(…) Llevaba una vida buscándote y, cuando ya había perdido la esperanza, te hallé. No esperaba descubrir que hacía mucho vivías dentro de mí, tan profundo que te olvidé (…).
Caballero desconocido
Extracto de una carta enviada a la Dama anónima
Cuando esa noche la familia Hamilton regresó a la mansión, encontró la casa y a la servidumbre en pleno caos.
—¿Qué sucede aquí, Milton? —preguntó, preocupado, Steven al mayordomo.
—Milord, qué bueno que ha venido. Alguien entró en la mansión, después de golpear al vigilante de afuera y al lacayo que aguardaba su llegada del baile —informó el hombre con el rostro pálido; todavía llevaba sus ropas de dormir.
—¿Están siendo atendidos los heridos? ¿Alguien más salió lastimado? —interrogó su hermano, y llenó de orgullo a Daisy que él se preocupara primero por el personal.
—Sí, milord, un médico los curó y ya se encuentran descansando, nadie más resultó afectado —respondió el sirviente.
—Supongo que el intruso logró escapar —comentó, con una mueca de fastidio, el conde.
—Sí, milord, no nos percatamos de nada. Solo hasta que el lacayo despertó supimos lo que había sucedido. De inmediato hicimos una exhaustiva revisión de la casa, pero no hallamos a nadie —contestó Milton.
—Está bien, por favor, retírense todos a descansar. Tienen mi permiso para levantarse una hora más tarde —les ordenó Stev al resto de la servidumbre que se encontraba apiñada en el vestíbulo.
Cuando todos se retiraron, Milton los ayudó a quitarse los abrigos. Las mujeres se miraban asustadas e incrédulas ante lo sucedido.
—Milton, ¿sabe qué se llevó el ladrón? —inquirió Clarissa con voz temblorosa.
Violett no esperó a oír la respuesta del mayordomo y, sin mediar palabra, se adelantó y desapareció por las escaleras.
—El intruso solo ingresó a las dependencias del segundo piso, milady. Encontramos sus respectivas alcobas revueltas —dijo el mayordomo.
—Qué extraño, tendremos que revisar para hacer un estimativo de las pérdidas, subamos. Que los heridos se tomen el día mañana, Milton, buenas noches —lo despidió Stev.
El grupo inició el ascenso y, mientras su hermano comentaba que hablaría con el magistrado y reforzaría la seguridad, Daisy se dirigió a su cuarto.
Ni bien entró, tuvo un mal presentimiento y una corazonada. Era evidente que los empleados habían intentado arreglar el desastre, pero nada de eso le importó a Daisy, que corrió hacia su cama y se agachó a buscar un objeto. Sintió alivio cuando constató que el baúl seguía allí, mas cuando lo sacó, el ánimo se le cayó a los pies.
Estaba abierto.
Con manos temblorosas, levantó la tapa y comprobó lo que temía. Las cartas no estaban, habían desaparecido junto con todo el contenido del baúl. Apenada, se sentó en la alfombra y se quedó mirando el cofre vacío. Conservaba aquel objeto desde que lo había encontrado en Rissa Palace, había pertenecido a su abuelo, y en él había hallado dos cartas que habían sido la clave para resolver el misterio de la muerte de sus padres.
Esos manuscritos los guardaba su hermano, ya que ella solo utilizaba ese baúl para guardar su correspondencia con el caballero desconocido.
¿Para qué quería el ladrón esas cartas? No tenían ningún valor ni servían de nada. No podía siquiera chantajearla con ellas porque no figuraban sus nombres. Esos papales eran inservibles para el mundo, pero significaban todo para ella.
Frustrada y abatida, Daisy depositó con fuerza el baúl en el suelo y, entonces, sucedió algo extraño… La tapa interna superior se separó apenas de la exterior con un chasquido.
La joven frunció el ceño y se apresuró a buscar sus lentes. Una vez que los tuvo puestos, levantó el cofre y lo acercó a la vela dispuesta sobre su mesa de noche. No había visto mal, la madera se encontraba separada. Inclinó el baúl y pudo vislumbrar lo que parecía un trozo de papel enrollado, encajado en el pequeño resquicio. Con dificultad, lo sacó y verificó que parecía muy antiguo. Ansiosa, desató la cinta negra que lo envolvía y lo abrió.
Era una especie de mapa y estaba escrito en un idioma extraño. Por más que lo intentó, no pudo entender ninguna de las pocas palabras que allí aparecían. No era inglés, francés, italiano ni latín, estaba segura porque conocía esas lenguas. Tal vez se tratara de español, aunque lo dudaba.
Entonces aquello era lo que el intruso había ido a robar. No podía ser otra cosa porque no se habría llevado sus cartas por error. Lo más probable era que el tipo no supiese leer. Pero ¿cómo sabía sobre la existencia de ese mapa? Ni siquiera ella la conocía.
De repente, una terrible idea cruzó por su mente, ¿estaría en peligro ella? ¿Volvería aquel hombre por el mapa cuando se percatara de su error?
Debía contarle todo a Steven. Sin embargo, eso significaba tener que hablarle sobre su romance por correspondencia, y no se atrevía. Su hermano la mataría si se enteraba, si ella no moría de pena antes.
A la mañana siguiente, Daisy demoró en bajar a desayunar, pues se había desvelado hasta altas horas pensando en ese hallazgo y el misterio que lo envolvía. Estaba inquieta al no saber qué hacer con esa novedad. Su doncella había insistido en ponerle un vestido de día color amatista que le sentaba tan bien como el de la noche anterior, y ella, sin cabeza para esos detalles, había accedido.
Cuando se acercaba al comedor, escuchó que su hermano conversaba con alguien, era una voz masculina. Tal vez se tratara de John Seinfeld, el magistrado. El lacayo abrió las puertas del comedor matutino y la saludó con una venia, y ella traspasó la entrada y le sonrió en respuesta.
—Daisy, buenos días, creí que dormirías hasta tarde como las demás —la saludó su hermano, poniéndose de pie.
Ella se detuvo en la punta de la mesa y observó la espalda del invitado de Stev. Era fuerte y esbelta, aunque no tan ancha como la del conde, y definitivamente no se trataba del magistrado. Su cabello castaño claro brillaba bajo la luz que entraba a raudales por los ventanales. El corazón de Daisy se saltó un latido al verlo y, luego, comenzó a palpitar desenfrenado. Él le parecía familiar, estaba segura de que lo había visto antes.
Entonces el caballero se levantó y giró hacia ella, sus ojos azules la miraron con intensidad por unos segundos y después se desviaron hacia un punto sobre su cabeza.
—Buenos días, lady Daisy —habló él con tono formal y expresión rígida.
Daisy sintió sus rodillas temblorosas, no necesitaba más confirmación, él era el caballero con el que había bailado en la mascarada. Era el caballero misterioso. Era el hombre que le había provocado una tormenta de sensaciones y el que creyó que podía ser su caballero desconocido. Pero en ese instante en que veía su rostro, no lo podía creer. Andrew Bladeston no podía ser el hombre de las cartas. Aquel imberbe no poseía un pelo de caballerosidad, romanticismo o sensibilidad.
Ya tenía su respuesta, él era el caballero misterioso, nada más. Ella no podría haberse enamorado de ese pretencioso, nunca. Lo que le dejaba una sola posibilidad; el caballero del jardín, él tenía que ser su caballero desconocido.
Como no podía confiar en su voz, ella solo le respondió con una reverencia y tomó su lugar en la mesa. Su cabeza era un revoltijo, mientras su hermano seguía poniendo al tanto del episodio del robo a su cuñado.
No comprendía nada, ¿por qué Andrew había bailado con ella y le había dicho esas cosas si estaba claro que ambos siempre se habían detestado? ¿Acaso la había confundido con otra persona? Por otro lado, él también regresaba de un viaje, aunque estaba segura de que no había estado en Francia, ¿o no era así?
En ese momento, Steven comenzó a preguntarle por su trabajo de traductor de documentos antiguos. Y Daisy observó con disimulo que su rasgos se iluminaban al hablar de su vocación.
No lo soportaba, odiaba esa cara perfecta y esa figura masculina. Desde pequeño había poseído esa irritante apostura y esa asquerosa arrogancia…
Estaba ensimismada en su resentimiento, cuando una idea se coló en su atontado cerebro.
«¡El mapa! Andy el apestoso era lo que buscaba. ¡El vizconde podía traducirlo!».