(…) Mientras escribo estas líneas, casi puedo sentir tu aroma envolviéndome y tu voz susurrando en mi oído: «piénsame». Y eso haré, en cada mañana y en cada anochecer (…).
Dama anónima
Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido
Lo bueno de su nuevo aspecto era que, al no llevar sus lentes puestos, Daisy podía pasar de las cientos de miradas que debían estar sobre ella en esos momentos; sin los anteojos, no lograba distinguir sus caras ni sus expresiones. Solo veía múltiples formas borrosas y oía la música y los murmullos de conversación.
A pesar de aquello, no podía dejar de estar nerviosa, y más al notar el retraso de sus hermanos.
«¿Pero dónde se han metido todos?».
En ese momento, sintió un pequeño roce en su codo izquierdo y se volteó un poco para confirmar que se trataba de su hermano. Aliviada, sonrió y aceptó el brazo que el conde le ofrecía, luego le preguntaría qué los había retrasado. Aferrada a su hermano, que llevaba a Clarissa del otro lado, los tres iniciaron el descenso, seguidos de las gemelas, quienes presentaban un aspecto exquisito.
Rosie vestía un vaporoso atuendo de encaje y brocado rosa viejo, y Violett, un hermoso vestido de seda lila. Ambas habían recogido su cabello rubio en lo alto de su cabeza y sus máscaras blancas les cubrían casi todo el rostro. Por su parte, Clarissa quitaba el aliento con su máscara negra y su vestido de muselina dorado, el cual tenía el corpiño y el bajo de la falda bordado de encaje negro, o lo que le daba el toque transgresor que caracterizaba a su cuñada.
—Ya lo saben, niñas, no se alejen demasiado. Y bajo ningún concepto salgan de este salón —repitió, por décima vez, su hermano cuando pisaron el suelo alfombrado del salón.
—Sí, Steven. Ya no somos unas niñas, sabemos cuidarnos —respondió Daisy divertida.
—No deberías temer por nosotras, hermano, sino por los demás —se burló Violett y rodó los ojos al ver la expresión de angustia que esbozó el conde.
Steven abrió la boca para seguramente reiterar alguna de sus advertencias, pero su esposa lo interrumpió.
—Que se diviertan, queridas. Nos reunimos aquí a medianoche. —Se despidió con una sonrisa y luego se giró para perderse entre la multitud, arrastrando a su marido con ella.
El conde parecía muy nervioso esa noche, era la primera velada en la que no podría estar encima de ellas, vigilándolas, pues, por ser una mascarada, no tendría sentido porque delataría sus identidades y perdería el sentido de llevar sus rostros escondidos tras los antifaces. Esto permitía a una dama soltera una poco común libertad, poder desplazarse sola por el salón, hablar con cualquier caballero sin haber sido presentada y bailar con el hombre que se lo solicitara, sin tener que pedir permiso o limitarse a los espacios libres de su carnet. No se debían develar los nombres hasta llegar la medianoche, cuando se quitaban todas las máscaras y los invitados podían ver el rostro de sus acompañantes.
Una vez solas, las tres intercambiaron miradas indecisas. Era extraño que una persona que había crecido llevando una vida limitada, deseando poder decidir por sí misma, no supiera cómo hacerlo, por dónde iniciar su vuelo de libertad cuando el momento por fin llegaba.
—Bien, creo que deberíamos separarnos —propuso Violett y, pese a su acostumbrada seguridad, no sonó muy convencida.
Rosie y ella intercambiaron miradas nerviosas.
—Estoy de acuerdo, pero no olviden lo que Stev nos dijo, manténganse a la vista de todos. Bien… Adiós —dijo, fingiendo, tranquilidad Daisy, después de todo, era la mayor y le tocaba dar el primer paso. Por lo que, con las rodillas temblorosas y el corazón estrujado por tener que apartarse de sus niñas, dio media vuelta y se alejó.
Las manos le temblaban cuando aceptó la copa que un lacayo de librea carmesí le ofreció, y bebió el líquido burbujeante un poco más rápido de lo considerado correcto.
—Buenas noches, bella dama —dijo, de pronto, una voz de barítono muy cerca de su oreja.
Sobresaltada, Daisy giró y vio a un hombre muy alto, muy elegante y muy atractivo que la miraba con fijeza. Estaba vestido completamente de negro, a excepción de su camisa blanca. Un antifaz oscuro cubría su cara hasta los labios, aunque podía adivinarse una mandíbula fuerte y unos ojos claros brillando con intensidad. Sin embargo, la profundidad de la máscara no le permitía apreciar su color, que parecía ser claro. Su cabello, algo largo y rizado en las puntas, estaba engominado, peinado hacia atrás, y lo llevaba empolvado, lo que le dificultaba adivinar si era rubio o castaño.
Él le parecía familiar y, al mismo tiempo, un extraño.
—Siento haberla asustado, no era mi intención. Solo la vi… una flor hermosa destacando en este jardín insulso, y no pude reprimir el impulso de acercarme —continuó el caballero misterioso con tono seductor, abarcando con su mano enguantada el resto de la estancia y esbozando una media sonrisa.
La joven lo miró tratando de calmar su pulso acelerado. No podía creer lo que le sucedía, hasta ese momento, nunca un caballero había coqueteado con ella y, sacando a su caballero desconocido, nadie le había dicho algo bonito. Aunque, por supuesto, los halagos del hombre de las cartas no estaban dirigidos a ella, sino a la dama anónima.
«Pero debes responderle, mujer, ¡o pensará que eres una boba sin remedio!».
—Yo… no se preocupe, no me ha asustado —tartamudeó ella, queriendo patearse por su torpeza.
—Aun así, deseo compensarla por mi falta de tacto. ¿Acepta concederme esta pieza, milady? —le dijo él ofreciéndole la mano.
Daisy observó su gesto galante y vaciló unos segundos. No se atrevía a bailar con un completo desconocido, sobre todo, porque la melodía que comenzaba a resonar era un romántico vals. Un baile al que ya la habían autorizado, pero que todavía no había bailado.
—No lo sé, milord, nunca he bailado el vals, esta es mi primera temporada —admitió ella finalmente.
El caballero sonrió ampliamente y, sin quitar su mano, le dijo:
—Entonces permítame el honor de ser su compañero en esta aventura.
Ella contuvo el aliento al oír sus palabras y, sin dudarlo más, colocó su mano sobre la del hombre. La pista de baile estaba abarrotada de parejas danzantes, por lo que, con cada movimiento que ejecutaban, Daisy sentía diferentes partes de sus anatomías rozándose, lo que le producía un revoltijo en su estómago y un gran sofoco. Su atrayente aroma a sándalo la envolvía cada vez que inspiraba y le hacía erizar cada vello del cuerpo.
—No la había visto antes —habló el caballero misterioso, su aliento cálido acarició la piel de su frente, rompiendo el silencio por primera vez desde que habían iniciado el baile.
—Pues no puede estar seguro, milord. Estas máscaras nos mantienen en el anonimato —rebatió ella sin atreverse a elevar la vista.
—Créame que podría recordarlo. Pero siguiendo su razonamiento, entonces, ¿esto la convierte en una dama anónima? —preguntó el caballero y, haciéndola girar sobre sus pies, la pegó a su cuerpo mucho más de lo que la etiqueta social permitía.
Daisy jadeó por su maniobra y por lo que él acaba de decir. La había llamado «Dama anónima». Su corazón comenzó a golpear su pecho con violencia y, como en un sueño, la joven levantó su cabeza y miró al hombre que la sostenía entre sus brazos mientras bailaban y la guiaba con cautivadora destreza.
«¿Es él? ¿Es mi caballero desconocido? ¿Acaso me ha reconocido?».
Decenas de incógnitas invadieron su conmocionada mente mientras sus miradas conectaban. Daisy estaba demasiado pasmada como para respirar, así que solo se limitó a perderse en aquellos ojos subyugantes. El caballero misterioso no apartaba la vista de ella, lo que le provocaba que una fuerte sensación de calidez y anhelo comenzara a subir por la espalda de Daisy y la hiciera estremecer.
—¿Eres… eres tú? —balbuceó, con voz temblorosa, ella justo cuando los músicos ejecutaban las notas culminantes de esa pieza.
El caballero se tensó y apretó la mano que envolvía la suya.
—No puedo responder eso, milady, hasta pronto. Piénsame, mi dama anónima —murmuró en su oído con voz ronca.
Y antes de que ella pudiese salir de su estupor, el caballero misterioso depositó un suave beso bajo su oreja y desapareció tras los cuerpos que los rodeaban.