Capítulo XIX

 

«Susurros de Elite, 12 de enero de 1819.

«Mis queridos y fieles lectores, las fiestas de Navidad y fin de año ya pasaron y, de a poco, Londres vuelve a la vida ante la inminente temporada, la cual ya nos está trayendo novedades para comentar. A estos oídos ―y ojos― han llegado noticias realmente escandalosas, relacionadas con la apuesta indecorosa llevada a cabo por el conde de S ―conocido ludópata, hedonista y despilfarrador― y el marqués de B ―el doble de conocido granuja, truhan y libertino―.

Si por estar fuera de la capital, no han sabido nada de esta inmoral situación, les haré una breve recapitulación de los hechos.

»Hace unos meses, los dos caballeros ya mencionados, en un juego de cartas, establecieron como premio a la esposa e hijos del primero. Cuando el resultado de esta apuesta salió a la luz pública, provocó en lord S una acalorada reacción, desmintiendo, beligerante, la autenticidad de lo que informamos, incluso llegando al extremo de anunciar acciones legales en contra nuestra.

»Pero eso, mis queridos lectores, nunca sucedió. Los eventos siguieron su curso natural, llegando a un punto específico del mes de noviembre, momento en que lord B, en efecto, reclamó su propiedad sobre lady S, quienes retornaron juntos a Londes en diciembre. Se le vio siempre en pareja, dando paseos por Hyde Park o Vauxhall Gardens, salidas a cafés, comprando en Bond Street, evidenciando, ante todo quien quisiera ver, una relación más que platónica, llegando al extremo, de vivir en la misma casa.

Adulterio flagrante, es el término que usaríamos, si fueran circunstancias normales. Pero, sabemos de una muy buena fuente que el documento que desconoce lord S, sí existe y es muy legítimo; escrito de su puño y letra, firmado por las dos partes involucradas ante testigos y sellado con su blasón. Si nos ceñimos al estricto rigor de la ley, lord B solo está ejerciendo su derecho legal sobre lady S, ya que ella, al igual que sus hijos, son de su propiedad.

»El conde de S, ante este flagrante ultraje ―como cualquier hombre que pierde los afectos y las ventajas de tener una esposa―, ha entablado una conversación criminal en contra del marqués de B. Usualmente, este tipo de demandas por agravio, son una antesala para lograr un divorcio o una separación, pero en este caso, el conde de S solo exige una compensación económica por menoscabo a su honor, que asciende a diez mil libras, y como medida de reparación ante el humillante adulterio, que su esposa e hijos vuelvan a su hogar. Tal parece que lord S está comprometido a perdonar y olvidar la gravísima falta al sagrado vínculo matrimonial por parte de ella, ―y al parecer, olvidar también la voluntad de lady S que, obviamente, es lo que menos le importa a lord S―. El conde, increíblemente, no quiere una separación y menos el divorcio.

»Sinceramente, queridos lectores, no sabemos qué pensar respecto de esta escandalosa e indecente situación, y me apiado del alma de ese pobre juez que tendrá la obligación de dictaminar una sentencia.

»Eso, pronto lo sabremos, el día dieciocho de enero en la corte de King’s Bench.»

 

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―Querida Christine, mira quiénes vienen hacia nosotras ―anunció en un tono de secretismo una dama de alta alcurnia. Estaba impactada.

La dama en cuestión, ahogó un grito ante la ignominiosa escena. Atroz, qué indecencia estaba presenciando.

―Cielo santo, ¡y tienen el descaro de venir a Hyde Park a vista y paciencia de todos! ¡Bolton no conoce la vergüenza!―señaló ofendida―. Y para qué decir lady Swindon, ya sabía que esa mujer era la culpable de la desgracia de su esposo… De lord Bolton se puede esperar cualquier cosa, pero de ella… es el colmo que haya bajado su estatus de condesa a ser la querida del marqués.

―Al parecer, tomar pésimas decisiones es de familia. Lady Swindon es hermana de Rothbury, quien tampoco lo hace muy bien. Teniendo a tantas damas de impecable reputación para elegir como esposa, se casa con la hermana de Bolton, quien es madre del bastardo de Felton. Ah, es una real lástima, pobre Swindon, su elección de esposa no pudo ser peor. Él necesitaba una mujer con carácter firme, como su madre. No como esa mujer que permitió su negligente comportamiento y que ahora se arrima a los brazos de cualquiera que pueda mantenerla.

―Tú lo has dicho, Catherine… ¡Dios santo!, vienen hacia acá, guardemos silencio, actúa normal.

Michael aminoró el paso, e interrumpió la animada conversación que sostenía con Margaret y, como buen caballero educado, inclinó su cabeza para saludar a aquellas damas ―por muy mojigatas que fueran― las cuales, respondieron con un frío gesto, sin dejar de mirarlos con desdén, especialmente, a lady Swindon.

Margaret también saludó con clara altivez y sin evitar el contacto visual, mas no pudo reprimir el impulso de curvar sus labios en una sonrisa maliciosa. Sin decir ni media palabra, ambas parejas prosiguieron con su paseo.

―Me dan lástima ―comentó Margaret una vez que se alejaron unas cuantas yardas―. ¿Puedes creer que tienen la misma edad que yo?

―¿En serio? Se ven bastante… mayores. Por no decir viejas… ¡Bah, ya lo dije! ―bromeó guasón.

Margaret rio, negando con la cabeza, Michael siempre lograba arrancarle carcajadas en situaciones desagradables.

―Es el reflejo de cargar con el peso de vivir matrimonios infelices y aparentar lo contrario ―replicó ya con más seriedad―, pero, en la realidad, ellas ni siquiera soportan estar con sus hijos, delegan la crianza a sus niñeras… Es triste, en el fondo, ellas aprecian mucho más todo lo que implica la comodidad de su posición y reputación, en vez de separarse. Les da un miedo atroz quedar en el más absoluto desamparo… Yo reconozco que era como ellas, aguanté demasiado por sus mismos motivos, pero el más poderoso, eran mis hijos. De todas las humillaciones a las que me sometió Alexander, la única que le agradezco, fue que me expulsara de su casa. Vivir sin él, fue como si me hubieran liberado de un yugo que no sabía que cargaba.

―Si las mujeres tuvieran las mismas garantías que nosotros ―reflexionó Michael en voz alta―. Creo que muchos me tratarían de loco y poco hombre, pero, indudablemente, las mujeres siempre tienen todo más difícil, por ello, son mucho más fuertes que muchos hombres juntos.

―Eso no te lo voy a negar. Lo lamentable, es que no todos llegan a esa conclusión. Para demasiada gente le es mejor conservar ciertas «tradiciones».

―Tenemos más que claro que, algo que sea catalogado como tradicional, no significa que sea bueno ―declaró categórico.

Michael y Margaret se quedaron en silencio, cada uno perdidos en sus cavilaciones. El aire frío les enrojecía las narices pero aquello, no les molestaba. Caminaban tranquilos, saludando con inclinaciones de cabeza a cualquier persona que conocieran, sin importar la desidia de sus gestos.

―¿No te mortifica pasar por esta situación todos los días, querida? ―preguntó Michael preocupado―. Recuerda que podemos irnos de aquí si no lo toleras.

―Puedo con todo esto y más. Pero debo admitir que, en un principio, creía que sí me iba a afectar el rechazo de las personas que pertenecen a nuestra clase. Pero, pronto me di cuenta, que esas personas que nos miran con desprecio y hablan a nuestras espaldas, no nos dan de comer, ni viven con nosotros, ni resuelven nuestros problemas, por lo que decidí darles el lugar que merecen en mi vida… Ellos no existen para mí, porque tengo todo lo que puedo desear, una hermosa familia que me ama y que me apoya sin condiciones.

―También podemos agregar amigos, leales que no nos juzgan… Eres una mujer fabulosa, querida. Soy un hombre muy afortunado de tenerte a mi lado ―declaró besando la mano de Margaret―. Pasando a otro tema, ángel mío, quería comentarte que ya tenemos todo preparado para el juicio, nuestros sirvientes han aceptado de buena gana dar su testimonio. También algunos antiguos criados de Garden Cottage, y los caballeros que firmaron el acuerdo como testigos. No tienen la mejor reputación, pero, de todos modos, nos servirá para nuestra defensa. Incluso Corby se ofreció para atestiguar acerca del comportamiento deleznable de Swindon. ―Margaret alzó sus cejas sorprendida, y Michael asintió haciendo una mueca divertida―. Vamos a centrar todos nuestros esfuerzos en la legitimidad del acuerdo. Si todo sale bien, solo tendré que pagar la compensación, pero no que te obliguen a ti y a los niños a que vuelvan con Swindon. Pero, los muchachos son los que me preocupan, sobre todo Thomas, quien es el heredero de Alexander.

―¿Estaremos siendo demasiado ambiciosos con nuestros deseos? ―pensó Margaret en voz alta, evidenciando sus temores.

―Solo queremos justicia, mi ángel. Swindon, por solventar sus deudas de juego, renunció a toda su familia, sin importarle el futuro del condado ―refutó Michael con seguridad.

―Ojalá lord Waterford sea un juez imparcial. ―Margaret suspiró.

―Haremos todo lo posible para que nuestros abogados demuestren con hechos indiscutibles nuestra posición ―aseguró, dándole un casto beso en la fría mejilla.

Prosiguieron con la caminata hasta llegar al Serpentine. El cielo estaba cubierto de nubes oscuras que anunciaban lluvia. Margaret disfrutaba mucho del invierno, prefería más el frío que el calor.

Michael, sin embargo, prefería el calor del verano. El invierno le provocaba una aversión horrorosa a salir de casa. Pero, cuando se trataba de pasear a solas con Margaret, sacrificaba sus predilecciones, porque ansiaba vivir todo con ella, ya fuera un simple paseo, un té en el Gunter’s, ir a la ópera, al teatro, visitar a sus familiares… dormir hasta el amanecer envuelto en su calor, poseerla cada vez que podía, cualquier cosa que significara compartir su vida a plenitud con la mujer que amaba.

Convertir en realidad, todo lo que no pudo hacer con Laura.

 

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Lord Swindon caminaba despreocupado por St. James's Street hacia el White’s, cargando varios ejemplares de periódicos y semanarios bajo el brazo, se sentía casi eufórico. A un día del esperado juicio, en toda la prensa tradicional, la versión que predominaba sobre su situación, era la del pobre caballero que había tenido un traspié moral y que, gracias a un golpe de suerte, decidió enmendar sus errores, empezando por su fortuna y familia perdida. Y que el vil marqués de Bolton, aprovechándose de la escasa inteligencia de lady Swindon la embaucó con un falso acuerdo y se apropió, en todo el sentido de la palabra, de la condesa.

Desperdigar su versión de los hechos en el White’s, en reuniones, tertulias y encuentros ocasionales con inversionistas, había dado generosos frutos. La mayor parte de la respetable y buena sociedad lo apoyaba en sus esfuerzos por lograr su redención. Irónicamente, los que se alejaron de él, fueron sus antiguos compañeros de juerga, comenzando por ese traidor de la más baja estofa, Corby.

Pero eso no le preocupaba, la reputación de todos ellos era tan negra como las aguas servidas de todos los pozos sépticos de Londres.

Pero no solo eso alegraba sus días, en el periódico The Times, confirmaban la ansiada noticia de que Enrico Espositi, uno de los hombres más ricos de Europa, arribaría a Londres en marzo, lo cual le iba de las mil maravillas. De acuerdo a sus planes, dos meses y medio, era el tiempo necesario para terminar con el asunto de la apuesta, sepultar los rumores, dejar impoluta su reputación y montar la farsa de un matrimonio bien constituido, para convencer al italiano que él era una de las mejores opciones en toda Inglaterra para invertir.

Sí, iba a ser mucho dinero, más de lo que imaginó alguna vez. Si todo resultaba bien, podría volver a tener una o dos amantes, jugar de vez en cuando e ir a esas fiestas de máscaras donde todo se permitía. Extrañaba divertirse, la lujuria era algo que corría por sus venas y detestaba privarse de ello. Pero esta vez iba ser más sensato.

Con esa resolución en mente, saludaba con una regia y soberbia inclinación a cuanto transeúnte lo reconocía, llenándolo de confianza. Pero, uno de ellos, le pareció espantosamente familiar. Un hombre, en apariencia, un caballero, pasó por su lado después de hacerle un discreto gesto que lo llenó de pánico. ¡No podía ser, se suponía que estaba muerto, él mismo vio su cadáver!

Los pasos de Swindon se detuvieron como si sus pies fueran de plomo. No se atrevía a dar media vuelta y asegurarse de que solo fue una mala jugada de su sucia consciencia. Entornó sus ojos y, con lentitud y terror, giró su cabeza, rogando al cielo que solo se tratara de una horripilante coincidencia.

Mas el hombre ya no estaba, desapareció como si fuera un espectro. Pero Swindon, lejos de sentir alivio, le invadió la sensación de incertidumbre y miedo. El horror ya estaba instalado en todo su cuerpo, que tiritaba como una hoja a merced de un gélido viento impetuoso. Los latidos de su corazón aumentaron de súbito, eran como el repique furioso de un tambor de guerra. Un espeluznante escalofrío le recorrió toda la espina dorsal.

El aire le faltaba, sus pulmones apenas obedecían la elemental y natural orden de inspirar y espirar. Su mente, fría y calculadora, le decía que solo se trataba de un simple desconocido, que era imposible que fuera ese hombre. Pero su cuerpo, desde su esencia más primitiva, no decía lo mismo, le gritaba hasta desgarrar sus cuerdas vocales, que estaba en peligro, que debía dejar todo y huir al fin del mundo para esconderse y salir con vida.

No obstante, sus pies no se movían.

Se mantuvo en esa posición por eternos minutos, era como si el tiempo solo se hubiera detenido para él. Los carruajes pasaban, las personas lo evadían al notar que él no se movería. Unas gotas de lluvia empezaron a humedecer su rostro. En ese instante, recordó cómo debía respirar.

Tomó una honda bocanada de revitalizante aire, que le permitió, al fin, poder moverse.

Necesitaba un trago. No, mejor dicho, dos o tres. Ahora.