Capítulo XXVII

 

«Susurros de elite, 16 de marzo de 1819.

«¿Cuánto es el tiempo que debe esperar una viuda para volver a casarse? La convención social dicta que lo más apropiado y decoroso es después de un año de tan doloroso suceso…

»Ahora bien, mis queridos y fieles lectores, nos hemos enterado de que, el día de mañana, dos damas viudas contraerán nupcias ―con sus respectivos caballeros― a tan solo unos meses de conseguir aquel lamentable estado civil. Todo un escándalo, ¡y por partida doble!, pues estas damas son hermanas.

»Si fueran circunstancias normales, sería la primera persona en cuestionar esta absoluta falta de criterio y respeto por la memoria de los difuntos. No obstante, estamos frente un caso muy peculiar que ha asombrado a toda nuestra selecta sociedad desde hace varios meses. Una de las damas es lady S--don, quien fue apostada por su esposo, y la otra, es lady S--rton, cuyo esposo la dejó ―literalmente― en la calle con sus dos hijos, y hace un tiempo nos enteramos del macabro hecho en el cual, el marqués, fue quien asesinó al esposo de la primera.

»Creo que la mayoría estará en desacuerdo conmigo, y alzarán sus cejas inquisitivamente, y aquello es totalmente respetable. No obstante, ante estos inusuales y escalofriantes hechos, cualquier mujer joven y con sangre en las venas ―y con un entusiasta pretendiente― no esperará un año para ser feliz. Y sé de muy buena fuente, que ambas uniones son por el más absoluto y consagrado amor ―y tal vez por estados de buena esperanza―… Ya lo comprobaremos con sospechosos y prematuros nacimientos de bebés de siete meses, o incluso seis, ¿quién lo sabe?

»Es casi obvio para todos, que lady S--don contraerá nupcias con lord B, y debemos admitir que su relación indecorosa le ha sentado muy bien al otrora granuja, libertino y truhan. Desde que llegó a Londres, se ha convertido en un hombre de familia y no se le ha visto ni siquiera un pelo en garitos y clubes jugando y apostando, tampoco ha estado acompañando a otras damas que no sean de su familia. Tal vez sigue siendo un granuja, dada su lengua mordaz y desinhibida, pero de a poco se ha ido convirtiendo en un hombre medianamente respetable. Al igual que otro caballero, lord C quien, milagrosamente, ha abandonado las mesas de juego y a ciertas damas de dudosa reputación, para frecuentar los salones de baile, donde abundan las debutantes y damas casaderas. ¿Quién sabe? Tal vez estamos ante una repentina fiebre de reformación de calaveras y tendremos novedades matrimoniales hacia el final de la temporada.

»Por otro lado está lady S--rton, quien ha mantenido su idilio de un modo muy, muy discreto con el señor AM, un emergente y brillante abogado viudo, proveniente de Northumberland, que se dedica a atender los asuntos legales del ducado de H. Tanto ha sido el secretismo en esta relación que no sabíamos nada de ella hasta ayer, por lo que ha sido una gran sorpresa para nosotros.

»Infructuosamente, han intentado mantener en secreto el compromiso y la posterior boda, llegando al extremo de no anunciarlo en ningún periódico. Pero a nosotros nada se nos escapa, mañana estaremos al tanto de estas ceremonias, que se llevarán a cabo en la iglesia St. Martin in the Fields ubicada en Trafalgar Square a las once de la mañana.

«Quedan todos cordialmente invitados.»

 

―Todavía no sé cómo logran enterarse de todo. Estoy dudando que este pasquín sea escrito por una sola persona, ¿no lo cree, señorita Elizabeth? ―señaló Fields plegando el ejemplar. Negando con la cabeza, lo guardó en el bolsillo interior de su abrigo.

―Pues, a juzgar por sus publicaciones, deben contar con innumerables fuentes. Es imposible que una sola persona sea tan omnipresente, por lo que también coincido con usted en que pueden ser varias personas las que lo escriben ―respondió la joven ajustando su bufanda―. Señor Fields, hace un frío que cala los huesos, supongo que usted no me hizo acompañarlo solo para comprar ese pasquín.

―A decir verdad, solo era una excusa ―respondió curvando levemente sus labios, sin llegar a ser una sonrisa.

―Una muy mala, espero que tenga un buen motivo para haberme pedido que lo acompañara, tengo muchas labores el día de hoy, mañana es el matrimonio de nuestros señores y Lincoln está volviéndose loco con los preparativos ―replicó mordaz.

―Bueno, mi intención no es arruinar su día, señorita Elizabeth…

―¿Sabe?, usted es el primero que siempre me llama y me trata como «señorita»… como si fuera una dama de verdad ―interrumpió la joven cambiando de tema, aprovechando la intimidad del momento―. Es divertido porque yo solo soy una criada que sirve la comida y limpia la casa… así que gracias por eso.

―Cualquier hombre debería ser cortés con cualquier mujer, independiente de su ocupación, es lo que creo firmemente. Y me atrevería a decir que usted es una señorita que merece cualquier cortesía… La he estado observando, usted tiene un secreto ―reveló John deteniendo sus pasos. Elizabeth también detuvo los suyos y lo miró consternada.

―¿Que tengo un secreto? ―preguntó alzando sus cejas.

―Así es… Verá, usted una vez me dijo, textualmente, «al parecer, una mujer no puede sonreír por solo sentirse bien». Desde ese entonces, siempre me he preguntado, qué le hace sentirse tan bien, al punto de sonreír siempre.

Elizabeth parpadeó, jamás imaginó que el señor Fields le hiciera semejante pregunta o que siquiera se fijara en ella. Siempre tan hermético y a la vez tan desenfadado. Un hombre extraño, que, por algún ridículo motivo, le agradaba mucho... más de la cuenta.

―Nunca me lo había preguntado, supongo que es porque, estoy conforme con mi existencia, tengo más de lo que muchas mujeres de mi edad y condición pueden aspirar. Perfectamente podría estar trabajando en Whitechapel en vez de Clover House ―respondió sincera.

―¿Y no aspira a tener más, señorita Elizabeth?

―¿Y qué más podría tener?

―Tal vez una familia, esposo, hijos…

―Oh, eso… pues nunca me ha agradado la idea de casarme solo porque no tengo alternativa o porque me vuelvo vieja. Sé que mis aspiraciones son demasiado altas, y más allá de mis posibilidades, pero me encantaría casarme como nuestros amos, por amor.

―Cualquier matrona diría que lo que usted piensa es una insensatez ―replicó John ocultando sus ganas de sonreír.

Elizabeth rio, siempre escuchó aquello de sus difuntos padres, ah, seguía siendo una insensata, pero también era una romántica empedernida, ese lujo no se lo podía permitir, pero ya era así. Tal vez lo suyo era, simplemente, la soltería.

―Pero yo creo que es muy sensato ―continuó John acallando las risas de Elizabeth―. Estar toda la vida con una persona por la cual no se siente siquiera una gota de afecto es una total pérdida de tiempo.

―¿Por eso no se ha casado? ―preguntó ella con cierta ironía―, a ustedes los hombres no los presionan tanto por contraer matrimonio… ¿Cuántos años tiene, señor Fields?

―Treinta ―contestó lacónico.

―¿Ve? Confirma lo que digo, apuesto que nadie lo molesta porque no se casa ―replicó Elizabeth con suficiencia.

―Debo admitir que no, y usted, ¿cuántos años tiene?

―Cualquier matrona le diría que es una verdadera insolencia preguntarle la edad a una dama… ―parafraseó Elizabeth divertida―. Pero no soy realmente una dama. Hoy cumplo veintitrés ―confesó.

―Vaya, no sabía… ―replicó sorprendido―. Entonces, espero que tenga un muy feliz cumpleaños, señorita Elizabeth… Me gustaría darle un presente.

―Oh, no se tome la molestia, señor Fields.

―Oh, claro que sí…  y no es una molestia… No esperaba que esto fuera un regalo de cumpleaños, pero… ―Sacó de uno de sus bolsillos una sencilla caja decorada con flores pintadas, y se la entregó a una boquiabierta Elizabeth―. Ábrala, espero que le guste.

―Dios santo, si me hubiera dado la caja vacía estaría igual de encantada, está muy bonita… ―Acarició fascinada el dibujo de las flores, era un trabajo hermoso―. Muchas gracias, señor Fields. ―Abrió la tapa y encontró un par de guantes de piel de ante, que pudieron costarle una pequeña fortuna a John―. Oh… cielos… esto… ―Se tapó la boca, de la pura impresión estaba empezando a balbucear nerviosa―. Jamás había tenido algo tan bonito… Pero, ¿por qué me ha hecho este regalo?, usted no sabía que era mi cumpleaños.

―Precisamente por eso le pedí que me acompañara. Usted tiene la capacidad de cambiar todos mis planes, en vez de darle un regalo de cumpleaños, pretendía dárselo como presente si aceptaba darme una oportunidad para cortejarla…

―¿Cortejarme? ―Miró fijo a John, cuya expresión había cambiado a la solemnidad.

―Mis intenciones son muy serias, señorita Elizabeth ―aseguró convencido―, me he dado cuenta, desde hace un tiempo, que mis sentimientos han cambiado hacia su persona. Al principio, solo creí que era una simple admiración, intenté de todo para evitar aquello, pues solo me distrae en mis labores. Pero ya no puedo hacer más que pensar en usted, y preguntarme sin cesar si puedo aspirar a algo más que admirarla de lejos… Los últimos días han sido tortuosos, por algún motivo, se ve más hermosa de lo que ya lo es…

―Oh, señor Fields… ―susurró ella desbordante de emoción, aquella declaración era más de lo que había soñado alguna vez―. Yo pensaba que usted solo sentía aversión por mí… que, simplemente, no era una mujer que estaba a su altura.

―Por supuesto que no está a mi altura, considero que usted es superior a mí en muchos aspectos ―replicó firme―. Si no fuera una mujer inteligente, fuerte, leal, segura y valiente, no me habría fijado en vuestra persona. Jamás pasa desapercibida… al menos para mí… Entonces, por favor, termine con esta agonía, ¿siente lo mismo que yo? ¿Acepta mi propuesta?

Elizabeth, sin poder decir palabra alguna, aceptó efusivamente asintiendo con su cabeza. Una sonrisa radiante iluminó su rostro y, sin pensarlo dos veces, se colgó del cuello de John, quien la abrazó aliviado. Sus corazones latían al mismo compás, al acelerado ritmo de un amor que estaba destinado a ser tan eterno, como los rayos del sol que se abrían paso entre las nubes e iluminaban sus cabezas.

 

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―¡Felicidades, Michael! ―Olivia, al borde de las lágrimas, abrazó fuerte a su hermano―. Estoy tan feliz por ti.

―Y yo estoy feliz por mí, hermanita ―bromeó contento―. Gracias, Livy.

Se separaron del fraterno abrazo y observaron una escena similar; Andrew abrazando a sus dos hermanas al mismo tiempo. Ambas con hermosas sonrisas y llorando de emoción. La recepción que se llevaba a cabo en Peony House estaba colmada de felicidad; el amor se percibía en cada detalle, desde las flores que adornaban las mesas, hasta en los semblantes de cada uno de los invitados, la familia y unos pocos amigos.

―Muchacho, ven, deja que te abrace ―interrumpió el duque de Hastings, distrayendo a Michael y a Olivia.

―Papá…

Ambos hombres se abrazaron, Albert podía sentir que, gracias a la felicidad que alcanzaron sus hijos, al fin podría sentirse en paz consigo mismo. Michael y Olivia habían transitado por un camino tortuoso antes de encontrar la felicidad, y su anterior desdicha había sido producto de su falta de carácter y debilidad ante su difunto padre. Ahora podía decir que todo estaba en el lugar correcto.

―Te deseo la mayor de las suertes, hijo mío. Siempre fuiste mejor hombre de lo que yo fui, seguiste tu voluntad a pesar de todo, y este momento es tu recompensa. Mejor mujer que lady Bolton no encontrarás ―aseguró orgulloso.

―Gracias, papá… te quiero.

―Yo también te quiero, hijo mío. Tú y Olivia son mi tesoro más preciado… Al igual que mis nietos, espero disfrutarlos muchos años más.

―¡Silencio!, por supuesto que los disfrutarás, hasta que te den bisnietos ―regañó Michael con cariño, separándose del contacto. Esperaba de corazón no convertirse en duque en muchísimos años más―. Concédeme como regalo de bodas dejar de hablar de ese modo tan fatalista. Incluso creo que deberías volver a casarte, eres un hombre que todavía goza de buena salud.

Albert rio, la mitad de sus conocidos ya había muerto antes de los cincuenta, no se sentía tan optimista como su hijo, ah, la juventud. Tenía todo un futuro por venir.

―Lo consideraré ―respondió esbozando una sonrisa―. Iré a felicitar a tu esposa y a saludar a todos mis…

―¡Abuelo! ―saludaron todos los hijos de Michael abrazando a Albert, quien le revolvió el cabello a cada uno de ellos con cariño.

―¡Mis niños! ¡Ya han crecido de nuevo! ―celebró Albert feliz ante las caras emocionadas de Lawrence, Thomas y Alec―. No puedo perderlos de vista una semana y ya los veo más grandes…

Michael rio al ver a su padre rodeado de niños, instantes después se le unieron los hijos de Olivia y Andrew, y los de Minerva y August. Albert jamás imaginó que su familia crecería tanto en tan poco tiempo.

Disfrutaría esa etapa de su vida a plenitud. En ese momento, comprendió que era un hombre feliz.

―Bolton ―saludó Corby con un tono severo, llamando de inmediato la atención de Michael, obligándolo a dar media vuelta―. ¿Qué será de nuestra ilustre sociedad sin tus escándalos? ―bromeó intentando reprimir sin éxito una sonrisa socarrona―. Gracias por la invitación.

―Te la merecías, eso te pasa por hacer méritos en tu afán de ser un hombre correcto ―respondió a la pulla Michael, estrechando la mano de Angus―. En todo caso, leí por ahí que también pretendes sentar cabeza.

―Digamos que las experiencias cercanas a la muerte traen una claridad al pensamiento que no se debe ignorar ―explicó con su eterno cinismo, aunque en realidad, sí creía en aquellas palabras.

―¿Tienes alguna candidata en mente? ―preguntó con interés y recordando las sabias palabras de Margaret: «pobre de la que se case con ese truhan», intentó no reír.

―Ninguna señorita ha llamado mi atención lo suficiente… debo admitir que la mayoría son todo lo que todo caballero espera en una dama… pero todas tienen un defecto que, sinceramente, no puedo soslayar ―confesó sin miedo a que Michael lo crucificara, él era justamente ese tipo de hombres que no se regía por las convenciones sociales. Era flexible.

―¿Y cuál es? ―preguntó Michael con curiosidad.

―No pueden ocultar que les interesa demasiado a cuánto asciende mi renta anual ―respondió haciendo una mueca divertida y nada caballerosa.

―A caballeros como nosotros no nos gusta ser bolsas de dinero ambulantes. Tal vez estás buscando en el lugar equivocado ―señaló en base a la experiencia.

Corby se encogió de hombros, no pensaba admitir que en realidad sí tenía una candidata, una que estaba viviendo bajo su mismo techo, en el sector de la servidumbre, por lo que el único interés que ella tenía en él era por el pago de sus servicios domésticos.

Una elección nada conveniente.

―Suerte con ello… ¿te puedo dar un consejo?

―Ilumíname.

―Mientras más inapropiado e indecoroso sea, mejor.

Corby rio, tal parecía que era la tónica familiar del ducado de Hastings, la cual le daba espléndidos resultados, a juzgar por la cara de sus vástagos, lady Rothbury y lord Bolton.

―Lo tendré en cuenta ―respondió, tal vez Bolton tenía razón, iba más de acuerdo con su manera de ser―. Iré a saludar a la flamante lady Bolton…

―Te lo advierto, cuida tus palabras con ella.

―Te aseguro que sabe defenderse muy bien.

―Eso lo tengo más que claro.

Michael observó todo a su alrededor, al fin era un hombre casado, y aunque no había ninguna diferencia en sus sentimientos hacia Margaret, sentía que había despertado de un sueño y que ahora vivía de una maravillosa realidad.

Sintió un leve tirón en su elegante y fina levita, Michael miró hacia abajo, era Thomas que lo miraba con su rostro azorado, a su lado estaba Alec.

―Estamos muy felices por tu matrimonio con nuestra mamá ―declaró Thomas con un tono ceremonioso, pero evidenciando el cambio de su trato hacia Michael―. Al fin podremos llamarte «papá».

―Oh, Thomas, Alec, mis muchachos ―Michael, emocionado, abrazó a ambos niños, quienes respondieron del mismo modo―. No saben cómo esperaba este momento.

―Yo también… papá ―respondió Thomas con su pequeño corazón latiendo de felicidad. No lo dudaba, quería ser un digno hijo de Michael.

―¡Y yo también, papá! ―agregó Alec apretando más el abrazo. Michael era todo lo que deseaba en un padre de verdad.

A muy corta edad, los pequeños habían aprendido que la sangre no garantizaba los sentimientos. Y Michael tenía fe en sus hijos, sabía que Thomas se convertiría en un gran conde si lograba conservar el bondadoso espíritu que poseía, esperaba formar a un hombre sin igual, del mismo modo que Alec, cuyo camino sería más complicado y debería aprender a labrar su futuro con sus manos, y por supuesto que deseaba estar ahí para verlo y ayudarlo a lograrlo

Se quedaron un buen rato de ese modo los tres juntos, grabando en su memoria uno de los momentos más importantes en la vida de los tres. Margaret los observaba sintiendo un nudo en su garganta, los rostros de sus hijos, demostraban lo felices que estaban. No quiso intervenir, ese instante les pertenecía solo a ellos.

Michael besó las coronillas de sus hijos, y al levantar su vista, se encontró con los ojos rebosantes de lágrimas de su ángel, quien le sonreía con ternura.

―Bien, hijos míos, vayan a jugar, esta noche van a  quedarse aquí con sus primos ―anunció Michael con inocencia, provocando los vítores de Thomas y Alec―. Iré a ver a vuestra madre. ―Les guiñó el ojo, y ambos niños asintieron con entusiasmo. Salieron corriendo hacia el grupo que lideraba Marian, la hija mayor de Andrew.

Michael caminó hacia Margaret, la sonrisa de ella cambió ligeramente, ahora había una pizca de malicia. Al llegar frente a ella, le acarició lo que quedaba de su cicatriz que le atravesaba la mejilla en diagonal, era apenas una línea más pálida que el resto de su piel. El corte no hacía mella en su belleza.

―¿Cuándo será apropiado marcharnos a nuestra noche de bodas? ―preguntó Michael con audacia.

―Solo llevamos una hora, querido. Es inusual esta impaciencia de tu parte.

―Es la ansiedad de poder estar a solas con mi esposa, fue una excelente idea de tu parte darle el día libre a la servidumbre ―elogió Michael admirando el vestido color rosa, con un apropiado pero osado escote que era velado por una transparente chemisette―. Te ves fabulosa, como un verdadero ángel dispuesto a pecar.

―Y tú como un auténtico libertino que pretende cazar su presa para devorarla esta noche.

―Ya estoy imaginando todas las formas con las que voy a devorar a mi pobre víctima. No tiene idea de las perversiones que sufrirá esa desdichada alma. ―Se llevó la mano al pecho en un gesto dramático―. Su condena será de por vida.

―Una muy dulce condena, me atrevería a decir, milord.

―¿Ya te dije que te amo?

―Sí, pero me encanta escucharlo.