CAPÍTULO 7

(…) Tu rostro no me es desconocido, tu nombre no me suena extraño, pues llevo grabada tu cara en lo profundo del alma, y mi voz siempre repite en cada sueño que tú eres mi amada (…).

Caballero desconocido

Extracto de una carta enviada a la Dama anónima

—¡¿Un baile de máscaras?! —chilló, eufórica, Rosie.

—La invitación acaba de llegar, es para este sábado —les informó Clarissa, depositando su taza de té sobre el platillo.

—¡Bah! No sé el porqué de tu entusiasmo, Rosie. Solo es un baile, igual a los demás que hemos tenido que asistir, con la diferencia de que todos llevarán puesto un antifaz —bufó, con gesto hosco, Violett.

—Oh, pero el hecho de ir disfrazados le da al evento un aura de misterio y aventura, ¡y eso es tan romántico! —exclamó, con una sonrisa soñadora, Rosie.

—Más que romántico es peligroso, no sabes con quién puedes toparte y, sin esperarlo, puedes dar con una inesperada compañía, ¿no es cierto, pequeña? —intervino, con tono enigmático, Stev, que estaba sentado en la punta de la mesa de desayuno y miraba a su esposa con una sonrisa pícara.

Clarissa, que se había metido un bollito de pan en la boca, se atragantó ante el comentario de su esposo y escupió migas en todas direcciones.

—¿Estás bien, Rissa? Come más despacio —añadió él, reprimiendo la risa, al tiempo que golpeaba con suavidad la espalda de su esposa.

—Estoy bien, y no puedo evitar darte la razón, marido. En esa clase de eventos, debe uno andar con cuidado, pues una distracción puede ocasionar que termines enredada con alguna rama del jardín o, peor, expuesta ante alguna alimaña —le espetó la condesa y lo fulminó con sus ojos azules, lo que ocasionó que Steven estallara en carcajadas. Las tres hermanas se miraron intrigadas y luego regresaron su vista, perplejas, al matrimonio.

El día del baile llegó y, a pesar de las reticencias de Violett, todo el grupo Hamilton decidió que asistirían. Daisy observaba con ojo crítico el atuendo que había escogido junto con su cuñada y su doncella.

«¿Misterio y aventura?», eso era lo que Rosie había dicho.

Y así era cómo se sentía ella con aquel vestido, misteriosa y definitivamente preparada para vivir una aventura.

Como la noche estaba fría, Daisy escogió un vestido de terciopelo azul medianoche, el color era tan oscuro que parecía negro. Las mangas se ajustaban a sus hombros y tenía el escote corazón que dejaba a la vista el nacimiento de sus senos. El vestido era apretado hasta las costillas y luego la falda caía suelta. Su cabello había sido alisado y recogido en un rodete flojo en lo alto de su cabeza, y tenía como único adorno un bonito collar de perlas y unos pequeños pendientes a juego.

Cuando terminó todo el ritual de preparación, incluida la colocación de aquel molesto polvo de arroz blanco que, según su doncella, dejaba su piel tersa y delicada, y de un ungüento color carmesí que le otorgaba color a sus labios rosa pálido, Daisy se ubicó frente al espejo y se quedó anonadada frente al resultado final.

¿Esa mujer era ella?, ¿la anodina lady Daisy de Costwold?

Por primera vez, se sentía una mujer hermosa, no perfecta ni exquisita, pero sí atractiva y femenina. Una risa de regocijo escapó de su garganta cuando bajó sus manos enguantadas sobre su silueta; con ese color, género de tela y corte de vestido, ya no aparentaba una figura regordeta como le hacían parecer los ajustados vestidos de satén y de corte en la cadera, sino que se podía apreciar su estructura bien dotada en el busto y solo dejaba entrever sutilmente la forma de sus voluptuosas caderas. Definitivamente, de ahora en más, ese tipo de vestidos sería el estilo que preferiría.

Sonriendo, tomó la máscara que habían mandado a hacer especialmente para su atuendo y la colgó de su muñeca. De pronto, la noche se le antojaba interesante y fascinante, tenía el presentimiento de que podría ser el día que tanto había esperado; en ese baile podría conocer por fin a su caballero desconocido.

La mansión de los condes de Stranford era una de las propiedades más antiguas y grandes de Londres. Su visión solía dejar obnubilado a todo aquel que la visitaba. Las veladas que allí se celebraban siempre llevaban el sello de la elegancia y la opulencia. Solo las familias aristocráticas más distinguidas eran invitadas, y recibir una de esas invitaciones posicionaba en lo alto de periferia noble.

A pesar de todo aquello, Andrew Bladeston no podía estar más irritado. No había alcanzado a poner un pie en el puerto de Londres y ya había sido arrastrado a uno de los compromisos sociales de la duquesa viuda de Stanton.

De hecho, podría haberse negado, pero se le hizo difícil hacerlo porque su hermano Nicholas se había trasladado a la mansión de Costwold. Según su madre, el duque había decidido arrastrar a su linda duquesa al campo para poder mantenerla lejos de cualquier peligro y a salvo de ella misma. Y no lo culpaba, dado que su cuñada estaba embarazada. Todo ello lo dejaba como el único candidato para acompañar a Honoria.

«Maldita suerte la mía…».

Solo llevaba un cuarto de hora en ese aglomerado evento, cuando sintió una mano posarse en su hombro derecho.

—¡Anthony! —dijo, sorprendido, Andy al reconocer al hombre que lo miraba sonriente tras un pequeño antifaz negro.

—¿En serio tengo frente a mí al pequeño granuja Bladeston? —respondió el otro con el mismo tono bromista y relajado que recordaba.

—El que viste y calza —contestó, con un esbozo de sonrisa, Andrew, estrechando la mano del mejor amigo de gran parte de sus años de juventud.

—¿Cómo estás, viejo amigo? Cuando te divisé, no creí que realmente fueres tú. Te hacía muy lejos de aquí, en alguno de tus largos viajes —comentó Tony con una mirada curiosa en sus ojos grises.

—He decidido parar por un tiempo, acabo de regresar de uno de ellos —le explicó el vizconde encogiendo un hombro.

—¿Es cierto eso? Pues me alegra, camarada, podremos recordar viejos tiempos ahora que estarás instalado aquí —propuso, con una palmada, su amigo.

—¿Y tú? ¿En qué te has entretenido? Además de en la caza de féminas, por supuesto —lo provocó Andy, rememorando la adicción por las mujeres que su amigo tenía.

—No he tenido tanto tiempo para mi pasatiempo favorito como hubiese querido, ya que también he estado fuera viajando. Acabo de volver de Francia y… ¡que me aspen! —comenzó, risueño, Tony para terminar interrumpiendo su relato abruptamente.

Andrew observó confuso la cara de ridículo embeleso que esbozaba su amigo y, a regañadientes, giró y buscó con la mirada lo que le había causado esa reacción. Los ojos casi se le salieron de las órbitas al ver a una mujer detenida al principio de las escaleras que daban acceso al salón.

No era que fuese una beldad perfecta, más bien podía considerarse todo lo opuesto a la apariencia de una típica belleza inglesa. No era angelical, delicada, ni impoluta. Era cautivadora, hipnótica, atrayente, seductora y desquiciante.

Y su corazón se había saltado varios latidos con solo verla, no podía quitarle la vista de encima y su respiración se había acelerado tanto que temía que lo oyese el resto de los invitados.

—¿Quién es ella? —siseó, con tono de admiración, Tony.

Y al instante Andy lo fulminó con la mirada, algo de lo que su amigo ni se percató porque seguía prendido a la excitante visión que componía la misteriosa dama. Estaba seguro de que nunca la había visto antes, no podía no reconocer esa voluptuosa figura, esos provocadores labios y esa subyugadora aura que la rodeaba.

No sabía cómo, pero debía conocerla, buscar la manera de que se la presentaran. Seguramente, sería una dama soltera, pues ningún marido con un dedo de frente la dejaría presentarse allí sola. No, si tuviese dueño, él estaría parado junto a ella, advirtiendo a cada hombre de ese salón que se encontrara babeando por esa mujer de que se mantuvieran lejos. O, por lo menos, es lo que Andy haría si esa dulce sirena fuese suya.

De hecho, era lo que deseaba hacer en ese momento, algo en su interior lo instigaba a hacerlo, a reclamarla como suya. Sentía un extraño impulso animal que le gritaba que la marcara con fuego, con posesión, con la palabra mía.

—Tengo que conocerla —dijo Anthony todavía a su lado, con una mirada encendida, que le puso voz a sus voraces pensamientos.

—Olvídalo, amigo. Ella es mía. Un paso hacia ella y darás nueve más al amanecer, tú eliges —le advirtió, con voz tensa y los puños apretados, Andrew.

Su amigo se volvió a mirarlo con la boca abierta y expresión desencajada.

—¿Perdón? Eso no lo decides tú. La voy a conocer, es más, tengo el presentimiento de ya hacerlo, ¿tú no? —contraatacó, con desafío, Anthony, que se quedó pensativo al final.

Andy, todavía envarado, volvió los ojos hacia la joven. El deseo le quemó cuando recorrió con la vista el rostro cubierto por una máscara oscura, que solo dejaba ver sus apetecibles labios, y su cuerpo embutido en un esplendoroso vestido azul oscuro.

—No. No sé quién es… ¡No puede ser, por un demonio! —exclamó, estupefacto, el vizconde cuando la dama sonrió, al parecer, aliviada, y se volteó para dejar pasar a sus acompañantes.

«¡Es… el adefesio Hamilton!».