(…) Hay quienes pretenden ser ricos y no tienen nada; y hay quienes pretenden ser pobres y tienen muchas riquezas (…).
Proverbios 13:7
Los días siguientes al secuestro de Daisy transcurrieron como un suave suspiro para ella. El escándalo por la cancelación de su boda con West y posterior ruptura de compromiso rodeaba a toda la familia. Por supuesto, nadie se atrevía a cerrar las puertas por completo a una de las familias más importantes de Inglaterra que, además, estaba emparentada con el duque de Stanton y, por ende, con el marqués de Arden y su hijo, el conde de Gauss, el conde de Lynn, que era Jeremy, aunque aún no estuviese al frente de su herencia, y que contaba con el apoyo del duque de Riverdan también. Aunque sí, las invitaciones a bailes y eventos a los que estaban invitadas las hermanas Hamilton habían mermado considerablemente. Por todo aquello, habían decidido que Andrew y ella se casarían utilizando una licencia especial, y lo harían en dos semanas, que era lo que demoraban en salir las amonestaciones para el enlace.
Ella estaba exultante de dicha y sabía que el vizconde también, lo veía en sus ojos, que brillaban intensamente cada vez que la visitaba. No obstante, en los últimos días no había tenido oportunidad de verlo, ya que él, Riverdan y los demás estaban muy ocupados buscando dilucidar las coordenadas del mapa. Clarissa y ellas se habían quedado en la ciudad debido a los compromisos que tenían y que, amen de ser casi unas parias sociales, no podían declinar si pretendían que sus hermanas consiguieran casarse. Algo que a las gemelas les preocupaba poco y nada. Violett se mostraba hastiada y aburrida de su debut social, pasaba cada noche refugiada en su habitación. Rosie parecía estar más sumergida en su mundo que nunca y prácticamente se dedicaba a leer nada más. Su cuñada todavía sentía los efectos de su estado de gravidez y por eso habían asistido a los últimos bailes en compañía de lady Asthon, la anciana tía de Lady Elizabeth, que ejercía de carabina, hecho que agradecieron mucho, ya que nadie se atrevía a hacerles un desplante en presencia de la cascarrabias matrona. Además, se abocaron a organizar su boda en tiempo récord. Se casarían en los jardines de Sweet Manor, la casa de retiro de la familia de Andrew, y pasarían su viaje de novios en Francia. Al regresar, se instalarían en una de las propiedades que el duque les había obsequiado como regalo de bodas. Se trataba de una preciosa mansión de dos plantas, ubicada en Berkeley Square, que, además de contar con una inmensa biblioteca, tenía un hermoso jardín y también un invernadero. El vizconde le había explicado que, si bien él no tenía fortuna, su difunto padre había estipulado que recibiese una generosa pensión, y eso, sumado a la remuneración que recibía por su trabajo como estudioso de lenguas y documentos antiguos, les alcanzaría para llevar una vida holgada, aunque no de lujos excesivos.
A ella no le importaba, solo quería estar con Andy, lo demás la tenía sin cuidado. Era consciente de que cuando Andrew le había explicado aquello, por un momento, había visto brillar el temor y la inseguridad en sus pupilas azules. Y aquello la impulsó a hacerle comprender que para ella no eran importantes la riqueza ni la posición, sino él, su corazón y amor, eran lo único que necesitaba para ser feliz.
La emoción la embargaba al pensar en la próxima aventura que emprendería después de casarse, y no veía la hora de que llegara el fin de semana. En dos días se casaría con su caballero desconocido.
Esa misma tarde, su mayordomo le informó que tenía una visita. Daisy se sorprendió, ya que, debido a los rumores, nadie en su sano juicio querría ser visto allí, pero más que intrigada le pidió al criado que guiase a la visita al salón destinado para ello. Luego de comprobar que estuviese decente, se encaminó hacia el salón verde, entró y se quedó parada en la puerta, asombrada.
Anthony West se encontraba de espaldas a ella, contemplando el exterior por la ventana. Llevaba vestimenta oscura y un vendaje que inmovilizaba su hombro y su brazo izquierdo. Verlo en su casa la paralizó, pues desde el día de su fallida boda no lo había vuelto a ver. Él pareció sentir su presencia porque se volteó y la enfrentó con expresión seria, lucía bastante desmejorado, su rostro estaba pálido y más delgado, pero seguía viéndose atractivo y varonil. Por unos segundos, ninguno habló. Hasta que ella salió de su estupor y caminó hacia uno de los sillones.
—Buenas tardes, milord —dijo carraspeando incómoda.
West le hizo una reverencia y un ademán para que se sentara y después hizo lo propio frente a ella.
—Lamento haberme presentado sin avisar —comenzó él, su gesto era tenso.
—No es molestia —se apresuró a negar ella, que estaba sintiendo emociones encontradas. Por un lado, estaba molesta con él por haber intentado engañarla, y por el otro, se sentía agradecida por la manera en la que él había arriesgado su vida para salvarla, y más asesinando a su hermano en el proceso.
—Yo… me iré. Debo ocuparme de los asuntos del condado y los negocios que tenía Charles… —siguió él, tragando saliva, parecía nervioso.
—Claro, es el nuevo conde de Cavandish —asintió Daisy al ver que no seguía su discurso.
—Sí. Pero no quería irme sin verla, Daisy —afirmó West, y sus ojos grises la estudiaron con fijeza—. Yo… quería pedirle perdón por todo el daño que causé y que ocasionó mi hermano. Lo lamento mucho, y entenderé si usted me odia ahora mismo —continuó en voz baja, ella negó ante eso último, pero él no la dejó responder—. Yo no le mentí en nada de lo que dije después de que comenzáramos a tratarnos. Usted me encandiló desde el primer momento en que la vi, y no quería casarme para obtener el mapa, sino porque la deseaba como esposa —declaró con firmeza, y ella solo pudo contener el aliento y ruborizarse incómoda.
—Pero… usted… no fue sincero, utilizó las cartas que Andrew me había enviado, para… para… —replicó ella, recordando.
—Estoy muy avergonzado por ello. Pero solo lo hice esa primera vez que la vi, en el baile de máscaras. Usted no lo sabe, pero tanto yo como Andrew quedamos obnubilados al verla y, cuando supe su identidad, no pude creerlo. Usted era la joven a la que había estado investigando y en ese momento la mujer por la que mi mejor amigo y yo estábamos cautivados. Entonces quise saber más de usted y viajé al lugar donde nació, allí hablé con la gente del pueblo y, por casualidad, conversando con un viejo hombre que estaba algo borracho, me enteré de que usted intercambiaba correo con una persona de Francia. Eso llamó mi atención y… robé las cartas que este hombre tenía preparadas para despachar. Y allí lo supe, que usted era la dama por la que mi amigo estaba perdido, y él, su caballero. Ambos lo confesaban en esas misivas, y por eso las destruí —confesó West con mirada baja.
Daisy no daba crédito a lo que oía, él había sabido todo ese tiempo que ellos se amaban y se buscaban, y los había alejado adrede. En ese momento entendía el motivo por el que Andy nunca le había respondido esa última misiva.
—¿Y por qué lo hizo? ¿Por el mapa? ¿Para no arriesgarse a que se lo diera a Andrew? ¿O para hacerse con el botín una vez estuviésemos casados? ¿Por eso traicionó a su amigo y su propio honor? —le espetó iracunda.
—No. Lo hice porque me enamoré de usted —rebatió, con ímpetu y rabia, Anthony, dejándola muda—. Otra vez me enamoré de una mujer que tiene su corazón comprometido, y yo quería ser su caballero, por eso lo hice. Sin embargo, debí saber que no lo lograría, ese es mi destino, amar a quien no me ama, a quien tiene dueño —completó West con mirada vacía y una sonrisa triste.
—¿Y las demás cartas? ¿Qué hizo con las cartas? —interrogó, con voz afectada, ella.
El conde frunció el ceño.
—No sé de qué habla. Solo tuve esas dos cartas en mi poder, una suya y otra escrita por Bladeston —negó pareciendo confundido.
—Me refiero a las cartas que estaban en el cofre, las que Andy me había enviado y que fueron robadas la noche en la que usted confesó entrar a buscar el mapa —aclaró ella con hosquedad.
—Yo no las robé, milady —dijo Tony con sus cejas alzadas.
Daisy entrecerró sus ojos con sospecha y cruzó los brazos en su pecho molesta.
—No lo niegue, las cartas estaban ahí, y luego de que usted ingresara… —insistió ella acomodando sus lentes.
—No fue él —intervino una voz, lo que hizo que ambos giraran la cabeza—. Fuimos nosotras, Sisy —afirmó Violett desde la puerta.
Ella las miró pasmada y con la barbilla desencajada. ¿Ellas? ¿Sus hermanas? ¿Las gemelas habían robado las cartas?
—Lo sentimos, hermana. Mucho, quisimos ayudar y terminamos empeorando todo —agregó Rosie, mirándola compungida, y siguió a su hermana hasta quedar sentadas frente a ellos.
—¿Cómo? ¿Por qué? —balbuceó incrédula.
—Bueno…, durante el verano te notábamos extraña y estábamos preocupadas. Pero fue hasta que nos instalamos en la ciudad, que una mañana ingresamos a tu alcoba para invitarte a dar un paseo y tratar de sacarte del encierro, cuando descubrimos una carta a medio escribir al lado de un sobre —explicó Violett vacilando un poco y pareciendo culpable.
—No pudimos evitar leer ambas y, bueno…, al instante la caligrafía del caballero me pareció familiar. Pero en el momento no dije nada a Violett. Unos días después, Clarissa recibió correspondencia y, como sabes, me encanta redactar y a menudo la ayudo a contestar su correo. Y fue ahí que vi una misiva que lord Bladeston le enviaba a su hermana y que recordé la letra del caballero, y me percaté de que era la misma. Lord Andrew era el caballero de las cartas y, por supuesto, tú no lo sabías —relató Rosie apretando sus manos, nerviosa.
—Para resumir, sabíamos que estabas triste porque no habías recibido respuesta a la última carta y que en el baile de máscaras había pasado algo entre ustedes. Así que, aprovechando que un intruso había entrado a la mansión, nos hicimos con las cartas e ideamos la forma de que Andrew supiese que las tenías tú. Algo que nos facilitaste al pedirnos que te acompañáramos a su casa unos días después. Yo misma las escondí en el escritorio del vizconde cuando me colé por la ventana de su mansión. El plan era que, cuando él las hallara, recordara que tú habías estado en su cuarto y atara cabos. Es decir, te identificara como la dama anónima —apuntó Letty con gesto travieso.
—Pero no funcionó… solo enredamos todo. Espero que puedas perdonarnos —terció, suplicante, Rosie.
Daisy quería gritarles que esa era la idea más estúpida y sin sentido que había visto en su vida, pero se contuvo por la presencia de West, aunque no pudo evitar fulminarlas con una mirada exasperada. Sus hermanas los dejaron a solas una vez más, con la puerta abierta, por supuesto.
—Lo siento, milord, no quise acusarlo, yo…
—No se preocupe, soy inocente de eso, mas culpable de muchos pecados —negó West y se puso en pie, caminó hacia donde ella estaba y se inclinó hasta posicionarse con sus rostros próximos—. Gracias por iluminar mis días, aunque haya sido breve el tiempo a tu lado. Te deseo mucha felicidad y una vida plena, no conozco a nadie que sea más merecedora de eso que tú —murmuró, y depositó un beso en la comisura de sus labios—. Adiós, Daisy Hamilton —terminó y, enderezándose, giró hacia la puerta.
Daisy había contenido el aliento, rígida como una estatua, siguiendo su retirada. Y extrañamente sentía un desasosiego en su interior, ya que en cierta manera, West había sido alguien importante y en un momento había estado a punto convertirse en su marido. Él la había apoyado, consolado y, algo más trascendental, había salvado su vida.
—¡Anthony! —exclamó cuando él ya estaba por cruzar el umbral, se frenó y giró su rostro hacia ella—. Gracias —dijo con la voz quebrada y una mirada de gratitud completa.
Los ojos de West brillaron con un sentimiento desconocido, luego le sonrió y, tras inclinar su cabeza, se marchó.
—No puedo creer que no podamos resolver este misterio —se quejó Andrew frustrado.
Riverdan, Nicholas, Steven, Jeremy y él llevaban toda la mañana reunidos en el despacho de su cuñado, examinando el mapa. Habían sopesado decenas de teorías, terminando por descartar todas las hipótesis.
—El problema central es que el mapa no da demasiadas especificaciones y no sabemos ni siquiera dónde podría estar enterrado —acotó Ethan, tan impaciente como él.
—Coincido, solo con esa inscripción y garabatos no llegaremos a ningún lado —agregó Nick, haciendo un ademán circular sobre el documento, con su mano.
Además de esas palabras, solo había una pequeña x negra en un extremo de la hoja, luego un camino de pequeños puntos que terminaban en una gran x colorada.
—Bueno, propongo que nos tomemos un receso, nos servirán el almuerzo en la terraza —intervino Steven poniéndose de pie.
Un rato después se hallaban tomando una copa luego del almuerzo. La conversación había mermado, dejando a cada uno inmerso en sus cavilaciones. Andrew extrañaba demasiado a su prometida. En dos días se casarían y no podía esperar para que ese momento llegara. Se sentía feliz y esperanzado, tanto que ni el fracaso de la misión le importaba realmente. Solo faltaba que Anthony llegara, pues habían decidido que, a pesar de su participación en el complot de su hermano y Amelia en contra de Daisy, él tenía derecho a participar en la búsqueda. Por su parte, no guardaba rencores, ya que si algo había aprendido, era que el amor nublaba la razón y podía hacer cometer toda clase de locuras, aunque su amistad había quedado definitivamente resentida después de aquello. Andy no lo quería cerca de su mujer, y eso no cambiaría por lo menos en un largo tiempo.
—¿Saben? Se me ocurre que tal vez estemos complicando algo que quizás es sencillo —habló Riverdan, haciendo que todos lo miraran intrigados.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Nick con el ceño fruncido.
—Que deberíamos empezar por lo más fácil —afirmó Ethan con un brillo sagaz en su mirada oscura.
—¿Y es? —inquirió, exasperado, Andy.
—El lugar. ¿Dónde creen que lord James Hamilton podría haber enterrado el tesoro? —apuntó Ethan echándose hacia atrás en su asiento.
Todos miraron a Steven, pues siendo el nieto, era el único que podía responder eso.
—Uhm… bueno, mi abuelo era un viejo avaricioso y falto de escrúpulos —respondió el conde, poniéndose un dedo en la barbilla, pensativo—. Pero más que nada, era terriblemente desconfiado. Por lo que creo que debió enterrarlo en un lugar en donde pudiese vigilarlo —conjeturó, zampándose un resto de pan del almuerzo.
Andrew se paralizó al oírlo y, repentinamente, una posibilidad apareció en su mente.
—¡Aquí! ¡Tiene que haberlo escondido aquí! —exclamó acelerado.
—Eso tiene sentido, el viejo pasaba prácticamente todo el año en esta propiedad —afirmó Steven también entusiasmado.
Jeremy se levantó y apartó las copas para extender el mapa sobre la mesa. Andrew se inclinó, al igual que los otros, y estudió una vez más el papel, su mirada cayó sobre las letras escritas en el centro y repitió en voz baja la frase celta:
—Ef fear py fhaide chaidh bho’n bhaile, chual e’n ceòl bu mhilse leis nuair thill e dhachaidh hy. El hombre que vaga errando fuera de casa, escucha la música más dulce cuando vuelve a ella.
Sus ojos se cerraron mientras en su cabeza la frase se repetía, entonces un sonido suave se coló en su concentración. Abrió los ojos de golpe y vio a los hombres observándolo expectantes.
Una sonrisa ladeada apareció en su cara y, luego, echó a correr, dejando a los demás mirándose estupefactos, para que lo siguieran apresuradamente después. En segundos, llegó a su destino y se detuvo, examinando el lugar, agitado y con la respiración acelerada.
—¡La fuente! ¡Viejo bastardo! —gritó, alucinado, Steven.
Andrew inspeccionó la enorme estructura de piedra que representaba a Apolo, el dios griego de la música y la poesía, y todo cobró sentido.
El enorme jardín, los caminos sinuosos y la llamativa fuente que se ubicaba delante de la escalinata que llevaba a la parte trasera de la casa. La música era el suave sonido del agua cayendo incesantemente.
—El hombre que vaga errando fuera de casa, escucha la música más dulce cuando vuelve a ella —recitó Hamilton—. Ahora comprendo la existencia de esta fuente, no entendía por qué mi abuelo la había mandado a construir, no era adepto a la mitología griega —dijo negando impresionado.
—Esperemos que esté en lo cierto —dijo Andy y se trepó a la fuente, la cual era una figura masculina grande que sostenía un especie de instrumento parecido a un arpa en su hombro izquierdo.
Decidido, palpó la piedra en busca de algún recoveco que pudiese indicar la presencia de algún escondite o cubierta falsa. Luego de unos minutos, empezó a revisar el instrumento y, al rozar la base, sintió hundirse un extremo. Su corazón se aceleró y volteó a mirar a su público. Anthony estaba allí, sus miradas se cruzaron y no fue tan tenso como creía.
—Creo que aquí hay algo —anunció, girando de nuevo hacia el frente.
Sujetó ambos extremos del instrumento y presionó con los pulgares; nada sucedió. Ofuscado, presionó más fuerte y un chasquido se oyó. Todos contuvieron el aliento, al tiempo que Andy quitaba el pedazo de piedra que se había desprendido y se la pasaba a Ethan. Despacio, metió la mano en el pequeño resquicio que se había formado y luego de tantear, sus dedos rozaron una tela.
—¡Hay algo! —exclamó ansioso, y arrastró con cuidado la tela, comprobando que no hubiese nada mas en el hueco.
Era un paquete envuelto en una alforja de terciopelo negro, estaba ajada y sucia y su contenido aparentaba ser delgado y no muy grande. Para él estaba claro que era un rollo, alguna clase de papiro.
—No me digas que es otro mapa —adujo, blanqueando los ojos, su hermano.
Andrew no contestó, sino que bajó de la fuente y, con la ayuda de Riverdan, quitaron la tela. Un rollo con aspecto muy antiguo quedó a la vista.
—¿Eso es todo? Yo creía que sería un cofre con oro, y ahora pensé en una joya. Pero es solo un pedazo de papel —se lamentó Steven.
Andrew lo ignoró y desató el lazo de hilo gris, luego desenrolló el papel, extendió un extremo y Riverdan sostuvo el otro.
—¿Una pintura? —preguntó Nicholas que se había acercado a mirar junto a Jeremy, quien la observó con los ojos verdes abiertos de admiración.
—¡No puede ser! —gritó West, y él levantó la cabeza y miró a Anthony con una pregunta en su cara. Viendo su conmoción, le pasó la pintura para permitirle estudiarla, después de todo, el experto en eso era él.
Tony la tomó con reverencia y su rostro empalideció. Con la boca abierta la miró desde todos los ángulos, por delante y por el revés, y finalmente los miró con un gesto de incredulidad y aturdimiento absoluto. Dejó la pintura de tal forma que todos la vieran y dijo:
—Es… Leda y el cisne[7].
—¿Y eso quiere decir…? —lo apremió Ethan.
—Es… Leda y el cisne, de Miguel Ángel —anunció exaltado, pero como todos lo miraron sin comprender, aclaró—: Fue pintada alrededor del 1530 por Miguel Ángel. La historia dice que él le dio la pintura a su amigo y alumno Antonio Mini, que la llevó a Francia. Y nunca más fue vista… Esto… esta… es… es la pintura original. Y, por supuesto, ¡vale una fortuna! —concluyó West.
El grupo quedó en un silencio asombrado, con los ojos puestos en la pintura.
—Es tuya —habló, de pronto, Steven—. Es tuya, West, mi abuelo se la robó al tuyo, y ese fue el más intrascendente de sus pecados. Llévatela —dijo, con determinación, Hamilton.
Anthony lo miró anonadado. Después enrolló el lienzo y lo volvió a meter en la bolsa de tela.
—Olvidas que mi abuelo tampoco era un santo, y dudo que se haya hecho con ella de manera legal. Así que... toma —replicó West, extendiendo la pintura a Stev—. Le corresponde a lady Daisy, ella encontró el mapa y debe quedársela. Personalmente, prefiero dejar todo lo que esté relacionado con mi familia en el pasado —afirmó y, cuando el conde no reaccionó, él tomó su mano y depositó la alforja en su palma. Después les dedicó un asentimiento de cabeza y se marchó.
—De acuerdo… —suspiró, todavía asombrado, Steven, luego de unos segundos—. Te hago entrega de la dote de tu novia y mi hermana, confío en que sabrás qué hacer con ella, y este es mi regalo de bodas. No pienses rechazarlo —anunció, y le lanzó el rollo a Andrew, que apenas tuvo tiempo de atraparlo.
—¡Vaya! Acabas de convertirte en un hombre inmensamente rico y afortunado, amigo —proclamó Riverdan, palmeando su espalda.
Su cara era un poema, estaba tan patidifuso y boquiabierto que logró que todos estallaran en carcajadas hilarantes que terminaron sacándolo de su estupor.
Cuando las risas cesaron, Andrew miró al cielo. Agradecido, bajó la vista hacia sus amigos, con una enorme sonrisa adornando su semblante.
—Te equivocas, Withe, esto solo me hace rico, porque afortunado ya era desde el momento en el que recibí el regalo más valioso, inigualable e inmerecido: el amor.
FIN