(…) Muchas noches me desvelo, tomo tus cartas y vuelvo a leer cada una de tus palabras. Entonces mi corazón se inunda de tanta dicha que a veces dudo de si en verdad existes, o si estoy durmiendo y solo eres parte de un hermoso sueño (…).
Dama anónima
Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido
Cuando Daisy bajó a desayunar esa mañana, su humor no era el mejor. Lo sucedido la noche anterior con el vizconde todavía daba vueltas en su cabeza y le provocaba una fuerte jaqueca.
Desde el vestíbulo, oyó su voz. Su estómago se contrajo y refunfuñó por lo bajo.
«No quiero verlo…».
Su hermano estaba sentado en la cabecera de la mesa, y a su lado izquierdo, el vizconde. Ninguna de las mujeres se había hecho presente. Los caballeros dejaron de conversar en cuanto la vieron entrar, algo que le hizo fruncir el ceño.
—¡Sisy! Buenos días, no creí que ninguna de ustedes se despertara tan temprano —la saludo Stev poniéndose de pie.
—Buenos días, lady Daisy —le dijo el cuñado del conde, inclinando levemente su cabeza.
Daisy les hizo una reverencia y gruñó una respuesta, lo que logró que su hermano la mirase extrañado y que su acompañante elevara las cejas burlón.
Cómo lo detestaba… No soportaba su manera informal de dirigirse a ella, llamándola por su nombre delante de su hermano, y que Steven se lo permitiera. No toleraba verlo allí, con ese gesto insufrible de superioridad e imperturbabilidad. Le chocaba su aspecto impecable y apuesto. Pero lo que más detestaba era cómo su cuerpo respondía a su presencia y que su cerebro insistiera en recordarle el episodio de la biblioteca, haciendo aparecer imágenes inadecuadas en su mente, que la hacían ruborizar…
—¿No comerás eso? —Escuchó la voz de Steven colándose en su atormentada conciencia.
—Perdón…, ¿qué? —balbuceó abochornada.
—Si no comerás ese bollito de canela —señaló el conde.
Daisy siguió la dirección de sus ojos y se percató de que se había quedado ensimismada con un pedazo de pan en la mano.
—No, estoy llena —respondió avergonzada, negándose a mirar hacia el hombre sentado enfrente, aunque podía sentir su mirada azul sobre ella.
—Aah, en ese caso, lo haré. No sé por qué, pero últimamente mi apetito se ha acrecentado —comentó, con tono alegre, Stev, se hizo con el bollo y se lo zampó de un bocado, ignorante de la tensión que fluía entre los otros comensales.
—Tú siempre tienes un gran apetito, querido —contestó Daisy, riendo por las ocurrencias de su hermano que, desde que tenía memoria, devoraba sus comidas como poseso y hasta solía desayunar dos veces. Una, temprano al levantarse y otra, cuando las gemelas y ella lo hacían.
No entendía cómo podía mantenerse en buena forma. Si ella llegaba a comer de esa manera, estaría más redonda que un barril y su trasero no cabría por la puerta de un carruaje, se quedaría atorada como le había sucedido a una dama del pueblo.
«Malditos hombres… La vida es injusta».
—Daisy, Andrew ha venido a hablar contigo. Le he dado autorización para que den un paseo hasta el parque —le informó Stev cuando acabó de dar cuenta del resto de jamón que quedaba.
Ella se atragantó con el té que estaba tomando y, limpiándose con una servilleta, clavó los ojos en su hermano.
—Pero le he dado la mañana libre a mi doncella y las gemelas están durmiendo. No tengo nadie para acompa… —comenzó a excusarse Daisy, nerviosa.
—Bah… No es necesario, Andrew es de la familia y pueden llevar mi coche abierto, está permitido pasear a la vista de todos con un primo o un hermano. —Desechó, con un ademán despreocupado, Stev.
Daisy se quedó con la boca abierta ante sus palabras, y, al parecer, su hermano tomó su anonadado silencio como una aceptación porque, sonriente, se levantó y salió diciendo que debía llevar el desayuno a Clarissa.
Daisy siguió su retirada, indignada.
«Andrew Bladeston no es mi familiar, ¡es el tuyo!», quiso gritarle, pero se contuvo. Lo menos que quería era que aquel arrogante se percatara de cuánto le afectaba el hecho de quedarse a solas con él.
—¿Nos vamos, prima? —dijo, desde su silla, con mofa, Andrew. Su gesto seguía siendo serio, pero sus ojos brillaban con diversión.
El vestido verde agua de Daisy era lo suficientemente apropiado para dar un paseo en landó, por lo que ella solo se colocó un abrigo color beige y un sombrero a juego. Por su parte, el vizconde vestía una chaqueta, una calza color piel y una camisa blanca, además de sus botas marrones. No llevaba pañuelo ni chaleco, algo que lo hacía parecer menos rígido y estirado, y a su pesar, se veía muy atractivo.
Como en el pequeño carruaje solo cabían dos personas, era lord Andrew quien conducía, tirando y aflojando las riendas con maestría entre sus fuertes manos enguantadas. Un silencio difícil de quebrantar había caído sobre ellos y ella se negaba a ser la primera en ceder.
Las calles ya estaban en pleno movimiento, atestadas de coches, transeúntes, vendedores y más, por lo que avanzaba con lentitud. Al ingresar al sector de Hyde Park, el aire cambió drásticamente y Daisy aspiró agradecida el sutil aroma de la vegetación que rodeaba al lago artificial. En el camino, se cruzaban con otros coches, a los que saludaban con una inclinación de cabeza, tal y cómo marcaba el protocolo.
—Debes estar preguntándote para qué deseo hablar contigo —dijo, de repente, Andrew.
Daisy le miró y vio que él estaba concentrado en guiar los caballos.
—Sí —atinó a decir. No sabía qué deseaba ese hombre de ella. Por qué de pronto había dejado de ignorarla o fastidiarla para perseguirla y entrometerse en su camino, justo cuando había hallado a su Caballero desconocido.
«Tal vez pretende pedir disculpas por su comportamiento de anoche, aunque también ha hablado de un favor…».
—No vine a pedirte perdón. No me arrepiento de nada de lo que hice —siguió el vizconde, tirando por el piso su conjetura.
—¿Ah, no? Le parece correcto abordar así a una joven y manosearla insultantemente en contra de su voluntad. Yo lo sabía pedante, arrogante e intolerante, pero pervertido no, eso es nuevo —lo increpó Daisy con sequedad, acomodando sus lentes en su nariz. Esta mañana se los había puesto, y al salir no se los quitó, después de todo aquello no era una cita.
—Acepto la acusación sobre que no fue el modo correcto de abordarte; con respecto a lo segundo… Parecía que estabas muy a gusto con ese manoseo insultante —rebatió con sorna, sonriendo al ver de reojo su rostro convertido en una máscara colorada.
—¡Es un descarado, señor! —soltó, ofendida, ella.
—¿Por qué te niegas a tutearme? Nos conocemos de pequeños y, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos, los formalismos sobran, ¿no te parece? —siguió el joven con una mueca jocosa. Parecía que la conversación le divertía.
Daisy no daba crédito a lo que sucedía. Él hablaba de su infancia, ¡como si hubiesen sido grandes amigos!, cuando en realidad solo se había metido con ella, la había molestado, insultado y burlado en cada ocasión. Y cuando se hicieron mayores, la cosa no había mejorado entre ellos. Al contrario, era nada más verse y tener que soportar algún comentario malintencionado de su parte, y si ese día ella no estaba con su armadura de paciencia habitual, terminaban ladrando como perros rabiosos.
—No, no me parece, milord. No sé si ha perdido la memoria, pero usted y yo nunca nos hemos llevado bien. ¡Mejor dicho, nunca nos hemos llevado! —ladró, molesta, Daisy.
—Bueno, siempre hay una primera vez para todo. Y dado que a partir de ahora pasaremos más tiempo juntos, no nos vendría mal hacer las paces y reconciliarnos con nuestro pasado hostil —le informó con tono tranquilo, encogiendo un hombro despreocupadamente.
—¿De qué está hablando? —graznó con los ojos abiertos de par en par.
—Será mejor ir al grano, antes de que se que haga falsas ilusiones conmigo —contestó Andy como si nada.
Daisy bufó incrédula, deseando estamparle la sombrilla que sostenía sobre la cabeza, pero luego recordó que ella también necesitaba algo de él y esperó en silencio.
—Lo que le diga debe quedar entre nosotros. Nadie en absoluto puede saberlo, ¿lo promete? —inquirió el joven, su tono se había vuelto serio.
Ella asintió, a pesar de que Andrew tenía la mirada al frente, y aguardó intrigada.
—Steven está al tanto de todo, pero ha decidido dejarlo en mis manos, no quiere que Clarissa se entere —comenzó él y dirigió el carruaje al sector más alejado de la laguna, donde predominaban los árboles y los arbustos.
—¿De qué no tiene que enterarse? —lo interrogó, confusa.
—De los robos. Todas las propiedades de tu hermano han sido asaltadas, pero no te preocupes, de ninguna se llevaron nada importante, solo papeles sin valor. Pero esto llamó la atención de Stev y me lo contó. De inmediato, hablé con el duque de Riverdan, pues él está investigando hechos similares sucedidos a otros nobles a los que le han sustraído documentos antiguos, y yo estoy colaborando con él. Allí surgió lo extraño, uno de los sospechosos que Ethan logró capturar dijo estar buscando algo relacionado con lord James Hamilton —continuo Andy con rapidez.
—¿Con mi abuelo? —murmuró, confundida, Daisy, bajando la mano con la que había sofocado el jadeo que le provocó enterarse de los asaltos.
—Así es. Por eso quiero hablar contigo, tú eres quien encontró diferentes objetos escondidos por el anterior conde —aclaró, sucintamente, él.
—Sí, yo… Oh, Dios… —balbuceó, estupefacta, Daisy.
«¡El mapa! ¡Era eso lo que el ladrón estaba buscando! ¡¿Y era posible que ese hombre supiese que ella lo tenía?! ¿Está mi vida en peligro?».
Un fuerte mareo recorrió a Daisy, gimió y se sostuvo del lateral del coche.
—¿Estás bien? Baja tu cabeza sobre tus rodillas —la instó el vizconde al percatarse de su palidez.
Daisy obedeció y trató de tranquilizar su pulso acelerado.
—Estoy bien, solo fue un vahído —respondió cuando Andy le repitió con preocupación la pregunta.
—Ven, bajemos un minuto —le pidió él con tono aún alarmado.
Una vez que el caballero estacionó el landó, saltó a la calle y se volvió para ayudarla a descender. Ella se trasladó hasta donde él la esperaba con una mano estirada y la tomó sin mirarlo. Indefectiblemente, sus cuerpos se rozaron y no pudo suprimir el escalofrío que sintió ni que su mirada volara a la cara del hombre. Andrew la observaba también, y sus ojos parecían más oscuros en ese momento. Ninguno hizo ademán de separarse, solo se quedaron así, estudiándose mutuamente. Con las manos del vizconde rodeando su cintura y las de ella aferrándose a sus antebrazos.
El corazón de Daisy latía desbocado y un extraño calor recorría sus extremidades. No era capaz de dejar de ver su reflejo en esas pupilas azules. La mirada del hombre bajó con lentitud hasta posarse en su boca, y ella correspondió clavando sus pupilas en los labios masculinos. Todo a su alrededor había desaparecido y solo era consciente del sonido de su respiración agitada acariciando sus labios y de su propio corazón retumbando enloquecido en su pecho.
—Dime que me aparte y lo haré —susurró, con voz ronca y tono apremiante, el vizconde.
Daisy contuvo el aliento y cerró los ojos, rendida.