Capítulo XXVI

 

Somerton había soltado casi por completo las riendas para que el caballo galopara a sus anchas en medio de la oscuridad. La lluvia seguía siendo intensa y copiosa, truenos y relámpagos la convirtieron en una verdadera tormenta que le golpeaba la cara.

Poco a poco, el sonido de los cascos de la patrulla montada anunciaba que cada vez estaban más cerca. Somerton miró hacia atrás, el cuadro era casi sobrenatural; un relámpago iluminó el camino revelando a los cuatro jinetes cabalgando hacia él, amenazando con traerle su aterrador apocalipsis particular.

Miró hacia adelante, si seguía por la carretera lo atraparían sin remedio, su caballo ya se estaba cansando. Tomó las riendas y guio al animal fuera del camino, adentrándose en el bosque aledaño. En él no había sendero alguno, pero eso no le importó a Somerton, mientras pudiera escapar, seguirían en pie sus esperanzas de lograr sus planes. Tenía un pequeño tesoro que le serviría para su nueva vida.

Marcus se unió a la persecución, cinco caballos que iban acortando la distancia. En cuanto notaron que Somerton había salido del camino, ellos hicieron lo mismo, a excepción de Finning, que continuó por el mismo rumbo, dado que no conocía aquel paraje tan bien como sus colegas.

Somerton maldijo su suerte, todavía no lograba deshacerse de esos infelices, pero el bosque y la oscuridad eran sus aliados. Siguió cabalgando frenético, esquivando árboles,  ramas y troncos caídos. El caballo con su hábil jinete, eran un solo ser, hasta que delante de ellos un rayo golpeó sobre un árbol, el animal paró en seco y se encabritó. Frank apenas logró mantenerse aferrado a la montura, el corcel empezó a correr desbocado saliendo del bosque sin control.

―¡Va de nuevo hacia el camino! ―gritó a viva voz uno de los runners―. ¡No dejen que vuelva al bosque!

Somerton logró dominar el terror de su caballo, pero ya era tarde para retornar, los agentes habían ganado demasiado terreno como para arriesgarse a penetrar de nuevo en el bosque. Lo único que le quedaba, era hacer algo que ellos no pudieran predecir. Dio media vuelta y emprendió su carrera en dirección contraria, hacia donde estaba el carruaje, tal vez así ganaría algo de tiempo y podría intentar perderlos de vista.

Craso error.

De la nada, otro jinete venía raudo a su encuentro.

Marcus Finning, al notar la figura de Somerton, espoleó a su caballo y se preparó para usar la única arma que podía ser efectiva bajo la lluvia, su espada, la que mantuvo oculta para no prevenir al marqués.

Somerton estaba desesperado, no hallaba hacia qué dirección huir, se encontraba en un callejón sin salida. Si se devolvía, sabía que, inexorablemente, los otros jinetes lo atraparían. Decidió tentar a su suerte una vez más; era mejor uno contra uno, que uno a cuatro. Como si se tratara de una justa, fustigó a su caballo y empuñó su cuchillo, estaba listo para usarlo. Fue de frente hacia el agente de Bow Street, quien también era un jinete experto.

En cuestión de segundos, que parecieron eternos, ambos hombres estaban cruzando sus monturas. Marcus esperó hasta el último momento para que Frank hiciera su movimiento, vio el cuchillo y, como acto reflejo blandió su espada.

Un relámpago marcó el final de la persecución e iluminó el antebrazo inerte del marqués sobre el barro, su mano aún estaba sosteniendo el cuchillo. El trueno fue el ominoso anuncio de que todo había terminado para él.

Somerton, ante el doloroso horror de ver su brazo desmembrado y su  sangre chorreando al ritmo de los latidos de su corazón, perdió el control de su montura, la cual se alzó furiosa sobre sus cuartos traseros como si quisiera sacudirse de su desgraciada carga, logrando por fin, que cayera al suelo. El caballo, al verse liberado, galopó veloz, abandonando a Frank a su suerte.

Somerton, desangrándose, tendido bocarriba y mirando el cielo que se desgarraba con cada rayo, sintió que, en esta ocasión, no saldría indemne. Meses atrás, había sobrevivido a la paliza que Swindon organizó para darle muerte, y poder llevarse todo el dinero que había ganado en carreras de caballos amañadas en Newmarket. Eso le significó una avalancha de problemas, cuando se recuperó, a duras penas pudo huir de sus cómplices, que querían su parte de las ganancias. Todavía recordaba nítidamente ese maldito día en que se encontraron en aquella ciudad, Alexander fue testigo de todas las carreras que ganó esa semana. Era tanto dinero, tanto, tanto dinero, lo suficiente para volver a tener su vida llena de lujos, pero su objetivo era irse lejos, a la India, Francia o el Nuevo Mundo. Estaba harto de Inglaterra, de la responsabilidad absurda de un título, de su inútil esposa, de esos niños por los cuales no sentía ninguna clase de afecto… Era una oportunidad de oro. Nunca imaginó que Swindon, un ser débil y pusilánime, fuera capaz de hacer semejante canallada. En ese momento, se dio cuenta de que eran iguales, el dinero los convertía en seres inescrupulosos…

Pero ahora, nada de ello importaba, todo estaba perdido, y de eso estaba seguro pues, por algún perverso motivo, ya no sentía sus piernas.

Marcus Finning lo miraba insondable, y en silencio, como si fuera el ángel de la muerte.

De pronto, Somerton escuchó que otro jinete se acercaba, y entornó sus ojos al darse cuenta que no podía levantar su propio peso. Estaba cansado y, a excepción de las piernas, todo el cuerpo le dolía producto de la caída, pero eso era la nada misma comparado con el dolor de la amputación. Ya no era capaz de ponerse de pie.

Abrió de nuevo sus ojos azules, Michael Martin lo miraba fijo con sus ridículas gafas y un aire de superioridad. El maldito tenía demasiada suerte, no había muerto.

―¿Estás contento? ―interpeló Michael―. Ahora tus hijos cargarán con el infame estigma de tener un padre que es un criminal… Si antes eras una vergüenza, ahora eres un ser repugnante.

Somerton rio flojo. Bolton nunca entendía nada.

―¡Qué me importan esos niños! Solo deseaba largarme y dejar esta vida miserable en este maldito y horroroso país... ―replicó soberbio, jamás rogaría por clemencia―. Swindon me arrebató mi dinero, mi última oportunidad. Ese perro se lo llevó todo… Al menos pude darme el gusto de devolverle todo lo que me hizo… y más. Deberías darme las gracias, ahora podrás fornicar con tu putita sin la molestia que significaba ese infeliz. Incluso podrás restaurar su ridículo honor casándote con ella, si es que te importa. Tal vez mañana la abandones por una más joven… Todos los hombres somos iguales…

―Eres un infeliz malnacido… Eres tú el que no entiende nada. ―Michael avanzó un paso para golpear a Frank pero Finning se lo impidió.

―Déjelo, milord, no pierda su tiempo ―expresó Marcus impertérrito―. Él es de esa clase de hombres que no conocen la bondad, la compasión o el arrepentimiento… Dios sabe que no soy nadie para segar la vida de ninguna persona. Pero tampoco haré algo por salvarlo. Lord Somerton pagará en este instante su sentencia de muerte ―decretó el agente sin emoción alguna en su tono de voz.

Michael lo miró, intentando entender a qué se refería el señor Finning. Hasta que lo notó.

Un charco de sangre diluida se mezclaba entre la lluvia y el lodo, y que manaba profusamente. La amputación había sido en extremo severa. Para salvar al marqués, tenían que darle primeros auxilios para detener la hemorragia, buscar en los pueblos cercanos un cirujano que lo atendiera, y todo ello, sin la garantía de que sobreviviera. Demasiado trabajo y esfuerzo para salvar un alma negra que solo guardaba en su corazón el egoísmo, la maldad y la arrogancia.

Marcus no era un hombre indulgente… Y Michael se dio cuenta de que él tampoco lo era.

Somerton, reía como lunático, sentía que segundo a segundo se hundía en el lodo, como si fueran arenas movedizas. Era el aciago abrazo de la muerte que, poco a poco, le quitaba la vida, con cada latido, con cada respiración.

De pronto, solo había silencio.

Era el fin.

Los jinetes de la patrulla montada llegaron al lugar, quienes solo encontraron a Marcus y Michael observando ensimismados el cuerpo sin vida de Frank Smith, marqués de Somerton.

 

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Michael volvió al lugar en el cual se encontraba el carruaje abandonado, allí estaba Margaret esperándolo junto con Andrew y John Fields. La tormenta había cesado, apenas unas gotas caían.

Descendió del caballo con dificultad, la herida le molestaba a pesar de estar con una venda improvisada, cortesía de una de las enaguas de su ángel de la guarda.

―¡Michael! ―exclamó Margaret, alzando sus faldas mojadas y corriendo con dificultad, hacia el magnífico hombre que amaba con todo su ser.

Apasionada y sin pudor, lo besó como si fuera la última vez, y Michael respondió del mismo modo, la abrazó apretándola contra su cuerpo, solo para asegurarse que estaba bien. Ahora podía sentir que todo había terminado, ya no existía ese insidioso sentimiento que no le permitía vivir a plenitud. Solo en ese instante sintió que era verdaderamente libre de poder hacer todo lo que se le placiera.

―Está muerto ―murmuró sin separarse de ella―. Ya no hay nada de qué preocuparse. ―Enmarcó el delicado rostro femenino tan amado y reparó en el corte que Frank le dejó como recuerdo―. Hijo de perra ―siseó furioso. Quiso volver sobre sus pasos, y profanar salvajemente el cuerpo de ese infeliz por el daño infligido a su mujer―. Ese desgraciado ha marcado tu rostro… ―declaró con furia contenida, se preguntaba si sería permanente.

―Oh, Michael, esto no vale la pena, ya sanará ―aseguró Margaret ocultando su marca, no por vergüenza, sino para apaciguar a su hombre―. Nuestras heridas son un precio bajo con el cual pagamos por nuestra libertad. Estamos bien, vivos, en paz, eso es lo único relevante.

Margaret siempre sabía qué decir, siempre tenía razón.

―Mi ángel, no sabes cuánto te amo.

―Sí lo sé, mi granuja, lo sé muy bien.

Los agentes de Bow Street llegaron en ese instante.  Sobre el lomo de uno de los caballos, iba cargado el cadáver de Somerton como si fuera un animal, conformando una escena macabra.

―Mañana lo visitaremos en la tarde para interrogarlo ―anunció Marcus―. Solo es un formalismo que nos permitirá completar el informe para el magistrado… Encontramos a su caballo pastando cerca de aquí, y acá las pertenencias que les robó Somerton. ―Entregó las riendas y el saco a John,  al notar que Michael no se separaba de Margaret. Miró el carruaje de soslayo―. ¿Están en condiciones de volver por sus propios medios?

―Sí, creo que podremos hacerlo sin problemas ―respondió Michael pensando en que sus caballos eran capaces de resistir el camino hasta Londres.

―Bien, espero que retornen a la ciudad sin ninguna novedad. Buenas noches a todos y muchas gracias por la colaboración. ―Marcus se tomó el ala del sombrero e hizo una inclinación de cabeza como una muda despedida, tal como lo hicieron uno a uno los agentes de Bow Street a medida que avanzaban.

El mutismo se mantuvo en el aire hasta que los jinetes se perdieron en la negrura del camino. Todos suspiraron al mismo tiempo, como si hubieran recordado respirar.

―¿Cómo está Minerva? ―interrogó Margaret a su hermano―. Íbamos de camino a Peony House porque me llegó un mensaje de ella, era muy urgente.

―Quería alertarlos… ―respondió Andrew―. Ella no había visto los carteles de búsqueda del asesino de Swindon, hasta esta noche. August trajo uno, puesto que la mayoría se encontraban en los barrios bajos. Cuando ella lo vio, reconoció a Frank de inmediato. Minerva estaba muy… oh, ni siquiera puedo describir su estado de alteración. Solo August podía contenerla de algún modo.

―¿Tú tampoco habías visto el retrato? ―preguntó Michael a su cuñado.

―No, Adam se encargó de llevar a sus amigos a Bow Street a prestar declaración, y luego los acompañó con el artista que hizo el retrato en base a sus indicaciones, y él no conoció a Frank ―explicó lord Rothbury―. ¿Cómo íbamos a imaginar que se trataba del infeliz de Somerton? ¿Ustedes tampoco vieron el retrato?

―Sí lo vimos ―respondió Margaret―. Pero, en realidad no noté el parecido con la cara llena de cicatrices y la barba a medio crecer, Michael tampoco lo conocía de cerca… Y ustedes, ¿cómo llegaron aquí tan pronto? ―preguntó con curiosidad, según sus cálculos, debieron llegar mucho más tarde.

―Elizabeth ―contestó John―. Usted le pidió el extraño favor de que, si no volvían en dos horas, que llamara a Bow Street… bien, ella tiene el terrible defecto de no obedecer al pie de la letra lo que se le ordena ―argumentó esbozando una sonrisa, el secretario estaba orgulloso de la sagaz muchacha―. En cuanto ustedes salieron, ella encabezó una búsqueda por toda la casa y alrededores de algún extraño o maleante escondiéndose. No tardamos mucho en hallar a Jack inconsciente en un callejón a un par de manzanas de Clover House… En ese instante, gracias a Dios, llegó el agente Finning para advertirles la identidad del asesino… quien también intentó a matar a lord Corby.

―¡Corby! ―exclamaron Michael y Margaret al unísono.

John asintió y continuó…

―Tuvo un lamentable encuentro fortuito con lord Somerton, y este, al verse descubierto, lo apuñaló. Está grave, pero estable, según indicó el señor Finning. Luego fuimos a Peony House para dar aviso de lo sucedido.

―Hay algo que no entiendo ―intervino Michael―, ¿cómo nos encontraron? Había demasiadas opciones de escape para Somerton.

―Finning desplegó varios agentes por todas las rutas de salida de Londres ―argumentó Andrew―, el camino hacia Essex era el más lógico por su cercanía con Clover House. Tampoco era una opción que Somerton se los llevara a los barrios bajos, tu carruaje no tiene nada de sobrio.

―Oh, cuando lo adquirí tenía una reputación de truhan que mantener ―respondió Michael de buen humor… un excelente indicio.

―¿Qué fue lo que sucedió allá? ―preguntó Andrew señalando con un gesto hacia la dirección por donde había huido Frank.

―Llegué cuando todo había terminado ―contestó Michael, guardando para sí, los hechos tal como ocurrieron. No valía la pena revelar el desprecio que sentía Somerton hacia su familia, era un dolor innecesario que prefería ahorrárselo a sus seres queridos―. El agente Finning, actuando en defensa propia, le amputó la extremidad derecha, a la altura del antebrazo… fue una herida grave, Somerton cayó del caballo y falleció desangrado.

―Cielo santo… ―exclamó Margaret aún aferrada a Michael―. Todavía no le encuentro sentido a todo lo que hizo, matar a Alexander e intentarlo con Corby y contigo… Somerton estaba perdiendo el juicio…

―Hay cosas que nunca sabremos… ―respondió Michael besando su coronilla―. Por lo que me comentó el señor Finning, Somerton antes de morir, señaló que Swindon le había robado dinero. ―Se quedó unos momentos pensativo, atando cabos―. Tal vez esa fue la fuente de la inexplicable bonanza económica de Alexander durante el último tiempo, y el motivo de su muerte… Pero solo son especulaciones, jamás lo sabremos a ciencia cierta.

Un lúgubre silencio se cernió entre ellos. Cada uno intentaba comprender hasta dónde llegaba la naturaleza humana, la pérdida de todo sentido común, de la dignidad, de la realidad. ¿De verdad eran tan valiosos los vacuos momentos de efímero placer que proporcionaban una vida llena de excesos? Somerton y Swindon eran la cara de la misma moneda, despilfarro, lujos, hedonismo, e insensibilidad desmedida. En sus corazones no había nada más que desprecio por la vida humana, salvo la propia, y un profundo y negligente egoísmo.

Esas cuatro personas en medio de la oscuridad, jamás podrían comprender cómo se podía vivir sin tener un atisbo de bondad o compasión… de humanidad.

―Bien. ―Michael, sin muchas ganas, se separó del confortante abrazo que lo unía a su ángel, se estiró con cautela a causa de su herida y resopló―. Si no les molesta, necesito volver a casa, ayúdenme a enganchar los caballos. Quiero llegar pronto a Londres, Margaret y yo necesitamos un baño, un cirujano y dormir.