Michael bajó de la berlina con un gesto de preocupación.
―No se esfuerce en exceso, lady Swindon. Permítame asistirla ―ofreció al tiempo que se acercaba lo más posible al coche para tomarla entre sus brazos y le guiñó el ojo.
La actuación debía continuar hasta el final. Los cocheros solían ser bastante indiscretos y creativos al momento de contar una infidencia.
Margaret trastabilló, dio un gritito femenino de susto y los felinos movimientos de Michael lograron evitar que cayera.
Estaba a salvo en los brazos de su falso granuja.
―Esto es peor de lo que imaginé ―manifestó Margaret contrita, aferrándose al cuello de Michael―. Espero que mañana llegue temprano el señor Banks, es insoportable el dolor.
―No se preocupe, lady Swidon, Banks es un hombre confiable ―tranquilizó Michael, llevando a cabo una actuación de lo más convincente caminando en dirección a la puerta de Garden Cottage.
―Si me permite, milord, llamaré a la puerta por usted. ―El cochero bajó con prestancia y golpeó la aldaba.
―Gracias, señor Craig. Sus servicios han sido impecables esta noche.
El cochero respondió en silencio, haciendo un gesto con su sombrero. El pago del marqués había sido más que generoso y el trato siempre fue respetuoso. Hizo una torpe inclinación hacia Margaret y se subió nuevamente al carruaje. Tomó las riendas y puso en movimiento la berlina, dirigiéndose hacia rumbo desconocido.
Michael y Margaret se quedaron a la expectativa observando cómo se alejaba el carruaje, hasta que se perdió en la oscuridad, todo estaba en silencio, se miraron y esbozaron una sonrisa.
―Siento como si esto fuera nuestra noche de bodas ―dijo Michael en un tono de voz íntimo―. Yo, cargándote hacia el umbral de nuestro hogar y, después… ―Apretó a Margaret entre sus brazos, para aplacar sus ansias―. ¡Por Júpiter! solo espero que todos estén durmiendo.
Margaret rio femenina y le regaló un tierno beso en la mejilla.
―Tranquilo… Pudiste soportar estoico en el carruaje, ¿qué son unos minutos más?
―Los más dolorosos de mi vida… Creo que Elizabeth es de sueño pesado ―señaló Michael, ¿puedes tocar de nuevo la aldaba, querida?
Michael se acercó más a la puerta y Margaret alcanzó la aldaba para tocar otra vez, pero con más fuerza.
Segundos después, se escuchaba que, del otro lado de la puerta, Elizabeth se acercaba. A través de las ventanas, fue visible la tenue luz de la palmatoria que la chica traía consigo. La puerta se entreabrió, revelando el rostro rebosante de sueño de la criada, quien, al darse cuenta de que se trataba de sus amos, la abrió por completo haciendo una leve inclinación, sintiendo curiosidad del motivo por el cual el marqués cargaba a la condesa.
―Muchas gracias, Elizabeth, buenas noches ―saludó Michael y ella susurró un «buenas noches» impregnado de sueño―. Lady Swindon ha tenido un pequeño percance y no puede caminar ―comunicó amable pero distante, saciando al instante la muda curiosidad de la criada. La regla de Michael para una buena farsa era que, mientras menos especule el servicio doméstico, mejor era para sus propósitos. Ellos tenían el poder y el conocimiento de confirmar o desestimar un rumor―. Por favor, guíeme hacia sus aposentos para que descanse.
―Por supuesto, milord. Mi señora, ¿necesita ayuda para cambiarse? ―interrogó la muchacha solícita, sabiendo de antemano la respuesta.
Michael se tensó, no había considerado la presencia de Elizabeth en sus planes. Ese error de cálculo podría extender su tortura a niveles inenarrables.
―Muchas gracias, Elizabeth, pero puedo hacerlo sola. ―Fue la amable negativa de Margaret, dándole un inmenso alivio a Michael, quien no pudo evitar soltar todo el aire de sus pulmones. Literalmente, había dejado de respirar ante la horrible idea de esperar más de la cuenta.
―Muy bien ―respondió Elizabeth ajena y con ganas de volver a su cama. Esa era siempre la respuesta de su señora.
Cuando el dinero empezó a escasear, Margaret prescindió de inmediato de su doncella y, uno a uno, los sirvientes fueron siendo despedidos. Pero nunca ella les pidió que empezaran a suplir las funciones de los otros. A diferencia de lo que se podía esperar de alguien de su posición como condesa, ella comenzó a hacer lo que hiciera falta.
Elizabeth subió la escalera, Michael iba tras ella impertérrito. Al llegar a la puerta de la habitación de la condesa, la muchacha les permitió el acceso y se dispuso a encender las velas, mientras que él depositó a Margaret en su cama con delicadeza.
―¿Alguno de los niños despertó mientras no estábamos? ―preguntó Margaret a la criada.
―No, mi señora. Después de vuestra partida, todos continuaron durmiendo como angelitos. Visité una vez al joven Lawrence para ver su temperatura y estaba todo normal ―informó la muchacha con eficiencia.
―Estupendo, Lawrence ya va a poder levantarse un rato mañana ―comentó Margaret contenta, y Michael, internamente, estaba orgulloso de su pequeño―. Es todo, ve a descansar, Elizabeth. Muchas gracias ―despidió a la muchacha, que estaba esperando en la puerta por más instrucciones.
―Sí, señora, buenas noches ―susurró Elizabeth sin moverse, renuente, mirando de soslayo a Michael, que no daba indicios de retirarse de los aposentos de su señora.
―Gracias, Michael, por la velada… aunque haya terminado accidentada. Espero que tenga buenas noches. Puede llevarse aquel candelabro que está sobre el tocador, para que Elizabeth no baje a ciegas las escaleras ―indicó Margaret.
Michael estaba tan adolorido y ansioso que apenas estaba prestando atención, logrando captar solo lo último que le dijo Margaret…
«Candelabro»… «a ciegas las escaleras»
―Perdón, debe ser el sueño ―se excusó él, volviendo al momento, tomó el candelabro que le señalaron, se dirigió a la puerta y miró a Elizabeth―. Mañana temprano debería llegar el señor Banks a visitar a lady Swindon y a Lawrence. Para que esté atenta en caso de que no estemos en pie ―anunció Michael entregándole el candelabro a la muchacha―. Buenas noches, Margaret. Espero que descanse. ―Dio una leve inclinación que Margaret respondió y se dirigió a su habitación que compartía con su hijo.
Elizabeth dio una rápida reverencia y también abandonó la habitación.
Margaret se quedó a solas y suspiró.
Quitarse el vestido iba a ser una tarea titánica, pero ella ya había desarrollado una gran, pero lenta, habilidad para desvestirse sin ayuda de una doncella.
Mientras tanto, Michael entró a su recámara y resopló. No hallaba la hora de volver a Londres para tener que dejar de lado las apariencias. No podía permitir que los rumores llegaran a la capital antes que él. Deseaba que su familia se enterara de todo por sus propias palabras, y no por una verdad retorcida. Michael deseaba que sus seres queridos los entendieran, al menos sabía que su padre no lo iba a cuestionar, pues hacía unos meses se había enterado de su matrimonio secreto y de las trágicas consecuencias que tuvo la perversa intervención del duque, por lo que le entregó todo su apoyo en encontrar a lo que quedaba de su familia. Respecto a Olivia, él tenía fe en que su hermana lo respaldaría sin condiciones, y su cuñado… bueno, esa era otra historia. Andrew era un hombre muy flexible en cuanto a las convenciones sociales se refería, tenía un sentido de la justicia implacable y, a la vez, era un fiero defensor de los suyos. Tal vez, después de golpearlo, también le daría su bendición.
Mientras pudiera tener a Margaret a su lado todos los días por el resto de su vida, el resto del mundo, la buena sociedad, no le importaba en lo absoluto.
Michael se acercó a la cama y observó cómo dormía su hijo. Su pequeño pelirrojo descansaba tranquilo, su pecho subía y bajaba con serena regularidad, y sus armoniosas facciones le recordaron a Laura. Al día siguiente, iría a visitarla, necesitaba hablar con ella.
Michael dejó que los minutos pasaran y le permitieran apaciguar sus emociones y deseos. Debía ser cuidadoso con Margaret, su inocente y asombrada confesión después de vivir el clímax lo dejó pasmado.
Sabía que Swindon era brusco, pero nunca imaginó que él jamás había tenido una mínima brizna de consideración con Margaret. ¡Era el colmo! Más le valía a ese sujeto no volverse a cruzar en su vida, porque estaba más que tentado de castrarlo. Le parecía injusto, la vida de las mujeres era más dura que la de los hombres, quienes solo tenían privilegios por solo nacer con ese sexo. A ellas, les era negado todo, incluido, sentir.
Él deseaba darle ese regalo, de poder sentir todas las cosas buenas de la vida. Ese sería su propósito, hacerla feliz más allá de lo imaginable.
El primer paso ya se había dado, hasta ese momento ya había logrado un gran avance con Margaret, que ella descubriera los placeres que podía alcanzar su cuerpo. Le quedaba el resto de la noche ―y de la vida― para demostrarle que el sexo, en conjunción con el amor, era algo sublime, que se debía disfrutar sin miedo, sin dolor, sin prejuicio, sino todo lo contrario.
Suspiró profundo y se dispuso a quitarse la ropa.
Margaret estaba nerviosa, y la invadió una repentina inseguridad. No sabía si esperar a Michael vestida con el camisón o completamente desnuda. ¿Qué esperaba él de ella?, ¿una mujer decente, o más osada?, ¿le agradaría verla sin ropa, ver las imperfecciones de su cuerpo? Sin tener respuestas, decidió, pues, probar los límites de la decencia y escrúpulos de Michael. Era mejor saber a qué atenerse desde el principio.
Margaret siempre escuchó el secreto a voces de que sólo las furcias se desnudaban, que no era decoroso para una dama exhibirse de ese modo pecaminoso a un hombre, aunque fuera dentro del sagrado vínculo del matrimonio. Sin embargo, durante la última hora había descubierto que ella quería probar, aprender y practicar todo lo relacionado con su propia sensualidad. Quería arrasar con la idea de que era una mujer fría, sin ardor; olvidar los insultos y los golpes que Swindon le propinaba y que, prácticamente, destruyeron su amor propio, sus pocas ilusiones y esperanzas de tener un matrimonio basado en el respeto.
Y, dado que la primera lección aprendida dentro del carruaje fue de lo más reveladora, se quitó la recatada prenda junto con su inseguridad y su vergüenza. Era más que probable que Michael, aun sin la práctica, fuera el más libertino de todos.
Su mente era seductoramente perversa.
Al formarse el charco de seda blanca sobre el suelo, la puerta se abrió sin emitir ruido y con lentitud. Era Michael, quien, al verla expuesta a plenitud, sonrió con malicia, satisfacción, y por qué no, orgullo.
Los nervios y las conjeturas desaparecieron como un mal sueño en la mente de Margaret, su amante sólo estaba cubierto con una bata de seda negra.
―Creo, mi ángel, que te daré la razón en que soy un verdadero granuja, al menos, a lo que se refiere mi concepción respecto al sexo ―admitió acercándose a la mesa de noche y se quitó las gafas, dejándolas sobre ella― . Una de las cosas que aprendí, fue que este puede alimentarse de muchas fuentes y, una de ellas, son las fantasías. Todos las tenemos, en mayor o menor medida, y acabas de cumplir una de ellas al mostrarte ante mí, como si fueras Eva en nuestro Edén particular ―declaró desatando el nudo de su bata―. Debemos estar en igualdad de condiciones. ―Se quitó lo único que lo cubría, y Margaret pudo contemplar, por primera vez, el cuerpo de un hombre completamente desnudo.
Sí, era tal como pensó, idéntico a las estatuas del museo, anatomía perfecta, el pecho cubierto de fino vello, músculos definidos, piernas y brazos fuertes. Y, más abajo, Margaret notó la única diferencia con los dioses de mármol, Michael estaba mucho mejor dotado en un asunto muy, muy específico.
Magnífico, en toda la deliciosa extensión de la palabra, fue lo primero que cruzó la mente de Margaret al ver al hombre al cual se iba a entregar en cuerpo y alma.
Y sin más preámbulos, ese hombre magnífico se acercó a ella y la besó, alineando todo su cuerpo al de ella, compartiendo el calor de sus pieles, reconociéndose hombre y mujer, por primera vez.
Una erupción de sensaciones los consumió por igual. Margaret sentía cómo su sangre recorría todo su cuerpo, llenándola de un calor espeso, como lava incandescente, sus senos sensibles pegados al pecho de Michael, su vientre cobijando la dura virilidad de él, provocándole otra vez ese cosquilleo, ese sensual palpitar en su feminidad que se traducía en lúbrica y resbaladiza humedad.
―Tócame, mi ángel ―susurró Michael entre beso y beso―. Posee a tu hombre, soy tuyo ―incitó, tomando las manos de ella y colocando sus palmas sobre su torso―. Haz lo que desees conmigo.
Margaret no necesitó más, enterró la yema de sus dedos sobre la caliente piel masculina. Acarició las areolas planas que eran coronadas por la diminuta tetilla y él le regaló un ronco siseo. Ella se mordió el labio inferior, y su toque descendió hacia el abdomen que se tensó con su contacto, pero no se entretuvo demasiado tiempo, su curiosidad estaba centrada en otra parte… y la empuñó, arrancando un jadeo profundo.
―Más… ―murmuró él, guiando la mano femenina en un lento sube y baja―. Así… oh, sí…
Margaret, fascinada con la suavidad del miembro, que contrastaba con su dureza y sus formas, se concentró en repetir aquel movimiento que estaba volviendo loco a Michael, quien no toleró más tiempo estar quieto y clamó de nuevo la boca de ella, entrelazando sus lenguas, devorándose, anunciando cómo sería su unión.
Las manos de Michael se aferraron a las nalgas de ella, apretándolas con codicia, separándolas levemente, amasándolas, liberando el leve aroma del centro femenino del cual él ya era adicto.
Sin romper el contacto, él avanzó hacia la cama, sin palabras, Margaret se acostó y él quedó sobre ella. Los labios de Michael abandonaron su boca, y comenzó a besar la piel de su cuello, de sus hombros, dejando un húmedo rastro hasta llegar a sus pechos.
Michael los tomó, llenándose de su carne con ambas manos, él no necesitaba ver con claridad para saber que eran perfectos, redondos, blandos y, a la vez, firmes y maduros. Con los pulgares acarició suave los pezones, dejándolos inhiestos como un par de preciosas perlas, y sin más ceremonias, los devoró como si fueran el único alimento que pudiera calmar su hambre. Mordía con gentileza, lamía con lujuria, succionaba con adoración, uno y luego otro, una y otra, y otra vez.
Margaret jadeaba y gemía, estaba perdiendo el sentido de la realidad. Juntaba y tensaba sus piernas y su feminidad, intentando obtener un roce que apaciguara el rugido de su deseo insatisfecho.
El sensual suplicio continuó para ella, hasta que, casi sin darse cuenta Michael abrió sus piernas, y la besó ahí.
―¡Dios santo! ―chilló ella al sentir que él repetía entre sus piernas las mismas eróticas caricias que le dio a sus pechos. El instinto le hizo abrirse más, a moverse, a aferrarse al suave cabello castaño de él. No le importó si aquella íntima caricia era correcta o no, solo sabía que era lo que necesitaba y, a la vez, no era suficiente.
¡Dios, no, no era suficiente! Ese hombre perverso la tenía al borde del colapso. Los minutos pasaban y no había indicios de un armisticio para terminar con esa batalla beligerante, en la cual, su boca castigaba con fruición sus sentidos.
―Michael… oh, Michael… por favor ―rogó tirando de los cabellos de él―. No puedo más… te necesito.
Él, feliz y asombrado de comprobar que era verdad todo lo que aquellas damas le habían contado, se limpió la boca con el dorso de su mano como si fuera un bárbaro. Era la primera vez que probaba a una mujer, y el sabor de su ángel, era celestial y pecaminoso, si su aroma lo tenía cautivo, su sabor lo había convertido en un esclavo.
La necesitaba tan encendida e insatisfecha como él, porque, tres años de celibato, iban a atentar con el éxito de su empresa. Inspiró profundo, se arrodilló frente a ella, guio su miembro y, lentamente, la penetró hasta el fondo, acoplándose a ella, redescubriendo el calor líquido y resbaladizo que lo envolvía.
Condenación, iba a ser inútil, iba a explotar.
Margaret, despojada de todo pudor, ancló sus manos a sus nalgas y le exigió que se moviera, al tiempo que ella iba a su encuentro. Michael llenó de aire sus pulmones, se retiró tan solo una pulgada y embistió sin separarse demasiado de ella, para darle el máximo de fricción posible.
Y eso fue perfecto para Margaret, su interior cobijó toda la longitud, y él acometió según ella le demandaba, firme, duro y constante.
El incesante vaivén cobró a su primera víctima, Michael enloqueció, el fervor arrasó con su cordura. Ella estaba apresándolo, voraz, sin piedad, y fue su turno de ser sometido al voluptuoso calvario de no derramarse antes que ella estallara.
El cuerpo de Margaret, demandaba, exigía más y más, llegando al punto que se tornó salvaje, primitivo. Y Michael supo que ella estaba tocando el cielo, en el preciso instante en que ella se dejó arrastrar a esa vorágine de placer. Entre gemidos preñados de deleite, sus uñas incrustadas en su piel y esas inequívocas contracciones femeninas, Michael también se rindió, dándole a su amada un último beso, bebiéndose el clímax de ella y drenando su semilla como nunca en su vida, disfrutando del casi olvidado sabor del éxtasis compartido, llenando a su mujer, marcándola, reclamándola para sí y entregándose a ella para siempre.
Al fin, su unión se había completado, y sin necesidad de hacer más juramentos y promesas, sus destinos quedaron sellados para toda la eternidad… y más allá.