Amo tus silencios…
Amo tus palabras…
Amo sin límites…
Amo sin medidas…
Eres lo más dulce…
Eres mi aventura…
Lady Daisy, Lord Andrew
El día de la boda llegó. Era una mañana de otoño atípica, el sol brillaba y un agradable clima los acompañaba, augurando un futuro prometedor.
Tanto Andrew como ella habían escogido que la celebración fuera íntima y solo para la familia directa. Sus hermanos, la familia Bladeston al completo, incluida lady Asthon, la tía de Elizabeth, la duquesa viuda y lord Arden, padre de la duquesa y su cuñada. Y por supuesto, el duque de Riverdan, que continuaba investigando los robos y en ese momento la fuga de lady Amelia Wallace, estaba presente. Solo se ausentaría lord Jeremy debido a un viaje de urgencia que debió hacer a sus tierras de Surrey, pero su madre, la marquesa, estaría en la boda.
Daisy se sentía como en una burbuja de paz y dicha, no estaba alterada ni nerviosa, sino expectante y entusiasmada. Esa vez ella había elegido el vestido de novia que luciría y estaba muy conforme con su elección. Su atuendo nupcial consistía en un sencillo pero precioso vestido de lino color crudo, las mangas y la falda tenían hilos de plata, tenía escote corazón, y dejaba la piel de sus omóplatos a la vista. Era ajustado en el torso y luego caía sutilmente por sus caderas, lo que le daba un efecto suave y delicado, nada ostentoso ni vaporoso. Su doncella le estaba colocando horquillas en la cabeza para lograr sujetar una fina corona de pétalos blancos y amarillos, y una vez que lo había logrado, extendió su cabello rizado rojizo en sus hombros. El toque final fue una fina cadena de plata y un poco de color en sus labios.
—¡Vaya, estás preciosa, Sisy! —suspiró Rosie, quien estaba contemplándola junto a Violett desde la puerta.
Ella se volvió con una sonrisa y extendió los brazos con mirada llorosa; sus hermanas corrieron y se abrazaron a ella.
—Te extrañaremos, pero el saber que estarás bien y feliz compensará la añoranza —murmuró Ros llorosa.
—Nos harás falta, demasiada. Solo espero que el zopenco del vizconde te cuide como mereces —agregó Letty, aclarando su garganta en un obvio intento de reprimir sus lágrimas.
—Si no lo hace, aplicaré alguna de tus tácticas defensivas —bromeó, reteniendo las lágrimas, y dio un beso a cada gemela, que reían por su chiste.
Se quedaron un rato más así, reviviendo ese momento que, aunque era un paradójico déjà vu, no dejaba de ser emocionante y movilizador. Unas fuertes manos las rodearon, Daisy abrió los ojos y vio a su hermano que las abrazaba con gesto enfurruñado.
—Vamos, es la hora. Partamos hacia Sweet Manor antes de que sea yo quien rapte a mi pequeña flor. No puedo creer que un bastardo se la llevará —dijo, ofuscado, el conde.
—Haré de cuenta de que no llamaste así a mi hermano, Hamilton —ladró Clarissa desde el umbral. Una enorme sonrisa contradecía su tono irritado—. Dejarás sin aliento a Andy, querida —aseguró, burbujeante, ella, besándola en la mejilla—. ¿Lo ven? ¡El amor siempre triunfa!
Andrew se paseaba nervioso por el altar que habían improvisado en los jardines de la mansión de Costwold.
Todos los invitados estaban ya allí, Nicholas y Elizabeth oficiarían de testigos. La duquesa estaba muy bella con su prominente embarazo, y su hermano se limitaba a observar sus movimientos impacientes con una sonrisa jocosa. Honoria, su madre, estaba más que feliz por la boda y la novia, y conversaba con la madre de Jeremy, que estaba sentada junto al marqués de Arden. Estaba comenzando a sudar, ya quería ver aparecer a Daisy, estaba desesperado por hacerla suya en todos los sentidos, y con cada segundo de retraso se sentía desfallecer.
«¿Qué te pasa? Estás perdido por esa mujer, amigo…», se dijo haciendo una mueca de diversión.
—¡Allí llega la novia! —anunció lady Asthon, que había acorralado a Riverdan y lo tenía sentado a su lado.
Él se enderezó y fijó su vista en las puertas cristaleras que daban a la terraza. Las hermanas menores de Daisy aparecieron y descendieron la escalinata junto a Clarissa, las tres llevaban elegantes atuendos y se veían bellas. Pero nada comparado con lo que vio a continuación, sus ojos se abrieron atónitos, su corazón comenzó a golpear dolorosamente en su pecho mientras dejaba de respirar ante la visión que caminaba hacia él.
Su dama… estaba… no tenía palabras, era un hada, un ángel, resplandecía, destellaba. Su sonrisa y el brillo de sus ojos dorados, su cabello, su cuerpo redondeado, todo lo hacía sentirse mortal y vulnerable, bendecido y definitivamente acalorado.
—Respira o te dará otro ataque —siseó Nicholas con tono de mofa.
Daisy solo podía mirar a su prometido, sus miradas estaban entrelazadas y todo a su alrededor había desaparecido. Sus ojos azules refulgían y parecían quemarla intensamente. Llevaba su pelo castaño peinado hacia atrás, una casaca negra, camisa, chaleco y pantalón del mismo color.
En definitiva, lucía apuesto hasta lo indecible. La manera en la que la examinaba era tan apasionada que sus rodillas temblaron y agradeció que su hermano estuviese guiándola. Entonces él sonrió como solía hacerlo, con esa mueca ladeada que la enloquecía, y eso, sumado a la suave presión que ejerció cuando Steven depositó su mano en la suya, le transmitió la tranquilidad que necesitaba.
Debido a que se estaban casando con una licencia especial, y para sumarle a lo atípico lo hacían al aire libre y no en una iglesia, el nada conforme párroco, que tenía la cara contraída en un gesto agrio y de vez en cuando lanzaba miradas al duque de Riverdan, el responsable de que accediera a casarlos, ofició la ceremonia rápidamente.
Y así fueron declarados marido y mujer, un coro de vítores se alzó cuando Andrew la tomó por la nuca y selló su unión con ardoroso entusiasmo, dejándola ruborizada y anhelante.
La tarde transcurrió entre el abundante banquete y el baile, durante el cual tuvo que ver cómo su esposa le era arrebatada de sus brazos una y otra vez, hasta que hubo bailado con cada caballero presente y él, con las damas.
—No te la robarán, ¿sabes? —se burló Clarissa, que era su pareja en ese momento.
Andy frunció más el ceño al oír su comentario y a duras penas despegó la vista de su vizcondesa, que reía y giraba en los brazos de Ethan.
«¿Qué es tan gracioso? Conmigo no se ríe tanto, al contrario, siempre me está fulminando con sus ojos…».
—No lo permitiría —gruñó, y al instante se arrepintió. Había sonado como un perro rabioso.
—Sí, ya veo —replicó, hilarante, su hermana—. Al final se cumplió lo que te dije en este mismo jardín hace tantos años —comentó con una mueca presumida.
—¿Qué me dijiste ? —interrogó, perplejo, él, observando sus ojos azules brillar traviesos.
—¿Recuerdas esa ocasión en la que Daisy te empujó al lago? Estabas muy furioso, y mientras madre te consolaba, yo me acerqué y te susurré una predicción —aclaró con tono enigmático.
Andy arqueó una ceja, intentando rememorar esa escena. Recordaba estar enajenado, completamente empapado y sucio, envuelto en una toalla de lino, al tiempo que veía fijamente a la pequeña Daisy caminar por la orilla del lago; sus lentes resbalaban continuamente hacia la punta de su nariz y ella los acomodaba de nuevo. Entonces, mientras su mente buscaba alguna manera de hacerle pagar la humillación que le había hecho pasar, había oído a Clarissa decir en su oreja: «Yo que tú no lo intentaría. Puede que no lo veas, hermanito, pero para mí está claro que, además de sufrir un buen golpe en tu trasero y en tu orgullo, has recibido un golpe al corazón y nada podrás hacer al respecto». Dicho eso, había depositado en sus manos un objeto mojado y se marchó para dejarlo en trance, observando lo que ella le había entregado y sintiendo el efecto de esas palabras.
—Eres una bruja —le dijo, volviendo a ese momento—. Pero no sabes cuánto me alegro de que estuvieras en lo cierto —terminó, sonriendo feliz.
—Más me alegro yo de tener por fin a mi Andy de regreso y muy lejos al estirado lord Bradford —correspondió Rissa con gesto cómplice.
—Me temo que he de robarme a la novia —interrumpió la voz grave de su flamante esposo, y el duque de Riverdan miró a ella con un brillo malicioso en sus ojos café.
—No hasta que termine la pieza, no puedes —negó acercando un poco más su cuerpo al suyo.
Daisy contuvo el aliento y espió a su marido por el rabillo del ojo. Parecía que estaba por explotar y su mandíbula se tensaba, algo que provocó una risa nerviosa en ella, que no sabía si reír o salir corriendo. No obstante, no tuvo ocasión de meditarlo demasiado porque el vizconde gruñó con fuerza y, acto seguido, la arrancó de los brazos del duque, se inclinó y la lanzó sobre su hombro como un saco. Riverdan negó con su cabeza, alucinado, y ella abrió los ojos estupefacta y solo alzó la mano, despidiéndose de todos los que le devolvieron el saludo mientras se carcajeaban y alzaban sus copas a la vez que ella era secuestrada por su marido.
Un carruaje que no conocía y parecía nuevo los llevó de regreso a la ciudad, pues a primera hora debían estar en el muelle para partir hacia Francia. La mansión que lord Stanton les había obsequiado quedaba en una esquina y era muy bonita, aunque nada extravagante. Por sus ventanas se colaba la luz de las velas que ya se habían encendido, pues la noche ya teñía el cielo.
Cuando ellos entraron a la casa, una fila de criados los aguardaba. Daisy los saludó con sonrisa incómoda y también sorprendida. Creía que no contarían con tanto personal, solo el indispensable, mas allí había un servicio completo, y eso no lo esperaba debido a la situación financiera de su esposo. Aunque no pudo detenerse mucho en aquel detalle porque Andy enseguida la arrastró por las escaleras en forma de caracol.
Entonces la aprensión y la timidez la embargaron y se puso tensa. Sabía lo que vendría. Clarissa se lo había explicado, para su pesar, no había sido muy explícita y terminó dejándole más dudas que al inicio de la incómoda conversación.
Su esposo la hizo pasar a una amplia y elegante alcoba decorada en tonos burdeos y dorados. Destacaba la gran cama de dosel y las sábanas doradas, un largo diván, un ropero, un escritorio color caoba y una bañera de porcelana ubicada frente a la chimenea encendida.
Antes de que pudiese hacer la pregunta que tenía en mente, que era dónde dormiría y se asearía ella, pues era obvio que esa era la habitación destinada al señor de la casa, se oyeron unos golpes en la puerta.
Su esposo, que se limitaba a verla en silencio, detuvo el acto de quitarse el pañuelo y fue a abrir la puerta. Tres lacayos entraron y procedieron a llenar la bañera con agua caliente. Daisy tragó saliva y sintió su estómago contraído cuando la puerta se cerró tras los sirvientes.
Andrew notaba el nerviosismo de Daisy, que en este instante parecía un cervatillo asustado, y sentía una gran ternura. Estaba tratando de darle espacio y, por eso, aunque casi había muerto en el intento, procuró no avasallarla ni lanzarse sobre ella como deseaba lo que duró el viaje. Pero en ese momento ya no podía contenerse o explotaría finalmente. Fingiendo tranquilidad, se quitó el saco, el chaleco y las botas, todo bajo el demudado escrutinio de su vizcondesa. Luego se arremangó la camisa hasta los codos y se volvió hacia ella.
—Venga aquí, lady Bradford —bromeó, extendiendo su mano.
Daisy vaciló, se estaba poniendo demasiado nerviosa, pero la sonrisa que esbozó logró distraerla lo suficiente como para asirse a él y terminar parados frente a frente junto a la bañera. Su pulso latía enloquecido cuando Andy levantó una mano y acarició su mejilla con suavidad.
—Si pudieras ver lo que yo estoy viendo justo ahora, no tendrías lugar para ese miedo —habló él, dejó vagar sus ojos por su rostro sonrojado y regresó la vista a la suya, con una mirada encendida y profunda.
—Yo… —balbuceó ella, temblando inconscientemente.
—Shh… no digas nada —la cortó él, pegando sus frentes—. Te propongo algo, que pienses en lo que sucederá entre tú y yo como si fuese una aventura —siguió susurrando con su aliento cálido sobre su boca.
Daisy asintió, estremecida, y cerró los párpados.
—Eso es, mi amor… tú solo cierra los ojos y déjate llevar por esta dulce aventura —siseó su marido, y sintió sus manos acariciar lentamente sus brazos, subir hacia sus hombros y detenerse en la tela que sostenía su vestido en su cuerpo.
Daisy sentía una estela de fuego por donde sus manos pasaban y poco a poco sus reticencias diluyéndose.
—No temas, dulce margarita, solo te amaré con mi cuerpo, como ya lo hago con mi alma y mi ser —declaró Andrew, y bajó su vestido por sus hombros.
Un jadeó brotó de su garganta cuando ella quedó con el torso desnudo frente a sus ojos, ya que no llevaba puesto corsé y la había desprendido de la camisola junto con el vestido. Con la respiración agitada, abrió los ojos y se encontró con las pupilas oscurecidas y dilatadas de su esposo que la miraba de hito en hito.
Él respiraba también acelerada cuando la liberó de los pololos y las medias, y por último, le quitó la corona que adornaba su cabello. Sus manos temblaron incontrolables al tomar el cabello suelto y, con un gesto de embeleso y reverencia únicos, él acercó su pelo a su cara, aspirando extasiado.
Daisy sentía su interior derretirse con cada acción de su esposo, sintiéndose admirada y venerada, se armó de valor y procedió a quitar la ropa de su esposo.
Juntos se sumergieron en la bañera y, colocándose de rodillas, se estudiaron con fijeza.
—Te amo, hoy y siempre —dijo ella con emoción, rozando sus narices.
Andrew la tomó por la nuca y la pegó a su cuerpo.
—Siempre no me alcanza para amarte lo suficiente —respondió con voz ronca—. Porque te amo sin medida ni tiempo —declaró, y su boca abordó la suya con voraz necesidad.
Un año después…
Costwold
Andrew salió al exterior de Sweet Manor buscando a su esposa con la vista. El jardín estaba repleto, toda la familia estaba allí, pues estaban festejando. Sus hermanos, con sus esposos, su madre, sus cuñadas, las gemelas con sus maridos y las niñeras vigilando a los nuevos integrantes de la familia. Pero ni rastros de Daisy.
Era un día especial, su esposa cumplía años, y él tenía una sorpresa por su aniversario número veinte. Finalmente la divisó a lo lejos, sentada a los pies del gran olmo, tenía su precioso cabello recogido con una cinta y parecía una princesa con ese vestido color amarillo. Con sigilo, se acercó a ella y se trepó al árbol sin que ella se percatara, de tan concentrada que estaba en su lectura.
—Cuando caído en desgracia ante la Fortuna y los hombres y en soledad lloro mi condición de proscrito y perturbo los indiferentes cielos con mis lamentos; cuando me contemplo a mí mismo y maldigo mi destino, deseando parecerme a otros más ricos en esperanza; ser tan hermoso como ellos, y como ellos disfrutar de muchos amigos; cuando envidio el arte de aquel, y el poder de este otro, descontento de lo que más placer me da. Y cuando hundido en estos pensamiento casi me desprecio, de pronto, felizmente pienso en ti, y toda mi alma, como la alondra que asciende al surgir del día, se eleva desde la sombría tierra y canta ante las puertas del cielo. Porque el recuerdo de tu dulce amor me llena de riquezas, y en esos momentos no cambiaría mi destino por el de un rey[8] —recitó en voz alta, con voz solemne, haciendo que Daisy se sobresaltara y levantara la vista para quedarse escuchándolo boquiabierta.
Sus ojos dorados brillaron al oír esos versos y negó divertida, pues él no era pobre precisamente, más bien todo lo contrario, y estaba claro que era hermoso. Andy le devolvió el escrutinio, guiñándole un ojo, saltó hacia el suelo y la ayudó a ponerse de pie, luego metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y le extendió un paquete envuelto.
Daisy observó su sonrisa ladeada y, curiosa, tomó el presente y lo abrió ansiosa.
—Feliz cumpleaños, dulce margarita —dijo ya sonriendo ampliamente al mirar su pasmada reacción.
Daisy jadeó y miró incrédula el regalo que su esposo le había hecho. Era el libro, el ejemplar original de Sonetos de amor.
Ese que él había lanzado al agua siendo niños, en ese mismo lago, y que ella creía perdido. Pero no, lo había conservado y restaurado. Por un momento, ella solo lo miró, y en su cara podía verse el asombro y la conmoción. Incapaz de hablar, se lanzó a sus brazos y lo besó apasionadamente. Era el regalo más maravilloso que le habían hecho.
Ambos respiraban agitados cuando el beso terminó, y ella lo contempló dichosa. Quería agradecerle y se le ocurría una excelente idea.
Dio un paso atrás y se aclaró la garganta.
—¿Quién creerá en el futuro a mis poemas si los colman tus méritos altísimos? Tu vida, empero, esconden en su tumba y apenas la mitad de tus bondades. Si pudiera exaltar tus bellos ojos y en frescos versos detallar sus gracias, diría el porvenir: «Miente el poeta, rasgos divinos son, no terrenales». Desdeñarían mis papeles mustios, como ancianos locuaces, embusteros; sería tu verdad «transporte lírico», «métrico exceso» de un «antiguo» canto. Mas si entonces viviera un hijo tuyo, mi rima y él dos vidas te darían.[9]
Andrew la oía con mueca juguetona y, cuando ella acabó y tomó su mano para depositarla en su abdomen dando énfasis a sus últimas palabras, su corazón se detuvo.
—¿Estás…? —balbuceó emocionado, esperanzado y temeroso.
—Sí, milord, un sapito crece aquí dentro —asintió ella riendo. El vizconde abrió los ojos como platos, sintiendo el aire faltarle, bajó la vista a su vientre, la subió de nuevo a su cara, y luego se desplomó hacia atrás para terminar con la mitad del cuerpo sumergida en el lago.
Daisy chilló asustada y se lanzó a socorrer a su esposo. La familia entera apareció tras ellos, y los hombres se apresuraron a levantar al vizconde y depositarlo en la orilla.
—Mi amor… mi amor, despierta —lo llamó, preocupada, ella.
Su esposo parpadeó y abrió los ojos. Los demás suspiraron aliviados, pero al ver las plantas que colgaban de sus cabellos, estallaron en carcajadas.
—¿Estás bien? —inquirió, ansiosa, ella, inclinándose sobre él.
—¡Seremos padres! —susurró, exultante, él—. ¡Voy a tener un bebé! —gritó después, y se oyeron felicitaciones y pullas de los restantes presentes.
—Sí, y pensará que su padre es un apestoso —lo provocó ella arrugando su nariz.
—No lo creo, solo creerá que su madre es una descarada —replicó él, sonriendo mordaz.
—¿Y eso por qué? —preguntó sin comprender.
—¡Por esto! —respondió Andrew, y sofocó su grito sorprendido con sus labios en un beso aniquilador, apremiante y aventurero.
«Mi dama…».
«Mi caballero…».
Yo soy de mi amado y mi amado es mío…
Cantares 6:3