(…) Nunca me consideré alguien valiente ni audaz, pero creo que por usted sería capaz de atreverme a lo imposible. Por usted, podría lanzarme a lo desconocido, podría arriesgarme a vivir la más peligrosa de las aventuras (…).
Dama anónima
Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido
La búsqueda del misterioso lugar que aparecía en el mapa supuso para Andrew alejarse de Londres por varias semanas. Jeremy, a quien había solicitado que lo acompañara en la misión, había aceptado más que aliviado de huir de Londres y de la nobleza. Juntos recorrieron decenas de condados, se reunieron con estudiosos del tema y visitaron propiedades similares a las del dibujo del documento. Como Riverdan estaba ocupado siguiendo la pista de los robos de las piezas de arte, dejó en sus manos el asunto del mapa antiguo, y él se aferró a esa tarea como si fuese un salvavidas, para librarse del dolor y el tormento que le causaba el pensar y ver a Daisy.
Solo la había visto una única vez después de la discusión en su cuarto, dos días más tarde, cuando acudió a la mansión para informar a Steven de sus planes y despedirse de su hermana. Nada más entrar, se había cruzado con ella en el vestíbulo. Por unos segundos, se quedaron paralizados viéndose fijamente, ella había estado esbozando una sonrisa que se borró al dar con él en la puerta, y cuando apareció junto a ella Anthony, el ánimo de por sí gris de Andy se ensombreció.
Le había parecido que estaban por salir a dar un paseo, y West tenía una estúpida sonrisa en su cara. Andrew desvió la vista a la mano que su otrora mejor amigo tenía apoyada en la espalda de la joven y sintió la rabia correr por sus venas. Él se comportaba como si ya fuese su dueño, como si Daisy le perteneciera, y eso lo enfurecía.
Con una mueca de desprecio, había fijado los ojos en Anthony al recordar que le había visto con Amelia en una extraña situación y que de seguro había algo entre ellos, y lo taladró con una mirada fría, a la que Tony había respondido arqueando una ceja con cinismo.
—Daisy, necesito hablar con usted un momento, por favor —había solicitado impulsivamente, pues tenía la necesidad de decirle que estaba por cometer un terrible error.
La joven abrió los ojos un poco y se ruborizó nerviosa desviando la vista a su acompañante.
—Lo siento, Bladeston, pero ella no está disponible, íbamos de salida. Así que si pudieses quitarte… —intervino West con un ceño en su frente.
—No estoy hablando contigo, no te entrometas si no quieres que acabemos a veinte pasos al amanecer —replicó con tono mordaz, sin apartar la vista de los ojos alarmados de Daisy.
—¿Me amenazas? —contestó, airado, Tony, dando un paso adelante—. No te tengo miedo, escoge hora y arma… —siguió, apretando los puños.
Andrew lo había mirado con la ira golpeando su interior y endureció más su mandíbula, adelantándose también, pero de repente sintió la pequeña mano de Daisy apoyarse en su pecho, intentando detenerlo, y su voz temblar de temor.
—¡Basta! Por favor… No hagan esto. La servidumbre los oirá —dijo angustiada, interponiéndose entre ellos, que estaban enfrentados en un duelo de miradas mortal, respirando con dificultad—. Andrew…, vete… Ya déjame en paz…, por favor… —le suplicó, con la voz rota, ella.
Andy la había mirado con incredulidad y desasosiego. Su rostro estaba tenso y las lágrimas brillaban contenidas en sus ojos dorados. Un profundo dolor pareció desgarrar su pecho al caer en cuenta de lo que esas palabras habían querido decir. Daisy lo estaba echando definitivamente, no lo quería allí. Ella prefería estar con Anthony, no con él. Una vez más, lo estaban desechando, apartando, rechazando. Pero esa vez no era como en el pasado, era mucho peor. Dolía más, quemaba mucho más el desprecio de Daisy, tanto que sentía ganas de desaparecer, de morir.
—Vete, Bradford, ya oíste a mi prometida… —acotó Tony, y en su voz se oía la burla.
«Su prometida… Ella es suya…».
Herido, había esquivado a la pareja, pero antes de seguir, dio media vuelta.
—Me iré —anunció a la espalda de Daisy con voz dura, lo que había ocasionado que ella se girara para enfrentarlo—. ¿Es lo que quieres, no?, y así lo haré. No esperes que les desee felicidad porque no lo siento. Solo espero que tu matrimonio con este farsante cumpla con tus expectativas. Esas que yo nunca pretendí alcanzar y que tú jamás me diste la oportunidad de hacerlas. Fue más fácil escoger lo seguro para ti, rendirte ante lo esperado. Bien, espero que tu apuesta segura no signifique la mayor equivocación de tu vida —espetó con mordacidad y una mirada letal—. Por mi parte, me quedo con mis dudas, como me dijiste, pero al menos no viviré con mi cobardía de compañera el resto de mi vida. Adiós, Daisy Hamilton, sé feliz por los dos, o al menos inténtalo —terminó, tragando el nudo de sufrimiento que atenazaba su garganta. Las dos enormes gotas que cayeron por el rostro demudado de Daisy habían sido lo último que vio antes de perderse por el vestíbulo.
Noviembre transcurrió para Daisy como un largo sueño. Apenas era consciente de lo que sucedía a su alrededor. No dormía ni se alimentaba como debía hacer y solo obedecía lo que los demás le indicaban que hiciera. Sabía que estaba preocupando a su familia, pero no podía evitarlo. Durante el día, su mente era ocupada por las continuas visitas de West, las salidas, las veladas, los compromisos que, luego de hacerse oficial el anuncio de su boda, se habían incrementado.
Mas por la noche, estando sola, la rabia, el dolor y la agonía la invadían. No podía olvidar los ojos de Andrew arrasados en tormento y acusación. Y se sentía culpable y angustiada al recordar sus últimas palabras. Sin embargo, cuando su orgullo y dignidad heridos le recordaban que era el vizconde quien había jugado con ella, quien la había ilusionado, sabiendo que su corazón era de otra, quien solo se había acercado a ella para conseguir el mapa, su dolor se convertía en rabia y resentimiento.
Él era un canalla y un cínico, se atrevía a culparla, a llamarla cobarde, cuando él era el mayor pusilánime de Londres. Las cartas que le había robado lo confirmaban, él se las había llevado para seguro chantajearla y conseguir el mapa, y al ella estúpidamente entregárselo por su cuenta, simplemente se había marchado y ya no regresó. Para qué si ya había obtenido lo que quería de ella.
Como cada noche en la que se desvelaba pensando y torturándose en silencio, las lágrimas no tardaron en llegar. Se sentía impotente y frustrada consigo misma, porque a pesar de todo lo que le hacía despreciar al vizconde, no podía odiarlo. No le era posible olvidar a ese hombre; su intensa mirada azul, la pequeña sonrisa ladeada que esbozaba muy de vez en cuando, la manera en que tiraba de su cabello claro cuando se impacientaba. El brillo travieso de sus ojos antes de lanzarle algún comentario mordaz, su único sentido del humor, su seriedad absoluta. Y lo más devastador, la manera en la que él la había marcado, la había impregnado de su esencia, de su ser para siempre. Y es que en cada beso, en cada caricia y cada abrazo, le había arrebatado mucho más que sensaciones de placer y deseo, le había arrancado el corazón, el alma, y sentía que jamás podría recuperarlos.
Diciembre llegó y con él, el día de su boda. Después de casi dos meses de compromiso, Anthony le había pedido adelantar el enlace que estaba previsto para después del invierno, pues él debía volver a Francia por asuntos de negocios y no quería irse sin ella. Daisy quedó estupefacta por la petición, pero viendo la mirada de expectación y de esperanza en su prometido, no había podido negarse. En ese tiempo, había aprendido a apreciarlo en verdad y, además, ya no soportaba seguir en la ciudad. No toleraba más las miradas de compasión de su familia, los recuerdos que la mortificaban en cada sitio al que iba y, sobre todo, no se veía capaz de reencontrase con el vizconde, no quería verlo, no podía.
Y por lo que había oído decir a Clarissa, Andrew estaba por regresar de su viaje. Daisy no quería estar en esa casa cuando eso ocurriera, no, lo mejor sería emprender esa nueva aventura, empezar una nueva vida con su futuro esposo, lejos de allí. Lejos de Andrew y de su caballero desconocido, a quién se había obligado a no rememorar y a aceptar que ese hombre no existía, que había sido un espejismo de su soledad.
La puerta de su cuarto de abrió y por ella vio asomarse la cabellera rubia de su cuñada.
—¿Puedo pasar? —le preguntó con su habitual sonrisa, y cuando ella asintió, Clarissa se adentró en el cuarto.
Llevaba puesta ropa de cama color marfil y ya podía apreciarse un pequeño bulto donde antes había estado su vientre plano. Daisy le hizo lugar junto a ella en la cama, y la rubia se deslizó con suavidad.
—Supuse que estarías despierta todavía —le dijo cuando ya estuvieron acomodadas frente a frente.
—Sí… no puedo dormir… —balbuceó ella con un encogimiento de hombros.
—Es lógico… son los nervios previos a la boda —asintió Clarissa—. Y ya era hora de que aparecieran, has llevado los preparativos con inusual calma —continuó, examinándola con su mirada azul.
Daisy desvió los ojos, no podía mirar los suyos mucho tiempo porque le recordaban a los de él, eran tan parecidos, tan brillantes y profundos. Solo que los de su cuñada eran más luminosos, y los de Andrew, melancólicos.
—Sí, no había razón para alborotarse —se excusó ella, sabiendo que lo que Clarissa quería decir era que había permanecido indiferente y poco interesada en la organización de su boda.
—Daisy…, yo… prometí a Stev que no me entrometería, pero… —respondió, vacilante, la condesa—. No puedo dejar de decirte que todavía estás a tiempo… —anunció apretando sus manos, lo que hizo que Daisy regresara los ojos a los suyos—. Él te ama…, ¿lo sabes, no es cierto? —inquirió ella mirándola con ternura.
Daisy contuvo el aliento, sorprendida por la afirmación de su cuñada.
—¿Crees que no estoy al tanto de lo que pasó entre ustedes? —interrogó con picardía, y Daisy se ruborizó intensamente—. Escucha, cuñada, yo lo sé todo, y Steven también, es más, creo que todos en la familia lo saben, incluso el duque de Riverdan y hasta tu prometido —declaró Clarissa sin ambages.
Ella abrió los ojos, anonadada, y su mandíbula cayó por el asombro.
—¿Te sorprendes? ¿Recuerdas esa vez en que mi hermano pasó la noche aquí, por estar borracho? —le preguntó su cuñada.
—Sí, fue la noche que me atacaron… —dijo, en voz alta, Daisy, y luego se tapó la boca con las manos al percatarse de lo que había confesado.
—No te preocupes, eso también lo sabía. Mi esposo cree que puede ocultarme ese tipo de cosas, y yo le dejo creer que así es. Eso le permite sentirse el hombre protector, y a mí, enterarme de todo sin tener que discutir con él por eso —le confesó Clarissa con una mueca traviesa que hizo reír a Daisy—. Pero nos hemos desviado del tema. Lo que intento decirte es que esa mañana, cuando desperté y me encontré con mi hermano aquí, no hice más que confirmar algo que en realidad siempre intuí —prosiguió, y su cara se tornó más determinada.
Daisy frunció el ceño, confundida por esas inesperadas confesiones.
—No entiendo, Clarissa, tu hermano bebió de más, y no fue solo esa vez, y bueno, él… yo… es decir… —tartamudeó ella, sonrojada e incómoda al recordar lo que había pasado en esa misma cama.
Su cuñada la interrumpió y confesó:
—Andrew no se emborracha jamás, Daisy. Él tiene una asombrosa capacidad para tolerar el alcohol, incluso mi madre dice que debe haber heredado algo de sus antepasados escoceses. Él solo fingió, no sé qué lo motivó, pero así fue, y fue allí que comprobé lo que ya suponía… —dijo, con seguridad, Clarissa, lo que provocó en Daisy que un escalofrío de anticipación la recorriera.
—¿De qué hablas? Yo no… —murmuró, confundida.
—Habló de que Andrew está irremediablemente enamorado de ti, Daisy —aseveró Clarissa con mirada solemne.
Daisy contuvo el aliento y su corazón comenzó a latir desbocado.
«Eso no puede ser cierto… Él solo me ha demostrado deseo, rencor, pasión, enojo, celos, posesividad… Pero ¿amor? Él nunca me ha dicho que me ama…».
—Sí, Daisy, mi hermano ha estado enamorado de ti toda su vida. Él siempre te ha amado… —terminó Clarissa, y con esas palabras, el mundo de Daisy se derrumbó del todo.
¿Él la amaba? Y ella no lo había visto, lo había rechazado por creer que solo pretendía lastimarla y jugar con ella. Y en ese momento en que lo sabía, veía todo con claridad, lo entendía. Pero era demasiado tarde, Andy se había marchado y ella, ella se casaba el día siguiente.
Las lágrimas y los sollozos sacudieron su cuerpo mientras, asustada, su cuñada la abrazó. Daisy se aferró a ella y dejó salir toda la angustia y el quebrantamiento que sentía.
«¿Por qué?», se reprochó en silencio, «¿por qué no lo vi? No lo supe… ¿Por qué me doy cuenta tan tarde de que eres tú, siempre has sido tú, Andrew. Eres el hombre que amo y al que amaré por la eternidad…».