Capítulo XV

 

Lord Swindon, estaba leyendo The London Gazzete con mucho interés en la sección de economía. Fumaba su cigarro con la tranquilidad que le otorgaba el White’s a media mañana. Ahora que había recuperado su fortuna, podía entrar al exclusivo club sin problemas. Pero no era tonto, sabía que algunos de los miembros lo miraban con reprobación por su pasado, no obstante, había otros, que lo hacían de un modo que no podía interpretar, y le provocaban una espantosa sensación de incomodidad.

Intentó seguir leyendo como si nada pasara y se concentró aún más, pero sólo lograba comprender la mitad. Un caballero tosió con discreción para llamar su atención.

Angus Moore, conde de Corby, estaba de pie ante él.

―Es toda una sorpresa verte nuevamente en el club ―dijo Corby a modo de saludo―. Tanto tiempo, Swindon. Supe que te estabas recuperando.

―Corby ―Alexander inclinó su cabeza y dobló el periódico―. Qué inusual verte en plena época de Navidad en Londres.

―Estoy escapando de mi tía. Se le ha metido en la cabeza, la ignominiosa idea de que yo me case. Prefiero morir del aburrimiento aquí, que soportar los sermones de ella. La adoro, pero tengo mis límites ―explicó, pensando en que después de las fiestas navideñas, tendría que escapar y esconderse bajo una roca por toda la temporada, lo cual tampoco era bueno para él y sus responsabilidades.

Swindon rio con suficiencia.

―Mi estimado Corby, eres como yo, créeme, tarde o temprano cederás. Pero no es tan terrible, por lo menos, después de engendrar, todos dejarán de fastidiar, y podrás volver a tu vida de soltero y tener todas las queridas que desees ―pronosticó con suficiencia.

Corby alzó las cejas, sintiendo molestia por aquella comparación. Había compartido fiestas más que escandalosas con Swindon, pero aquello no significaba que fuera como él.

―Me temo que, en esta oportunidad, he de discrepar contigo. Sí, admito que le tengo una malsana aversión a la sagrada institución del matrimonio, pero, si llega el día en que alguna damita me ponga los grilletes, la respetaré al punto de ser fiel, solo por el hecho de premiar a aquella mujer por lograr esa tarea titánica, porque no se lo haré fácil ―argumentó arrogante y convencido.

―No te hagas el santo conmigo, Corby, eres tan pecador como yo. No podrás soportar el matrimonio ni un solo día. Te apuesto que, al abandonar los aposentos de tu condesa en la noche de bodas, irás directo a algún burdel para desahogarte con una mujer de verdad. El problema con las damas de nuestra ilustre aristocracia, es que son unos verdaderos témpanos de hielo ―contraatacó más arrogante aún, sin un ápice de vergüenza o pudor. Para Swindon, Corby era un camarada con el cual podía tratar temas de esa índole con libertad.

―Soy un hombre soltero, me puedo permitir ciertos privilegios… ―Corby prefirió no continuar, era inútil tratándose de Swindon―. En fin, yo tampoco esperaba encontrarte aquí, supuse que estarías en alguna de las propiedades campestres que recuperaste.

―Volver a ser un hombre honorable consume mucho tiempo. Aunque me desagrade la idea de pasar las festividades en esta ciudad, tengo que seguir trabajando por mi patrimonio ―respondió Swindon en un tono que a Corby le pareció mecánico, como si fuera un discurso aprendido de memoria.

Angus se preguntaba cómo diablos pudo compartir tanto con ese hombre. La respuesta era bastante lógica, en aquellas instancias, estaba demasiado ebrio como para medir el carácter de Alexander.

En ese entonces, sentía lástima por lady Swindon, por todo lo que ella tenía que soportar por estar casada con un libertino incorregible. No obstante, al llegar a Londres, y gracias a los rumores, comprendió el real motivo de la presencia de Michael Martin en Richmond y su sospechosa relación con la condesa. En aquel baile al que asistieron lord Bolton y lady Swindon, para él era evidente que ellos dos tenían una relación adúltera, lo que no sabía, era sobre la apuesta y, la simpatía que sentía hacia Swindon, se esfumó. Corby decidió no revelarle a Swindon lo que presenció en Richmond, no le daría ninguna información que pudiera utilizar en contra de Bolton. Era inaceptable que el conde les pusiera precio a su esposa e hijos. Era el colmo de la inhumanidad.

Y le alegraba mucho que Michael le diera su lugar a lady Swindon. Los había visto a lo lejos, junto a los hijos de ella y de él, contentos en Hyde Park, sin que les importara las miradas indiscretas.

―Ya lo creo, es difícil ser un hombre tan ocupado ―convino con fino sarcasmo―… A propósito de honorabilidad, ¿por casualidad has leído el «Susurros de elite»? ―preguntó Angus con regocijo, tenía deseos de ver la cara de Swindon deformándose.

―No pierdo mi tiempo en leer ese tendencioso pasquín de cuarta categoría. Solo publican una mentira tras otra ―contestó altanero.

―¿En serio? Te recomiendo que lo leas, creo que es de lo más interesante… ―Le entregó el ejemplar que había salido ese mismo día en circulación. Corby, como la mayoría de los aristócratas, disfrutaba de los chismes de aquel pasquín. Sobre todo, porque, de una forma u otra, todos eran ciertos.

Swindon, mirando a Angus con desconfianza, desplegó el papel y leyó.

Dos minutos después, Corby pudo percibir ―con alegría que no demostró― cómo el conde apretaba la mandíbula, y sus fosas nasales se dilataban evidenciando su furia.

―¿En qué estaba pensando ese imbécil? ―Swindon masculló iracundo, su tono era casi imperceptible―. Esto no debió suceder.

―¿Dijiste algo, Swindon? ―preguntó Angus, haciéndose el desentendido. Si de algo se podía jactar, era de su buen oído.

―Nada ―mintió Alexander plegando el papel a su forma original, entregándoselo a Corby―. No deberías leer este pasquín… Se especializa en difundir calumnias ―aconsejó con un tono paternal.

―Últimamente han sido bastante atinados en ciertos asuntos ―refutó Angus, solo para acicatear la cólera del conde. Cada vez estaba más convencido que, prácticamente todo lo que decía ahí, era cierto.

―No sabes nada, Corby… Si me disculpas, tengo asuntos que atender. ―Alexander apagó su cigarrillo con aparente calma y se puso de pie―. Hoy tengo una reunión privada en mi casa, si lo deseas, te puedes unir, es a las diez de la noche.

―Muy amable tu invitación, pero he de declinar. Tengo un compromiso ineludible con una dama ―mintió para no involucrarse con Swindon y todas sus actividades, fueran decorosas o no.

―Ya veo… ¿ves?, eres como yo ―Riendo con cinismo, le dio unas palmaditas condescendientes en la espalda―. Cuando termines con tu damita, puedes unirte, si lo deseas.

Angus solo esbozó una gélida sonrisa e hizo una inclinación de cabeza. Cuando el conde se alejó, dejó el pasquín sobre la mesa a propósito. Probablemente, habría uno que otro caballero interesado en leerlo y, de paso, contribuiría a seguir propagando la situación actual de Swindon.

Se metió las manos en los bolsillos y se dirigió al salón de juegos.

«Definitivamente, no soy como tú…»

 

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Margaret, desde que llegó a Londres, fue presentada por Michael ante la servidumbre, como la señora de la casa y, de un momento a otro, se vio despojada de todas las labores domésticas que realizaba en Garden Cottage. Pero Michael, conociendo el orgullo y tenacidad de su amado ángel, a cambio, le dio carta blanca para que ella tomara todas las decisiones respecto a cómo llevar Clover House, en todas las formas imaginables; desde la decoración, hasta el menú, pasando por la contratación del nuevo servicio, dado que ya no era solo uno el habitante de toda la casa, sino cinco.

Todas aquellas responsabilidades y labores eran lo que se esperaba que realizara la esposa de cualquier aristócrata. No obstante, durante su matrimonio con Swindon, ella nunca pudo ser realmente la señora de la casa que compartía con el conde. Todas las decisiones, pasaban por el caprichoso juicio de Alexander, quien le daba un presupuesto insuficiente, aun en época de bonanza económica y, para empeorar las condiciones, el conde pretendía que ella hiciera magia con el escaso dinero; exigiendo menús opulentos y sirvientes contentos con un exiguo sueldo.

Día a día, Margaret ganaba confianza y autonomía, al punto de olvidar que dependía económicamente de Michael. Eran compañeros, cada uno tenía un rol, un trabajo para hacer que todo resultara exitoso para ambos. Sin embargo, ella jamás imaginó que él la pusiera al tanto de sus negocios, e incluso, buscaba su aprobación respecto a diversos temas, por lo que ella le retribuía involucrándolo a él, en a las decisiones que se tomaban en relación a la casa, los niños y el servicio.

Eran una inusual, pero productiva, sociedad.

Michael, de algún modo u otro, le demostraba lo valiosa que era ella para él. Nunca había estado tan tranquila, y no por el hecho de no tener problemas económicos, sino porque el hombre que estaba a su lado, y que la amaba con todo su corazón, era más que un esposo; era un compañero fiel, un amante espléndido, un amigo incondicional, un socio que depositaba toda su confianza en ella.

Sentir el aprecio por lo que hacía para la familia, era invaluable.

 

Ese día, Michael debió salir temprano a ver unos asuntos de negocios con el señor Brown. Margaret lo extrañaba, sin embargo, estaba contenta. Mientras él le destinaba tiempo a su trabajo, ella podía dedicarles más tiempo a los niños, darles amor, educarlos. Se preguntaba si el próximo año podría enviar a los mayores a Eton, para que completaran de mejor manera su instrucción. Le consultaría esa idea a Michael. Para Margaret, era maravilloso sentir que podía hablar ese tipo de temas con él, sin provocar una reacción que le hiciera sentir que era una mujer inútil.

Margaret se encontraba en la enorme biblioteca, abarrotada de libros de pared a pared. La luz entraba por una serie de grandes ventanas. La estancia era más larga que ancha, por lo que el escritorio principal donde solía trabajar Michael, estaba al fondo y, en la mitad, había otro más pequeño que era destinado para el estudio. Margaret estaba concentrada enseñándole aritmética a Thomas. Alec y Lawrence, jugaban cerca de ellos, sin interrumpir la clase.

―Entonces, como no puedes restarle nueve a ocho ―explicaba Margaret con paciencia―, lo que debes hacer es pedirle uno al número de al lado y ya no es ocho, sino dieciocho y ahora puedes restarle nueve. ¿Y el resultado es?

Thomas se quedó pensativo y contaba mentalmente moviendo sus dedos.

―Nueve ―respondió con seguridad.

―Muy bien, hijo, ahora… ―Golpes en la puerta interrumpieron la clase, Margaret se irguió y concentró su atención en ella―. Pase, por favor.

Era Lincoln, mayordomo de Clover House. Un hombre bastante joven para ostentar ese cargo, tan solo unos cuantos años mayor que Michael. Con una inusual soltura, entró en la estancia y se acercó al escritorio.

―Milady, lord Swindon solicita una audiencia con usted ―informó discreto, entregándole la tarjeta de presentación del conde.

Con sorpresa, Margaret leyó la tarjeta, era diferente a la que usaba antes, ahora era más elegante y ostentosa. Las hermosas letras y adornos dorados que formaban su nombre y título, le parecían un vacuo intento de ocultar a la horrible persona que era en realidad.

―Si me permite el atrevimiento, en el caso que desee recibirlo, le sugiero que me autorice para enviar a alguien a buscar a lord Bolton. La oficina del señor Brown, no queda lejos de Clover House ―propuso Lincoln, que era un hombre al que le costaba mantenerse impertérrito como lo dictaba su oficio.

Por eso Michael disfrutaba mucho de los servicios de Lincoln, un hombre que casi lo había perdido todo, pero que tomó su última oportunidad de enmendar su camino, sin dudar.

―No será necesario, Lincoln, y agradezco enormemente su diligencia. Dígale a lord Swindon que no es bienvenido en Clover House ―indicó Margaret firme.

―Con mucho gusto se lo diré, milady.

Margaret, cada cierto tiempo, se preguntaba qué sentiría al volverse a encontrar con Alexander. Siempre pensó que sería una mezcla de ira y miedo. Pero acababa de confirmar que la única sensación que embargaba su corazón era la indiferencia. Él ya no tenía ningún poder sobre su vida. No tenía nada que hablar con él.

―Mamá, ¿de verdad nuestro padre no es bienvenido? ―preguntó Thomas que había alcanzado a escuchar todo. El niño se sentía confuso, tenía curiosidad de ver a su padre y, a la vez no deseaba tenerlo cerca.

Margaret suspiró, ¿cómo podía explicarle a un niño, que su propio padre, los ofreció como pago de una apuesta, sin dañar su corazón?

―Tu padre hizo cosas tan horribles, hijo mío, que son imperdonables. No deseo verlo, ni que ustedes vuelvan a sufrir el mal trato que les daba. Son mis hijos, no soporto que estén tristes o que sientan dolor ―explicó Margaret de la mejor forma que pudo.

―¿Por eso estamos con lord Bolton?

―Así es… ¿Recuerdas que cuando vivíamos en la casa de tu padre, siempre estábamos tristes?

El niño asintió y bajó la vista.

―Aquí estoy contento, lord Bolton es una persona muy agradable… Mamá, ¿le podemos llamar «tío Michael» a lord Bolton? ―preguntó inocente, revelando que el aprecio que sentían hacia él, crecía a pasos agigantados.

―Lord Bolton estará más que feliz si ustedes lo llaman de esa manera ―aseguró Margaret, sin titubear un segundo.

Thomas asintió con una gran sonrisa en sus labios, sintiéndose muy contento. Pero esa sonrisa no duró demasiado, segundos después, sus facciones se tornaron serias.

―¿Qué cosa horrible hizo padre?

Thomas era muy insistente, Margaret no podía seguirle ocultando la verdad, necesitaba que él entendiera los motivos por los cuales sus vidas habían experimentado un cambio tan radical.

―¿Recuerdas cuando estábamos en Hyde Park y Lawrence los desafió a una carrera, y quien llegara primero al Serpentine, se llevaría todos los caramelos?

―Hizo una apuesta.

―Exacto. Bien, tu padre hizo eso en un juego de cartas, y nosotros éramos los caramelos. Lord Bolton aceptó la apuesta, y nos ganó para protegernos.

Thomas se quedó en silencio, analizando lo que su madre decía. No le agradó ser un caramelo.

―¿Es muy bueno el tío Michael? ―preguntó el niño a su madre, buscando respuestas a todo.

―Para mí, no hay mejor caballero que él. ¿Tú qué piensas, hijo?

―Que sí. Nos trata igual que a Laurie, es como un papá. Me hubiera gustado mucho que el nuestro hubiera sido así…

―A mí también… nada de esto habría pasado.

Ruidos y voces masculinas ininteligibles provenían desde fuera de la biblioteca. Los niños dejaron de hacer lo que estaban haciendo, miraron en dirección a la puerta, un horrible sentimiento se apoderó de sus corazones. Margaret se tensó, por instinto, miró y en todas direcciones.

―Hijos, por favor, escóndanse tras el escritorio de lord Bolton y no hagan ruido. Rápido, se los suplico ―apremió agitada―. ¡Corran!

Los tres niños obedecieron, sin cuestionar la autoridad de Margaret. En cada fibra de su ser sentían el miedo. Para Thomas y Alec esa sensación era familiar, la cual aumentó al reconocer la voz de lord Swindon. Entornaron sus ojos con fuerza, y los tres se abrazaron sin hacer ruido.

La puerta se abrió con violencia. Margaret dio un respingo y tragó saliva. Irguió su postura, y después de mucho tiempo, volvió a ponerse la fría máscara de Margaret Croft, lady Swindon. Ninguna emoción afloraba en sus facciones.

―¡Nadie me impedirá llevármela! ―vociferó Alexander iracundo, entrando a la estancia. Detrás de él venía Lincoln con la nariz sangrando y todo su traje desordenado.

―Perdón, milady… lo intenté… ―se disculpó compungido.

―No se preocupe, Lincoln. Vaya a hacer lo que hablamos hace un momento ―ordenó, ignorando a Alexander. El mayordomo entendió en el acto, asintió y se retiró para poner en marcha lo acordado, cerrando la puerta tras de sí.

Margaret observó a Swindon, que esbozaba una sonrisa altanera, su aspecto había cambiado. Pero él no la engañaba, seguía siendo el mismo hombre de alma podrida.

―Lord Swindon ―saludó haciendo una regia y gélida reverencia. Debía mantener la distancia en todo sentido―. ¿Por qué irrumpe en mi casa de esta manera?

―¿Tu casa? ―Rio con sorna―. La casa de Bolton, querrás decir. Tú no tienes derecho a nada.

―No, se equivoca, Clover House es mi casa ―subrayó altiva―. Le repito la pregunta, por si no tiene la suficiente capacidad intelectual para entender a la primera, ¿por qué irrumpe en mi casa?

―Vine a buscarte, y te irás conmigo ―siseó, harto del papel de mujer valiente que ella estaba interpretando, invadió su espacio personal y la tomó de la muñeca.

Margaret advirtió de antemano ese movimiento, tan típico de él. Se zafó de inmediato y retrocedió un paso.

―Le recuerdo que usted no tiene derechos sobre mí o sobre mis hijos. Hay un documento firmado por su puño y letra que lo acredita. ¡No puede llevarme donde le plazca, no soy suya! ―sentenció segura.

―Claro que puedo, sigo siendo tu esposo, ese acuerdo no lo reconoce ni la iglesia, ni el estado… ―contraatacó, avanzando, amenazante.

―¡No! ―volvió a retroceder Margaret. Necesitaba pensar rápido―. Puede ser que siga siendo mi esposo, pero ya no le pertenezco, ni tampoco mis hijos. Sea un hombre de palabra, asuma su responsabilidad, firmó un acuerdo… Y yo no volveré jamás, este es mi hogar, le pertenezco a Michael, más de lo que le pertenecí a usted alguna vez. Primero muerta, antes de volver a vivir bajo su mismo techo ―aseguró vehemente.

―¿Qué estás diciendo, ramera? ―Swindon se acercó otra vez.

Margaret retrocedió hasta que sintió la pared, miró de soslayo. Estaba al lado de la chimenea.

―Lo que he dicho ―afirmó mientras tanteaba la pared.

―Volverás a mi casa, serás mi esposa ―amenazó alzando su mano y descargó fuerte un golpe sobre la mejilla de Margaret.

Aturdida, tambaleó sintiendo el escozor del golpe propinado, y el dolor se propagó en su rostro.

―¡Eres un malnacido, Swindon! ―siseó llevándose una mano a la cara. Estaba caliente, dolía, pero no le iba a dar el gusto de llorar frente a él.

Alexander, perdiendo el control, la tomó de los hombros y la zamarreó. Margaret forcejeaba para liberarse de él, pero sus manos parecían tenazas que se enterraban en su piel.

―¡Furcia! ―exclamó al tiempo que la tiraba al piso haciéndola caer aparatosamente―. Vendrás conmigo quieras o no. ―La tomó del cabello obligándola a levantarse.

―¡Jamás! ―replicó orgullosa, alzando sorpresivamente un atizador que había hallado en el suelo. Mirándolo fijo, le incrustó la punta en la garganta a quien fue su esposo―. ¡Suéltame o te juro que te mato! ―demandó.

Swindon, al sentir la presión muy cerca de su yugular, aflojó las manos. Margaret presionó un poco más, obligándolo a retroceder.

―¡Vete de mi casa, Alexander!

La cara de Swindon, de súbito, se volvió insondable.

Unas manos enormes se posaron con suavidad sobre los hombros tensos de Margaret. De inmediato, ella supo que todo había terminado.

―Ya escuchaste a mi mujer, Swindon. Vete de aquí ―intervino Michael, sintiendo correr la ira en todo su cuerpo.

No debía perder el control. No debía responder a su instinto más elemental y asesinarlo en ese mismo lugar.

Margaret, al fin pudo respirar. Alivio, Michael estaba con ella, había llegado a tiempo. Sentía que habría sido capaz de enterrar el atizador, sin piedad alguna.

―¿Estás bien, mi ángel? ―preguntó sin quitarle los ojos de encima a Swindon.

―Sí, mi amor ―respondió poniendo su mano sobre la de él y sin dejar de apuntar con el atizador a Swindon―. El señor ya se iba.

―Me las pagarán muy caro… ―amenazó con los dientes apretados―. Muy, muy caro… y lo veremos ante un juez ―aseguró arreglándose la levita, desafiante.

―Haz lo que quieras, Swindon ―masculló Michael.

―Y lo haré ―anunció antes de retirarse.

Un portazo resonó en toda la biblioteca.

Margaret entornó sus ojos y su brazo se aflojó, soltando el atizador que cayó pesado al suelo. Sentía que el aire apenas entraba en sus pulmones, dio media vuelta y abrazó a Michael, quien respondió encerrándola entre los suyos.

―Perdóname, mi ángel. No imaginé que esto podría suceder ―rogó Michael besándole la coronilla―. Estoy averiguando qué pretende con esto, no tiene lógica… ¿Estás bien? ―insistió, alzando la barbilla de ella con delicadeza.

Rojo, todo lo vio rojo al ver la marca que le había dejado que Swindon en el rostro.

―Hijo de… ¡lo voy a matar! ―vociferó iracundo. Intentó deshacerse del abrazo para salir en busca del conde, pero Margaret se lo impedía, manteniéndose aferrada a él.

―No, por favor… ya pasó… No lo vale ―suplicó intentando calmarlo.

―Ese infeliz se atrevió a golpearte, no lo toleraré ―replicó―. ¡Es un animal!

―Michael, te lo ruego, no quiero que hagas algo de lo cual puedas arrepentirte. Quédate conmigo, te necesito… y los niños, también… quédate, por favor.

Aquello fue como un balde de agua fría para Michael, la sangre se le heló… Thomas, Alec, Lawrence...

―¿Dónde están?, ¿les hizo algo? ―interrogó preocupado, mirando hacia todas direcciones.

―Están bien ―aseguró―, se encuentran escondidos detrás de tu escritorio ―reveló con los ojos rebosantes de lágrimas.

―Dios santo ―susurró―. Presenciaron todo.

―No tuve tiempo…

―Lo sé, lo sé. ―Con gentileza enmarcó el rostro de ella y acarició con los pulgares. Maldijo mil veces a Swindon, más valía que ese infeliz no se atreviese a cruzarse en su camino―. No hay nada que explicar. Deja que vaya a verlos, querida. ―Suavemente, ella se deshizo del contacto. Michael, viéndose liberado, caminó rumbo a su escritorio y Margaret lo siguió.

Al llegar a él, se encontró con los tres niños abrazados, sus sollozos eran imperceptibles.

―Niños, hijos… ya pasó todo ―tranquilizó Michael intentando suavizar su gesto, no quería asustarlos.

―¿Mamá está bien? ―interrogó Alec con voz trémula―. ¿Ya se fue… él?

Michael asintió suave.

―Salgan de ahí, hicieron bien en esconderse y no salir. Su madre supo defenderse y defenderlos…

Los niños salieron de su escondite ayudados por Michael. Cuando fue el turno de Lawrence, el pequeño se aferró al cuello de su padre con celeridad, rompiendo a llorar.

Se sentía tan pequeño e impotente de no poder ayudar, ese mismo sentimiento compartían Alec y Thomas. ¿Qué podían hacer ellos tres contra un adulto enfurecido y violento?

―Ya pasó todo ―aseguró Michael, intentando abrazar a los tres niños al mismo tiempo―. Mamá está bien, es la mujer más valiente del mundo, ¿ustedes creen lo mismo?

Los tres movieron sus cabezas, estando de acuerdo y limpiándose la humedad de las lágrimas del rostro.

Michael dio un gran suspiro. Todo se ponía cuesta arriba, Swindon estaba empecinado en recuperar a Margaret sin importar los medios, ¿a qué se debía ese cambio de parecer?

Debía haber una explicación lógica. Swindon siempre despreció a Margaret, ¿cuál era el real objetivo? Algo estaba escondiendo ese sujeto, y debía ganar tiempo para averiguarlo.

Y, mientras tanto, debía proteger a los suyos. Tenía que salir de Londres, y Garden Cottage ya no era un lugar seguro.

Su próximo destino era Cragside, el hogar de Andrew Witney, vizconde Rothbury y hermano menor de Margaret.

Su cuñado. El que, probablemente, lo iba a estrangular.