A las nueve de la mañana, Michael estaba frente a la tumba de Laura. Algo extraño había pasado, estaba engalanada con sencillas pero hermosas flores, evidenciando que alguien había estado antes que él.
Peguntándose intrigado quién habría sido, dejó sobre la tumba la ofrenda floral que él había traído. Dio un largo suspiro y, a diferencia de la primera vez, ya no se sentía destrozado. Se sentía, en cierta forma, resignado. Margaret estaba reparando su corazón de un modo que no pudo prever.
Estudió la nueva y reluciente lápida de mármol blanco, donde se destacaban las hábiles manos de su creador. Era tan diferente a la antigua, de tosca y oscura arenisca. Su difunta esposa, al fin tenía un epitafio en letras doradas, uno que fuera digno de ella y de su legado.
«Laura Martin, nacida el 16 de febrero de 1792, fallecida el 10 de mayo de 1815.
»Devota y abnegada madre, amadísima esposa, mujer incansable.
»Nuestro tiempo fue corto y robado, mas cada segundo que viví junto a ti, amándote, fueron mi cielo en la tierra.»
El ambiente estaba impregnado del singular aroma del petricor, y un viento frío y fuerte movía las densas nubes. A Michael le pareció que la lluvia de hacía dos días había sido tan breve e intensa como su vida junto a Laura. En ese momento, de pie ante la tumba de su esposa, se sentía dividido y necesitaba una señal, una respuesta. Sabía que amaba con su alma a Margaret, pero también amaba a su esposa, nunca dejaría de hacerlo…
―Laura, perdóname por no venir antes con nuestro hijo. Lawrence enfermó; estaba muy débil y delgado cuando lo encontré. Creo que, si hubiera tardado un poco más, lo habría perdido como a ti… En los momentos en los que estaba consciente, le he hablado de ti, he intentado recuperar el tiempo perdido. De a poco se ha ido recobrando su salud, y hoy, ha estado todo el día fuera de la cama. Es un niño maravilloso; fuerte, vivaz e inteligente. Es igual a ti en tantos aspectos, que es casi como si estuvieras conmigo. Gracias por protegerlo con todas tus fuerzas…
Se agachó, acarició la lápida que todavía estaba húmeda. Tomó una bocanada de aire, y espiró, sacando todo el aire de sus pulmones.
―Pero eso no es todo… también quiero contarte que conocí a una mujer, su nombre es Margaret ―prosiguió―. El motivo por el cual mi destino se unió al de ella, fue una apuesta. Su esposo, la persona que debía amarla, darle una buena vida, perdió en un juego de cartas donde yo era su contrincante y la ofreció como pago. Y yo acepté, pensando en que podría ayudarla… protegerla, porque nadie merece ser tratado como un mueble o un pedazo de carne. Tal vez, en el fondo, lo hice para hallar un poco de paz, una pequeña redención, hacer algo bueno por alguien que me necesitaba...
Michael se quedó unos segundos en silencio, sintió la necesidad de meditar sobre las palabras dichas. Se dio cuenta que, en todas sus acciones, había un denominador común, redimirse a sí mismo y, con ello, sentir que hacía lo correcto, que era un buen hombre.
―Lo que nunca imaginé ―continuó―… fue que me iba a volver a enamorar. No sé en qué momento sucedió ni cómo. Pudo ser su rebeldía, su obstinación a no aceptar su destino con sumisión, su fiereza para luchar día a día o, simplemente, su fragilidad. Y la amo, la amo como alguna vez te amé a ti… y quiero pedirte, humildemente, tu bendición… No me importa lo que pueda pensar el resto del mundo, pero solo una señal tuya me bastará para saber que puedo amarla en completa libertad…
Michael inspiró profundo, la culpa en su corazón había mitigado al sincerarse con Laura. Miró a su alrededor y, a lo lejos, notó una silueta familiar. Era su padre, que se dirigía hacia él, llevaba a Lawrence en brazos. Michael le hizo señas que fueron respondidas en el acto.
―Papá ―saludó Michael cuando Albert llegó a su lado―, Laurie ¿ya estás listo? ―preguntó acariciando la roja cabellera de su pequeño.
El niño asintió en silencio y curvó sus labios.
―Le pedí al abuelo que me tajeda, quedía despedidme de mamá ―informó Laurie, borrándosele la sonrisa.
―Y yo venía a presentarle mis respetos antes de partir ―agregó Albert dejando a su nieto en el suelo, quien se arrodilló al lado de la lápida y comenzó a rezar. Se quitó su sombrero, dio una leve inclinación hacia la tumba de Laura, miró a su hijo y suspiró―. ¿Cómo estás?
―Bien, necesitaba un momento a solas... ¿Tú le trajiste estas flores? ―interrogó con curiosidad, apuntando el intrigante ramo.
―En efecto, ayer vine ―confirmó―, necesitaba conversar con ella, pedirle perdón. Yo también cometí innumerables errores. No debí permitir que Joseph manipulara nuestras vidas. Actué demasiado tarde.
―Ambos lo hicimos... ―concordó en un hilo de voz.
No dijeron nada más, en silencio observaban a Lawrence que, con ternura, le daba un beso a la lápida, para luego, ponerse de pie. Miró a su padre y a su abuelo con los ojos rebosantes de lágrimas.
―Le di gracias a mamá por enviarnos un ángel ―dijo el pequeño con la voz quebrada de la emoción―. ¿La señoda Witney siempe estadá con nosotos, no nos dejadá? ―preguntó, mostrando sin querer, sus inocentes temores.
―Yo creo que ella no nos va a dejar y, es muy posible que ella, Alec y Thomas se queden con nosotros ―contestó Michael esbozando una sonrisa. Debía tener mesura con sus promesas. Tanto el destino como el azar, tenían caminos caprichosos y misteriosos.
―¿Se puede tened una mamá en el cielo y ota a mi lado? ―siguió el pequeño con el interrogatorio.
Michael estaba enternecido y orgulloso a la vez. Lawrence iba a ser un hombre diferente a él. Podía expresar sus sentimientos y pensamientos sin temor a que alguien los coartara, tal como a él le sucedió con su abuelo, el difunto duque de Hastings.
―Primero me gustaría que te preguntaras a ti mismo, si quieres tener una mamá a tu lado ―exhortó Michael a que su hijo fuera más preciso.
El niño asintió con entusiasmo, unas lágrimas cayeron.
―La señoda Witney… me gustadía mucho que fueda mi mamá ―contestó―. Mi mamá del cielo, ¿seguidá siendo mi mamá? ―preguntó preocupado.
―Laura, nunca dejará de ser tu madre―respondió Michael con convicción.
Y, esas palabras, dichas con tanta seguridad por él mismo, fue la señal que buscaba Michael. Laura no volvería, pero siempre iba a permanecer en su vida como su primera esposa, la que le enseñó que los errores se pagan caros. Y ahora, que había aprendido a puro dolor, podía darle un futuro mejor a su hijo, y vivir a plenitud su segunda oportunidad, porque no iba a ser fácil en muchos sentidos. Laura no sería olvidada, ella era parte de él y de Lawrence, para siempre.
Sí, esa era su señal. Laura no sería olvidada. Pero ellos debían continuar.
―Hijo, tengo un regalo para ti ―anunció Michael, metiéndose la mano al bolsillo.
Sacó una caja decorada con dibujos de juguetes, no era más grande que su mano y se la ofreció a Lawrence.
El niño, quien antes de conocer a su padre, no sabía lo que era un regalo, miró la caja como si hubiera encontrado un tesoro y la tomó con cuidado.
―Gacias, papá.
Desató la cinta que aseguraba la caja y la abrió, en su interior estaba el retrato en miniatura de Laura enmarcado en un sobrio y elegante portarretrato. Michael ya no necesitaba tenerla en su reloj de bolsillo, ya no contaba las horas que llevaba desaparecida, ni tampoco necesitaba mostrar su rostro para encontrar pistas. Nunca más volvería a preguntar con esperanza a algún desconocido «¿conoce a esta mujer?».
Ya no necesitaba ver su rostro, Laura estaba grabada a fuego en su memoria… Pero en la de su hijo no.
Lawrence debía recordarla y honrarla. Así como ya lo hacía él.
El pequeño pelirrojo sollozó, con reverencia acarició el rostro de su madre sobre el cristal. Era hermosa, muy hermosa.
―Mi mamá también padece un ángel.
―Laura siempre te cuidará, es tu ángel de la guarda ―aseguró Michael a su hijo―. Siempre fuiste lo más importante para ella.
Michael miró hacia el cielo, susurró un «gracias, mi Laura, por todo» para que sus palabras se elevaran hasta llegar a ella. Nunca habría palabras suficientes para agradecerle a su esposa todo lo que le dio, y juró que honraría ese regalo toda su vida. No sabía cuándo podría volver a Richmond, pero prometió visitarla en cuanto pudiera.
Su sacrificio, no había sido en vano, lo preparó para ser un mejor hombre; uno que supiera luchar por el amor de una mujer, de sus hijos, contra viento y marea.
Margaret, los hijos de ella y Lawrence, eran parte de su presente. Él estaba vivo… quería y debía seguir avanzando porque tenía una inesperada familia que proteger, su felicidad dependía de él.
Una familia que amaba cada día más, que le llenaba el corazón con un sentimiento inefable, pero poderoso e incondicional. Por la que daría hasta su último aliento.
―Dile adiós a mamá ―instó Michael a su hijo―. Debemos partir en unas horas. Será un viaje largo.
―Adiós mamá, te quedo mucho ―se despidió el pequeño, haciendo un gesto con su manito.
―Adiós, Laura… ―susurró Michael, tomó a su hijo en brazos y, junto a su padre, enfilaron sus pasos a Garden Cottage
Sir Walter Ackerman estaba sentado apaciblemente en el gran escritorio que reinaba en su biblioteca. Encendía su cigarro con placer, aspiraba cortas bocanadas para que el fuego consumiera el tabaco. Soltó el humo azulino de sus pulmones y luego dio otra calada para comprobar que el fuego era constante.
Dos golpes secos resonaron en la puerta, sir Walter hizo un gesto de hastío por la interrupción y dio su venia.
―Tiene una visita, milord ―anunció el canoso mayordomo a su amo.
Sir Walter frunció el ceño, no esperaba que nadie perturbara su descanso en el campo, por algo se había trasladado a Bedford.
―¿Quién es el mentecato que osa fastidiar? ―interpeló con una evidente molestia.
―Lord Swindon, milord ―respondió Porter, imperturbable ante el mal talante del barón, ofreciendo en una bandeja la tarjeta del conde.
Sir Walter tomó la tarjeta, y la leyó con desdén y bufó.
―No me había equivocado con que era un mentecato ―replicó son suficiencia, pero con una creciente curiosidad―. Hágalo pasar.
El mayordomo asintió y dejó al orondo barón a solas con su cigarro. Sir Walter miró la botella de oporto, se lamió los labios, un trago le vendría bien. Se sirvió generosamente el líquido ambarino y, sin más dilación, se llevó la copa a los labios.
Ni bien habían pasado un par de minutos, cuando Porter, una vez más, golpeó la puerta y la abrió para permitir la entrada de Alexander Croft, conde de Swindon.
―Lord Swindon, milord ―anunció el mayordomo.
―Gracias, Porter. ―El mayordomo asintió y, en silencio, cerró la puerta tras de sí.
Sir Walter miró a Alexander, desde hacía meses que no lo veía, y su apariencia había cambiado ostensiblemente desde aquel entonces. No se percibían las ojeras, los ojos inyectados en sangre, e incluso se le notaba un poco más delgado. Esa mejoría hacía que resaltaran sus atributos físicos. Swindon, a pesar de sus treinta y ocho años, conservaba su buena apariencia; tez pálida, cabello negro con unas vetas de plata y ojos azules, los pómulos altos y, también, parecía que había rejuvenecido por obra y gracia del Señor.
―Gracias por recibirme, sir Walter ―dijo Alexander quitándose el sombrero y adentrándose en la estancia, admirando la opulencia del lugar―. Ha sido muy difícil encontrarlo.
―Al igual que usted cuando se trata de pagar, una misión casi imposible ―replicó severo―. Debo admitir que he permitido su intromisión a mi descanso solo por curiosidad. Tome asiento, por favor ―ofreció indicando una poltrona que estaba frente a su escritorio―. Ahorrémonos las buenas maneras, y vaya directo al punto, ¿qué lo trajo a Bedford, Swindon?
―No tiene que ser tan agrio, sir Walter. ―Alexander se sentó donde le indicó el barón y miró de reojo la botella de oporto―. He venido solo por negocios.
―¿En serio? Permítame ser incrédulo, su historial no es nada halagador. No me arriesgaría a tener relación comercial alguna con usted. ¿Oporto? ―ofreció, solo por tentar al reformado lord Swindon.
―No, gracias. Soy un cordero que ha vuelto al redil ―aseguró el conde con un tono remilgado―. Mi negocio en particular solo es beneficioso para usted. He venido a recuperar lo que es mío.
―¿Lo que es suyo? ―interrogó alzando una ceja, al tiempo que aspiraba tabaco―. Refrésqueme la memoria, si fuera tan amable.
―Garden Cottage ―respondió lacónico.
―Oh, interesante. ―Sir Walter esbozó una sonrisa. Todo era demasiado cómico para él. Soltó el humo de sus pulmones y bebió un trago con parsimonia―. Por un momento, pensé que se refería a hacer un intercambio, usando a lady Swindon como moneda.
―¿Por qué habría de referirme de ese modo hacia mi esposa? ―interpeló agraviado.
Sir Walter rio a carcajadas.
―¡Pamplinas!, no se haga el desentendido, el asunto de la apuesta es vox populi, no hay nadie en este momento que no esté hablando de ello, mi estimado conde. No puede tapar el sol con un dedo respecto a sus acciones, su esposa ya no le pertenece… y Garden Cottage tampoco ―informó con cierto regocijo interior.
―Ambos me pertenecen…
―Lo dudo mucho ―intervino antes de que el conde empezara a dar una larga charla dramática y aburrida―, Michael Martin, marqués de Bolton, es dueño de ambas «propiedades». Lamento informarle que el joven me compró Garden Cottage a un precio excesivamente bueno, y no fui capaz de rechazar la oferta. Ese granuja es un hombre muy astuto, debo decir, ¡incluso mi secretario se fue a trabajar con él!
―Demasiado… ―masculló Alexander, maldiciendo su suerte―. Bien, veo que no hay nada más que hablar. Muchas gracias, sir Walter, no le quito más tiempo. ―Alexander hizo el ademán de levantarse.
―Espere. ―Sir Walter hizo un gesto―. Antes de que se vaya, dígame, ¿cómo lo hizo?
―¿Hacer qué?
―Recuperar todo su patrimonio perdido.
Alexander esbozó una sonrisa, que podía definirse como perversa.
―Digamos que tuve un golpe de suerte ―respondió con una elegante evasiva y se levantó ofreciendo una inclinación de cabeza.
―Entiendo… una última cosa, Swindon. Cuídese de Bolton, puede aparentar que es un hombre anodino, pero a mí no me engaña, puede ser peligroso para usted.
―Ese bribón de cuarta categoría no es rival para mí ―aseguró. Se dirigió a la puerta y salió.
Sir Walter tomó lo que quedaba de oporto de un solo trago. Swindon tampoco lo engañaba, esa falsa redención era solo para los crédulos.
―Ese bribón, ¡já!... No tienes idea, Swindon, no tienes idea…
Esa mañana de diciembre, Michael le ofreció la mano para ayudar a Margaret para descender del coche, y ella, con gusto se la dio. Londres les dio la bienvenida con cielos encapotados; la lluvia empezaría a caer en cualquier minuto.
―Impresionante, ¿en serio esta es tu casa? ―fue la asombrada pregunta de Margaret cuando miró la imponente y clásica construcción londinense de mediados del siglo XVIII, ubicada en Mayfair, específicamente en Charles Street, muy cerca de Berkeley Square―. Es preciosa.
―Gracias y, desde ahora, es nuestra casa ―afirmó Michael orgulloso―. Bienvenida a Clover House, querida.
A Margaret le latía el corazón con fuerza, llegar a Londres fue como volver a casa, y al mismo tiempo, se sentía como una forastera. La mujer que había sido expulsada de su casa ya no existía.
Y, sin más, el pánico se apoderó de su cuerpo. La realidad estaba frente a ella, materializada en una casa enorme, ideal para una familia numerosa… Una familia que, tomando en cuenta el vigor y apetito de Michael en sus relaciones íntimas, fuera más que posible que aumentara en el futuro, y ellos serán hijos ilegítimos. ¿Sus futuros hijos sentirían la diferencia que hará el resto del mundo respecto a sus hermanos?
Margaret deseó que Swindon estuviera muerto. No era tan optimista como su granuja, para ella era imposible que él demandara a Michael para obtener un divorcio. Su orgullo era enfermizo y tampoco debía tener dinero para pagar el exorbitante costo que conllevaba un juicio.
―Michael, ¿estás seguro de todo esto? ―interrogó Margaret, antes de dar el último paso hacia un punto sin retorno. Necesitaba tener la certeza de que él era consciente de la situación―. Algún día serás el duque de Hastings y esto puede afectar…
―Y tú eres la mujer que amo ―interrumpió Michael sin importarle quién escuchara en plena calle―, no eres mi querida a la cual voy a esconder por el qué dirán.
―¿Y si llegamos a tener hijos…?
Dentro de la cabeza de Michael, estalló de inmediato la figura rebosante de vida de Margaret, llevando un hijo suyo en su vientre. Solo sintió una fulminante felicidad, quería una familia numerosa.
―¿Estás encinta? ―preguntó esperanzado y con algo de brusquedad por la intempestiva emoción.
―No… no lo sé, no tengo forma de saberlo todavía ―contestó pensando en cuándo había sido la última vez que estuvo «indispuesta». No lo recordaba, solo sabía que, mientras no sangrara, era fértil.
Michael sintió una punzada de decepción, pero su ímpetu por lograr la libertad de Margaret aumentó exponencialmente.
―Querida, los hijos que tengamos en el futuro no serán diferentes a Lawrence, a Thomas o Alec, en ninguna forma ―aseveró serio y muy convencido―. Independiente de mi título y posición actual, si alguien tiene el monumental atrevimiento de ofender a cualquiera de mis hijos, cualquiera ―subrayó―, por el motivo que sea, devolveré el agravio al triple. Nadie en esta ciudad se salva de tener sucios secretos, y yo tengo el poder de averiguarlos y arruinar a una persona si se me place. Los que me conocen, jamás intentarán desafiarme, porque saben hasta dónde puedo llegar. Yo no me suelo jactar de mis posesiones, de mi poder o de mi influencia, sería un estúpido si lo hiciera. Pero, si alguien me busca, me encuentra… Lo único que puedo ofrecerte, es que los protegeré sin dudar y sin importar a quien tenga que destruir. ¿Es suficiente para ti mi promesa?
Aquel inflamado discurso le mostró a Margaret otra faceta de Michael, la de un hombre vengativo, e incluso cruel cuando se trataba de proteger a los suyos. El tono y la fuerza que usó en cada una de sus palabras, le indicaron, inequívocamente, que lo que decía era real.
¿Michael era mejor que Swindon? Incluso sabiendo a los extremos que él podía llegar, seguía siendo infinitamente mejor.
No había ninguna garantía de que salieran indemnes de situaciones incómodas, pero, sí tenía toda la seguridad que Michael no se quedaría de brazos cruzados.
El pánico se disipó. Había llegado al punto sin retorno, y avanzó. Tomó la mano de Michael, le besó la palma.
―Es suficiente, querido… No debí dudar.
―No serías humana si no lo hicieras. Sé que esto es mucho más difícil para ti, solo por el hecho de que seas mujer. La sociedad suele castigarles con mayor dureza sus errores. Solo deseo que sigas confiando en mí, en ti, en nosotros.
―Confío en nosotros… ―afirmó con convicción―. Llevemos a nuestros niños a conocer su nueva casa.
―Será un placer, mi estimadísima señora Witney.
«Susurros de elite, 15 de diciembre de 1818.
»Oh, mis queridos lectores. Es para mí un gran placer y alegría confirmarles el resultado de cierta apuesta que están llevando algunos caballeros en el exclusivo club White’s, respecto al escandaloso asunto entre lord B y lord S.
»Para aquellos que depositaron sus esperanzas en lord S, lamento informarles que, tristemente, han perdido su dinero. Lady S ha vuelto a Londres desde Richmond, y no lo ha hecho sola. Sí, señores, llegó ―según mis más que confiables fuentes― de la mano de lord B, quien, al parecer, había desaparecido de esta ilustre ciudad para reclamar lo que es legítimamente suyo ―incluyendo a los hijos de lady S―.
»Y eso no es todo. Nos hemos enterado que lord B también tiene un hijo ―un hermoso niño pelirrojo, debo añadir―, el cual es legítimo. Según nuestras averiguaciones, lord B se casó en secreto y enviudó, por lo que el ducado de Hastings ha asegurado un nuevo heredero. ¡Impresionante! Vaya que lord B hace escándalos a lo grande.
»Dados los últimos acontecimientos, nos queda muy claro que, lord B no es un hombre de medias tintas. Se le ha visto pasear con lady S en Hyde Park sin disimular su indecorosa relación. También se les ha visto tomando el té en el Gunter’s junto a los hijos de ambos, como si todos fueran una encantadora familia.
»Me pregunto qué pensará lord S de todo esto… Solo una cosa de las que dijo fue cierta, y esa fue que lady S pronto llegaría a Londres. Pero, lamentablemente, para él, ella eligió el bando contrario. Ella ya no es su esposa, sino que es la amante oficial de lord B.
»Nunca, un escándalo de estas dimensiones, me pareció ser lo más cercano a la justicia divina.»