Capítulo VII

 

Michael despertó sin haber descansado del todo. Ni siquiera las noches de juerga eran tan agotadoras, como aquellas en las que había atendido a Lawrence. Durante cinco días, la fiebre subía y bajaba y no abandonaba al pequeño. Estaba preocupado.

Se desperezó y tocó la frente de su hijo, quien dormía en aparente placidez. Estaba caliente, no tanto como el primer día. Pero Michael ya había asumido que aquello no era indicio de nada.

Margaret les había habilitado una amplia habitación para que él pudiera estar cómodo con Lawrence y, también, había una chimenea que proporcionaba un calor constante en la habitación, sin llegar a ser sofocante. La luz entraba a raudales a través de las cortinas.

Era un día soleado, pero frío.

Sin saber qué hora era de la mañana, Michael se levantó y se restregó la cara. La barba ya estaba bastante crecida, pero no le importó afeitarla, había cosas más primordiales que hacer, en vez de preocuparse de su apariencia. Se vistió con sencillez, pantalón, botas, camisa y chaleco, y bajó directo a la cocina.

De inmediato, se dio cuenta de que esa mañana no era como las pasadas. Todo estaba en silencio, no se escuchaba la voz de Margaret ni la de los hijos de ella.

―¿Dónde estarán? ―murmuró Michael con una creciente incertidumbre.

Decidido, recorrió toda la casa hasta llegar a los dormitorios, ahí, los cajones estaban abiertos y casi vacíos, como si hubieran tomado lo que pudieron para huir. Sintiendo la desesperación lamiendo todo su cuerpo, se dirigió el exterior. Sus pulmones fueron penetrados por el aire frío, propagándolo en su cuerpo. Los rayos matinales del sol se extendían por el verdor del césped, que contrastaba con los arboles desnudos que le otorgaban al lugar una sensación de inhóspita soledad.

En su pecho, el corazón empezó a latir desbocado ante la idea de que ella había escapado sin avisar. Un frío devastador le recorrió la espalda, tal como aquella vez, hace tres años, cuando fue a Cornwall a visitar a su esposa y a su hijo, y no los encontró.

Y, tal como en aquella ocasión, empezó a decirse que tal vez ella fue a comprar al mercado, o tal vez debió realizar una visita social, o quizás… sí se había ido.

No entendía por qué, si en los días anteriores, tuvieron una más que cordial relación. Margaret le ayudaba durante el día a cuidar de Lawrence, él había llenado la despensa de comida, consiguió leña para calentar la casa por un buen tiempo, trataba con respeto y cariño a Thomas y Alec ―algo muy fácil de hacer― quienes siempre tenían una pregunta que hacerle. Margaret era amable con él, lo acompañaba siempre cuando cenaba tarde, dándole gratas conversaciones.

Todo iba bien… se suponía que todo iba bien.

Tal vez, después de todo, Margaret no confiaba en él.

¿Y quién en su sano juicio confiaría en el granuja más grande de todo Londres? En ese minuto de su existencia, el plan que urdió hace un poco más de tres años, de ganar dinero sin depender del ducado y, de paso, hacer rabiar al viejo Hastings a más no poder, le pesó.

No era digno.

Inspiró hondo, entre ir a buscar a Margaret y cuidar de Lawrence, no tenía opción. Pero, por algún motivo que no lograba entender del todo, le dolía no poder hacer las dos cosas al mismo tiempo.

Dio media vuelta, debía volver a la casa a preparar el desayuno a su hijo. No podía dejarlo solo.

Decidió que, si ella no volvía, no le quedaría más remedio que desearle suerte, comunicarle a Andrew lo sucedido, y él se iría a Londres en cuanto Lawrence se recuperase del todo.

 

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La mañana transcurrió lenta. Michael no tuvo ganas de desayunar, pero sí se encargó de darle algo contundente a Lawrence. Su hijo podía estar muy enfermo, pero no perdía del todo el apetito, ni tampoco vomitaba lo que ingería. Eso era bueno.

«Un muy buen indicio, que el niño coma es muy alentador», era lo que le decía Margaret con su voz tranquilizadora, cada vez que él llegaba con el plato vacío de Lawrence, y ahora era como una letanía en su cabeza que no lo dejaba en paz.

El sol llegó al cenit en el cielo. El tenue calor caldeó la habitación de Lawrence, quien almorzó gustoso la deliciosa sopa que había quedado del día anterior. La fiebre había bajado después de un largo baño tibio que Michael le dio en un intento de mantenerse ocupado para no pensar en Margaret y en sus hijos.

Pero, ocupado o no, sus pensamientos volvían a ellos incesantemente.

Lawrence se quedó dormido después de almorzar, siempre el sueño lo invadía después de atiborrar su estómago de comida. Michael lo dejó solo por unos instantes. La casa se volvió a sentir silenciosa, tanto, que para él se volvió insoportable y salió nuevamente al patio.

El calor del sol empezó a calentarle el cuerpo, pero sentía que su interior estaba entumecido. Se sentía triste, derrotado, desolado. ¿Por qué?

«¡Un inútil, siempre lo serás, mocoso!», resonó cruel y severo en su cabeza. Era lo que siempre vociferaba el abuelo cada vez que él respiraba demasiado fuerte. Todo lo que hacía estaba mal, nada era suficiente.

Y, en ese momento, se sentía como un ser inútil. Tal parecía que el difunto duque en algo tenía razón.

Michael se quedó de pie, estático, con la vista perdida en un punto fijo. Esperando a que pronto pasaran las horas, los días... Esperar, odiaba esperar.

Se quitó las gafas y parpadeó rápido. Le ardían los ojos y el aire que entraba por sus fosas nasales, se le antojaba caliente. Aspiró profundo, una, dos veces, para mantener a raya la sensación de fracaso, que luchaba por materializarse en lágrimas.

Cabizbajo, pateó una piedra, dio media vuelta para entrar en Garden Cottage. No tenía nada que hacer.

Inútil. Era un inútil.

―¡Allá está! ¡Señor Martin!

Michael escuchó un eco que le hizo volver sobre sus pasos. Alzó la vista y no fue capaz de ver nada, todo estaba borroso. Se puso las gafas y todo se mostró con esperanzadora claridad.

―Thomas… Alec… ―susurró con voz trémula. Tragó saliva y luego tomó una gran bocanada de aire―. ¡Niños! ―exclamó, sintiendo una explosiva alegría en su corazón al ver a los hijos de Margaret a lo lejos. Michael hizo alegres señas con sus manos, mientras iba al encuentro de los dos niños que traían una pesada canasta.

―Vuestra madre, ¿dónde está? ―preguntó sin más, a ambos, al tiempo que les revolvía el cabello arrancándoles carcajadas a los pequeños. Sentía que sus cristalinas risas le devolvían el alma al cuerpo.

Alec apuntó hacia el sur y Michael pudo ver la cautivadora silueta de Margaret, quien también llevaba una canasta más grande y, al parecer, le estaba costando trabajo portarla.

―Voy a ayudarla, dejen esta canasta aquí, yo la llevaré después ―propuso a los pequeños―. Por favor vayan a ver a Laurie, está descansando, pero se puede asustar si no hay nadie en casa.

―¡Sí, señor! ―exclamaron los niños, emprendiendo una vigorosa carrera a la casa.

Michael empezó a caminar a paso veloz en dirección a Margaret, pero sus largas zancadas no eran suficientes, no lograba llegar con prontitud. Entonces corrió, corrió tan rápido como pudo para alcanzarla. Michael sentía que el corazón se le iba a escapar del pecho, pero no le importó, porque en tan solo un minuto ya la tenía frente a él, regalándole una sonrisa.

―¿Dónde demonios estaba, Margaret? ―preguntó agitado y con brusquedad, sin poder controlar del todo el enojo, la angustia… y la estúpida felicidad de saber que ella no se había ido.

Margaret frunció el ceño y su sonrisa se esfumó ante aquella descortés y súbita interrogante. Con un altivo gesto de cabeza, ignoró a Michael de plano, no iba a responder si él no se dirigía a ella de un modo más amable. Ya había tenido suficiente con la poca consideración de su marido, no iba a tolerar malos tratos. Michael podía ser su dueño, pero el respeto era primordial para que todo funcionara.

Prosiguió en silencio. Ella estaba empecinada en seguir cargando la pesada canasta y caminaba sacando fuerzas de todo el enojo que sentía.

―Margaret… ¡Margaret! ―llamó Michael, quedándose unos pasos rezagado.―. Margaret… ―La tomó del brazo con suavidad para impedir que siguiera avanzando.

Ella se zafó, soltó la canasta y lo fulminó con la mirada.

―¡¿Qué?! ―espetó Margaret, perdiendo todo rastro de educación o refinamiento―… Señor Martin.

―Solo Michael…

―No ―interrumpió airada, levantando su dedo índice―. Si tratarnos con informalidad implica que usted me hable en ese tono, entonces me retracto. A partir de este momento, solo me dirigiré a usted como el señor Martin, ¿o tal vez prefiere que lo llame lord Bolton? ―atacó, sin medir las consecuencias de sus actos y, en cuanto soltó esas palabras, se arrepintió por las posibles represalias.

Michael siempre era amable, carismático y encantador; siempre primaba el respeto entre ellos. Ella rápidamente se había habituado a la chispeante personalidad de él, a las sorpresas diarias, que él se preocupara de ella, de sus hijos.

Pero, en el fondo, estaba esperando a que él la decepcionara y mostrara su verdadera naturaleza masculina, que le hiciera justicia a la fama que ostentaba.

Y, para su gran tristeza, al fin tenía razón y se sentía desilusionada y tonta por pensar que él era, de verdad, diferente a los demás.

Lo miró a los ojos, severa y a la vez, dolida.

Michael no sabía cómo había cambiado tanto la situación en tan pocos segundos. Pero, por increíble que pareciera, él no estaba enojado por la furiosa e insolente perorata de ella.

El alivio de verla frente a él, era más grande que cualquier cosa. Y también el repentino cambio en la femenina y furibunda expresión de ella. Ahora solo podía ver temor… y tristeza.

Él y solo él, había apagado ese fuego impetuoso y belicoso que inflamaba el espíritu de ella.

No podía permitir aquello. Michael se sintió de lo peor.

―Ni lo uno, ni lo otro, Margaret. No quiero que nada cambie ―replicó él, suavizando el tono de su voz―. Le ofrezco mis más sinceras disculpas por mi exabrupto. No debí hablarle de ese modo.

Margaret no contestó. ¿Él se estaba disculpando?

Michael resopló. ¿Cómo podía demostrar que estaba realmente arrepentido? Las palabras parecían ser banales, vacías.

―Margaret…

―No vuelva a hablarme así, a menos que lo justifique la situación ―pidió con un hilo de voz―. Acepto sus disculpas.

―Gracias, Margaret. Le prometo que no volverá a repetirse… pero mi actuar está justificado. ―Ella alzó una ceja, no pudiendo reprimir su escepticismo―. Bien, medianamente justificado y, por ello, quiero pedirle un favor para que esto no vuelva a repetirse.

―¿Un favor? ―interrogó intrigada.

―Solo uno, es muy sencillo ―reveló a medias, volviendo a sentirse relajado, ser el de siempre.

―Está bien. ¿Qué quiere de mí?

―La próxima vez que tenga que salir de casa, ¿podría tener la amabilidad de avisarme?

―No quise molestarlo, dormía profundamente.

―Cuando desperté, no había nadie en casa. Pensé que se habían marchado, los cajones estaban vacíos y había ropa tirada…

―Oh… ¿usted pensó que los había abandonado?… Cielo santo, no. Solo fuimos al río a lavar la ropa. No hace nada de calor en estos días, y debemos aprovechar la oportunidad apenas hay un atisbo de día soleado. Prácticamente, no teníamos qué ponernos mis hijos y yo. Tampoco había sábanas limpias ―explicó Margaret, como si lavar ropa fuera una tarea frecuente para una condesa.

Michael miró las manos de ella y, con estupor, notó que estaban rojas y que desprendían un fuerte olor a lejía.

―¿Por qué no me dijo que debía lavar ropa?, pude haber contratado una lavandera. Mire cómo tiene sus manos ―increpó con un tono paternal, al tiempo que le tomaba las manos, estaban gélidas. Comenzó a frotárselas con delicadeza para infundirles algo de calor―. Están congeladas, por Júpiter, Margaret.

―No es su deber contratar personal para ello. Yo trabajo para usted ―contestó, perpleja por los cuidados de Michael, al punto que no retiró sus manos―… Ahora que lo pienso, debí lavar sus camisas también… ―murmuró para sí misma.

Pero Michael la escuchó muy bien.

―Vamos a contratar a alguien para que lave cuando sea necesario. Así como están sus manos, hoy no podrá hacer esa sopa que tanto le gusta a Lawrence ―decretó, sintiendo que las manos de ella ya estaban cobrando un poco de calor.

―No es para tanto, Michael. No es la primera vez que lo hago ―argumentó Margaret restándole importancia al asunto.

Michael siguió frotando con suavidad, y Margaret ya podía sentir sus dedos. Las manos de él se le antojaban enormes, pero no toscas. Dedos largos, gráciles y a la vez masculinos.

―¿Cuántos sirvientes se necesitan para tener Garden Cottage funcionando sin que tenga que verse forzada a hacer esto? ―preguntó de pronto, evitando levantar la mirada.

―¿Qué?... ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo? Permítame recordarle que yo le pertenezco y trabajo para usted ―replicó molesta.

Ambos se miraron al mismo tiempo, ojos ambarinos retándose, desafiándose, midiendo voluntades.

―No quiero que sea mi sirvienta. O que haga algo que va más allá de sus posibilidades. Acéptelo, usted sola no puede hacerse cargo de todo Garden Cottage.

―Sí puedo. Lo estoy haciendo perfectamente.

―¡Oh, usted es insufrible!

―Y usted me está subestimando al punto de insultarme, señor.

Se quedaron en silencio, pero ninguno intentó evadir el contacto visual. Todo el resto del mundo desapareció.

―No se trata de eso, Margaret ―claudicó Michael al fin y dio un largo suspiro―. Acaso cree que no me doy cuenta que todas las noches se acuesta exhausta, que está todo el día pendiente de la casa, de sus hijos, del mío… de mí. Que me ayuda a atender la enfermedad de Lawrence con su sabiduría, con sus consejos, amabilidad y fortaleza. Se hace cargo de todos los quehaceres, de que tengamos un plato caliente de comida en la mesa, agua fresca que trae del río… No, no la subestimo, lo que usted hace es inestimable, pero al cabo de un tiempo, ¿qué pasará? Yo le diré. Usted morirá, igual que mi esposa. Ella se dedicó a trabajar más allá de sus posibilidades para poder mantener a mi hijo. Enfermó y murió… sola. ¿Y sabe por qué? Porque su cobarde esposo nunca fue capaz de revelarse contra el tirano de su abuelo mientras pudo y, cuando lo hizo, fue demasiado tarde y ya no pudo encontrarla, ya que ese viejo miserable se encargó de asustarla lo suficiente como para huir. Y llegó hasta esta ciudad… me escribía todas las semanas, cartas que nunca contesté, porque el gran duque logró interceptar cada una de ellas y nunca me enteré… hasta hace unos meses… Jamás dejé de buscarlos… Sé que es difícil de creer, a causa de mi reputación y los rumores que yo mismo sembré. Pero una cosa le puedo asegurar, nunca, nunca cesaron mis intentos por encontrarlos.

Michael se quedó callado. Sin darse cuenta, sus palabras habían salido expulsadas de su boca como un torrente lleno de culpa, de omisiones y equivocaciones que le habían costado demasiado caro, revelando su miedo más profundo, volver a perder a sus seres queridos por su causa. Margaret lo miraba boquiabierta, porque los ojos de él estaban enrojecidos y las lágrimas pugnaban por salir.

Sin decir más, Michael soltó con suavidad las manos de Margaret. Las estaba apretando con demasiada fuerza, pero ella no se quejó.

―Lo siento ―se disculpó él en voz baja, ella asintió sin poder emitir palabra alguna―. Yo llevaré esto ―anunció tomando la canasta―. ¿Cómo pretendía llevarla sola? No vuelva a hacer algo así. Si no quiere sirvientes, al menos pídame ayuda para labores pesadas como estas.

Empezaron a caminar en dirección a Garden Cottage. No iban rápido, ambos necesitaban apaciguar sus emociones.

Michael estaba ensimismado, preguntándose por qué le había confesado de esa manera tan brutal a Margaret todos sus pecados. Pero, por extraño e inapropiado que pareciese, tenía la certeza de que era lo correcto, sentía que ella lo comprendía. En la calidez de los ojos castaños de la señora Witney, no había reprobación o rechazo, sino todo lo contrario. Desde hacía muchos años que no tenía ningún vínculo con una mujer, desde la última noche que estuvo con Laura. Y ahora tenía a Margaret atada a él por una apuesta, pero tampoco sentía que era indecoroso. Él solo tuvo la buena intención de salvarla de un destino peor.

Pero ahora, no osaba ponerle un nombre a todo lo que ella despertaba en él. Reconocía el cariño, la admiración hacia el fuerte y determinado carácter de Margaret, el primigenio deseo de protegerla, la curiosidad de saber qué se sentiría si él se atrevía a estrecharla entre sus brazos y buscar su calor. ¿Le recordaría a Laura? ¿El trágico destino de su esposa sería su maldición? Se preguntó si no volvería a ser capaz de experimentar de nuevo lo que alguna vez vivió con ella. Tenía miedo, sentía la culpa carcomiéndole la conciencia y el corazón. Margaret estaba casada, pero le pertenecía y, a la vez, era prohibida para él. No obstante, estaba ganando fuerza el atávico anhelo de estar junto a ella.

Porque le hacía sentir que a su lado no necesitaba nada más.

Por su parte, Margaret estaba confundida. Michael era un hombre atípico, diferente al resto en su manera de actuar, de pensar, de vivir. Todos los días se empeñaba en demostrarle, de algún modo u otro, que todos los rumores que hablaban de él, carecían de fundamento.

Y ella, ante ese corazón destrozado, exponiéndose a su juicio, no podía hacer nada. Se obligó a reprimir las ganas de consolarlo, de abrazarlo y asegurarle que todo el mundo cometía errores, que en la juventud apenas dimensionan el peso de las decisiones… Pero cómo iba a hacer aquello, no podía.

En el fondo, Margaret temía que, si lo hacía, no sería capaz de soltarlo. Se aferraría a Michael como si fuera la vida misma. Porque, por primera vez en su toda su existencia, sentía algo más por un hombre. De manera espontánea, sin segundas intenciones, ella anhelaba una caricia, una sonrisa… Un beso dado con amor. Y tenía miedo, porque si ella se equivocaba, si cedía a la tentación, lo iba a pagar el doble que con su esposo, porque Michael le arrancaría el corazón.

Y no podía, no debía. Tenía dos hijos que dependían de ella y no deseaba terminar como su madre, que amó demasiado a su padre, al punto de olvidarse de sí misma y de sus tres hijos… Tenía un miedo atroz de llegar a ese extremo. Traspasar esa línea, que separaba el deseo del deber, sería el peor error de su vida.

Necesitaba poner distancia, era lo mejor para los dos, sobre todo para ella. De momento, solo se le ocurría hacerlo de una manera.

―Elizabeth… ―murmuró Margaret.

―¿Cómo?

―Si desea aligerar mis tareas, llamaré a Elizabeth. Ella trabajaba para mí antes de tener que despedirla porque no podía pagar su salario ―explicó pensando que, si había una persona más en casa, el hechizo que sentía que él le había puesto, se rompería.

―Hágalo, Margaret, hoy mismo si es posible ―autorizó Michael, sintiendo que había ganado una pequeña batalla―. Puedo permitírmelo. En unos días, debería llegar mi secretario con fondos para poder financiar los gastos de la casa. Solo espero que no tarde tanto, sino, tendré que desplumar a unos cuantos caballeros de la zona apostando en las cartas.

―Mientras no acepte como pago a otra dama, tendrá mi bendición ―bromeó más relajada, sintiéndose conforme con su improvisado plan.

No podía fallar.