El Westminster Hall, salón ubicado en el palacio del mismo nombre, era donde se encontraba la corte de King’s Bench. En el interior, se respiraba un aire lleno de expectación, curiosidad y morbo por parte de las personas que abarrotaban el lugar y que querían presenciar el juicio más bullado del año que recién empezaba. La conversación criminal, de Alexander Croft, conde de Swindon, contra Michael Martin, marqués de Bolton, acusado de seducir bajo engaño a la esposa del demandante.
El tribunal era presidido por Leonard Rowlandson, vizconde Waterford, quien era uno de los doce jueces superiores de Inglaterra, quien ostentaba una fama de ser implacable. Junto a él, estaban los tres jueces asistentes, todos vistiendo, según la tradición, togas negras y pelucas blancas.
En los instantes previos al inicio del juicio, se escuchaba un ensordecedor barullo, debido a las murmuraciones de los cientos de asistentes, y cuyas voces hacían eco por doquier, gracias a la perfecta caja de resonancia que proporcionaban los altos techos abovedados del gran salón.
Mientras tanto, en el exterior, el frío calaba los huesos, pero aquello no impedía que, por seis chelines, un chico voceara a todo pulmón la venta de un ejemplar donde se reportaban los últimos pormenores del caso.
―¡Juicio por conversación criminal! ¡Daños por diez mil libras! ¡El juicio de lord Bolton por adulterio con Margaret Croft, esposa de lord Swindon!
Michael, riendo por la ironía de comprar un ejemplar de su propio juicio, le pagó al chico diez chelines por darle un momento memorable. Él estaba siendo acompañado por Margaret, y con ellos, iban los hermanos de ella, el vizconde Rothbury y Minerva. También estaban, el padre de Michael, el conde de Wexford y John Fields, quien cerraba la comitiva. Olivia se había quedado en Clover House junto con sus amigas, Althea y Mary, y el esposo de ella, Adam, para cuidar al pequeño ejército que formaban todos los niños. August, ya se encontraba en el interior de Westminster Hall, junto con los otros abogados.
Un juicio por agravio era un asunto que se desarrollaba de un modo muy peculiar para cualquiera que no supiera de leyes. En primer lugar, no se acusa a la mujer adúltera, sino a su amante. Ninguna de las partes, demandante y acusado, suben al estrado para prestar testimonio, solo podían los testigos que eran interrogados por sus abogados como medio de prueba. Si bien la presencia de Michael en la corte no influía de ninguna manera en el juicio, él prefería asistir y dar la cara a toda la sociedad.
En una primera instancia, Bolton pretendía ir solo. No obstante, en cuanto insinuó que iría al Westminster Hall para presenciar el juicio, Margaret, sus familiares y amigos se negaron rotundamente, y decidieron acompañarlo para darle su respaldo público.
―Vaya, con razón es tan caro, la caricatura está a color… ¿Por qué dibujan mi nariz de esa manera? ―rezongó Michael con diversión en cuanto abrió el pasquín y estudió la ilustración en la cual estaban representados Margaret y él dando un paseo.
―Es una caricatura, querido, la idea es ridiculizarnos ―explicó Margaret aguantando la risa―. Mira la mía, ni siquiera soy rubia…
―Parece que se equivocaron y dibujaron a Minerva ―comentó mirando de soslayo a la hermana mayor de Margaret.
Cuando entraron a la corte, el ruido comenzó a disminuir a medida que ellos avanzaban hacia los primeros asientos, convirtiéndose en un silencio denso. Michael y Margaret estaban tomados del brazo, y tras ellos, todos los demás. Al llegar al lugar que les habían apartado, notaron que August estaba concentrado conversando con los otros abogados y revisando notas, pero el silencio le hizo levantar la vista con curiosidad e hizo contacto visual con Bolton. Ambos asintieron en un mensaje tácito. Estaban listos.
El murmullo, paulatinamente, volvió a emerger de las gargantas de las personas congregadas, mas esta vez, sus voces eran más bajas; los adúlteros tenían la desfachatez de asistir a su propia lapidación pública, y más de alguno comenzó a sospechar de la veracidad de los hechos que se publicaban en todas partes. ¿Cuál era el punto de someterse a la exposición y al recalcitrante escrutinio?
Margaret, entretanto, estudiaba el lugar con interés. Muchos de los asistentes al juicio eran conocidos que, en cuanto notaban que ella los miraba, les hacían un gesto de desprecio. No obstante, por increíble que pareciera, sus actitudes maleducadas no le afectaban, pues había algunos rostros, más anónimos, que no le bajaban la vista y que ella reconoció. Eran antiguas amantes de Alexander, de las cuales, ella tuvo «el placer» de conocer en distintas ocasiones. También estaban algunas sirvientas que trabajaron en la casa que compartió con él. Incluso, asistieron las modistas que le confeccionaron prendas de vestir, y según decían los rumores, también a la querida de turno de su otrora esposo. ¿Solo era la curiosidad el motivo por el cual estaban ahí?
No alcanzó a terminar de formularse esa pregunta y la respuesta llegó sola cuando miró a Michael, quien también miraba a aquellas mujeres.
―También testificarán ―confirmó él con mucha tranquilidad.
―Entiendo… ―Margaret suspiró hondo―. Me pregunto por qué no habrá venido Swindon, conociendo cómo es, estaba muy segura de que vendría a representar su papel de pobre esposo mancillado.
―Yo creo que eso mismo se preguntan sus abogados, mira... ―señaló con un gesto hacia el otro lado de la sala. Margaret conocía al abogado de Swindon, y en sus ademanes había una excesiva dureza, como si deseara mantener sus emociones insondables, pero cada vez que miraba hacia el público, se evidenciaba cierta ansiedad―. Si el señor Wolf fuera una cuerda de violín, ya estaría a punto de cortarse por la tensión.
Una voz fuerte llamó la atención en voz alta, el juicio iba a comenzar. El silencio reinó en pocos segundos…
Lord Waterford, juez presidente de la corte, inició con la lectura de la introducción del caso; quién era el demandante, el acusado, los motivos y lo que deseaba obtener como resultado. Su voz era grave, flemática, y su actitud era la típica de la de un hombre de cincuenta años, como si dijera «tengan todos la amabilidad de no hacerme perder mi valioso tiempo con patrañas».
Luego de la lectura, autorizó al señor Wolf, abogado del demandante, a comenzar con la presentación del caso.
―En la madrugada del siete de septiembre del año 1818, mi cliente, Alexander Croft, sexto conde de Swindon, jugaba whist en su modalidad de dos jugadores en el club Waiter's, situado en el 81 de Picadilly, contra el demandando, el señor Michael Martin, marqués de Bolton.
»Lord Swindon, tras una racha de pérdidas, por siete mil libras en total, decidió apostar una última vez, ofreciendo, como medio de pago, a su esposa, la señora Margaret Croft, condesa de Swindon, e hijos, Thomas Croft, vizconde de Rothwell y Alec Croft, por un equivalente de diez mil libras para intentar recuperar lo perdido y obtener un remanente que tenía como destino saldar otras deudas de juego que…
Margaret alzó una ceja, y miró de soslayo a Michael, el cual se mostraba impertérrito.
―Nunca me dijiste que mis hijos y yo valíamos diez mil libras, no sé si sentirme halagada o ultrajada. En el acuerdo no lo mencionan ―susurró al oído de Bolton.
―No era relevante la suma, lo imperativo era ganar. En ese lugar estaba lord Coldfield y, definitivamente, si yo no accedía a jugar, él tomaría mi lugar. El premio era demasiado tentador, y así como estaba la suerte de Swindon esa noche, era muy probable que te perdiera, tal como lo había hecho con las siete mil libras… Y Coldfield hubiera ido a Richmond a reclamarte de la peor forma que hubieras imaginado. No podía permitir aquello ―explicó Michel sin dejar de prestar atención a las palabras del señor Wolf.
Margaret no dijo nada más, recordó cuando conoció a Michael. Tanta vehemencia y arrogancia en sus palabras, «usted no me conoce… y por supuesto que soy infinitamente mejor que ellos», y todo resultó cierto. El actuar de Michael, aunque no era nada ortodoxo, fue la mejor opción.
―«… Lord Swindon, sin imaginar que lord Bolton ―continuó el señor Wolf―, tendría la inmoral y férrea voluntad de reclamar a su esposa e hijos como forma de pago, firmó un acuerdo, en el cual le cedía todos los derechos de propiedad de su esposa, y tutela de sus hijos. Y, asumiendo, que la honorabilidad de lord Bolton no llegaría a tan deleznables niveles, no se preocupó más allá, puesto que su esposa, por motivos de salud mental, se encontraba viviendo en una propiedad, que en ese instante le pertenecía a sir Walter Ackerman, denominada Garden Cottage, ubicada en North Yorkshshire, específicamente en la ciudad de Richmond.
»A mediados del mes de octubre, mi cliente, gracias a la voluntad de Dios, comenzó rápidamente a recuperar su propiedades más importantes, por lo que su precaria situación económica volvió a ser la que le correspondía a su posición. Fue un trabajo arduo que le demandó todo su tiempo y esfuerzos, dejó los vicios que, por poco, lo sumieron en la más absoluta pobreza. Todo transcurría con éxito, pero, a mediados de noviembre, se difunde el rumor de la apuesta, lo cual le recordó a mi cliente que debía recuperar a su esposa e hijos. Buscó, infructuosamente, a lord Bolton en todo Londres, y grande fue su sorpresa al confirmar que su lady Swindon había vuelto desde Richmond, manteniendo una relación ilícita con el demandado, por lo que, solo en ese instante, mi cliente se dio cuenta de las verdaderas e indecentes intenciones de lord Bolton desde un principio.
»Sin embargo, lord Swindon, en un acto de gran generosidad ha perdonado a su esposa, pues ella, a pesar de no ser una persona particularmente inteligente, posee una moral y virtud intachable, y siempre, a pesar del mal comportamiento del conde de Swindon, ha tenido una conducta excepcional como esposa. Por lo que se asume que ella accedió a las indecentes demandas del marqués de Bolton, bajo engaños y mentiras.
―Alexander es un desgraciado, tiene el descaro de tildarme de estúpida. Creo que eso es peor a que me trate de adúltera ―siseó Margaret indignada, sintiendo que la ira comenzaba a burbujear en su sangre, mas su semblante demostraba una serenidad casi beata―. Espero que pague en vida todos sus pecados, porque el infierno no será suficiente.
―Tranquila, mi ángel. Todo esto es solo parte de su malintencionada estrategia para poder lograr su propósito, de otra forma, no podrían sustentar su caso ―argumentó Michael apretando la mano de ella―. Esto es solo el comienzo, recalcarán ese hecho y otros peores.
―No quiero siquiera imaginar si acceden a darle la razón a Swindon con su demanda.
―Independiente del resultado, haré lo imposible para que no vuelvan con él. Swindon jamás les pondrá un dedo encima, ni les volverá a insultar con sus palabras venenosas ―prometió vehemente―. Si este juicio no tiene un veredicto favorable para nosotros, tomaremos el primer barco que nos lleve a América. Tú, yo y los niños.
A pesar de los deseos de Margaret, su mente no pudo evitar traicionarla y mostrarle ese nefasto escenario. Swindon, ganara o perdiera, de todas formas, le iba a quitar la mitad de su vida. Si ellos ganaban, Alexander iba encontrar un modo sucio y maquiavélico para lograr sus objetivos, si perdían, ella debería decir adiós a su familia, a su tierra, a su mundo.
Su lugar era estar al lado de Michael.
Olivia estaba en el salón principal, mirando por la ventana que daba hacia la calle. Dio un largo suspiro mientras acariciaba su vientre, no quería transmitirle su inquieto estado de ánimo a su bebé. Se concentró en las voces y risas de los niños disfrutando de los juegos y los lazos familiares, que colmaban Clover House como una dulce melodía que aplacaba, en parte, esa perturbadora sensación.
―¿Quieres algo de té, Olivia? ―ofreció Mary solícita, quería distraer a su amiga, aunque fueran unos minutos de conversación banal, con una exquisita taza de té y pastitas.
―No, gracias, Mary, eres muy amable ―rechazó con una débil sonrisa, volvió a mirar a la calle con preocupación―. ¿Cuándo tendremos noticias? Han pasado muchas horas, a estas alturas del día deberíamos saber algo, ¿no crees?
―Tienes razón, ya son las cuatro de la tarde ―concordó―. Pero no te preocupes, Adam salió hace poco más de una hora para averiguar, pronto vendrá con novedades.
―Típico de Churchill. No me extraña, no suele soportar estar demasiado tiempo sin saber nada. Tu esposo es un hombre muy curioso ―afirmó Olivia con humor.
―Es en exceso curioso ―sonrió de un modo que Olivia solo pudo interpretar como una tímida malicia―. Pero, a decir verdad, la que no soporta ver tu cara de preocupación soy yo, así que le pedí que fuera a Westminster Hall a obtener información ―confesó Mary aparentando desenfado, le costaba acostumbrarse al trato informal hacia su amiga, quien fue su señora hasta hacía algunos meses.
―Oh, eres maravillosa, amiga mía. ―Olivia abrazó a Mary efusivamente, ella era tan leal, como si fuera una hermana. Al separarse, añadió más animada―: Creo que ahora sí aceptaré la taza de té. ―Miró hacia todas direcciones―. ¿Dónde está Althea? Hace un momento estaba aquí.
―Fue a cambiar de ropa a la pequeña Hyacinth, un percance con el florero ―explicó Mary.
―Ya puedo imaginarlo. ―Rio Olivia―. Espero que el espíritu intrépido de ella perdure. Pobre del hombre que trate de confinarla como esposa modelo.
Ambas mujeres rieron ante ese pronóstico, pero pronto enmudecieron, cuando el sonido de la aldaba resonó en la estancia.
Pocos segundos después, apareció Adam frente a ellas, estaba agitado, parecía que había corrido centenares de millas y, en su rostro, se reflejaban demasiadas emociones, pero la primordial, era una profunda perplejidad.
―Ha ocurrido algo terrible, lady Rothbury…
―Señorita Lancaster, podría explicar a esta corte los motivos por los cuales lady Swindon permitió que usted viviera tres meses en la casa de Alexander Croft, como su amante ―interrogó August a la última querida conocida de Swindon.
―En realidad ella no decidió, ni permitió nada ―contestó la señorita Lancaster―. Lord Swindon me llevó a vivir a su casa. No recuerdo muy bien en qué momento tomó esa determinación, esa noche habíamos bebido demasiado champán y ya había amanecido. Nos encontrábamos en mi habitación cuando me propuso que viviera con él, porque estaba harto de tener a una mujer inútil y frígida esperándolo en casa, refiriéndose a lady Swindon ―reveló la mujer con desenfado, provocando un leve barullo entre los asistentes―. Y sin más, él se levantó de la cama, y luego, en su carruaje elegante, me llevó a la casa más bonita que haya visto en mi vida. Era lógico que quisiera vivir en ese lugar, ¿quién no? ―se justificó, mas luego, su tono de voz cambió―. La señora estaba desayunando con sus hijos cuando llegamos, y Alexander, simplemente, la echó con sus hijos como si se tratara de un perro de la calle… Provoqué a lady Swindon para que armara un escándalo, que gritara, y me demostrara que era la bruja que Alexander decía que era. Pero para mi completa sorpresa, ella aceptó estoica la orden de su esposo y abandonó de inmediato la casa. Lord Swindon le prometió que le enviaría su asignación… pero su palabra la mantuvo dos meses. Lo sé porque lo escuché hablando con un amigo de él, diciendo que ya no le iba a dar más dinero a lady Swindon porque no alcanzaba.
―Señorita Lancaster, entonces, podemos deducir que su relación con lord Swindon terminó debido a la falta de dinero para su mantención, ¿podría explicarnos un poco más? ―August prosiguió con el interrogatorio.
―Sus acreedores empezaron a llegar a su casa. ―La señorita interrumpió sus palabras, un hombre se abría paso entre las personas―… decidí que era un buen momento para abandonarlo, él estaba prácticamente en la…
La señorita Lancaster no siguió con su testimonio, la distrajo de nuevo ese hombre, que llegó raudo hasta la zona de los abogados demandantes, donde estaba el señor Wolf escuchando atento la declaración.
August miró en esa misma dirección, el recién llegado le susurraba al abogado de Swindon, quien se tomó la frente a dos manos en un claro gesto de conmoción. Luego notó que le preguntó al hombre «¿estás completamente seguro?», recibiendo un asentimiento firme.
Michael y Margaret estaban inquietos ¿qué podía estar sucediendo? Observaron al señor Wolf, que se levantaba y pedía la palabra al juez.
―Lord Waterford, solicito permiso para hablar con usted y el señor Montgomery. Es urgente ―pidió con nerviosismo, a lo que el juez presidente accedió.
Ambos abogados se acercaron, los murmullos volvieron a la vida ante la inusual interrupción. Margaret observó cómo los abogados conversaban con el juez quien asentía y luego negaba con la cabeza. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, en el momento en que lord Waterford la miró fijo y luego a Michael.
Segundos después, los abogados volvieron a sus puestos, el juez conminó a las personas a guardar silencio.
―Señorita Lancaster, muchas gracias por su testimonio. Puede retirarse, por favor ―solicitó firme―. Este juicio por agravio no va proseguir. ―La sala se llenó de exclamaciones―. ¡Orden!... ¡Orden! ―demandó, pero nadie obedeció―. ¡¡Orden he dicho!! ―decretó lord Waterford con un vozarrón que acalló las voces de inmediato―. El juicio no proseguirá ―repitió―. El señor Michael Martin, marqués de Bolton ha quedado, desde este instante, absuelto de los cargos, dado que el demandante, Alexander Croft, conde de Swindon ha fallecido…
Margaret quedó petrificada.
No pudo escuchar nada más.
Alexander estaba muerto… ¡Muerto!
Y ella era libre, completa y absolutamente libre. Su corazón latía tan rápido que pensó que estaba a punto de estallar. ¿Cómo era posible sentirse feliz por la muerte de alguien?
Estaba abrumada, su corazón ya no daba más. Todo el mundo desapareció, dando vueltas vertiginosamente, hasta que no supo nada más.
Solo había oscuridad.