(…) Mi corazón ha saltado de dicha al leer su última carta. No debe temer, cuando nuestros caminos se encuentren, no hallará en mí a una extraña, pues tengo la certeza de que nuestras almas sabrán reconocerse con solo una mirada (…).
Dama anónima
Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido
Su primera semana en sociedad transcurrió entre un torbellino de entretenimiento; acudieron a bailes, veladas musicales, tentempiés, picnics, cenas, reuniones de té y más. Al llegar el viernes, Daisy y sus hermanas estaban agotadas y con diversos estados de ánimo.
Por un lado, Rosie parecía haber perdido su nerviosismo inicial y comenzaba a disfrutar de lo que la capital londinense le ofrecía. Ya había encandilado a la mayoría de los hombres solteros y no tan solteros. Y también a las damas, y a pesar de los refunfuños de Steven, todo indicaba que sería elegida para llevar el título de Incomparable de la temporada, algo con lo que toda joven soñaba, pero muy pocas podían obtener, pues los requisitos eran muy específicos: belleza exquisita, encanto angelical, estatus intachable, procedencia impoluta y modales perfectos. Características que su hermana ostentaba naturalmente y que no parecía estar al tanto de tener. Rosie solo sonreía con su bello rostro adornado por un lunar sobre el labio superior y, habiendo heredado el encanto legendario y los mismos ojos verdes dorados del conde, embrujaba a cada mortal a su paso.
Por otro lado, estaba Violett, quien no disfrutaba precisamente de su estancia en la ciudad y se mostraba hastiada y aburrida. Ella, que siendo gemela de la primera y prácticamente su réplica exacta, salvo que sus ojos eran puramente verdes sin una mancha, como los de su madre, su cabello más corto y, si la observabas con atención, se podía notar que su cuerpo era más formado, sobre todo en los brazos debido a su costumbre de practicar esgrima, podría aspirar a ese título concedido a un par de jóvenes por temporada. Pero no era el caso, pues saltaba a la vista que el encanto angelical y modales perfectos brillaban por su ausencia, y a ella no parecía importarle ese hecho y, menos, la opinión de la nobleza. Los caballeros caían rendidos ante su belleza, pero huían ante su ceño fruncido. Violett esbozaba una de sus miradas furibundas y espantaba a cada desafortunado que se cruzara en su camino.
Y, por último, estaba Daisy. Con la ayuda de Clarissa, había evitado terminar en el grupo de floreros y tenía una modesta corte de admiradores, quienes no eran los más codiciados por todas las damas, pero tampoco los desechados por las solteras. Ella intentaba aprovechar esa nueva experiencia y estaba haciendo su mayor esfuerzo en cada velada. Lo cierto era que le estaba costando bastante, no quería romper las ilusiones de su cuñada y parecer una desagradecida tampoco. Clarissa estaba muy entusiasmada y le repetía que haría un buen enlace, que estaba segura de que encontraría a un caballero perfecto y que lograría un matrimonio por amor.
Pero Daisy no compartía su optimismo; hasta el momento, ninguno de los caballeros había llamado su atención. Todos le resultaban anodinos, su conversación carecía de significado, eran superficiales y banales. Y ella no podía evitar compararlos con su caballero desconocido. Eso le dejaba un mal sabor, la frustraba y desesperaba.
Cuando despertó esa mañana, no lo hizo con demasiado entusiasmo. Por lo que, a riesgo de parecer una holgazana, le solicitó a su doncella que le subiera a su cuarto el desayuno. Era una comida tardía porque estaría por caer el mediodía, aunque después de las altas horas a las que habían regresado, era algo esperable.
El corazón se le detuvo cuando su doncella apareció con la bandeja y un sobre en sus manos.
—Milady, ha llegado una carta para usted —le informó Lily al tiempo que depositaba la bandeja en la mesita a su lado.
—Gracias, puedes regresar en una hora —despidió a la delgada joven de cabello pelirrojo.
Una vez que estuvo sola, abrió con desespero el sobre que había sido enviado desde el pueblo. El señor Trump, luego de enterarse de que ella había solucionado su problema de la carta arruinada, había quedado tan agradecido de no perder su empleo como cartero que había accedido a reenviarle a Londres las cartas que llegaran a su lugar de trabajo con el nombre «Lady D.A.». Así, aquel asunto quedó como un secreto entre el viejo cartero y ella.
Dentro había otro sobre, el que ella tanto había esperado.
Francia, París, 30 de Septiembre de 1816
Querida Dama anónima:
Me alegra leer que se encuentra usted con buena salud. Me he reído mucho imaginándola perdida entre las tiendas de Bow Street, y me complace saber que todos los preparativos para su presentación en sociedad se han resuelto. Pero no podría seguir considerándome como un caballero de honor si no le confesara que también he sentido miedo al leer sobre su debut social. Sobre todo, cuando he leído sobre lo mucho que espera cambiar su aspecto. Sinceramente, no quisiese que la transformaran en algo distinto, pues no me gustaría que dejara de ser tal y como usted es. Tampoco me complace enterarme de que intentan hermosearla, ya que temo que todos los caballeros caigan a sus pies, así como este humilde servidor ya lo ha hecho sin esperarlo ni percatarse. La verdad es que me he dado cuenta de que, sin importar si logran ese cometido, yo la deseo solo para mí.
En estos días terminará mi trabajo aquí, por lo que muy pronto saldré para Inglaterra.
Hasta cuando mis ojos tengan el placer de verla por fin,
Caballero desconocido.
Daisy soltó una exclamación de sorpresa y saltó en el colchón, emocionada. Su caballero vendría, y no solo eso, le había dicho que la quería, que la deseaba para él. Su pulso se aceleró y una gran sonrisa se instaló en su rostro, sus lentes se habían empañado, así que se los quitó para limpiarlos. Su cabeza se inundó de incógnitas.
¿Cuándo vendría? Su carta no lo especificaba, además de que parecía despedirse por última vez, lo que la llevaba a deducir que sería pronto. Teniendo en cuenta que el correo entre París y Londres demoraba una semana, él podría estar llegando en cualquier momento. ¿Qué haría cuando se vieran? Ella se moriría de emoción, de nervios, de vergüenza, de amor. ¿Cómo reaccionaría él? Tal vez saldría corriendo con solo ver su rostro corriente y su figura rellena. O quizás la quisiera lo mismo, tal y como le había dicho en sus cartas.
Esperaba que así fuera, porque ella lo aceptaría sin importar los defectos que pudiese tener. Suspirando, se colocó los lentes nuevamente, se acostó de espaldas y clavó los ojos en el dosel de la cama.
El caballero desconocido no le había dicho cómo era su aspecto, y ella no se había atrevido a preguntarle. Aunque por la seguridad de sus palabras y su innata galantería, podía deducir que no sería alguien horrendo. Él le había dicho que era un hijo menor y que de pequeño se sentía atraído por el arte antiguo. Esto había respondido su duda sobre por qué continuaba soltero, seguramente, siendo un varón sin título ni fortuna propia, y tan dedicado a sus investigaciones, le costaría acceder a una joven soltera predispuesta.
De todos modos, para los caballeros resultaba más fácil ser aceptados. A los hombres no se les exigía perfección física como a las mujeres, por el simple hecho de que abundaban las damas en edad casadera y escaseaban los caballeros solteros y disponibles.
Como fuera, solo podía rogar que todas aquellas palabras, confesiones, secretos y confidencias que habían intercambiado durante aquellos tres meses en esas decenas de cartas fueran algo real, auténtico y duradero porque, de lo contrario, su corazón se rompería, pues, sin percatarse, Daisy había plasmado sus sueños, anhelos y deseos en esos papeles. En cada trazo de tinta, había depositado su alma y su corazón, y en cada sello, ella había entregado su amor.