Margaret se acostó exhausta. El día había sido agotador, lleno de burbujeante actividad. Todas las mujeres de Rosebud Manor se ocuparon de las labores domésticas, mientras que Olivia había salido con Andrew y el resto de los hombres a participar del «día de las cajas», donde repartieron presentes a los más desposeídos.
Muchas tareas por hacer y muchos encuentros también. Después de muchos meses, al fin, Margaret pudo ver a su hermana mayor, Minerva, quien la sorprendió, demostrándole que ya no era la misma mujer que recordaba. De aquellos días en que ella era la marquesa de Somerton, no quedaba nada.
―Olivia, siendo una mujer tan joven, me dio lecciones de vida que jamás olvidaré. Fui la primera en cuestionar la relación de Andrew y ella, haciéndoles la vida imposible ―relató Minerva a Margaret mientras descansaban un rato en el salón matinal―. Pero ese amor que sienten ellos, es más fuerte que cualquier cosa. Debí aceptar que ella no era una caza fortunas, ni que mi hermano había perdido la razón. Todo fue más fácil cuando dejé el orgullo y mis prejuicios de lado. En el mundo real, los preceptos de la alta sociedad, son inútiles.
Margaret escuchaba con atención a su hermana, impresionada, por el prodigioso cambio. El marqués de Somerton la había dejado, literalmente, en la calle con sus hijos, desapareció de sus vidas sin importar nada, lo cual significó para Minerva, un quiebre entre cómo concebía el mundo y cómo era este en realidad.
―Al parecer, todos hemos cambiado ―señaló Margaret, sintiendo una creciente admiración por su hermana. No había más grandeza que la humildad de reconocer los errores―. ¿No has sabido nada de Somerton? ―interrogó preocupada, era lo único que podía arruinar la felicidad de Minerva.
―Solo rumores. Primero escuché que se había tomado un barco hacia la India, otros dicen que lo vieron en Italia, Francia, otros, en América. Lo único que sé es que en Inglaterra no está.
―Ojalá no vuelva jamás… ―deseó de corazón―. Dime, ¿August te trata bien?
―Él no puede ser un hombre más magnífico de lo que ya es ―respondió firme, con una sonrisa que podía interpretarse como tímida―. Mis hijos y yo somos muy felices. Hemos ido de a poco adaptándonos al cambio, no obstante, ha sido más fácil de lo que imaginé. August tiene dos hijos, gemelos y menores que los míos, en ese aspecto, se llevan de maravilla con los míos.
―Frank y Ernest, ¿cómo han tomado la situación?
―Le tienen mucho cariño a August, él los trata como un padre… intenta serlo. Casi no hablan de Somerton, cada día que pasa, es como si su recuerdo fuera diluyéndose, pero sé que notan la diferencia. August siempre está presente, los educa, van a excursiones, mientras que Somerton… Ya sabes cómo era.
―Idéntico a Swindon. ―Suspiró, no queriendo recordar, pero era inevitable. Ambas hermanas habían perdido mucho más de lo que alguna vez imaginaron con sus matrimonios por conveniencia. Sabían que no iban a ser felices, pero su objetivo era intentar tener una relación de respeto mutuo, esa inocente intención murió en el momento que firmaron sus actas de matrimonio―. Él fue el peor error de mi vida.
Minerva contempló a Margaret, su intuición le decía que algo importante le pasaba a su hermana, lo supo desde el momento en que la vio, su sonrisa era auténtica, sus ojos rebosaban de vida...
―¿Lord Bolton se ha comportado bien contigo y los niños? ―interrogó interesada.
Margaret no pudo evitar sonreír.
―Él es un caballero excepcional ―respondió sin pensarlo dos veces. Minerva asintió.
―Olivia me ha contado que él, en efecto, es así, aunque su espantosa reputación diga lo contrario ―concordó con los dichos de Margaret.
―Cada palabra que pueda decir ella de su hermano es cierta, doy fe de ello ―agregó con convicción.
―¿Te enamoraste de él? ―preguntó Minerva sin siquiera intentar tener algo de delicadeza. Margaret, sorprendida, miró a su hermana. Era como ver a la antigua Minerva, la muchacha madura y sensata, a la que le confiaba todos sus secretos.
―Lo amo con toda mi alma y él a mí ―respondió sin titubear, sin rastro de culpa. Mentirle a su hermana, era algo inconcebible―. Aunque sé que para todo el mundo yo soy una adúltera, no me importa, por primera vez en muchos años, me siento feliz…
―Yo no considero que seas una adúltera, si me apego a los hechos y al contexto legal… ―Esbozó una sonrisa maliciosa―. Swindon cedió todos sus derechos a lord Bolton, le perteneces. Si se han enamorado, solo es un valor añadido.
―¡Cómo quisiera tener el poder de divorciarme!, Swindon tendría que entablar una conversación criminal, mentir hasta el punto de exhibirme como la peor mujer del mundo, soportar la odisea del juicio y todo lo que viene después… Ni siquiera podemos aspirar a que Michael lo presione. Alexander está empeñado en que yo vuelva a ser su esposa.
―Las leyes fueron hechas por los hombres, poco podemos hacer nosotras ―aseveró Minerva con cierta amargura―. Pero también pueden ser quebradas. Desde el inicio de los tiempos el ser humano ha desafiado las normas que le imponen y que son injustas. Tengo fe en que todo se resolverá… Dios, ya nos ha castigado lo suficiente por mentir frente al altar, para lograr uniones sin amor, solo por miedo a la crueldad de ser mujeres solteras y pobres.
―Sí, no puedo creer que Dios sea tan cruel como para darnos tanta felicidad y luego quitarla…
Margaret suspiró, extrañaba a Michael. Después de que él conversara con Andrew en la biblioteca, apenas lo había visto durante el día. Él también fue arrastrado por Olivia para que colaborara en el «día de las cajas». Y luego la cena, oh, jamás había asistido a una reunión tan peculiar, empezando por los invitados de los vizcondes.
Althea y James, condes de Wexford, irreverentes, carismáticos, con un humor muy negro, eran tal para cual. Se notaba en cada momento, el amor que se profesaban. La madre del conde, Julia Cameron, era peor que ellos dos. Margaret pensaba que la pequeña hija de ellos, Hyacinth, en el futuro, iba a ser una dama muy especial.
También se encontraba el padre de Michael, lord Hastings, quien estaba mucho más relajado que aquella vez que los fue a visitar Richmond. La trató con mucha amabilidad y respeto, y pudo corroborar, con alivio, que había mantenido su palabra de no revelar aquel viaje a los vizcondes hasta que Michael pudiera hablar con ellos. Era un hombre que comprendía el verdadero sentido de la palabra honor.
Conoció a August, el hombre que había robado el corazón de Minerva. Margaret apenas lo recordaba, pero el hijo del panadero era abogado y era un hombre muy respetado en la zona. Y adoraba a su hermana, solo por eso se había ganado su simpatía.
Los niños, ah, eso fue otro cantar. Jamás había visto a Thomas, Alec y Lawrence tan eufóricos. Compartieron con Marian, que era su prima y ahora era la hija putativa de Andrew y Olivia; William, el hijo de Olivia y que su hermano también tomó el rol de un verdadero padre; los hijos de Minerva, Frank y Ernest; los hijos de August, gemelos, Horatio y Justin. Completaba el grupo la pequeña Hyacinth, hija de los condes de Wexford. En total, diez niños entre los dos y ocho años, que ponían a prueba la cordura de todos los adultos presentes.
Una larga cena, que fue como una extensión de la fiesta navideña, llena de grata conversación, muchas risas, divertidas anécdotas. Margaret sentía lleno el corazón en Rosebud Manor, su hermano y su esposa estaban construyendo un maravilloso hogar y estaban uniendo a la familia como nunca antes lo estuvo. Ellos recibían con los brazos abiertos sin cuestionar, sin poner barreras. Si cuando era pequeña se sentía segura y feliz, ahora esa sensación se multiplicaba por mil, el cariño que reinaba en el ambiente era genuino y sincero.
Margaret volvió a suspirar, se volteó y a su lado no estaba Michael. Andrew había decretado que, para mantener las apariencias ante Alec y Thomas, debían dormir en habitaciones separadas. Ella lo entendía, de hecho, en Clover House hacían lo mismo, pero Michael visitaba todas las noches su alcoba, y se iba al amanecer. No importaba si hacían el amor o si solo dormían, él siempre buscaba su calor, su compañía, su cuerpo, su amor. Pero ahora, no sabía si iba a pasar la noche sola. Dejó la vela encendida.
Cerró sus ojos y se durmió.
Sintió el peso de alguien aplastando el colchón. En medio de su estado de aletargamiento, Margaret sintió miedo… Era Swindon y su olor a alcohol, sudor y tabaco, aprisionando su cuerpo, abriendo sus piernas. Quería quitárselo de encima y gritar. Pero no podía, no debía, su deber era callar, esperar a que él tomara lo que deseara, para que abandonase su cama pronto. Cada vez que él dejaba una amante, recordaba que tenía una esposa en la cual desahogarse y, el gran miedo de ella, era enfermar de algo, tanto o peor que su padre, y morir lenta y vergonzosamente, dejando solos a sus hijos.
Estaba asqueada, el olor nauseabundo del aliento de Swindon entraba en sus fosas nasales al igual que él, con dolor, en ella.
No podía gritar, no debía…
Despertó sobresaltada y dio un grito ahogado. Se sentó asustada. Su pecho estaba cerrado, apenas podía recobrar el resuello, se desató el lazo de su recatado camisón para deshacerse de esa sensación de ahogo. Miró todo a su alrededor. Nada, todo normal, la vela se había consumido hasta la mitad, y el silencio solo era interrumpido por el sonido de los grillos a lo lejos.
Hacía muchas noches que no había vuelto a tener esas pesadillas, no desde que Michael la acompañaba. Juntos habían descubierto tantas cosas de sí mismos, que Margaret jamás imaginó, y mucho menos, compartirlas con un hombre. Había explorado las infinitas formas de llegar al culmen; que en el sexo no existía el dolor, solo el glorioso placer; que todo era algo tan simple, y a la vez, sublime; una forma hermosa de entregarse mutuamente, y ser uno. Desde el primer instante, Michael se empeñó en demostrarle que podía confiar en él, que no era como Swindon, y jamás, jamás lo sería.
Cada noche, Michael desterraba de su cuerpo las huellas que su esposo había dejado y que creyó que serían indelebles. Cada noche, ese hombre extraordinario, la hacía sentir amada. Nunca habría imaginado, que él, quien aparentaba ser un hombre despreocupado, disoluto, inmoral e irresponsable, fuera todo lo contrario. Y eso solo lo sabían las personas que lo conocían de verdad y lo amaban.
Y ella lo amaba.
Era imposible no amar a Michael Martin.
La puerta de su alcoba dio un leve crujido, delatando la inconfundible silueta de la única persona que podría visitarla en medio de las penumbras de la noche.
Michael.
Los demonios que acecharon a Margaret se dieron a la fuga, convirtiendo la pesadilla en un recuerdo vago y lejano. En su cuerpo, las reminiscencias del dolor revivido, desaparecieron.
Sin pensarlo, se levantó de la cama y fue a abrazarlo para darle la bienvenida. Michael, sorprendido ante ese inesperado recibimiento, la encerró entre sus brazos, aspiró su aroma y la besó tiernamente.
―Llegaste, mi amor ―susurró sobre el pecho de él, su aroma tan masculino, era algo que ella siempre apreció. Era límpido y cítrico, bergamota. Michael seguía las extravagantes costumbres de Brummell, se bañaba casi todos los días en la mañana… y cuando podía, ella lo hacía con él, había descubierto lo energizante que era empezar el día con el cuerpo aseado.
―Te extrañaba, no podía dormir sin ti ―susurró Michael, su voz grave, provocaba que la piel se le erizaba―. Bendita sea Olivia por no asignarme una habitación lejos de la tuya.
―¿Cuál es? ―preguntó intrigada en el mismo tono.
―La de al lado ―respondió indicando su diestra―. Ella y Andrew lo saben todo.
―¿Todo? Cuando dices todo, ¿te refieres a que tú y yo…? ―Margaret dejó la pregunta en el aire, sintió un repentino pudor.
―A que tú y yo llevamos a la práctica todo lo que pueda implicar el acuerdo ―añadió Michael―. Si me apego al estricto rigor del documento, esto puede interpretarse como una especie de matrimonio muy singular ―argumentó socarrón.
―¿Andrew lo aprueba? No vi que se lo haya tomado tan bien ―objetó incrédula.
―¿Te refieres al buen derechazo que me propinó tu hermano? ―interpeló―. Por supuesto que lo aprueba. Nosotros, los hombres, resolvemos nuestras diferencias de una forma que ustedes las mujeres no comprenden.
―¿A golpes? La violencia no me parece una razonable forma de resolver nada.
―Por eso digo que no lo comprenderás… En fin, respondiendo tu pregunta, nuestra familia lo sabe todo, todo, todo ―subrayó―. Y, lo más importante, es que nos entienden y nos apoyarán en todo lo que pueda surgir.
Margaret sintió un cierto alivio, al menos, no tendría que fingir frente a sus familiares, cuya opinión era la que realmente le importaba.
―Hoy no he podido decirte que te amo, mi ángel ―señaló, sintiendo cómo el calor de ella comenzaba a acicatear su deseo―. Te amo.
―Te amo...
Sus cuerpos y labios se atrajeron al mismo tiempo. Primero con sutileza, caricias tiernas, premeditadas. Michael dejó que Margaret le quitara la ropa, que recorriera cada plano y ángulo de su anatomía, que se aprendiera de memoria cada pulgada de su piel, y ella, fascinada de ser aprendiz. Todas las noches era una lección nueva.
―¿Quieres saber cómo se complace a un hombre con la boca? ―propuso embriagado de pasión, ansioso de que ella aceptara aquel juego prohibido―. Y yo, después, te brindaré las mismas atenciones.
Margaret lo miró con curiosidad, ¿era posible que ella pudiera hacerlo?
―Dime cómo ―aceptó aquella proposición, sin dejar de sentir un leve cosquilleo recorriendo su espalda.
Michael sonrió malicioso.
―Considero que lo mejor para esta lección, es que utilices tu imaginación e instinto. Los hombres, en su mayoría, somos muy fáciles a la hora de ser complacidos. La única instrucción que puedo darte, es que no uses tus dientes ―indicó alzando una ceja―, pero el resto, todo está permitido para lo que quieras hacer. No importa cómo lo hagas, te aseguro que lo disfrutaré ―afirmó, sintiendo la anticipación correr por sus venas, centrándose en su miembro que ya estaba rígido y ávido por entrar en la sedosa y húmeda boca de Margaret.
Ella, quien ya estaba pensando en cómo lo iba hacer, se puso de rodillas, posición que le provocó una perversa sensación de que Michael tenía todo el poder sobre ella, al tiempo que, en sus manos, también poseía aquel poder.
Tomó en sus manos la pesada erección que apuntaba hacia ella. El íntimo aroma masculino no era desagradable; aún conservaba trazas de la fragancia del jabón que él usaba. Por breves segundos, Margaret miró hacia arriba y se encontró con los oscuros ojos de Michael, a la espera. Sin más dilación, lamió con timidez la punta roma y carnosa con su lengua. Él ahogó un quejido, uno de aquellos que ella conocía tan bien, que solo manifestaba el deleite que provocaban sus caricias.
Solo esa señal erótica bastó para llenar de valentía sus acciones. Con más decisión, Margaret repitió aquella lúbrica caricia, volviendo a arrancar de su garganta el ronco sonido del deseo de Michael.
Lamió, humedeciendo toda aquella longitud, la respiración de él se volvió superficial con aquel sensual martirio. Fascinada, decidió probar ir más allá.
Lo empuñó con su mano derecha y lo guio dentro de su cálida boca, lento, suave. Comenzando a imitar ese dulce vaivén que él hacía al penetrarla.
―Por Júpiter ―clamó él con la voz estrangulada, acariciando los sedosos y largos cabellos de Margaret, sin poder evitar empujar un poco más adentro.
Y ella, percibiendo esa tácita súplica, lo llevó hasta lo más profundo que le permitió su cavidad, aumentando la cadencia, succionando con más fuerza, desesperando a su hombre que luchaba por controlar su embestida, para no provocarle a su mujer ningún tipo de rechazo.
Margaret notaba y agradecía aquello, él le daba toda la libertad del mundo para someterlo al gozoso suplicio que ella le impusiera. Y aquello, solo impelía su propio deseo, que se traducía en ese frenético palpitar entre sus piernas, transformando su centro en una vertiente anhelante.
―Dios… suficiente, mi ángel… suficiente ―rogó Michael al borde del éxtasis, retirándose con cuidado―. Déjame devolverte todo lo que me has dado. Quiero que sientas lo mismo que yo. ―Acarició la mejilla de Margaret y le ofreció su mano para que se pusiera de pie―. Lo has hecho, magnífico, ángel caído.
La instó a que se acostara de espalda en el centro de la cama y él la siguió.
―Solo relájate ―ordenó anclando los femeninos talones al colchón.
Las palmas de sus manos recorrieron el contorno de sus largas extremidades llevándose consigo el camisón. Margaret le facilitó la tarea y se lo quitó dejándolo tirado en cualquier parte. Michael se humedeció los labios con la lengua, anticipándose al deleite que se avecinaba, con delicadeza y veneración abrió los muslos de ella. El conocido aroma femenino de Margaret le dio la bienvenida, él inspiró profundo, adoraba sentir el reflejo del deseo de su mujer invadiendo sus sentidos.
Con sus dedos, acarició la tierna y húmeda carne. Ah, como siempre, ella estaba lista y dispuesta. No se privó de dar una primera probada, con sus pulgares abrió sus pliegues y lamió todo su centro.
Margaret ante esa lúbrica, pero deliciosa sensación, alzó sus caderas, Michael, satisfecho, volvió al asedio. Ella sentía la lengua caliente de él recorriendo toda su feminidad, la invadía una mezcla de euforia y deseo. Era pecaminoso sentirse de esa manera, lasciva y salvaje, como si fuera una diosa pagana, siendo adorada por su devoto acólito.
Y era increíble, deseaba seguir sintiendo cómo era devorada, al tiempo que necesitaba con desesperación, ser penetrada, para al fin, fundirse en él.
Pero, en cuanto ese pensamiento cruzó su mente, él succionó algo en ella, una parte de su feminidad que no supo identificar y, a la vez, la invadió con sus dedos.
Margaret subió un peldaño más en aquella escalera vertiginosa que la llevaba directo al clímax. Las acometidas que Michael marcaba, eran a un compás que no era lento ni rápido, era perfecto, y que le obligaba a contraer todo su ser, en la búsqueda de esa voluptuosa chispa que era capaz de encenderla en una hoguera de placer.
―Más… más. ―Se escuchó a sí misma exigir, solo faltaba un poco más, tan solo…
Un tercer dedo fue su perdición, entre gemidos y jadeos y ardor, fue catapultada al frenesí que recorrió todo su cuerpo. Margaret sentía que el gozo la azotaba desde su centro mismo, como un fuego devastador que calcinaba todo a su paso, sin quemarla, solo llenándola de la cálida sensación que solo le daba paz. Esa paz que solo encontraba con él, su falso granuja.
Y él, solo se detuvo cuando, en un estrangulado ruego, le dijeron «no más, te lo suplico».
Cuando Michael notó que Margaret yacía laxa, casi sin vida, abandonó su interior, arrancando un último quejido. Se limpió la boca con el dorso de su mano y se chupó los dedos mirándola perverso.
―Si no te importa, querida. Creo que ahora merezco obtener mi premio ―anunció arrogante, su ego estaba efervescente ante aquel logro. Definitivamente, iba a enviarle un presente de agradecimiento, a la madame que le dio tan precisas instrucciones.
―Oh, solo toma lo que es tuyo, granuja ―susurró Margaret, todavía inmersa en aquella neblina sexual en la que se hallaba.
―Será un placer.
Sin más ceremonias, Michael la penetró, siseando de gozo en el proceso. El satinado interior de su mujer era como lava, espesa y caliente, no iba a soportar demasiado el seductor suplicio de ser su prisionero. Comenzó a dar fuertes embestidas, que se fueron convirtiendo, en un veloz in crescendo, en algo lujurioso, casi animal, haciendo que el deseo de ella resucitara de las cenizas. Con brío renovado, Margaret siguió el acelerado compás, sintiendo que en ella volvía, con más fuerza, esa maravillosa sensación que nunca imaginó volver a sentir en tan pocos minutos.
Los dos cuerpos sudorosos, se acoplaron a la perfección en aquel sincronizado ritual primitivo, donde se demandaba la total rendición de aquellas almas, a la exquisita condena de permanecer unidos, para siempre.
Margaret, volvió a tocar el cielo, esta vez, acompañada por Michael. Ese momento fugaz y dorado, a él lo elevó al infinito, donde se perdió en el éxtasis, que lo dejó vacío de su simiente, dándoselo todo a la tierra fértil de su amada. ¡Qué importaba si esta vez su semilla germinaba! Él no podía pedir más, porque junto a Margaret, lo tenía todo, absolutamente todo.
―¡Señor Fields! ―Escuchó John en medio de la noche, alguien golpeaba su puerta―. ¡Señor Fields! ―Volvieron a llamarlo más fuerte.
John se levantó apresurado, se puso la bata y abrió la puerta. Era Elizabeth, quien portaba una palmatoria y le confería un aspecto fantasmagórico que, por un segundo, le puso la piel de gallina al fiel secretario de Michael.
―¿Qué sucede, señorita Elizabeth? ―interrogó, intentando controlar su voz que era una mezcla de sueño y pavor.
―Escuché ruidos en la biblioteca ―susurró Elizabeth, y aquella explicación fue suficiente para despertarlo del todo―. Alguien quebró el vidrio de la ventana.
―¿Llamó a Lincoln, muchacha? ―interrogó mientras buscaba su arma.
―No es que no confíe en el señor Lincoln, pero no digamos que es bueno con los golpes ―respondió recordando la intromisión de lord Swindon.
―En eso tiene razón… ―coincidió encontrando lo que buscaba y empezó a prepararla con premura―. ¡Demonios!... ―blasfemó al notar que se le cayó la bala―. Disculpe el vocabulario, señorita.
―Han dicho cosas peores en mi presencia, señor Fields. Sobre todo, cuando creen que una sonrisa es una invitación para subir las faldas ―divagó.
―Si me permite la indiscreción, usted suele sonreír demasiado.
―Parece ser que una mujer no puede sonreír por solo sentirse bien ―argumentó con acritud.
―Listo ―Fields cortó la conversación―. Más vale que esto disuada al intruso.
―Yo lo cubro ―ofreció Elizabeth con una sartén. John la miró incrédulo―. Es de hierro, puede aplastar la cabeza de cualquiera ―aseguró.
Se dirigieron con sigilo a la biblioteca. En cuanto llegaron a la puerta, John decidió escuchar unos momentos a través de ella. No se escuchaban voces, sino el sonido de cajones que se abrían y cerraban, tal vez una botella que caía al suelo, imprecaciones hechas en voz baja, un tenue haz de luz se colaba por el ojo de la cerradura.
―A la cuenta de tres… ―ordenó John a Elizabeth, apenas en un murmullo―… uno, dos, ¡tres! ―Abrió la puerta con fuerza, apuntando a la evidente silueta del sujeto que estaba tras el escritorio―. ¡Alto ahí! ―demandó―. ¡O será hombre muerto!
El intruso maldijo y comenzó a lanzar cuanto objeto encontró sobre la mesa. John evadió un par de proyectiles y, harto de ser el blanco, disparó. El sonido reverberó en toda la habitación, pero, para su mala suerte, la bala solo quedó incrustada en el lomo de un libro a solo tres pulgadas de la cabeza del hombre, quien emprendió una carrera hacia la ventana que estaba abierta de par en par.
Elizabeth, sin pensarlo dos veces, fue a la zaga, sorprendiendo a Fields que no sabía cómo una mujer podía ser tan ágil esquivando los muebles en la penumbra. Pero su velocidad no era suficiente.
La muchacha, sin más alternativa, lanzó la sartén como si se tratara de una navaja, dándole de lleno en la cabeza al intruso, haciéndole caer antes de alcanzar la ventana.
El escándalo hizo que toda la servidumbre despertara. Lincoln llegó en primer lugar, quien ayudó a John a reducir al sujeto, atándolo a una silla.
Acercaron una vela para descubrir su identidad. No fue una sorpresa para John y Lincoln, se trataba del mismo tipo que merodeaba Clover House.
―Más vale que hables, de lo contrario, te costará muy caro ―amenazó John―. Empieza, ¿qué estabas buscando?