Epílogo

 

Londres, 1 de septiembre de 1821.

 

Aquella tibia mañana, desde la puerta de acceso a Clover House, se encontraba la familia en pleno despidiéndose de todos los niños que se marchaban en dos carruajes rumbo a Eton junto a sus padres. Todos los varones mayores de la nueva generación, por primera vez marchaban juntos al colegio donde se formaba el futuro de los gobernantes de Inglaterra. Primero había partido Thomas, junto con Frank, su primo; al año siguiente se les unió Alec y Ernest, y ahora lo hacían Lawrence, y los hijos de August y Minerva, Horatio y Justin.

Para el pequeño heredero del ducado de Hastings, se iniciaba una nueva etapa, donde su carácter se pondría a prueba, tal como les sucedió a Thomas y Frank. El primer año de los mayores fue de dulce y agraz, sus títulos estaban manchados con la vergüenza de sus predecesores. Pero para los niños, no fue una sorpresa encontrarse en ese escenario, y pudieron sortear todo tipo de problemas, granjeándose una reputación dentro de Eton, alumnos, profesores y empleados los llamaban «los herederos del diablo», ante la imposibilidad de quebrantar su espíritu indomable. No eran malos alumnos ni eran conflictivos, pero cuando alguien se empeñaba en buscarles el odio, lo encontraban. Juntos, nadie podía derribarlos. Al año siguiente, ese pequeño clan creció y se fortaleció con la llegada de Alec y Ernest.

Lawrence, Horatio y Justin, antes de entrar a Eton ya eran parte de «los herederos del diablo». El sobrenombre, no hacía mella en el espíritu de los niños, al contrario, estaban orgullosos de ello y no hallaban la hora de empezar la aventura con sus primos.

Michael, siempre orgulloso de sus hijos, puso especial cuidado en preparar a Thomas para responder a cada pulla, a cada golpe, a tomar cada decisión con la cabeza fría. Y, por supuesto, a apostar con inteligencia. El muchacho ya sabía cómo sería su futuro si sucumbía a la tentación de caer en los vicios que proporcionaban los juegos de azar.

Por su lado, August, quien también había sufrido los rigores de la educación siendo de clase inferior, también había hecho lo mismo con Frank, haciéndolo partícipe de la reconstrucción de su patrimonio que su padre había diezmado. Gracias a Michael, quien, actuando como tutor de Thomas, decidió dividir en dos la renta del pequeño y compensar durante tres años a Frank, para que pudieran recuperar lo que perdió su padre, calculando a cuánto ascendía el monto de lo que le había robado Swindon. Frank aprendió lo duro que era el trabajo, que lo que le correspondía por nacimiento no era gratis y que su deber era velar por la familia y su patrimonio. El niño estaba convirtiéndose en un jovencito recto y responsable, consciente de que era el pilar del bienestar familiar.

Margaret secaba sus lágrimas con su pañuelo, nunca se acostumbraría a estar alejada de sus pequeños, por eso mismo, junto con Minerva, los visitaba cada dos semanas y eran las primeras en llegar a buscar a sus hijos para las vacaciones. Olivia tampoco podía evitar el llanto, el próximo año sería el turno de William. Si no fuera por los bebés que habían llegado a la familia dos años antes, sus respectivos hogares serían demasiado silenciosos.

Primero nació a principios de agosto, Anthony, el hijo de Olivia y Andrew, quien ya tenía dos años de edad. El pequeño rubio de ojos azules, era idéntico al vizconde; dos meses después, en octubre, nació Emily, la hija de Minerva y August, una preciosa pequeña de cabellos castaños, una versión femenina de su padre conjuntado con el carácter de su madre; y al mes siguiente, Laura, fruto de la unión de Margaret y Michael, ella era un pequeño ángel que era una perfecta combinación de sus padres.

La sociedad ya había olvidado sus relaciones inapropiadas, indecorosas y escandalosas como si nunca hubieran existido, solo quedaban rumores contados de manera fugaz que eran descartados de la misma manera, no era nada significativo que afectara su inmaculada reputación. Eso se debía, en parte, a la labor de caridad que realizaba Olivia tanto en Londres como en Cragside y Richmond, donde tenía escuelas para mujeres y que funcionaban a la perfección gracias a la colaboración de Minerva, Margaret y Althea, con el respaldo de sus respectivos esposos. Lo que las convirtió en damas respetadas ―y temidas― por todos. Durante la temporada parlamentaria, organizaban bailes para reunir fondos para seguir educando a las mujeres que no tenían posibilidades económicas. A pesar de poder financiar la iniciativa por su cuenta, sentían que debían dar a conocer la labor a toda la sociedad, mostrarle al mundo que todas las mujeres, necesitaban educación formal.

Y eso, ellas no lo olvidaban para sí mismas, y las motivaba junto a sus esposos a hacer pequeños cambios, pero significativos; criando varones que apreciaran y respetaran a las mujeres y no se sintieran superiores a ellas, independiente de su ocupación, escala social, o riqueza. Educando a las mujeres a ser fuertes, sagaces, independientes, valientes e inteligentes, dándoles armas para poder defenderse y vivir en un mundo que no iba a cambiar de la noche a la mañana,  pero que iba a ser mejor que la realidad actual que estaban viviendo. Tal vez, algún día, las siguientes generaciones lograrían esos cambios radicales que ningún hombre imaginó alguna vez.

De momento, con lo que tenían en sus manos, era más que suficiente.

―Oh, creo que nunca me acostumbraré a esto ―sollozó Margaret, sosteniendo a la pequeña Laura entre sus brazos, quien la miraba y le secaba las lágrimas con sus manitos que ya dejaban de ser regordetas.

―Nosotras los extrañamos… ―intervino Minerva también con su pequeña en brazos―. Oh, pero nuestros hombres lo sufren todo en silencio. El estado de ánimo de August cambia mucho cuando no están Frank y Ernest. No quiero siquiera imaginar cómo va a ser este año sin Horatio y Justin, malcriará a Emily hasta el cansancio.

―Andrew ya está preparando a William. Aunque yo creo que más bien se está preparando a sí mismo ―añadió Olivia, mirando de soslayo a su hijo, que tenía tomado de la mano a su hermano menor de un modo muy protector.

―Mamá, yo no quiero irme a una academia de señoritas ―protestó de pronto Marian a Olivia―. Ahí no enseñan nada útil, como disparar o esgrima. Aprendo más junto a papá…

―A mí tampoco me agradan esas academias… Y tu padre disfruta mucho enseñándote ―respondió Olivia esbozando una sonrisa, su hija tenía el poder que pocas tenían, el de decidir.

―Entremos a desayunar ―invitó Margaret a todos, los carruajes ya se habían perdido de vista―. La señora Fields ya debe tener lista la mesa.

 

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Michael se acostó cansado. Llevar a sus hijos a Eton le rompía el corazón, pero era algo que debía hacer si deseaba que ellos aprendieran desde pequeños cómo funcionaba el mundo. No podía protegerlos toda la vida, y eso era lo más difícil de aceptar como padre.

Lo que le aligeraba su pesar, era tener la seguridad que los niños se ayudaban unos a otros, y dentro del colegio, sus lazos se reforzarían más y más. La familia era primordial, y eso, lo tenían más que claro «los herederos del diablo», pues cuando había problemas, solo la familia estaba ahí para ayudar.

Margaret observaba a su esposo, que tenía los ojos cerrados, mas no dormía. Se recreó por un momento ante esa vista, a sus treinta años, él seguía siendo apuesto, fuerte y viril.

Sonrió maliciosa.

―Mi amado granuja ―dijo de súbito―. ¿Estás bien, querido? ―le preguntó con curiosidad.

Michael alzó las cejas y medio abrió un ojo para mirarla de soslayo.

―Estoy bien, es increíble cuánto ya extraño a esos bribones ―confesó volviendo a entornar sus ojos―. Nuestra Laura también los extraña…

―Sí, creo que ella necesita compañía… ¿Qué te parece si trabajamos en ello? ―propuso inocente, paseando sus dedos sobre su pecho, vagando hacia el sur y logrando que él abriera sus ojos por completo.

―Siempre trabajamos en ello, mi ángel ―señaló riendo socarrón. Su esposa era cada vez más audaz. Y le encantaba.

―Tal vez no hemos tenido suerte… ―replicó haciendo un falso puchero.

Michael la besó, su esposa había cambiado durante los últimos años, pero él se enamoraba de cada faceta nueva, de cómo se transformaba su cuerpo, su voz, su forma de expresarse. Él también había cambiado, y Margaret solo lo amaba más y más. Porque en el fondo, a pesar de todo, ellos eran los mismos en esencia; un hombre y una mujer que el azar los había unido, pero que estaban destinados a amarse con devoción y fidelidad, entregándose siempre, sin límites.

―Contigo, mi ángel, no necesito a la suerte.

 

FIN