CAPÍTULO 12

(…) No sabía lo que a mi vida le hacía falta hasta que te conocí. Entonces comprendí que ese vacío que albergaba en lo profundo del alma era el sonido de mi voz diciendo tu nombre (…)

Dama anónima

Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido

Esa noche se celebraba el baile anual de los duques de Richmond y prácticamente la aristocracia al completo estaría allí.

Daisy descendió la escalera de la mansión de su hermano y le sorprendió ver salir de su estudio al conde vestido con el mismo atuendo de la cena.

—¿Qué sucede, Stev, se ha cancelado la salida al baile? —preguntó ella cuando su hermano llegó hasta el final de la escalera y la ayudó a bajar.

—No, pero yo no iré. Clarissa se siente indispuesta. Aun así, no quisimos que ustedes se perdieran la diversión —explicó el conde.

—A mí no me importaría quedarme una noche en casa y sé que a las gemelas tampoco. Además, no podemos ir sin carabina —contestó Daisy pensando que, dada las circunstancias, debería posponer el inicio de su misión, pues quería hablar con el vizconde de Bradford sobre el misterioso mapa. Aunque sus hermanas estarían de acuerdo, pues Violett no disfrutaba precisamente de las veladas londinenses y Rosie se veía bastante apagada desde la mascarada.

—Lo sé, querida, pero mi esposa ya se ocupó de eso —contestó Stev, y en ese momento sonó la aldaba de la puerta principal.

Sus hermanas estaban bajando desde el piso superior, cuando el mayordomo abrió la puerta.

—Buenas noches —saludó una voz ronca que ella conocía.

—Buenas noches, Andrew. Gracias por acompañar a mis hermanas. Te las encargo, no las pierdas de vista, y ya sabes quiénes tienen prohibido acercárseles —le solicitó, con ansiedad evidente, Stev.

Mientras el vizconde asentía como si el pedido exagerado de su cuñado fuese algo normal, ella lo miraba boquiabierta. No podía ser cierto, si asistían al baile con lord Bladeston tendría no solo que viajar en su carruaje, sino que tolerar su presencia lo que durara la velada.

Por un lado, ese cambio de planes facilitaba el camino para lo que tenía en mente, pero, por otra parte, no estaba segura de poder soportar la actitud pedante e insufrible del vizconde demasiado rato. Había pensado que lo encontraría en la fiesta y que le comentaría brevemente sobre el mapa.

Como Steven estaba ayudando a sus hermanas a colocarse sus chales, Daisy quedó parada frente a su improvisado guardián, en un incómodo silencio. Él estaba vestido elegante, llevaba una camisa y pañuelo blanco, un chaleco dorado con bordado verde oliva, una chaqueta y pantalones gris claro. Su cabello castaño claro estaba peinado hacia el costado, y un pequeño mechón caía sobre su frente, suavizando así su presencia rígida.

No quería mirarlo a la cara, pues temía que él se diera cuenta de que ella ya lo había reconocido como el caballero con el que había bailado. La vergüenza y timidez que a menudo la invadían estaba tiñendo sus mejillas de rojo. Con disimulo, lo observó y lo encontró mirándola con fijeza. Su expresión era la habitual, seria y agria, mas sus ojos parecían estar burlándose de su incomodidad y la repasaban de arriba hacia abajo con descaro, lo que la hacía sentir desnuda y atrevida, cuando su vestido era todo lo recatado que su condición de soltera requería.

Su atuendo era de seda color ocre con un intrincado estampado rosa viejo, las mangas largas y el corpiño se ajustaban a su cuerpo. Su cintura estaba marcada por una cinta de seda ocre que afinaba su talle, y la falda se abría vaporosamente alrededor de sus caderas. Su doncella le había recogido el rizado cabello en un moño flojo y peinado su flequillo hacia la derecha.

Entonces Daisy entró en pánico y decidió utilizar el último recurso que le quedaba.

—Hermano, no… no has tenido en cuenta que… lord Bradford es… es soltero y no… es decir, no… —tartamudeó ella, ruborizándose más debido a su torpeza.

—No estarán solas, Daisy. Mi suegra las espera en la fiesta —rebatió el conde mientras las guiaba hacia la salida tras el vizconde, que había alzado una ceja ante su patético intento de fuga para luego encaminarse fuera—. Y ahora, pónganse en marcha, recuerden lo que les dije, nada de…

—Paseos por el jardín, el balcón o la terraza. Mantenernos a la vista de todos y no entablar conversación con ningún caballero que diga ser tu amigo o de tu grupo del club —lo cortó, rodando los ojos, Violett.

—Nos lo repites en cada salida, hermano mayor, lo sabemos de memoria. —Rio Rosie, dando un beso sonoro en la mejilla del conde.

—Estaremos bien, Stev. No te preocupes, ya estamos mayorcitas —agregó Daisy, levantó la mano en despedida y se carcajeó al ver la expresión de agonía de su hermano.

El trayecto hasta la mansión de los Richmond era relativamente corto, por lo que rápidamente estuvieron cruzando las altas puertas abiertas del salón de baile de los duques. Lady Honoria los estaba esperando junto a los anfitriones. La duquesa viuda las presentó, ya que no habían coincidido con el duque antes. Era un hombre alto y muy delgado, de cabello empolvado y un bigote cuidado sobre el labio superior. En minutos, la madre del vizconde arrastró a sus reacias hermanas hacia la sala de bebidas y la dejó a ella con la única compañía de su hijo.

—No se preocupe, no pienso hacerle de niñera toda la noche —dijo Andrew sin mirarla, dirigiéndose a ella por primera vez.

—No estaba preocupada. Solo intentaba decidir por cuál dirección alejarme —contestó ella con el mismo tono escueto que él había utilizado.

—Pues ya está tardando demasiado, ¿no cree? —señaló, con tono seco, él.

Daisy sofocó un jadeo ante su descortesía.

—Es usted un grosero y un… un… ¡un asno apestoso! —siseó furiosa.

—¿Ese es su mejor insulto? —se burló el vizconde.

Pero antes de que la joven pudiese rebatir ese ataque mordaz, una figura se apareció frente a ellos.

—Buenas, qué alegría coincidir, estimado amigo. Creí que no ibas a asistir esta noche —saludó el caballero a lord Andrew. Mas no tenía los ojos puestos en este, sino en ella.

Daisy no pudo evitar sonrojarse ante el cálido escrutinio de esas pupilas grises y se quedó prendada de esa mirada extrañamente familiar. El hombre era alto, aunque un poco más bajo que su acompañante, de contextura delgada pero de espalda fuerte y cuerpo esbelto. Su cabello era castaño oscuro y los rasgos de su cara eran masculinos y bien proporcionados. Era muy atractivo y parecía tener una semisonrisa pícara todo el tiempo.

El vizconde carraspeó, rompiendo su intercambio visual.

—Lady Daisy, le presento a mi amigo, sir Anthony West —los presentó con gesto adusto, y ella creyó que se sentía irritado por estar haciendo de carabina. No podía ser otra cosa…

Es un placer, milady —dijo el caballero, inclinándose sobre su mano enguantada.

—El placer es mío, milord —le correspondió, a su vez, ella.

—Al parecer, todos los caminos de esta ciudad me llevan a usted —contestó, con un gesto elocuente, el hombre.

A Daisy se le agrandaron los ojos al oírlo; sus palabras la habían remitido directamente a las que el caballero del jardín le había dicho.

¿Era él? El hombre con el que había tenido esa confusa pero intensa conversación en la mascarada. ¿Estaba ante su Caballero desconocido? ¿Y si así era, él la habría reconocido?

Todas aquellas preguntas golpeaban su cabeza al tiempo que su corazón latía desenfrenado.

—¿Tiene usted alguna pieza disponible para mí, bella dama? —siguió West señalando su carnet de baile, lo que a ella le provocó una risa nerviosa.

«¿Pero qué pasa contigo, Daisy? ¡Pareces una de esas jovencitas con la cabeza llena de pájaros, que lanzan risitas tontas!», se reprendió ella misma.

—Acabamos de llegar, milord. Así que todavía no he reservado nin… —comenzó a responder, con una sonrisa, Daisy.

—No olvides que me prometiste un vals, milady —interrumpió, de pronto, con su voz ronca, Andrew.

Daisy se volvió a mirarlo, con los ojos desorbitados. Sin dudas, este hombre se había vuelto loco. ¡Por nada del mundo bailaría con él!

«Ya lo hiciste y lo disfrutaste más que nunca», intervino, otra vez, su molesta conciencia.

Lord Bladeston la miró desafiante, instándola a negarse y hacer una ridícula escena frente al agradable caballero. Daisy se debatió en silencio, pero finalmente claudicó. No quería causar una mala impresión al amigo del vizconde.

—Por supuesto, milord. No olvidaría el pedido de su madre, ella me comentó lo mucho que le cuesta conseguir compañera de baile debido a sus pies torpes —afirmó ella con una angelical sonrisa y tono compasivo.

West, que miraba de uno a otro con gesto confundido, reprimió la risa al oír su comentario. El vizconde se puso rojo de bronca y sus ojos se entrecerraron con desprecio; pareció estar conteniendo su ira a duras penas.

—Bueno, entonces, ¿me haría el honor, dulce dama? —los cortó lord Anthony con tono cortés.

Andrew emitió un sonido de burla al oír cómo la llamaba su amigo, y Daisy se apresuró a aceptar el brazo que el caballero le ofrecía sonriendo.

Pero cuando habían dado unos pasos hacia la pista, ella volteó y le lanzó una mirada fulminante a su vecino de la infancia. El vizconde seguía su retirada con un gesto que ella no supo interpretar.

La canción que la orquesta comenzó a tocar era una contradanza, baile que no facilitaba demasiado la conversación con el partener, ya que requería interactuar con las parejas cercanas. Aun así, West no apartaba la mirada de ella y le sonría con picardía cada vez que sus manos se entrelazaban, ejecutando los enlaces con soltura y gracia. Cuando la música terminó, su compañero le propuso ir hasta la sala de refrigerios antes de regresarla con su indeseada carabina.

Daisy se sentía confundida y ansiosa, deseaba confirmar de alguna manera que ese hombre era el caballero de las cartas, pero no hallaba el modo de hacerlo sin parecer demasiado desesperada. Además, él no había hecho ninguna insinuación más que delatara su identidad del caballero de la mascarada.

—Así que… ¿es usted nuevo en la ciudad, milord? No creo haberlo visto antes —comenzó ella una vez que estuvieron ubicados en un lateral del salón.

Nerviosa, bebió de su copa, rogando que West no la tomara por una atrevida, pues su pregunta era bastante descarada.

—En cierta forma, sí, milady. Llevaba viviendo tres años fuera. Regresé esta semana —dijo él; la miró por encima de su copa, con ojos brillantes, menguando su inquietud.

Daisy le observó atontada. ¿Era su imaginación o él le estaba queriendo decir algo más? ¡Tenía que saberlo! ¡Ya no soportaba tanta intriga!

Uhm… y… ¿vivía usted muy lejos, señor West? —se aventuró Daisy, conteniendo el aliento a la espera de su respuesta.

Él sonrió enigmáticamente y, luego, se inclinó un poco hacia ella.

—Pues… alguien dijo que estar apartado de lo conocido y lo querido es estar muy lejos de casa —murmuró él con tono confidente y una mirada profunda.

Daisy sintió su cuerpo temblar y sus latidos golpear su pecho con frenesí. No hacía falta que dijese dónde quedaba ese lugar, pues ella ya conocía esas palabras.

Las había leído antes, escritas por su caballero desconocido. Las recordaba. Aunque ya no tenía las cartas, no podría olvidarlas nunca. Cada letra estaba grabada a fuego en cada resquicio de su alma y en cada fragmento de su corazón.