Porque pregunta ahora si en los tiempos pasados que han sido antes de ti, si desde un extremo del cielo al otro se ha hecho cosa semejante a esta, o se haya oído otra como ella.
Deuteronomio 4:32
Decir que la petición de West fue una sorpresa sería exagerado, pero el momento en que escogió para hacerlo causó bastante conmoción. Sobre todo en Daisy, que se quedó petrificada y con el pulso acelerado.
Steven frunció aún más su ceño y le hizo un ademán al caballero para que lo siguiese, y este, dedicándole una última mirada a la joven, así lo hizo.
—Sisy… eso fue… —musitó Rosie con sus ojos brillantes.
—Supongo que dirás que no, ¿verdad? —intervino Violett con sospecha.
—Yo… —Daisy no sabía qué respondería. Había pensado que, cuando ese momento llegara, le sería más fácil decidir, pero no era así en absoluto. Sentía un nudo en el estómago y un leve mareo.
—Estás confundida… —terminó, por ella, Ros, apretando su mano con cariño.
—No… es decir… es que… —balbuceó Daisy mirando de una a la otra.
—Te crees enamorada del caballero de las cartas, pero al mismo tiempo sientes algo por lord Bladeston desde pequeña y te atrae West también —afirmó Violett con una semisonrisa.
—¡Violett! —la reprendió la otra gemela al ver el rostro lívido de su hermana mayor.
—¿Qué? Ya no podía seguir fingiendo que lo ignoramos —se justificó encogiendo un hombro.
—Pero… ¿cómo…? ¿Desde cuándo…? —preguntó Daisy con pasmo.
—Te veíamos extraña en el verano, Sisy…, por lo que un día que saliste a caminar, ingresamos a tu alcoba y encontramos sobre tu escritorio una carta a medio terminar… —comenzó a explicar Ros con mirada culpable. Una mirada que despertó alertas internas en la mayor, pues conocía a la perfección el brillo que aparecía en los ojos de las gemelas cuando habían cometido alguna travesura—. Y por supuesto, la leímos. No puedo evitar decirte que quedé catatónica al leer lo que le respondías, sí que eres una caja de sorpresas, tímida, sensata y todo —la provocó Violett, arrancándole un intento de sonrisa con sus ocurrencias.
—No es lo que creen… yo… —balbuceó, mortificada, Daisy.
—No tienes que defenderte, hermana, hiciste lo que sentías. En los sentimientos no se manda, al igual que es evidente que tienes alguna especie de conexión con lord Bladeston —la cortó, mirándola con empatía, Rosie.
—¡Claro que no! Solo siento desprecio por ese… ese… —replicó sulfurada y ruborizada.
—Ese demonio de ojos azules. Con el que te alteras, reaccionas y respondes como con nadie. No te preocupes, Sisy, tu secreto está a salvo con nosotras —aseguró Violett con una mueca decidida.
Daisy quedó estupefacta ante estas nuevas revelaciones y demasiado desorientada. Por fortuna, el regreso de Steven la salvó de tener que contestar el comentario de su hermana. El conde les hizo una seña para que se fueran y abandonaron la fiesta. Durante el regreso a casa, no mantuvieron diálogo, cada cual iba ensimismado en sus asuntos. Al llegar a la mansión, las gemelas subieron directo a su cuarto y Daisy hizo lo propio acompañando a Stev a su despacho.
—Daisy…, ¿por qué no me dijiste que West te pretendía? —la interrogó el conde ni bien estuvieron acomodados frente a la chimenea encendida, pues esa noche había refrescado bastante.
—Stev… —soltó ella, largando todo el aliento contenido y aflojando sus hombros, derrotada—. No lo sé, sucedió todo demasiado rápido —dijo después de una pequeña pausa.
—Sabes que puedes confiar en mí, ¿no? Y que estoy aquí para ti, para lo que sea. Si eso es ayudarte a conseguir al caballero que tu corazón quiera, o para romper con mi puño el rostro del que te moleste, hasta para aceptar la decisión que tomes. Eres mi hermana y una de mis tres bellas flores, no hay nada que no esté dispuesto a hacer por ti —aseveró el conde, destilando amor fraternal por sus ojos verdes dorados.
—Tevi… —balbuceó Daisy, conteniendo la emoción, como solía decirle cuando le costaba pronunciar su nombre y apenas se sostenía en sus piernas, pero quería perseguir a su hermano a donde fuese porque creía que era su príncipe dorado.
—Ven aquí… —la llamó él, y se fundieron en un abrazo fuerte.
—¿Y bien? ¿Qué debo decirle a West? —inquirió Steven después de que recobraron la compostura, mirándola expectante.
—¿Acaso no le respondiste en la velada? —contestó ella apretando sus manos en su falda con cierta aprensión.
—No exactamente. Le dije que no había realizado la propuesta más ortodoxa y que bien podría haber esperado a solicitar una cita conmigo a una hora decente —explicó, con acritud, el conde—. Y finalmente le advertí que, a pesar de que yo no tendría objeciones para aceptar un posible enlace entre ustedes, solo te concernía a ti decidir si aceptas su propuesta, y yo respetaré tu voluntad.
Daisy solo lo oyó en silencio, no esperaba otra respuesta de su hermano. Y a pesar de que eso la aliviaba inmensamente, también la agobiaba terriblemente, ya que su futuro estaba por completo en sus propias manos.
—Una cosa más, Daisy. West me encomendó decirte que espera recibir tu respuesta en el baile de los condes de Cavandish.
Era el evento anual organizado por el hermano y la cuñada de West. Esa noche le daría rumbo a su destino y solo quedaban dos días para eso.
Andrew aguardó a que el lacayo extendiera la escalerilla del carruaje familiar y descendió con poco ánimo del coche. Hacía solo unas horas atrás había arribado a la ciudad y estaba agotado y de no muy buenas migas. Las pistas que habían surgido en base a las pesquisas que habían realizado sobre el maldito mapa habían resultado ser erróneas, y el resultado fue tener que embarcarse en un viaje inútil por los condados del interior. Así y todo, entregó su invitación al mayordomo e ingresó a la velada donde Steven y Ethan lo esperaban para oír las supuestas novedades.
El enorme salón de techo abovedado y arañas de cristal estaba a rebosar de asistentes. Estatuas y objetos de arte decoraban cada rincón y transmitían un claro mensaje de la riqueza y la ostentación que caracterizaba a los anfitriones. Lord Charles West, conde de Cavandish, nunca le había caído bien siendo niño, y en ese momento en que conocía sus múltiples perversiones, solo sentía desprecio por el hermano de su mejor amigo y lástima por su esposa. Sabía que Anthony debía estar por ahí y por primera vez no deseaba cruzarse con él. Lo conocía lo suficiente como para estar seguro de que no había acatado su orden de mantenerse alejado de Daisy Hamilton. Y se negaba a pensar otra vez en dicho asunto.
Y como si el destino estuviese empeñado en hacerle la vida imposible, ella apareció en su campo de visión. Y al instante su estómago se contrajo y pensó que todas aquellas infatigables veces en las que en rememoró su persona no le habían hecho justicia. Era preciosa... a su peculiar y única manera. Y su vestido de tafeta jade no hacía más que realzar los tesoros que ella no parecía saber que tenía.
Su ceño se frunció al percatarse de que un hombre la estaba guiando del brazo y que aquel era Tony. Incapaz de reprimir el impulso, cruzó el salón para seguirlos fuera del jardín. Por un momento, los perdió de vista, pero pronto localizó el destello verde claro junto a una esquina que llevaba al lateral de la casa y se apresuró a escabullirse entre el frondoso follaje que colgaba de las paredes, desde el techo hasta rozar el suelo empedrado.
—Por favor, bella dama…, no aumente más esta tortura y dígame si está dispuesta a darme una respuesta —le suplicó West, tomó sus manos enguantadas y las presionó con suavidad.
—Milord… —dudó Daisy, viendo sus ojos reflejados en las brillantes pupilas gris oscuro del caballero.
—Es usted lo que pienso cada noche antes de dormir y a quién anhelo ver por la mañana, desde el primer momento en que la vi —la cortó él con mirada esperanzada.
—West… —volvió a decir Daisy con el aire retenido.
—Por favor…, concédame el inmenso honor de convertirla en mi esposa. Viviré por usted, milady, seré un esposo abnegado y dedicado por entero a hacerla feliz —completó lord Anthony.
—Y… yo… —tartamudeó ella.
—Anthony —se oyó, interrumpiendo la respuesta vacilante de Daisy.
Ambos giraron la cabeza y encontraron la silueta delgada y alta de un hombre que los observaba.
—Charles, estoy ocupado. ¿Qué sucede? —inquirió, irritado, West, soltó la mano a regañadientes y enfrentó a su hermano mayor.
—Madre solicita tu presencia —anunció el conde, desviando sus ojos grises hacia ella un instante. Ambos eran increíblemente parecidos, solo que el recién llegado no poseía el aura irreverente y encantadora del hermano menor.
—Está bien, ahora voy —concedió, a regañadientes, West y se volvió hacia ella—. ¿Puedes esperarme aquí? Solo demoraré unos minutos —le pidió el.
—Está bien, milord —aceptó Daisy, y ambos hombres se fueron y la dejaron con sus dudas, sus nervios y la mirada pérdida en el horizonte.
—¡Vaya! Lo que uno tiene que escuchar —dijo, de pronto, una voz ronca y grave que la hizo emitir un grito espantado y girar precipitadamente hacia el intruso.
—¡Es un canalla! Me ha dado un susto de muerte —le reprochó Daisy, fulminándolo con la vista, con una mano sobre su pecho agitado.
—La impresión me la he llevado yo teniendo que oír semejante barrabasada —replicó Andrew avanzando hasta detenerse muy cerca.
—No es mi problema que carezca de modales y ande escuchando conversaciones ajenas —contraatacó ella, pero retuvo el aliento al elevar la vista y ver su rostro contraído por la ira.
—¿Qué piensas contestar? —inquirió Andrew con tono demandante y mirada fría.
—No… No le debo ninguna explicación —murmuró ella, desviando apenas la vista de los azules que la taladraban con reproche.
—¿No? ¿Estás segura? —objetó, con tono bajo, él y avanzó más, hasta que ella, que había retrocedido con cada paso, terminó encerrada entre la pared y su potente figura.
Sin aliento, Daisy tragó saliva y asintió con la cabeza como respuesta. Andrew elevó una ceja desafiante y un músculo palpitó en su mejilla endurecida.
—Déjame refrescarte la memoria, milady —respondió con voz gutural.
Y antes de que la joven pudiese asimilar esas palabras, él se abalanzó sobre ella y estampó sus labios sobre los suyos con brutal intensidad, arrancándole un jadeo. Una de sus manos la tomó por la nuca, obligándole a elevar más la cabeza, y su dedo pulgar presionó su mandíbula para lograr una mayor invasión. La otra mano presionó su espalda y empujó sobre la cintura para estrellarla contra su cuerpo. Cada una de sus terminaciones nerviosas reaccionaron encendiéndose bajo el abrasador fuego de ese beso, y el hombre lo sintió respondiendo con un gemido gutural mientras saqueaba su boca y lograba de ella una rendición absoluta.
El frío aire golpeó su rostro cuando el vizconde separó sus labios bruscamente, alejándose apenas un milímetro, ambos respirando trabajosamente. Su cuerpo se había convertido en una masa temblorosa y su pulso latía alocado.
—¿Qué vas a contestar, Daisy? —repitió Andy sobre sus labios, mirándola con intensidad.
Daisy se quedó viéndolo impactada y atónita, su boca se abrió, pero nada salió. Entonces se oyó detrás del vizconde una voz suave.
—¿Drew? —dijo en un resuello la persona como si tuviese un enorme nudo en su garganta.
Andrew se tensó como una roca y su rostro empalideció tanto que Daisy temió que estuviese por desvanecerse. Lentamente, lo vio darse vuelta y su voz tembló cuando dijo:
—Amelia…