(…) Mi dama. Imagino que ya estará instalada en la ciudad porque no ha respondido mi última misiva. Como le dije, pronto estaré en Londres, ya no le escribiré para no arriesgar su reputación y que alguien pueda descubrir nuestro intercambio. Pero le dejaré mi dirección, que es más bien la de la casa de mi hermano. Por favor, no dude enviarme allí una nota con la suya. Yo estaré esperando por ti y te buscaré para desposarte. Quiero conocerte, quiero por fin tenerte entre mis brazos, pero sobre todo quiero mirarte a los ojos y saborear mi nombre en tus labios. Hasta que eso sea real, seguirás existiendo en cada uno de mis sueños (…).
Siempre tuyo, Caballero desconocido.
Extracto de una carta enviada a la Dama anónima.
—Bladeston —dijo la voz de Ethan, y Andy levantó la cabeza para encontrarlo tomando asiento frente a él.
—Wiiittttheee —pronunció con voz pastosa, intentado enfocar al duque.
—Recibí tu nota. Y te vi abandonar el salón intempestivamente. Estás borracho, hombre —señaló Ethan, arrebatándole el vaso al ver cómo el vizconde intentaba servirse otro trago y derramaba el contenido en la mesa.
—No, yyyooo essstoy… —negó Andy reclinándose hacia atrás.
—Esas botellas te desmienten —recalcó Ethan mirando las dos vacías—. Vine porque me citaste para darme novedades de la investigación, pero olvídalo, luego hablaremos, cuando no estés como una cuba —prosiguió él, negando con la cabeza.
—Yyya te dijjjje que no essstoy borrachhho. Solllo porqueee tu no be…bebass nunca, no quie... —replicó Andy con su ceño fruncido.
—Ya está bien. Por esto no bebo, me niego a hacer el ridículo y a perder el control de mí mismo de esta manera —contestó Ethan y miró a su amigo preocupado—. ¿Qué sucedió? Estás así por ella, ¿no? Por lady Daisy Hamilton... —preguntó serio.
—Ella… se va a casar con el imbécil de Tony… —balbuceó Andy y dejó caer la cabeza en sus manos; ya hablaba mejor, como si el recordatorio lo hubiese despabilado—. Porque… me rechazó para irse con él… No soy demasiado bueno para nadie… Todos me traicionaron, Brandon… Anthony; la mujer que creí encontraría al volver a Londres y jamás apareció a pesar de que le dije dónde encontrarme… Amelia… ella regresó… Y Daisy jugó conmigo… Yo… creí que estaba naciendo algo entre nosotros…, pero no… no significó nada para ella… solo un pasatiempo… —confesó con la mirada perdida.
Ethan elevó ambas cejas al oír su enrevesada confesión, alguna sospecha tenía ya sobre su relación con la dama, y creía recordar que el tal Brandon era el tío de Steven Hamilton, quien había engañado a Andrew haciéndose pasar por su amigo. Pero la tal Amelia no tenía idea de quién era.
—Todavía no está casada, hombre. La guerra no está perdida y no hay peor batalla que la que no se pelea —respondió algo incómodo, él no era de los que daban consejos de ningún tipo, y menos de amor—. Y de verdad, ya sabes que West es un arrogante bastante inescrupuloso. No creo que esté interesado en verdad en la joven; si la deseas para ti, no te rindas sin luchar —terminó el duque, y Andy se quedó en silencio, con la vista puesta en su rostro.
—Él sí la quiere. Lo noté desde el primer día en que la conoció, no dejó de rondarla y preguntarme por ella. Y él tiene mucho más fortuna que yo, que tengo una situación aceptable a pesar de tener título. Ni siquiera tengo una propiedad que me pertenezca, tal vez por eso ella decidió aceptarlo —enfatizó Andrew esbozando una mueca mordaz.
—No conozco a la joven, mas por lo que he podido ver, ella no parecía muy feliz con el anuncio del compromiso —comentó el duque, lo que hizo que los ojos de Andy volasen de nuevo hacia él.
—¿Por qué lo dices? Yo la vi muy bien cuando fui a hablarle —preguntó con gesto adusto.
—Lo digo porque, solo unos minutos después de que te fueras, lady Hamilton sufrió un desmayo en pleno salón y… ¿a dónde vas? —se interrumpió el duque al ver que él se levantaba con urgencia.
—Tengo que verla… —fue lo último que dijo, y se perdió por el pasillo que llevaba a la salida del club.
Ethan se recostó en el asiento y negó con la cabeza cuando un lacayo le ofreció servirle. Tendría que empezar a tomar las riendas de la investigación él mismo. Andrew estaba demasiado implicado y prácticamente no habían avanzado nada. Por eso, él se negaba a complicarse la existencia con las mujeres, ellas solo eran buenas para una cosa, y fuera de eso, solo traían problemas. No tenía más que moverse un poco y el ardor en el hombro le recordaría cuán cierto era aquello. Mejor no invocar al demonio, aunque le divertía recordar la reacción de esa mocosa al verlo ingresar al salón del conde de Cavandish.
Violett Hamilton ya lo creía muerto al parecer, y verlo vivo y coleando no le sentó muy bien. Y la comprendía, porque hubiese sido mejor para ella que el tiro no se desviara. Aprendería que con él no se jugaba y que el que se la hacía, se las pagaba.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Rosie y depositó la taza de porcelana en la mesita junto a la cama de Daisy.
—Sí, estoy bien. No se preocupen, vayan a descansar —respondió Daisy con un ademán de su mano.
—Sisy…, no nos iremos aún. ¿No piensas explicarnos qué está pasando? Te comprometiste con West, y después te desvaneciste y parecías un cadáver, y ahora pretendes que… —replicó, airada, Violett.
—Letty, ¡basta! —la cortó, con voz firme, Rosie, y la otra gemela enmudeció sorprendida—. No es momento, Daisy no se siente bien y no nos necesita sobre ella importunando. Cuando esté lista nos dirá, ella sabe que puede confiar en nosotras —afirmó Ros, se inclinó para darle un beso a su hermana y luego se volteó hacia la puerta—. Vamos —llamó a la otra, y Violett solo asintió pasmada y, tras darle un apretón en su mano, siguió a su gemela.
Daisy soltó el aire con pesadumbre, cerró los ojos un momento y, otra vez, apareció el rostro de Andrew mirando a esa mujer, la expresión de angustia, de anhelo, la desesperación en su voz, todo junto. Y regresaban esas palabras: «No has interrumpido nada, solo conversaba con una pariente política…».
El dolor que había sentido al oírlas fue tal que sintió deseos de desaparecer, y así lo había hecho. Retrocedió aturdida, buscando a tientas alguna vía de escape, algo que le permitiera salvar su dignidad al menos. Y unos metros más allá, había vislumbrado una puerta de madera, lateral. Girando el picaporte, comprobó que no tenía llave y la abrió con precipitación. Pero antes de traspasar el umbral, había mirado atrás y vio a la mujer rubia lanzándose con ímpetu a los brazos de Andrew y a este rodeándola con ellos.
No había sido capaz de mirar más. Ingresó a la mansión sintiendo el cuerpo agarrotado y la sensación de que se desmayaría en cualquier momento, y entonces, con la vista más borrosa por las lágrimas retenidas, había colisionado contra un cuerpo.
—Lo si… siento —había balbuceado, estabilizándose y esquivando al hombre sin levantar la vista.
—Lady Hamilton, la estaba buscando —había dicho él y la detuvo por su brazo.
Daisy había levantado la cabeza, vio el rostro confundido de West y, sin saber el motivo, toda la angustia que venía reteniendo la saturó y rompió en llanto. El caballero la miró consternado y, a continuación, la envolvió en un fuerte abrazo. Daisy había llorado desconsolada, incapaz de continuar reprimiendo la devastación que sentía por dentro. Ya nada sabía, lo que sentía, lo que debía hacer y qué esperar de su futuro. Mientras tanto, West la contenía, pero manteniendo el respeto y sin preguntarle nada, lo que la reconfortó y le transmitió tanta calma y paz, que por fin el nudo de angustia en su pecho mermó y sus lágrimas cesaron lentamente.
—Disculpe, lo siento mucho, yo… mejor me voy —se había excusado mortificada, se separó del hombre y pegó su barbilla lo más que pudo a su pecho, incapaz de dar la cara.
—Milady, espere —había hablado, con suavidad, West, y cuando ella lo hizo, él tomó su barbilla y se la levantó despacio—. Míreme, no tiene de qué avergonzarse, todo lo contrario. Y aunque no lo crea, yo la entiendo —le había dicho cuando sus ojos se encontraron, y el brillo que sus pupilas grises despedían la conmovió.
—Yo… no sé qué decir, milord —había susurrado ella, aceptando el pañuelo que le ofreció.
—No es necesario, ya lo he adivinado. Sé que algo sucede entre Andrew y usted, y también sé que él está enamorado de otra mujer —había declarado, y Daisy se ruborizó más, avergonzada—. Pero también sé que me gusta de verdad, milady, que yo la quiero, y por eso no deseo que se sienta presionada ni obligada conmigo. No se preocupe por mí, yo sé lo que se siente amar en silencio y puedo comprender su dolor, solo permítame decirle que usted es maravillosa, y si ese caballero no lo puede ver, no vale ninguna de esas lágrimas y estará mejor sin él —prosiguió, y sonrió con resignación y tristeza—. Venga, la acompañaré de regreso al salón y veremos la manera de entrar sin que nos vea nadie… —le había indicado luego de unos segundos en los que solo se miraron en silencio.
—Un momento… —le había frenado, con brío, Daisy, a lo que él respondió deteniendo la marcha—. Acepto su propuesta, me convertiré en su esposa, milord —había anunciado ella, y la felicidad absoluta adornó el rostro de su futuro esposo.
Después de eso, había sucedido todo con demasiada rapidez; el encuentro con Andrew junto al escenario; el anuncio y la sensación de pánico que le supuso un desmayo al caer en cuenta de lo que acababa de hacer. Más tranquila en su cuarto, comenzaba a ver las cosas desde otra perspectiva. Ella ya no era una niña, era una adulta que debía tomar sus propias decisiones. No podía seguir depositando sus sueños y esperanzas en un hombre que ni siquiera estaba allí, alguien al que nunca había visto en persona. Tampoco debía seguir exponiendo su corazón y reputación con un hombre voluble e inmaduro que no sabía lo que quería y que ya estaba claro que amaba a esa mujer. Y por eso cobraba sentido la manera en la que la había tratado, mostrándose tan pronto deseoso como atormentado. Y era que Andrew se sentía indudablemente atraído por ella, pero no era libre, y la culpabilidad lo perseguía. Y ella no podía continuar accediendo a sus caprichos, que no hacían sino dañarla. Por último, estaba West, que se había convertido en un amigo, alguien que la hacía sentir bien, a salvo, la hacía sonreír. Tal vez no era quien pensaba y no se tratara del caballero desconocido finalmente, pero ya no importaba, lord Anthony era real y estaba allí para ella. Por eso se casaría con él y trataría de cumplir su deseo de tener una familia.
La puerta de su cuarto se abrió y Daisy no hizo ademán de abrir los ojos, ya sabía que Violett regresaría, era obvio que no se rendiría en su empeño de saber lo que sucedía.
—Violett…, ve a dormir. Tengo mucho en qué pensar, prometo que en la mañana te explicaré lo de mi compromiso y todo lo que quieras saber —le dijo con voz cansada, sin moverse de su postura recostada.
—Lo siento, pero de aquí no me muevo hasta saber lo que quiero —espetó una voz grave.
Estupefacta, Daisy quitó el brazo de sus ojos y se sentó bruscamente, mirando incrédula hacia el hombre apoyado en la puerta, que la miraba con los brazos cruzados y una mirada intimidante en sus ojos azules.
—¿Qué crees que haces aquí? Sal de mi cuarto ahora, milord —ordenó iracunda.
—Vine a ver a mi hermana para felicitarla por su futuro bebé y me invitó a quedarme —le informó, ignorando su orden.
—Pues no me importa. Este no es el cuarto de su hermana, es el de una pariente política, y una que gritará si no te largas ya mismo —alegó, con irritación, Daisy.
El vizconde arqueó ambas cejas, se enderezó y comenzó a acercarse lentamente hacia ella. Daisy se tensó al ver que no se detenía y retrocedió en la cama hasta quedar con la espalda apoyada en el respaldar.
—Adelante, grita, hazlo. Y se te frustrará ese compromiso, que es tan falso como West —le desafío con tono mordaz y bajo, y se cernió sobre ella, con un brazo a cada lado de su cuerpo y el rostro a pulgadas del suyo.
—No es falso. Es auténtico, y West es un verdadero caballero, no como tú. Ahora vete —respondió, furiosa, ella, fulminándolo con los ojos.
—Eso no es cierto, no puede ser auténtico cuando el corazón y el cuerpo de la novia no están disponibles porque no le pertenecen —rebatió Andrew y dejó vagar su mirada por todo su rostro, lo que hizo que ella contuviera el aliento al percatarse del fuego en sus ojos y de su íntima proximidad.
—Aléjate, estás loco y, además, borracho. Mi corazón y cuerpo son solo míos y de nadie más —le reprochó Daisy apartando su cara al recibir un ligero aroma a whisky.
—Claro que no. Me pertenecen y lo sabes. Y sí, estoy borracho. He bebido tanto whisky como pude, tratando de olvidar tus ojos dorados, tus labios que me saben tan dulces y amargos, tu cabello que me recuerda a un atardecer en casa, a esa niña que jugaba junto al gran árbol de roble y yo miraba desde lejos. A la mujer que siento mía y al mismo tiempo ajena; te siento cerca y a la vez tan lejos. Siento que te conozco más que a mí mismo, y después que eres una extraña. Que eres a quien busco, pero no tienes su cara, su voz, su nombre —confesó, tomando su rostro entre sus manos y taladrándola con una mirada atormentada.
—Andrew… —susurró, con voz quebrada, ella, sintiendo su dolor como el propio, sintiendo impotencia al recordar a la mujer del jardín y odiándose por no poder echarlo de su vida como se merecía, como se había propuesto.
—Daisy… —murmuró él también, y sucedió lo inevitable, sus bocas se fundieron como las llamas en el fuego.