CAPÍTULO 10

(…) Temo que el momento de tenerlo frente a frente llegue, pues lo más probable es que el encanto se esfume tras la máscara insulsa que envuelve mi exterior (…).

Dama anónima

Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido

—¿Qué sucede, Bradford ? No me digas que mal de amores —dijo Ethan Withe con gesto guasón.

Andrew levantó la vista de su vaso de whisky y miró al duque de Riverdan con una mueca de fastidio. Su amigo Anthony West y otros caballeros rieron a carcajadas, todos menos Jeremy Asher, quien se mantenía en silencio.

—No lo sé, dímelo tú. Alcancé a observar que, en la mascarada, cierta dama no se mostraba muy a gusto con tu compañía —rebatió Andy.

La sonrisa del duque se borró de golpe y lo miró levantando una ceja. Luego, se puso de pie y fue en busca de la distracción femenina que brindaba el club.

A la salida de la fiesta, el grupo había terminado allí. Y aunque Andrew no estaba de humor para la conversación, tampoco deseaba regresar a casa. No, eso sería encerrarse a pensar y volverse loco.

—¿Qué fue eso, amigo? Creo que molestaste al hombre —intervino Tony al ver la retirada de Ethan.

A su lado, Asher les hizo seña de que se marchaba y, en pocos segundos, desapareció por la puerta. A pesar de que Riverdan se lo había presentado no hacía mucho tiempo, podía decir que, de sus conocidos en Londres, aquel joven era quien mejor le caía, pues podía darse cuenta de que no estaba influenciado por su cruel y codiciosa sociedad.

—Me dijeron que es el hijo del marqués loco y que sufre una incapacidad para hablar, ¿es cierto? —comentó su amigo con expresión curiosa.

Andrew solo asintió en respuesta. Por supuesto, sabía mucho más de la historia del joven, puesto que Clarissa lo había mantenido al día por medio de las cartas que habían intercambiado durante su viaje.

—La conocí y pude hablar con ella —dijo, cambiando de tema, Tony.

Andy se tensó al oírlo, miró su rostro y comprobó que Tony tenía un gesto de idiota enamorado.

—No sé de quién hablas, pero supongo que me alegro —contestó encogiendo un hombro, al tiempo que levantaba la mano para pedir que le rellenaran el vaso.

—Me refiero a la joven que vimos en el baile —le aclaró con los ojos entrecerrados—. La mujer que me dijiste que era tuya, ¿recuerdas? Sé que después la reconociste. ¿Me dirás quién es? Me urge saberlo, solo me dijo unas palabras y me cautivó por completo.

—Me confundí, olvida la advertencia que te hice. No sé quién es ni me interesa —negó el vizconde y vació el contenido de su vaso.

—¿Ah, sí? ¿Entonces por qué te vi junto a la dama? —lo interrogó, con gesto suspicaz, Tony.

—Simplemente estaba comprobando algo —respondió, escueto, Andrew—. Solo te diré esto: anda con cuidado, por lo que vi, ella no está sola y su familia te arrastrará ante un sacerdote antes de que puedas parpadear —siguió él, poniéndose de pie.

—¿Te vas? Pensé que recordaríamos viejos tiempos —contestó sorprendido desde su lugar.

—En otra ocasión, me duele la cabeza, buenas noches —se despidió Andy y, sin esperar repuesta, abandonó el lugar.

Ya en su carruaje, el vizconde se echó hacia atrás y cerró los ojos. En algo de lo que le había dicho a su amigo no mentía: tenía un maldito dolor de cabeza desde que había descubierto la identidad de esa mujer.

Todavía no podía creerlo, no era capaz de asimilar que el adefesio Hamilton se hubiera convertido en… en esa dama atractiva, cautivadora y sensual.

«¡Rayos!, si la he visto hace unos pocos meses».

Al principio, su cerebro había quedado tan obnubilado por su visión que no adivinó de quién se trataba. Pero cuando ella había sonreído, la sangre, que se le había calentado ante lo que veía, se enfrió de golpe. Esa sonrisa era inconfundible, conocía esa hilera de dientes blancos y esos malditos hoyuelos a los costados. Y por si le quedaba alguna duda, justo en aquel momento se había detenido a su lado su cuñado, llevando del brazo a su hermana.

Entonces tuvo la respuesta a sus incógnitas, ya sabía quién había sido la que obrara ese milagro en el adefesio; obviamente, Clarissa, que no debía haber podido con su genio y había tenido que entrometerse a transformar a ese patito feo. Con eso en mente, había decidido ir a cerciorarse de sus conjeturas.

«¿A quién quiero engañar? No he resistido el impulso de acercarme a la joven». Y antes de pensarlo, estuvo parado a su lado, hablándole. De inmediato, su particular aroma a margaritas había inundado sus fosas nasales, lo que provocó que su recluido deseo se avivara con fuerza.

La joven no lo había reconocido, y eso lo alivió tanto como lo fastidió. Pero al mismo tiempo, lo había cautivado su forma de responderle, tan diferente a la actitud hostil o indiferente que adoptaba cuando interactuaba con él sin la máscara. Tenerla entre sus brazos había sido sublime, su corazón no cesó de palpitar acelerado y su respiración se había cortado con cada roce de sus cuerpos. No entendía lo que le había sucedido, se suponía que en ese momento en que sabía quién era la muchacha no debía estar sintiendo ese cúmulo de sensaciones. Parecía que su cuerpo se negaba a recordar que la mujer con la que había bailado era una persona que detestaba. La niña molesta, sabelotodo y arisca de su infancia, la culpable de las peores humillaciones de su adolescencia.

Nada de aquello había importado en esos minutos. Solo había podido sentir cómo su cercanía lo sumergía en una nube de placer, llevándolo a recordar a la mujer que había cautivado su corazón en poco tiempo y a la que debía de estar buscando. Hasta que la nube se había disipado cuando ella le preguntó si era él. Eso no lo había podido responder, así que tomó la salida más cobarde, huyó.

Esa misma noche los había visto. A Daisy y a Anthony conversando muy cerca, y un sentimiento de ira y enojo había explotado en su pecho al verlos tan íntimos. Ella había sonreído cálidamente ante algo que el otro le decía. Cuando bailó con él, no lo había hecho, más bien parecía nerviosa y tensa.

Sus manos se habían cerrado al ver que West acercaba su cara a la de ella; su cuerpo había temblado de rabia y enojo ante las intenciones de su amigo. Entonces lo supo, estaba celoso por primera vez en su vida. Molesto consigo mismo e, incapaz de seguir mirando a la pareja, había dado media vuelta y regresado al salón.

No podía negarlo, a pesar de que su razón le gritaba que era un estúpido y le recordaba que esa mujer era el adefesio Hamilton, su corazón no atendía razones e insistía en quemar su pecho con esas ansias de posesión, empujándolo a ir por ella, a reclamarla, a marcarla como suya, a ser él quien besara esa dulce boca. Pero no, jamás lo haría. O no lo repetiría, mejor dicho, porque ya había navegado en los mares de esos labios. En aquella oportunidad, lo había catalogado como un impulso, una excepción, una reacción basada en alimentar la animadversión entre ellos. Pero en ese momento, sabiendo quién era ella y queriendo igualmente abordar esa boca hasta perder el sentido, sin poder achacar sus deseos a ninguna circunstancia, no le quedaba más opción que reconocer que le atraía Daisy Hamilton. Para su horror, desgracia, lamentación y desdicha, le gustaba esa joven en cualquiera de sus versiones. Ya sea la de adefesio o la de dama misteriosa. Y eso lo hacía sentir desleal y traicionero, porque su corazón hacía mucho que tenía dueña.

Mientras descendía del coche, Andy pensó que lo que le había dicho a Anthony era lo correcto, esa joven ni siquiera le caía bien, no era para él. No confiaba en las mujeres, solo había hecho una excepción con una, y esa mujer no era aquella. Lo mejor sería que a partir de ese momento, el caballero misterioso se mantuviera lejos de Daisy Hamilton.