―A Market Place, a la casa del doctor Banks, por favor ―ordenó Michael al cochero antes de entrar al carruaje para que todas las personas que estaban fuera de Wilton Manor lo oyeran.
Era una vil mentira.
La puerta de la berlina se cerró con cierta brusquedad. Michael y Margaret estaban sentados frente a frente, mirándose fijo. Sus cuerpos estaban tensos y ansiosos, esperando el inicio de la marcha de los caballos.
Maldito recato. Malditos ojos y oídos curiosos. Malditos todos por estar atentos a cada gesto, roce o palabra de parte de ellos. Sabían que lo que se avecinaba en su futuro serían las habladurías y el ostracismo, pero por el bien de sus hijos y de su bienestar, era mejor retrasar aquello hasta llegar a Londres.
El sonido del látigo del cochero fustigando a los caballos resonó en el aire y, de inmediato el carruaje inició su conocido vaivén. Margaret y Michael, al mismo tiempo decidieron no esperar más.
Él tomó su mano y la tiró hacia él, sentándola en su regazo, y ella, dócil, se dejó hacer. Michael acarició la suave piel del rostro de Margaret con el dorso de su mano. Él sentía que, aunque sentía unas ganas salvajes de poseerla y tomarla por asalto, al menos ese primer beso, su primer contacto, debía ser suave, tierno, gentil.
Lamentablemente, era de conocimiento público, entre los caballeros, la fama de amante de lord Swindon. Y Michael podía intuir, casi con seguridad, el trato que recibía ella por parte de su esposo. Brutal.
Margaret, estaba abrumada, porque no sabía a ciencia cierta qué esperar, qué hacer. Todo su cuerpo temblaba. Su experiencia se basaba en lo vivido con Alexander y él nunca fue agradable, cariñoso, y menos, amable. La vida marital que compartió con Swindon siempre fue brusca, rápida, humillante y dolorosa. Y ahora, ella no comprendía a su propio cuerpo, que era gobernado por una sensación que jamás sintió, que no sabía si era correcta o no. Oleadas de calor y frío a la vez, erizaban su piel, y un llamado primigenio clamaba ser saciado desde el fondo de sus entrañas y no tenía claro cómo responder.
No sabía cómo empezar y apenas vislumbraba cómo iba a terminar, solo sabía que necesitaba a Michael como si fuera el aire, como si fuera un vital y glorioso alimento, y ella estaba hambrienta y febril.
―Debes saber que siempre serás la única ―susurró Michael, sin dejar de mirarla y acariciarla, notaba en sus angelicales facciones sus tumultuosas emociones―. No hay, ni habrá nadie más que tú, mi amor, mi ángel. Te lo juro por todo lo sagrado que tengo en mi vida ―prometió solemne, como si estuviera rubricando con su alma su eterno compromiso. El honor de su palabra era lo único que tenía para ofrecer―. Te amo, soy tuyo. Todo lo que me des, todo lo que hagas por nosotros, lo recibiré como un tesoro.
―Oh, Michael… ―murmuró Margaret, sintiendo que el corazón bullía de emoción. Cada latido era más brioso que el anterior, se sentía viva, amada, valiente como nunca antes. Solo por ello valía la pena tomar el riesgo de amarlo sin saber nada del porvenir entre ellos―. Te amo… soy tuya.
Y así, sin apuestas, sin documentos, sin testigos… completamente libre, ella le entregó su alma.
Michael enmarcó entre sus manos el delicado óvalo que conformaba el rostro de Margaret, acarició los suaves pómulos con los pulgares, la acercó hacia él…
Y la besó.
Dulce, lento, sutil. Michael saboreó sus labios carnosos, enseñándole cómo era un primer beso de amor verdadero. Ella, inexperta, siguió la lección, ávida por aprender y recuperar el tiempo perdido. Se ancló al cuello de Michael y él abandonó su rostro para tomarla por la cintura.
Parsimoniosa pero inexorable, la pasión empezó a ganar terreno, ya no solo los labios se tocaban, la punta de la lengua de él jugaba con ella, incitándola, provocándola a replicar del mismo modo y Margaret ya no tuvo miedo, con él era dar y recibir en igualdad, y todo era permitido. Primero, con exquisita timidez, probó la boca masculina, Michael sabía a hombre, a deseo y al leve aroma del champán. Pero, pronto quiso más, cuando él profundizó más el contacto, penetrándola con su lengua, enredándose en ella, seduciéndola… devorándola con sensualidad.
Margaret, casi sin darse cuenta, se vio invadida por una necesidad atávica que palpitaba entre las piernas, un fuego lúbrico que le recorría el cuerpo y que no sabía cómo apagar. Sin duda, era aquello que los poetas llamaban pasión y lujuria. Antes de esa noche, jamás sintió esa humedad en su centro, esa ansiedad de fundirse con un hombre del modo más ancestral y ser uno.
Y Michael sabía lo que el cuerpo de Margaret le exigía. Pero él solo se limitaba a tentarla con furtivas caricias, bailando con un frágil límite que no podía traspasar en ese momento. Con sus dedos la rozaba, en la espalda, la cintura, los brazos, y las piernas. La atraía hacia él para que ella se diera cuenta de que también provocaba el más puro ardor, que anhelaba lo mismo, ¡por Dios que lo deseaba! Llegaba a ser doloroso.
Sus respiraciones se tornaron furiosas, desesperadas al no poder obtener más. Las manos de Margaret cobraron vida, y sobre la ropa, recorrió el sólido torso de Michael. Todo, todo en él era firme, anguloso, duro. Sobre todo, aquella viril prominencia que evidenciaba la feroz excitación de ese hombre, que contrastaba con su cuerpo, curvilíneo, dúctil, suave.
Ella, en ese momento, tuvo la certeza de que con Michael no sentiría dolor. Ese hombre maravilloso tenía la capacidad de moldear su espíritu y dejar su cuerpo dispuesto a recibirlo, a necesitar ese íntimo contacto. Sus palabras, sus besos, sus caricias la seducían al punto que no le importó si él la poseía en aquel carruaje, o en cualquier otra parte.
Simplemente no le importaba, porque sabía, indudablemente, que si se unía a él, sería el paraíso.
El sonido de los cascos de los caballos se oía como si estuvieran lejos, el movimiento del carruaje solo alimentaba la pasión de esas dos almas que solo anhelaban ser uno y alcanzar la gloria.
Pero, bruscamente, el sonido y el movimiento cesaron casi al mismo tiempo.
Michael miró por la ventanilla. Market Place. Lo había olvidado por completo. Blasfemó mentalmente aquella obligatoria interrupción.
―Dame un segundo. ―La besó fugaz―. Debo continuar con nuestra charada hasta el final. Al primero que le preguntarán mañana si todo fue cierto, será a nuestro querido doctor Banks. ―La volvió a besar con ardor.
―Entiendo ―murmuró sobre sus labios―… No tardes.
―No lo haré ―aseguró saliendo del carruaje.
Margaret suspiró.
No podía creer todo lo que estaba viviendo, una total y absoluta locura, pero esa noche, sentía la vida fluyendo en su sangre, como jamás en toda su existencia.
Desde que tuvo consciencia de la realidad, el futuro siempre fue su preocupación. Cuando era una jovencita, la constante incógnita era cómo iban a sobrevivir gracias a los excesos de su padre, y la desidia y abulia de su madre. Cuando se convirtió en una mujer, el futuro se reducía a rogar al cielo para lograr un matrimonio ventajoso. Si no fuera por sus tíos que, generosamente, les dieron una modesta dote a ella y a su hermana mayor, se habría tenido que prostituir, era la única opción, si no obtenía pronto, un trabajo de dama de compañía o institutriz. Lo cual era impensable en aquella época.
Ilusa.
Pero tuvo «suerte», Swindon la eligió como esposa.
Una vez casada, la ilusión del cortejo, se transformó en un martirio desde la noche de bodas, que le brindó un esposo indiferente, frío, brutal y egoísta que, con el tiempo, mostró su verdadera naturaleza hedonista, cruel y perversa. Margaret, derrotada, no le quedó más que concentrar sus esfuerzos en el futuro de sus hijos, porque ella ya no tenía nada más. Estaba cansada.
Richmond fue casi una bendición, a final de cuentas, estar lejos de Swindon fue un bálsamo para su atribulada y golpeada alma… y luego Michael, llegó a revolucionar su vida y su futuro.
Un futuro que, mirándolo desde afuera, era negro, el epítome de la indecencia que tanto evitó durante su vida. Para la sociedad, ella iba a ser catalogada como una adúltera siendo la amante de un libertino. Pero ya no estaba sola contra el mundo, Michael estaba a su lado para protegerla, tomándola de la mano… amándola.
Si pudo soportar el infierno de ser la esposa de un libertino, que la humillaba día y noche. Ser la amante de un falso libertino que la amaba, iba a ser el edén.
Juntos serían más fuertes. Ella se sentía más fuerte y deseaba serlo. Porque sabía que habría momentos difíciles, y el amor de Michael y de sus hijos serían su faro en medio de la oscuridad.
No necesitaba nada más, no le importaba nada más.
Una tibia lágrima cayó. Ella sonrió, era la primera vez que caía una de felicidad. Inspiró profundo, la secó atesorando ese solitario y precioso momento para sí misma.
―¡A Garden Cottage, por favor! ―ordenó la voz de Michael, destilando amabilidad.
―Como diga, milord ―respondió el chochero.
La puerta del carruaje se abrió, revelando la elegante silueta de Michael en medio de la oscuridad. En silencio entró y se sentó al lado de Margaret.
El carruaje comenzó a moverse, era hora de volver a casa.
―El azar está de nuestro lado, el doctor Banks salió a atender a un enfermo, no se sabe a qué hora volverá. Le dejé a su sirviente un mensaje para que mañana vaya a revisarte a ti y a Laurie ―explicó sereno, la besó como si toda la vida lo hubiera hecho y sonrió feliz―. ¿En qué parte nos quedamos?... Oh sí, tú estabas aquí. ―Palmeó sus piernas, sonriendo maléfico―. Y yo te estaba devorando…
―Estabas demostrando tu pericia en el arte de ser un libertino ―precisó Margaret con una sonrisa, sentándose donde él le indicaba. Ella descubrió que también podía ser coqueta. Era absurdo siquiera pensar en que su relación sería algo tan inocente como un decoroso cortejo, ni tampoco era lo que ella quería. Desde el momento en que él la besó estaba entregada a todo lo que significaba ser la mujer de Michael Martin. Pero tenía secretas dudas, no sabía si ella sería suficiente para él. ¿Se decepcionaría al constatar que no era tan fogosa?
―Aunque sea difícil de creer, querida, solo he hecho esto con mi esposa. ―Michael guardó un breve silencio, Laura todavía le dolía, pero no del mismo modo, ya no había ese dolor agudo e inconsolable en el alma, estaba aprendiendo a vivir con ello, porque Margaret le demostró que todavía estaba vivo, que su corazón latía, y estaba amando otra vez―… y en mis años de granuja, solo estudiaba el comportamiento de los verdaderos libertinos con sus amantes. Después de exhaustivas observaciones, aprendí que es relativamente sencillo interpretar el lenguaje corporal de una mujer, cada una es diferente, pero a todas hay algo que las delata. Sé cuándo una dama está fingiendo, cuándo no está cómoda, o cuándo desea un hombre con toda su alma. En el bajo mundo, conocí a innumerables señoritas profesionales, que son dueñas de secretos inconfesables y, en agradecimiento a diversos favores que les hice, fueron muy amables en revelármelos, por lo que tengo demasiada teoría y nula práctica en mis conocimientos adquiridos ―confesó nervioso.
―Entonces, te has mantenido célibe desde que perdiste a tu esposa ―afirmó Margaret y él asintió en silencio. Cuando Michael hablaba de Laura, su voz cambiaba. Había cierta melancolía en el tono y ritmo de sus palabras que delataban el dolor de lo perdido.
No dudaba en absoluto de la veracidad de lo que Michael le contaba.
―Creía que estaba viva… en algún lugar de Inglaterra. Prometí en un altar y ante Dios serle fiel… y lo cumplí, porque la amaba ―justificó, empujando sus gafas con su dedo índice, poniéndolas en su lugar. Era preciso que ella supiera que, en ese aspecto, él no era lo que todos decían―. Sé que es difícil de creer, pero…
―Yo te creo… lo sé ―intervino convencida―. En mi corazón, sé que tus palabras son ciertas. No son necesarias más explicaciones.
―Gracias, mi ángel, por confiar en mí…
Margaret negó con su cabeza, era un movimiento digno, pero sutil. Lo besó suave en la mejilla.
―No me agradezcas nada, te has ganado mi amor y mi confianza con hechos, tus palabras solo reafirman lo que ya sé… que eres el hombre que amaré hasta el fin de mis días.
―Te amo… mi valiente Margaret.
―Te amo… mi encantador y falso granuja.
Volvieron a besarse, reavivando las cenizas del fuego que por poco los consumió. Mantuvieron el calor templado, solo lo suficiente para llegar a la deliciosa anticipación, pues, en breve, ya estarían en Garden Cottage, y ahí podrían desatar a placer, el deseo que les estaba costando tanto contener.
Pero el viaje se les antojó demasiado lento, Michael no soportó la espera y sus besos empezaron a descender por el cuello de Margaret, quien le otorgaba, sin resistencia, el permiso para recorrer su piel con sus labios, arrancándole femeninos y ahogados siseos. Sí, ese era el espontáneo e inequívoco sonido del deleite femenino. Su ángel, sin duda, le estaba demostrando que estaba hecho para pecar.
Y quería más…
Una de sus manos recogió el faldón del vestido, llevándose las enaguas en el proceso. Ascendió por la torneada pierna hasta llegar al muslo, y esperó a que ella lo detuviera. Pero nada de eso sucedió, sino todo lo contrario. Margaret, ebria de lujuria, y conducida por el instinto, se reacomodó, apoyando su espalda contra el pecho masculino, y abrió levemente sus piernas, concediéndole la entrada al paraíso.
Michael no podía creer que estaba a punto de hacer lo que iba a hacer, sin embargo, no iba a rechazar la oportunidad de poner en práctica el arte de complacer a una mujer.
Suavemente, con sus dedos, recorrió el ya húmedo y femenino vértice. Las caderas de Margaret se movieron involuntariamente, estaba hipersensible y nunca la habían tocado de esa manera tan sutil y a la vez tan provocativa, era fascinante.
―Más… ahí… ―exigió Margaret en un susurro que ni ella reconoció, a la vez que se aferraba al asiento con ambas manos, y separó sus piernas un poco más.
Michael volvió a acariciar y separó los pliegues de la intimidad de ella, encontrando aquel capullo, el epicentro del deseo. Todo estaba ardiente y resbaladizo, la inconfundible fragancia del deseo femenino llenó los pulmones de Michael, acicateando sus ganas de llevarla al culmen. Frotó con gentileza con la palma de su mano, ejerciendo una leve presión, al tiempo que, con un dedo, la penetró.
El cuerpo de Margaret respondió de inmediato a la exquisita invasión. Sentía que venía algo grande, pero no podía saber qué era con exactitud. Su cuerpo le demandaba moverse con más brío, pero le daba vergüenza… Por unos segundos, se tensó, y él lo notó.
―Hazlo, mi ángel ―murmuró Michael a su oído y, con cuidado, se retiró para volverla a penetrar con suavidad, una y otra vez―. Busca tu placer, no temas, no hay nada malo en cómo lo hagas. Solo soy yo, el hombre que ama todo de ti, y quiero darte una muestra de lo que lograremos esta noche… en tu cama. Sé egoísta… muévete… eso, intenta apretarme… imagina… imagina que estoy dentro de ti.
Y Margaret obedeció. Las ardientes palabras de Michael fueron suficientes para despojarse de esa horrible sensación, buscó el contacto perfecto, ese que sentía que la haría estallar.
Michael introdujo otro dedo más, y Margaret, colmada y fuera de sí, comenzó a aumentar el ritmo, volviéndolo animal, sintiendo en su interior cómo se construía una sensación celestial y a la vez terrenal. Solo era capaz de dar tímidos quejidos, en medio de su respiración entrecortada.
―Oh… Michael ―fue la repentina súplica de Margaret, solo necesitaba un poco más… lo sentía, estaba ahí, gigante.
―Eres maravillosa… libérate, Margaret… ―ordenó hundiendo otro dedo más, y ella, con un último, ínfimo y perfecto movimiento de fricción y presión, sucumbió…
Gimió, ahogó un grito feroz y gutural, mientras seguía sintiendo un deleite cegador que la catapultó a un lugar perdido entre el cielo y la tierra.
Y ahí, en medio del oleaje de sensaciones que azotaban su cuerpo y su alma, estaba Michael, sosteniéndola, amándola, susurrándole lo hermosa y valiente que era, que la deseaba como nada en el mundo y que era un hombre feliz por solo el hecho de conocerla.
Su cuerpo se tensó ante el último vestigio del clímax y, lentamente se desvaneció, laxa y casi sin poder moverse.
Lo siguiente que sintió Margaret después de aquel glorioso éxtasis, fue cómo Michael abandonaba su interior con suavidad y, con un pañuelo, limpiaba su intimidad con gentileza y cuidado. Finalmente, adecentó su vestido como si nada hubiera pasado. La acomodó entre sus brazos y ella se acurrucó en su pecho.
―Me has dado un regalo precioso, mi ángel. Gracias ―dijo Michael y le besó la coronilla. Margaret sollozó―. ¿Por qué lloras, hice algo mal? ―preguntó preocupado. Todo parecía ir bien.
Margaret negó con su cabeza.
―No sabía que podía sentir algo así, fue tan hermoso y maravilloso… Es la primera vez que yo siento esto… pensaba que nunca podría lograrlo, que tenía algo malo en mi interior ―explicó con voz trémula―… Lloro de felicidad, esta noche ha sido la más dichosa de mi vida. Todo ha sido perfecto, soy yo la agradecida por conocerte, Michael Martin.
―Los dos somos afortunados, amor mío… Odio con todo mi corazón a Swindon por no ser capaz de ver a la extraordinaria mujer que tengo entre mis brazos y, a la vez, solo puedo agradecer que él te apostara con los niños. Sabía que iba a ganar una apuesta más, pero lo que nunca imaginé fue que recuperaría mi capacidad para amar.
―Él nunca me quiso… ni a mis niños, siempre fuimos un estorbo. Solo se casó por la presión que ejercía su madre sobre él… Y, cuando ella murió hace tres años, solo hizo lo que quiso con su vida.
―Swindon no sabe lo que es el amor… ni nunca lo sabrá… yo sí. Ha sido la mejor decisión de mi vida aceptar el desafío de ese hombre... Eres magnífica, no me separaré de ti jamás, lo que el azar ha unido…
―No lo separará ni Dios, ni el hombre… ―completó la frase de él, era también su promesa.
Michael, conmovido, estrechó más a Margaret entre sus brazos, prometiéndose que nunca haría sentir desdichada a su amada.
Ese error no lo cometería dos veces en su vida. Debía hacerlo, esta vez no fallaría.
Se quedaron en silencio, cada uno perdidos en sus cavilaciones. Pero coincidiendo en que estaban renaciendo y que podían ser felices a pesar de todo.
―Michael. ―Margaret interrumpió los pensamientos de él―… ¿Tú… estás bien? ¿No deseas?… ya entiendes… tú sabes ―intentó preguntar y ser natural, pero el tema de la intimidad compartida era nuevo para ella. Siempre fue algo tabú y prohibido y su esposo nunca hablaba de aquello, solo hacía su asunto y, al terminar, salía de la habitación blasfemando sin piedad por su frigidez.
―¿Hacer el amor contigo? ―indagó Michael esbozando una sonrisa.
―Sí… eso.
―Estoy perdiendo el juicio por poseerte, pero no aquí. El momento que me has regalado es suficiente, por ahora. Me ha servido para conocerte un poco más. La práctica nos hará maestros ―insinuó con picardía.
―Oh… entiendo. Me gustaría mucho estar contigo… hacerlo… hacer el amor ―declaró al fin, después de titubear.
―Cuando lleguemos a casa, nos aseguraremos que todos estén durmiendo, y luego serás mía… una, y otra, y otra vez.
―¿Eso es posible? ―interrogó sorprendida.
―Créeme, contigo no me saciaré tan fácilmente.
Margaret pensó con inusitada lascivia, que si volvía a sentir el deleite vivido de hace unos instantes atrás, era muy seguro que ella tampoco se saciaría de él tan fácilmente.
Se estaba convirtiendo en una mujer libidinosa… y eso, ya no le preocupaba.