Capítulo IV

 

Michael se quedó en silencio. Se sentó pesadamente en el sofá, anonadado. Margaret lo estudiaba con interés, era extraño ver a un hombre como el señor Martin tan aturdido.

Sin esperarlo, la situación cambió de una forma que ninguno de los dos imaginó.

―¿Quiere algo de beber, un oporto, whisky? ―ofreció Margaret sintiendo que él necesitaba algo bien fuerte para poder digerir los últimos minutos de su vida con más facilidad.

―No, gracias… No es necesario, señora Witney ―rechazó Michael, usando el nombre que ella decidió llevar desde ese momento.

Margaret, sorprendida ante la negativa ―y que él empezara a llamarla por su nombre de soltera sin cuestionarla―, asintió y se sentó de nuevo, un poco más calmada. No podía seguir actuando como una histérica, la situación había tomado un extraño cariz familiar ―política, pero familiar, al fin y al cabo―, debía ser más inteligente y saber todo acerca del problema que tenía encima.

―Dígame, señor Martin… ¿de verdad es legal que yo sea de su propiedad? ―interrogó Margaret retomando lo que más la perturbaba.

―Es relativo ―contestó Michael―. Visité varios abogados, para consultarles sobre esto. Si nos ceñimos a lo que dictan las leyes matrimoniales, usted y todo lo que posee al casarse pasa a ser, legalmente, propiedad de su esposo, esto también aplica a sus hijos. Él puede disponer de usted como se le plazca y, aunque no hay una ley que no diga que no puede hacerlo, tampoco hay una que dicte lo contrario. Es un vacío legal enorme. Es muy común en las clases inferiores usar este subterfugio para proceder con una especie de «divorcio» de mutuo acuerdo. Pero, como si fuera un remate público en medio del mercado ofreciendo dinero por la esposa. El amante es el que suele ser el único que puja por ella, y la compra, liberando al esposo de todo. Claro que, para efectos legales y religiosos, ambos siguen siendo esposos.

―¿Y usted puede «liberarme»? ―preguntó con una chispa de ilusión.

―Técnicamente, no puedo hacer un documento que le otorgue su propiedad a usted misma, pues al estar casada, no puede poseer nada, pasaría a ser de su esposo, nuevamente. ―Michael apagó sin piedad esa chispa con su respuesta.

―Malditas leyes, son un verdadero incordio para las mujeres. ¡Es injusto! ―rezongó Margaret abatida, sentía que le estaba empezando a doler la cabeza.

―Es un incordio absoluto ―coincidió―, y así como ahora es de mi propiedad, yo también podría hacer lo que me plazca con usted; abandonarla, usarla, venderla. Pero no es correcto, es algo que no va con mis principios. Acepté esto solo por hacer un bien, no tolero ese tipo de injusticias. Pensé que estaría mejor en mis manos que en las de su esposo.

―Vaya. ―Margaret estaba impresionada con las palabras de Michael. Era difícil entender las motivaciones de él para aceptar una apuesta indecorosa de colosales proporciones. Sin embargo, y si lo analizaba de la manera más objetiva posible, él había hecho lo correcto, aunque el método fuera escandaloso. Su esposo estaba yendo directo al mismo destino que su padre, quien arruinó a toda la familia por su estilo de vida hedonista y llena de vicios. Y ella no quería ser como su madre y terminar su vida como ella.

―Sé que la situación es complicada ―admitió Michael―. Al acceder a la apuesta no dimensioné el real alcance de las consecuencias, su reputación va a ser enlodada si se le relaciona conmigo.

―Tal vez sea peor a la que ya tenía gracias a la reputación de lord Swindon. Pero, a estas alturas, ya no tengo nada que perder. Pierda cuidado. De hecho, creo que ahora yo soy un problema para usted, ¿qué va a hacer conmigo?

―Compré esta casa para que nadie la sacara de aquí ―confesó Michael―. Y pretendía darle una asignación que fuera suficiente para que usted y sus hijos tuvieran una vida digna.

―No puedo aceptar que usted haga eso por mí y mis hijos. Es muy loable de su parte, pero usted no me conoce, ni es su deber mantenerme, no tenemos ningún lazo que nos una.

―Dadas las últimas y sorprendentes revelaciones, somos familia política, señora Witney. Es la hermana de mi cuñado ―terció Michael alzando las cejas. Para él era un motivo mayor para proceder con sus planes.

―Pero no es suficiente y no es apropiado ―rebatió vehemente―. Por ningún motivo quiero ser un lastre para nadie. Sé que no tengo oficio alguno, pero no deseo recibir caridad. Necesito ganar mi sustento trabajando, no importa en qué ―declaró Margaret con firmeza y sinceridad.

―Cuidado con lo que dice, hace un minuto me preguntó si usted iba a ser mi esclava, y ahora me propone ganarse el sustento, trabajando a cambio de su casa y la asignación. No le veo mucha diferencia a la esclavitud.

―En el estricto rigor no... Mire, es difícil para mí confiar en una persona con la fama que tiene usted, que no es muy diferente a la de mi esposo… perdón, a la de lord Swindon ―rectificó―. Pero estoy en un callejón sin salida. ¿Qué opción tengo sino darle el beneficio de la duda? A pesar de las circunstancias, de lo que dicta un buen juicio y la gratitud, me niego a que me mantenga sin que yo haga algo para retribuirle.

»En este momento de mi vida, estoy dando todo mi esfuerzo por valerme por mí misma. No acepto tomar el camino fácil y vergonzoso de pedirle ayuda a mi hermano, y depender de él para siempre. Tíldeme de orgullosa, testaruda o soberbia, pero lo último que quiero ser es una carga para nadie. Mis decisiones, buenas o malas, me trajeron hasta aquí. Debo ser responsable de mi vida, de mi familia. ¿Acaso es un pecado querer luchar y no esperar a que otro me salve?

Las inflamadas palabras de Margaret, llenas de convicción, le supieron a Michael como un déjà vu. Él mismo enarbolaba ese discurso en aquella época en la que decidió no ser gobernado por su abuelo y su tiránica voluntad.

Cuando había perdido absolutamente todo. Cuando fue demasiado tarde.

―No es un pecado, señora Witney, tiene todo el derecho de hacerlo. Aunque no lo crea, la entiendo perfectamente ―aseguró con la misma convicción.

Ambos se quedaron inmersos en un silencio tenso, que solo era roto por el sonido del viento que golpeaba las ramas de los arboles despojándolos de sus últimas hojas amarillas. Era una situación extraña y sentían que estaban en una especie de limbo. Ella no deseaba ser mantenida, sus convicciones se lo exigían; él quería mantenerla y acallar su culpa… Buscaba redención.

Michael resolvió que debía hacer lo correcto.

―Bien, no debo dilatar más esto, tengo que escribirle a Andrew sin perder más tiempo e informarle de todo lo sucedido… ―anunció él, rompiendo el mutismo reinante―. Ya solucionaremos el dilema de cómo voy a requerir de sus servicios.

―¿Entonces me va a dar un trabajo? ―preguntó emocionada.

―No desea recibir la asignación solo por existir. Y yo entiendo muy bien el significado de la palabra «no», señora Witney, por lo que ya veremos qué puede hacer por mí ―resolvió, sintiéndose un poco más relajado, ya tenían un plan a seguir.

―Gracias ―dijo de corazón. Quizás era la primera vez en su vida que un hombre respetaba su voluntad. La sensación de que alguien consideraba sus motivos, sus sentimientos, era inefable. Tal vez, ese granuja, sí merecía el beneficio de la duda.

Michael, ante ese sentido agradecimiento, esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza. No tenía alternativa, no era su estilo someter a las personas a su voluntad.

―Ahora sí, le escribiré a Andrew… Le advierto que no será fácil, estoy seguro que en cuanto lea esta carta querrá tener mi cabeza en una bandeja de plata, porque no se le será suficiente el estrangulamiento ―bromeó, mitad en serio, mitad en broma.

―Usted habla de mi hermano de una manera muy familiar, ¿son muy cercanos?, no todos los cuñados llegan a tener una relación amistosa ―preguntó Margaret con genuino interés.

―La verdad es que pasamos por momentos muy importantes y decisivos. ¿Qué tan informada está acerca de ello?

―Estoy al tanto de todo lo concerniente a los atentados en contra de lady Rothbury, y ahora me doy cuenta que usted es el famoso Michael que mi hermano menciona en sus cartas. Claro que él lo describe como todo lo contrario a su fama, tampoco mencionó su apellido, por ello no deduje que se trataba de la misma persona. Suele omitir detalles importantes.

―Le aconsejo que confíe en el criterio de su hermano. Rothbury es uno de los mejores hombres que he tenido el honor de conocer en mi vida. ―Se levantó del sofá y movió el cuello para relajar sus músculos sin pudor―. ¿Me podría facilitar papel y pluma?

―Supongo que sí, ya que es dueño de todo esto ―ironizó Margaret, permitiéndose bromear. «Al mal tiempo, buena cara»―. En el escritorio está todo lo necesario, señor Martin.

―Muchas gracias. ―Caminó unos pasos hacia donde le indicaron, pero se detuvo y dio media vuelta―. Creo que ahora le aceptaré una taza de té, si es que su ofrecimiento sigue en pie, mi estimada señora Witney.

―Por supuesto. ―Suspiró hondo―, creo que ambos lo necesitamos.

Margaret se dirigió a la cocina, y Michael retomó su camino y se sentó frente al escritorio. Al instante, notó que había una carta a medio escribir, fechada dos días antes. La tentación fue más grande que la buena educación y, aun sabiendo que era una violación flagrante a la privacidad de la señora Witney, Michael no pudo evitar leer.

Las palabras en su mayoría estaban emborronadas como si les hubiera caído agua, pero estaban legibles. No había que ser un genio para darse cuenta que la señora Witney lloraba mientras escribía la carta donde exponía al desnudo los sentimientos y atribulaciones de ella.

Era una carta desesperada, de una mujer que estaba empezando a perder la esperanza.

«Como Laura», pensó Michael, evocando la última carta que pudo enviar su esposa antes de morir. No deseaba que Margaret sufriera el mismo destino.

Conmovido y lleno de culpa, sintió el deseo primigenio de proteger a Margaret. Mientras estuviera con vida, no permitiría por segunda vez el sufrimiento de una mujer que estuviera a su cargo.

Y ante Dios juró no volver a fallar.

Con discreción dejó la carta de la señora Witney bajo las hojas en blanco y procedió a escribir:

 

«Lunes, 22 de noviembre de 1818.

»Estimado Andrew:

»En estos momentos me encuentro en Richmond por dos motivos. El primero, por mi hijo; al fin, después de tres años he encontrado a Lawrence en el hogar de niños perteneciente a la iglesia de Santa María. Ahora está conmigo y casi no puedo creer que esté con vida. Hastings no logró su cometido de arrancármelo de mis brazos, he llegado a tiempo para poder hacerme cargo de él.

»El segundo motivo, es el más complicado de explicar. Es sobre lady Swindon, tu hermana ha sido…

 

―Señor Martin, su té ―interrumpió Margaret, llevando una bandeja―. ¿Azúcar, leche?

―¿No tiene whisky? ―preguntó Michael, riendo ante el rostro contrariado de ella―. Es una broma, señora Witney. Sólo un terrón de azúcar, por favor.

―Lo dijo muy en serio, nunca se sabe si está bromeando, señor Martin ―dijo Margaret sirviendo el té.

―Por eso soy tan bueno en el whist ―replicó ufano Michael―. Además que mi fuerte son las matemáticas y también tengo excelente memoria.

―No pondré en duda sus palabras.

Pasos ligeros se escucharon corriendo desde el segundo piso, para luego continuar por las escaleras. Eran Thomas y Alec que llegaban agitados al lado de Margaret.

―Mamá, Lawrence está mal ―informó el mayor nervioso―. Estábamos jugando y de pronto se desmayó.

Para Michael, esas palabras sonaron a una horrible fatalidad que lo dejó paralizado.

―¡Cielo santo! ―exclamó Margaret, alzándose ligeramente el vestido y emprendió una carrera hacia el segundo piso a ver el estado del pequeño.

Michael, sin decir una palabra, la siguió en el acto.

En tan solo unos segundos, ambos encontraron al pequeño tendido sobre la cama de Alec, respiraba agitado.

―Se desvaneció en el piso, Thomas y yo lo subimos a mi cama ―informó el pequeño.

Margaret aflojó las ropas de Lawrence y al sentir la piel del pequeño se dio cuenta que estaba caliente, le tocó la frente. ¡Estaba hirviendo!

―Thomas, hijo, trae una jarra de agua fría y llena el aguamanil, por favor  ―ordenó firme. El niño salió corriendo a cumplir con la demanda―. ¡Ve con cuidado, no vayas a caer! ―Dirigió su mirada a su hijo menor―. Alec, mi niño, ve a mi habitación, en el último cajón de mi tocador hay toallas, tráelas ―solicitó―. Debemos bajarle la temperatura a Laurie. Señor Martin… ―Michael no respondía, estaba congelado―. ¡Señor Martin! Vaya a conseguir un doctor.

Michael asintió, recién pudo moverse ante la imperativa voz de Margaret. Era como si le hubiera ordenado respirar.

―¿Tiene un caballo? ―preguntó él, para poder llegar más rápido a la posada y preguntar al señor Reeves, quien lo sabía todo.

―Lo vendí hace un mes. Tendrá que correr ―replicó sin mirarlo. En ese momento, llegaron sus dos hijos con lo pedido por ella―. Gracias, niños… ―Sumergió la toalla, la estrujó y comenzó a darle toques húmedos al pequeño en la cara. Todo estaba en silencio.

Margaret alzó la vista. Michael ya no estaba.

―Vamos, pequeño ―susurró Margaret mientras seguía refrescando la cara del niño, no era suficiente―. Alec, querido trae uno de tus camisones ―indicó mientras empezó a quitarle la ropa a Lawrence.

―¿Se va a morir, mamá? ―preguntó Thomas asustado.

―Haremos todo lo posible para que eso no suceda ―respondió Margaret. Las fiebres en los niños eran algo habitual, sobre todo cuando el tiempo empezaba a empeorar―. Dios santo, está tan delgadito ―susurró con pesar―. ¿Por qué está en estas condiciones? Con razón se ha desmayado, debe estar muy débil.

El primer impulso de Margaret fue maldecir a Michael Martin por ser un padre tan descuidado e irresponsable. ¿Cómo era posible que Lawrence estuviera como si no comiera nunca? El niño estaba casi en los huesos.

Pero su parrafada mental se detuvo al ver las ropas del pequeño, que estaban nuevas. No había rastro de rodillas peladas, parches, remiendos. Las costuras y el género eran de excelente calidad y estaban en impecables condiciones.

Y la barriguita del niño estaba llena. Era cierto que habían almorzado hace poco.

Nada tenía sentido. Ella observó cómo Michael tocaba, miraba y hablaba con Lawrence, en sus acciones había orgullo, amor, devoción. Nunca vio a un hombre comportarse de esa manera hacia un hijo. Entonces, ¿cómo era posible que el pequeño estuviera así de mal nutrido?

Michael Martin era un enigma.

Margaret terminó de desvestir a Lawrence y le puso el camisón de Alec, cobijó las piernas del niño con una manta ligera y volvió a empapar la toalla que ya se había entibiado.

Lawrence frunció el cejo y murmuraba palabras ininteligibles, empezando a delirar.

Margaret siguió refrescando la fiebre del pequeño con afán.

―Dios, te lo suplico, no te lleves a este angelito.