(…) Espero no espantarle con lo que diré, pero tengo la necesidad de confesarle que a diario me sorprendo pensando en cómo serán sus labios, e imaginando cuán dulce me sabrían sus besos (…).
Caballero desconocido
Extracto de una carta enviada a la Dama anónima
El lodo y la contaminada agua se colaron por los orificios nasales de Andy que, aturdido y mareado, sintió cómo muchas manos lo tocaban y lo arrastraban fuera del lago. Su cabeza dolía mucho y sentía el cuerpo entumecido, por lo que permaneció boca arriba sobre el césped, inmóvil y con los ojos cerrados.
—¡Andy! —escuchó gritar, alarmada, a su hermana, pero antes de poder juntar fuerzas para responder, otras voces se sumaron e iniciaron una acelerada conversación.
—¡Por Cristo, está inconsciente! —agregó una de ellas con tono enérgico.
—Oh… y está tan quieto que no parece estar respirando —comentó otra dama con voz suave.
—¡Diantres!, tal vez le entró agua los pocos segundos en los que estuvo sumergido. ¡Debo llamar a un médico! —dijo, exaltada, su hermana, revisando su cabeza.
Andrew abrió la boca para tranquilizarla, pero nuevamente lo interrumpieron.
—La acompaño —dijo una de las hermanas de Steven, y la respuesta de la de él se oyó lejos.
—¡Daisy, haz algo, tú sabes cómo reanimarlo. Tal vez funcione el truco que hiciste cuando Rosie cayó al agua hace unos años. ¡Hazlo antes de que se muera! —apremió la voz enérgica que reconoció como la de lady Violett.
Su cráneo le martillaba y no se atrevía a abrir los párpados, pero debía avisar que estaba consciente.
«O tal vez no, mejor haré sufrir un poco a la insufrible lady Daisy. Por su insensatez y torpeza he hecho el ridículo en pleno Hyde Park; además, me duele la cabeza como el infierno», pensó con secreta satisfacción, reprimiendo una sonrisa sardónica.
—¡Diablos, diablos, diablos! Está bien, Violett, ve por unas sales o algo para intentar reanimarlo —habló por primera vez esa voz ronca y melodiosa.
—Claro —aceptó la gemela y pareció marcharse.
—¡Esto solo me sucede a mí! Espero que no muera. Aunque no sería una gran pérdida para el mundo —rezongó la joven, inclinándose sobre él.
Andrew pudo percibir el aroma a limón que ella despedía y unas manos delicadas tocar su pecho. Estas apartaron su pañuelo para posar sus dedos, sin guantes en ese instante, sobre el lugar donde su pulso latía.
Por extraño que pareciera, ese toque le causó un estremecimiento, y eso, sumado a la exquisita fragancia que rozaba su nariz, porque ella había apoyado la cabeza en su pecho, provocó que su deseo se despertara.
«¡Maldición, no puedo estar así por esta mujer insoportable que ni siquiera me atrae!», se reprendió, tratando de calmar su pulso desbocado. «¡Sí, claro, dile eso a tu emocionado amiguito!», le contestó su inoportuna conciencia, lo que hizo que se atragantara incrédulo.
—¡No, no, se está ahogando! —dijo, con desesperación, ella, y lo que siguió paralizó al vizconde.
Las manos de la joven tomaron su barbilla, lo instaron a abrir la boca y, antes de poder entender qué estaba haciendo, sintió posarse sus labios abiertos sobre los suyos y su cálido aliento soplar en su cavidad.
«¡¿Pero qué rayos hace?!», pensó, impresionado y locamente excitado, Andy.
Daisy repitió la acción varias veces, alternando movimientos frenéticos de sus palmas sobre su pecho, que seguramente le dejarían una marca. Cuando su boca volvió a cubrir la de él, no pudo continuar inmóvil ni seguir resistiendo ese ataque.
Su mano derecha subió como un rayo y apresó la nuca de la joven, esta soltó un jadeo asustado, pero él no le dio tiempo a resistirse; presionando su cabeza, tomó posesión de sus labios y los besó con lenta voracidad. La joven jadeó impactada, y él aprovechó para sumergirse más todavía en esa suave y candente cavidad. Cuando ella cedió y suspiró en su boca, el beso se convirtió en una hambrienta caricia. Andy no podía hilar un pensamiento coherente, solo saquear la boca de ella que respondía a sus embistes con asombrosa y ardiente pericia. Tan perdido estaba en ese momento, que olvidó el lugar en el que se encontraban; todos sus sentidos estaban subyugados por ese beso, y el gemido ronco que brotó de su interior daba fe de ello.
Entonces un grito se coló en su nube de pasión y, sin soltar a la joven, separó sus bocas y abrió los ojos para encontrar una atónita y oscurecida mirada dorada. Por unos segundos, se limitaron a mirarse estupefactos y agitados. Andrew estaba como hipnotizado, observando la expresión atónita y acalorada de la joven que se mordió el labio nerviosamente, y eso atrajo su vista azul y dilatada a su boca. De inmediato, ella se apartó de él como un resorte y Andy se incorporó mirando alrededor. Por suerte, lo habían arrastrado hasta una zona rodeada de arbustos, que estaba ubicada junto a la laguna y que proporcionaba sombra.
El vizconde suspiró aliviado. Menos mal, era capaz de tirarse frente a un carruaje a toda marcha antes de tener que casarse con el adefesio Hamilton.
—¡Ohh…, es… es usted un canalla! ¡No estaba desmayado, descarado! —le gritó, airada, la joven.
Andrew frenó la acción de sacudir sus desastrosas y empapadas ropas y levantó la cabeza. Lady Daisy estaba parada a unos pasos, apretando las manos en puños a los costados de su cuerpo y su cara estaba completamente roja. El vizconde la miró de arriba abajo con gesto despectivo, pasando por su cabello revuelto, sus horripilantes gafas y su regordete cuerpo embutido en un vestido azul.
—Sí, lo que pensé, lady Daisy Hamilton, el mismo adefesio de siempre —contestó con sarcasmo y mirada fría. Ella se envaró más todavía ante su escrutinio y comentario insultante.
—Y lo que sabía, lord Andrew Bladeston, el inconfundible cerdo apestoso —le espetó, colérica, ella, fulminándolo con la vista.
—Pues debería cerrar la boca, milady, porque este apestoso le acaba de salvar el trasero —contratacó él, se puso de pie y se acercó con parsimonia hacia ella.
—¡Cómo se atreve! Tal parece que tanto convivir entre salvajes lo ha convertido en uno, ¡insolente! —lo acusó la joven, alzando la barbilla cuando lo tuvo enfrente.
—¿Salvaje, descarado? Creo que se confunde. No fui yo quien saltó sobre usted y se aprovechó de su debilidad para cumplir sus fantasías, milady —afirmó, con ironía y mirada indolente, Andy, disfrutando al ver cómo sus palabras abochornaban a la joven y la dejaban anonadada.
—Espero que lo haya aprovechado, querida, porque por supuesto no se repetirá. Ahora, con su permiso, me iré a cambiar, discúlpeme con mi hermana —prosiguió con su clásica expresión cínica y dura, y colocándose su saco y su sombrero, abandonó el lugar.
Daisy soltó un improperio y bufó exasperada, observando su retirada. Lo detestaba con todas las fuerzas de su alma, pero más se odiaba a sí misma por haber actuado como una estúpida. Intentado calmar sus frenéticos y desbocados latidos, Daisy salió del círculo de arbustos y esperó que apareciera el resto.
«¿Qué me ha sucedido?», se reprochó, llevando sus manos a sus labios. Acababa de recibir su primer beso y no había sido ni por asomo parecido a lo que había imaginado.
En primer lugar, porque ni en su peor pesadilla hubiese creído que su primera experiencia sería con el engreído y arrogante vizconde de Bradford, y en segundo, eso no había sido para nada su idea de un beso romántico. Más bien, todo lo contrario, había sido un brutal y devastador saqueo. Él no le había dado tregua y, prácticamente sin esfuerzo, la había reducido a una masa débil y anhelante.
¡Pero si hasta había olvidado que estaban en pleno parque! ¡Se había estado besando con descaro a la vista de media aristocracia, como una perdida!
Su estómago se encogió al pensar que podría haberse producido un escándalo y terminar comprometida con ese hombre detestable. Andrew Bladeston seguía siendo un amargado y un cínico. De niños, se habían llevado mal, ya que ella solía ser el blanco de sus bromas crueles y sus jugarretas malvadas. Cuando crecieron, nada cambió, sino que sus diferencias se incrementaron. Y en cada ocasión en que le tocaba verlo, él se encargaba de amargarla con alguno de sus comentarios despectivos, y ella se reprimía para no darle el gusto de verla furiosa, pero casi siempre terminaba explotando y diciéndole unas cuantas verdades. En conclusión, ambos se odiaban y no podían estar en el mismo sitio sin pelearse como perro y gato.
Oraría día y noche, rogando no tener que volver a cruzarse con ese granuja. Esperaba que Dios escuchase sus plegarias y que el vizconde se embarcara en cualquiera de sus asiduos viajes. Después de cuatro años, tenía que venir a encontrarlo cuando menos lo esperaba, y, para sumar males, lo más probable era que si sus respectivos hermanos se casaban, tendría que verlo más a menudo de lo que deseaba. No sabía cómo soportaría tamaña tortura y no quería ponerse a pensar en tener que toparse con él cuando iniciara su temporada social. Ojalá lo hubiese dejado ahogar en el charco de la serpentina, como el asno apestoso que era.
Aturdida y sofocada, Daisy se agachó para levantar sus olvidos guantes blancos y se los volvió a poner. A la distancia, vio las figuras de las gemelas y de lady Clarissa que se acercaban seguidas de un hombre delgado y alto, seguramente, el médico.
Esto era un desastre, tendría que explicar la ausencia del vizconde y esperaba que sus hermanas no se percataran de su bochorno y de sus mejillas ruborizadas. No quería delatarse y que alguien se enterara de su humillación.
Eso sí, ¡Andy el apestoso pagaría por aquello! Ya se encargaría ella de hacerle tragar cada uno de sus insultos.