CAPÍTULO 2

(…) He descubierto, no sin sorpresa, que se ha convertido en mi nuevo confidente. Creo que mis flores estarán muy celosas de usted (…).

Dama anónima

Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido

Inglaterra, Costwold. Junio, 1815.

El jardín de Great Palace era una obra de arte para la vista. Inicialmente, había sido plantado por la última condesa, mas desde su muerte diez años atrás, era su hija quien se encargaba a diario de él. Allí se encontraba Daisy, enlodada, sucia y desarreglada, pero feliz.

Trabajar en el jardín la ayudaba a descargar sus inquietudes, ansiedades y problemas. Una pasión que no compartían sus hermanas gemelas, quienes la consideraban un poco loca por su costumbre de conversar con las flores. Algo que no le afectaba, puesto que ellas también hacían gala de sus excentricidades. Violett era amante de los caballos y el esgrima, y Rose pasaba largas horas durante el invierno realizando en el hielo peligrosas acrobacias sobre sus patines. Así que Daisy COMPENSABA dedicando cada primavera a su pasión, poniendo nombre a cada flor y confiándole sus tristezas y esperanzas.

Inclinándose para cortar unas raíces, pensó que ese tiempo de paz pronto acabaría, ya que sus hermanas y ella serían presentadas en sociedad en la próxima temporada. Tendrían que abandonar Costwold y el hogar donde residían desde niñas, y tal vez no volviesen en mucho tiempo. No si lograba conseguir un marido, como su hermano esperaba y su círculo social pretendía.

Aquel pensamiento la llenaba de desazón e incertidumbre, pues no sabía lo que el futuro le depararía y no lograba imaginar una vida lejos de sus hermanas, para quienes, a pesar de la corta diferencia de edad y de que jamás podría ser como una madre, se había convertido en su apoyo y protectora incondicional, y, en ocasiones, las sentía más como hijas que como las hermanas que eran.

Esa era la única vida que conocía; encargarse de la crianza de dos niñas junto a su hermano Steven, quien además de ser el cabeza de familia por ser mucho mayor que ellas, había tomado el puesto vacío que la muerte de sus padres había dejado.

Sin embargo, si todo salía según lo planeado, al terminar el verano, viajaría a Londres y, en unos meses, ella sería una mujer casada y ya no podría cuidar el jardín de su madre.

Londres, Inglaterra. Julio de 1815.

Daisy, junto a las gemelas, daba un paseo por Hyde Park. La tarde era muy calurosa, pero corría una suave brisa que aliviaba el sofoco de la concurrencia noble al parque.

Las hermanas caminaban saludando con la cabeza, pero no se detenían a conversar con nadie, pues no se les estaba permitido hasta que fueran presentadas en sociedad oficialmente. Debido a esto, no eran muchas las posibilidades en las que podían codearse con sus pares; sus salidas estaban limitadas al parque, museos o ir de compras a Bow Street. Por lo que, mientras caminaban, las seguían decenas de ojos curiosos e intrigados.

—Esto es realmente renovador, ¿no creen? —dijo Rose con su habitual tono suave, suspirando feliz.

—Ya lo creo, me estaba desesperando encerrada en esa casa. Extraño el campo, no me acostumbro a esta apestosa ciudad —respondió, enérgica y ofuscada, Violett.

—Violett —advirtió, severa, Daisy—. Debemos disfrutar de nuestro poco tiempo de libertad. En otoño, cuando comience la temporada y seamos presentadas en sociedad, todo cambiará.

—Eso es cierto, aunque por mi parte no puedo evitar sentirme emocionada. Además, Londres tiene un innegable encanto —adujo, con los ojos brillantes, Rose, ignorando el bufido incrédulo que soltó Violett.

Daisy negó con la cabeza. Sus hermanas no tenían remedio, una era una soñadora incurable y la otra, una escéptica empedernida. Eso sí, nadie podía negar su belleza y encanto. Rose estaba especialmente guapa con su vestido de muselina rosa y la capelina rosada envuelta por una cinta de seda color crema. Por su parte, Violett derrochaba belleza embutida en un vestido verde manzana, con su capelina y sombrilla a juego. Después estaba ella que, si bien presentaba un aspecto inmejorable, no podía competir con el encandilante atractivo de las gemelas. Y tampoco aspiraba a ello, pues estaba muy orgullosa de sus hermanas, las gemelas eran la razón por la que había seguido en pie tras la trágica muerte de sus padres. Eran sus pequeñas lucecitas, su paz y felicidad.

—Daisy, ¿crees que Steven se repondrá del todo? —la interrogó, nerviosa, Rose, volviéndose a mirarla cuando llegaron hasta La Serpentine.

Días atrás, un mensajero había llegado a Great Palace con una misiva del duque de Stanton, quien además de su vecino era el mejor amigo de su hermano. En este les informaban que Steven había sufrido un accidente. Alarmadas y desesperadas, las tres salieron hacia Londres y encontraron al conde inconsciente por una herida de bala. Por gracia de Dios, y bajo el estricto cuidado de lady Clarissa, hermana menor del duque y por lo que parecía, la futura esposa de su hermano, Stev había despertado, pero lamentablemente con la terrible consecuencia de haber perdido la visión.

—Debería, teniendo en cuenta que el médico dijo que su cuadro es netamente mental, pues sus globos oculares no presentan anomalías —intervino Violett, sacó de su bolso una hogaza de pan y comenzó a dejar caer migas en el agua artificial para ver a los patitos comer presurosos.

—No se preocupen, Steven recuperará su visión. Solo necesita descansar y estar tranquilo —las calmó Daisy.

Sin embargo, no fue del todo sincera con ellas, puesto que tenía muchas sospechas sobre el cuadro de Steven. Más bien tenía la certeza de que su hermano había recuperado la vista, sino en su totalidad, lo suficiente como para robarse su pudín favorito de la bandeja que subían para ella cuando permanecía a su lado cuidándolo.

El conde veía desde hacía tres días por lo menos. Pero, al parecer, él quería ocultar ese hecho, y ella no lo delataría, debía respetar su voluntad y esperar a que decidiera admitirlo. Aunque la curiosidad sobre los motivos de su encierro y negativa a confesar su recuperación la estuviera matando. Claro que Daisy podía hacerse una idea, ya que estaba claro que Steven tenía problemas con determinada dama.

—¡Oh, miren!, por allí viene lady Clarissa. ¡Lady Clarissa, aquí! —gritó, contenta, Violett, alzando la mano en un gesto nada femenino pese al susurro enojado de Daisy y el rostro sonrojado de Rose.

—Hola, qué alegría encontrarlas aquí —las saludó, sonriente, Clarissa, dándoles un beso en la mejilla a cada hermana.

—Oh, Clarissa. Qué hermoso atuendo —dijo Rose admirando el vaporoso vestido color durazno de la joven rubia.

—Gracias, pero ustedes no se quedan atrás. Están hermosas las tres, Londres les sienta perfecto —respondió Clarissa apretando sus manos.

—Lady Clarissa, la hemos extrañado, ¿por qué no volvió a nuestra casa? —la interrogó Violett con su acostumbrado modo directo.

—¡Violett!, no seas impertinente… Lady Clarissa debe hab… —la reprendió, tartamudeando incómoda, Daisy.

—No se incomode, lady Daisy, somos amigas. Yo también las extrañé, pero su hermano necesitaba un tiempo a solas —interrumpió, amablemente, ella.

La gemela iba a contestar, pero un graznido enojado la interrumpió.

Todas voltearon hacia el lago, donde la mamá pato y una larga fila de patitos exigían a Violett más alimento. Cuando la joven, solícita, les acercó el pan, un ansioso patito se lo arrebató, lo que hizo sobresaltar a Violett, que saltó hacia atrás y soltó un pequeño gritito alarmado; las jóvenes prorrumpieron en divertidas e hilarantes carcajadas.

En otro sector del Hyde Park, un elegante carruaje se detuvo para dejar descender a sus nobles ocupantes.

—Puede regresar a la mansión con el coche, volveremos a pie —dijo, con un ademán elegante a su cochero, el hombre más joven.

—Entonces, estimado amigo, ¿fue benevolente la travesía? —preguntó el acompañante mientras iniciaban la caminata y se quitaban sus sombreros para saludar a las damas que cruzaban y los miraban boquiabiertas y ruborizadas.

—Puede decirse que sí. El barco ancló a la madrugada en el puerto y agradecí poder pisar por fin algo que no se moviera bajo mis pies —respondió el serio joven, escudriñando con la vista el terreno del parque.

—Es bueno tenerte de vuelta, yo regresé hace poco de Francia. Todavía no he asistido a ningún evento, por lo que agradezco tener una cara amiga entre las fieras que se lanzarán sobre nosotros —bromeó el hombre más maduro.

—No me lo recuerdes, Prescot. Ni bien me vio la cara, mi madre me endosó la invitación para el para el baile de lady Tiger. Así que hui de allí antes de que me comprometiera en matrimonio —arguyó, molesto, el conde, recordando su escapada al club, donde se había reencontrado con su amigo.

—No lo dudo, camarada, toda madre sueña con ver atrapado en la prisión del matrimonio a sus hijos. De más está decir que las masas debutantes y damas en edad casadera serán implacables con nosotros por ser una novedad nuestro regreso al redil —respondió, con una mueca divertida, el yanqui, y él se estremeció ante su augurio.

—No puedo esperar, Prescot —contestó, con sarcasmo, el joven—. Por ahora, disfrutaré de la compañía de la única mujer con la que viviría gustoso y feliz —siguió diciendo, observando cada grupo en busca de la dama—. Si la encuentro, claro.

—¿Lady Clarissa, no? No tengo el placer de conocerla, pero puedo imagin… —comenzó Brandon, pero Andy no siguió escuchando, sus ojos habían dado con su hermana por fin, pero no estaba sola.

Un grupo de jóvenes reían estrepitosamente, lo que no era propio de una dama, pero tampoco tremendamente escandaloso. Como sí lo era encaramarse a un tronco y equilibrarse peligrosamente sobre el profundo lago artificial, tal como lo estaba haciendo una regordeta joven vestida de color azul cielo. Una joven que conocía desde niño y que, además de insufrible, al parecer, era una insensata.

—¡Pero qué está haciendo! —siseó, furioso, el vizconde, arrugando aún más su ceño mientras la mujer se tambaleaba sobre el tronco, se estiraba hacia adelante y pinchaba algo dentro del agua con una larga rama, animada por las demás jóvenes, todas altas delgadas y rubias.

—¿Ella es lady Clarissa? —preguntó su amigo detrás de él, que se dirigía hacia ellas, airado, pero el grito eufórico que se oyó respondió por él.

—¡Andy! Volviste, no lo puedo creer —dijo, alegre y emocionada, la joven más alta y de cabello más claro, alejándose un poco de las demás cuando lo vio acercarse.

—Buenos días, hermana —respondió todavía tenso, pero correspondiendo el beso de su hermana menor.

—Déjame presentarte a un querido amigo, viene de América, allí lo conocí. Sir Brandon Preston, ella es mi hermana, lady Clarissa Bladeston. —Su hermana, que esbozaba una preciosa sonrisa, volteó sorprendida de ver a otra persona.

—Un placer, lady Bladeston —le dijo su amigo, dedicándole una sonrisa y enderezándose ágilmente.

—Gracias, sir. Y Andrew, como ves, estoy con nuestras viejas vecinas. Todavía no pueden departir en sociedad, pero puesto que ya las conoces, podemos prescindir del protocolo social —dijo señalando a las tres jóvenes, la más baja seguía sobre el tronco y las otras intentaban infructuosamente acercarlo a la orilla, riendo sin parar.

—Sí, ya las vi —dijo, con acritud, el vizconde, regresando el gesto hostil a su cara.

—Ven, debes auxiliarla antes de que caiga al lago —contestó Clarissa y caminó, ansiosa, hacia ellas.

—Ohh, lady Clarissa, Daisy logró librar al patito de las ramas, pero el tronco se alejó de la orilla y no puede bajar —explicó, preocupada, la joven de cabello rubio dorado y ojos verdes, mientras su hermana, ligeramente más delgada, asentía con su rostro asombrosamente idéntico, salvo por un lunar sobre su labio superior, que las diferenciaba.

—Yo me ocuparé —intervino, adusto, Andrew y dio grandes zancadas hacia la joven de pelo rojizo. Daisy Hamilton no había cambiado nada, su cabello rizado se le había escapado del moño y era un revoltijo, y todavía llevaba aquellos espantosos y enormes lentes.

Las gemelas agrandaron los ojos al verlo y lo saludaron con una reverencia rápida. Mientras se acercaba, Andy vio en los ojos de Daisy, abiertos por la sorpresa, el reconocimiento inmediato. Pues, si bien hacía por lo menos cuatro años que ellos no se veían, de niños, ellas habían jugado con Andy a menudo, y a pesar de que él había crecido y sus formas eran más definidas y masculinas, su cara no había cambiado mucho.

Seguía siendo endemoniadamente apuesto, y Daisy no daba crédito a lo que veía. El hombre de gesto adusto no era otro que su pesadilla de la infancia, Andrew Bladeston. Llevaba su pelo castaño claro algo largo, su piel estaba bastante tostada, seguramente por sus viajes en alta mar, lo que hacía destacar sus ojos azules enmarcados por gruesas pestañas claras.

Sin mediar palabra, Andrew se quitó su sombrero y se arremangó las mangas de su chaqueta gris y el pantalón y se sumergió con las altas botas de caña en la fangosa agua. Daisy, que estaba en precario equilibrio, se puso evidentemente tensa y nerviosa. Lo vio abrirse camino hacia ella, por lo que comenzó a tambalearse justo cuando el vizconde alcanzaba el tronco.

—No, no, ¡no se mueva! —gruñó Andy impaciente.

Él comenzó a arrastrar despacio el tronco hacia la orilla; cuando llegó a tierra, estiró su mano hacia ella que, inestable y ruborizada, la aceptó, saltó torpemente al suelo y lo soltó. Pero al descargar su peso del tronco, este se elevó, salió impulsado hacia adelante y golpeó con fuerza, de improviso, en la parte posterior de la cabeza de Andrew que, visiblemente desconcertado, se llevó la mano a la nuca y en su cara se leyó que no esperaba ese infortunio.

Acto seguido, las cuatro jóvenes, desde la orilla, soltaron una exclamación horrorizada al ver hundirse boca abajo el cuerpo desmayado del vizconde de Bradford.