―¡Pero qué se ha creído ese gran hijo!... de… su santa madre… ―Michael siseó, arrugando el pasquín hasta reducirlo en una bola apretada. Apenas había podido contener la ira para guardar la compostura por respeto a todos los presentes―… Margaret es mía, jamás volverá al lado de Swindon ―afirmó vehemente.
Todos alzaron las cejas ante esa inesperada declaración y la estancia enmudeció, solo un débil gritito de «santo cielo», por parte de Elizabeth, rasgó el silencio.
―Si me disculpan… ―Michael se levantó de la mesa, sus fosas nasales dilatadas eran lo único que evidenciaba su furia, y abandonó el lugar dando grandes zancadas.
El silencio volvió a reinar.
―No se preocupen, en media hora volverá más tranquilo ―aseguró lord Hastings impertérrito, embadurnando su tostada con mantequilla―. Michael tiene sus métodos para calmar su cólera y no desquitarse con el resto…
―Niños, por favor, coman, todo se está enfriando ―apremió Margaret en un pobre intento por aparentar tranquilidad. Miró renuente el pasquín arrugado sobre la mesa.
Pero la curiosidad fue más fuerte.
Tomó el ejemplar de «Susurros de elite», lo estiró y empezó a leer. Conforme avanzaba su lectura, su cejo se contrajo y su semblante se cubrió de un suave tinte carmín.
Con mucha más calma que Michael, arrugó de nuevo el pasquín, pero las manos le temblaban.
―Si me disculpan… vuelvo enseguida. ―Margaret se levantó de la mesa y abandonó la estancia con destino desconocido.
―¿Qué quiso decir el señor Martin con que mamá es de él y que ella no volverá con nuestro padre? ―preguntó Thomas con inocencia, en cuanto notó que su madre ya no estaba cerca.
―¡Yo no quiero volver a esa casa! ―protestó Alec beligerante―. Padre siempre le decía cosas feas a mamá, le pegaba, la hacía llorar… y a nosotros…
―Mamá siempre lo hacía escondida en su habitación ―continuó Thomas, revelando más de la cuenta y recordando las incontables veces que la espió preocupado por ella. Cada vez que los humillantes gritos de lord Swindon resonaban en la casa, ella se mantenía imperturbable y, cuando creía que estaba sola, se encerraba a llorar―. No quiero que nuestro padre vuelva a tratarla mal… ―dijo con los ojos enrojecidos, tenía miedo de volver a ese lugar, a vivir de nuevo en aquel calvario―. ¿Qué quiso decir con que mamá era de él? ¿No volveremos con nuestro padre? ―insistió Thomas mirando a Albert, rogando por una respuesta que le diera tranquilidad.
―Es un asunto muy complicado de explicar, Thomas ―respondió Albert compasivo. Entendía a los hijos de lady Swindon a la perfección. Esos rostros suplicantes le recordaron su tormentosa infancia siendo hijo de Joseph Martin―. Lo que sí puedo decirte, es que mi hijo hará todo lo humanamente posible, para que lord Swindon no vuelva a maltratar a tu madre, ni a ustedes.
―Podemos quedadnos pada siempe aquí ―propuso Lawrence, no quería separarse de sus amigos ni de la señora Witney, por culpa de ese tal Swindon.
―Los problemas no se resuelven evitándolos, Laurie ―dijo Albert, como la primera lección de vida que le daba a su nieto―. Se enfrentan, y eso es lo que hará tu padre. No se preocupen, niños, mi hijo encontrará una solución…
Margaret salió de la casa buscando a Michael. El brusco cambio de temperatura que descendió varios grados, hizo que el vaho evidenciara el ritmo agitado de su respiración.
―Maldito seas, Alexander ―murmuró con rabia―. Maldito seas. Primero muerta antes que vivir bajo tu mismo techo por segunda vez en mi vida ―juró, empuñando su mano derecha y mirando al cielo cubierto de oscuras nubes, como si con ese acto quisiera desafiar a Dios si intentaba entrelazar sus destinos de nuevo―. Si tengo que ir al infierno por ser una adúltera, con gusto pagaré mi eterna condena, no será peor que haber vivido ocho años con él. En mi corazón, estoy segura de que no lo soy, porque si alguien es más pecador que yo, ese es, Swindon. No soy una santa, ni pretendo ser mártir por honrar los votos que él violó infinitas veces. No le debo lealtad, me humilló y me hizo la vida imposible de vivir a mí y a mis hijos. ―Dos lágrimas surcaron su rostro y, en el acto, se las limpió con rabia―. Dios es mi testigo, juro que esta vez no pondré la otra mejilla. ¡Jamás, jamás volveré a su lado!
Estaba harta de que Swindon hiciera su voluntad con ella. Esta vez iba a luchar con dientes y uñas para no permitirlo.
El viento fuerte aglutinaba las nubes en enormes masas grises. Margaret lo sintió la tibia caricia en las mejillas, al tiempo que le soltaba hebras de su cabello. Pronto comenzaría a llover.
Golpes secos y constantes se escucharon desde el fondo de la casa. Margaret dio media vuelta, ese sonido era inconfundible para ella. Rodeó Garden Cottage y pronto se encontró con el chaleco de Michael tirado en el suelo y lo recogió. Unos pies más adelante, halló la camisa de lino en las mismas condiciones. No avanzó mucho más y divisó a Michael a torso desnudo, que alzaba un hacha y la dejaba caer con fuerza sobre un madero, incrustándose hasta la mitad en él. Al parecer, era costumbre de él hacer algún tipo de esfuerzo físico para descargar su ira. Con un movimiento fluido que marcaba todos los músculos de su cuerpo, Michael alzaba nuevamente el hacha, junto con el madero y lo volvía a dejar caer, partiéndolo, con violencia, en dos.
Entre madero y madero, Michael murmuraba palabras cargadas de furia, mas eran ininteligibles a oídos de Margaret, pero era muy fácil adivinar que eran vulgares y malsonantes improperios dirigidos a Swindon y a todo su árbol genealógico, empezando por su difunta madre.
Para Margaret, ver a Michael realmente enojado, canalizando toda esa ira de una manera que no dañaba a nadie, fue una señal. Una que indicaba que, haber seguido los dictados de su corazón y no los de la razón, entregándose a ese hombre, había sido la mejor decisión de su vida. Prefería ser feliz junto a Michael viviendo en el ostracismo, que volver a ser la esposa de Alexander y ser aceptada por la buena sociedad.
La buena sociedad no valía nada, comparado con vivir con dignidad, al lado de un hombre que la respetaba.
―Querido ―se atrevió a decir en voz alta para obtener la atención de él. Necesitaba hablar, saber qué estaba pasando por la mente de Michael―. Soy tuya, ¿estás enojado porque estás dudando de ello?
Michael rompió un madero de un solo golpe, soltó el hacha con brusquedad, se acercó a ella y, sin más, la besó con pasión encerrándola entre sus brazos. Se sentía como un animal irracional, acorralado ante la amenaza de que le quitaran lo que más amaba. Ese beso, brusco y voluptuoso, calmaba su primigenia y oscura necesidad de confirmar que ella solo deseaba estar a su lado.
Margaret, respondiendo a ese beso, con idéntico ardor, le gritaba a Michael que su corazón, su cuerpo y su alma solo le pertenecían a él.
Y Michael la escuchó, la sintió. A pesar de la bruma que enceguecía su sentido común, obedeció ese clamor femenino que le exigía ser tomado en cuenta.
Se sintió estúpido. El miedo a perderla lo convirtió en un energúmeno sin juicio y aquello no le gustó, porque él no era así. Debía ser más inteligente, de lo contrario, Swindon ganaría.
―No olvides que te amo, Michael ―susurró Margaret interrumpiendo el beso con suavidad.
―Lo sé, mi ángel… ―Suspiró estrechándola más fuerte entre sus brazos―. Pero también amas a tus hijos y, aunque odie aceptarlo, son hijos de ese infeliz. Eres tan generosa que, por un segundo, pensé que eras capaz de sacrificar tu felicidad por ellos, a tus hijos jamás los abandonarías. Y yo te amo tanto que te dejaría ir, porque no soy capaz de ser tan cruel como para someterte al suplicio de tener que elegir entre ellos o yo.
Aquella sentida declaración, para Margaret, era la más genuina muestra de amor de ese hombre. Ese hermoso sentimiento que se profesaban era tan joven, tan nuevo y fresco y, aun así, él estaba dispuesto a respetar todas las decisiones que ella tomara, por más dolorosas que fueran. Pero Margaret tenía todo muy claro, si ella tenía que elegir un modelo de hombre a seguir para sus hijos, indudablemente, ese era su granuja.
―Mi elección no puede ser más fácil, Michael, es mucho más sencillo de lo que imaginas ―aseveró Margaret convencida―. Swindon no ama a mis niños, nunca lo hizo, ni lo va a hacer. Los engendró solo por tener un heredero y uno de repuesto, por deber… Y el deber no se transforma en amor, y menos, cuando ese hombre es una persona incapaz de experimentar ese sentimiento ―explicó con amargura―.Un padre que ama a sus hijos, ¿los apuesta?, ¿o los echa de su propia casa para poder revolcarse con su amante a sus anchas? ¿Acaso concibes que un padre humille, castigue y golpee a sus hijos solo por hablar, o que los ignore como si no existieran?... Aunque te parezca inverosímil, en estos pocos días, les has dado más demostraciones de afecto a mis hijos que Alexander en toda su vida… No permitiré que ellos vuelvan a sufrir por culpa de un hombre al que le queda demasiado holgada la definición de padre.
Esas palabras, llenas de convicción, fueron suficientes para Michael. Todos sus miedos, se los llevó el viento, lejos, más allá de las nubes oscuras que cubrían la inmensidad del cielo o de cualquier frontera conocida por él.
―Lo siento… lo siento, mi ángel ―se disculpó Michael, arrepentido de haber permitido que la desesperación y el miedo tomaran las riendas de sus emociones.
―No te disculpes por sentir, o por suponer un escenario que es razonable si no cuentas con la historia completa. Tú eres un padre devoto, no concibes que otro hombre no lo sea… Esa es una de las cualidades que me hace amarte.
Michael sintió frío y hambre. La furia, se había ido.
―Volvamos a casa ―dictaminó Michael.
―Sí, pronto lloverá, vuelve a vestirte. ―Margaret le ofreció la fina camisa de lino que había recogido del suelo―. Te puedes enfermar…
―No me refiero a Garden Cottage ―interrumpió más sereno y decidido, vistiéndose con premura, pasando la camisa por su cabeza―, sino a Clover House, mi casa en Londres… nuestra casa. Si Swindon pretende deshonrar los términos del acuerdo que él mismo firmó, entonces, no hay nada más que hacer que desmentir sus dichos de una forma contundente. ―Sonrió con malicia, metiendo la camisa dentro de sus pantalones―. Se me hace muy atractiva la idea de humillarlo públicamente, su esposa que se niega a volver con él porque su nuevo dueño es mucho más… interesante.
―Debo darte la razón en eso, querido. Mi nuevo dueño es, infinitamente, más interesante―replicó Margaret sonriendo del mismo modo que él y le entregó el chaleco―… Eres perverso, Michael… Pero me gusta tu perversión, lo que dices tiene un sabor a justicia demasiado dulce como para rechazar la escandalosa idea.
Michael sonrió, todo volvía a la normalidad, a ser él mismo. A ser ellos mismos.
―Espléndido, querida. Entremos a casa, necesito que Fields me informe de…
―A propósito del señor Fields... ―terció Margaret―. Me gustaría que saciaras mi curiosidad.
―Adoro saciar tu curiosidad ―replicó Michael alzando una ceja―. De todas las formas posibles.
―Estoy hablando en serio, lord Bolton ―reprendió con suavidad―. La primera vez que el señor Fields vino a Garden Cotttage, dijo que era secretario de sir Walter Ackerman. Y ahora viene con tu padre…
―Ah, eso, mi estimada señora Witney. ―Le ofreció su brazo y ella aceptó―. Tengo una buena y sencilla explicación ―dijo, enfilando sus pasos hacia la puerta principal de la casa―. John sí era secretario de sir Walter, coincidimos en el mismo carruaje que nos trajo a Richmond. Me simpatizó mucho y le ofrecí que trabajara para mí después de la visita que te hizo la primera vez. Ahora es mi secretario.
―Ya veo… Vaya… Entonces, el señor Fields debió decirte lo que dije de ti.
―Que era un granuja, oh sí. Eso hirió mi corazón, señora Witney. ―Hizo un gesto dramático poniéndose la mano en el pecho.
―Lo sigues siendo…
―E insiste en llamarme granuja, ¡qué atrevimiento! Ahora, dígame, ¿qué se siente haber sido seducida por uno? ―provocó divertido.
―Maravilloso, querido, maravilloso.
Michael y Margaret entraron en la cocina tomados de la mano, se sentían más serenos y determinados sobre el futuro inmediato. En el lugar se encontraron con que todos habían terminado de desayunar, pero seguían ahí a la espera. Albert tenía sentado en su regazo a Lawrence y conversaba animado con él, mientras que John hacía desaparecer una galleta frente a los ojos asombrados de Thomas y Alec.
Margaret, al ver aquella escena, sonrió. Era extraño para ella ver a hombres tan cercanos a los niños. Por lo general, ellos los ignoran, y se preocupan de sus asuntos, o los obligan a mantener el silencio. Era una lástima que no hubieran más hombres en el mundo como lord Hastings o el señor Fields, sin duda, habrían niños más felices.
Albert, sintió la presencia de su hijo y, de inmediato, se giró para verlo. No le pasó desapercibido que Michael le tomaba más fuerte la mano a Margaret, en el momento que ella quiso retirarla cuando él los miró.
Sus sospechas no habían sido meras imaginaciones. Inequívocamente, Michael había hecho su elección. No era lo que hubiera querido para su hijo, sabía que no sería fácil para nadie. Pero no iba a cometer las mismas aberraciones que su difunto padre por mantener el buen nombre de la familia.
No valía el elevado costo, él sí amaba a sus hijos, por sobre todas las cosas, y eso incluía la sobrevalorada reputación.
Jamás seguiría el ejemplo de Joseph Martin.
―Veo que ya estás mejor, hijo ―señaló Albert con naturalidad―. Necesito conversar contigo. En privado ―subrayó.
Margaret soltó la mano de Michael y él, a regañadientes, la dejó ir. Llamó a sus hijos y a Lawrence para ir a las habitaciones y les propuso que le ayudaran a hacer las camas. Los pequeños protestaron, pero siguieron a Margaret sin cuestionar su autoridad.
El señor Fields, salió de la estancia con discreción y Elizabeth lo siguió.
Michael tomó asiento al lado de su padre, resignado a tener que dar explicaciones.
―Papá…
―No, Michael ―interrumpió severo―. Solo necesito saber una sola cosa y espero que me digas la verdad. Esta vez, no quiero que me ocultes nada, o volveremos a pagarlo demasiado caro.
Michael asintió en silencio, su padre no solía hablarle de ese modo. Algo había cambiado en él, de una manera que no podía soslayar.
―¿Estás seguro de que no estás cometiendo un error al mantener una relación indecorosa con lady Swindon?
―Muy seguro, señor ―admitió sin titubear―. No es indecorosa, yo la amo y ella me ama.
―Hijo, ¿no estarás encaprichado con ella? Admito que es una mujer hermosa, y has enviudado hace años…
―No es un capricho, papá… Amé a Laura con todo mi ser… Por Margaret, es el mismo poderoso sentimiento. Es la mujer que me está dando otra oportunidad. Si fuera un capricho, optaría por el camino fácil, el de esconderla, y yo no volveré a cometer ese error.
―Ya veo… Dime, ¿qué pasa con Swindon y sus declaraciones públicas? ―interrogó sereno.
―Ese canalla no tiene ningún derecho sobre ella.
―Eso lo tengo muy claro, ¿qué harás si entabla un juicio civil para que se la devuelvas?
Michael se sentía atacado por su padre, ese implacable interrogatorio no lo había esperado. Albert estaba cuestionándolo todo, pero él no se daría por vencido, tenía argumentos, y sentimientos poderosos para continuar.
―Pues responderé, Swindon no puede impugnar un acuerdo firmado por él ante testigos, en su mayoría, honorables ―contestó intentando mantener la compostura, no haría cambiar de parecer a su padre si volvía a perder el control de su ira.
―Nadie dice que el conde no pueda mentir o sobornar para obtener un veredicto a su favor y traerla de vuelta. Ambos sabemos, por experiencia propia, que existen hombres que son capaces de hacer cualquier cosa para lograr sus objetivos ―argumentó, trayendo a la memoria de ambos, al antiguo duque de Hastings.
―Si eso sucede, me iré con ella fuera del país. Estaré preparado para cualquier resultado.
Albert se quedó en un ominoso silencio, miraba a su hijo mayor con severidad. Michael estaba empeñado en continuar y nadie, ni siquiera él, lo convencería de lo contrario.
Estaba orgulloso de él, su hijo era mejor hombre de lo que fue él. Pero no se lo diría hasta exponer su parecer.
―Michael, escúchame bien, sabes muy bien que yo no viviré para siempre. Tienes un título al cual responder, es una responsabilidad de la que no te puedes deshacer, porque eso implica descuidar el patrimonio de Lawrence y de la familia.
―Yo no me desentenderé de mis obligaciones, papá. No me importan los sacrificios, estoy seguro que podré cumplir con mis deberes, ¿de qué me servirá un ducado si me convierto en un hombre que está muerto por dentro? No soportaré una segunda pérdida…
―Las pérdidas son inevitables, hijo mío, nadie muere de ello… Pero yo no seré el causante de nada que te perjudique. Has tomado una decisión, y yo la respetaré ―declaró solemne―… Excepto que te vayas fuera del país, eso jamás lo permitiré. Si nos arrastras al ostracismo, ten por seguro que no perderé el sueño por ello, me basta con tener a mi familia a mi lado. Es lo único que no transaré contigo. Si hay que proteger a lady Swindon de su esposo, lo haremos, porque esta vez, no estás solo. Esta vez, no defraudaré a mi hijo, ¿entendido?
Michael respiró aliviado, su padre era el hombre que más respetaba en el mundo. Su apoyo era inestimable.
―Sí, papá… Gracias… ―agradeció con humildad y le tomó la mano con cariño. Albert se la apretó con suavidad y le palmeó la mejilla.
―Entonces, ¿cuándo volverás a Londres?
―Si la salud de Lawrence lo permite, en unos dos días.
―Muy bien, que así sea…
Michael y su secretario estaban a solas en el salón principal. Los niños jugaban en el cuarto de Lawrence. Albert había vuelto a la posada King’s Place a descansar y Margaret estaba preparando el almuerzo junto con Elizabeth.
Garden Cottage estaba inundado de sonidos, el proveniente de la cocina, las voces diáfanas de los niños, la lluvia que caía fina y las voces masculinas de Michael y el señor Fields, que empezaban a conversar con cierto tono de secretismo...
―Bien, señor Fields. Según sus averiguaciones, ¿qué tanto de lo que dice ese pasquín es cierto? ―preguntó Michael con serenidad.
―Pues pude constatar que todo es cierto, lord Bolton. El asunto fue como un reguero de pólvora. Al momento de mi llegada a Londres, era de lo único que se hablaba, incluso, se dice que, en el White’s, se está llevando a cabo una apuesta para acertar con cuál de los dos caballeros se quedará lady Swindon. Y, debo informarle que los números favorecen al conde.
―El escándalo está dentro de las posibilidades que barajaba. Pero me temo que muchos perderán su dinero. ―Michael alzó una ceja, e instó a Fields a que continuara.
―Me ha quedado más claro que habrá muchos perdedores… ―convino alzando las cejas. No había que ser Newton para entender el tenor de la relación de lord Bolton y lady Swindon―. Bien, pasando a otro tema, me reuní con su asesor financiero. El señor Brown me solicitó que se apersone urgente en sus oficinas, necesita que apruebe unos movimientos de dinero lo antes posible.
―No se preocupe por ello, partiremos a Londres en unos días ―sentenció Michael echando a andar su mente. Había estado demasiados días en Richmond, sus responsabilidades reclamaban su atención. Si antes apremiaba, ahora era más que imperativo.
―Excelente, pero eso no es todo, tal como usted me indicó, el señor Brown ya tenía listo el informe que le había encargado antes de partir a Richmond. ―John le entregó una carpeta abultada a Michael―. Según me explicó Brown, en resumidas cuentas, lord Swindon, está en la bancarrota. Si el conde hubiera podido echarle mano a las propiedades del título, no hubiera dudado un segundo. Pero esas tierras, independiente si le es permitido venderlas o no, ya no reportaban ninguna renta, el conde ha fundido las finanzas a tal punto, que las ha dejado en el más absoluto abandono. Lamentablemente, el joven Thomas solo heredará deudas en el futuro.
―No comprendo por qué Swindon está intentando dar una imagen de hombre reformado, no tiene sentido. Debería estar escondido de sus acreedores, es una lástima que, gracias a sus privilegios aristócratas, no lo puedan encarcelar en Newgate[5] ―razonaba Michael mientras hojeaba el informe del señor Brown.
―Y así lo hizo durante un tiempo. ―John dejó la frase en el aire, Michael centró su atención en su secretario―… Pero…
―No me asombra que haya un «pero».
―Pero ―continuó Fields―, mágicamente sus deudas fueron saldadas. De la noche a la mañana, las arcas de Swindon estaban llenas, como si nunca hubiera derrochado dinero en su vida. Eso fue lo que más le extrañó a Brown.
―¿Será posible que haya conseguido un inversor? ―conjeturó Michael.
―Probablemente… Sin embargo, no puedo imaginar a una persona tan ilusa que sea capaz de invertir en alguno de los negocios de lord Swindon.
―Alguien que desconoce su reputación… Aunque no me sorprendería, la estupidez humana es infinita. Seguiremos averiguando de dónde salió ese dinero.
―Así será, milord… ―John sonrió―. Definitivamente, trabajar para usted es mucho más estimulante que con sir Walter ―aseveró, recordando que su jefe pasaba más tiempo borracho que haciendo algo provechoso.
―A propósito de ello, ¿cómo se tomó sir Walter su renuncia? ―preguntó Michael con cierto morbo.
―No sabría decirlo, estaba demasiado ebrio como para vociferarme las penas del infierno.
Michael rio de buena gana por un largo rato. Pero las carcajadas cesaron cuando recordó el último encargo que le había asignado a Fields.
―¿Fuiste a entregarle mi mensaje a lady Rothbury? ―interrogó con cierta preocupación.
―En efecto. Visité Peony House, pero el señor Carruthers me informó que los vizcondes pasarían la Navidad en Rosebud Manor, en Cragside.
―No sé si eso es mejor o peor, dadas las circunstancias. ¿No te comentó nada más?
―No, el hombre es el epítome del hermetismo.
Michael se quedó pensativo, dada toda la información que había obtenido. Había tomado una decisión arriesgada, una mucho mayor que ser expuestos como amantes ante todo el mundo. Se avecinaba la prueba más difícil de su vida.
Averiguar los verdaderos motivos del conde para reclamar de vuelta a Margaret, y si el azar lo acompañaba, lograr forzar a Swindon a que entablara una demanda, y no necesariamente una para que el conde reclamara a su esposa, sino todo lo contrario. Una tarea titánica, casi imposible, dada las circunstancias.
Obligarlo a la nefasta tarea de solicitar un divorcio.