(…) He recibido su última carta. Milord, me emociona saber que pronto regresará a casa. Por mi parte, ya estoy instalada en la ciudad, en una semana seré presentada en sociedad. Pero me entristece saber que ya no será posible seguir escribiéndonos, es muy arriesgado. Milord…, aunque me he dicho una y otra vez que esto es una locura, algo indecente, mi corazón no oye advertencias y, a pesar de que mi temeridad no alcanza para revelarle mi identidad, estoy lo suficientemente esperanzada para decirle que soy hermana de conde de Baltimore... Espero que no lo considere un descarado atrevimiento y esto lo guíe hasta mí. Siempre pensándolo (…).
Dama anónima
Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido
—¡Diantres! ¿Withe, me oyes? —exclamó Andrew al ingresar a la biblioteca y localizar el cuerpo tumbado boca abajo del duque, junto a la chimenea—. ¡Riverdan, voy por ayuda, resiste! —lo instó, inclinado sobre él, al percatarse del charco de sangre que brotaba de su cuerpo.
—No. Estoy bien —lo detuvo Ethan con voz débil, tomando su brazo cuando se disponía a ponerse en pie.
—Pero… estás herido… —insistió Andy sin querer decirle que había mucha sangre y que estaba muy pálido.
—Es solo una herida superficial, créeme, me han disparado antes. Es mejor dejar las cosas así, no necesitamos el escándalo que resultaría de extenderse el rumor, yo mismo puedo curarme —contestó el duque, comenzando a sentarse con dificultad, al tiempo que apretaba su hombro izquierdo con la mano.
Andrew lo ayudó a quedarse sentado con la espalda apoyada en la pared y se quitó su pañuelo, el cual le ofreció para taponar la herida.
—¿Qué diablos pasó? —preguntó, observando cómo su amigo envolvía su hombro con destreza y anudaba con fuerza el pañuelo para detener el sangrado.
—Eso te pregunto yo. ¿Qué demonios sucede? No me dijiste que hubiese más personas involucradas en nuestra investigación, además del ladrón, por supuesto, y el conde de Baltimore —replicó Ethan con expresión seria, de a poco retomando el color a su cara angulosa.
—Ehh… ¿A quién te refieres? —le preguntó dubitativo, no quería explicar que la que había encontrado el mapa había sido Daisy. Pues conociendo a su amigo, no dudaría en utilizarla si la misión lo requería. Cuando se trataba de su trabajo, él era implacable y por eso no le había comentado nada de ella.
—De verdad sabes que mi paciencia es escasa, y ahora he agotado toda la almacenada para situaciones extremas. Dime ya mismo qué hacía lady Hamilton aquí —le cuestionó, molesto, el duque.
—Nada que afecte la investigación. No te alarmes, ya le di una lección. No creo que vuelva a entrometerse —contestó, evasivo, Andy.
—Bladeston, eres un ingenuo si crees realmente eso. Esa muchacha es un maldito demonio —siseó Ethan y comenzó a ponerse en pie—. Una entrometida metomentodo, irreverente, descarada y desquiciada —siguió tambaleándose un poco, su tono teñido de frustración y coraje.
—Ehh… —dijo Andy, incapaz de comprender la animadversión que el duque parecía sentir por Daisy, ya que por cómo la describía parecía estar hablando de otra persona—. ¿Dónde vas? Espera, no me has dicho quién te disparó, debes hacerlo, creo que esto se está poniendo más peligroso y deberíamos hablar con tu superior —lo frenó Andy al ver que ya se dirigía a la puerta.
—¿Pero en qué mundo estás? Te lo acabo de decir, me metió un balazo el demonio Hamilton, así la llaman. Tal parece que esa mocosa irreverente no heredó nada del encanto de su familia —escupió Ethan sosteniendo su herida.
—¿Lady Violett?… No hablas en serio… —balbuceó, incrédulo, Andy.
—No te atreves a reírte, Bradford… —lo amenazó el duque con un gruñido bajo.
Andrew negó con la cabeza, aunque una sonrisa se asomaba por la comisura de sus labios y sus ojos brillaban divertidos.
—Eres un bastardo… —musitó Riverdan y abandonó la casa seguido de las carcajadas del vizconde.
—Pequeña, te ves pálida. Voy a mandar a llamar al doctor, no interesa que te resistas —dijo, con el ceño fruncido, Steven, se puso de pie y salió del comedor.
Clarissa rodó los ojos y se devoró su cuarto bollito del platillo que su esposo le había servido.
—Creo que mi hermano hace lo correcto, Rissa. Últimamente no has estado bien y te ves agotada —comentó Daisy, a lo que sus hermanas asintieron.
—Cuñada, puede que estés encinta, ¿no crees? —interrogó Violett sorbiendo de su taza.
—No lo creo. He comentado por carta mis síntomas a Lizzy, y ella no tiene nada de lo que yo siento, salvo los mareos al despertar. Pero dice experimentar falta de apetito, náuseas y vómitos. Además, la regla me vino el mes pasado, tal vez ahora simplemente se atrasó —negó la condesa mientras las hermanas sonreían con complicidad.
—Pues recuerdo que mi madre solía decir que cada embarazo es distinto, al igual que cada niño —aseveró Rosie con mirada entusiasmada.
—Quizás, pero si lo estuviese, lo sabría —decretó, encogiendo un hombro, Rissa.
—¿Y bien? ¿Qué tiene mi esposa, doctor? —le preguntó, ansioso, su hermano ni bien el delgado médico de la familia traspasó la puerta de la alcoba.
—Nada para alarmarse, milord. Su estado de salud es bueno y todo parece avanzar en orden. Eso sí, la condesa deberá hacer pocos esfuerzos y cuidar la ingesta excesiva de alimentos. Le recomiendo no desvelarse diariamente y descansar un poco más —respondió el médico, despidiéndose con un asentimiento a Stev.
—¡Espere! No me ha dicho qué tiene mi mujer —alegó, ya fuera de sí, Stev, interponiéndose en el camino del otro.
—¡Claro! Qué torpe, lo siento, milord, creí que ya estaba enterado. Lady Baltimore está embarazada, milord —anunció el matasanos, y el rostro de su hermano al oír aquello fue un poema—. Mis congratulaciones, señor —terminó.
—¿Stev? —intervino Letty pasando una mano frente al rostro petrificado de su hermano.
—¡Sí! ¡Estamos encintos! Gracias, gracias —exclamó, con alegría y un gesto de triunfo, Steven y, a continuación, corrió al interior de su cuarto.
Ellas se miraron sonrientes y, mientras el mayordomo acompañaba al médico, aguardaron su turno para felicitar a su cuñada. Ya era hora de recibir buenas nuevas. Daisy estaba feliz por su hermano y su esposa.
De pronto se escuchó una discusión proveniente del cuarto y ellas se observaron perplejas. La puerta se abrió y apareció el semblante ofuscado de Stev. Curiosas, ellas ingresaron tras el ademán que él les hizo y encontraron a Clarissa sentada en la cama, con los brazos cruzados y un ceño en su frente.
—Cuñadas, ¡ayúdenme a hacer entrar en razón a este hombre irracional y testarudo! —se quejó Clarissa.
—¿Disculpa? ¿Acaso hablas de ti? —interrumpió, tenso, su hermano desde el rincón opuesto.
Rissa lo miró con los ojos entrecerrados, y ellas a su vez estudiaron a la pareja, confundidas y extrañadas, pues nunca los habían visto discutir.
—¿Qué está pasando? Deberían estar felices… ¡Nos harán tías! —les dijo Daisy perpleja.
—Y lo estamos. Solo que este hombre necio pretende que le haga una promesa imposible y estúpida —se quejó Clarissa, apuntando con un dedo a su esposo, que apretó los dientes.
—¿Promesa, qué promesa? —inquirió, desorientada, Ros.
—Su hermano ha enloquecido. Insiste en hacer un acuerdo para que, si el bebé resulta ser niña, se postergue su presentación en sociedad hasta la mayoría de edad, y no solo eso, ¡pretende que se le prohíba a nuestra hija asistir a mascaradas y a Vauxhall! —explicó, iracunda, Rissa.
Las hermanas abrieron sus bocas asombradas y voltearon a ver al conde, que fulminaba a su esposa. Sus mejillas estaban ruborizadas y su boca, apretada en un rictus testarudo.
—¡Ay, hermanito! No nació y ya estás que te mueres de celos, ¡lo que te espera! —comentó Violett, y las mujeres estallaron en carcajadas.
Esa noche, las tres asistieron al baile de lady Landon acompañadas de Steven. Clarissa debió quedarse en casa y ya amenazaba con enloquecer si su esposo no mermaba en sus cuidados. El baile estaba a rebosar de invitados cuando ellos hicieron su entrada.
Había pasado una semana desde lo sucedido en la mansión Stanton y no habían tenido noticias de ninguno de los caballeros. Daisy suponía que lord Andrew había viajado a investigar lo del mapa. Le hervía la sangre al pensar que la había apartado de su propia aventura y se enfurecía al recordar que tenía sus cartas en su poder. La noche en la que había ingresado a su casa, Andrew la había humillado de la peor manera. En un principio, fue tan tonta como para pensar que él no la había reconocido, pero cuando la besó, supo que se estaba burlando de ella y que quería darle un escarmiento por desobedecerlo. Y lo había logrado, no quería volver a verlo. Se sentía mortificada y apenada al rememorar todas las veces que se había rendido entre sus brazos, al punto de abstraerse de todo. De olvidarse del mundo, de sí misma, de su caballero. Incluso teniendo a unos metros la prueba de que el vizconde era el ladrón de las cartas, ella se había entregado al placer de sus besos y sus caricias, y se odiaba por ser tan débil.
Pronto octubre llegaría a su fin y ninguna de ellas había tenido alguna petición de matrimonio formal. Desde el episodio en el jardín, donde había sido atacada, había coincidido algunas veces con West. Él le solicitaba bailes, la acompañaba a pasear por el jardín y hasta habían salido a Hyde Park. Ya no estaba tan segura de que él fuese el caballero desconocido. No sabía por qué, pero algo la hacía dudar. Por momentos, algo que él decía le hacía recordar a su caballero, pero luego esa sensación se esfumaba y era reemplazada por un extraño desasosiego. No obstante, no podía negar que le agradaba conversar con West y a menudo su corazón se aceleraba bajo su intensa mirada gris.
Por otro lado, creía que, de ser su caballero desconocido, a esa altura debería haber dado a conocer su identidad. Pero luego pensaba que tal vez él no la había reconocido. Después de todo, en sus cartas no había dicho nada que facilitara hacerlo. Solo que era hermana del medio, que era más bien tímida y amante de los libros y que sería presentada en sociedad esa temporada. También se había atrevido a comentar que no era una belleza típica y solicitada, más bien lo contrario. Pero esa descripción no le ayudaría a identificarla entre las cientos de debutantes. Solo quedaba un atisbo de esperanza, ella le había enviado una última carta diciéndole el nombre de su hermano y que estaría instalada en su casa al llegar a Londres, pero no había obtenido respuesta, aunque el cartero le había asegurado que la carta había sido retirada, lo que la dejaba igualmente confundida y nerviosa.
Además, estaba el hecho de que intuía que West solicitaría su mano y autorización para un cortejo formal. No sabía qué respondería Steven, pero no creía que se la denegara, pues a pesar de no tener título, lord Anthony era hermano del conde de Cavandish y proveniente de una de las familias más antigua de la nobleza inglesa. En síntesis, era un buen partido, y no siendo ella un éxito social, no podría aspirar a algo mejor. Y si era sincera, si no podía tener a su caballero desconocido, la idea de aceptar a West no le desagradaba, él era divertido, amable, ocurrente y culto. No la avasallaba ni alteraba, era un buen oyente y excelente conversador. Además de atractivo y seductor. En el tiempo que habían compartido, no había podido evitar preguntarle por su mejor amigo, ya que Steven no soltaba prenda, y ella quería enterarse de la investigación, pero West había dicho desconocer su paradero, y a Daisy le pareció que había algo que el hombre estaba evitando decir.
La noche transcurría entre bailes y conversaciones banales cuando vio aparecer a West. Vestía de etiqueta y esbozaba su traviesa sonrisa habitual, nada que ver con el gesto adusto que su mejor amigo conservaba siempre.
—Buenas noches, bella dama —la saludo él luego de hacerlo con sus hermanos.
—Milord —correspondió ella un poco ruborizada por tener sobre sí la mirada abrasadora del caballero.
—Déjeme decirle que su belleza esta noche me ha dejado sin aliento —confesó West sin soltar su mano.
Rosie soltó un jadeo, Violett arqueó una ceja y Steven frunció el ceño.
—Disculpe mi atrevimiento, lord Baltimore. Había planeado esperar a mañana para enviar una nota, pero con solo ver a su hermana, mi corazón se ha adelantado por mí —siguió diciendo lord Anthony sin apartar los ojos de la joven.
—¿Qué estás queriendo decir, West? Ve al grano —lo cortó Stev serio. Después de todo, conocía al hombre desde joven debido a su amistad con el hermano de Nicholas.
—Estoy diciendo que deseo que me conceda la mano de lady Hamilton en matrimonio —respondió el castaño con voz firme, desviando en ese instante la mirada hacia el conde, con solemnidad absoluta.