Capítulo VI

 

Margaret bajaba la escalera, después de servir la merienda de sus hijos. Lawrence todavía estaba con fiebre, pero logró estar un rato despierto y comió medio plato de sopa de verduras, lo cual fue un muy buen indicio, el pequeño era todo un luchador. Un poco más tranquila por aquel frágil triunfo, se adentró en la estancia principal y notó que ya estaba empezando a oscurecer. Frunció el ceño y miró la hora en el reloj que estaba sobre la chimenea. Faltaban diez minutos para las siete.

Ella se preocupó, el señor Martin debió llegar hace una hora. Se frotó los brazos, el ambiente estaba frío, por lo que fue a avivar el fuego de la chimenea. Margaret se preguntaba, con humor negro, cuántas veces debía hacerlo en el día. Ese tipo de detalles, ella no los notaba antes, en su antigua vida de condesa.

Pero, irónicamente, no la extrañaba. No importaban las estrecheces económicas, la lejanía con la capital, la soledad, educar ella misma a sus hijos, e incluso, la incertidumbre. No, nada de ello le importaba, porque estaba tranquila, estaba lejos de lord Swindon, quien era su esposo; ya no tenía que escuchar sus constantes pullas para humillarla, inhalar su olor a alcohol respirando sobre ella, aguantar el dolor que sentía entre sus piernas cada vez que él se acordaba de que tenía esposa y reclamaba sus derechos maritales, soportar callada el posterior desprecio cuando le recriminaba su falta de ardor, su frigidez.

Las bofetadas que le propinaba a ella, a sus hijos, por los motivos más inverosímiles. Ella no sabía si agradecer o no que Swindon no llegara más lejos, al parecer ese era su límite.

Margaret ya no tenía que hacerse la sorda cuando la gente hablaba a sus espaldas, de la lástima que inspiraba o, al contrario, cuando algunos la culpaban a ella de la debacle de Alexander.

«Igual a su madre, permitiendo los vicios de su padre», decían con dureza las matronas influyentes de la buena sociedad que fueron testigos de la vida de sus padres.

Indudablemente, ella estaba mejor sin Alexander. Y, si lo pensaba bien, tal vez era ventajoso que el señor Martin fuera el poseedor de su libertad. Su esposo ya no tenía ningún tipo de derecho sobre ella o sus hijos y, tal parecía, que su nuevo dueño poseía un carácter amable y no tenía interés alguno en ella, lo cual era un alivio.

Pero, por un extraño motivo que no lograba comprender, a ella le hería un poco el ego ―o lo que quedaba de él― el hecho de no despertar ningún tipo de interés en nadie. El señor Martin solo tenía la honorable intención de darle una asignación y dejarla en paz… Qué se sentiría ser seducida, ser deseada… o amada.

Demonios, no podía ir por esos derroteros.

Estaba fastidiada, no podía aceptar la asignación sin hacer nada a cambio, era tanto o peor que ser parte de la apuesta, le hacía sentir inútil, y odiaba esa sensación. A medida que iba despidiendo sirvientes e iba tomando sus tareas, no le molestaba, era un aporte, las cosas seguían funcionando gracias a ella. Su orgullo se lo exigía, ¿acaso era mucho pedir ser útil, tener cierta autonomía para ganar su sustento?

Ella quería creer que era más que una simple mujer que solo sirve de adorno o para reproducir herederos. Quería ser más que la responsabilidad adquirida por un desconocido.

Solo esperaba que el señor Martin siguiera siendo amable. Margaret temía que, con el transcurso del tiempo, él mostrara otra naturaleza, más baja, que la obligara a…

Deseaba con todo su corazón que él no fuera como Alexander.

Dando un suspiro, encendió la vela de la palmatoria que estaba sobre la chimenea. No necesitaba más luz, debía ir a la cocina a preparar la cena. Sin embargo, los sonidos de un carruaje acercándose a la casa, interfirieron en sus planes.

Margaret volvió sobre sus pasos y abrió la puerta.

Ahí estaba el señor Martin bajando un baúl de viaje, le pagó al cochero por sus servicios y, esbozando una sonrisa, la saludó como si fuera un familiar.

De hecho, lo eran… políticamente hablando. Debía acostumbrarse a ello.

Ella devolvió la sonrisa, pero estaba un poco nerviosa. ¿Cómo era posible que un hombre se viera tan arrebatador? Incluso aquellas gafas le daban un toque especial a su apariencia. Nunca imaginó que atuendos tan sencillos sentaran tan bien a una persona al punto de transformarla. Margaret no podía decidir si era porque el señor Martin era muy apuesto o porque su sastre era un prodigio.

Entornó los ojos reprendiéndose por divagar más de la cuenta. Abrió más la puerta para que él entrara con su carga, aparentemente, pesada, dado que se le marcaban los músculos de los brazos y la espalda. Margaret, de nuevo, se había quedado ensimismada mirándolo, era algo impresionante. Ya era la segunda vez en el día, debía dejar de hacer aquello antes de que él la sorprendiera in fraganti.

Por nada del mundo, debía alimentar suposiciones erróneas por parte del señor Martin. No quería insinuar, ni llamar la atención del libertino más grande de Londres.

Porque bastaría con solo una invitación por parte de ella, y él, sin dudar la tomaría. Así eran los libertinos, se daban ―literalmente― la libertad de tomar cuanto se les ofrecía. Tal vez él era más respetuoso, más honorable, incluso. Pero era hombre, al fin y al cabo, uno que no se privaría ante un ofrecimiento de esa naturaleza.

Michael dejó el baúl en el suelo y dio un sonoro resoplido, al tiempo que ponía sus manos en jarras estando conforme con su trabajo. Dio media vuelta y se encontró con Margaret que lo miraba insondable. Ella era de esa clase extraña de personas que lograba ocultar muy bien sus emociones. Un talento que tal vez ella cultivó a la perfección siendo la esposa de Swindon.

Claro que aquel talento se desvanecía en cuando ella se encontraba acorralada y sin salida, como hacía unas cuantas horas atrás. Era una verdadera fiera.

―Buenas tardes… noches, señora Witney ―saludó Michael afable.

―Buenas noches, señor Martin… Lo esperaba más temprano. ¿Tuvo algún inconveniente? ―interrogó Margaret, sin evidenciar en el tono de su voz la curiosidad que sentía. De inmediato ella se arrepintió por formular aquella pregunta. «¿Qué parte de “no alimentes suposiciones erróneas” no entendiste, Margaret?», se reprendió mentalmente.

―No sé si catalogarlo de inconveniente, pero me quitó más tiempo del que hubiera querido. Pero ya estoy aquí… ¿Cómo se encuentra Lawrence? ―consultó con preocupación.

―La fiebre no le baja, pero de todas formas es mejor eso a que le suba más. También ha tenido la fuerza suficiente para comer un poco de sopa. De momento, su estómago la ha tolerado bastante bien. Lawrence es un niño muy fuerte, señor Martin.

Ante aquellas palabras Michael sintió una gran tranquilidad. La señora Witney, tenía la capacidad de transmitirle esa seguridad de que todo saldría bien, aunque pareciera que las circunstancias estuvieran en contra.

―Muchas gracias, señora Witney, por todo lo que ha hecho. Le estaré eternamente agradecido.

―No hay de qué. Tómelo como un servicio… dado que usted es… es mi dueño. Digamos que el cuidado de Laurie es parte de mis labores ―propuso, como una alternativa honorable a la situación en la que estaban envueltos.

―Por ningún motivo. Estoy seguro que usted ha hecho todo esto porque es una mujer con un gran corazón, no por compromiso a la singular situación que nos une ―refutó convencido.

Margaret no contestó, en el fondo, Michael tenía razón. A ella nunca se le pasó por la cabeza que cuidar a Lawrence fuera una obligación o un deber que cumplir. Solo estaba haciendo lo que cualquier madre haría por un hijo… Su instinto era más fuerte que cualquier otra cosa.

―Iré a preparar la cena, señor Martin ―anunció para cambiar de tema. Necesitaba serenarse.

―Está bien… ―autorizó. Margaret dio media vuelta para dirigirse a la cocina―. Espere, señora Witney. ―La detuvo. Ella se volvió hacia él y esperó―. ¿Usted cree que sea conveniente darle baños fríos a Lawrence para bajarle la fiebre? ―consultó Michael, renuente a aplicar el tratamiento que el doctor indicó―. Me parece un poco extremo…

Margaret parpadeó, ¿un hombre le estaba pidiendo su opinión? Sin duda, aquel iba a ser un día que jamás olvidaría, las sorpresas parecían no tener fin cuando se trataba del señor Martin.

―Creo que debemos empezar con agua muy tibia ―sugirió, a ella también le parecía extremo someterlo de inmediato a agua fría, sobre todo la del río Swale que estaba a unos cinco minutos de Garden Cottage―. Si desea, puedo preparar el baño y…

―No, usted iba a ocuparse de la cena. Si no le importa, la acompañaré a la cocina y yo prepararé el agua para el baño de Lawrence. Basta con que me indique dónde está todo lo necesario y lo haré. ¿Ve estas dos cosas que tengo al final de mis brazos? Se llaman manos, y puedo usarlas sin problemas ―bromeó, mostrando sus palmas y moviendo sus dedos.

Margaret no pudo evitar sonreír.

―Usted es imposible, señor Martin.

 

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Lawrence abrió los ojos. Había sentido una sensación de frescura que lo sacó de golpe de su aturdimiento. Un par de manos grandes lo sostenían y ese aroma que ya le era familiar le indicó, inequívocamente, quién era la persona que estaba con él. Sentía que flotaba, estaba mojado y desnudo. Pero aquello no le asustó. Su papá le murmuraba una nana, la cual sabía que ya la había escuchado antes, pero en la voz grave de él, sonaba diferente.

―¿Papá? ―murmuró Lawrence―. Me siento cansado.

―Lo sé, hijo. Estás enfermo y tienes fiebre ―respondió interrumpiendo su canto. Mojó una toalla en el agua y se la pasó por la cara a Lawrence―. Por eso te sientes cansado ―explicó calmado, si evidenciaba su tremenda alegría por ver a su hijo despierto, era muy posible que asustaría al pequeño.

―¿Pod qué estoy en el agua? ―preguntó intrigado―. Ya me he bañado muchas, muchas veces.

―Estás en el agua porque ayudará a que baje tu fiebre y te sientas mejor. Tienes el cuerpo muy caliente, hijo. ―Michael sonrió―. Además, no te has bañado muchas, muchas veces. Solo cuando fui a buscarte al hogar y el resto ha sido lo habitual, lavarse la cara, las manos, y tus partes pudorosas.

―Alec y Thomas, ¿dónde están? ―preguntó.

―Están cenando abajo con la señora Witney. Viviremos un tiempo con ella hasta que te recuperes.

―¿Ella sedá mi mamá? ―preguntó con inocente entusiasmo.

―No lo creo, ella ya tiene un esposo ―respondió haciendo una mueca, como si fuera un gran incordio ese detalle.

―Ah… ―respondió desanimado―. Es linda y huele bien ―insistió. Para Lawrence, el hecho de que la señora Witney tuviera un esposo no era ningún impedimento.

―En realidad, no sé qué hacer con ella ―admitió Michael frente a su hijo, aunque en realidad, hablaba más consigo mismo―. Debería llevarla con tu tío Andrew, porque es su hermano. Sin embargo, aquello no me convence, ella no desea eso hasta que sea su última alternativa y la entiendo… Además, yo creo que él ya leyó ese pasquín y es posible que quiera asesinarme.

―¿Vas a modid? ―preguntó Lawrence asustado.

―No… Por Júpiter ―masculló contrariado, Lawrence era muy literal―. Es un decir, una forma exagerada de explicar el enojo que debe sentir tu tío Andrew... Olvídalo, hijo. Suelo equivocarme demasiado en la vida… y ella… no quiero que pague por mis errores. Aunque sigo sintiendo que hice lo correcto al acceder a esa descabellada apuesta.

Lawrence se quedó en silencio, no comprendía bien el sentido de las palabras de su padre. En su voz había algo que  no podía descifrar, solo sentía el gran deseo de animarlo de alguna forma. Así que decidió hacer algo que a él sí le animaría.

Levantó su manito húmeda y le tocó la cara a su papá, la barba estaba empezando a crecer y le raspaba la piel, provocándole un cosquilleo en la palma, pero no le importó. Michael cerró los ojos, sorprendido, y disfrutó de la caricia. La primera que le brindaba su hijo de forma espontánea.

―Te quedo, papá.

Michael abrió los ojos y se encontró con los verdes de su hijo que lo miraban fijo. Le acarició el cabello, enredando en sus dedos sus mechones pelirrojos. Desde el momento que se enteró de su existencia, lo amó.

―Yo también, mi pequeño… yo también  te quiero con toda mi alma.

―Me gusta mucho la señoda Witney… Padece un ángel. ―Volvió Lawrence al ataque.

―Sí, parece un ángel ―admitió, rememorando los gestos, las formas de la señora Witney. Tal vez, para cualquier otro hombre, la belleza de ella era tolerable y común. Pero para él, era tal como la describía su hijo. Había algo en ella que trascendía los rasgos femeninos, era como una fuerza invisible que le atraía inexorablemente―. Pero cuando se enoja, es como el diablo ―continuó para no pensar tanto en ella de ese modo. Le dolía reconocer que ella le hacía sentir culpa, por tener ojos, por estar vivo, por llevar tres años siendo viudo sin saberlo y, ahora que lo sabía, notaba un atisbo de deseo recorriendo sus venas al evocar a otra que no fuera Laura.

Era toda una ironía, ella le pertenecía y, a la vez, nunca podría ser de él.

―No, ella es buena―prosiguió Lawrence, decidido e ignorante de las cavilaciones de su padre―. El señod Powell dice que el diablo que es feo y se lleva a los malos al infiedno.

Michael rio, ah, la inocencia infantil.

―No hay forma de discutir contigo. Eres imposible, igual que yo. Está bien, tienes razón, ella no es como el diablo ―admitió sonriendo.

Las palabras de su hijo le causaron gracia a Michael y le distrajo de sus tumultuosos sentimientos. El diablo… esperaba que él se hubiera llevado a lo más profundo del averno a su abuelo, el duque de Hastings.

Eso le recordaba que tenía otro asunto que atender, ahora era poseedor de un título de cortesía por ser hijo del nuevo duque. Era extraño, Michael siempre pensó que nunca llegaría a poseer ese título, y es que el viejo ejercía tanto poder sobre su familia, que ya pensaban que era intocable por la muerte.

Pero tal parecía que a todos les llegaba la hora. Tarde o temprano.

Michael Martin, marqués de Bolton. No sonaba mal después de todo.

 

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Una vez que el agua tibia se enfrió, Michael le dio a  Lawrence un poco más de sopa, la cual consumió con mesura. Después, el niño se quedó dormido. La fiebre había apenas bajado, pero era estable.

No era una mejoría notoria, no obstante, era alentador para Michael. «Mientras no suba, es buen indicio», pensaba él, estando de acuerdo con el razonamiento de la señora Witney.

Cansado y hambriento, bajó las escaleras para comer algo. Al entrar en el salón principal, vio a Margaret que estaba sentada en el sofá con un libro sobre su regazo.

Se había quedado dormida.

A la luz dorada de las velas, el espectáculo era celestial, etéreo. Michael se quedó absorto observándola. Desde su lugar, tenía una vista privilegiada; podía apreciar el denso abanico de sus pestañas oscuras; la piel perfecta, suave y nívea; el cabello un poco despeinado, como si hubiera vivido un breve, pero intenso interludio amoroso; el hipnótico sube y baja de su pecho, tan tranquila, tan en paz.

Sí, era como un ángel. Uno terrenal que podía pecar.

El libro que ella sostenía se resbaló, dando un golpe seco en el suelo.

El sueño acabó abruptamente.

Margaret despertó sobresaltada mirando hacia todas partes. Estaba sola. Escuchó un ruido desde la cocina, «¿será el señor Martin?», se preguntó aturdida y se levantó.

Al entrar en la cocina, vio a Michael, que calentaba en la cena que ya se había enfriado, y que constaba de una entrada que era la sopa que le prepararon a Lawrence y, como plato de fondo, puré de papas y filete de cerdo asado.

Margaret, al ver tan inusual escena, alzó una ceja con incredulidad. ¿Un hombre sirviéndose comida sin esperar a que ella lo hiciera? Era algo extraordinario, más aun, tratándose de uno acostumbrado a tener sirvientes. Después de todo, era parte de una de las familias más influyentes de la aristocracia londinense.

―Ya sabía que por algo es la oveja negra del ducado de Hastings, señor Martin ―ironizó Margaret, revelando su presencia―. Y no solo por su fama de granuja… Disculpe lo simple de la cena, sé que debe estar acostumbrado a otro tipo de menú.

―No se preocupe, señora Witney ―respondió Michael concentrado en su tarea―. Es más que suficiente para mí. ―Probó un bocado del puré para cerciorarse de la temperatura. Un poco salado, pero, de todos modos, delicioso.

―Voy a calentar un poco de agua para un té. Si no le importa, le acompañaré mientras cena ―anunció, adentrándose en la cocina.

―Si no es mucha molestia, será un placer disfrutar de su compañía. Se lo agradezco.

―No es molestia, en realidad no me agrada la idea de que cene solo… ―«Es desolador comer sin compañía», prosiguió en su mente, rememorando sus primeros años de matrimonio, en soledad. Alexander siempre prefería cenar en el club con sus amigos, con sus amantes. Las pocas veces que cenaba con él, era en esas ocasiones en que eran anfitriones de veladas de negocios. Aquello fue más llevadero cuando sus hijos tuvieron la edad suficiente de compartir con ella.

En silencio, él se sirvió la cena y una copa de vino sobre la mesa que había ahí para tales menesteres. Margaret se preparó el té, se sentaron casi al mismo tiempo y empezaron a consumir sus alimentos.

―¿Cómo está Laurie? ―preguntó Margaret con interés. Necesitaba llenar el silencio. No le gustaba en lo absoluto, porque para ella era lo mismo que estar sola.

―Mejor dentro de todo, el baño tibio fue de mucha ayuda ―respondió tomando sopa. Estaba muy sabrosa, con razón Lawrence no se negó a volver a tomarla.

―Me alegro mucho… ―Bebió un sorbo de té, empezando a relajarse gracias al calor―. Creo que debemos turnarnos para velar el sueño del pequeño, de lo contrario, mañana no estará en condiciones de atenderlo apropiadamente.

―Estoy acostumbrado a trasnochar, señora Witney. No se preocupe, prefiero que usted descanse. Ha sido un día difícil… para todos.

―Oh… Bien, entiendo.

El silencio volvió a reinar… solo se escuchaba el golpeteo de los cubiertos en el plato y el crepitar de la chimenea que daba calor a la estancia.

―Señor Martin, ¿le puedo hacer una pregunta personal?

Michael miró fugaz a Margaret y, sin dejar de comer, asintió.

―La madre de Lawrence…

―Mi esposa falleció hace tres años ―respondió él antes de que ella terminara de formular la pregunta―. Lawrence es un hijo legítimo ―agregó, sintiendo la obligación de aclarar ese punto sin demora.

―Oh, mis dispensas, nunca imaginé que usted era casado ―fue la inmediata respuesta de ella. No pudo decir nada más, si el señor Martin hubiera contraído nupcias con alguien de la aristocracia, todo el mundo se habría enterado del enlace y de la existencia de Lawrence―. Perdón, le doy mis más sinceras condolencias, no sabía.

―Nadie lo sabía, fue un matrimonio que mantuve en secreto. Amaba mucho a mi esposa, pero, en ese entonces, el temor, la cobardía por evitar la furia y venganza de mi abuelo, fue más fuerte que todo. Laura no pertenecía a la aristocracia ―confesó, sin saber muy bien por qué lo hacía. Tal vez porque ella se atrevió a preguntar, o quizás, porque necesitaba hablar por primera vez de ello.

La señora Witney tenía la asombrosa capacidad de hacerle bajar sus barreras.

―Entiendo. ―Michael la miró un tanto incrédulo―. De verdad, señor Martin, aunque fuera en secreto, usted hizo lo que ningún aristócrata se atreve a hacer, por ningún motivo.

―No fue suficiente… Ella falleció, y mi hijo fue a parar al orfanato de la parroquia Santa María. ―Tosió para aclararse la garganta y comió un poco de puré, evitando el contacto visual. De nuevo sintió culpa, ¿cuándo lo dejaría esa maldita sensación?―. Pero ya nada importa, el duque, de todas formas, logró, en parte, su cometido, alejándolos de mi lado. Mi único consuelo es que él ya no volverá hacerle daño a nadie.

En tan pocas palabras, Margaret comprendió, sobre todo, el motivo de la extrema delgadez de Lawrence. Michael hacía apenas unos días había recuperado a su hijo.

―¿Cómo está tan seguro de que su abuelo no volverá a interferir? ―interrogó intrigada y conocedora de la fama del duque, ultraconservador, severo, inflexible, y poseedor de un gran poder e influencia, tanto dentro como fuera del parlamento.

―Hace unas horas me enteré que falleció la semana pasada ―respondió con acritud. Y con ello, Margaret halló el motivo por el cual el señor Martin se había retrasado.

Era evidente que él se estaba guardando todos los detalles de la historia, pero, con lo poco que Margaret sabía, podía hacerse una idea de los alcances del matrimonio en secreto, la furia del duque y sus consecuencias.

Y muy a su pesar, ella creía en las palabras de Michael, el tono de su voz, la vergüenza reflejada en sus gestos, el dolor en el ritmo de las palabras. Aunque él intentara ocultar todo aquello, para Margaret era tan visible y tangible como la taza de té que sostenía en sus manos.

El libertino tenía corazón.

Ahora estaba doblemente intrigada, necesitaba saber más, todo lo que fuera posible. Pero no sería esa noche, él no revelaría más.

―Con lo que me acaba de decir, señor Martin, no sé si darle de nuevo mis condolencias o no ―dijo de pronto Margaret, esperando que él entendiera la intención de sus palabras, que ella, aunque fuera increíble, no lo juzgaba y que lo entendía.

Michael la miró e intentó esbozar una sonrisa. Pero quedó solo en el intento, no fue capaz. En cambio, bebió un largo sorbo de vino.

Margaret no se perdía de ningún detalle. En ese momento, los silencios no le incomodaban.

―Es extraño ―continuó Michael, mirando absorto la copa de vino―, siempre pensé que iba a celebrar su muerte con una botella de champán. Pero ahora… ―encogió un hombro e hizo un gesto de indiferencia.

―No vale la pena… ¿cierto? ―Margaret completó la oración por él. Michael la miró y sonrió. Esta vez, fue una sonrisa genuina y espontánea.

―Exactamente, mi estimada… ¿Puedo llamarla por su nombre de pila? ―preguntó harto de tanta formalidad y decir «señora Witney» todo el rato, era más agradable decir «Margaret», era más acorde con su hermoso rostro―. Creo que nos lo podemos permitir ya que, de un modo retorcido, somos familia ―argumentó socarrón.

―Creo que, después de todo lo vivido el día de hoy, nos podemos permitir esa pequeña informalidad, Michael ―aceptó ella sin dudar. Al fin y al cabo, sus vidas estaban ligadas de manera indefinida, y el futuro era algo que no podía predecir. Necesitaba hacer más agradable esa especie de limbo, en el cual ambos estaban caminando uno al lado del otro.

―Me gusta su actitud, Margaret. ―Alzó su copa, ofreciendo un brindis. Ella, en el acto, hizo lo mismo con su taza.

Vino y té, un extraño pero reconfortante chinchín resonó en la cocina.

―Por las apuestas indecorosas, Margaret ―brindó Michael ironizando.

―Por las apuestas indecorosas, Michael.