Capítulo IX

 

Margaret estaba inquieta, era la primera vez que iba al teatro en Richmond. Gracias a la vergonzosa reputación de lord Swindon, ella no solía hacer demasiada vida social con la aristocracia local, por lo que, con gran pericia, solo saludaba a algunos conocidos con una femenina inclinación de cabeza, sin dar oportunidad de entablar alguna conversación demasiado sustancial mientras se encaminaban al palco.

No quería que nadie se acercara y le preguntara por su esposo, enturbiando el momento. Solo deseaba estar tranquila al lado de Michael, quien también respondía a algunos saludos con un frío gesto, que podía fácilmente confundirse con altanería.

Ambos estaban en sintonía, solo deseaban disfrutar del momento, olvidarse del mundo, de la apuesta, de lo que los demás pudieran especular.

Fingir que eran libres de hacer lo que se les placiera.

Margaret y Michael, después de eternos minutos, al fin se sentaron en uno de los palcos del teatro. El ambiente estaba caldeado, gracias a los espectadores y a centenares de velas que iluminaban el lugar, confiriéndole a la atmósfera una sensación onírica.

―Es maravilloso este teatro ―dijo Margaret, encandilada por la belleza del lugar―. ¿Faltará mucho para que empiece la obra?

―Creo que… ―Sacó su reloj de bolsillo para confirmar la hora―, en unos quince minutos comenzará.  Mientras tanto, ¿desea una copa de champán, lady Swindon? ―ofreció Michael guiñándole el ojo, debían mantener un trato formal en todo momento, demostrar familiaridad en esa instancia, sería alimentar innecesariamente la fértil imaginación del resto.

Aunque la imaginación del resto, no estaba lejos de las verdaderas intenciones de Michael y de los prohibidos anhelos de Margaret.

―Me encantaría, lord Bolton ―aceptó ella esbozando una sonrisa y él salió raudo.

Margaret se quedó sola observando a su alrededor, el suntuoso decorado de los palcos, el garbo de las damas, la elegancia de los caballeros. Pero, inevitablemente, sentía una leve incomodidad y comenzó a reflexionar. Hablar en público con Michael de una manera tan  formal le hacía experimentar una extraña sensación, le era totalmente ajeno usar sus títulos para nombrarse. Sentía como si ya no fueran ellos mismos. Ella se había habituado mucho a tener un trato distendido con él ―a pesar de esa tensión que provocaban esos sentimientos que ya no podía seguir ignorando―. Era tan cómodo convivir con él, tanto, que no lograba recordar algún momento de su vida en la que estuviera relajada con alguien que no fueran sus hermanos, Andrew y Minerva.

Pero, claramente, a Michael no lo veía como un hermano. Era, decididamente, algo diferente.

―Lady Swindon, qué sorpresa verla en este lugar ―fue el intempestivo saludo de Angus Moore, conde de Corby. Margaret reprimió una mueca de disgusto ante la interrupción por parte de uno de los condes más influyentes de Richmond y Londres.

Y uno de los más libertinos, competía codo a codo con la fama de Michael.

―Romeo y Julieta es una de mis obras preferidas de Shakespeare, no podía dejar de venir a verla ―respondió con un tono de voz monocorde―. Buenas noches, lord Corby. No olvide las buenas maneras ―reprendió con suavidad.

―Tonto de mí. ―Se puso la mano al pecho―. Mis dispensas, lady Swindon.

―Imaginaba que usted ya estaba en Londres para la temporada ―comentó para entablar una conversación insustancial e inofensiva hasta que llegara Michael.

―Me quedaré en Richmond hasta Navidad, la temporada se ha retrasado un poco. No vi la necesidad de ir a aburrirme a Londres, habiendo tanto que hacer aquí ―explicó Angus mirándola de arriba abajo sin recato―. Esperaba que lord Swindon viniera a Richmond este verano, ha sido una gran decepción, sus fiestas privadas son memorables.

―Me lo puedo imaginar ―replicó con una expresión sardónica―. Este año decidí residir en Richmond con mis hijos, mi esposo está muy ocupado en Londres ―mintió, tal como lo hacía cada vez que tenía la desagradable oportunidad de hablar acerca de su matrimonio.

―Ya veo, me ofrezco para lo que desee, lady Swindon ―propuso con evidentes segundas y lascivas intenciones―. No importa qué, le garantizo que disfrutará de mi compañía, y sé que a Swindon no le molestará, suele compartir con generosidad.

Margaret quedó boquiabierta ante esa propuesta más que indecente.

―Pero a mí sí me molesta, que le hable de ese modo tan procaz a mi invitada ―intervino Michael, llevando dos copas de champán, con una expresión inescrutable―. Discúlpese ahora mismo con lady Swindon, lord Corby ―exigió firme.

Angus alzó las cejas sorprendido, jamás había visto a Michael en Richmond.

―Martin, vaya qué sorpresa. ¿Has venido a probar suerte a esta ilustre ciudad?

―Marqués de Bolton, si eres tan amable ―corrigió sereno―. Si no te has enterado, mi abuelo, el duque de Hastings, ha muerto, afortunadamente… Y mis asuntos en Richmond no son de tu incumbencia.

Corby alzó más las cejas si eso era posible, ¿dónde estaba el disipado y relajado Michael Martin? Miró de soslayo a lady Swindon y solo se encontró con la furiosa mirada ambarina de ella. Casi podía escuchar todos los improperios mentales que ella le lanzaba.

No sabía de qué iban esos dos, y en realidad no le importaba. Aunque debía reconocer que a Michael Martin lo había visto innumerables veces acompañando a damas casadas, pero nunca protagonizando una situación comprometedora. Conocía lo suficiente a Michael, para saber que no le convenía especular, si le importaba salir entero de ese palco.

―Mis condolencias, lord Bolton… y mis más sinceras disculpas, lady Swindon. Ha sido inapropiado mi comportamiento.

―Inapropiado es poco, milord ―refutó Margaret, cansada de callar. Ya no debía guardar apariencias de su perfecto y tranquilo matrimonio ante nadie―. Usted no tiene el derecho de insultarme por el simple hecho de haber compartido amantes con Swindon. Ser la esposa de Alexander no me hace simpatizar con sus «aficiones», así que le exijo que me trate con más respeto en el futuro.

Corby no pudo impedir que su boca se entreabriera ante aquella respuesta, jamás esperó escuchar la verdad que siempre suelen ocultar las damas como lady Swindon. Ella había sido tan franca, cruda y directa que quedó helado. No era cómodo escuchar los pecados cometidos en la voz de una esposa afectada.

―Mis más sinceras disculpas, lady Swindon. Mi comportamiento ha sido absolutamente inaceptable ―insistió Angus, inclinándose con auténtico respeto―. No la importunaré más. ―Se irguió con dignidad y miró al nuevo marqués―. Bolton, nos veremos en Londres ―se despidió y recibió un casi imperceptible gesto por parte de Michael, dejándolos a solas.

Michael esbozó una pícara sonrisa a Margaret, que le respondió del mismo modo, agregándole un tinte de altivez.

―Ha sido magistral, mi estimadísima, lady Swindon ―halagó Michael ofreciéndole una de las copas de champán que ella aceptó en el acto, y se sentó a su lado―. Pobre Angus. Lo conozco desde que estudiamos en Eton y luego en Oxford y dejaba sus bolsillos vacíos. Él, en el fondo, es un buen hombre y bastante honorable cuando corresponde. Solo tiene el gran defecto de hacer comentarios desafortunados cuando ve a una mujer atractiva y, en apariencia, disponible ―explicó, provocando el rubor en las mejillas de Margaret ante ese velado elogio.

―Pobre de la que se case con ese truhan ―auguró Margaret, sintiendo lástima por la dama que lo cace.

―Todos los libertinos caemos, tarde o temprano… Con la mujer adecuada. ―En sus labios se dibujó una sonrisa y se reacomodó sus gafas que habían resbalado solo una décima de pulgada―. Me voy a permitir contarle una breve anécdota. En la época previa a la desaparición de mi esposa e hijo, me encontraba con el espíritu destruido. Necesitaba a mi lado a la familia que había formado y, para ello, era imperativo dejar de depender del dinero, influencia y posición del duque de Hastings, por lo que había decidido empezar por lo que me resultaba más fácil, jugar, apostar y vaciar los bolsillos de toda la aristocracia. Pero siempre fui un hombre tranquilo y tímido, no sabía cómo enfrentar tipos de la talla de Corby.

»Una noche, el viejo me obligó a ir a la presentación en sociedad de una dama que no recuerdo, quería que cortejara a la muchacha… No sé qué aspecto habré tenido en esa ocasión, pero una de las invitadas, la condesa viuda de Wexford, se acercó a mí. Ella es una dama muy especial y le conté todo sobre mis intenciones y mis dudas, y me dio un consejo que sigo hasta el día de hoy. «La buena sociedad solo son un montón de borregos que siguen a los que tienen la capacidad de imponerse sin gritar. Usa tu carácter, actúa, vive y habla como si fueras más poderoso que el mismísimo príncipe regente y todos lo creerán»… Y usted ha hecho eso mismo hace unos segundos.

―No suelo hacer esto, pero…

―Pero nada, lady Swindon ―interrumpió―, usted lo hace por instinto, cuando se siente amenazada, como cuando nos conocimos. Pero le aconsejo… no, mejor dicho, demando que usted siga puliendo el filo de esa lengua hasta que sea letal, y nadie se atreverá a faltarle el respeto. ―«Porque un día, estoy seguro, serás la duquesa de Hastings», pensó Michael alzando su copa―. Por las futuras víctimas, lady Swindon ―brindó guasón.

Margaret alzó su copa, pensando en que sí debería tomar ese consejo, porque sabía que no sería la última vez que defendería su honor.

―Por las futuras víctimas, lord Bolton.

 

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―«…De los que del rencor participaron, unos tendrán perdón y otros castigo. Jamás se oyó una historia tan doliente como esta de Julieta y Romeo» ―recitó el actor con solemnidad las últimas frases de la emotiva representación.

En medio del silencio final, Margaret ya no pudo contenerse, lloraba e hipaba bajito, sintiendo la tragedia de los amantes en lo más hondo de su corazón. Michael, discretamente, le ofreció un pañuelo, y ella, agradecida por el gesto, asintió esbozando una sonrisa y secó sus lágrimas aspirando la fragancia varonil que de la seda blanca emanaba.

Los aplausos comenzaron a resonar en todo el teatro, cada vez con más fuerza, retribuyendo el esfuerzo del elenco en el escenario, brindándoles un éxito colosal.

Sin embargo, Michael aplaudía por inercia, apenas había puesto atención a la obra, pues durante dos horas estuvo concentrado en Margaret; bebiéndose sus gestos, sus emociones, su aroma. Sus ojos se dieron un festín observando a placer a esa mujer que estaba empezando a infundirle la vida que sentía recorrer impetuosa en las venas.

Cada segundo que pasaba a su lado se sentía más vivo. Era esa misma sensación que vivía con su esposa, en aquellos fugaces y furtivos momentos que compartían.

Pero ahora todo era diferente. No era lo mismo unas pocas horas robadas a la semana ―como fue su matrimonio secreto con Laura― que estar día y noche en compañía de una mujer como Margaret.

Eran experiencias opuestas; una le enseñó todo lo que no debía hacer y le demostró todo lo que podía perder, y la otra, le estaba permitiendo aplicar todo lo que había aprendido a base de puro dolor.

―¡Ha sido maravilloso! ―Suspiró Margaret respirando más tranquila―. Una magnifica representación. Muchas gracias, lord Bolton, hacía muchos años que no venía al teatro.

―Ha sido un placer, mi estimada lady Swindon ―respondió contento. Se levantó de su asiento y le ofreció el brazo―. ¿Volvemos a casa? ―propuso con un sabor dulce en su boca, porque sentía que verdaderamente Garden Cottage era su hogar.

Pero Margaret no deseaba volver, no todavía. Quería alargar un poco más el tiempo que estaba pasando con Michael, pero sabía que el final de la velada era inevitable. En ese momento, maldijo haber sido tan discreta y reservada, de otro modo, ya tendría una invitación en mano para asistir a un baile o a una cena y así seguir disfrutando de la noche.

Resignada, pero contenta, tomó el brazo de Michael y se dirigieron a la salida del teatro en medio de la marea de gente que también abandonaba el lugar.

―¡Lady Swindon, lord Bolton! ―Una voz conocida los llamaba a sus espaldas.

Corby.

Ambos dieron media vuelta con una expresión inescrutable, sin demostrar la gran curiosidad que sentían ante ese llamado.

―Buenas noches de nuevo, Corby ―saludó Michael impertérrito.

―Buenas noches, ¿disfrutaron de la obra? ―preguntó cortés.

―Fue magnifica, milord ―respondió Margaret sin reprimir su entusiasmo.

―Es una maravilla saber que yo no he arruinado la velada ―Inclinó su cabeza levemente hacia Margaret y Michael―. Lady Swindon, como muestra de mi gran arrepentimiento por mi terrible comportamiento anterior, quisiera convidarlos a una fiesta privada en mi propiedad, Wilton Manor, en honor a mi tía que está de cumpleaños el día de hoy… Le prometo que es totalmente apropiada para usted, si es que el vals no lo considera excesivamente escandaloso, como dicen las ancianas matronas de Almack’s ―invitó lord Corby ladino, pero con sinceridad.

Para Margaret aquella invitación era como caída del cielo para extender su tiempo a solas con Michael, y no le importaba que el vals le escandalizara un poco, porque lo bailaría con él. Ella disfrutaba mucho bailar y hacía tantos años que no iba a una fiesta… No, no fue capaz de resistir la tentación que significaba estar en una fiesta con Michael.

―Será un placer ―aceptó Margaret―. Usted sabe cómo disculparse ante una dama, lord Corby.

Michael alzó las cejas ante la inesperada respuesta positiva de ella. Estaba asombrado, estaba seguro de que Margaret rechazaría la invitación. Pero mejor para él, extender la noche era algo que anhelaba, debía aprovechar cada segundo que le regalaba el azar.

―Nos veremos, entonces ―respondió Angus Moore, sonriendo contento.

―Adiós, lord Corby ―se despidieron Michael y Margaret al mismo tiempo.

Ambos se quedaron observando cómo el conde se alejaba en dirección hacia otra pareja.

―Yo no sé bailar casi nada de vals, Michael, ¿usted sabe? ―preguntó en un susurro Margaret, sin dejar de mirar a Angus.

―¿Ese escandaloso y sucio baile? ¡Por supuesto, mi estimada Margaret! Fui uno de los primeros en atreverse a bailarlo hace dos años. Es muy fácil, no se preocupe, soy un excelente maestro. ―respondió con el mismo tono de secretismo. Se inclinó hacia su oído y murmuró―: El secreto, es solo dejarse llevar por mí.

―En ese caso, no es tan fácil como dice ―replicó Margaret sintiendo escalofríos.

―Créame, usted no se dará cuenta cuando esté entre mis brazos… y lo disfrutará.

 

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Calor, velas, elegancia, opulencia, todo eso y más era lo que esa mansión exudaba en cada ladrillo. Margaret lograba ocultar muy bien que se sentía fuera de lugar, por la falta de costumbre a asistir a fiestas de esa índole. Por muy privado que fuera el cumpleaños de la tía de Angus, no le restaba suntuosidad a la celebración.

Michael, indudablemente, no estaba impresionado. Él se encontraba en su hábitat natural. Llevaba a Margaret de un lado a otro, haciendo gala de su habilidad social integrándola a las conversaciones que él manejaba con carisma, haciéndolas ligeras y divertidas, contando historias picarescas y siendo un encantador caballero para las damas y un excelente conversador para los varones. Ella seguía el juego, sintiendo que era otra mujer, imaginando que su realidad era muy diferente a la que había vivido los últimos años.

Margaret no podía arrepentirse de las decisiones que había tomado y que la habían condenado a vivir un matrimonio infeliz, lleno de humillaciones y desidia, donde la única dicha que tenía eran sus adorados hijos. Pero, sí podía permitirse, aunque fuera por unas horas, disfrutar de esa efímera felicidad que le brindaba la ilusión de ser otra.

Margaret miró a Michael, que escuchaba con interés sobre la extraña desaparición del hermano mellizo del conde de Felton. En su mano, llevaba una fina copa de champán llena, apenas había dado un par de sorbos, en cambio, ella ya iba por la segunda copa.

Pero a Margaret, Michael no la engañaba. Ella lo conocía de una manera que nadie podía imaginar siquiera. Y eso era desconcertante, estaba presenciando cómo era Michael el granuja y libertino y, a la vez, la esencia no cambiaba, era el mismo hombre con el que había vivido las últimas semanas.

¿Qué tan verdadero era lo que todos decían de él?

Tal como iban sucediendo las cosas, solo versiones retorcidas de la realidad. Desde que él se vio obligado a quedarse en Garden Cottage, poco a poco se fue destruyendo esa imagen que Margaret tenía de él, reemplazándola por la del hombre íntegro, afable y carismático que ella amaba en secreto.

Porque lo amaba… ya no podía seguir negando ese hermoso sentimiento.

Los músicos afinaban los instrumentos. Los primeros acordes fueron el preludio de una cuadrilla que capturó la atención de Margaret y la de varios caballeros, que se apuraron en solicitar un baile con ella, quien se estaba convirtiendo en la novedad de la noche. Y, aunque no había ido preparada con un carnet de baile para aquella fiesta, bien pudo memorizar, lo mejor posible, a sus acompañantes.

―No olvide que los valses los ha reservado para mí, lady Swindon ―señaló Michael jovial y relajado antes de que alguien se atreviera a solicitar dichas piezas.

―No lo he olvidado, lord Bolton, ¿cómo podría? ―respondió con fingida altivez, tomando del brazo a un caballero que solicitó la primera danza de la noche.

Cada vez que la música cesaba, Michael estaba cerca, listo y dispuesto para relevar al acompañante de Margaret y llevarla de nuevo a su lado para que descansara y se refrescara con ponche. No la perdía de vista y, con disimulo, observaba cómo ella bailaba feliz y con gracia, sintiendo la punzada de una impía combinación de celos y envidia por no ser él.

Malditas normas de lo apropiado.

Una verdadera tortura.

Pero ninguna tortura es eterna y su paciencia fue recompensada al cabo de dos horas de agónica espera.

El vals ya empezaba, el piano hacía los acordes para anunciar que sería la próxima pieza musical.

―Creo que al fin tendré el maravilloso placer de bailar con usted ―anunció Michael, ofreciendo su mano a Margaret―. ¿Está lista para el escándalo?

―Con usted… siempre, milord ―respondió en un flagrante coqueteo, el ponche y el champán le habían extirpado sus inhibiciones. Aceptó la mano de él y enfilaron sus pasos a la pista de baile.

Michael, solemne, la guio entre los asistentes que se abrían paso entre murmuraciones. A ningún invitado le pasó inadvertido que la pareja solo se separaba en el momento en que lady Swindon bailaba con un caballero. Y, que nadie supiera el motivo por el cual estaban juntos, alimentaba más las suposiciones. Por más que trataron de averiguar, la pareja solo entregaba elegantes y educadas evasivas.

―¿Qué tan poco conoce el baile? ―indagó Michael mientras caminaban hacia los demás bailarines.

―Alexander tomó un par de clases para bailar con su amante de turno, observé a escondidas. Solo tengo la teoría.

―Ah, entonces la práctica será todo un deleite.

Tomaron posición. Solo cinco parejas se habían atrevido a bailar, entre ellos, Corby, que flirteaba con una dama viuda.

Michael se acercó frente a Margaret, a una distancia  prudente. Puso su mano derecha justo en la mitad de la espalda femenina, mientras que ella imitaba el mismo gesto en la espalda masculina. Un abrazo que redujo la separación de sus cuerpos a solo seis pulgadas.

Ambos alzaron sus manos izquierdas y sus dedos apenas se tocaban en sus puntas en una postura regia, elegante.

Un lento ritmo de «un, dos, tres»,  inició el baile…

Y para ambos fue como flotar en el aire, abrazados al mismo compás, mirándose fijo, olvidándose de que no estaban solos en ese lugar.

Era cierto, Michael no fanfarroneaba, era un maestro guiando a Margaret en el vals. Ni un paso en falso, todo era perfecto. Se miraban a los ojos, perdidos en sus iris, a él le recordaban las piedras de ámbar, a ella, a las castañas en invierno.

―Le dije que no se daría cuenta cuando estuviera de vuelta en mis brazos e, indudablemente, lo está disfrutando ―alardeó Michael seductor. Se acercó solo un poco más hacia ella, jugando peligrosamente con la delgada línea del escándalo―. Para solo ser una observadora, baila muy bien.

Margaret casi podía sentir el calor que el cuerpo de Michael emanaba, y podía percibir en el aire el aroma de la fragancia masculina tan propia de él. Necesitaba recuperar el control que se le desvanecía entre los dedos.

En cada giro, su corazón ganaba terreno, exigiéndole su egoísta rendición con acelerados latidos que le hacían sentir más viva que nunca… y con más ganas de vivir.

―Esta noche usted tiene una especial fascinación en provocarme, Michael ―reprendió en voz baja, fingiendo pobremente estar disgustada.

Pero ella no lo podía engañar, Michael era capaz de notar el temblor de los delicados dedos femeninos cada vez que se tocaban.

―No voy a negar su legítima acusación, querida, y no me arrepiento de nada. ¿Acaso no lo nota? Quiero franquear cada uno de sus límites ―continuó con su ataque sin cuartel, necesitaba que ella supiera, sin más dilación, todo lo que él quería de ella… y, a la vez, ansiaba con desesperación saber lo que ella quería de él.

―Y cuando eso suceda… después, ¿qué pasará? ―preguntó Margaret dando una velada respuesta. Si ella cedía, si ella se entregaba, cuando él se saciara… ¿Habría algo después? Porque su miedo más grande era ser desechada y seguir amándolo por toda la eternidad y repetir el destino de su madre. Necesitaba aferrarse a una promesa, a la esperanza.

Michael podía ver el miedo de ella en sus ojos ambarinos, debía sofocar ese fuego insidioso que era capaz de calcinar sus esperanzas.

―Sé que duda de mí en muchos aspectos, y no la culpo de pensar lo peor de mí. Yo y solo yo, soy culpable de mi mala reputación ―respondió serio y con convicción―. Pero en el fondo, usted me conoce y sabe cuál es la respuesta a la pregunta que acaba de formular.

Sí, ella conocía la respuesta, él no la desecharía, sino todo lo contrario. Michael había tenido infinidad de ocasiones para seducirla, para simplemente usarla e irse… y no lo había hecho.

―Por mucho que yo sepa cuál es la respuesta, Michael, sigo estando casada con Swindon. ¿No cree que eso ya es un gran impedimento? Lo crucificarán por relacionarse conmigo y yo seré catalogada como una adúltera, sin importar explicaciones ―contraatacó el miedo de Margaret. Necesitaba estar segura, que él le diera todas las respuestas.

―No lo es para mí… No seré ni el primer ni el último hombre en esta situación ―afirmó―. Yo ya perdí demasiado en esta vida como para permitir, por segunda vez, perder a una mujer excepcional. El miedo a lo que extraños dijeran de mí y ceñirme a lo que se supone que es decoroso, fue el motivo de mi gran desdicha. Y ahora que sé que soy capaz de amar de nuevo, estoy dispuesto a hacer lo que sea por hacerla feliz. Si la vida se vuelve insoportable para usted aquí en Inglaterra, no dudaré en irme a América. Allá podríamos empezar de nuevo, tener otra vida, no me importa nada más si estoy a su lado ―declaró solemne.

―¿Y sus obligaciones con su  título?

Michael esbozó una sonrisa, ella luchaba con dientes y uñas para convencerlo de que todo era una locura. Pero, ¿qué era la vida sin ella? Eso sí era una locura.

―Aunque mi padre diga lo contrario, él todavía es bastante joven y yo ya tengo a mi heredero… ―explicó despreocupado, guiando el baile, muriendo de anticipación con el susurro de la seda del vestido de ella, que amenazaba con rozarle las piernas―. ¿Acaso es un pecado querer vivir la única vida que tengo junto a la mujer que amo?

―¿M-me ama? ―Los pies de Margaret se detuvieron en seco, petrificada sin poder creer lo que estaba escuchando.

Pero era cierto, no era un sueño… Miró de soslayo a la multitud que los observaba, por completo ignorantes de lo que ellos habían conversado en la intimidad que otorgaba el vals.

―La amo, con toda el alma… ―Michael rio nervioso―. Lo irónico de toda esta conversación, es que no le he preguntado si corresponde a mis sentimientos. He desnudado mi alma y me he declarado solo basándome en conjeturas.

Ah, ese era Michael, totalmente expuesto. Seguía siendo encantador. Margaret suspiró, ya no podía más, la razón ya se había aliado con su corazón. Negó levemente con su cabeza y esbozó una sonrisa.

―Como buen jugador, me ha tirado un farol… Y yo… yo he caído en su juego. Aposté mi corazón y mi alma y se lo ha llevado todo… ―respondió entregada a su destino, ya no podía huir, él estaba dispuesto a todo y ella… también. ¡Como necesitaba besarlo en ese momento! Era imperativo salir de ese baile en ese mismo segundo―. ¡Ay, Dios bendito, mi tobillo! ―se quejó femenina, con un leve cojeo y se aferró a los brazos de él.

Michael parpadeó dos veces.

―Sáqueme de aquí, ahora ―demandó ella en un susurro. Michael tardó un segundo más en entender a qué se debía esa convincente actuación.

Michael blasfemó de un modo ininteligible, por su torpeza, miró a Angus y llamó su atención.

―Corby, lady Swindon acaba de torcer su tobillo, ¿hay algún médico o cirujano aquí para que la examine? ―interrogó con la preocupación dibujada en su rostro, al tiempo que Margaret se quejaba y sobaba su tobillo evidenciando que apenas podía pisar.

―Me temo que no, pero puede ir donde el señor Banks en…

―Market Place, lo conozco. Si me dispensa, llevaré a lady Swindon para que la atienda. Prefiero pecar de exageración.

―No se preocupe, Bolton. Vaya con Dios, manténgame informado.

Michael asintió,  luego tomó a Margaret con delicadeza entre sus brazos y se abrió paso entre la gente que miraba con interés el rostro contraído de dolor de ella.

Y, sin más, el baile continuó para todos los demás, convencidos de aquella inesperada situación. Pero, para Corby, todo era demasiado obvio, él era un avezado bribón y no le pasó desapercibida la burbujeante química entre ellos dos.

Estaban condenados.

Ah, el vals, qué baile tan deliciosamente pecaminoso.

La noche era joven para todos, en especial para Michael y Margaret.