Todo plan improvisado, urdido sobre la marcha y con una cuota de desesperación, tiene sus falencias y, el plan de Margaret, de todos planes del mundo, era el más imperfecto de todos.
En cuestión de tres días, la joven, hermosa, voluptuosa, eficiente y leal Elizabeth, sucumbió ante el hechizo que significaba la presencia de Michael Martin en Garden Cottage, lo cual trajo a Margaret un daño colateral que jamás sospechó sentir en su corazón: celos.
Impíos, inapropiados, inimaginables, irracionales.
Todas las mañanas, el simple acto de desayunar se volvió un suplicio insoportable. Elizabeth, al servir la mesa, le dirigía a Michael sonrisas que destilaban un femenino coqueteo, coronado con un rubor perenne en sus lozanas y jóvenes mejillas, todo ello, aderezado con un sensual contoneo de caderas. Cada vez que él estaba a punto de decir una palabra, y casi por arte de magia, ella estaba lista y preparada para escuchar su orden. Tal parecía que había desarrollado un sexto sentido, sincronizado con todas las necesidades del señor Martin.
Cada vez que ellos cruzaban palabra alguna, Margaret odiaba a la coqueta muchacha y detestaba al afable y encantador Michael.
En la única labor en que Elizabeth no intervenía, era en el cuidado de Lawrence. Desde el primer momento se le indicó que aquello era menester de él y solo lo compartía con Margaret.
Y, para Margaret, aquella exclusividad tenía sabor a gloria, pero a la vez, ella se sentía tan ridícula y patética en esa guerra invisible por acaparar las miradas de Michael. Le enervaba sentirse de esa manera, tan dividida, tan fuera de sí.
Por una parte, deseaba que Michael le hiciera justicia a su fama de galán y libertino. Entraba, casi a hurtadillas, a cada habitación de la casa, con la enfermiza idea de que se encontraría con una lasciva puesta en escena por parte de Elizabeth siendo poseída por él.
Por otra parte, tan solo imaginar aquello le revolvía el estómago y, al mismo tiempo, sentía que su corazón se desangraba con lentitud.
A lord Swindon lo sorprendió un par de veces profanando su hogar con alguna sirvienta, y no sintió nada más que un frío desprecio hacia su esposo que ni siquiera respetaba la casa de sus hijos, y un lógico dolor en su amor propio. Pero, de ese sentimiento que la estaba consumiendo y que le carcomía el alma, jamás.
―¿Se siente bien, Margaret? ―preguntó Michael con preocupación, interrumpiendo los tempestuosos pensamientos de ella.
―Me siento perfectamente, Michael ―respondió con demasiada celeridad, como si la hubieran sorprendido cometiendo un delito―. ¿Por qué lo pregunta? ―interpeló fingiendo una espléndida normalidad.
Un mar de calma.
―Por un momento pensé que sucedía algo importante, por lo general, usted ameniza el desayuno con su interesante conversación, y esta mañana está inusualmente callada ―contestó Michael y luego tomó el último sorbo de té que quedaba en su taza.
Margaret, esbozó una sonrisa. Pero por dentro, el corazón empezó a latir frenético.
―No sucede nada en particular, solo estoy… preocupada por Lawrence ―justificó con una verdad a medias.
―Esta mañana no amaneció con fiebre. Desde anoche que no le sube ―comentó Michael, evidenciando con una gran sonrisa su felicidad―. Todo ha sido gracias a usted, le ha dado mucho más que cuidados y sopa a Laurie. No dudo que, en unos días, mi pequeño estará jugando con Alec y Thomas.
Margaret sintió cómo sus mejillas se arrebolaban con ese agradecimiento tan sincero. Pero sintió que empezaron a arder, en el momento en que se dio cuenta que su rubor era evidente ante los ojos de Michael.
Se sentía como una tonta y bobalicona debutante.
¡No podía ser!
Las mejillas le quemaban.
―N-no ha sido nada ―logró articular en un tímido susurro, intentando mantener la compostura.
―Lo ha sido todo ―refutó vehemente―… apenas estoy aprendiendo a cuidar a mi hijo y usted ha sido primordial en el proceso.
―¿Más té, milord? ―interrumpió Elizabeth solícita, sus largas pestañas aleteaban perezosas.
―No, es suficiente. Muchas gracias ―rechazó Michael casi sin mirarla. Estaba pendiente de Margaret, quien miraba a la criada con una expresión insondable.
El rubor había desaparecido.
Una lástima, se veía adorable.
Eran tan pocas las ocasiones en que Margaret demostraba sentimiento alguno. Para Michael, ella era un enigma que no lograba descifrar. Había fugaces momentos en que percibía que había una fuerza poderosa que fluía entre ellos, como si ella era fuera la luna, y él el mar. Pero, sin más, el momento pasaba y aquella atracción se desvanecía haciendo que él se sintiera vacío, preguntándose si habían sido solo unas irracionales imaginaciones.
No se atrevía a formular ninguna pregunta y, mucho menos, a hacer algo para obtener alguna respuesta por parte de ella. ¿Qué le iba a decir? ¿Usted siente algo por mí? Ni loco, Margaret lo miraría como si tuviera la peste negra, y correría.
―¿Qué hará cuando Lawrence se recupere? ―interrogó Margaret. Estaban a solas de nuevo.
Michael se quedó en silencio, sin saber qué responder. Ni siquiera se había planteado aquello. Los días, a pesar de la incertidumbre por el estado de salud de su hijo, habían pasado volando. Ni siquiera sabía si era lunes, martes, miércoles… Ni le importaba.
Era extraña esa comodidad, era como si hubiera vivido toda su vida en Garden Cottage, junto a ella y los niños. Como si fueran una familia.
―¿Le gustaría ver una obra de teatro, Margaret? ―propuso Michael por mero impulso, evadiendo flagrante, la interrogante de Margaret.
Tenía que pensar en ello. Cuando Lawrence estuviera sano, ya no tendría ninguna excusa para permanecer al lado de Margaret y los niños, en el apacible Garden Cottage.
―No ha contestado mi pregunta, Michael ―presionó ella, con cierto cinismo en su tono de voz.
―Se la responderé cuando vayamos esta noche al Georgian Theatre Royal. La señorita Elizabeth me comentó que se está representando «Romeo y Julieta». Puesto que la salud de Lawrence ha mejorado, creo que usted se merece… No, mejor dicho, nos merecemos una pequeña distracción. Cambiar de aire, ¿no le parece?
Tan solo la mención de la joven criada crispó los nervios de Margaret. En una primera instancia, habría rechazado de plano la invitación, pero sus traicioneras e impulsivas emociones la empujaron a decir…
―Está bien.
―Estupendo…
―Pero solo si la fiebre de Laurie no sube durante el día ―condicionó alzando una ceja―. No cante victoria todavía.
―Tengo la seguridad de que Lawrence solo seguirá mejorando.
«Eso espero», pensó Margaret. Porque deseaba, con todo su corazón, ir al teatro con Michael.
Michael esperaba impaciente en el salón principal. No era la primera vez que aguardaba por una dama. En los últimos tres años, había invitado a una infinidad de mujeres para asistir al teatro en Londres. Pero aquellas citas, solo eran fríos y calculados subterfugios para conseguir favores, información, o pistas acerca del paradero de su esposa y, a cambio, él se encargaba de poner a algún marido o amante celoso, o de dar un leve escándalo para mover las aguas de la sociedad con algún rumor muy bien orquestado y beneficiar a su acompañante.
Pero ahora estaba nervioso, era la primera vez que iba al teatro, solo por el placer que significaba estar por unas horas con Margaret, sin tener que preocuparse de nada más que no fuera divertirse. A veces, un poco de frivolidad, aliviaba la pesada carga de la realidad.
El sonido de pasos provenientes de la escalera, lo sacó de su inquieto estado mental. Lo primero que vio fueron los pies de Margaret, enfundados en unos finos escarpines grises, descendiendo con gracia. En segundos, se reveló ante él, una elegante y arrebatadora mujer que hacía gala de sus sinuosas curvas en aquel precioso vestido de seda gris que revelaba sus sensuales curvas, y un generoso escote que podía ser considerado atrevido si no fuera por el fino encaje que velaba sus perfectas cimas.
Estaba ante una verdadera diosa pagana exhibiendo sus preciados y prohibidos encantos a los ojos de ese simple mortal.
Michael estaba sin habla.
Esa mujer lograba dejarlo siempre sin palabras.
Ella sonrió con altivez al verlo desarmado de su labia.
―Usted se parece al mismísimo Beau Brummell[2], pero más silencioso ―elogió Margaret, sintiendo un leve cosquilleo en todo su cuerpo. Debía admitir, que Michael sobrepasaba largamente en atractivo y estilo, a quien fuera el afamado amigo íntimo de Prinny[3], y que ya llevaba un par de años en Francia, escapando de sus acreedores.
Pocos hombres podían llevar con garbo aquellas ajustadas prendas, pantalones y levita de color azul marino, chaleco azul rey, camisa de un blanco inmaculado, al igual que el pañuelo de seda, se ceñían a sus viriles formas en un armonioso conjunto.
―No me diga que usted conoció a ese granuja ―indagó Michael con curiosidad, recuperando el habla en ese instante. De nuevo empezó a sentir esa energía entre ellos, esa atracción. No deseaba que el momento pasara, necesitaba un poco más de ello. Se acercó a Margaret, le tomó la mano enguantada y le dio un casto beso en los nudillos.
Ahora fue el turno de ella de perder el habla. Se alegraba mucho de que él no pudiera escuchar los frenéticos latidos de su corazón, y que la luz dorada de las velas ocultara su rubor en las mejillas. Las últimas horas parecían estar eternamente encendidas.
Suspiró, atrapando apenas su control.
Michael Martin era la encarnación de un hombre pecaminoso, inmoral, disoluto. Pero, cada día que pasaba, él demostraba que era todo lo contrario, un hombre generoso, de buen corazón, un padre devoto, un viudo que cargaba con la muerte de la única mujer que amó… Era una historia triste de la que solo tenía retazos desoladores.
Lo miró a los ojos, él le sonreía, ella respondió del mismo modo.
―El señor Brummel visitó hace unos tres años a Alexander ―respondió intentando contener el impulso de flirtear con él―, lo vi por unos minutos, lo suficiente para recordar cómo era físicamente. ¿Usted lo conoció?
―No, pero sí comparto alguno de sus preceptos, como vestir con elegancia y, por supuesto, el vivificante baño diario… eso sí, con agua, no con leche ―respondió socarrón―. En fin, en aquella época mi vida era diferente, por lo que no llegué a compartir con él.
―Me lo puedo imaginar…
―Señora, su abrigo ―interrumpió Elizabeth ofreciendo dicha prenda. Ayudó a Margaret a ponérselo con algo de torpeza porque estaba casi hipnotizada por el gallardo aspecto de Michael. El traje de gala le quedaba a la perfección y se había afeitado, haciendo que su rostro ya no se le viera cansado y desaliñado.
Margaret no pudo evitar hacer un gesto de hartazgo con los ojos, y que a él no le pasó desapercibido. La muchacha podía hacer todos los intentos posibles para seducirlo, y vaya que se había esforzado, pero era bastante inocente ―y aunque fuera osada― él era inmune a todos sus encantos.
Solo tenía ojos para Margaret.
No existía nadie más.
Y eso fue todo para él.
Ya no podía seguir ignorando lo que su corazón le estaba gritando a todo pulmón desde hacía tres días, cuando el miedo de perderla fue más grande que la culpa que llevaba a cuestas.
Porque no deseaba perder por segunda vez en su vida.
¡Por Júpiter que no lo permitiría de nuevo!
Y, esta vez, nada ni nadie le impediría sentir y vivir aquello que rugía libre en su pecho. Aunque fuera un escándalo, aunque fuera prohibido, indecoroso e indecente. Jamás volvería a ocultar lo que sentía por temor.
Margaret merecía alguien que la apreciara contra viento y marea. Y, por todos los dioses, él había aprendido a golpes que era capaz de hacer eso y mucho más.
Siempre y cuando ella lo aceptara, de lo contrario, tendría que trabajar muy duro para persuadirla, porque, definitivamente, esa atracción no eran imaginaciones suyas.
Existía, sin duda alguna, y ella estaba luchando para no ceder.
Estaba metido hasta el cuello, su cuñado ahora sí lo iba a asesinar, porque no daría pie atrás.
―Vamos, Michael, se nos hace tarde ―apremió Margaret.
―Por supuesto ―convino, ofreciendo su brazo, que ella tomó sin vacilar―. Afuera hay un carruaje esperando, aunque quede relativamente cerca el teatro, no puedo permitir que camine hasta allá y arruine su excelsa estampa ―explicó Michael de buen humor, apenas estaban poniendo un pie fuera de la casa y ya era una noche que nunca olvidaría.
Margaret esbozó una sonrisa, contenta por el detalle y agradeciéndose internamente, por no haber vendido todos sus vestidos, dejó solo uno, el que mejor le quedaba, un regalo de Minerva, su hermana mayor. De los que le compró Alexander en el pasado, no conservó ninguno.
Al llegar a la berlina[4], Michael ayudó a Margaret a subir, tomándola de la mano, para luego subir él, y le dio la orden al chochero que partiera.
Ambos quedaron frente a frente, siendo muy conscientes de que no había nadie más que ellos, sin posibilidad alguna de ser interrumpidos por alguien.
Margaret intentó convencerse de que esos nervios que sentía eran porque hacía mucho tiempo que no salía a divertirse… Aunque, en ese preciso momento, no recordaba cuándo fue la última vez que lo hizo.
Michael, después de aquella epifanía, estaba decidido. Esa noche iba a apostar a ganador todo su corazón, a final de cuentas, solo tenía una vida, y había medio vivido los últimos cinco años, no iba a repetir los errores que cometió con Laura.
Debía ser el hombre que no pudo ser con ella, al fin sentía de corazón que con ello expiaría de alguna manera su falta como esposo. El azar le estaba dando una segunda oportunidad.
Pero no podía dejar todo en sus caprichosas manos, también debía ser un gran estratega.
―Mi estimada Margaret ―llamó la atención de ella, que estaba ensimismada mirando por la ventanilla―, creo que es el momento de cumplir con mi promesa. Le contaré lo que haré cuando Lawrence se recupere.
Aquello acaparó el interés de Margaret al instante, se concentró en el apuesto hombre que tenía al frente.
―Ya me estaba preguntando si solo era una artimaña suya para que accediera a ir al teatro con usted. Soy toda oídos, cuénteme, ¿qué hará?
―Me iré a Londres ―reveló lacónico.
Margaret sintió que el alma se le caía a los pies. Se sintió horrible, él se iría, ella se quedaría… ¿haciendo qué?, ¿esperar a que él le enviara su «pago» sintiéndose una carga?
Se le hizo un nudo en la garganta, ya podía imaginar todo lo que iba a extrañar a Michael y a Lawrence. Tragó saliva e intentó mantener la compostura. Necesitaba respuestas, un indicio para saber a qué atenerse en el futuro.
Tal vez, sí tendría que recurrir a su hermano, al fin y al cabo, era inevitable su destino. Si iba a ser una carga, prefería serlo con Andrew que era de su sangre.
―Oh, vaya… ―dijo con un hilo de voz, se reprendió mentalmente e intentó imprimir seguridad a sus palabras―. Supongo que es lo que debe hacer, dado que tiene que tomar su título de cortesía de manera oficial. Debo admitir que me decepciona, ¿qué haré por usted para ganarme el sustento? Sabe perfectamente que no me agrada la idea de recibir su asignación sin más.
Michael esbozó una diabólica sonrisa que desconcertó a Margaret.
―Usted y sus hijos también se irán conmigo. Debo proteger mis «bienes» más apreciados ―afirmó guiñando un ojo―. La necesito a mi lado… Lawrence también la necesita.
―¿M-me necesitan?... ―tartamudeó asombrada. «Nos iremos con él, me iré con él» repetía una y otra vez su cabeza. Estaba feliz de una forma que ella no se podía explicar, no podía reprimir aquel cálido sentimiento. Él le estaba haciendo experimentar una cantidad innumerable de sensaciones en tan solo un instante. La iba a matar de una apoplejía si seguía así.
―Por supuesto, se ha transformado en alguien indispensable para mí… Además, no puedo dejarla aquí en Richmond. Verá, hay una situación que a usted no le agradará enfrentar sola con sus hijos… ¿Conoce el pasquín «Susurros de elite»? ―interrogó inclinándose hacia adelante.
Margaret estaba absolutamente desorientada, no entendía hacia dónde Michael deseaba encauzar la conversación, por lo que decidió que lo más sensato era contestar todo lo que él preguntara.
Se inclinó del mismo modo que él, pero un repentino bache en el camino, hizo que ella fuera catapultada hacia los brazos de Michael, quedando sus labios alineados a la perfección.
Margaret estaba petrificada, ¿se podía catalogar como un beso aquel inesperado contacto?
Michael, en cambio, no podía dejar pasar la oportunidad de tentarla. Le dio un suave y casto beso al que ella no pudo responder, y lentamente la tomó de sus brazos y la dejó frente a él, tal como si nada hubiera pasado.
―La próxima vez, no será por accidente… ―advirtió Michael, todavía sintiendo el calor de los labios de ella sobre los suyos. No debía presionarla demasiado o ella correría en dirección contraria. Ah, bendito azar.
―No habrá una próxima vez, Michael. Usted es un granuja ―rebatió Margaret no muy convencida de ello.
Él la había besado, ella estuvo demasiado impactada como para responder al beso… Pero, infiernos y condenación, quería más.
Se estaba volviendo loca, una loca desvergonzada.
―Reconozca que me he comportado con usted… ―continuó Michael ladino.
―Ha sido intachable… hasta ahora ―afirmó, subrayando con remilgo las últimas dos palabras.
―Y sigo siéndolo, pero de ser un real granuja usted no estaría sentada donde está, sino sobre mis piernas y yo la estaría devorando sin piedad.
La imagen mental de aquello, fue demasiado vívida para ella. Casi podía sentir cómo él podría devorarla.
Parpadeó intentando sacudirse esa visión que le provocaba un inusitado calor.
―Bueno, entonces imagine que nada de esto acaba de suceder.
―¿Qué cosa acaba de suceder? ―preguntó Michael obedeciendo guasón la orden de ella―, yo estaba tranquilamente preguntándole por el «Susurros de elite».
Margaret, entrecerrando los ojos con desconfianza, le siguió el juego.
―Por supuesto que lo conozco, es la única cosa que me arranca carcajadas cada vez que las leo.
Michael, estaba disfrutando ver tantas emociones en ella. Le encantaba provocarla. Y lo seguiría haciendo hasta obtener todo de ella, que solo ante él perdiera el control…
Para siempre.
―Bien, dudo que le arranque una carcajada el último cotilleo que difundió ese pasquín ―continuó él con total naturalidad―. En este momento, todo Londres se ha enterado sobre la apuesta en la que estamos involucrados y el papel que juega usted, lord Swindon y yo. Esto sucedió hace unas dos semanas, cada uno de los pormenores ha sido detallado, y me temo que solo en cuestión de días, nuestra verdad será de dominio público en Richmond. Si nos vamos a Londres, tal vez el asunto ya habrá pasado al olvido. Pero me es más fácil dominar la situación allá, estando en mi elemento. Aquí no conozco a muchas personas, no tengo influencias para alentar otro tipo de rumores que desvíen la atención, en cambio, en la capital, sí.
Margaret estaba boquiabierta, no sabía cómo reaccionar. De lo único que estaba segura, era que Michael ―a pesar del reciente incidente―, era mucho más honorable que lord Swindon y de algún modo encontrarían una salida airosa… Aunque tal vez no, no había salida alguna para aquella situación. Solo podría ser peor, porque ella estaba perdiendo la batalla en contra de su corazón.
No le quedaba más que enfrentar todo lo que viniera, junto a él. Debía reconocer que hacían un buen equipo… uno demasiado bueno. Pero algo le molestaba de todo ello y no eran precisamente los rumores.
―¿Y me ha invitado al teatro solo para decirme todo esto? ―cuestionó perspicaz―. Usted sí que tiene estilo para dar noticias catastróficas.
―Para ser sincero, ese no es el motivo principal. De hecho, solo la invité por el placer que significa su compañía. Solo decidí que debía aprovechar la privacidad que nos brinda el carruaje, para tratar nuestros asuntos y revelarle cómo ha empeorado nuestra singular situación. Hay un par de oídos coquetos que preferiría evitar a toda costa…
Aunque debía agradecerle a Elizabeth, la idea de ir al teatro con Margaret fue de ella… Esa muchacha era contradictoria.
―Ya veo…
―Disfrutemos esta noche, mi querida Margaret. Quiero que sea especial, olvidemos por unas horas que tenemos preocupaciones. Permítase divertirse y yo haré el resto.
La berlina se detuvo frente al Georgian Theatre Royal. Michael descendió, y con prestancia ayudó a Margaret y luego le ofreció su brazo.
Entraron al teatro emocionados, con la sensación de que se iban a divertir como nunca en sus vidas.