CAPÍTULO 23

Porque nada hay encubierto, que no haya de descubrirse; ni oculto, que no haya de saberse.

Lucas 12:2.

—¿Puedes explicarnos qué hacemos exactamente aquí? —siseó Violett, intentando no resbalar en el lodo que pisaba.

—Shh… luego te explicaré —susurró Daisy sin volverse a mirar a su hermana.

—Esto es peligroso, Sisy, ¿qué excusa daremos si nos descubren aquí? —preguntó Rosie, cerrando la marcha.

Daisy no respondió, su hermana tenía razón. Lo que estaban haciendo era una completa locura, una insensatez peligrosa. Pero el maldito Andrew no le había dejado más opción.

El muy farsante había desaparecido después de que le entregara el mapa. No había asistido a ninguno de los bailes habituales, ni respondido a los mensajes que le había enviado con su doncella, sino que se había limitado a devolver los sobres sin abrir. De eso habían pasado ya tres días, lo que le dejaba la obvia conclusión de que el vizconde la había excluido de su misión, había tenido el tupé de dejarla fuera de la investigación, y no pensaba tolerarlo bajo ningún punto de vista.

Para su desgracia, Steven había incrementado la seguridad en la mansión y mantenía a toda la familia bajo estricta vigilancia, lo que no le había permitido escabullirse de la casa, ni escapar de la presencia de su doncella. Y para terminar de enfurecerla, su hermano había ignorado su interrogatorio, alegando que los hombres se ocuparían del asunto, como si las mujeres no fueran capaces de resolver un misterio. «¡Retrógrados!».

Cansada de esperar, Daisy había decidido pasar a la acción y aprovechó que debían asistir a un evento a solo una manzana de la mansión de los duques de Stanton, donde residía lord Andrew, para fingir entrar a la fiesta. Cuando su cochero salió en busca de un lugar para estacionar el carruaje, el cual, a pesar del corto trayecto debían utilizar, pues de ninguna manera se les permitiría recorrer la escasa distancia a pie, ella y sus hermanas se escabulleron y se dirigieron a la mansión Stanton. Tenían poco tiempo, pero Daisy intentaría averiguar algo antes de regresar al compromiso social y, si tenía suerte, tal vez podría recuperar el mapa y darle una lección al arrogante de Andrew.

Con sumo sigilo, rodearon la casa y se colaron por la puerta de hierro trasera. Conocían bastante la propiedad por las visitas que habían hecho y les resultó fácil ingresar al patio posterior. El primer obstáculo se presentó cuando probó el pomo de la puerta del servicio y la encontró trabada. Tragando una maldición, se volvió hacia las gemelas que la miraban expectantes.

—Está cerrada —dijo desalentada, aunque era evidente, ya que no se veía ningún tipo de hueco por el que pasar una llave y debía estar trabada por dentro con una de esas barras de hierro.

—Bueno, entonces podemos regresar a la velada musical de lady Henderson —suspiró Rosie.

—No seas tan miedosa, Ros. Y tú déjame probar algo —alegó Violett y avanzó cuando ella se hizo a un lado.

En silencio, observaron cómo Violett se quitaba una horquilla de su cabello rubio y la insertaba en la cerradura de una ventana que estaba ubicada junto a la puerta, un poco por encima de sus cabezas, componiendo una expresión concentrada.

Unos segundos después, se oyó un chasquido y el rostro de la joven se iluminó.

—¡Voilà! —exclamó la rubia satisfecha.

Violett abrió con sigilo el cristal y, tras recogerse el vestido a la altura de la cintura para impedir que la tela limitara sus movimientos, tomó impulso y trepó hasta lograr pasar su cuerpo por la abertura y deslizarse hacia el interior de la mansión. Ellas solo pudieron quedarse boquiabiertas frente a tamaña hazaña y, ansiosas, aguardaron minutos que se hicieron eternos, hasta que la puerta de la cocina se abrió y vieron aparecer el rostro de su hermana teñido de una mueca de orgullo.

Rosie y ella aplaudieron con sus manos enguantadas y lanzaron miradas admirativas hacia la gemela. Violett nunca dejaba de sorprenderlas, y en ese momento podían sumar otra habilidad más a su excéntrica y estrafalaria lista de actividades escandalosas.

La cocina de la mansión estaba desierta y sumida en la oscuridad, lo que denotaba que o bien el servicio ya se había retirado, o les habían dado la noche libre. Aunque eso no era extraño, pues antes habían visto que parecía no haber ningún integrante de la familia en la casa.

—Bien, creo que lo mejor será que nos dividamos. Rosie, quédate junto a la puerta del vestíbulo vigilando, si alguien aparece, ya sabes cuál es la señal —dijo Daisy, y Rosie asintió con gesto nervioso, pero sabía utilizar el silbido que Steven les había enseñado a la perfección—. Tú, Violett, revisa la biblioteca y fíjate si encuentras algo relacionado con un mapa antiguo o cualquier cosa que llame tu atención. Cuando escuchen mi señal, regresen aquí de inmediato —les indicó y, tras recibir el ademán afirmativo y entusiasta de Violett y abastecerse con candelabros para iluminar su camino, se separaron.

Daisy decidió subir a la segunda planta y requisar el cuarto del vizconde, si no encontraba nada útil allí, le quedaría el estudio del duque como última alternativa. Aunque no creía que el hermano menor lo utilizará en ausencia del jefe de la familia.

El problema era que no sabía cuál de todas las habitaciones era la que buscaba, pero estaba al tanto de que el ala oeste era de uso exclusivo de los duques, por lo que lady Honoria y Andrew debían residir en el sector este.

Luego de probar varias puertas, todas cerradas bajo llave, llegó a una estancia ubicada al final del pasillo, la cual se encontraba sin cerrojo. Con tiento, asomó la cabeza y comprobó que se trataba de una habitación y que la decoración era masculina. Mobiliario de cedro caoba, una gran cama con cortinas y dosel verde oscuro, y un ropero y biombo labrados llenaban el espacio. También había un bonito escritorio ubicado junto a la ventana y hacia allí se dirigió Daisy.

Con el corazón acelerado y las palmas sudorosas, depositó el candelabro y comenzó a abrir los cajones. Estaban vacíos, a excepción del primero, que estaba bajo llave. Con una mueca frustrada, pasó la vista por la superficie del mueble: tintero, pluma, sello, papel y un gran tomo la ocupaban.

Curiosa, tomó el ejemplar y leyó las letras de la tapa del libro: Archæologia Britannica, por Edward Lhuyd [3].

No conocía el manuscrito ni al autor, por lo que lo devolvió a su sitio y se dirigió al ropero para tratar de hallar la llave del cajón trabado. Esperaba encontrarla allí, pues no le venía a la mente otro lugar lógico y de fácil acceso donde esconderla, a no ser debajo del colchón. En uno de los estantes, bajo una camisa, halló la pequeña llave y sonrió triunfal.

Una vez que logró abrir el cajón, frunció el ceño al comprobar que estaba vacío. Bufando, acomodó los lentes que se habían deslizado hasta la punta de su nariz y pasó la mano por el interior del cajón.

No tenía sentido, para qué cerrar algo que no contenía nada. De pronto, su mente se iluminó al recordar cómo había descubierto el mapa, y se inclinó para tantear la superficie del cajón, buscando alguna pared escondida similar a la del viejo baúl de su abuelo.

La satisfacción la inundó al oír el golpe seco que provocó el deslizamiento del falso fondo. Ansiosa, quitó la madera y metió las manos para tomar lo que parecían varios papeles.

—¿Me dirás por qué despachaste de tu casa de esa manera a West? —inquirió Riverdan mirándolo por encima de su vaso de whisky.

—Solo diré que era lo menos que se merecía —respondió, con acritud, Andy.

Antes de salir para el club, donde en ese momento se encontraban, había aparecido Anthony pidiendo hablar con él. Su cara presentaba hematomas de la pelea que habían tenido, y el muy malnacido le había informado su decisión de cortejar a lady Daisy. Si no hubiese sido por la pronta intervención de Ethan, él hubiese machacado la cara de Tony sin piedad.

Después de eso, le había advertido que se mantuviese alejado de la dama, ya que no quería que la ilusionara, pues conocía la reputación de su amigo, pero Anthony había repetido que estaba dispuesto a todo por la joven. Entonces Andy sintió deseos de matarlo y, también, impotencia porque él no podía impedir eso, no si no estaba preparado para ocupar el puesto que West ambicionaba. Y no lo estaba… Sencillamente, él no podía, no estaba disponible para amar a Daisy Hamilton. Furioso por la contradicción que amenazaba su paz y su cordura, había abandonado su casa seguido del duque, no sin ordenar al mayordomo que sacara de la mansión a Anthony.

Riverdan había arqueado una ceja al oír su escueta respuesta, pero antes de que pudiese alegar, dos hombres se detuvieron junto a su mesa.

—¡Norris! —lo saludó al reconocer a su antiguo camarada.

El caballero alto, rubio y delgado le devolvió el saludo y tomó asiento frente a ellos; junto a él, otro individuo.

—Él es el hombre del que te hablé, Edwin Norris[4]. Y este es mi amigo, el duque de Riverdan —los presentó Andy señalando a su colega, con el que habían colaborado en varias proyectos de escritura antigua.

—Su excelencia, lord Bradford. Les presento a Whitley Stokes[5] que, además de amigo, es mi compañero de investigación de lenguas célticas y colaborador —anunció, y el hombre también joven, regordete y algo calvo correspondió el saludo.

—Bien, como te comenté, Norris es experto en celta y también otras lenguas antiguas, como el córnico —aclaró Andrew al duque, sacó el mapa y lo depositó en la mesa—. Lo he citado, Norris, porque el duque y yo estamos trabajando en una misión real y hemos hallado un documento que estoy casi seguro de que está escrito en córnico antiguo. No obstante, quería que lo comprobara y, de estar en lo cierto, me tradujese algunas palabras que no pude descifrar —informó Andy, abrió el mapa y lo deslizó hacia ellos.

Los dos hombres se inclinaron sobre la hoja y la analizaron ayudados por una gran lupa.

—Ciertamente es córnico, y se trata de una especie de mapa de tesoro. Aunque no es muy complejo y no da demasiadas pistas —explicó Norris levantando la vista.

—¿Pero qué dice en las palabras del centro? —preguntó Ethan inclinándose hacia adelante.

—Es una conocida frase celta: Ef fear py fhaide chaidh bho’n bhaile, chual e’n ceòl bu mhilse leis nuair thill e dhachaidh hy[6] —recitó Norris concentrado en el texto.

—Que, traducido, es: «El hombre que vaga errando fuera de casa escucha la música más dulce cuando vuelve a ella —leyó Stokes con voz profunda.

El duque y Andy se miraron confundidos.

Además de esas palabras, solo había una pequeña x negra en un extremo de la hoja, luego, un camino de pequeños puntos que terminaban en una gran x colorada. ¿Qué significaba esa frase? Parecía que era alguna especie de acertijo y tendrían que descifrarlo para solucionar el enigma.

Daisy observó el papel que sostenía y un grito escapó de su garganta. Aturdida, dejó caer el sobre y lo miró con horror y desazón.

—¡Son… son las cartas! —exclamó conmocionada, sacó los demás sobres, comprobó que estaban firmadas con la letra del caballero desconocido y las soltó como si le quemaran.

Incrédula, se llevó una mano a la boca y otra a la cabeza tratando de tranquilizar su pulso desbocado. Temblando, volvió a tomar una de las misivas y, de nuevo, quedó estupefacta. No lo había imaginado, eran las cartas que el intruso había robado de su cuarto.

Entonces, ¿Andrew Bladeston era el ladrón? ¿Qué motivo tenía para querer obtener esas cartas? ¿O en realidad buscaba el mapa? En ese caso, ¿por qué se las había llevado si con su conocimiento se habría percatado al instante de que no era lo que buscaba? ¿O es que había decidido utilizarlas para chantajearla si ella se negaba a colaborar en la misión?

Una nueva incógnita la paralizó por completo: tal vez Andrew era el caballero desconocido y, al descubrir que ella era la dama anónima, se había arrepentido y decidido recuperar toda la evidencia que lo comprometía. ¡No, no, no! Él no podía ser el mismo hombre que había escrito esas dulces y románticas cartas, no.

Desesperada, se paseó por la habitación, obligando a su cerebro a sopesar todas las opciones. Una idea apareció en su caótica mente, a lo mejor Andrew había descubierto que West era el verdadero caballero desconocido y robó las cartas para usurpar ese lugar.

El fuerte silbido semejante a un águila interrumpió sus cavilaciones. Alarmada, sopló las velas que delatarían su presencia y se apresuró a devolver las cartas a su sitio, cerró el cajón y corrió hacia el ropero para volver a guardar la llave.

—Quieto o disparo —gruñó una voz grave a su espalda, y ella se petrificó bajo el frío cañón del arma apoyada en su nuca.