CAPÍTULO 29

(…) Mi pasión siempre ha sido la lectura, pienso que un libro es el compañero más fiel que puede existir. Ellos son mi escape, mi refugio, y también mi sueño de libertad y de aventura (…).

Dama anónima

Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido

La caricia de los labios del vizconde sobre los suyos le provocó a Daisy multitud de sensaciones. Estremecida, dejó que él abordara su boca una y otra vez, no era un beso impetuoso, sino una lenta invasión que iba arrasando con todas las resistencias a su paso. Un beso que era mucho más que un encuentro de labios, pues ella podía sentir algo más profundo, más poderoso. Con ardiente calma, Andrew comenzó a deslizar sus manos por sus brazos, que yacían rodeando el cuello masculino, y acarició sus hombros, su cintura y las curvas de sus caderas. Ella respondió arqueándose y jadeando, mientras probaba el sabor del licor en la cavidad de él.

El beso cobró más urgencia, y Daisy pudo sentir el cuerpo de Andrew sobre ella, rozando todos sus puntos más sensibles, lo que a ella le hizo contener el aliento y al vizconde, gruñir roncamente. Sintió su cuerpo arder y abrió más la boca para recibir los labios desesperados de Andrew. Las manos de él comenzaron a subir su camisón y no tardaron en colarse bajo la tela y en rozar la piel de sus piernas. El gemido bajo y febril que el vizconde emitió al tiempo que se apretaba contra ella, arrancó a Daisy de su burbuja sensual.

Aturdida, abrió los ojos y empujó al joven tanto como pudo.

—Detente —balbuceó sin aliento.

—Daisy… —murmuró el mirándola sin alejarse, su pecho subía y bajaba con fuerza. Y sus ojos eran dos pozos negros que le taladraban con deseo puro y descarnado, casi animal.

—Por favor… —suplicó Daisy temblando, incapaz de decir más. Las lágrimas rodando por su cara, el miedo, la vulnerabilidad, la impotencia a flor de piel.

—Daisy… no… lo hagas… lo siento… —contestó Andy, se apartó de ella y se paró a su lado, alterado.

—Vete… ya no me confundas más… no lo hagas, no lo soporto —susurró ella, apartó la vista de su rostro atormentado y abrazó sus rodillas con los brazos, que no dejaban de temblar.

—Daisy…, sé que lo sientes… Sé que no quieres a Anthony… por qué lo haces… no puedes —dijo él frustrado, tirando de su pelo.

—No sabes lo que dices… no sabes lo que quieres, ni siquiera sabes quién eres —replicó Daisy, secó sus lágrimas y levantó la cabeza hacia él.

—¿Y tú lo sabes? ¿Entonces por qué tu boca dice eso pero tu cuerpo, tu alma, me gritan otra cosa? Estás haciendo esto por cobarde, por inmadura —le reprochó el vizconde apretando la mandíbula con enojo.

Daisy lo miró incrédula, recordando todo lo que ese hombre le había hecho a lo largo de su vida: los desplantes, las burlas cuando niños, los enfrentamientos de adultos, su actitud hostil, sus amenazas, sus besos, sus caricias, sus momentos de amabilidad, de protección. Y, por último, que él tenía las cartas, que él se las había robado y que se había burlado de ella, en lugar de confiar y pedirle el mapa. Y ella, cómo una estúpida, se lo había entregado por sí misma, creyéndolo honorable y confiable. Pero lo que más resentimiento y dolor le había causado había sido verlo mirar, hablar y abrazar a esa mujer en su propia cara, y el modo en que había negado todo lo que sucedía entre ellos, desechándola como a algo molesto e inservible. Y en ese momento tenía el tupé de llamarla cobarde, de reclamarle, de intentar hacerla responsable de su propias bajezas y debilidades.

—¿Ah, sí? ¿Y tú por qué lo haces, milord? —le increpó saltando de la cama y enfrentándolo con brío—. ¿Por qué dices una cosa, demuestras otra y haces una distinta? ¿Por qué parece que me odias, que me quieres lejos, y luego demuestras que me necesitas, que me deseas…? —siguió diciendo con dolor, con mordacidad.

—Yo… —soltó, aturdido, el vizconde, mirándola de hito en hito, con el rostro demudado y su cuerpo en tensión.

—Tú estás enamorado de otra mujer… —declaró Daisy, soltando el aire con fuerza, y los ojos del vizconde se desviaron teñidos de culpabilidad. Ella sintió la herida ya abierta en su pecho sangrar todavía más y cerró los ojos, intentando huir de la imagen desoladora del bello rostro de esa mujer, que era la verdadera dueña de ese hombre—. Y yo estoy comprometida. Tal vez no posea mi cuerpo, tampoco mi corazón, ni siquiera mi voluntad. Pero hay algo que sí tengo, y es mi palabra, eso nadie me lo quita, y me casaré con West —terminó, clavando con determinación su vista en Andrew.

El vizconde apretó los dientes y la vena en su cuello tembló cuando tragó saliva, sus ojos azules la traspasaron con frialdad y, a continuación, retrocedió hacia la puerta—. Les deseo toda la felicidad, lady Hamilton, y una larga vida para disfrutar la consecuencia de sus decisiones —espetó con acritud y, dándole la espalda, abandonó la habitación.

—Adelante —dijo Steven desde detrás de su escritorio al oír el suave golpe en la puerta.

—Buenos días, Hamilton —lo saludó el duque de Riverdan al tiempo que accedía a la seña que el conde le había hecho para que tomara asiento.

—Ni tan buenos. Seguramente viene en busca de noticias sobre la investigación —aventuró Steven, reclinándose en su asiento.

—Así es, fui primero a la casa de Bladeston, pero el mayordomo me dijo que no había regresado. Supuse que estaría aquí —comentó Ethan con mirada intrigada.

—No lo hemos visto… —negó Stev con preocupación.

—Hamilton…, sabes que él… está enamorado de tu hermana, ¿no? —dijo Riverdan directo pero con tiento.

—Ya lo sé. Desde niño, siempre estuvo perdido por Daisy, todos lo sabemos menos él, al parecer. He tratado de facilitarle el camino porque conozco el sentimiento de confusión, de impotencia, al enfrentarse a tan fuertes emociones y no poder asimilarlas. Pero nada logré, el hombre está negado, y ahora todo está empeorando, el mejor amigo me solicitó la mano de Daisy, y por más que sé que ella ama igualmente a mi cuñado, no puedo negarme ni intervenir en sus decisiones —explicó, frustrado, el conde.

—Pues parece que deberán llegar al límite para darse cuenta y ceder. Por ahora me preocupa la investigación, creo que Andrew no está teniendo en cuenta que hay un peligroso delincuente tras el mapa. Y que seguramente debe estar impacientándose por no dar con el documento, y eso lo vuelve potencialmente más letal —advirtió el duque con expresión seria.

—También lo creo, debemos encontrarlo y solucionar el misterio que rodea ese mapa para ya poder vivir sin la amenaza permanente sobre nosotros —estuvo de acuerdo Steven.

—Efectivamente, no obstante, antes tendré que hallar a tu cuñado. Creo que tengo una idea de dónde puede estar —vaticinó el duque con mirada pensativa.

—Está bien, mantenme informado —asintió el conde y se puso de pie para despedirlo y llamar a su mayordomo para que lo acompañase hasta la puerta.

—No te molestes, conozco la salida. Y quiero apreciar la vista de tu jardín antes de irme; si no te importa, utilizaré la puerta trasera —lo detuvo Ethan, ganándose un gesto sorprendido del anfitrión.

—De acuerdo, adiós —lo saludo, perplejo, Steven y vio salir a Riverdan de su estudio, esbozando una inaudita semisonrisa.

Andrew espoleó su montura para que no disminuyera la velocidad y saltó un tronco con ímpetu. El viento despeinaba su cabello y lo ayudaba a despejar su mente. Había pasado la noche en un antro de mala muerte, jugando, apostando y bebiendo. Y al amanecer, aprovechando que se movilizaba a caballo, había terminado en el sector más alejado de Hayde Park, cabalgando y saltando obstáculos como poseído.

Sin embargo, nada de aquello había servido para borrar de su memoria el rostro atribulado de Daisy, sus palabras tan dolorosas, el sabor de su boca, de su piel en sus labios, de su dulce aroma a margaritas. Las imágenes regresaban a su cabeza una y otra vez, enloqueciéndolo, enardeciéndolo, lastimándolo. No sabía qué pensar ni mucho menos qué hacer. Mas le había quedado claro que la dama no lo quería en su vida, más que claro. Y eso lo estaba matando.

Él era incapaz de decir lo necesario para mantenerla a su lado y, a la vez, no podía decir lo debido para apartarla. Por eso, ella lo había hecho por él, había sido más valiente, más aguerrida, más fuerte. No entendía en qué momento las cosas se habían complicado tanto, que en ese instante, tal y como Daisy le había dicho, se encontraba perdido, desorientado y confundido.

El sol estaba ya en alto cuando Andy decidió volver a casa, debía descansar, ya que esa noche tenía una pista que seguir sobre el mapa. Tiró de las riendas, haciendo girar a su caballo, dispuesto a emprender el regreso, cuando algo que vio lo dejó paralizado.

Del otro lado de la fila de árboles donde él se encontraba, había una pareja que discutía al parecer y en postura muy cercana e íntima. Ella era delgada y alta, pero la capa que llevaba no le dejaba adivinar su identidad. Mas lo que lo había dejado estupefacto no era eso, sino el reconocimiento inmediato que hizo del caballero. Era Anthony, él era quien en ese momento intentaba acercarse a la mujer que sacudía su cabeza y retrocedía haciendo un ademán impaciente con sus brazos.

Por un momento, su estómago se contrajo al calibrar la idea de que él y Daisy estuviesen en una cita clandestina. Pero rápido descartó esa hipótesis, pues además de no tener sentido, la contextura de la mujer no coincidía.

Tratando de no ser visto por ellos, comenzó a rodear la zona con el propósito de vislumbrar el rostro de la mujer. Sabía que no era de su incumbencia, que no era honorable espiar a los demás y que tal vez era desleal tratándose de su amigo, pero no pudo evitarlo. Poco a poco se fue acercando y fue testigo de cómo la mujer trataba de abrazar a West y este lo impedía dando un paso atrás y le decía algo con gesto sombrío.

Desde donde estaba no alcanzaba a oír sus voces, aunque era obvio que la mujer se había tomado el desplante muy mal, porque abofeteó a Tony con fuerza. West se limitó a fulminarla con aversión y, lanzando una última frase, se marchó y dejó a la dama furiosa y gritando improperios que sí logró oír.

Impactado por todo lo visto, Andy salió del bosque y siguió a la distancia a la mujer, que ya se apresuraba hasta un carruaje negro estacionado junto a la calle. Ella subió con la ayuda del cochero y en ese momento su perfil quedó a la vista de Andrew, solo unos segundos en lo que la puerta del coche se cerraba tras ella. Mas fueron suficientes para reconocer la identidad de la mujer misteriosa y sentir su corazón detenerse…

Era ella… era Amelia.