Capítulo XII

 

Margaret sintió una perezosa caricia que le incitaba a despertar. Unos dedos ligeros vagaban desde el muslo, pasando por la cadera, deslizándose por su cintura, trepando por su brazo, hasta llegar al hombro. Un aroma masculino y familiar en el aire… Michael.

El cuerpo lo tenía exquisitamente adolorido, hacer el amor con Michael implicaba abrir su mente y dejarse llevar a lo que él dictara. Su amante tendía a ser un poco dominante, pero eso no lo convertía en tirano, Michael era generoso y cuidadoso en sus atenciones, y su regla de oro era la reciprocidad; dar y recibir.

Era toda una experiencia gloriosa practicar el acto amatorio con un hombre instruido. Sobre todo, si sabía que solo llevaba sus conocimientos a la práctica con ella.

Tal parecía que se estaba convirtiendo en una pícara, así como él. Michael la hacía sentir libre, como cuando era una niña muy traviesa y alegre, hace veinte años atrás. «La pequeña oveja negra», le decía su tío abuelo con el ceño fruncido.

Había olvidado ese apodo.

Margaret abrió los ojos, y lo primero que vio fue a Michael magníficamente desnudo en medio de la penumbra, despierto, tocándola. En sus labios se esbozaba una sonrisa cálida.

―Tercera fantasía cumplida ―fue su peculiar saludo en un grave susurro―. Amanecer a tu lado… la segunda, fue hacer el amor contigo casi toda la noche. Buenos días, mi ángel.

―Buenos días, querido ―saludó Margaret azorada por las dulces palabras de él―. Todavía no sale el sol, ¿qué haces despierto tan temprano?

―Admirándote… Intentando convencerme de que no estoy soñando. ¿Quién lo diría? En tan pocos días ya te amo, ¿cómo es eso posible?, ¿cómo puedo explicar que estoy seguro que envejeceré a tu lado?

―Esa respuesta no la tengo, de lo único que estoy segura es que te amo de esa misma abrumadora manera.

―¿Abrumadora?

―Al punto de arriesgarlo todo y que no me importe. Tú, Michael Martin, eres mucho más que un escandaloso rumor. He llegado a la conclusión de que el amor no entiende de lógica, de tiempo, de edad, ni de fríos razonamientos. No se puede forzar, ni fingir… Es el sentimiento más poderoso e indescifrable del mundo, pero no lo comprendes hasta que llega el momento de experimentarlo.

»Es como el aire, no lo ves, no lo oyes, no lo hueles, pero sabes, inequívocamente, que está ahí llenándote de vida. Creo que, para todo el mundo, estoy cometiendo el peor error de mi vida. Pero no lo siento así, mi gran error fue haber tenido la fe de que iba a vivir un matrimonio feliz, aunque fuera por conveniencia.

―Hay errores que se pagan demasiado caro. Me temo que tú y yo nunca terminaremos de saldar la deuda que tenemos con nosotros mismos ―advirtió Michael con cierta melancolía, enredando entre sus dedos, las largas hebras castañas del cabello de ella―. Pero contigo me di cuenta de que, aunque no pueda resarcirlos, puedo ser mejor persona de lo que era. Que mis alegrías pueden ser mayores que mis pesares… Me he enamorado de una mujer valiente, y no lo digo porque piense que tú no sientes el miedo. No, tú tienes miedo y mucho, pero sigues adelante a pesar de ello, eso te hace la mujer más fuerte del mundo.

Margaret sonrió, se sentía tan feliz y dichosa, que no sabía cómo recibir tanto amor en tan poco tiempo. Se le aguaron los ojos e inspiró profundo, tal vez, algún día, ser amada no sería tan hermoso y doloroso a la vez, pues el contraste entre Michael y quien fuera su esposo, era brutal.

¿Cómo tuvo corazón para aguantar tanto?

Porque nunca tuvo otra alternativa, porque casarse con Swindon o con cualquier otro, era la única salida que tenía para no quedar en la calle, o trabajar en la casa de su tío a cambio de techo y comida… algo muy parecido a la esclavitud, y eso tampoco era vida. Margaret no era culpable de los errores de sus padres, pero tal parecía que debía pagar eternamente por ello.

¿Y qué más podía hacer si la habían convencido que solo servía para ser esposa de un hombre? Era tan joven, se sentía tan perdida como su hermana mayor… si tan solo no hubieran tenido tanto miedo al mundo fuera del círculo social en el que fueron criadas, tal vez todo habría sido diferente.

Los últimos meses aprendió que una vida simple, sencilla, era sacrificada. No obstante, la libertad que significaba estar lejos de Swindon era impagable.

Por eso lo que estaba viviendo con Michael era casi un sueño que nunca imaginó realizar. Amar, ser amada y comprendida por un hombre bueno, leal.

―Debo volver a mi habitación… no quiero que nos descubran de momento. ―Michael le dio un casto beso por su propio bien y se levantó―. Debemos transparentar nuestra situación con nuestras familias en primer lugar, antes de que se enteren por un pasquín de cotilleos ―determinó poniéndose la bata que había quedado en el suelo.

Margaret se sentó, cubriendo su desnudez con la sábana, la realidad cayó de súbito como una pesada losa sobre sus hombros. Había olvidado por completo a las familias de ambos.

―¿Qué haremos? Tu padre es el duque de Hastings...

―Mi padre no es como mi abuelo, afortunadamente ―terció Michael antes que el pánico se cerniera en el corazón de Margaret―. No cuestionará mis decisiones ni intervendrá. Y, por parte de la reacción de mi hermana, no temo. Olivia es muy especial, su corazón no es gobernado por el prejuicio, ha vivido más de lo que imaginas ―argumentó tranquilo.

―Tal vez tu familia no ponga trabas ―aceptó con una cuota de escepticismo―… pero no creo que mi hermana mayor reaccione muy bien, es tan inflexible, orgullosa… ―Su voz se fue apagando. Margaret era muy unida a Minerva, pero su amargura había transformado a la dulce mujer en una… arpía con el corazón seco. Ya no sabía cómo llegar a ella.

―¿Tu hermana es Minerva, era la esposa de Somerton, cierto? ―interrogó Michael, para confirmar. Él tenía una versión diferente a la de Margaret, sobre la personalidad de la marquesa. Pero no quiso revelar más.

―Sí, ¿la conoces?

―No, personalmente, pero Olivia me habló de ella… ¿no se han escrito últimamente? ―preguntó con curiosidad.

―Hace meses que no sé nada, solo supe que Somerton la abandonó junto con mis sobrinos. Lo que vivió Minerva fue mucho peor de lo que me sucedió a mí. Literalmente, ese hombre la dejó en la calle, exponiéndola a la humillación pública, para luego desaparecer, y nadie más supo de él. Fue muy angustiante su última carta, en ese momento recién había llegado a Rosebud Manor… Más allá de eso, no he sabido nada más.

―Ya veo, creo que debemos ser más cautos con tu familia ―propuso Michael, sereno.

―Creo que Andrew podrá entender, él siempre fue un hombre comprensivo. La guerra lo endureció, pero no al punto de matar su amabilidad. Le costó mucho recuperarse de sus heridas, que eran más del alma que físicas. Lo veía bastante seguido antes de que recibiera su título, pero después estuvo muy ocupado, solo las cartas nos han mantenido en contacto.

―Tu familia ha estado separada por mucho tiempo por asuntos ajenos a su voluntad. Tengo la fe de que en algún momento podrán reunirse todos y charlar.

―Espero que suceda, no les he escrito desde hace mucho tiempo… No había tenido el valor de contarles la verdad sobre mi precaria situación… ―explicó, sintiendo un leve ardor en sus ojos. Últimamente se sentía más sensible de lo normal, como si ya no pudiera contener sus emociones que tantos años le costó mantener herméticas.

Michael se sentó nuevamente al lado de Margaret y le acarició su mejilla, otorgándole un breve consuelo.

―Lo sé… ―La tristeza en los ojos de su ángel, le hicieron retroceder al día que la conoció―. Tengo que admitir que leí la carta que le estabas escribiendo a Andrew. Sé que no fue apropiado que invadiera tu privacidad de ese modo. Pero no pude evitarlo. Esas pocas líneas, fueron desoladoras, me descorazonó que estuvieras a punto de hacer lo que fuera por sobrevivir, incluso tragar tu orgullo, tu dignidad. Tu corazón expuesto me hizo decidir, en ese momento, que te protegería siempre. Aunque en ese instante, no sabía que me enamoraría de ti.

―Oh, Michael… ―Margaret curvó sus labios―. Tienes la extraña facultad de justificar tus malos hábitos, de una forma tan sincera, que no me da derecho a reprocharte nada.

―Te prometo que mis malos hábitos no llegan al punto de ser vicios ―aseguró con ligereza, era el momento de dejar la conversación seria de lado.

―Claramente, de lo contrario, no me habría enamorado de ti, mi granuja.

Michael rio contento. Le tocó la nariz a Margaret y la besó fugaz, si se retrasaba un minuto más, no iba a ser capaz de contenerse hasta estar dentro de ella otra vez.

―Bien, me debo ir ―declaró, comenzando a  sentir que su cuerpo cobraba vida―. Nos veremos al desayuno. Lawrence despertará pronto… Te amo. ―La besó lento y suave. Era inútil, no se cansaba de hacerlo―. Te amo… te amo… ―decía entre beso y beso.

―Te amo… ―respondía sonriendo sobre los labios de él―… te amo… vete… vete…

Michael la besó una última vez y se levantó, dejándola a solas. Margaret se puso su recatado camisón, y se tapó con las gruesas frazadas, ya sentía frío sin Michael.

Se volvió a quedar dormida, abrazada a la almohada que había usado él.

 

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―¡Buenos días, Laurie! ―exclamaron Alec y Thomas al unísono, cuando el pequeño pelirrojo y su padre se unieron a la mesa preparada para el desayuno.

―Buenos días, amigos ―respondió Lawrence con alegría, sentándose a la mesa. Su estómago rugía―. Buenos días, señoda Witney, se ve como un ángel esta mañana ―saludó a Margaret, haciendo gala de las clases de buenos modales que le impartía su padre cuando estaba en cama.

Margaret, asombrada por tal demostración de galantería del niño, dirigió su mirada acusadora a su progenitor, quien se encogía de hombros.

―Sus palabras, no mías ―aclaró alzando las manos―. Solo le dije que saludara con educación, el halago es de su ingeniosa y aduladora cosecha. Buenos días, Thomas, Alec ―saludó revolviéndoles el cabello con cariño―. ¿Descansaron bien? ―preguntó con verdadero interés.

―Sí, señor Martin ―respondió Thomas, con energía. El hijo mayor de Margaret se había habituado de inmediato a la carismática y paternal presencia de Michael. Era agridulce el resultado para el pequeño, el hecho inevitable de comparar la indiferencia y frialdad de su padre, la diferencia era abismal con las permanentes y espontáneas muestras de afecto del señor Martin, quien no tenía ningún lazo sanguíneo con él.

―Esplendido, ¿y tú, Alec?

―Tuve un sueño raro con fantasmas que se quejaban, la casa crujía y ya no recuerdo más ―contestó Alec, mirando el techo, intentando recordar algo más.

Margaret y Michael se miraron de soslayo, mas no dijeron nada.

―Muy extraño tu sueño, sin duda. No salgas de tu habitación si escuchas ruidos extraños durante la noche ―continuó Michael impasible, tomando asiento al lado de Margaret―. Buenos días… ―Se mordió la lengua justo para no decir «mi ángel», en cambio, le guiñó el ojo.

―Buenos días, Michael, ¿durmió bien? ―preguntó Margaret con  malicia.

―Puse la cabeza en la almohada y soñé con ángeles. ―«Y con uno particularmente desnudo», pensó con picardía―, fue toda una epifanía, me hizo replantearme mi vida y enmendar mi rumbo de malviviente ―ironizó, como siempre.

―No diga bobadas, usted es un hombre incorregible, Michael. Y no lo enderezará ni un ejército de arcángeles ―fue la respuesta de ella en el mismo tono.

―Hoy estaré unas horas fuera de casa, tengo un asunto pendiente que hacer, también pasaré a Market Place ―anunció Michael al tiempo que tomaba una rebanada de pan, dejando de lado las bromas―. Margaret, ¿está bien aprovisionada la despensa?, ¿no falta nada? ―interrogó tal como lo hacía todos los días.

―Se está acabando el queso, el té, el azúcar y las manzanas ―respondió Margaret repasando una lista mental por si no se le olvidaba nada―. Huevos, carne de res… creo que eso es todo.

―Somos una familia numerosa, ya era hora que empezaran a escasear algunas cosas ―acotó Michael, jugando al filo con sus palabras.

―¿Té, milord? ―ofreció Elizabeth solícita, con su habitual aleteo matutino de pestañas.

―Gracias, Elizabeth ―aceptó Michael sin mirar a la joven criada. Evitaba el contacto visual con ella todo lo que podía, pero tal parecía que la muchacha no captaba el mensaje implícito que había en aquella tácita evasiva.

La criada se dispuso a llenar la taza y sonó fuerte la aldaba de la puerta principal.

―Debe ser el señor Banks ―señaló Margaret a Elizabeth.

―Iré en seguida, señora ―respondió, dejando la tetera de té en su lugar y salió de la estancia.

―¿Cómo está su tobillo, mi estimada Margaret? ―preguntó Michael socarrón.

―Un poco adolorido, pero creo que, si descanso el día de hoy, estaré en condiciones de caminar sin problemas ―respondió imperturbable.

―Excelente ―celebró Michael tomando un sorbo de té.

―El duque de Hastings, lo espera en el salón, milord ―interrumpió Elizabeth.

Michael se atragantó y por poco no escupe el té.

Margaret abrió los ojos sorprendida, ahogando un gritito.

―Voy… ―Tosió fuerte―… ahora. ―Se levantó de la mesa, todavía sin reponerse del todo de la inesperada sorpresa.

Michael se dirigió al salón principal, aún incrédulo de la presencia de su padre en Richmond. Al entrar, se encontró con la figura del duque dándole la espalda. A su lado, estaba John Fields.

 ―Papá ―lo llamó, sintiendo la extraña sensación de que volvía a tener quince años―. ¿Qué haces aquí?

Albert Martin, duque de Hastings, dio media vuelta. Estaba serio.

―Esos no son los modales con los que te eduqué, hijo ―lo reprendió al tiempo que se quitaba el sombrero―. Saluda al menos a este pobre viejo. ―Sonrió, se acercó a su primogénito y lo abrazó fuerte―. El señor Fields me entregó tu mensaje… No sé cómo imaginaste que me quedaría sentado esperando a que trajeras a mi nieto a Londres. Tenía que verlo, eres el peor hijo del mundo ―bromeó.

Michael cerró los ojos, conmovido. Abrazó más fuerte a su padre.

―Soy un tonto, lo sé… han pasado muchas cosas estos días, lo siento mucho ―se disculpó rompiendo el contacto―. Demasiadas, a decir verdad… Ven, ven… estamos en la cocina desayunando ―invitó contento y ansioso―. Señor Fields, no se quede ahí, pase, por favor.

―¿Está seguro, milord? ―vaciló John, había olvidado que su jefe era un hombre que desafiaba todas las convenciones sociales.

―No sea ridículo, John. Acompáñenos.

El señor Fields se encogió de hombros y siguió a los dos hombres dirigiéndose a la cocina.

―Elizabeth, sirva dos puestos más, por favor ―solicitó Michael contento, entrando en la cálida habitación―. Margaret, querida, tengo el inmenso honor de presentarte a mi padre, Albert Martin, duque de Hastings. ―El duque hizo una respetuosa inclinación, sin evidenciar su sorpresa ante el trato informal que tenía su hijo hacia la mujer que presidía la mesa―. Papá, la dama aquí presente es Margaret… Croft, condesa de Swindon.

Margaret se puso de pie en el acto e instó a los niños a que hicieran lo mismo.

―Bienvenido a Garden Cottage, lord Hastings ―saludó Margaret haciendo una regia reverencia―. Es un placer conocerlo. Le presento a mis hijos, Thomas y Alec.

―El placer es todo mío, lady Swindon ―respondió Albert afable y sonriéndole a los hijos de ella―. Sus niños son su viva imagen.

Pero uno en particular le llamó la atención.

Michael tomó en brazos a Lawrence, que no le quitaba la vista de encima a Albert, quien era muy parecido a su papá, pero más viejo.

―Lawrence, te presento a mi padre, él es tu abuelo, se llama Albert Martin ―dijo Michael con el pecho hinchado de orgullo.

―¿Abuelo? ―preguntó el niño intrigado.

―Soy tu abuelo, mi pequeño, ¿me puedes regalar un abrazo? ―preguntó Albert emocionado, acercándose a Lawrence.

El niño miró a su padre buscando aprobación y Michael asintió contento. Lawrence no necesitó más, estiró sus brazos  y Albert lo recibió entre los suyos.

El silencio reinó, pero en la atmósfera solo reinaba una súbita y hermosa sensación.

Albert, cerrando los ojos, sintió el tibio y menudo cuerpo del pequeño que lo abrazaba fuerte, inocente, sin reparos.

―Lawrence… ―murmuró el duque, en su corazón se colmó de un sentimiento tan poderoso, que superaba al que sintió cuando recibió en sus brazos a Michael recién nacido. Recordó a su joven y difunta esposa de aquellos lejanos años… ambos eran demasiado jóvenes.

Matrimonio concertado, en el que pronto nació un genuino cariño y compromiso.

Albert suspiró con inconmensurable alivio, su familia, al fin, estaba completa. Había recuperado a su hija menor, meses atrás, y a su otro nieto, William, al que no pudo conocer hasta ese momento. La distancia impuesta fue gracias a las intromisiones del duque anterior, su padre, que lo dominó con puño de hierro durante toda su vida.

Joseph Martin, por muy poco, no alcanzó a lograr la total destrucción de su familia.

Pero eso ya era el pasado. Ese hombre monstruoso estaba muerto, enterrado y, ojalá, su alma, quemándose en el fuego sempiterno del averno.

Y Albert, el nuevo duque de Hastings, estaba en el duro proceso de resarcir todos sus errores y reconstruir lo que le quedaba de vida. Comprendía a Michael más de lo que su hijo imaginaba.

―Abuelo ―murmuró el pequeño, probando esa palabra en sus labios, se sentía bien, correcto. Su joven corazón estaba rebosante de felicidad, tenía un padre y un abuelo a quienes quería mucho.

Y también estaban Thomas y Alec, quienes se habían convertido en sus mejores amigos, le enseñaban muchas cosas, y no lo trataban mal o se burlaban de él como algunos niños mayores en el hogar de huérfanos de la Iglesia de Santa María.

Tampoco debía olvidar a la señora Witney. Para él era como un ángel. Suave, hermosa, siempre dándole muestras de cariño, era como una mamá, pero él sabía que no era su mamá. Sin embargo, era la presencia de esa mujer, lo que lo calmaba de una forma diferente a la de su padre.

No quería separarse de nadie, un repentino miedo lo invadió. Pensó que todo era un sueño y que tal vez despertaría y volvería a estar sin familia…

―Nunca más estarás solo, Lawrence ―le dijo su abuelo, sin intuir lo que su nieto sentía. Pero él, como abuelo, necesitaba hacerle saber al pequeño que las cosas estaban cambiando para mejor―. Tienes toda una familia que te ama ―aseguró.

Y, esas palabras, eran justo lo que Laurie ansiaba escuchar para acallar todos sus temores.

Michael tosió para aclararse la garganta y deshacer el nudo que no le permitía respirar con normalidad. Albert lo imitó, y limpió la leve humedad de sus pestañas.

Por un segundo, todos suspiraron casi al mismo tiempo, como si hubieran dejado de respirar.

―Bien, creo que llegamos en un momento poco apropiado ―se dispensó Albert―. Pero será un placer para nosotros, unirnos a la mesa.

Dejó a su nieto en su silla para que terminara de desayunar, y se sentó en uno de los lugares que dispuso Elizabeth para él y el secretario de Michael.

―Fields. ―Michael reparó en su secretario―. Tome asiento, por favor, y después me informa del resultado de las tareas que les encomendé.

―Muchas gracias, lord Bolton ―dijo John―. Gracias ―susurró a Elizabeth, quien, para sorpresa de todos, estaba especialmente sonriente sirviéndole té al señor Fields―. El señor Reeves nos informó cuando llegamos, que había abandonado la posada días después de mi partida y nos envió aquí.

―¿Te comentó el motivo? ―interpeló Michael interesado.

―No, fue muy discreto. ¿Cuánto le pago al posadero para que fuera tan discreto? ―preguntó John socarrón.

―Lo justo y necesario para solo dar esa información a quien correspondiera y no a cualquiera que quisiera entrometerse en asuntos ajenos  ―respondió Michael con suficiencia.

―Tal parece que quedarás en la ruina en Londres, si continúas pagando por un poco de discreción ―apostilló Albert―. La apuesta en la que te involucraste, hasta el momento ha sido la comidilla de toda la aristocracia y, creo que, el «Susurros de elite» está particularmente ensañado con nuestra familia los últimos meses ―comentó alzando una ceja, dándole una velada reprimenda a Michael―. Y ahora me doy cuenta, que todo es más complicado de lo que imaginé. ―Tomó un sorbo de té, el sabor, exquisito.

―¿Más complicado?, ¿puede ser eso posible? ―interrogó Michael con cierta consternación, el carácter de su padre no tendía a ser exagerado―. Ya sabes que no me importan las habladurías y menos las de ese pasquín ―justificó sereno.

―Ese pasquín siempre tiene una cuota de verdad, y otra de conjeturas, que son demasiado acertadas para mi gusto ―aseveró Albert convencido―… Señor Fields, si fuera tan amable, por favor, ilumine a Michael.

John, con prestancia ―y cierto regocijo―, sacó del bolsillo interno de su chaqueta, un ejemplar doblado del «Susurros de elite» y se lo entregó a Michael, quien se acomodó sus gafas y comenzó a leer en el acto.

 

«Susurros de elite, 24 de noviembre de 1818.

»Hace una semana, en este prestigioso magazine, comentamos, como exclusiva noticia, acerca de los pormenores de una apuesta indecorosa, llevada a cabo en septiembre, entre lord S y el nuevo marqués de B, en la cual, este último ganó a la esposa e hijos del primero, como pago a la exorbitante deuda de juego que ostentaba lord S.

»Hasta el momento, nadie se ha pronunciado ante tan escandaloso asunto.

»En primer lugar, lady S ―Dios la ampare―, continúa en Richmond y, según mis fuentes, aún sin saber absolutamente nada.

»Lord B, curiosamente, ha desaparecido de Londres, sin dejar ningún rastro, y su familia, ante este hecho, no ha tenido más alternativa que escapar de la capital ―típico de lord R, que es, sorprendentemente, cuñado de ambos apostadores― para evitar el escarnio público.

»Y, para qué decir del nuevo duque de H, quien solo ha estado ocupado, resolviendo todo lo concerniente a su nuevo título, y no se ha referido al escandaloso tema ante nadie.

»Pero, alguien sí se ha pronunciado.

»Para gran sorpresa de todos, es el propio lord S, el principal artífice de todo este embrollo, quien ha dado, literalmente, señales de vida ―al parecer, solo estaba escondido en alguna parte de Inglaterra lamiendo sus heridas―, y ha asegurado que todo lo que hemos dicho es completamente falso, una vil calumnia para vender más ejemplares, y ha amenazado con cerrar este prestigioso magazine por difamación, dado que en cualquier momento lady R volverá a la capital para reunirse con él.

»Pues, si de algo me puedo jactar, mis queridos lectores, es de que mis fuentes son más que confiables ―y pondría mil veces las manos al fuego por ellas―, por lo que me atrevo a asegurar que lord S solo está menoscabando maliciosamente nuestra reputación ―en un vano intento, por lo demás― para lograr recuperar la suya ―bastante difícil, dada la fama que lo precede― haciendo creer a la buena sociedad que es un hombre milagrosamente reformado.

»Yo solo diré una cosa. Lord S, la buena sociedad no es tonta.

»Y nosotros no mentimos.

»Ya veremos si aparece lady S a tomar su lugar de condesa como si nada hubiera pasado, o por el contrario, a lord B, reclamando ―según mis asesores legales― lo que es, por derecho, suyo.»