Marcus salía del cuartel general de Bow Street. La lluvia caía a cántaros esa noche, el típico clima inglés que no les impedía a los miembros de la aristocracia salir de sus casas, la temporada ya había empezado con sus tertulias, bailes, presentaciones en sociedad, juegos, libertinos, ópera y crímenes.
―¡Señor Finning! ―Una voz femenina lo llamó, Marcus percibió una brizna de desesperación en el dulce tono de una chiquilla. Dio media vuelta y, para su sorpresa, se encontró con una mujer joven, rubia, de ojos verdes. Por su vestimenta y la zona en la que se encontraba, podía inferir que era una criada. Estaba empapada, su abrigo y cabello destilaban agua.
Marcus saludó a la mujer tomándose el ala del sombrero e inclinando su cabeza.
―Señorita…
―Buenas tardes, ¿es usted el señor Marcus Finning? ―preguntó la mujer con la respiración agitada. Necesitaba confirmar que era el hombre que buscaba.
―Así es, y usted es la señorita… ―Marcus dejó la frase en el aire, para que la mujer se presentara.
―Oh, disculpe mis modales. Mi nombre es Katherine Thompson. Trabajo como doncella en la casa de lord Tauton… Más bien, trabajaba ―musitó―. Pero eso no es lo importante, necesito su ayuda.
―Un gusto, señorita Thompson, dígame, ¿en qué le puedo servir? ―preguntó Marcus para llegar pronto al motivo de tan inesperada conversación.
―Hace dos días ayudé a un hombre herido, cayó desmayado sobre mis pies… Un caballero… al menos lo parecía en ese momento. Su nombre es Angus Moore…
A Marcus le era vagamente familiar el nombre, pero no la quiso interrumpir, escuchaba y observaba con atención a la mujer mientras con un gesto la conminaba a proseguir.
―Estuvo a punto de morir ―continuó Katherine―… hace unas horas despertó, y lo primero que logró balbucear fue que debía hablar con usted urgente… que tal vez no iba a resistir… ¡Es de vida o muerte!
Marcus no necesitó más explicación, su excelente reputación resolviendo casos se basaba en atender a cualquier persona, independiente del riesgo. Esa conversación, bien podía ser una trampa, pero siempre iba preparado.
―No perdamos más tiempo, entonces. Vamos, señorita Thompson…
Katherine, sorprendida ante la inesperada respuesta positiva, se emocionó; estaba segura que el hombre no la tomaría en cuenta y que debería insistir hasta el cansancio, y ella odiaba hacerlo.
―¡Oh, muchas, muchas gracias, señor Finning! ―exclamó contenta, a pesar de la situación compleja que estaba viviendo los últimos días―. Vivo en Whitechapel, el señor Moore me dio dinero para alquilar un carruaje. ¡Sígame, por favor!
Marcus alzó la ceja, tal vez la mujer había mentido acerca de su ocupación, el barrio mencionado era más conocido por el comercio sexual, que por los negocios que abundaban en la zona. Pero, de momento, no era algo relevante. La siguió, quedando rezagado, los pasos de ella eran más rápidos y briosos de lo que estimaba.
La mujer, con mucha seguridad, se dirigió hacia un carruaje que la esperaba, habló unas palabras con el cochero, quien asentía, Katherine sonrió, miró en dirección a Marcus e instó a que subiera con ella.
Se sentaron frente a frente al interior del coche. Marcus decidió que lo mejor era ganar tiempo, tardarían una media hora en llegar a Whitechapel a causa de la lluvia y el tráfico.
―Mientras llegamos, señorita Thompson, ¿podría describirme cómo llegó a sus pies el señor Moore? ―preguntó Finning, inclinándose hacia adelante de una forma casi imperceptible.
―Era mi día libre, iba camino a la casa de mi padre que vive en Crispin Street ―relató Katherine, sin bajar la vista―. Alrededor del mediodía, el señor Moore se dio de bruces contra el suelo cuando yo caminaba por Wentworth Street. Al principio, pensé que era un borracho, pero cuando vi la sangre no dudé en pedir auxilio. Unos transeúntes me ayudaron a llevarlo a la casa de mi padre, él estuvo en la guerra y era ayudante de los cirujanos, por lo que tiene experiencia atendiendo heridas. El señor Moore presentaba dos puñaladas en el costado. Perdió mucha sangre, pensamos que iba a morir, pero, milagrosamente, hoy recuperó la consciencia, me dio su nombre y me encomendó que lo llevara a usted ante él ―finalizó su relato. Ni ella misma daba crédito a lo sucedido, por cuidar al señor Moore, estaba segura de haber perdido su trabajo, pero no podía dejarlo solo. No con su padre que, a pesar de ser un buen hombre, solía emborracharse más de la cuenta en los momentos menos oportunos. La viudez no le sentaba nada bien.
―Interesante, ¿no le dijo nada más?
―Creo que el señor Moore no está en condiciones de hablar demasiado, por eso no cuestioné sus órdenes, ni le pedí más detalles ―respondió Katherine. Debía admitir que era perentorio obedecer a ese hombre, podían ser sus últimas palabras.
―Entiendo…
No dijeron más durante lo que quedaba del trayecto. Katherine miraba hacia la calle, todo estaba en penumbras. Tenía frío y su ropa estaba empapada, pero eso no le importaba en lo absoluto, pronto llegaría a casa para cambiarse.
Media hora después, se bajaban del carruaje en frente de una pequeña botica, la cual tenía dos plantas. La mujer entró al negocio, saludó a su padre, que estaba tras el mostrador limpiando unos frascos.
―Padre, te presento al señor Marcus Finning.
―Esa es mi chica, lograste encontrarlo. Buenas noches, señor Finning, gracias por venir.
―Buenas noches, señor Thompson ―saludó Marcus quitándose el sombrero.
―¿Alguna novedad, padre? ―preguntó Katherine, rogando que el señor Moore no hubiera muerto.
―El joven está durmiendo, logró comer algo de sopa y pan ―respondió tranquilo―. Todavía no entiendo cómo ha logrado sobrevivir, parece un milagro.
―Tú lo salvaste, padre ―rebatió Katherine con cariño y admiración―. Subiremos a ver al señor Moore para que hable con el señor Finning.
―Estaré aquí por cualquier cosa que necesiten.
―Gracias, padre.
Subieron por una escalera estrecha que estaba por detrás de la tienda. Katherine guió a Marcus hasta llegar a una habitación pequeña y austera, los pocos elementos que delataban a su ocupante eran algunos objetos muy femeninos. Ahí se encontraba Angus Moore, durmiendo. Muy pálido y quieto… demasiado, parecía muerto.
En el momento en que el hombre herido entró en el campo visual de Marcus, lo pudo reconocer. Uno de los solteros más codiciados y populares de todo Londres. Angus Moore, conde de Corby, libertino empedernido, juerguista, poseedor de una gran fortuna e influencia tanto en Londres como en Richmond, lugar donde se ubicaba su residencia de verano. Ahora tenía sentido la presencia del caballero en aquel barrio, probablemente, buscaba una «señorita» para divertirse.
¿La señorita Thompson tenía alguna noción de quién era el hombre que había salvado?
Tal parecía que no.
―Señor Moore ―susurró Katherine―. ¿Me escucha? He venido con el señor Finning.
Angus no se movió.
Katherine con preocupación ―y pensando en lo peor― se acercó con sigilo y posó su mano sobre el pecho masculino. Para su tranquilidad, estaba tibio, su respiración era casi normal, apenas se notaba, pero lo hacía con regularidad. Todavía estaba vivo.
Sin saber cómo, la muñeca femenina fue apresada con fuerza por la mano del señor Moore. Katherine ahogó un grito, la había tomado por sorpresa. Angus abrió los ojos, lo primero que vio fueron esos cabellos rubios… ese aroma a humedad y flores.
―Está empapada… ―señaló Corby, lo evidente. Su voz estaba rasposa, sentía la boca seca, y el dolor punzante en su abdomen le recordó el motivo por el cual estaba en ese lugar―. ¿Qué le pasó, señorita Thompson? ―preguntó interesado.
―Afuera llueve... Hice lo que me pidió, vine con el señor Finning ―respondió Katherine.
―Finning… Gracias al Todopoderoso ―expresó Corby en un susurro, sintiendo un gran alivio y verdadera gratitud hacia esa mujer que nunca pidió nada a cambio―. Gracias, señorita Thompson, le estaré eternamente agradecido por sus servicios.
―No hay de qué… ―contestó, al tiempo que sus mejillas se ruborizaban―. Si me disculpa, los dejaré a solas, debo cambiarme…
―Pierda cuidado… me sentiría horrible si enferma por mi causa ―afirmó con sinceridad, sorprendiéndose al mismo tiempo. De verdad no le agradaba la idea de que la señorita Thompson se enfermara, por el motivo que fuera. Estaba en deuda, ella lo había salvado.
Katherine asintió. Con suavidad, intentó desasirse de la mano de él, Angus todavía le sostenía la muñeca.
―Si me dispensa, señor… ―musitó incómoda y alzó su mano apresada, para hacerle notar que la necesitaba para marcharse.
Angus alzó las cejas, y la dejó ir, sintiendo cómo se desvanecía ese calor entre sus dedos. Concentró su atención hacia donde estaba el agente de Bow Street, observando el intercambio en silencio.
―Lord Corby ―saludó Marcus con una leve inclinación―. La señorita Thompson me comentó las circunstancias en que lo halló. ¿Desea hacer una denuncia?
―Una denuncia… y entregarle valiosa información a la vez ―afirmó en un susurro, sus palabras eran lentas, comedidas pero firmes―… Me encuentro en estas lamentables condiciones… porque la persona que hizo esto… es la misma que mató a lord Swindon ―declaró―. Lo conozco, es un miembro de nuestro decadente círculo de conocidos… más bien, era.
―¿Era? ¿Y su nombre es?
―Frank Smith, marqués de Somerton…
La lluvia había amainado, el tiempo se había conjurado con la urgencia por salir de Clover House. Michael y Margaret se dirigían apurados a la berlina que los esperaba a la salida de la gran casa. Habían recibido un mensaje urgente de parte de Minerva, quien se alojaba junto con su familia en Peony House, la casa de lord Rothbury. La nota no explicaba nada más, solo requería la inmediata presencia de su hermana. La breve, pero enigmática misiva, fue suficiente para inquietar a la pareja.
La noche estaba muy fría, Michael vestía un grueso abrigo de lana negra que le proporcionaba el calor adicional a su vestimenta habitual, levita y pantalones de abrigador algodón, a juego con guantes, bufanda y sombrero. Margaret iba ataviada con un vestido de muselina azul que cubría las cinco enaguas de algodón que la protegían del frío, el spencer[12], del mismo tono del vestido, otorgaba otra capa adicional de ropa a la parte superior; bonete, chal, y guantes completaban el atuendo.
―Buenas noches, Jack ―saludó Michael al cochero que estaba tan abrigado como sus patrones, y que le respondió con una inclinación de cabeza―. Querida… ―ofreció su mano para que Margaret subiera.
―Buenas noches, Jack ―saludó mientras tomaba la mano de Michael―… ¿cómo está la salud de sus hijos? ―preguntó Margaret con amabilidad, como siempre lo hacía con los sirvientes de Clover House.
El cochero tosió y se subió la bufanda, evidenciando que él también se había contagiado.
―Mejorando, gracias, milady ―respondió el hombre.
―Me alegro, intente abrigarse más para que no se agrave usted, su voz lo acusa… ―replicó Margaret, a la vez que no pudo evitar un escalofrío―. Cielo santo, hace mucho frío… Los guantes no serán suficientes. Iré a buscar mi manguito[13], solo tardaré unos minutos, querido.
―Te espero, mi ángel…
El cochero volvió a toser y todo quedó en silencio. Las nubes se movían dejando al descubierto la luna llena, cuya pálida luz bañaba las fachadas de las modernas y elegantes construcciones de Charles Street. Michael, se quitó las gafas, el aire caliente que manaba de su bufanda, provocaba que se empañaran los cristales. Detestaba su defecto a la vista en momentos así, en la noche veía menos que en el día, y le hacía sentir indefenso. Limpió los cristales y guardó las gafas en un bolsillo, era inútil volver a ponérselas, volverían a empañarse en cuanto estuviera al interior del carruaje. Era más práctico esperar su arribo a Peony House.
Margaret volvió sonriendo, con su abrigador manguito de piel de zorro cubriendo hasta sus antebrazos. Michael solo pudo ver la perfecta silueta de su mujer. Por instinto y costumbre, ofreció de nuevo su mano, para que ella subiera al coche y, a la postre, él hizo lo mismo.
El sonido del látigo, seguido de los cascos de los caballos, anunció que ya estaban en marcha.
―Te ves muy diferente sin gafas ―comentó Margaret intentando reconocer a Michael, era extraño, era él y a la vez, no lo era―… ¿Por qué te las quitaste?
―El invierno es un enemigo duro de vencer para los miopes, mis gafas se empañaron ―explicó―. Aunque sea leve en mi caso, no puedo prescindir de ellas, salvo en instancias como esta. ―Se quedó unos segundos en silencio y sonrió―. Estar a solas en un carruaje me trae deliciosos recuerdos.
Margaret rio seductora, ah, jamás olvidaría esa noche, cuando descubrió que podía sentir placer. Que su feminidad no estaba tan destruida como imaginaba.
―Te comportaste como un verdadero granuja, querido. Hasta el día de hoy compruebo tus amenazas, disfruto y gozo cada vez que estoy entre tus brazos.
―Me esmero mucho para lograr aquello, me fascina escucharte…
Un bache sacudió el coche, Margaret ahogó un grito por el repentino movimiento y miró por la ventanilla. Debían estar por llegar, era un trayecto corto.
Pero las fachadas de las casas no eran las mismas de siempre.
―Este no es el camino ―susurró sintiendo que, definitivamente, algo iba mal―. Michael, ponte tus gafas… ¡ahora! ―ordenó nerviosa…
Él, sin cuestionar, obedeció, al tiempo que percibieron que el coche aumentó, de súbito, la velocidad. Miró hacia afuera, se estaban alejando de la zona acomodada de Londres. Por la dirección que tomaban, era posible que los estuvieran llevando fuera de la ciudad, tal vez a Essex.
Estaban siendo secuestrados por su propio cochero. Michael se negaba a creer eso, Jack llevaba años sirviendo para él, no tenía ningún sentido. Algo no cuadraba.
―No sacaremos nada con perder la cabeza, en algún momento se tendrá que detener ―determinó Michael intentando conservar la calma. Tenía que pensar en algo.
―Oh, Michael, me siento tan estúpida ―se lamentó Margaret con dureza―…sospechaba que ese hombre no era el cochero, pero me convencí que eran imaginaciones mías, que tal vez estaba siendo demasiado exagerada… Pero su voz me resultó tan horriblemente familiar, y ahora me doy cuenta que debí seguir mis instintos… Cielo santo, esto es una absoluta locura, debí haber dicho algo…
―Entonces, si no es Jack… ¿Quién es? ¿Lo conoces?
Margaret asintió, su voz se volvió un hilo al decir…
―Estoy casi segura de que se trata de Frank Smith… el esposo de Minerva.
―¿¡Somerton!? ¿No se supone que está muerto?
―Tal parece que no… Dios… Le dije a Elizabeth que, si no volvíamos en dos horas, le notificara al señor Finning.
―¿Y te sientes estúpida? Mi ángel, eres brillante… ―elogió orgulloso de ella, ya tenían algo para comenzar a urdir un plan que los ayudara a salir airosos.
―Y traje esto… ―De su manguito sacó una pistola que tenía oculta―. No sé si está lista para disparar, la tenías en la biblioteca.
―Desde que Swindon invadió nuestro hogar, siempre está lista para disparar ―confirmó Michael, sintiendo compasión por su mujer, que tenía una expresión mortificada―. Margaret… ángel mío. ―Alzó su barbilla con delicadeza para que lo mirara―. No te culpes de nada, hiciste lo correcto… si me hubieras alertado o si hubieras levantado sus sospechas… ―Michael imaginó lo peor y se sacudió de su mente la imagen de Margaret muerta―. Es imposible saber si ese sujeto viene armado, o si tenía cómplices aguardando. Las decisiones que tomaste nos han salvado de correr un riesgo innecesario. Estoy intrigado, esto no tiene ni pies ni cabeza. No entiendo por qué este sujeto nos ha secuestrado… Pero, sea como sea, ahora debemos pensar en algo…
Frank no podía apresurar más la marcha a causa del lodo. Londres quedaba atrás, cada vez más lejano. A medida que avanzaba, había menos casas y la naturaleza emergía salvaje, traducida en árboles, arbustos, animales nocturnos cuyos sonidos impedían que el silencio gobernara en aquellos parajes.
El ambiente estaba tranquilo, y todo iba de acuerdo a su plan, que era muy simple y rápido de ejecutar. En cuanto estuviera seguro de no tener testigos, mataría a Michael Martin y a su querida. Eso sería muy sencillo, los hombres como ese mequetrefe no sabían cómo defenderse, y para qué decir de una mujer, que solo servían para abrir las piernas. Se llevaría todo lo de valor; los dos caballos, las joyas, y el dinero que portaban. Era un plan modesto, pero sería suficiente para su única ambición, desaparecer, solo ansiaba escapar de Inglaterra.
La lluvia empezó a caer nuevamente.
El movimiento cesó. El silencio se cernió entre ellos, denso y abrumador. Era como si la lluvia que caía furiosa no emitiera sonido alguno y, a la vez, ahogara todo lo demás.
La puerta se abrió de golpe.
Margaret no pudo evitar dar un gritito asustado.
Con agilidad, Frank haló el bonete de ella y le puso un cuchillo enorme sobre la garganta.
―¡Baja! ―ordenó Somerton a Margaret―. Tú también, Bolton. No intentes nada estúpido o ella pagará con su vida ―amenazó, «aunque de todas formas morirá», pensó ufano al tiempo que le zamarreó la cabeza a Margaret, arrancándole un quejido―. Levanta las manos, maldito.
Michael obedeció.
―Frank, no tienes que… ―intentó señalar Margaret.
―¡Silencio, furcia! ―vociferó bajándola a tirones y sin importarle que ella lo había reconocido. Margaret, a propósito tenía sus manos cubiertas por el manguito, detalle que Somerton obvió como la torpeza natural de las mujeres en los momentos críticos―. Lo único que quiero, es lo que tienen encima y los caballos. ¡Bolton, apúrate, abajo!
Michael, sin bajar los brazos, descendió del carruaje en silencio. De soslayo miró a su alrededor gracias a la luz de la farola de la berlina; estaban en medio de la nada. Los caballos habían sido liberados del carruaje y se encontraban atados a un árbol.
Un relámpago iluminó el cielo, el trueno retumbó hasta hacer temblar la tierra.
―¡Toma el saco que está sobre el pescante[14]!¡Empieza a vaciar tus bolsillos, Bolton! ―exigió Somerton sin importarle las inclemencias del tiempo―. No me hagas perder el tiempo.
Michael miró hacia donde le indicaron, ahí estaba el saco y lo tomó. Uno a uno empezó a depositar sus objetos de valor sin quitarle los ojos de encima a Somerton; un anillo de oro, su reloj de bolsillo, una bolsa de dinero.
―No tengo nada más ―afirmó.
―Ahora, quítale las joyas a tu puta ―ordenó Frank esperando provocar a Michael. Su plan era perfecto si se lanzaba hacia él, solo cortaría la garganta de la mujer y Bolton se desesperaría por salvarla, bajaría la guardia y él aprovecharía el momento para apuñalarlo hasta el cansancio.
Pero no lo logró.
Michael reprimió las ganas de lanzarse sobre la yugular de Somerton ante el insulto, ese truco lo conocía, si cedía a su primer impulso, Margaret podría morir. Con cautela, se acercó a ellos. Miró a su mujer, que solo pudo asentir entornando sus ojos como única respuesta; le quitó los elegantes pendientes de perlas y el collar a juego.
Con lentitud y cuidado deslizó el manguito de piel de una mano, luego de la otra. Hizo el ademán de meterlo en el saco, mas no lo hizo, a ciegas metió la mano, empuñó la pistola y, sin sacarla de la prenda ―para evitar que se mojara con la lluvia―, apuntó, a tan solo unas pulgadas, sobre la cara de Somerton, quien vio, claramente, el cañón.
―Suéltala ―demandó Michael sin alzar la voz.
Somerton rio soberbio.
―Con esta lluvia, dudo que funcione esa pistola, mocoso. ¿Quién será más rápido? Mi cuchillo está sobre el delicado cuello de tu putita y tus jodidas gafas no son de ayuda con esta lluvia para poder defenderla.
―Entonces, tentemos a la suerte ―provocó Michael con frialdad halando el percutor.
Esa fue la señal para Margaret; en un inesperado y rápido movimiento, tomó la muñeca y el puño de Frank con sus dos manos para intentar alejar la hoja del cuchillo, y dejó caer el peso muerto de su cuerpo, provocando que la inercia le hiciera aflojar su agarre, lo suficiente para morder la mano de su atacante con fuerza, arrancándole un alarido nada masculino.
Somerton, aferrado a su voluntad hasta el último segundo, logró hacerle un corte en la mejilla a Margaret, quien no le importó nada más y mordió con más ahínco, hasta sentir el sabor metálico de la sangre en su boca.
El cuchillo cayó, Somerton soltó a Margaret con furia y Michael apretó el gatillo.
Nada, la pólvora estaba mojada.
¡Maldición!
Michael, sin pensarlo dos veces, quitó la inútil protección que brindaba el manquito, dio vuelta el arma y la usó como si fuera un garrote, asestando un golpe sobre la cabeza de Somerton, quien ya lo veía venir y, por poco, logra evadir el ataque, recibiendo un culatazo sin fuerzas que, de todos modos, lo dejó atontado. Frank recogió el cuchillo que ya estaba siendo sepultado en el lodo, e intentó dar una estocada sobre el pecho de Michael, quien justo saltó hacia atrás por puro instinto, más que por pericia.
Frente a frente estaban, describiendo un círculo, intentando adivinar el siguiente movimiento del otro.
Un relámpago rasgó el cielo. Un trueno estalló.
Un rayo incendió un árbol cercano.
Un golpe al aire, una estocada errada.
El olor a fuego, lluvia, tierra mojada.
―¡Vas a morir, maldito! ―bramó Fank, asestando una estocada que Michael logró interceptar con un golpe del arma, dándole de lleno en la mordida que, previamente, le había hecho Margaret, provocándole un intenso dolor.
El cielo volvió a iluminarse, revelando unas siluetas montadas sobre briosos corceles.
El trueno reverberó y, de la nada, emergieron los sonidos de los cascos de caballos acercándose con rapidez.
―¡Allá está Frank Smith, atrápenlo! ―se escuchó la voz de Marcus Finning a la cabeza de cuatro jinetes de la patrulla montada de Bow Street.
Los agentes fustigaron más a sus caballos, emprendiendo una veloz carrera. Somerton, sin nada más que perder, y aprovechando la breve distracción de su contrincante, asestó una última estocada al cuerpo de Michael, logrando al fin, su objetivo.
Michael se paralizó al sentir cómo la hoja de acero penetraba su cuerpo. Frank sonrió siniestro, retiró el cuchillo, tomó el saco y corrió hacia los caballos. Soltó las riendas de uno, y con agilidad lo montó para escapar.
Margaret sentía su garganta cerrada, quería gritar, pero no podía. Sus piernas no respondían, el terror la había dejado inválida.
Michael cayó de rodillas, las sentía débiles, sin remedio habían flaqueado ante el miedo. Todo su cuerpo temblaba.
Desesperado, desabotonó el abrigo, la levita, y el chaleco, para descubrir sangre en el costado derecho de su vientre, manchando de rojo su camisa de lino. Necesitaba saber qué tan grave era, casi no sentía dolor. No sabía si era por euforia de la pelea o por otro motivo que no lograba entender.
―¡¡Michael!! ―gritó por fin Margaret―. ¡Michael! ―Su cuerpo se llenó de vitalidad, corrió hacia el amor de su vida―. ¿Estás bien, mi amor? ―preguntó llena de incertidumbre.
―No lo sé… espera, querida. ―Con manos temblorosas, alzó la camisa manchada de sangre. La lluvia lavaba la piel dejando al descubierto un corte de unas dos pulgadas, pero parecía ser poco profundo.
Ambos suspiraron de alivio, él iba a sobrevivir si lo atendían pronto.
Los caballos, siguieron con su vertiginosa persecución, ignorando a la pareja, a excepción de Marcus, que se detuvo.
―¿Están bien? ―interrogó intentando controlar a su caballo que estaba inquieto por seguir galopando.
―Gracias a Dios lo estamos ―respondió Michael―, solo tengo un corte.
―Con ese abrigo, debió necesitar una espada para matarlo. Somerton es un delincuente aficionado. ―El caballo piafó―… Tras nosotros vienen refuerzos, quédense aquí ―ordenó antes de emprender de nuevo la persecución, dejando a la pareja a solas.
La lluvia caía…