CAPÍTULO 20

(…) Porque los celos son el furor del hombre (…).

Proverbios 6:34

La fuente ubicada en el centro del jardín de lady Harrison era enorme además de bella. Una muchacha con aspecto de campesina y silueta redondeada sostenía sobre su hombro derecho una vasija por donde caía un gran chorro de agua. Sus rasgos sencillos, su sonrisa, al igual que su mirada dulce, reflejaban una belleza serena y cautivadora. Parecía antigua, y por un instante, la atormentada mente de Andrew se distrajo cavilando a qué período pertenecería y quién era el artista creador.

No obstante, hasta aquella estatua le recordaba a ella. A la dama que estaba poniendo su mundo del revés. La mujer que, sin saber cómo, tenía el inquietante poder de desestabilizar su realidad, de hacerle replantearse todo lo que creía irrevocable; sus sentimientos, decisiones, perspectivas, objetivos, pensamientos. Incluso su pasado y su presente, pero sobre todo su futuro.

Esa noche, cuando había intentado hacer tambalear la rígida fachada de imperturbabilidad que Daisy parecía siempre levantar entre ellos, fue que sucedió lo inconcebible, pudo ver, sentir, palpar el instante en que Daisy había aceptado el innegable lazo que existía entre ellos, y fue consciente de su temor, de sus anhelos y de su corazón. Había percibido el momento en que ella soltó el poderoso agarre que sujetaban las cuerdas de su alma. Había logrado su objetivo, sí, más nunca creyó encontrar con ello, en la debilidad expuesta de la joven, su propia perdición.

Entonces sintió esa atroz sensación de tener el alma expuesta cómo nunca antes, abierta a la mirada dorada de la dama, sin reservas ni secretos, sin defensas ni ambages. Sintió como si le hubieran arrancado el corazón del pecho, su ser en carne viva. Se sintió despojado por completo, desnudo, amenazado, débil. Y tuvo miedo, un terrible terror se había apoderado de él. Su sentido de supervivencia se había activado, las murallas que protegían su corazón del dolor y la traición, temblando peligrosamente ante ese ataque, se habían replegado y huyó lo más lejos posible.

Unos pasos apresurados resonando en la grava lo sacaron de su ensimismamiento y levantó la cabeza para ver pasar una figura masculina casi corriendo. Intrigado, se puso de pie y se asomó al camino. Su ceño se frunció al reconocer la silueta de Anthony, y sus ojos se abrieron al notar que este se encontraba abrazando a una mujer aferrada a sus hombros. Tony la apretaba contra su pecho y acariciaba su cabello y su espalda.

Un presentimiento repentino espoleó a sus pies a salir de detrás del seto y acercarse a la pareja. Estando a solo unos pasos, tuvo una mejor visión de la mujer y, ayudado por la luz de los faroles, reconoció el cabello rizado y rojizo de lady Daisy.

Su cuerpo por entero se tensó, y la cólera lo hizo temblar con fuerza. Su amigo le estaba susurrando algo a ella y acariciaba su cara; desde donde los miraba, no podía ver el rostro de Daisy, pero sí darse cuenta de que ella parecía recibir esas atenciones con agrado.

Un gruñido brotó de su garganta y la ira lo hizo paralizarse en el sitio. Daisy se separó de West y miró por encima de su hombro, justo hacia él. Andrew apretó los dientes al ver su gesto de alarma y temor cuando sus ojos se encontraron. Su sonrisa desapareció de golpe y una máscara fría la reemplazó; eso, a Andy, le cayó como una patada en el estómago, incrementando su furia.

Al parecer, acababa de interrumpir un encuentro de enamorados. No sabía qué le desquiciaba más, si ser consciente de ello, o que la sola idea le enfermara. Daisy pareció amedrentarse bajo su gesto despreciativo y fulminante porque retrocedió varios pasos y se giró hacia la casa.

«Ah, no… De aquí no se larga sin darme una explicación».

—Alto ahí, milady —exclamó. Su voz se oyó como un gruñido. La joven se detuvo de golpe, como si de una marioneta se tratara.

El vizconde avanzó hasta quedar junto a Tony, quien los miraba incómodo. Solo entonces observó el estado caótico de la dama. Su expresión rígida no se inmutó, pero un nudo de miedo atravesó su garganta al repasar el aspecto de Daisy, su vestido rasgado y sucio, sus guantes manchados y descocidos, su peinado desecho y repleto de hojas, su rostro cubierto de tierra y con rastro de lágrimas.

—Ahora mismo me explicarás de dónde vienes y qué diablos te pasó —ladró Andy, su voz dura y rabiosa, dispuesto a acabar con el culpable de aquello.

Lady Daisy lo encaró totalmente y, a pesar de que su temblor era visible, se irguió y levantó la barbilla.

—No tengo por qué darle explicación alguna, milord. Y usted no puede darme órdenes, no es nadie para hacerlo —respondió con desafío y tono indolente.

—Soy el encargado de cuidarte esta noche. Me dirás qué te sucedió ahora, Daisy. ¿Quién te hizo esto? Dímelo antes de que lo averigüe por mí mismo y todo se ponga peor —rebatió, apretando las manos en puños, su estómago contraído de angustia.

—Solo… yo… me caí —balbuceó ella, desinflándose, intimidada. Sus ojos, abiertos se desviaron hacia Anthony y regresaron a él.

—Es suficiente, Bladeston. ¿Qué pasa contigo? Pareces un perro rabioso. Déjala en paz… ¿No ves que la dama está angustiada? —intervino Tony, se interpuso entre ellos y rodeó los hombros de la joven con su brazo izquierdo.

Andrew se encolerizó ante sus palabras y su comportamiento posesivo, ante el mensaje de pertenencia y familiaridad que ese gesto demostraba. Su vista se nubló y lo hizo ver todo bajo un velo de irracional furia.

—¡Suéltala! ¡No la toques, infeliz! —rugió, se abalanzó sobre su amigo y lo separó de un empujón de una aturdida Daisy.

—Detente. ¡Eres un lunático! Márchate y deja de ser mal tercio y fastidioso —le gritó, a su vez, West, empujándolo también.

—¡Cabrón! ¡Si la tocaste, te mataré! ¡Te despedazaré, malnacido! —bramó al oír la velada indirecta que le daba a entender que estaba interrumpiendo un revolcón entre la pareja.

Anthony rio con cinismo, y el vizconde le estampó su puño derecho en la mandíbula, lo que ocasionó que su cabeza girara con violencia hacia un costado. Daisy gritó y luego jadeó espantada, mientras los hombres rodaban en el suelo dándose puñetazos mutuamente.

***

La fachada de la mansión permanecía sumida en la oscuridad, la reja exterior estaba cerrada y parecía que todos los habitantes de la casa dormían. Por un momento, Andy consideró rodear la propiedad para intentar colarse al interior por una ventana, pero luego desechó esa idea, podría ser interceptado por el vigilante apostado allí. Después de todo, él era parte de la familia, el lacayo que estuviese de guardia no le negaría la entrada.

Decidido, abrió la reja y caminó hasta la puerta principal, donde tocó la aldaba. El rostro del joven sirviente que atendió el llamado denotó sorpresa, aunque no tardó en reponerse y hacerlo ingresar.

—Los señores se han retirado hace varias horas, milord —le informó el lacayo como si él no supiera eso.

—Lo… sé… no… nes… los moleste. Me sé… el camino, buenas noches —pronunció, con dificultad, Andy y procedió a subir al piso superior, tambaleándose torpemente y soltando una risa al tropezar en un escalón, bajo la atónita mirada del sirviente.

Una vez que estuvo en el pasillo que daba al ala este de la mansión, se enderezó y caminó con agilidad hacia la última puerta. Comprobó que nadie saliera de los otros cuartos, que sabía de primera mano que estaban todos vacíos a excepción de tres habitaciones. Giró con suavidad el pomo y se deslizó al interior de la alcoba.

La estancia estaba oscura y por la ventana cerrada se filtraba la luz de la luna a través de las cortinas semiabiertas. Además de una gran cama de postes y dosel, completaban el mobiliario color blanco del lugar un ropero, un escritorio, un hermoso tocador y un biombo. El característico aroma que últimamente parecía tener grabado en sus fosas nasales flotaba en el cuarto y lo invitaba a aspirar con frenesí, como si de una droga se tratara.

El pulso, desde que había avistado la femenina figura durmiendo de costado en la cama, corría acelerado y ardiente en sus venas, y su respiración se oía en el silencio, agitada y ruidosa.

Incapaz de contenerse, se sentó junto al cuerpo dormido y se cernió sobre ella. Sus ojos bebieron de esa visión soñada, recorriendo su anotomía vestida con un camisón blanco enredado entre unos blancos y bien formados muslos. El aire se le cortó y casi se atragantó con su propia saliva.

Tal vez se le escapó un gemido tortuoso, ya que la mujer se sobresaltó y giró sobre el colchón con inesperada rapidez hacia él. El espanto deformó sus rasgos y su boca se abrió dispuesta a soltar un grito de alarma.

—¡Shh! —se apresuró a decir Andrew, abalanzándose sobre ella y tapando sus labios con su mano izquierda, al tiempo que la derecha sostenía sus rodillas para frenar su intento de golpearlo, y su tórax presionaba la parte superior de su cuerpo contra la cama, refrenando sus movimientos frenéticos—. Haz silencio, Daisy. No quieres despertar a la familia, ¿no es así? —le advirtió con su rostro pegado al de la dama.

La joven se paralizó al oír su murmullo grave. Y sus ojos se abrieron más todavía. Una vez que estuvo seguro de que ella no gritaría, el vizconde quitó su mano y la dejó apoyada junto a la cabeza de ella, reduciendo su espacio considerablemente.

—Quítate de encima o gritaré —le ordenó con mirada acuchilladora, en un resuello. Su pecho subía y bajaba acelerado.

—Uhm… no lo harás, mi dulce margarita —negó Andy y dejó que sus labios acariciaran su mejilla con cada palabra pronunciada, arrastrándolos después por la piel de su barbilla y rozando la sensible piel de su cuello, donde se detuvo a absorber su enloquecedora fragancia—. Y no lo haré. Esta vez, no pienso alejarme, no hasta que tú y yo aclaremos varios asuntos —siguió el vizconde, sintiendo como toda ella se estremecía y sus vellos se erizaban.

—Vete de aquí, Andrew, te lo advierto. Has perdido el juicio, te estás comportando como un salvaje, ¡suéltame! No hablaré contigo —pataleó, furiosa, la joven, removiéndose infructuosamente.

—Por mí está bien, sé que tarde o temprano obtendré lo que quiera de ti. Pero si no quieres hablar, acepto tu propuesta —contestó Andy con tono sardónico y petulante. Jadeó al sentir en su propio cuerpo el efecto de los movimientos inconscientes de la dama.

—Pero… de qué demonios hablas aho… —inquirió, con rabia, Daisy.

La boca del vizconde ahogó el resto de su reproche, descendiendo sobre la de ella, para besarla voraz y hambriento.