Capítulo XXIV

―Mamá, ¿te vas a casar con el tío Michael? ―preguntó de pronto Alec, provocando que ella se atorara con la copa de vino que estaba bebiendo.

Margaret, jamás imaginó que sus hijos le irían a formular semejante pregunta, a tan solo dos semanas de la muerte de Alexander. El tiempo, para los niños, transcurría diferente, pero también debía admitir que Alexander había desaparecido de sus vidas desde hacía tiempo, mucho antes de su deceso.

Los niños concebían el mundo de una forma tan sencilla, que pasmaba a los adultos, que todo lo complicaban.

Thomas le dio un leve codazo a su hermano como reprimenda, mientras que Alec le susurraba un «¿¡Qué!?» y se encogía de hombros. Lawrence los miraba con cierta diversión.

Michael alzó las cejas con sorpresa, al tiempo que su tenedor se quedaba a medio camino. Miró a Margaret, que ya se recuperaba de su exabrupto, y luego, se comió el trozo de carne para recuperarse de la impresión.

Después de un largo silencio, Michael se tomó el tiempo de limpiar su boca y dijo…

―Mi pequeño Alec, creo que tu pregunta debería ser otra ―señaló Michael solemne―. ¿Ustedes quieren que yo sea el esposo de su madre y que me convierta en su padre o lo que desean es que no me vaya? Una cosa no obliga a la otra.

Alec se quedó atónito ante aquella pregunta, no lo había pensado de esa manera. Miró a Thomas, quien estaba tan confundido como él.

―Solo digan lo que sienten, niños. Les prometo que no me enojaré ―exhortó Michael con suavidad.

―Usted nunca se enoja, tío Michael ―aseguró Thomas y Alec lo secundaba negando con la cabeza.

―Muy bien. ―Michael sonrió contento, esos niños siempre hallaban maneras de asombrarlo―. ¿Pueden responder lo que les pregunté?

―¿Nunca se va a ir, tío Michael? ―preguntó al fin Alec.

―Oh, eso jamás, Alec ―respondió Michael―. ¿Cómo voy a alejarme de ustedes si son como hijos para mí? Los quiero igual que a Lawrence. Y, si me separase de ustedes, mi dolor sería inmenso.

Los hijos de Margaret se quedaron en silencio… Las palabras de Michael se parecían a las de su madre, y que jamás escucharon por parte de su padre. Seguía doliendo ese hombre en sus jóvenes corazones; una parte de ellos no quería recordarlo, deseaban fervientemente borrar a Alexander de su memoria; pero la otra parte, todavía quería creer que su padre alguna vez los quiso, aunque fuera un poquitito.

Tal vez, con el tiempo, lograrían el equilibrio en sus sentimientos.

―¿Ustedes creen que si me caso con vuestra madre yo no me iré? ―preguntó Michael sacando a los niños de sus cavilaciones.

Thomas y Alec asintieron al mismo tiempo.

―Yo no me iré de sus vidas, esté casado con vuestra madre o no. Deben saber que, un matrimonio, hijos míos, debe sustentarse por el amor. Eso deben tenerlo muy claro; el dinero, la posición, la conveniencia, no son motivos poderosos, solo hace a la gente infeliz. Para que pueda casarme con vuestra madre, no basta con solo amarlos a ustedes, también debo amarla a ella ―explicó mientras los tres niños lo miraban con atención―. Ahora, díganme, ¿ustedes creen que estoy enamorado de vuestra madre?

Alec y Thomas alzaron sus cejas con cierto pudor y miraron a su madre, que los observaba con interés y ternura al mismo tiempo.

Pues, francamente, los niños no habían pensado en ello y era muy importante.

―Creo que usted… no deja de mirarla ―admitió Thomas sintiendo que su rostro se calentaba.

―Me gusta mucho mirarla, su madre es bella como un ángel, ¿no lo creen? ―admitió Michael con naturalidad guiñándole el ojo a Margaret.

―¿Por eso le dice «mi ángel»?  ―terció Alec.

―Así es.

―¿Y por eso le besa su mano? ―continuó el pequeño con ilusión.

―Bueno, debo confesarles, que estoy muy enamorado de ella y me gustaría ser su esposo para siempre ―reconoció Michael a los niños que empezaban a sonreír azorados―… Pero, hay algo mucho más importante que todo lo anterior… ¿Ella me ama?

Los tres niños miraron a Margaret, sus ojos estaban cargados de inocente esperanza. Un ruego silencioso clamaba por una respuesta positiva.

Ella, sin decir palabra alguna, miró a Michael y le tomó la mano.

―Te amo con toda el alma ―declaró al tiempo que Michael le besaba los nudillos, sintiendo que la libertad de poder expresar sus verdaderos sentimientos recorría sus venas, colmándola de infinita felicidad.

Alec y Thomas, boquiabiertos, se miraron. ¡Era perfecto!

―Entonces, ¿se van a casad? ―interrogó Lawrence.

―Así es… ―afirmó Michael―. Pero debemos dejar pasar un tiempo. Hay un asunto muy importante que resolver, en primer lugar, y después, podremos casarnos.

―¿La próxima semana? ―preguntó Alec.

Michael rió a carcajadas.

―No, hijo, creo que va a pasar algo más que una semana. Pero les prometo que serán los primeros en saber cuando fijemos una fecha, ¿les parece?

―Tío Michael, ¿cuando se casen tendremos que decirle «papá»? ―preguntó Thomas.

―Pues eso lo decidirán ustedes, yo los amo como si fueran mis hijos, no lo duden nunca. Me llamarán según lo dicte su corazón… no están obligados a quererme ni a decirme «papá».

Thomas asintió solemne, su corazón ya sabía cómo llamarlo cuando eso sucediera. Alec sonreía, no hallaba la hora en que su madre se casara con el tío Michael.

Lawrence tenía una sola duda.

―¿Puedo decirle «mamá» ahora a la señoda Witney? ―preguntó el pequeño pelirrojo a su papá. Él no quería esperar. La respuesta de Michael fue señalar en silencio a su ángel. Lawrence, con ilusión miró a Margaret, quien, sonriendo, asintió dando una respuesta positiva.

La emoción traducida en lágrimas, la embargó. Laurie era un niño que había nacido para entregar amor.

―Por supuesto, mi pequeño ―afirmó ella―. Ven, dame un abrazo.

Lawrence no necesitó más, se levantó de su silla y corrió a los brazos de Margaret y lo abrazó fuerte, con ternura le besó la cabeza y le acarició sus húmedas mejillas salpicadas de pecas.

―Te quedo mucho, mamá ―dijo Lawrence con un hilo de voz, aspirando el inconfundible aroma de su madre.

―Yo también, hijo mío ―respondió Margaret llorando de felicidad.

―Ahora somos hermanos, ¿cierto? ―preguntó Thomas, limpiando una lágrima con el dorso de su mano.

Margaret asintió, extendió uno de sus brazos, invitando a sus hijos a que se unieran, y que completaran ese momento lleno de emociones. Alec y Thomas no necesitaron más, querían mucho a Laurie. Desde el primer momento, fue más que un amigo.

Michael, con el corazón henchido de emoción se levantó de su silla, se acercó a su ángel y besó sus cabellos castaños, al tiempo que acarició las cabezas de sus tres hijos. No podía pedir más, ya no imaginaba su vida sin su familia.

 

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Marcus Finning entró empapado a la sucia taberna. El olor a tabaco, humedad y cerveza no eran la mejor combinación para inhalar. El agente no pudo evitar hacer un mohín, el hedor era repulsivo.

Miró en todas direcciones, la luz de las velas era precaria, lo que le confería al lugar un aspecto insalubre. Según sus indagaciones, Brian McAllister debía encontrarse en ese antro que frecuentaba, por lo menos, cuatro veces a la semana.

Marcus, estaba de suerte ese día, sonrió al hallarlo en una mesa jugando naipes.

―McAllister, al fin te encuentro. ―Fue el particular saludo que el agente Finning le dirigió a un altísimo hombre fornido y de apariencia feroz.

Pero no lo suficientemente feroz como para intimidar a Marcus.

McAllister lo ignoró, era su turno, tiró su carta y miró a Finning de arriba abajo con desprecio.

―¿Quién me busca? ―interpeló el hombre volviendo al juego.

―Marcus Finning ―respondió escueto―. Necesito conversar contigo. En privado si es posible.

―Que yo sepa, no tengo naa que hablar con su mercé ―replicó Brian.

―Oh, sí, tienes mucho de qué hablar, te conmino a acompañarme. Odiaría tener que recurrir al magisterio para dar caza a tu persona por robar baúles de viaje ―advirtió Marcus sin perder el temple, conservando un tono de voz neutral―. Si hablas conmigo ahora, te garantizo que, por un largo tiempo, me olvidaré de ti. Digamos que voy a estar dedicándole mi atención a asuntos más importantes.

Brian no necesitó mayor incentivo, sin decir una palabra, dejó su mano de cartas sobre la mesa y abandonó el juego sin mayor explicación.

Ajuera ―gruñó McAllister.

―Muy amable de tu parte.

Ambos hombres salieron del lugar, lo que significó para Marcus un gran alivio. El aire nocturno de Londres no era de los mejores, pero, comparado con el hedor de la taberna, era como el de un fragante y exquisito ramo de rosas.

―Bien, McAllister, sé que empeñaste un baúl de viaje perteneciente al conde de Swindon…

―Yo no…

―No trates de negarlo… ―interrumpió severo―. Si lo empeñaste o no, me da exactamente lo mismo, solo necesito saber en qué circunstancias llegó a tus manos. Dónde y cómo lo obtuviste

Brian se quedó callado unos segundos, meditando si decir la verdad o no… Pero qué más daba, tenía la garantía de Marcus Finning, su palabra era inquebrantable.

―El hombre del cartel, ese por el cual ofrecen mucho dinero… ―comenzó a relatar―. Me ofreció todas las pertenencias del dijunto a cambio de que lo ayudara a capturarlo.

―¿Solo para capturarlo? ¿No participaste en el asesinato?

―No lo maté, ese no era el trato ―se defendió vehemente―. Esperamos al caallero cerca de un barco que zarpaba a Francia al día siguiente. Cuando bajó de su carruaje, aprovechamos que estaba oscureciendo y lo abordamos poniéndole un cuchillo en el gaznate. Lo llevamos a un callejón, lo golpié en la cabeza y quedó inconsciente. Luego lo atamos y me fui con mi pago dejando solo a los dos caalleros.

―Espera, ¿dijiste «caballeros»?

―El hombre que me pagó era un caallero… hablaba como uno, vestía como uno, pero estaba sucio y hediondo… pero de todas formas era un caallero. A esos se les nota desde lejos que no son naá de por aquí.

―Este caballero… ¿Cómo se presentó?, ¿te dio algún nombre?

―Él no me dio su nombre… pero, cuando lo atrapamos, el dijunto, al verle la cara, se quedó sin habla, como si hubiera visto un alma en pena… o al diablo. Se volvió como loco, murmuraba una y otra vez, «estás muerto, estás muerto». No puedo negarle que fue un poco escalofriante, empecé a dudar que el caallero fuera de este mundo.

Marcus meditó un momento. A juzgar por las palabras de Brian, podía conjeturar que Swindon conocía al asesino, al punto de suponer que estaba muerto… Podía elucubrar muchas hipótesis con esos antecedentes.

―Bien, McAllister, creo que eso es todo… por el momento. Pero debo hacerte una advertencia, si has mentido en tu relato de los hechos, se acaba el trato.

―No, ‘eñor, he dicho toda la verdá. Se lo juro por mi santa abuelita que está en el cielo.

―Más te vale, McAllister… Vuelve a tu juego y gracias por tu cooperación.

―Sí, claro ―satirizó de mal humor―, que tenga buenas noches, su mercé.

 

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«SE BUSCA», leyó en el anuncio pegado en la pared en la cual había un retrato muy cercano a la realidad y se describía su apariencia y, como si fuera poco, el monto de la recompensa para quien lo entregara, la cual ascendía a mil libras, una cantidad exorbitante de dinero. Rabioso, rasgó el papel y se ajustó la bufanda que escondía sus rasgos, y solo dejaba al descubierto sus ojos azules. Se encontraba en medio de esa marejada de gente que transitaba por Wentworth Street, visitando el Petticoat Lane, un mercado callejero de ropa vieja.

Cada día que pasaba, veía multiplicarse esos malditos carteles. Su idea inicial no marchaba tan rápido como hubiera querido. Vigilaba a Michael Martin día y noche, quien salía constantemente de Clover House a distintas horas, sin tener una rutina específica, y sus destinos eran poco propicios para llevar a cabo su plan. Si no era la casa de Rothbury, era la de Hastings, Wexford, o, en su defecto, el club White’s. No había ninguna amante, no salía a jugar ni a beber. Y si lo hacía, era acompañado de esa mujer. Era un objetivo inalcanzable.

¿Dónde demonios estaba el libertino? Michael Martin parecía un maldito monje.

Tal vez debía cambiar de estrategia, no estaba pensando bien, matarlo no iba a ser suficiente… iba a suceder lo mismo que con Swindon, actuó por impulso, la ira lo hizo ver todo rojo y necesitaba dinero para largarse y empezar de nuevo.

La muerte de Michael Martin, no garantizaba nada si no obtenía algo de su dinero.

Necesitaba un nuevo plan.

Dio media vuelta y dio de lleno con el pecho de otro hombre que lo hizo caer de bruces.

―Oh, perdón, señor. Mil disculpas, no fue mi intención… Permítame ayudarle ―ofreció una voz masculina que era muy familiar para él.

Alzó la vista… Corby.

Con la caída, la bufanda se había resbalado de su rostro, dejándolo al descubierto, por un segundo se paralizó y, Corby, que lo miraba con amabilidad, le ofrecía la mano para ayudarle a levantarse.

Al parecer no lo había reconocido. Con cierta sensación de alivio, volvió a subir su bufanda y tomó su mano. Murmuró un «gracias, milord» mientras se inclinaba y, tan rápido como pudo, se alejó.

Corby no se movió, entrecerró sus ojos… Ese hombre le era muy familiar… Las cicatrices de su cara no ocultaban del todo sus facciones. Pero no estaba muy seguro que fuera él, desde hacía meses que no se sabía nada acerca de su paradero, incluso se creyó que había muerto.

Pero, aparentemente, no lo estaba.

Miró la pared y lo que quedaba del cartel que buscaba al asesino de Swindon. Debía salir de dudas.

Esperó unos momentos más, y fue tras sus pasos.

El hombre siguió derecho, apurando el tranco, Corby, por momentos lo perdía de vista en medio de la multitud y la exorbitante cantidad de prendas de vestir que estaban exhibiéndose en el suelo y colgadas por doquier, llenando su campo visual de texturas y colores. Desvió su rumbo hacia un callejón, por lo que Angus corrió intentando alcanzarlo.

Al llegar, pudo divisar al hombre que ya estaba en el otro extremo, doblando hacia la izquierda. Corby profirió una palabra malsonante; la distancia se había extendido más de lo que pretendía. Miró en todas direcciones, esa zona no la identificaba, pero no le dio importancia, no era la primera vez que estaba en un lugar desconocido.

Angus siguió con su persecución y, al llegar a la esquina, también viró hacia la izquierda.

Un potente y sorpresivo empujón lo dejó contra la pared, al tiempo que se golpeaba fuertemente en la cabeza, dejándolo atontado.

―No debiste husmear, Corby… ―siseó el hombre dejando al descubierto su rostro, revelándole su identidad.

Angus lo reconoció, ahora estaba seguro, pero, en ese mismo instante, sintió en su costado derecho dos estocadas rápidas y certeras.

Sangre espesa comenzó a manar, empapando su ropa. Se llevó las manos a la herida, intentando detener la hemorragia, pero era inútil, el líquido vital se escapaba por entre sus dedos.

Corby no fue capaz de decir ni una palabra, el hombre escupió el suelo, miró en todas direcciones para asegurarse de no tener testigos y se fue corriendo, dejándolo solo.

Angus entornó sus ojos, creyendo que en cualquier momento iba a desfallecer, pero esa sensación de sentirse como un hombre pusilánime lo asqueó. Abrió los ojos, estaba determinado, él no era así, no podía terminar así, no debía morir así… De pronto, sintió que había perdido demasiado tiempo…

Ah, la ironía de la vida, Corby se rió de sí mismo sintiendo un intenso dolor al hacerlo. Negó con su cabeza, su tía tenía toda la razón. Había desperdiciado su vida. Si moría ahora, no habría un heredero digno que lo sucediera sin tirar por la borda el trabajo de generaciones. El siguiente era su primo Trevor y vaya que lo detestaba, un jovencito petulante y cobarde que siempre tenía una excusa para malgastar dinero.

No podía permitirlo, al menos, debía intentar encontrar ayuda antes de morir. Con esa idea en la cabeza, comenzó su vía crucis.

Cada paso que daba lo debilitaba más y más, pero tenía que llegar, al menos, hasta Wentworth Street, lugar donde comenzó todo. Intentó conservar la calma, controlando su respiración, midiendo cada movimiento para no caer.

Los minutos se tornaron eternos, sus pasos dejaban una estela de goterones de sangre. Vislumbró a los transeúntes, los pregones, los puestos de ropa, estaba a punto de llegar. Sus piernas empezaron a flaquear, solo faltaba un poco más.

Lo último que vio, fueron las hebras de unos cabellos rubios y las oscuras nubes del cielo de invierno.