Capítulo XXI

 

La sala se llenó de voces alzadas que clamaban por una explicación, hallar respuestas a tan inesperado suceso. ¿Había sido un suicidio, un accidente, o peor, un asesinato? De momento, solo se sabía que lord Swindon ya no pertenecía a este mundo.

En medio de toda la conmoción, Michael intentaba despertar a Margaret, quien yacía inconsciente entre sus brazos. Le susurraba palabras de amor, rogándole que volviera en sí. Minerva se acercó a él y le asistió, sacando con eficiencia unas sales de su ridículo[10] para hacerla reaccionar.

No pasó mucho tiempo y Margaret salió de su estado con brusquedad, todo le daba vueltas, y parecía que su cerebro estaba a punto de reventar a causa del estridente ruido. Michael, con delicadeza, le ayudó a ponerse de pie. Ella se sentía desorientada, con los pensamientos embotados. Por un segundo pensó que todo había sido una pesadilla, pero a juzgar por todo lo que ocurría a su alrededor, solo encontró la confirmación brutal de que todo era real.

Swindon estaba muerto.

―Vámonos, querida ―instó Michael con suavidad, sintiendo que debía salir de ese lugar en el acto para no seguir exponiendo a su mujer―. Volvamos a casa… ¿puedes levantarte, amor?

Margaret asintió débilmente. Le ordenó a su cuerpo que se moviera, pero era inútil, le pesaba una enormidad, sus extremidades estaban lánguidas, sin fuerza.

―Espera, mi ángel. ―Michael, sin dejar que ella siguiera esforzándose, la alzó entre sus brazos. Margaret hundió su cara en su sólido pecho, buscando su reconfortante aroma, su calor―. No te preocupes, ya saldremos de aquí. ―Miró a August, que estaba pendiente de todo, y con un gesto le pidió que se acercara―. Intenta obtener toda la información que puedas con el hombre que dio el aviso.

―Dalo por hecho ―respondió seguro―. Los alcanzo en Clover House.

Michael asintió y dio media vuelta. Familia y amigos rodearon a la pareja, flanqueándolos como si fueran un escudo para protegerlos de esa multitud que ya empezaba a especular.

A los oídos de Michael, entre los murmullos suspicaces, llegaba fuerte y clara la palabra «asesino», seguida de miradas acusadoras a las cuales no podía ni quería replicar. No tenía tiempo, lo único que deseaba en ese momento era salir hacia el exterior del palacio. Pero, en su interior, sentía que era parte de una especie de agobiante procesión hacia algo que le era ajeno.

Asesino.

Durante los últimos tres años, había sido conocido como un libertino, un granuja, un descarado, y estaba acostumbrado a tener esa fama; es más, ese siempre fue su objetivo principal para fastidiar a su abuelo, y tener la fachada perfecta para hacer las averiguaciones sobre el paradero de su esposa e hijo, sin que nadie le cuestionara. No le importaba aclarar si cada rumor era real o no, salvo con las personas que amaba. Pero ahora, sin ninguna prueba, lo estaban señalando como un criminal a sangre fría, y esa sensación no le gustó en lo absoluto, porque él, al igual que todas las personas en aquella sala, desconocía los detalles del deceso de Swindon. No obstante, para el resto del mundo, era muy fácil inculparlo, porque era tremendamente conveniente la muerte del esposo de Margaret.

Ahora ella era libre, y la demanda estaba desecha. Podía casarse con su ángel al día siguiente si lo deseaba, y vaya que deseaba convertirla en su esposa para toda la vida.

Sí, era muy fácil ser un sospechoso, de hecho, era algo lógico. Debía actuar rápido.

―Andrew, necesito que averigüen todo sobre la muerte de Swindon, quiero todos los detalles por nimios que sean, antes que todo esto se convierta en una montaña de habladurías ―pidió a su cuñado, quien estaba a su lado.

―Churchill acaba de salir de acá para dar aviso en Clover House ―respondió Andrew con prestancia―, yo me quedaré con August para saber por dónde empezar. Cuando llegues a tu casa, dile a Churchill que se encuentre conmigo aquí, en la entrada del palacio.

―Estupendo, muchas gracias. Me quedaré en casa para esperar novedades… Creo que será lo mejor, por el momento. ―Se quedó unos segundos en silencio, pensando si se le escapaba algo, hasta que de soslayo vio a una mujer vestida de negro que le recordó algo muy importante―… ¿Sabes si hay parientes de Swindon que puedan ocuparse del servicio fúnebre?

―Muchos parientes, pero ninguno siente un aprecio especial por él. Dudo que corran a hacer los preparativos ―respondió Rothbury con su cuota de sarcasmo. Él tampoco apreciaba a Swindon, su muerte no lo santificaba.

―Yo iré a la casa del conde ―intervino Minerva ofreciendo su ayuda―. El servicio doméstico me conoce y me puedo hacer cargo de todo esto. Margaret no está en condiciones, ni tampoco permitiré que ella se ocupe de ese asunto tan desagradable. De paso, puedo aprovechar de obtener toda la información posible por parte de los empleados de la casa.

―Muchas gracias, Minerva, sin duda, será de mucha ayuda ―agradeció Michael, pensando en que la hermana de Margaret era una mujer con un intelecto muy agudo.

―Es lo menos que puedo hacer por Maggie y por ti ―respondió con sinceridad.

Margaret levantó la vista y cruzó la mirada con sus hermanos, con un leve gesto también les agradeció. No podía pedir nada más. Tenía a la mejor familia.

―John. ―Michael siguió urdiendo su estrategia―. Quédate con lord Rothbury y, en cuanto te confirmen los hechos, si no fue un suicidio, ve a Bow Street. Necesitaremos un runner[11].

―Señor, ¿está seguro de querer involucrar a la policía? ―cuestionó intrigado y sorprendido.

―Absolutamente, necesito tener todo cubierto y ellos son profesionales. Si fue un asesinato, debemos contar con todos los recursos a nuestra disposición para atrapar a quien lo hizo, y si fue un accidente, esclarecer cómo sucedió. Ellos tienen conexiones en todas partes, sobre todo con los periódicos ―argumentó Michael pensando en todas las posibilidades. Sentía que, si dejaba pasar el tiempo, los principales perjudicados serían Margaret y él, y arrastrarían a toda su familia hacia el desastre.

La sociedad podía ser estricta ante cualquier pecado, pero, cuando se trataba de un crimen que mereciera la pena capital, era implacable.

―Tiene razón. Marcus Finning es el mejor agente, según tengo entendido.

―Entonces, él es nuestro hombre.

 

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―… y eso fue lo que sucedió ―finalizó Adam su relato de los hechos ocurridos en Westminster Hall.

―¡Cielo santo! ―exclamó Olivia, quien caminaba nerviosa de un lado a otro―. ¿Está seguro, señor Churchill?

―Estoy seguro de lo que oí y vi. Pero bueno, no he visto el cadáver ni sé cómo ocurrió. Rothbury me pidió que me adelantara para informarles y preparar todo para la llegada de lord Bolton y lady Swindon. Tenemos mucho que investigar, y solo espero que el deceso haya sido por un accidente y no un asesinato… ―especuló Adam, poniendo las manos en sus caderas.

―Entiendo, sería espantoso para las intenciones de mi hermano si resulta ser un asesinato. ―Olivia suspiró, rogó al cielo que todo se tratara de algo fortuito―. Pobre Margaret, ¿cómo va a decirles a los niños que su padre ha muerto? Thomas, siendo tan pequeño, va a heredar el título, el dinero y las propiedades que recuperó Swindon.

―Y todo ello quedará en manos de un tutor hasta que sea mayor de edad ―señaló Adam―. Según tengo entendido, en el acuerdo de la apuesta, Bolton, aparte de poseerlos como propiedad, es nombrado como el tutor de los niños.

―Ojalá que eso no esté especificado en el testamento de Swindon, sino, será otra controversia más. Dios santo, esto es de nunca acabar…

 

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El runner de Bow Street, Marcus Finning, llegó a eso de las cinco de la tarde al lugar donde se encontraba el occiso. Era muy inusual que un caso de este tipo llegara a sus manos, y era más que posible que, al día siguiente, este hecho fuera noticia en todos los medios escritos de Londres. John Fields, secretario de lord Bolton, había solicitado sus servicios en nombre del marqués para ayudar a esclarecer el crimen.

Se abrió paso entre los curiosos, que se hacían a un lado gracias a su corpulencia y altura. Había demasiadas personas alrededor del cadáver, que nadie había tenido la gentileza de cubrir. Había cierto morbo escabroso en ver a un hombre muerto y, más aún, cuando se trataba de un miembro de la intocable aristocracia.

Según le informaron los testigos, a eso de las once de la mañana, un muchachito encontró a la víctima flotando en la orilla del río Támesis, y con la ayuda de dos hombres, lo arrastraron a tierra firme. Rápidamente, el rumor de que un caballero elegante había aparecido muerto, se esparció por la ciudad, tanto así que, al cabo de unas horas llegó un señor llamado Robert Perkins de una importante oficina de abogados, quien buscaba desde hacía horas a lord Swindon, un conde que estaba desaparecido desde la noche anterior y que debía presentarse a un juicio que estaba acaparando la atención pública.

Lamentablemente, Robert Perkins, tuvo la tétrica fortuna de reconocer el cadáver por la contextura, color del cabello, la ropa ―que era la misma que el difunto usó el día anterior― y por el anillo que ostentaba el blasón del condado de Swindon, pues el resto, era casi irreconocible.

Marcus estudiaba metódicamente los restos mortales de lord Swindon, y agradecía internamente que fuera invierno. Las bajas temperaturas retardaban un poco la descomposición y los hedores propios de la muerte. Pero aquello no era relevante, no le importaba en lo absoluto tocar, manipular, profanar el cuerpo de un caballero si era necesario, y esa frialdad, le valía un tiempo precioso antes de que llegara el servicio fúnebre para retirar el cuerpo. Las primeras horas eran imprescindibles para poder para obtener evidencias y determinar la forma en que se produjo el asesinato; porque no necesitaba ser un genio, a todas luces, lo que presenciaba no era un accidente, y mucho menos un suicidio. Empezando por el ominoso cartel atado al cuello que sindicaba a lord Swindon como un «Sucio Ladrón», y sus extremidades atadas.

El runner de Bow Street, tras haber cortado las ataduras, pudo constatar, en una primera instancia, que los huesos de las manos, costillas, y piernas estaban fracturados. El rostro, prácticamente, estaba desfigurado a golpes. Y todas sus pertenencias valiosas, anillos, reloj de bolsillo y dinero, estaban con él.

El móvil no había sido el robo. Sino una venganza.

Tortura.

Premeditación, alevosía, ensañamiento.

Probablemente, las últimas horas de Alexander Croft fueron las más doloras de su vida. Murió a causa de sus lesiones, no había señales de puñaladas, envenenamiento o que lo hubieran ahogado.

Claro, si es que el señor Perkins no se había equivocado, no debía guiarse por esa primera impresión. Su misión era empezar a indagar, pero antes de ello, debía asegurarse de que el cadáver era de Alexander Croft. Esperaría a los empleados de la funeraria, y cuando fuera desvestido, verificaría si había marcas de nacimiento, cicatrices o cualquier cosa que le ayudara a confirmar la identidad del sujeto, y después, debía cotejar los datos con su viuda, lady Swindon. No era muy caballeroso someter a una dama a tan escalofriante tarea, no obstante, era primordial su intervención.

A pesar de estar seguro de muchas cosas, Marcus estaba lleno de dudas; el caso tenía demasiados elementos para ser catalogado como un crimen pasional, posiblemente, perpetrado por alguien que deseaba al conde fuera del camino, pero había otros, que lo descartaban de plano. Odiaba sentir que iba por callejones sin salida, pero a la vez, era estimulante cuando tenía por delante un desafío para su intelecto. Decidió que también era imperativo interrogar a quien solicitó sus servicios. Era extraño que el mayor beneficiado con el deceso de Swindon, fuera el primero en clamar justicia.

Extraño, muy extraño.

 

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Margaret miraba indecisa su guardarropa, ya era de noche, había sido una jornada eterna. Suspiró cansada, al día siguiente, sería el funeral de Swindon. ¿Qué sería adecuado hacer en esta situación? Lo único que sabía era que no iría, las procesiones fúnebres solían ser caóticas y peligrosas para las mujeres y Michael no permitiría que ella arriesgara su integridad física. Pero después,  ¿qué era lo correcto, guardar luto por un año, semi luto, o hacer como que nada había pasado?, ¿quedarse encerrada en Clover House y no disfrutar de lo que había en el exterior? ¿Debería guardar las apariencias por sus hijos?

Golpearon la puerta de su habitación, y Margaret fue sacada de sus cavilaciones con brusquedad. Era la voz de Elizabeth anunciando su presencia. Margaret dio su venia, sin dejar de mirar un vestido negro que resaltaba por sobre los demás, como si fuera una mancha sobre seda blanca.

―Lord Bolton supuso que necesitaba un té, mi señora ―dijo Elizabeth entrando con una bandeja―… o un whisky ―agregó con un poco de humor negro.

Margaret sonrió, sí que necesitaba algo fuerte, pero prefería evitar el alcohol a toda costa en los momentos complicados. Era un camino peligroso en el cual era muy fácil caer en el vicio.

―Con un té es suficiente, muchas gracias, Elizabeth.

La muchacha se dispuso a servir una taza, pero la expresión de lady Swindon evidenciaba que atravesaba por un gran conflicto. Elizabeth admiraba mucho a su señora y le tenía mucho cariño, siempre fue justa y amable. Cuando volvió a trabajar con ella en Garden Cottage, no le costó trabajo notar el amor que sentía por lord Bolton, pero que se resistía a ese sentimiento con todas sus fuerzas. No era justo para lady Swindon. La joven, como parte del servicio de Garden Cottage, había presenciado las orgiásticas, suntuosas y decadentes fiestas de lord Swindon en ese lugar, y el contraste con la austera vida a la cual fue condenada su señora, era abismal. Debía reconocer que era una romántica empedernida, por lo que no escatimó esfuerzos en coquetearle a lord Bolton para ponerlo a prueba, y de paso, provocarle celos a su señora. Y no se equivocó, ellos eran el uno para el otro, solo necesitaban un pequeño incentivo que los acercara, pensó ufana.

―Aquí tiene, mi señora. ―Ofreció la taza de aromático té, mientras Margaret se sentaba en frente de su tocador―. ¿Me puede conceder el atrevimiento de decirle algo personal? ―solicitó Elizabeth con humilde solemnidad.

Margaret, sorprendida, asintió, para luego, tomar un sorbo de té. Delicioso.

―Lo que usted decida hacer, desde el corazón, siempre será lo correcto. Usted es una mujer buena, inteligente, generosa, que le tocó la mala suerte de tener al peor esposo del mundo. Lo sé, porque lo vi… y ahora usted es tan feliz con lord Bolton y los niños también. Los ojos de Alec están llenos de vida, y el joven Thomas es un muchachito mucho más seguro de sí mismo. No deje que el difunto empañe su felicidad. Lamentablemente, y aunque piense usted de mí que soy una mala persona, él era de ese nefasto tipo de personas que valen más estando muertas que vivas.

Margaret esbozó una sonrisa, y le tomó la mano a una muy sorprendida Elizabeth.

―Gracias, era justo lo que necesitaba escuchar. Y no creo que seas mala persona, más bien eres muy pragmática. ―Le dio un apretoncito y la liberó del contacto―. Tienes razón, Swindon no merece mi consideración y menos algún tipo de demostración de lamento por su muerte, solo haré lo justo por respeto a mis hijos ―decidió y dio un hondo suspiro―. Muchas gracias, Elizabeth, eres muy amable.

―De nada…

En ese instante, volvieron a golpear la puerta. Elizabeth se dirigió a ella y la entreabrió. Era el señor Fields. La joven sonrió con entusiasmo y el secretario curvó sus labios un tanto nervioso.

―Señorita Elizabeth, por favor dígale a mi señora que el señor Marcus Finning, agente de Bow Street, solicita una entrevista con ella. Es importante ―avisó en voz baja.

―¿Un policía? ¿Qué quiere a estas horas? ―interpeló un tanto perpleja.

―Por eso mismo. Es importante el testimonio de lady Swindon para la investigación, el agente no debe perder el tiempo ―explicó serio… Ni siquiera sabía por qué lo hacía, esa muchacha siempre lo cuestionaba y él no podía evitar contestarle.

Elizabeth, conforme con la respuesta, asintió, John dio media vuelta y se fue, mientras que ella cerraba la puerta. Repitió el mensaje del señor Fields a lady Swindon, reproduciéndolo tal como él se lo había comunicado.

Margaret, extrañada, pero sin dudar, se levantó, irguió su postura y adecentó su vestido. Sabía que en algún momento iba a suceder aquello, y estaba preparada.

Todo estaba lejos de terminar.