Margaret entró en silencio a la biblioteca, donde se encontraban Michael detrás de su escritorio y Marcus frente a él, aguardando por ella. Ambos hombres se pusieron de pie en cuanto notaron su presencia en la estancia.
―Querida, te presento al señor Marcus Finning, de Bow Street.
El señor Finning saludó con una respetuosa inclinación de cabeza y Margaret respondió del mismo modo, para luego tomar asiento.
―Buenas noches, señor Finning. Usted dirá, en qué puedo ser de ayuda.
Marcus tosió para aclararse la garganta, y sacó una libreta de notas de su bolsillo y un lápiz de carbón. Miró de reojo a Michael y a Margaret, ninguno de los dos rompía el contacto visual, era una buena señal. Centró su atención en sus anotaciones y procedió con el interrogatorio.
―Bien. Lady Swindon, el motivo de mi visita a esta hora tan tardía, es rutinario, pero imprescindible de realizar. Se trata de corroborar la identidad del cadáver encontrado esta mañana ―informó Marcus, con su voz correcta y autoritaria, sin evidenciar que hasta hacía un par de años, solo era un tabernero en los barrios bajos.
―A juzgar por la conmoción del abogado de Swindon, pensé que estaban seguros de que se trataba de él ―replicó Margaret, pensando que toda la situación era una especie de limbo. Ni siquiera muerto… o supuestamente muerto, Swindon dejaba de ser una molestia.
―A decir verdad, lo reconocieron gracias a sus características físicas principales ―argumentó Marcus―; como su contextura y el color de cabello; sus pertenencias, su ropa y el anillo de su título. Verá… ―Por un momento Marcus dudó en continuar, las damas solían ser muy sensibles cuando se trataba de asuntos poco delicados―. Me tendrá que disculpar, pero estoy en la obligación de darle a conocer detalles escabrosos para explicar el motivo por el cual no estamos del todo seguros.
―No pierda el tiempo, señor Finning, continúe, por favor. No tema por mi «delicadeza femenina» ―apremió para concluir con aquella situación lo más pronto posible. Por un momento, cuestionó sus sentimientos, deseaba confirmar que Alexander estuviera verdaderamente muerto, de lo contrario, jamás estaría tranquila.
―El cadáver no pudo ser del todo reconocido, por la sencilla razón de que el rostro del occiso fue golpeado de tal modo, que quedó completamente desfigurado. Probablemente, falleció a causa de la tortuosa paliza que le propinaron.
―Cielo santo... Entonces… ¿Quiere que vaya a reconocer el cadáver? ―preguntó con sorpresa, no por la posibilidad de ser testigo de las condiciones en que estaba, sino porque, ante ese escenario, no le provocaba ningún sentimiento ver su cadáver.
―No será necesario, acompañé al servicio fúnebre y me tomé la libertad de inspeccionar el cuerpo antes de que lo vistieran, en busca de algo que lo identifique, y dado que usted fue su esposa, supuse que podría colaborar para cotejar la información que poseo.
―Oh, fue muy considerado de su parte, se lo agradezco… Pero debo reconocer que nunca vi a Swindon desvestido ―respondió con una atípica naturalidad respecto a la intimidad entre esposos―, por lo que cuento con poca información acerca de las características de su cuerpo. Déjeme recordar… ―Margaret se quedó pensativa, esculcando en sus recuerdos, conversaciones, momentos que prefería olvidar…
Michael, al escuchar aquella declaración, alzó las cejas; confirmaba muchas de sus sospechas. Swindon siempre profanó a Margaret y la utilizó como un simple medio para reproducir su estirpe, sin delicadeza, sin seducirla, sin un ápice de cariño o respeto por su esposa, como si fuera un animal. Sabía de matrimonios por conveniencia que lograban una excelente relación e incluso se llegaba al genuino amor. Pero Margaret tuvo la mala suerte de casarse con un hombre que jamás tuvo la intención de, al menos, intentar tener una buena relación; el respeto no existía.
Si antes lo odiaba, ahora mucho más. Bien muerto estaba ese infeliz. Con mucho placer, él mismo le habría desfigurado la cara.
Pasaron unos minutos sumergidos en un incómodo silencio. Margaret seguía pensando en hallar algo útil.
―En la mano derecha, más bien en el dorso ―declaró de súbito, un escalofrío recorrió su espalda al recordar. Esa marca la conocía bien, cuando él hacía su asunto sobre ella, y para evadir el dolor, miraba para el lado y solo se concentraba en lo único que había en su campo visual―. Tenía una mancha, más oscura que su piel, como un óvalo de bordes irregulares, de unas dos pulgadas de largo.
Marcus asintió en silencio, mas no dio ninguna señal de coincidencia con sus notas.
Margaret sintió que eso no era suficiente, volvió a concentrarse, qué otra cosa podría ser… En una cena… una humillante cena, donde Swindon hablaba de amantes con los demás comensales, como si se hablara del clima, hacía un poco de calor, y ajustó el pañuelo de su cuello.
―Un lunar, bastante grande y carnoso en el lado derecho de su cuello, unas dos o tres pulgadas desde el punto en que termina la oreja ―agregó―… También recuerdo que una vez, su madre me comentó que cuando fue niño tuvo un accidente y le dejó una marca muy grande en la pantorrilla, no sabría cómo describirla, nunca la vi… Creo que esa es toda la información que puedo darle, espero haber sido de ayuda ―concluyó, deseando olvidar de nuevo, y sanar cada una de las cicatrices que él le dejó en su alma. Las de su cuerpo, habían desaparecido hacía mucho tiempo.
―Su ayuda ha sido más que suficiente, me ha dado tres señas que coinciden con el cuerpo. Según mis notas, hay una más pero, dado que no tuvo oportunidad de apreciarla, no es necesario seguir por ese lado de la investigación. Daré el aviso al magistrado que el cuerpo, efectivamente, pertenece al lord Swindon ―anunció satisfecho. El cadáver era, indudablemente, de Alexander Croft, lo cual era un alivio para él para concentrar sus esfuerzos en el crimen―. Agradezco mucho su tiempo, lady Swindon.
Margaret no pudo evitar entornar sus ojos, como si su alma hubiera vuelto a su cuerpo. Ahora estaba entera, ahora no había ninguna atadura terrenal que la uniera a Alexander, pues siempre consideró que sus hijos, Thomas y Alec, eran de ella y solo de ella, nunca algo compartido con el hombre que era su esposo.
―No hay de qué, señor Finning.
Michael, que no había intervenido en toda la entrevista, ante el veredicto de Marcus, se sintió contrariado. Por un lado, el alivio se apoderó de su ser, pero, por el otro, se llenó de angustia.
Swindon estaba muerto, y no había ninguna duda de ello. Margaret podría ser su esposa y no tendría que cargar nunca más con una fama que jamás deseó para ella; ser tildada de adúltera, la amante de un marqués.
Estaba ansioso, quería casarse con ella en el acto, no importaba el decoro. Sí, sabía que, si se casaban antes del período de luto establecido, habría una situación de lo más escandalosa, pero estaba muy seguro que pronto sería olvidada por todos… No así, si lo sindicaban a él como culpable del nuevo estado civil de viudez de ella y, por ende, tenía el deber de atrapar al verdadero responsable de todo, de lo contrario, aunque no lo condenaran en un juicio por no haber pruebas, toda su familia cargaría con el estigma de tener a un presunto asesino, y aquello podría extenderse hasta sus nietos, la sociedad influiría de una manera atroz, al punto de provocar la ruina económica.
Eso no lo podía permitir.
―¿Necesita algo más de parte nuestra, señor Finning? ―preguntó Michael solícito.
―Necesito interrogarlo a usted también.
―Estoy a su completa disposición ―respondió tomando una postura relajada.
―Podría contarme qué actividades realizó ayer, desde las seis de la tarde hasta las nueve de la mañana del día de hoy. Por favor, sea lo más detallado y preciso posible.
―Es muy fácil, ayer en la tarde estuve con mi equipo de abogados, presididos por August Montgomery. Nos reunimos aquí mismo desde las cuatro de la tarde hasta la medianoche.
―¿No salió a ninguna parte durante ese período de tiempo?
―No, estuvimos afinando todos los detalles del juicio que se llevó a cabo el día de hoy.
―Aparte de sus abogados, ¿alguien más puede respaldar sus dichos?
―Lady Swindon, aquí presente, quien fue visitada por los vizcondes Rothbury y mis sobrinos, a eso de las cinco. Mi padre, el duque de Hastings, también estaba con ellos. A las nueve de la noche, nos visitaron los condes de Wexford por un asunto de negocios, lo que supuso una pausa con mis abogados, pero no fue un impedimento para continuar con la reunión ―declaró Michael relajado, pero con mucha seguridad.
―Muy bien ―dijo Marcus escribiendo en su libreta―. ¿Y después de la medianoche?
―Me fui a dormir… con lady Swindon ―afirmó como un verdadero granuja, sin pudor alguno―. A eso de las tres de la madrugada, mi hijo despertó a causa de una pesadilla, por lo que fui a tranquilizarlo, estuve una media hora con él, hasta que Alec también despertó porque tenía sed, le di agua, luego Thomas despertó con el ajetreo, por lo que les conté un cuento que no alcancé a terminar pues se quedaron dormidos de nuevo, y volví a mis aposentos. Nos levantamos a las siete de la mañana, desayunamos y luego fuimos a la corte de King’s Bench.
―Una noche ajetreada ―comentó el agente, con una flagrante doble intención.
―Lo habitual con tres niños en casa y que duermen en la misma habitación ―respondió indolente―. Son inseparables.
―Mañana cotejaré su declaración con las personas que me ha indicado ―señaló Finning teniendo casi la certeza que lord Bolton era inocente, quien fue muy preciso y relajado al detallar, y había demasiados testigos, todos honorables. Y lady Swindon se ruborizó con su comentario un tanto procaz sobre una «noche ajetreada». Pero seguía siendo sospechoso, pues perfectamente tenía los medios para contratar a alguien para que hiciera el trabajo sucio―. También acudiré a la casa de lord Swindon para interrogar a los empleados, según el abogado del conde, se iban a reunir a las ocho de la noche en su casa para ultimar detalles del juicio. Pero cuando el señor Wolf llegó, le informaron que había salido de viaje.
―¿De viaje? ―Margaret y Michael preguntaron al mismo tiempo por lo absurdo del motivo.
―Muy extraño, dadas las circunstancias… No es lógico ―reflexionó más para sí mismo que por contestar.
―Sí, mucho ―coincidió Michael―. ¿No conoce el destino al que pretendía viajar?
―Por eso mismo voy a interrogar al servicio.
―Manténganos al tanto, por favor ―solicitó Michael con mucho respeto―. Por nuestra parte, también colaboraremos en su investigación con lo que llegue a nuestros oídos. Estoy muy consciente que soy el principal sospechoso, dada la relación sentimental que me une a lady Swindon, aparte de la famosa apuesta en la que nos vimos involucrados, y es mi deseo no seguir siendo apuntado con el dedo en el corto plazo.
―Con todo respeto, milord, pero, ¿quién no conoce la apuesta en todo Londres? ―respondió irónico, pero sin perder su tono formal. Si no fuera por sus cejas alzadas, se podía pensar que hablaba en serio. Mentalmente, Marcus se reprendió por bajar la guardia, pero lord Bolton tenía esa cualidad de hacer que las personas se sintieran cómodas. Algo muy extraño viniendo de un aristócrata―. Gracias por su ofrecimiento, y por supuesto que lo mantendré al tanto, en la medida de lo posible. ―Se levantó de su silla, y se inclinó hacia Margaret―. Bien, creo que eso es todo. Buenas noches, milady, muchas gracias por su colaboración. Lord Bolton, gracias a usted también por la buena disposición.
―Soy el más interesado en que esto se resuelva pronto. Muchas gracias, señor Finning, que tenga buenas noches.
Marcus agradeció con un gesto, para luego dar media vuelta y los dejó a solas.
En silencio, Margaret se levantó, rodeó el escritorio y, Michael, conocedor de las intenciones de ella, le tomó la mano y la sentó sobre su regazo.
Se abrazaron por largo rato, no se dijeron nada, solo compartieron el calor y el anhelo de sentirse cobijados entre los brazos del otro. El peso del día y los acontecimientos habían hecho merma en sus energías.
En el ambiente solo se escuchaba el crepitar de los leños quemándose, el tictac del reloj que estaba sobre el escritorio y sus respiraciones pausadas en conjunción con los latidos serenos de sus corazones.
El momento era pura perfección.
―Margaret, mi ángel, ¿eres feliz? ―preguntó Michael al cabo de un rato.
―Por supuesto que lo soy ―respondió sin romper el contacto―, ¿por qué lo preguntas?
―Desde que entré a tu vida solo he traído angustias a tu existencia ―replicó evidenciando su vulnerabilidad, solo frente a ella podía mostrar su lado más débil. Con ella, no sentía su hombría cuestionada solo por no sentirse tan fuerte en los momentos más complicados.
Margaret sonrió con calidez, tomó la masculina cara entre sus manos. En sus amadas facciones se notaba que su granuja estaba agotado, tenso, y particularmente emotivo. No era de extrañar, no alcanzaban a salir de una situación y entraban en otra mucho peor.
―Desde que entraste a mi vida, solo me has hecho feliz ―afirmó acariciando los pómulos masculinos con sus delicados pulgares―, el resto, son consecuencias de nuestras acciones y deseos. Decidimos estar juntos sin importar nada ni nadie, y eso, no todo el mundo lo comprende ni lo aprueba. Pero, solo nosotros, sabemos lo que sentimos… Nunca me arrepentiré de amarte. Estoy y estaré contigo siempre.
Michael, conmovido, tomó las manos de su ángel. Depositó un cálido beso en una palma y luego en la otra. Ella siempre sabía cómo reconfortarlo. Suspiró profundo. La amaba tanto, que no sabía cómo ese sentimiento podía crecer día a día y se enraizaba, no solo en su corazón, sino en sus huesos, en su piel… en su alma.
―Y yo también estaré siempre contigo. Todos los días voy a agradecer a Dios por enviarme un ángel que me enseñó a redimir mis pecados. ―Dio un suspiro hondo, el sueño comenzaba a mermar sus energías―. Vamos a descansar, querida. Mañana será un día difícil para nuestros niños…
―Nuestros niños… ―repitió Margaret como si quisiera saborear esa frase, tenía algo de agridulce―. Cómo hubiera deseado haberte conocido antes…
―No era nuestro tiempo ―intervino cualquier lamentación―… Ni nunca lo sabremos, pero nuestro pasado nos preparó para unirnos más fuerte en este momento de nuestras vidas. No le des cabida a los remordimientos, no fui quien engendró a Thomas y Alec… pero, si me lo permites… sé perfectamente que no es el momento apropiado, pero, solo si tú quieres, puedo tomar el lugar de Swindon con ellos, ser el hombre que termine de formarlos, de darles lo mismo que a Lawrence, el amor de un padre.
―Oh, Michael, no tengo que permitir nada… Tú has tomado ese rol, desde que llegaste a Garden Cottage, sin siquiera ser consciente de ello. Tu naturaleza es así, como un papá oso que protege a sus crías sin importar si son su sangre o no ―declaró sintiendo una emoción profunda, al punto que sus lágrimas amenazaban con empañar su vista―… Mañana, nuestros niños ―subrayó― te necesitarán a ti también, porque será complicado y doloroso contarles lo que ha sucedido.
Michael volvió a abrazar a Margaret. Solo deseaba un día de paz para disfrutar la dicha que sentía en ese momento. Aun sin contar con la bendición de un sacerdote, ni la palabra de Dios, y menos la de los hombres, sentía que no podía pedir más.
Era un esposo, que adoraba a su esposa.
Era un padre, que amaba y deseaba proteger a sus hijos.
Era un hombre de familia.
―Niños, los llama su madre, está en el salón matinal ―conminó Michael intentando ser neutral en sus palabras.
Thomas, Alec y Lawrence, extrañados por aquella petición por parte de Michae,l dejaron de lado sus juguetes y se pusieron de pie.
―Papá, nosotos no nos comimos las galletas ―señaló Lawrence poniéndose en evidencia ante esa travesura perpetrada por los tres.
Michael, intentando no reír, frunció el ceño casi con éxito.
―No vine por las galletas, pero muchas gracias por señalar que ya no hay. No hay necesidad de que las coman a escondidas, a menos que estén castigados. ―Los tres niños alzaron sus cejas ante la mención de aquella horrorosa palabra―. Lo dejaré pasar por esta vez, pero estaré vigilando el frasco ―advirtió Michael entrecerrando sus ojos con cierta diversión―. Ahora, vayan con su madre ―ordenó con suavidad.
Thomas y Alec fueron en seguida, pero Lawrence se quedó, buscando un punto fijo al cual mirar, estaba, confundido. En una primera instancia, iba a obedecer la orden, pero recordó que la señora Witney no era su mamá.
Deseaba tanto que lo fuera, pero no se atrevía a pedírselo a ella, que era tan linda y suave. Por algún motivo extraño, él sentía que tal vez ella no deseaba otro hijo.
Michael, se quedó mirando a su pequeño, era tan transparente para él. Se agachó para quedar a la altura de sus ojos, sentía que, de ese modo, podía llegar mejor a su corazón.
―Laurie, ¿por qué no vas? ―preguntó tomando una de sus manos―. Mamá los llamó a los tres.
Lawrence se quedó mirando a su padre, intentando comprender lo que él decía, ¿había escuchado bien?, la señora Witney lo había llamado a él también como un hijo más.
―Hijo, hace un tiempo me preguntaste si podías tener dos mamás… Laura siempre, siempre será tu madre en el cielo, y Margaret ahora es tu madre, aquí en la tierra. Thomas, y Alec son tus hermanos, no importa si no comparten la sangre. A veces, la familia viene de aquí. ―Le apuntó en el centro de su pecho, justo en el corazón―. No temas en decirle «mamá», ella hace tiempo que te considera como un hijo.
Lawrence asintió con su cabeza emocionado, sentía que algo le quemaba la garganta, no quería llorar, porque estaba feliz, pero, por alguna razón que no lograba entender, sus ojos se llenaron de lágrimas. Su padre le confirmaba lo que Thomas y Alec siempre le repetían, que los tres iban a estar siempre juntos, como hermanos.
―Ahora, hijo, ve con tu madre ―ordenó con ternura―. Ella les va a contar algo lamentable que pasó, y tus hermanos te necesitarán para no sentirse tan tristes ―anunció.
Lawrence, se limpió las incipientes lágrimas y asintió con la cabeza. Tomó la mano de su papá, para llevarlo a él también.
―Nos necesitadán a los dos, papá… ―afirmó Lawrence con inocente sabiduría.
Michael intentó sonreír, dudaba si aquello era cierto, prefería ser cauto. No obstante, dejó que su hijo lo guiara.
―Tienes razón, mi muchacho.
Padre e hijo se dirigieron hacia el salón matinal, lugar donde estaba Margaret, junto a Thomas y Alec, esperándolos.
―Solo faltaban ustedes ―señaló ella esbozando una sonrisa. Miró a sus hijos, que estaban de pie frente a ella, intrigados por lo que se les iba a comunicar, lo presentían, era algo grave.
Margaret tomó las manos de los pequeños. ¡Qué difícil!, ¿cómo decirlo? Durmió intranquila pensando en ese impostergable momento. Y ya no había vuelta atrás.
―Thomas, Alec… Es muy triste para mí darles esta noticia. ―Se quedó unos segundos en silencio, buscando el valor para decir―: Su padre, lamentablemente, dejó de existir. Ayer nos avisaron… lo siento mucho, mis niños ―comunicó al fin con sus ojos anegados en lágrimas, no por Swindon, sino por sus hijos―… Lo siento tanto, tanto, tanto.
A Thomas y Alec no les tomó demasiado tiempo asimilar las aciagas palabras de Margaret. En sus rostros se manifestó, en una rápida sucesión, el desconcierto, la incredulidad y, pronto, su pesar. Se aferraron al regazo de su madre y lloraron con amargura. Su padre ya no existía.
Era extraño ese dolor, no lamentaban la muerte de un padre que siempre estuvo ausente, a pesar de vivir en la misma casa; tampoco echarían en falta los gritos, los malos tratos y los golpes. Lo que en ese instante los afligía, fue que murió su inocente esperanza, de que Alexander se redimiera, que de pronto se diera cuenta de que amaba a sus hijos, que eran su legado, su carne y su sangre.
Lamentaron lo que nunca fue y que jamás sería.
El último recuerdo que conservarían de su padre, sería golpeando a su madre, vociferando atrocidades como un hombre que había perdido la cordura, convertido en un monstruo, uno que vieron demasiadas veces en sus jóvenes vidas. Y ellos, escondidos bajo el escritorio, sintiendo la impotencia de no poder hacer nada más que llorar en silencio.
Margaret, ignorante de la dimensión de los sentimientos de sus hijos, solo atinó a hacer lo que cualquier madre haría. Acarició los cabellos castaños de sus pequeños, lloró con ellos, les dedicó cálidas palabras de amor. Darles, de este modo, un mínimo consuelo a su dolor.
Lawrence, conmovido ante aquella escena, se unió en medio de Thomas y Alec y los abrazó. Tampoco sabía qué decir o hacer, solo sentía el deseo de ver felices a sus hermanos de corazón.
Por su parte, Michael, estoico, y sintiéndose fuera de lugar, permaneció alejado. Margaret se había ganado el corazón de su hijo, pero él, a pesar de sus deseos, dudaba si lograría hacer lo mismo con Thomas y Alec. Eran mayores, y tenían el recuerdo de un padre, lo habían vivido. Sabía que Alexander no era el mejor, pero para un hijo, esa figura, era sagrada.
Margaret besó los cabellos de sus tres hijos, y miró a Michael que los contemplaba serio, con un atisbo de tristeza que le partió el corazón. Estiró su mano, clamando por él y alcanzarlo para exigirle que tomara su lugar.
Y él obedeció, sin cuestionar esa silenciosa demanda, se acercó, limpió las lágrimas de su ángel, para luego acariciar la espalda de Thomas, quien respondió de inmediato aferrándose a su cintura. Michael, sorprendido y enternecido, se arrodilló para abrazarlo con fuerza. Besó su mejilla y también limpió sus lágrimas. Luego, hizo lo mismo con Alec, bastó una caricia para que el pequeño se uniera a su hermano. Para ellos, Michael era un sinónimo de hombría, de seguridad, de que estando él en sus vidas, todo sería mejor. Y así lo sintieron en ese abrazo decidido, el mensaje inequívoco que, ese hombre que llegó un día nublado a sus vidas, no se iría nunca más.
Lawrence se quedó en los brazos de Margaret, quien observaba aquella escena sintiendo que todo saldría bien, que la fuerza de Michael sería suficiente para sus hijos…
Porque su granuja, era un verdadero padre.