Capítulo XVI

 

Cragside, 28 de diciembre, 1818.

 

Andrew Witney, vizconde Rothbury, se ponía al día con la correspondencia. Esa mañana estaba particularmente templada y silenciosa; el servicio doméstico tenía el día libre por las festividades de Navidad, y toda la familia e invitados dormían hasta tarde, gracias a la celebración de la noche anterior.

Inspiró hondo, tomó un sorbo de té, agradeciendo esos débiles rayos de sol invernal que le relajaban, mientras se concentraba en las cartas de algunos inquilinos. Debía ganar algo de tiempo antes de que su esposa, Olivia, se levantara y lo arrastrara por los pueblos aledaños para hacer acciones de caridad, y seguir la tradición del «día de las cajas[6]». No es que le incomodara, sabía que lo iba a disfrutar, pero también debía dedicarles tiempo a los asuntos que le preocupaban, sobre todo uno en especial.

Los últimos días, registraba dos veces las cartas que llegaban, pues había dos remitentes que le interesaba de sobremanera obtener algo de información. Margaret, su hermana, y su cuñado, Michael.

Pero no había nada. Durante el último mes, solo sabía sobre el desagradable asunto de la apuesta entre sus dos cuñados ―gracias al pasquín «Susurros de elite»―, y que Michael había ido de viaje a Richmond sin saber, a ciencia cierta, el motivo.

Estaba preocupado y harto de la espera. Hacía dos semanas, había enviado una carta a Garden Cottage, mas no hubo ninguna respuesta, era como si la tierra se los hubiera tragado. Por su parte, consultó con abogados sobre la legalidad de aquel embrollo, pero sus respuestas daban más incertidumbres que certezas.

El apacible silencio matutino de Rosebud Manor, fue rasgado por el intempestivo sonido de la aldaba, que resonaba en todo el primer piso. Andrew, extrañado, frunció el ceño y se levantó de inmediato de su escritorio, tomó su bastón y se dirigió a la puerta principal.

Al abrirla, se encontró con un cuadro que no estaba dentro de sus expectativas para esa mañana.

Sus dos sobrinos, Thomas y Alec, un niño desconocido con cabellos rojos y desordenados, los tres mirándolo con asombro y, detrás de ellos, Margaret, con sus mejillas ruborizadas colgada del brazo de Michael, quien le cubría la mano a su hermana, en un gesto que él interpretó como íntimo.

Totalmente desconcertado, y sin decir una palabra, abrió más la puerta para que todos entraran. No sabía cómo reaccionar, y el mutismo era una buena forma de evadir las crecientes ganas de golpear a alguien.

―¡Oh, Andrew, eres insufrible! ―Margaret no soportó más el silencio y el frío recibimiento, soltó el brazo de Michael y se dirigió a su hermano para abrazarlo.

Andrew, todavía aturdido, respondió, y aquel contacto fue como despertar, el alivio inundaba su corazón. Margaret lo abrazaba fuerte, pegando la mejilla a su pecho. Durante largos segundos no dijeron nada, solo compartieron el calor y el cariño que se profesaban.

―Estoy tan feliz de verte, hermano. Te extrañé mucho ―expresó Margaret entre sollozos.

―Yo también, mi preciosa Maggie, ha pasado demasiado tiempo. ―Andrew besó la coronilla de su hermana y le alzó su barbilla. Limpió con cariño sus lágrimas. Era hermosa, idéntica a su madre, lo único que las diferenciaba, era el color de ojos, Margaret los tenía castaños como su padre… y ya no lucían desoladoramente tristes―. Tenemos mucho que hablar, pero primero déjame saludar a mis sobrinos.

Andrew se dirigió hacia Thomas y Alec, estaban más altos desde la última vez que los vio. Pero había algo en ellos que también había cambiado, y se reflejaba en sus ojos, como si hubieran perdido algo importante en sus corazones. Luego, centró su atención en el pequeño que no conocía, pero supuso al instante que su cuñado, al fin, había encontrado a su hijo. Se sintió feliz por Michael, tan solo imaginar perder a un hijo le acongojaba el alma.

Apoyándose en su bastón, se agachó frente a los tres niños, y le revolvió el cabello a cada uno con cariño, dándoles de esa manera, la bienvenida.

―Han crecido mucho, niños. Y tú, Thomas, te pareces mucho a tu madre ―señaló intentando parecer relajado―. ¿Dónde pasaron la Navidad? ―indagó.

―En una posada, fue muy divertido ―respondió Thomas alegre―. Lord Bolton nos hizo muchos presentes ―agregó con una sonrisa.

―Sí, nos regaló un rompecabezas a cada uno, soldaditos y, también, ¡un teatro! ―intervino Alec entusiasmado.

―¡Un teato de juguete! ―añadió Lawrence.

Andrew dirigió de inmediato su atención al pequeño.

―No nos han presentado, ¿me haría el honor de decirme cuál es vuestro nombre, jovencito? ―interrogó Andrew sintiendo sorpresa, el niño no evadía el contacto visual. Solo había curiosidad en ese par de esmeraldas cristalinas.

Lawdence Martin ―respondió con aplomo―. ¿Usted es el tío Andew? ―preguntó sin dejar de mirarlo.

―Así es, yo soy tu tío, y el esposo de tu tía Olivia ―contestó Andrew esbozando una sonrisa―. ¿Cómo lo supiste?

―Mi papá me dijo que usted tenía una gan cicatiz  en la cada, y que no debía temedle podque es un hombe muy bueno ―reveló Laurie siendo un poco indiscreto.

―Tu padre no se equivoca en eso ―coincidió con suficiencia―. ¿Y te doy miedo?

El niño negó con su cabeza y Andrew asintió curvando sus labios. El pequeño había visto cosas peores en su corta vida, como un mendigo con la cara quemada y una pierna gangrenada.

―¿Han desayunado? ―preguntó mirando a los niños, los tres asintieron―. Muy bien ―concluyó Andrew el interrogatorio, volviéndose a poner de pie―. Hoy toda la servidumbre tiene el día libre, por lo que tendrán que esperar a que Olivia se levante para organizar lo concerniente a su estadía. Niños, los guiaré a la habitación infantil para que puedan divertirse. Debo conversar con sus padres en la biblioteca ―anunció mirando de soslayo a Michael, que no había intervenido en nada.

Más le valía, por su bien, era mejor que guardara energías porque debía explicar muchas, muchas cosas.

Andrew, con amabilidad, guio a sus sobrinos, salió del vestíbulo en dirección a la habitación infantil que se encontraba en el segundo piso, dejando a Margaret y Michael a solas.

En cuanto las voces infantiles se alejaron, suspiraron hondo. Michael hubiera preferido recibir una bienvenida más violenta, no sabía qué pensamientos atravesaban la mente de su cuñado. Mientras que Margaret, miraba todo a su alrededor con nostalgia.

―Nada ha cambiado ―susurró―. Me encantaba pasar los veranos en este lugar, a pesar de que el viejo vizconde siempre dijera que yo era una pequeña oveja negra. ―El recuerdo era nítido, el ceño fruncido de Rothbury y esas cejas canosas muy pobladas―. Mi padre arruinó toda relación con mi tío abuelo, quien dejó de darle ayuda económica por sus despilfarros. Era un auténtico libertino ―relató volviendo al pasado―. Mi madre lo amaba mucho, él era su razón de ser, al punto de perder el juicio y las ganas de vivir, a causa de sus constantes infidelidades… Fue triste ser testigo de cómo se marchitaba, la vida disipada de mi padre solo la toleraba gracias al opio… Nosotros nunca fuimos suficiente motivo para que ella saliera de su sopor. ―A su mente volvió el horrendo recuerdo de encontrarla colgada en el invernadero. Solo unas semanas después de haber enterrado a su padre, quien falleció de sífilis.

Margaret parpadeó, Michael la contemplaba, era la primera vez que ella hablaba del pasado, antes de ser condesa, cuando era solo una chiquilla. Su rostro reflejaba una dual melancolía de recordar tiempos mejores, y también los peores. Con tan solo ese breve relato, ella le reveló el motivo de su desconfianza inicial, la cual era totalmente justificada. Supuso que también ella tenía un gran miedo, a amar, y luego perderlo todo. Aquello le hizo admirarla más, demostraba su valentía, arriesgando todo su corazón por él.

En los ojos de ella había mucho amor, pero también esa insidiosa inseguridad. Michael no pudo soportarlo más, quería confortarla, y la abrazó en silencio. Ella solo suspiró entrecortado, ese lugar le traía una avalancha de recuerdos y sentimientos  agridulces.

―¿Estás bien, mi ángel? ―preguntó Michael.

―Sí… ―Esbozó una sonrisa―. Solo es que recién, en este instante, me doy cuenta de que solo en este lugar me sentí segura y tranquila.

―¿Y conmigo lo estás?

―Siempre, donde estés tú…

Se besaron con ternura, ambos confiaban el uno en el otro.

El sonido del bastón de Andrew anunció su retorno, se separaron, dándose un último y fugaz beso.

―Por favor, síganme ―indicó Andrew al llegar al lado de ellos, y sin dejar de caminar, los guio hacia la biblioteca. En cuestión de un minuto, Andrew abrió la puerta y los conminó a entrar.

En silencio les señaló una otomana para que Margaret se sentara. Cuando Michael iba a hacer lo mismo, Andrew lo impidió, apuntándole el pecho con su bastón.

―Quédate de pie y quítate las gafas, Michael ―ordenó Andrew serio.

―¿Cómo? ―preguntó Michael desconcertado.

―¡Hazlo! ―insistió con dureza.

―Está bien… ―Se quitó las gafas y se las ofreció a Margaret―. Sostenlas, por favor.

Lo último que recordó Michael, fue el sonido de un grito ahogado de su ángel...

 

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Minutos después, Michael sentía que su quijada dolía, y que su cabeza reposaba sobre un familiar regazo femenino. Abrió los ojos con lentitud, estaba un poco mareado. Solo podía ver un tanto borroso a su cuñado, que estaba sobándose los nudillos de la mano derecha, y Margaret lo miraba fijo, sin notar que él ya estaba despertando.

―¡¿Por qué lo has hecho, Andrew, por todos los cielos?! ―interpelaba Margaret furiosa.

―Por no haber escrito en un mes, ¡un mes! ―respondió severo―. Todos estábamos preocupados por ustedes, lo mínimo que esperábamos era recibir cualquier noticia que nos diera alivio y respuestas acerca de la veracidad de esa apuesta ―respondió.

―No era necesario que lo golpearas, Michael solo hizo lo correcto.

―Hizo algo más que lo correcto, y que agradezca que no lo voy a castrar ―replicó entrecerrando los ojos, él no era tonto, ni sordo y mucho menos ciego―. Swindon se convertirá en un verdadero dolor de cabeza… aunque siempre lo ha sido ese infeliz ―masculló.

Margaret quedó boquiabierta, lo que decía Andrew no tenía sentido para ella. Pero, para Michael, esas palabras fueron como un balde de agua fría que lo espabiló en el acto. Tomó la mano de Margaret para llamar su atención.

Y la obtuvo.

―Michael, ¿estás bien, querido? ―interrogó preocupada, acariciando su rostro.

―El vizconde sabe cómo dar un buen golpe ―señaló sobándose la mandíbula, mientras se ponía de pie con ayuda de Margaret―. Creo que me soltó una muela… ¿Estás conforme, Andrew?

―Si no fuera porque te conozco y sé qué clase de hombre eres, te juro que te estaría echando a patadas de Rosebud Manor… ―afirmó, sabiendo que su tranquilidad llegaba a su fin.

―¡Michael, eres tú! ―La dulce voz de Olivia interrumpió el momento. Ataviada con un vestido matinal, se acercó apresurada hacia su hermano mayor y lo abrazó fuerte―. ¡Al fin has vuelto! Escuché a los niños jugando… Oh, Lawrence es adorable, y también estaban Thomas y Alec, son preciosos. ¡Ah, será maravilloso tener tantos niños aquí! ―exclamaba casi sin respirar―. Y si ellos están, eso significa que… ¡Lady Swindon! ―reparó en la presencia de su cuñada a quien no conocía y, como cual torbellino, dejó a su hermano y tomó de las manos a Margaret―. Es todo un placer conocerla, sus hijos son unos verdaderos caballeros. Yo sabía que pronto tendríamos noticias de ustedes, pero no imaginé que estarían en mi casa, ¡qué felicidad, la familia está completa!

―Querida, por favor no te agites tanto ―pidió Andrew suavizando el tono de voz. Para Margaret, era algo prodigioso el cambio de su hermano cuando se trataba de Olivia.

Olivia suspiró y le sonrió a su cuñada. Miró con cierta picardía a lord Rothbury.

―La felicidad no le hará nada malo al bebé, querido, sino todo lo contrario ―aseguró acariciando su vientre.

Michael no necesitó más información y Margaret alzó sus cejas. Su hermano iba a ser padre… otra vez. Abrazó a esa vivaz mujer deseándole lo mejor, sin duda, Olivia era todo lo que necesitaba Andrew.

―¡Livy, seré tío otra vez! ―exclamó Michael reclamando a su hermana y volvió a abrazarla―. Muchas felicidades, y hazle caso a tu esposo, no te agites demasiado.

―Insisto, la felicidad no le hará daño… ¡Oh, qué maravilla que estén acá! ―Besó la mejilla de su hermano, y luego miró a Margaret, que estaba abrazando a Andrew por ese nuevo integrante de la familia―. Oh, pero qué pésima anfitriona soy, deben estar agotados y…

―No se preocupe, lady Rothbury... ―aseguró Margaret.

―Por favor, llámeme por mi nombre ―terció Olivia―. Somos familia, aquí no nos agrada tanta formalidad.

―Olivia ―accedió―. Entonces le exijo el mismo trato.

―Por supuesto ―aceptó ufana―. Prepararé el desayuno. La casa está llena de invitados y todos deben comer…

―¿Necesitas ayuda? ―ofreció Margaret solícita―. Andrew dijo que el servicio tenía su día libre… Además, pernoctamos en una posada cercana, por lo que en realidad no estoy cansada.

―En ese caso, no rechazaré la ayuda… Por acá, por favor. ―Olivia tomó del brazo a Margaret como si la conociera de toda la vida―. Ah, creo que seremos muy buenas amigas…

La puerta se cerró, dejando a Andrew y a Michael a solas, un poco atontados por la alegre intromisión de Olivia.

―Su estado de buena esperanza, la ha vuelto indomable, más de lo que era antes ―señaló Andrew mientras tomaba las gafas de Michael, que habían quedado tiradas sobre la otomana y se las entregó.

―Gracias… ―Se puso las gafas y parpadeó para enfocar mejor su vista―. Ahora que te has desquitado, ¿podemos conversar?

―Por supuesto… ¿debo tener algo de alcohol en el cuerpo para recibir tus novedades?

―Sugiero que te sientes… y después bebas algo.

 

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Andrew bebió de un solo trago el oporto de su copa, solo para sentir el licor quemándole la garganta. Pensó que, de algún modo, aquello le haría salir de su estupefacción.

―Todo lo que he hecho, ha sido para proteger a Margaret y a los niños ―siguió Michael, explicando sus motivos―. Por eso mismo le pedí a mi padre que guardara el secreto y no les dijera nada, necesitaba recabar toda la información posible, y decirte en persona lo que ha sucedido de principio a fin.

―Entiendo, Olivia se habría preocupado mucho más si contaba con solo conjeturas. Swindon se ha extralimitado en todo. Sigo sin entender por qué está reclamando a mi hermana de vuelta. No tuvo misericordia para ofrecerla a ella y a mis sobrinos, y ahora que ha vuelto a ser un hombre rico… Es ilógico, no creo en su milagrosa reformación.

―Uno de los motivos de venir aquí, fue para alejar a Margaret de Swindon, él es capaz de hacer cualquier cosa, incluso, secuestrarla.

―Hiciste bien, ya había demostrado que es una bestia ―convino―… pero como no vas a entregarla, es casi seguro que él entable una «conversación criminal[7]» en tu contra. Será un escándalo de marca mayor, la reputación de todos quedará en entredicho ―hizo una mueca y se encogió de hombros―… y eso me tiene sin cuidado. Pero…

―Pero…

―La temporada parlamentaria comenzará pronto y todo esto podría tener repercusiones inesperadas. Tendremos que andar con cuidado.

―Tienes razón. ¿De verdad crees que Swindon cumpla con su amenaza?

―Ahora que su poder adquisitivo ha sido restaurado, sí. Debemos actuar como un frente unido. Si tienes que ir a juicio, no dudaremos en darte todo el apoyo que sea necesario. Es más, podemos empezar hoy, después de comer hablaremos con August, el abogado de tu padre, creo que él será de mucha ayuda.

―Estupendo… ―Michael se quedó en silencio, había dejado para el final lo que complicaba aún más la situación. Nunca imaginó que sería tan difícil confesarle a Andrew el tenor de su relación con Margaret, que iba más allá de protegerla―. Pero eso no es todo.

―¿Qué otra cosa nefasta puede suceder? ―Andrew se inclinó hacia adelante y entrelazó sus dedos frente su barbilla.

―Estoy enamorado de tu hermana…

Silencio, denso. Andrew tomó la botella oporto. Michael solo escuchaba el sonido del líquido llenando la copa.

―¿Ella te corresponde? ―preguntó tomando un trago corto.

―Sí… no fue algo premeditado, solo sucedió. Nos amamos… No nos importa si todos se oponen, incluso tú ―se defendió alzando un poco la voz. No quería ser el causante de un conflicto familiar.

―No seas estúpido, Bolton. Sabes que no soy un hipócrita, lo único que me interesa es la felicidad de Margaret y el bienestar de mis sobrinos ―espetó serio―. Siempre consideré que Swindon era un muy mal esposo, aunque Margaret intentara hacerme creer lo contrario fingiendo que era feliz. Si acepté que Minerva viviera con August, sin tener la certeza de que Somerton esté vivo o no, no me queda más que entregarle el mismo apoyo a Margaret. En todo caso, no lo hacen muy bien intentando ocultarlo, los vi besándose y mirándose como cachorrillos.

Por algún motivo, que no lograba entender, Michael sintió que el rostro se le calentaba, Andrew no tenía compasión.

―¿Los niños saben algo? ―preguntó Andrew para tener todos los antecedentes.

―Frente a ellos hemos intentado mantener todo como algo platónico e inocente. Tal vez, cuando crezcan un poco más, puedan comprender mejor. Lawrence es el más entusiasmado en que Margaret sea su madre.

―Bien, mientras no se resuelva todo, seguirán guardando la compostura frente a mis sobrinos. Debe ser difícil para Thomas y Alec toda esta situación, por lo que ustedes dos dormirán en habitaciones separadas ―decretó escrutando la reacción de Michael.

Nada. Imperturbable, solo inclinó la cabeza aceptando lo impuesto.

 

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Como todos los días, John Fields, pagó al pequeño un chelín por el ejemplar del London Gazette, y lo dobló bajo el brazo. Una cuadra más allá, compró el semanario «Susurros de elite». Para su gran alivio, no había ninguna noticia relacionada con su jefe.

Tocó la aldaba de Clover House, y esperó.

Ni bien pasaron diez segundos y Lincoln le abría la puerta con regia postura, mas, al notar que era John, se relajó.

―Fields, pasa.

―Gracias, ¿alguna novedad?

―Hace un momento vinieron a dejar la correspondencia. Hay una en particular que debes revisar ―anunció―. Y, el mismo sujeto de siempre, ha estado toda la mañana merodeando la propiedad.

―Le vamos a dar una distracción, entonces. Llama a la señorita Elizabeth, por favor ―solicitó mientras revisaba los remitentes de las cartas, con facilidad reconoció la que mencionaba Lincoln.

Antes de partir, Michael había autorizado a John para abrir toda la correspondencia que fuera del ámbito legal.

Y esta, sin duda, lo era.

Abrió la misiva, en cuyo sobre estaba el membrete de la corte de King’s Bench[8].

Lord Swindon lo había hecho, tuvo el atrevimiento de entablar una «conversación criminal» en contra de lord Bolton y, como compensación, exigía diez mil libras y obtener de vuelta a su esposa e hijos.

―Esto es grave… ―susurró, dirigiéndose a la biblioteca, apresurado. Una figura femenina entró en su campo visual, era Elizabeth, a quien Margaret no quiso dejar en Richmond, y ya era parte del servicio de Clover House.

―Señor Fields, el señor Lincoln me dijo que me buscaba ―dijo la muchacha, sonriendo con sus mejillas arreboladas.

―Sí, necesito que me acompañe a dar un paseo a Hyde Park. Tome uno de los vestidos de lady Swindon y póngaselo ―ordenó sin dejar de avanzar.

―Pero, señor Fields, ¡eso no es correcto! ―objetó la muchacha bastante ofendida, plantándose en frente de él con las manos en jarras.

―Lo sé, yo usaré uno de los trajes de lord Bolton. No haga tantas preguntas, es por una buena causa.

Elizabeth, incrédula, entrecerró sus ojos, no podía ver cómo podía ser aquello una «buena causa», John se pellizcó el puente de su nariz. La muchacha cuestionaba todo.

―Señorita Elizabeth, ¿usted entiende la situación que están atravesando lady Swindon y lord Bolton?

―No soy tonta, ellos se aman, y lord Swindon es un depravado y desalmado por apostar a mi señora y dejarla en la ruina. Y ahora el muy sinvergüenza la quiere de vuelta, la trata como si fuera una vaca.

John alzó las cejas, era un resumen bastante acertado y descarnado.

―Bien, hay un sujeto que está vigilando la propiedad, suponemos que debe ser por encargo de lord Swindon. Saldremos los dos disfrazados de nuestros señores para que nos siga, así le daremos pistas falsas. De este modo, entorpeceremos cualquier acción que tenga lord Swindon en mente. Probablemente, no se ha enterado de que lord Bolton ya no está en Londres.

―Si hubiera empezado por esa explicación en vez de dar órdenes sin sentido… Deme veinte minutos.

Y, sin más, John quedó solo y un tanto confundido. Esa muchacha, aparentaba tener un intelecto limitado y ser una coqueta redomada, pero, sorprendentemente, estaba dando indicios de que era algo más.

Sacudió la cabeza, como si quisiera expulsar las ideas ridículas que invadieron de pronto su mente, y volvió a enfilar sus pasos hacia la biblioteca. Necesitaba escribir una carta a lord Bolton con suma urgencia. Si tenían suerte, llegaría a sus manos en tres días.

Todo se complicaba.