(…) La emoción me invade con solo imaginar que algún día podría ver mis ojos reflejados en su mirada (…).
Dama anónima
Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido
Londres, octubre, 1815
El momento tan esperado había llegado, ese día sería presentada en sociedad. Su vida cambiaría a partir de que pusiera un pie en ese baile.
Parada frente al espejo, Daisy miraba su reflejo con absoluto pasmo. No podía creer que esa mujer que le devolvía la mirada, con sus ojos abiertos de par en par, fuese realmente ella.
Su doncella le sonrió orgullosa y, haciendo una reverencia, salió de su habitación.
Cuando dos meses atrás su cuñada Clarissa regresó de su viaje de novios y les informó que sería su madrina y patrocinadora, las tres hermanas habían sonreído aliviadas, pues la rubia esposa de su hermano no solo era de su edad, sino que tenía un gusto exquisito y, además, sabría escoger los mejores eventos.
No obstante, cuando Rissa había comenzado a inspeccionarlas con intensidad, sobre todo a ella, su piel se estremeció. Por la expresión de la condesa, se traía algo entre manos, y eso le había provocado intranquilidad. Clarissa pareció adivinar sus pensamientos porque apoyó sus manos en sus hombros y, con su bella sonrisa, había dicho: «No te preocupes, querida, te transformaremos en un bello cisne. Dejarás a todos los caballeros de la alta sociedad con la boca abierta, y en menos de lo que crees, conquistarás el corazón del hombre que tu corazón desee».
Daisy sonrió al recordar aquello, algo que había sido el preludio de dos meses de completa locura y frenesí. Literalmente, habían asaltado cada tienda de Bow Street, atiborrándose de vestidos de todos los colores y telas, cintas, guantes, sombreros, abrigos, pieles, capas, medias y más.
Y en ese momento, viendo el resultado final, podía apreciar el esfuerzo y asegurar que había valido la pena. Su cuñada había hecho un excelente trabajo con ella. Parecía una mujer bonita, no una beldad, por supuesto, pero al menos no debutaría y sería clasificada como florero, o peor, como ese desafortunado grupo llamado «Demasiado feas» del que Clarissa les había hablado.
Al salir al pasillo, se encontró con sus hermanas que dejaban también sus respectivas alcobas. Ambas estaban absolutamente hermosas, su belleza quitaba el aliento y serían proclamadas las beldades de la temporada, estaba segura.
—¡Oh, por Dios, Sisy, estás hermosa! —exclamó Rosie, llamándola por su apodo de la infancia, esta tenía puesto un vaporoso vestido rosa pálido de encaje y organza, y su cabello dorado recogido en un rodete hecho de trenzas, adornado con perlas y pequeñas piedras de oro blanco.
—Es cierto, hermana, casi no te reconozco —agregó Violett, que parecía una aparición con su atuendo color ocre y su cabello peinado de costado, sujeto con un broche azul brillante con incrustaciones de diamantes, que dejaba un hombro a la vista.
—Ustedes están tan bellas y me recuerdan tanto a madre. Creo que padre y ella estarían muy orgullosos de las encantadoras damas en las que se han convertido —respondió, emocionada, Daisy, tomando las manos enguantadas de sus dos hermanas.
—Oh, Daisy, todo te lo debemos a ti —afirmó, llorosa, Rosie.
—¡Oh, por favor, nada de lágrimas! O tendrán que volver a rociar sus caras con ese asqueroso polvo blanco. Y yo me niego a pasar por esa tortura nuevamente, a duras penas estoy soportando ir embutida en este ridículo atuendo —alegó, con su habitual tono quejoso, Violett, aunque ella sabía que su mirada verde estaba también empañada, pero había interrumpido el momento emotivo con su histrionismo para hacerlas reír a carcajadas.
—¡Por los clavos de Cristo!, ¡pero qué hice para merecer esto! ¡Rayos, maldición, diablos! —vociferó su hermano, parado en el vestíbulo, dando vueltas como un loco y tirando de su cabello con desespero. Estaba vestido muy elegante, con su chaqueta burdeos y pañuelo a juego.
—¡¿Pero qué te sucede, marido?! —lo interrogó, sobresaltada, Clarissa, que estaba a su lado, ataviada con un vestido carmesí oscuro.
—¿Stev? —graznó, asustada, Daisy, mirando el rostro pálido del conde que, a su vez, tenía la cabeza inclinada hacia atrás, con la vista clavada en el techo y respirando agitado.
—Está bien, de acuerdo —contestó con un tono estrangulado, como si se lo dijese a sí mismo. Luego de unos segundos, donde todas lo miraron perplejas, dijo—: No se preocupen, todo está en orden. Me he estado preparando para este día durante una década, pero… ¡Demonios, ¿por qué carajo tienen que ser tan bellas?! —había empezado a decirlo tranquilo, para terminar vociferando desencajado al final.
Ellas se miraron divertidas y se abalanzaron sobre su hermano para llenarlo de besos y mimos.
—Ay, esposo…, no puedes con tu genio —se burló Clarissa, que contemplaba la escena con ternura.
—¿Acaso estás celoso, hermano mayor? —preguntó Rosie, apoyando su cabeza en el hombro se Steven como le gustaba hacer.
—¿Celoso? No, ¡para nada! Solo estoy rabioso. No sé cómo resistiré que esos perros sarnosos se les acerquen. ¿Están seguras de que quieren hacer esto? Porque no es necesario. Perfectamente pueden quedarse al lado de su hermano y cuidarlo hasta que esté viejito y achacado, y recién ahí buscar un marido —les propuso el conde con su legendaria sonrisa y un brillo esperanzado en sus ojos verde dorados.
—Estás loco, hermano. Estas dos no creo que lo deseen, pero yo lo pensaré, la idea no me desagrada —adujo, risueña, Violett, recostada en el otro hombro.
—Eso es imposible, ya que seríamos tan ancianas como tú —rebatió, con hilaridad, Daisy, levantado su cabeza del pecho de su hermano para fijar la vista en él.
—Ese es justamente el plan, Sisy… —anunció, con gesto cómplice, Stev, cerrando un ojo con picardía.
Por consejo de su cuñada, habían decidido no hacer su primera aparición en Almacks, pues Daisy no tenía la edad adecuada para ello. Ya que en breve cumpliría su diecinueve aniversario, habían acordado esperar el cumpleaños número diecisiete de las gemelas para hacer una presentación en conjunto.
Por ese motivo, habían escogido el baile de lady Malloren, una amiga de la familia Stanton, para hacer su debut social. Algo que había aliviado a Daisy, puesto que se hubiese sentido fuera de lugar, rodeada de jovencitas vestidas de blanco impoluto. Además de que, dada su contextura, no le iba nada bien dicho color.
Tras saludar a los duques de Malloren, el grupo traspasó las puertas de la entrada y se detuvieron al inicio de la escalinata que llevaba al salón de baile, donde aguardaron a ser anunciados en voz alta. Los nervios tensaron el estómago de por sí contraído de Daisy cuando las conversaciones cesaron abruptamente y cada cabeza de la estancia giró en su dirección.
Ese instante era crucial y determinante, era el que definiría el resto de su experiencia en sociedad. Pues, por desgracia, en su mundo superficial, lo que valía era la primera impresión. Y por más cualidades o virtudes que pudiese poseer, nada de eso contaba para sus crueles pares, que solo demorarían lo que sus ojos tardaran en recorrer su anatomía de arriba abajo para etiquetarlas y clasificarlas en algún grupo.
Los condes de Hamilton sonrieron y brillaron con su dorado esplendor, y con ese acto, el lugar que parecía detenido en el tiempo volvió a la realidad y las personas reanudaron sus charlas cual autómatas.
—Han pasado la prueba, vengan, es hora de conquistar Londres —las animó Clarissa feliz y entusiasmada.
Daisy miró a sus hermanas, una parecía nerviosa y salió tras su cuñada con paso tembloroso, y la otra, incómoda, blanqueó los ojos y siguió a la primera. Por su parte, Daisy cerró la marcha, rogando en su interior que pudiese sobrevivir a esa experiencia.
Dos horas después, Daisy había entrado en desesperación. No entendía lo que sucedía con ella. El lugar era idílico, tal y como lo había imaginado. Cortinas de seda, arañas de oro que colgaban del techo abovedado y decenas de candelabros que adornaban los rincones. Había conocido a muchas personas y ya había recibido multitud de invitaciones para diversos divertimentos sociales. Después estaban los caballeros, los había de todos los tipos: altos, bajos, delgados y rechonchos, insufribles y amables, aburridos y ocurrentes. Había bailado con cada uno hasta que le dolieron los pies, pero en ninguno encontró lo que esperaba.
No halló empatía, calidez, intriga, ni conexión alguna. Puede que se debiera al hecho de que Steven no se había separado de su lado y era quien decidía a quién sería presentada, y aquello tal vez intimidaba a sus acompañantes. O, a lo mejor, eso que buscaba podía estar entre los lores que su hermano se había encargado de espantar con una mirada furibunda, vaya a saber Dios por qué. O quizás el problema era que ella estaba muy ansiosa e impaciente.
No. No podía continuar negándolo. Esos no eran los motivos de su desencanto. El conflicto y la decepción que sentía solo estaban basados en una sola cosa.
«Él...».
Lo buscaba en cada sonrisa, en cada palabra, en cada rostro, a pesar de no conocer su cara ni su nombre. Pero su corazón sí que lo sabía, lo esperaba, lo anhelaba… lo amaba.
¡Qué tragedia! Se había enamorado de un hombre que nunca había visto, con el que solo se había comunicado por carta, pero con quien en esos meses transcurridos había desarrollado una conexión única y casi mágica, profunda y trascendental. Y necesitó llegar a aquel momento para dejar de callar lo que su corazón le gritaba… que su amor le pertenecía a él, al hombre detrás de esas letras.
Al Caballero desconocido…