(…) Hace demasiado tiempo, me juré que jamás volvería a arriesgar mi corazón ni expondría mis sentimientos por una mujer. Pero por usted, descubrí que estoy dispuesto a eso y mucho más, por usted sería capaz de cualquier sacrificio, entregaría hasta mi último aliento de vida con tal de pasar un minuto a su lado, con tal de poder decirle, mirando sus ojos, cuánto la amo (…).
Caballero desconocido
Extracto de una carta enviada a la Dama anónima
El viaje de Andrew y Jeremy terminó en Costwold. Agotados por las semanas que habían permanecido en el carruaje y pernoctando en posadas junto al camino, Andy decidió desviarse un poco y visitar a su hermano antes de regresar a la ciudad. Lamentablemente, no habían encontrado nada, ninguna de las personas a las que visitaron pudieron aportar algo útil a la misión, y los lugares que visitaron resultaron no tener nada que ver con el mapa. Así que, frustrado y decaído, arribó al pueblo de Stanton cuando el sol incipiente adornaba el firmamento.
Cuando estaban llegando, su compañero de viaje, con quien había llegado a forjar una firme amistad y a quien terminó por confesarle todos sus pesares, convirtiéndolo así en su confidente además de amigo, tocó su brazo para llamar su atención.
Andy lo miró interrogante, tratando de interpretar las señas que el conde hacía, pues aún no había recuperado el habla y al parecer jamás lo haría.
Jeremy señaló su pecho, luego su cabeza y cerró las manos en puños como si estuviese librando una pelea.
—¿Dices que mi corazón y mi mente están luchando uno contra el otro? —le preguntó alzando una ceja.
El joven asintió lentamente y señaló la ventana donde ya se podía ver la fachada de Sweet Manor, haciendo un gesto de interrogación.
Andy suspiró quedamente y miró la entrada de la casa con pesar. Ya se había dado cuenta de que Jeremy era alguien muy intuitivo y, también, increíblemente sabio para su corta edad.
—No sé qué hago aquí, amigo —reconoció, volviendo los ojos hacia el conde.
Él movió los brazos como si estuviese corriendo y negó repetidamente con su cabeza.
—No estoy corriendo. Crees que estoy huyendo, ¿no? —inquirió con molestia.
Sabía que algo de razón tenía su amigo y que era cierto que escapar no lo llevaba a ningún sitio, solo al fracaso absoluto. No obstante, nada ganaba con reconocerlo, es más, temía terminar desquiciado o gravemente enfermo si seguía ese hilo de pensamientos.
Había pasado semanas enteras sin lograr dormir ni alimentarse bien debido al terrible dolor que le causaba pensar en lo que debía estar sucediendo en Londres, en que había perdido a Daisy, mejor dicho, en que nunca la había tenido, no. Se había sentido morir, y el sufrimiento había alcanzado tal intensidad que le dolía el corazón, le dolía respirar literalmente. Por eso, se había aferrado a la búsqueda del mapa como un náufrago en alta mar a un pedazo de madera. No podía volver a caer en ese pozo autodestructivo, no si no quería terminar con su vida consumida en rabia, resentimiento y tristeza.
—Pues no lo hago. No estoy evadiendo regresar a la ciudad, solo quiero ver a mi hermano y a mi cuñada, hace meses que no les veo, y mi madre está aquí también —se justificó, ofuscado.
Jeremy solo elevó ambas cejas con expresión de escepticismo y, al oírlo gruñir, levantó ambas manos en señal de rendición.
El mayordomo los guio hasta el comedor diurno, donde encontraron a los duques y a su madre tomando su desayuno.
—Buenas días —saludó Andrew con gesto pícaro.
Honoria levantó la cabeza y sonrió feliz al verlo, se puso de pie y corrió a darle un beso. Él se inclinó y aceptó la poco usual demostración de cariño de su madre, y luego aceptó la mano que Nicholas le ofrecía.
—¡Andy! —lo saludó el duque, e hizo lo mismo con Jeremy, quien ya estaba siendo abrazado por su cuñada y se veía bastante rígido.
—¡Andrew! —exclamó Lizzy, abrazándolo también, y un ceño apareció en su frente cuando se separó y examinó su rostro.
Incómodo, él esquivo su mirada violeta, no sabía qué podría ver su cuñada allí y no deseaba darle oportunidad de intentar alguna de sus estrategias casamenteras con él.
—¡Vaya! Pero si estás enorme —dijo con su gesto adusto acostumbrado, dirigiendo su vista a la panza floreciente que ostentaba la duquesa y que, amén de hacerla parecer muy redonda y pequeña, la hacía ver increíblemente hermosa.
Ella entrecerró sus ojos y le dio una palmada en su brazo, que lo hizo encogerse.
—¡Ouch! Dónde queda tu lado maternal y tierno —se mofó con la cara seria.
—Se esfuma cuando me comparan con una ballena —alegó, ofendida, su cuñada.
Jeremy y Nick rieron al oírla, pero se tragaron la diversión cuando fueron igualmente fulminados por dos pares de ojos censuradores, los de la aludida y de su suegra.
—Pero tomen asiento, deben estar exhaustos y hambrientos —los invitó Elizabeth, y ellos aceptaron gustosos, pues de verdad necesitaban ingerir alimentos.
—Te hacía vagabundeando por los pueblos, recibí tu nota de hace unas semanas… —comentó su hermano mirándolo con curiosidad.
—Sí, la investigación no obtuvo resultados, más tarde te lo comento con tranquilidad —respondió él, sorbiendo de su taza, no quería que las mujeres estuviesen presentes cuando le contara al duque del mapa—. Pero creí que me esperabas, envié otra nota avisándote que llegaría hoy —siguió Andy, perplejo, y vio aparecer la confusión en los ojos azules de su hermano.
—No me llegó dicha carta. Solo la que enviaste hace unas semanas, avisando que te ausentarías de la ciudad —señaló Nick.
Andrew frunció el ceño.
—Tal vez el señor Trump volvió a sufrir un accidente con su carreta y extravió la correspondencia otra vez —acotó Lizzy en tono bajo, inclinándose para tomar un bollito de canela.
Andrew se paralizó con una hogaza de pan a medio camino y clavó la vista en ella, con la respiración cortada y un terrible presentimiento pulsando en su interior.
—¿Qué dijiste? —le preguntó sin aliento, lo que ocasionó que todos en la mesa lo observaran extrañados.
—Ehh… no es nada importante, solo que hace un par de meses, el cartero volcó su carreta, pero por fortuna nosotros recibimos las cartas que nos habías enviado desde Francia. Eso sí, resultó perdida una carta. Daisy y las gemelas contaron muy divertidas que el señor Trump corría como loco tras los papeles que el viento dispersaba, y ellas se detuvieron a ayudarlo. Y aunque Daisy no logró salvar esa misiva del agua, sí cumplió trayendo las que eran para nosotros, y menos mal… ¿qué sucede? —Lizzy se calló en pleno relato al ver a Andrew levantarse con precipitación y mirarla conmocionado.
—¡¿Cuándo?! ¿Cuándo sucedió eso exactamente? —preguntó, fuera de sí, el vizconde.
—¿Qué? Ehh, déjame pensar… —balbuceó, nerviosa, Elizabeth.
—¿Qué está pasando, hijo? —manifestó Honoria alarmada, mientras los hombres solo lo miraban alertas.
—Fue en el verano… Sí, después de que Clarissa y Steven se casaran y tú partieses de viaje. En julio, la última semana si no me equivoco… Pero ¿por qué preguntas? —contestó Lizzy intrigada.
Andrew se quedó viéndola con fijeza y pasmo. No podía ser… no podía ser lo que estaba pensando. No obstante, todo coincidía. Julio, la fecha en la que había enviado sus cartas, una a Nicholas, otra a su madre y una última a Clarissa. Esa última no había sido respondida por su hermana, y entonces él había recibido la carta de una mujer desconocida, y simplemente había enviado de nuevo la que originalmente había sido para Clarissa, al tiempo que comenzaba la correspondencia con esa extraña dama.
Aturdido, retrocedió dos pasos y se llevó las manos a la cabeza.
En ese momento entendía, era lógico que Daisy hubiese sido la mujer que contestó esa carta, o no, tal vez alguna de sus hermanas, pero no, Lizzy acababa de decir que ella había sido quien tuvo contacto con la carta estropeada y la que había entregado las dos que no se dañaron. No obstante, ella no le había respondido a su última carta, donde le informaba su paradero, y de hecho, donde ella se hubiese dado cuenta de que él era el caballero. Además de que en ningún momento había manifestado ser su dama ni menos haberlo reconocido como el caballero. Aun así, en las cartas le había relatado que era la hermana del medio y que tenía un hermano mayor y dos hermanas… ¿Cómo había podido ser tan necio como para no darse cuenta? Sin contar que ella había llegado a Londres para también hacer su presentación en sociedad, al mismo tiempo que la dama.
«¡Dios!… ¡No puede ser!… ¡Cristo santo!».
Entonces… era ella… Daisy Hamilton era la Dama anónima.
El pulso comenzó a correr desbocado por su venas y todo el cuarto giró a su alrededor; a tal punto se había impresionado que, sin darse cuenta, terminó recostado en el suelo alfombrado, con el rostro preocupado de su hermano cerca, quien le hablaba, sin que él pudiese oírlo.
No podía creerlo, le parecía imposible, muchos interrogantes saturaban su cerebro y a la misma vez una poderosa certeza inundaba su interior. Cada una de sus palabras, confidencias, sus anécdotas y confesiones venían a su mente y le hacían imposible negar que por fin sabía la identidad de la mujer que había cautivado su corazón, de la mujer que había logrado que él saliera de esa prisión oscura en la que había yacido atado por el dolor y la traición de Amelia. Y más que nunca comprendía el porqué de la reacción que había experimentado al reencontrarse con Daisy en Londres, a la que hasta ese momento no había hallado explicación: su cuerpo, su alma y su corazón sí la habían reconocido, y estaba seguro de que los de ella también, solo que sus mentes habían permanecido ciegas.
Las lágrimas de emoción, de congoja, de turbación, nublaron su vista. El destino no podía ser tan cruel, no podía ser que descubriese demasiado tarde que la mujer de la que llevaba meses enamorado y la dama a la que no había podido resistir entregarle hasta su dignidad eran la misma persona. Eran una sola, eran el más maravilloso de los sueños que jamás se habría atrevido a soñar. Y a las dos… las había perdido.
—¡Andy! ¡Andy, reacciona! Hermano, nos estas asustando, ¡vuelve! —le gritaba el duque al tiempo que lo sacudía levemente.
—La perdí, estuve enceguecido por el temor, los celos y el enojo, y la perdí, Nick. En dos horas se casa, se casa, y jamás podré decirle cuánto lo siento, cuánto la amo, cuánto la necesito —susurró con la voz quebrada y el rostro congestionado, fijando sus ojos atormentados en su hermano.
Nicholas lo miró anonadado y abrió la boca para responder, mas lo cortó la aparición de la cabeza de su esposa, quien lo miraba con gesto enojado.
—La perderás si sigues perdiendo el tiempo aquí. ¡Vamos! ¿Qué esperas? ¡Mueve tu trasero y ve por la mujer que amas! —le ordenó Lizzy, clavando el dedo en su pecho reiteradamente.
Él la miró de hito en hito y se sentó, haciendo trabajar su mente a toda marcha. Había aproximadamente dos horas de distancia en carruaje hasta Londres, todavía quedaba un atisbo de esperanza, tal vez podría llegar a la casa de Daisy antes de que saliese para la iglesia. Por lo menos tenía que intentarlo, se negaba a aceptar que pasaría una vida separado de ella. Determinado, aceptó la mano que su hermano le ofrecía.
—¿Mando a ensillar mi mejor corcel? —interrogó, con una sonrisa de anticipación, Nick, a pesar de que solo recibió un puño en alto como respuesta y la visión de la espalda de su hermano, que ya alcanzaba corriendo la puerta.