te lo quitó? ―interrogó en aparente tranquilidad para dilucidar el motivo de la discordia.

―Es mío ―respondió el niño vehemente, frunciendo el ceño y clavando sus ojos castaños claros en ella. Era como ver reflejados sus propios rasgos y gestos en su hijo mayor.

―Esa no fue mi pregunta. ¿Alec te quitó el soldado?

―No, mamá ―respondió el pequeño bajando la intensidad de su voz―. Estaba en el cajón de juguetes.

―¿Y justo se te ocurrió jugar con el soldadito cuando viste que Alec lo tomó? ―ironizó Margaret llegando al quid de la cuestión.

Thomas se quedó en silencio, sintiendo vergüenza, su madre siempre lo sabía todo.

―Thomas, devuélvele el soldado a tu hermano ―decretó Margaret, firme.

―¡Pero, mamá! ―rezongó Thomas.

―Pero nada, hijo. Eres el mayor, tienes siete años, Alec seis. Debes compartir tus juguetes, sobre todo, si no lo estabas usando cuando tu hermano lo tomó ―sermoneó―. No pueden ser mezquinos, son familia. Debes entender que ustedes son lo único que  tienen en este mundo.

―¿Y padre, y tú? ―preguntó Alec.

Margaret esbozó una sonrisa, pero sus ojos estaban cargados de tristeza.

―Ustedes son mi vida, mis hijos, y los adoro con el alma. Estaré con ustedes en la medida que me sea posible. Pero deben saber que, algún día, ojalá en muchos, muchos años, yo ya no estaré. Ustedes deben estar juntos queriéndose y apoyándose en todo ―declaró lady Swindon con un nudo en la garganta. Sabía que sus hijos eran pequeños para comprender el real alcance de sus palabras, pero tal como estaba la situación, debía prepararlos para cualquier eventualidad.

―¿Y padre? ―insistió Alec.

Margaret no sabía qué decir. Alexander era un hombre temperamental y nunca se sabía cómo reaccionaría, podía pasar de la indiferencia a la violencia sin ninguna emoción intermedia. Así era en todo orden de cosas y, como padre, a veces se preocupaba por sus hijos y, en otras instancias, prefería no verlos. Aunque ella debía reconocer que su esposo siempre prefirió estar alejado de su familia. Margaret se había rendido; intentó tener un verdadero hogar, Dios sabía que ella lo intentó, pero no tenía alternativas. Nunca las tuvo, de hecho. Vivía el día a día, hacer como que nada pasaba y centrarse en criar a sus hijos.

Y ver cómo envejecía, lo sentía en sus músculos, en sus huesos, en la piel de su rostro, en su alma. Tenía treinta años, pero sentía que tenía el peso de treinta más.

―Su padre los quiere… a su modo ―respondió Margaret con resignación, acariciando el suave cabello de sus hijos, tan parecidos a ella. No sabía si Alexander sentía cariño hacia los niños. Actuaba como si ellos fueran un accesorio de la vida, un deber que cumplir, engendrar un heredero y otro más por si el primero fallecía. Ahora ni siquiera eso importaba, Swindon estaba despilfarrando todo el dinero, Thomas heredaría solo deudas.

«Si por lo menos cumpliera con el deber de no derrochar la fortuna que tanto le costó construir», pensó lady Swindon sintiendo que la vida era injusta, si ella hubiera administrado la fortuna, no estarían pasando penurias.

―Por favor, mis niños, no peleen ―continuó Margaret―. Sean buenos hermanos.

―Mamá, lo siento mucho ―se disculpó Thomas suspirando, reconociendo su error. A pesar de su juventud, había cosas que no pasaban desapercibidas para el niño―. Toma, Alec. ―Le devolvió el juguete culpable del incordio a su hermano.

Problema resuelto.

―Muy bien, mis pequeños. Vayan a jugar mientras voy a preparar el desayuno.

Thomas miró a su madre extrañado.

―¿Y la señorita Elizabeth? ―preguntó dándose cuenta que todo estaba demasiado silencioso―. ¿Y la señora Collins?

―Todos se han ido, no tengo dinero para pagarles sus salarios. Tengo que hacer las cosas yo sola.

―¿Te podemos ayudar, mamá? ―ofreció Alec con inocencia.

Margaret, reprimió las ganas de llorar. Debía ser fuerte, debía sobrevivir, como fuera. Tal vez debía buscar alguna ocupación para ganar algo de dinero, pero ¿en qué?, de nada servía saber cantar, bordar o pintar. Se sentía atrapada.

―Sí, si quieren, me pueden ayudar ―accedió, agradeciendo de corazón que la señora Collins, la cocinera, fuera tan generosa y el último mes le enseñara todo lo que pudo para que ella pudiera cocinar sin ayuda.

 ―¡¿Vamos a preparar el desayuno, hermano?! ―propuso Alec eufórico, la cocina era un lugar desconocido para él.

―¡Vamos! ―exclamó Thomas como si se tratara de una gran aventura. Era lo más parecido a preparar pociones de hechicería, como en los cuentos que les contaba mamá en la noche.

Margaret sonrió, esos dos pequeños eran lo único que le daban momentos de felicidad.

Se dirigió a la cocina, y la carta quedó en el escritorio, inconclusa.

 

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El desayuno, sin duda, fue una aventura. Una divertida para los niños, y una llena de desafíos para Margaret, quien nunca había preparado nada sola. Pero estaba satisfecha, había sorteado bien su primera vez, acompañada por los mejores ayudantes que podía pedir.

Estaba de mejor ánimo. Se sentó frente al escritorio con otra actitud, arrugó la hoja de papel y la lanzó a la chimenea. Al ver que apenas danzaban unas débiles llamas, recordó que debía mantener el fuego vivo, si se apagaba, le iba a costar mucho volver a prenderlo. Aprovechó el impulso, se levantó, atizó las brasas y echó un leño. Se quedó ahí un rato y se calentó las manos vigilando que no se apagara el fuego.

Se preguntó qué estaría sucediendo en Londres. Alexander, sin avisar, dejó de enviarle su asignación en septiembre. Octubre fue un limbo, y ninguna carta enviada a su esposo fue respondida. Noviembre estaba terminando, Margaret no sabía si pedirle ayuda a su hermano menor o no. Andrew ya se estaba haciendo cargo de su hermana mayor, Minerva, quien también había fracasado estrepitosamente en su matrimonio. Lord Somerton estaba en la bancarrota y, literalmente, la abandonó a su suerte y la dejó en la calle con sus hijos, para luego, desaparecer.

No quería aceptar que su destino fuera el mismo, no quería ser una carga para nadie. Se volvió a sentir como un trapo sucio, viejo e inútil.

Enérgicos golpes en la puerta interrumpieron sus pensamientos. Margaret, extrañada y desconcertada se levantó y fue a abrir la puerta.

Un hombre. Mediana edad, no muy alto y delgado, pero con rasgos afables. Portaba un elegante maletín de cuero.

―Buenas tardes, señora ―saludó el desconocido.

―Buenas tardes, señor. ―Margaret devolvió el saludo sin revelar su rango.

―Disculpe la intromisión, quisiera saber si esta propiedad es Garden Cottage.

―¿Quién quiere saberlo? ―cuestionó Margaret, desconfiada.

―Disculpe, no me he presentado con propiedad. Mi nombre es John Fields, y soy secretario de sir Walter Ackerman.

«¿Sir Walter Ackerman?», pensó Margaret, intentando hacer memoria, el nombre le era vagamente familiar.

―En ese caso, señor Fields, puedo responder su pregunta. Esta propiedad es Garden Cottage ―respondió ella para indagar más.

―Excelente, pensé que me había perdido… Entonces, eso quiere decir que usted es lady Swindon. Oh, dispense por favor mi mala educación.

―No se preocupe, señor Fields. Por favor, pase ―invitó Margaret con amabilidad, abriendo más la puerta y señalándole un rústico y acogedor sofá.

―Muchas gracias, lady Swindon ―agradeció el señor Fields, mientras tomaba asiento y miraba a su alrededor con discreción.

―¿Quiere algo de beber, un té? ―ofreció Margaret rogando al cielo que la visita se negara.

―Oh, un té sería perfecto. Hacía demasiado frío afuera y tengo el cuerpo congelado, algo caliente me vendría de maravilla.

Maldición. Margaret lanzó una poco femenina blasfemia mental.

―Deme unos minutos, por favor ―indicó Margaret mientras salía en dirección a la cocina, haciendo un repaso mental de qué cosas necesitaba para tener una perfecta taza de té, sin que le tomara demasiado tiempo, ni demasiadas hojas de té, pues quedaba muy poco en la despensa.

―Muchas gracias.

El señor Fields se quedó solo y se dedicó a observar con interés, sabiendo que nadie le iba a interrumpir. No era una casa enorme, tenía dos pisos, y contaba con lo esencial para vivir en perfecta comodidad sin grandes lujos. La construcción era robusta, pero carecía de adornos, paredes de color blanco, muebles sencillos. El escritorio se ubicaba frente a una ventana grande y recibía la luz matinal, al fondo de la sala había otra habitación, probablemente, era el comedor. La chimenea ardía a la derecha de donde él estaba y le procuraba calor a la estancia. El señor Fields supuso que la cocina y las habitaciones del servicio doméstico, estaban por la misma dirección hacia la que se dirigió lady Swindon. Arriba debían estar los dormitorios.

Se oían unas voces infantiles. Era probable que fueran los hijos de lady Swindon.

Sí era una bonita y acogedora casa. Ideal para descansar en verano.

―Listo ―interrumpió Margaret entrando a la habitación con una bandeja portando todo lo necesario para servir té―. ¿Azúcar, leche?

―Me gusta bien amargo el té, lady Swindon. Muchas gracias.

Margaret sirvió dos tazas, ella también se sirvió el té sin azúcar. No quedaba mucha y a sus hijos les gustaba dulce.

Al señor Fields le llamó la atención que la misma condesa estuviera sirviendo el té. Solo en ese instante notó que no había servidumbre en la casa. No le fue difícil conjeturar que la situación de lady Swindon era frágil.

―Bien, señor Fields. ¿Cuál es el motivo de su interés por esta propiedad? ―preguntó Margaret directa, no deseaba entablar una conversación banal antes de llegar a lo importante.

El hombre tomó un sorbo de té. Delicioso. Lady Swindon lo había preparado a la perfección. Se aclaró la  garganta y procedió:

―Debo informarle que lord Swindon apostó y perdió esta propiedad en un juego de cartas con sir Walter ―informó con un tono de voz monocorde.

Margaret no evidenció ninguna emoción. Estaba con una angustia atroz por todo lo que significaba esa noticia, pero debía mantener la calma.

―¿Cuándo ocurrió tal suceso? ―interrogó impertérrita.

―Septiembre. Desde entonces, mi señor ha estado intentando obtener las escrituras de la propiedad. Lamentablemente, el conde es bastante escurridizo cuando se trata de pagar deudas ―explicó el señor Fields, con molestia, recordando que él andaba detrás de Swindon por las escrituras. Una excusa tras otra, hasta que tuvo que recurrir a unos matones para «persuadir» al conde de entregar lo adeudado.

―Ya veo. Asumo que ahora tiene las escrituras en su poder. ¿Las podría estudiar? ―preguntó para cerciorarse de que todo estuviera en regla. Aunque una parte de ella estaba segura que era verdadero el relato del señor Fields.

―Por supuesto. No hay problema, milady. ―El señor Fields sacó el documento del interior del maletín y se lo entregó a Margaret―. He venido, en nombre de sir Walter a ver el estado de la propiedad y disponer de ella.

―¿Cuánto tiempo tengo para desalojar esta casa? ―preguntó lo obvio, sin alzar la vista. Las escrituras eran reales, la firma y el sello de su esposo acreditaban lo que ya era un hecho, no tenían un lugar donde vivir.

―Debo informarle que, a partir de mañana, tiene dos días. Me fue imposible llegar antes, y hubieran sido más días de plazo, si no fuera por el estado terrible de las carreteras en esta época del año. Sir Walter vendió Garden Cottage y me indicó que el nuevo dueño vendrá a vivir en ella el día lunes. Ese día deberé entregarle las escrituras a él.

―¿Quién es el nuevo dueño?

―Tengo entendido que se trata de un caballero proveniente de Londres. Michael Martin.

―¡¿Michael Martin?! ―exclamó Margaret alterada―. ¿Acaso debo dejar mi casa por él? ―interpeló entrecerrando sus ojos.

―S-sí, eso dije… ―respondió nervioso.

―¡Dios santo! ¿¡Acaso sir Walter no sabe quién es ese granuja!?

―El señor Martin ofreció un trato que no pudo rechazar. Lo siento mucho ―se disculpó el señor Fields, sin saber muy bien por qué lo hacía―. Tal vez, si habla con el señor Martin, puede llegar a algún acuerdo mientras usted busca un lugar donde…

―Eso haré ―interrumpió Margaret beligerante. Estaba resignada a tener que entregar su casa, pero a ese hombre. De tan solo pensarlo la idea le resultaba aberrante. Ya tenía suficiente con que su padre fuera un libertino, su esposo fuera un libertino, sino que, además, el dueño de su casa fuera de la misma calaña. Ya había sobrepasado su cuota de truhanes en su vida―. No dude por un momento que hablaré con él.

Ya encontraría un modo. De su casa, nadie la sacaba. Y menos Michael Martin.