Michael entró empapado a la posada después de haber corrido una milla desde Garden Cottage bajo la lluvia, que había empezado a caer en cuanto puso un pie afuera de la casa. Buscó desesperado con la mirada al señor Reeves, el posadero, hasta que lo halló bajando la escalera pesadamente.
―¡Señor Reeves, señor Reeves! ―exclamó Michael para llamar la atención del posadero.
―Señor Martin, ah, qué bueno que lo veo. Tengo un mensaje para usted desde Newark ―respondió el hombre entregándole un sobre que sacó de su bolsillo.
Martin lo recibió y se lo guardó sin leer siquiera el remitente, su prioridad era otra.
―Señor Reeves, necesito un doctor, ¡urgente!
―El señor Banks vive en el 355 de Market Place ―contestó al instante, no era la primera vez que le pedían un doctor.
―¡Gracias! ―agradeció Michael y se dispuso a emprender de nuevo una carrera. Pero se le ocurrió una idea mejor, dio media vuelta y dijo―: También necesito que me preste o alquile un caballo.
―Tenemos varios. No se preocupe, le puedo facilitar uno, deme un segundo, señor… ―respondió, sabiendo de inmediato cuál caballo entregarle a Michael―. ¡Josh, saca a Mags de las caballerizas, y entrégasela al señor Martin! ―ordenó con su vozarrón a un muchacho esmirriado que barría el comedor, quien dejó de lado sus tareas y salió en el acto a acatar la orden.
―Gracias, de nuevo…
―Vaya con Dios, señor Martin.
Michael salió hacia las caballerizas y ahí estaba Josh poniéndole la montura a Mags, una yegua blanca con manchas marrones. Esperó cinco minutos que se le hicieron eternos, pudo haber ido corriendo, pero de todas formas un caballo era más rápido.
El muchacho le entregó las riendas y Michael partió a todo galope hacia Market Place, lugar que no estaba demasiado lejos de la posada, tal vez una media milla. Él ya había estado ahí con Lawrence comprándole ropa, golosinas, disfrutando los nuevos momentos con su hijo.
La lluvia caía con más intensidad y le golpeaba la cara. Michael tuvo la certeza que su vida jamás volvería a ser la misma.
―¡No, señod Powell! Le judo que no me comí el pan dudo ―murmuraba Lawrence.
Margaret seguía cambiando las compresas húmedas, poniendo atención a cada movimiento o gesto del pequeño. Desde hacía unos minutos, sus palabras empezaban a ser más claras. Mencionaba mucho al vicario de la iglesia Santa María, cosa que le intrigó a ella. No tenía sentido.
―Vamos, Laurie ―susurraba Margaret tomándole la mano al hijo de Michael―. Te pondrás bien, criatura.
―Mami… ―sollozó el pequeño.
A Margaret, aquel inocente llamado, le sembró más preguntas que respuestas. Si Lawrence era el hijo de Michael… entonces, ¿dónde estaba su madre?
―Papá Michael… pastel de cadne.
Margaret no pudo evitar esbozar una sonrisa ante esas palabras, y también le llenaba el corazón de esperanza, si el niño tenía la suficiente energía para murmurar así de claro en su delirio, tal vez en unos días estaría de pie de nuevo. Solo le preocupaba la delgadez de él.
Lawrence abrió los ojos, la señora que le tomaba la mano le sonreía, ella era muy bonita, su mirada se parecía a la de su mamá, pero era de otro color. Papá le había dicho que iba a conocer unos niños y que podría jugar con ellos… Estaba tan cansado… Estaba soñando, un sueño muy raro. Cerró los ojos.
Margaret le acarició la cabeza, el niño era muy diferente a su padre, pero había algo en él que no le hacía dudar de su parentesco.
De pronto, el sonido de alguien que corría por las escaleras, interrumpió sus pensamientos.
―¡Mamá, el señor Martin ha llegado con el doctor! ―anunció Thomas ansioso. Estuvo junto con Alec mirando por la ventana y esperando. El muchacho entendía que la situación era compleja, pero sentía en su corazón una especie de alegría, se sentía útil, le gustaba poder ser de ayuda.
―Gracias al cielo ―susurró Margaret―. Ve a recibirlos, hijo, por favor―pidió con amabilidad.
―Sí, mamá. ―Y así como llegó, Thomas se fue, dejando a su madre a solas con Lawrence.
Al cabo de un par de minutos, se escuchaban nuevos pasos por las escaleras, en el umbral de la puerta se apreciaba la apurada entrada de Michael acompañado por el doctor, quien portaba un maletín de cuero. Era un hombre muy joven, quizás llevaba poco tiempo ejerciendo la profesión.
―Vengo con el señor Banks para que revise a Lawrence ―anunció Michael olvidando toda norma de presentación. Desvió la mirada hacia su hijo, que yacía en la cama vestido con un camisón, evidenciando los cuidados de la señora Witney―. Gracias por atenderlo ―susurró.
Margaret asintió con su cabeza en silencio, aceptando la genuina gratitud de Michael.
―Bienvenido, señor Banks. Muchas gracias por venir tan rápido ―saludó ella, cediéndole su lugar al doctor.
―El señor Martin sabe cómo persuadir a las personas ―respondió dando una mirada acusadora a Michael―. Veamos al pequeño paciente. Su esposo ya me puso al tanto de lo que ha sucedido…
Margaret tuvo el impulso de sacar de su error al doctor, pero la mirada de Michael le demandaba que no lo hiciera… ¿Por qué? Ella no lo entendía, todo Richmond sabía de quién era la propiedad y quién era ella. Bien, no todo Richmond, al parecer, el señor Banks no la conocía.
―Lady Swindon no es mi esposa, señor Banks ―intervino Michael―. Solo soy un viejo amigo de la familia.
―Oh, perdón por mi error ―dijo el doctor, sin darle demasiada importancia al asunto―. Llevo solo un par de meses aquí ―explicó y, sin decir una palabra más, comenzó a examinar a Lawrence. Hizo un gesto desaprobador al verlo tan delgado, y luego puso su oído en su pecho para escuchar sus pulmones y el corazón. Tocó su frente, estaba húmeda y caliente.
―¿Puede abrir las cortinas para que entre un poco más de luz? ―pidió el doctor―. Necesito ver bien el tono de la piel del niño.
Margaret, de inmediato, abrió las cortinas blancas. No era demasiado notorio el cambio, dada la lluvia, pero fue suficiente para el señor Banks.
Unos minutos más y ya estaba listo para dar su tratamiento.
―Aparentemente, no se trata de la fiebre pútrida, pero, aun así, la enfermedad es de cuidado. No ayuda de mucho la debilidad del pequeño por una evidente mala nutrición, por lo que, si llega a recuperarse, tomará más tiempo de lo normal. De momento, la fiebre debe ser bajada con baños tibios alternando con baños fríos y mantengan la habitación a una temperatura templada. Dele sopa de verduras para fortalecer el cuerpo y, si tiene la posibilidad de que incluya carne, tanto mejor. Llámeme si empeora o si cambian sus síntomas para probar con otro tratamiento ―indicó el doctor con seguridad, mirando a Margaret, quien asentía y tomaba nota mental de lo que se debía hacer―. Su hijo debe alimentarse mejor, señor Martin, no permita que sea regodeón, debe comer de todo ―aconsejó, creyendo que el niño no comía de malcriado. Michael no se lo refutó, no le pareció apropiado darle explicaciones a un extraño.
―Haremos lo que ordene, señor Banks ―dijo Michael en cambio.
―Muy bien, me retiro ―anunció el doctor―. En caso de cualquier cosa, no duden en ir a buscarme ―insistió.
―Lo acompaño a la salida―ofreció Michael solícito.
―Muy amable. Muchas gracias, señor Martin.
Margaret se quedó a solas. Sentía que debía dividirse en dos para atender al pequeño, y cuidar de sus propios hijos. No podría hacerlo de todo sola, y tampoco consideraba apropiado sacar al niño en medio de una lluvia. Su instinto le decía que solo empeoraría si el señor Martin insistía en llevárselo.
¿Qué hacer?
Pasos cansados y pesados subían por la escalera, Margaret no tuvo que imaginar de quién se trataba. Segundos después, Michael estaba en el umbral de la puerta. Su rostro demostraba todo tipo de emociones y, para asombro de ella, lo que más predominaba era la vulnerabilidad, y aquel sentimiento nunca lo había visto aflorar en las facciones de un hombre.
―Señor Martin… Lawrence se pondrá bien. ―Fue el intento de Margaret por consolar a ese hombre que era «su dueño»―. Lo cuidaremos y oraremos por él.
Michael no respondió, se acercó a la cama por el lado opuesto a Margaret y se sentó al junto a su hijo, le acarició el cabello, el rostro.
―No le ha bajado la fiebre… ―murmuró apesadumbrado.
―Eso suele tardar ―respondió ella―. Puede estar varios días así.
Michael se sacó las gafas que se le empañaron por la humedad, y se pellizcó el puente de la nariz, a la vez que suspiraba hondo. Sentía el peso del mundo en sus hombros.
Margaret notó que él estaba con la ropa empapada pegada al cuerpo. Pensó que podía prestarle algunas prendas de lord Swindon, se habían quedado en un cajón después de una de las estadías veraniegas que él hizo en aquella casa con sus amigos y damas de moral distraída. No obstante, desistió de ello, viéndolo mejor. Michael era más corpulento y alto que Alexander, quien ya evidenciaba una barriga que intentaba ocultar con fajas. En cambio, el señor Martin no las necesitaba, era delgado, pero no flacucho o con aspecto enfermizo, su cuerpo ―más bien, lo que se vislumbraba de él― era muy similar al de las estatuas griegas del Museo Británico.
Ella parpadeó, se había quedado demasiado tiempo mirándolo fijo.
―Señor Martin, creo que debe cambiarse esa ropa mojada por una seca lo antes posible ―sugirió, casi como una orden―. Suficiente tengo con un enfermo, no quiero tener otro en casa.
―Todas mis pertenencias están en la posada, y no quiero separarme de mi hijo ―respondió Michael―. Iré a buscar un carruaje para llevármelo y no seguir importunándola.
―No, nada de eso, señor. Lawrence empeorará si lo somete a cambios ambientales tan bruscos, ya escuchó al doctor, la habitación debe estar templada. Su salud está muy delicada, así que me niego a que se lo lleve ―declaró Margaret con vehemencia―. Podemos hacer algo mejor que eso. Me puedo hacer cargo de su hijo, mientras usted va a la posada para traer sus pertenencias y luego se cambia de ropa. Aquí hay suficientes habitaciones, perfectamente se puede quedar aquí para estar junto a Lawrence.
―Pero, señora Witney, su reputación…
―Ya quedó claro el tema de mi reputación. En esta casa, el hombre que solía ser mi esposo, hacía fiestas escandalosas e inmorales… Créame, la situación actual no llega ni de lejos a ello.
―Usted sabe que a los hombres se le hace la vista gorda ante ese tipo de comportamiento. A usted, por esto, que es mucho más inocente, podrían condenarla.
―¿Sabe, señor Martin? No intente proteger mi reputación, sus esfuerzos serán en vano. Yo le pertenezco, mis hijos le pertenecen, esta casa le pertenece y cuando todo el mundo se entere… ―Se quedó unos segundos en silencio, se había dado cuenta que empezaba a subir el tono de su voz―. Simplemente, en este momento me da igual lo que la gente piense o diga de mí. Dígame, ¿qué más puedo perder?… La reputación no me da de comer ni me brinda un techo donde vivir.
Michael se revolvió el cabello frustrado, esa mujer tenía toda la maldita razón. Era como estar en una calle sin salida. Pero no iba a fallarle a su hijo y, por algún motivo que no alcanzaba a descifrar, confiaba plenamente en el criterio de Margaret.
Tampoco deseaba fallarle a ella… Lo podría pagar muy caro y llevar la muerte de su esposa sobre su conciencia ya era demasiado.
Michael bufó de un modo poco caballeroso y se volvió a colocar las gafas.
―Iré a buscar mis cosas a la posada ―resolvió poniéndose de pie―. Nos turnaremos en el cuidado de Lawrence. No voy a permitir que usted sola se lleve el todo el peso. Volveré en una hora… tal vez menos.
―Vaya con Dios, señor Martin.
―Gracias, señora Witney.
Margaret esbozó una sonrisa que Michael respondió del mismo modo, y salió de la habitación.
Margaret suspiró, ¿en qué segundo había cambiado tanto su vida?
―Mamá, ¿deseas tomar una taza de té? ―ofreció Alec con inocencia―. Todavía quedan unas galletitas.
―No, hijo, muchas gracias. ¿Te puedo pedir un favor?
―Sí, mamá.
―¿Puedes quedarte aquí con Lawrence e irle cambiando las compresas? Debo prepararle una sopa de verduras y a ustedes la cena ―solicitó Margaret. Esperaba que el pequeño pudiera comer algo. Al menos ya no deliraba, solo dormía.
―Está bien, lo haré ―aceptó entusiasmado. Hasta antes de que Laurie cayera desmayado, estaba pasándolo muy bien con él y le simpatizaba mucho.
―Le diré a Thomas que te acompañe… Muchas gracias, hijo, eres muy generoso. Te quiero mucho.
―Yo también, mamá.
Margaret bajó las escaleras y en la sala de estar se encontró con Thomas, quien se calentaba las manos al fuego, estaba absorto mirando las llamas. Se acercó a él y le acarició el cabello castaño para llamar su atención.
―¿Puedes acompañar a Alec mientras cuida a Laurie? ―preguntó con suavidad―. Yo les subiré una merienda a mis hombrecitos. Los llamaré cuando esté lista la cena.
El niño asintió con entusiasmo y subió corriendo las escaleras. Margaret suspiró, se quedó pensativa mirando el fuego, tratando de asimilar todo lo sucedido durante el día. Se sentía agotada.
Michael Martin, su dueño, era un hombre bastante peculiar. No había duda de que poseía un encantador carisma, pero ese carisma no lo usaba de un modo seductor o con lascivia, como cabría esperar de un libertino como él. No, él era muy respetuoso.
Era desconcertante. No sabía qué pensar de él.
Miró por la ventana. Había pasado más de una hora, ¿por qué todavía no volvía? La lluvia empezaba a amainar y la temperatura bajaba con rapidez. Puso un par de leños en el fuego para avivarlo.
Michael estaba quitándose la ropa húmeda con dificultad. La levita estaba como una montaña negra y deforme sobre el suelo, el pañuelo blanco y la camisa sobre la cama, las botas en frente de la chimenea.
Se quitó los pantalones y las medias. Tenía la piel de gallina, húmeda y fría. Empezó a secarse el cabello y el cuerpo con una toalla, frotando con energía. No quería pensar en nada por, al menos, cinco minutos.
Pero era imposible. Todos sus planes se habían desbaratado, partiendo por el hecho de que lady Swindon no aceptó recibir la asignación sin más.
¡Por Júpiter! La mujer era tozuda y orgullosa.
Lo peor era que la entendía, sobre todo después de leer la carta que ella estaba empezando a escribir. Su brutal admisión de no tener salida le caló profundo, sabía que era difícil reconocer los errores y hacerse cargo de ello. Probablemente, le iba a pedir a su hermano ayuda, y depender para siempre de la caridad del vizconde.
Y ahora dependía de él, ¡vaya solución!
Y después lo de Lawrence… Tantos años esperando encontrarlo y, de un momento a otro, estaba a punto de perderlo para siempre. Michael se sentó sobre la cama y se restregó la cara intentando disipar las ganas de gritar y acallar el llanto que empezaba a formarse en sus ojos y garganta.
―¡Basta, Michael! ―se reprendió―. Tu hijo te necesita, no puedes lamentarte por algo que no va a suceder. ¡Compórtate como un hombre, maldita sea!
Se levantó y empezó a ponerse la ropa seca con premura. Una y otra vez se decía que todo iba a mejorar, que debía ser paciente, ser fuerte, y tener fe.
Debía creerlo, o estaría perdido.
Una vez vestido, se aseguró de guardar todas sus pertenencias y las de Lawrence en el baúl de viaje. Recogió la ropa húmeda, y empezó a meterla en una bolsa para llevarla aparte.
Al tomar la levita mojada, vio un papel blanco en el bolsillo interno, y le recordó que había recibido un mensaje. Frunció el ceño, dejó todo de lado y sacó el sobre con cuidado.
No llegaba a estar empapado, pero sí se había humedecido el papel. Con mucha dificultad, leyó que el remitente era John Fields. Michael alzó las cejas, probablemente el mensaje lo escribió mientras iba de camino a Londres, apenas llevaba dos días de camino. Entrecerró sus ojos para enfocar mejor y encontrar sus gafas. Estaban en la mesa de noche, y se las colocó, desplegó el papel y se dispuso a leer.
«Estimado señor Martin:
»En estos momentos me encuentro en la posada “The oak” en Newark. El motivo de este mensaje es para comentarle que, mientras pernoctaba aquí, entablé una interesante conversación con un viajero, un joven barón, llamado lord Kelham. No sé si lo conoce, pero bueno, él dice que sí, que perdió un par de libras gracias a usted…»
―Pues, a los jugadores que saben cuándo retirarse no los recuerdo, porque no suelen volver a jugar conmigo ―dijo Michael como si estuviera conversando con el señor Fields.
Se ajustó las gafas y prosiguió con la lectura…
«… Retomando el tema principal, lo interesante de la conversación fue que, en Londres, usted y lady Swindon están siendo la comidilla de la buena sociedad, gracias al pasquín de cotilleos “Susurros de elite”, el cual ha revelado todos los pormenores de la apuesta indecorosa en la que ambos están envueltos. El joven barón no traía consigo un ejemplar, pero, de todos modos, lo que acabo de contarle es un buen resumen.
En torno a esto hay muchos rumores, uno de ellos dice que lord Swindon se ha embarcado hacia la India por negocios de las tierras que posee allá, sin pagar un penique a sus acreedores. Pero, no estoy seguro de la veracidad de esto, sé de buena fuente que esos negocios ya no existen.
»El otro asunto del que me he enterado, es del fallecimiento del duque de Hastings, su abuelo…»
Michael, al leer esas líneas, dejó caer la carta. Con torpeza la recogió y releyó, sin poder creer que el hombre que tanto dañó su vida, había dejado de existir.
«… El hecho ocurrió el 15 de noviembre, según dicen, de una enfermedad que lo tenía postrado. Creo que, si le escribe a su padre, podrá tener más detalles de lo ocurrido.
»Según mis cálculos, y si el tiempo es favorable, llegaré a Londres en unos dos días.
»Saludos cordiales.
»John Fields, secretario.»
Michael volvió a leer la carta, no una, sino tres veces. Resopló. Necesitaba un trago… no, una botella entera de cualquier brebaje que tuviera alcohol en sus ingredientes.
¡Condenación!
No podía permitirse ese lujo. No ganaba nada con intentar ahogar la realidad. Ya no era un chiquillo temeroso del duque, era un hombre y, como tal, debía actuar.
Era su deber volver en el acto a Garden Cottage, tenía un hijo por el cual velar y una mujer a la cual era imperativo proteger.
Y para ello, necesitaba estar sobrio.
No debía fallar.