(…) El tiempo ha pasado, poco queda de la dama que un día usted conoció, aquella que vivía prisionera de sus temores. Aprendí a escuchar a mi corazón, entendí que el amor, cuando es verdadero, siempre es bueno, es salvador, es redentor, es vida. Que amar no es algo a lo que simplemente puedas negarte, es algo que toma posesión de ti y toma el control de tu corazón, de tu mente, de tu cuerpo; te transforma, te libera, te convierte en alguien mejor (…).
Lady Daisy Hamilton
—Estás hermosa, Sisy —le alagó Stev al entrar a su cuarto seguido de sus hermanas.
Daisy suspiró y se miró en el espejo ovalado. El vestido era bonito, una creación de organza con incrustaciones de piedras preciosas y seda ocre que, acompañado con el elegante recogido que su doncella le había hecho, los pendientes pequeños y el fino collar de diamantes, la hacía parecer una princesa.
—Lo estás, es más, eres la novia más hermosa que vi —afirmó Violett. Su reflejo apareció en el espejo, sus ojos verdes tan intensos la escrutaban con celeridad, y ella solo fingió acomodar su cabello rizado que había sido tan bien domado—. Daisy…, ¿estás…? —comenzó su hermana. Pero ella la interrumpió al girarse y encerrarla en un abrazo.
—Es lo que debo hacer, hermanita, no te preocupes por mí, estaré bien —le susurró, tragando el nudo de angustia que atenazaba su garganta. No quería que su familia la viese mal, no deseaba angustiarlos más, suficiente tenían con la desazón que le producía sus nupcias con West.
—Te extrañaremos tanto, Sisy… —dijo Rosie, y se sumó al abrazo de ellas.
Ellas las apretó contra su pecho y besó sus mejillas. También las extrañaría demasiado. Eran sus niñas; aunque tuviese que ponerse de puntillas para abrazarlas, siempre serían sus pequeñas. Sería duro acostumbrarse a vivir en Francia, tan alejadas de ellas.
El carruaje avanzaba hacia la iglesia, ella miraba por la ventana y se esforzaba por calmar las emociones que le hacían desear cometer alguna locura. Como lanzarse del carruaje y salir huyendo hacia… hacia él.
«Andrew».
—Daisy —habló su hermano, llamando su atención.
Él estaba sentado frente a ella, escrutándola con seriedad, como lo venía haciendo desde que había entrado a su alcoba. Ella lo miró intentando no demostrar la angustia que oprimía su estómago.
—No pasará —dijo él con voz queda—. Eso, lo que te detiene, lo que te ha hecho resguardarte, protegerte, no sucederá —aclaró, viendo su mueca de confusión.
—Stev… no… —atinó a decir, sintiendo su cuerpo y su voz temblar.
—Shh… Escucha. Sé lo que sientes porque en su momento yo sentí lo mismo —prosiguió mientras ella negaba con su rostro angustiado y las lágrimas inundando sus ojos—. En cierta parte es mi culpa por no haber hablado con ustedes de esto nunca, quise evitarles más sufrimiento, creía que ya tenían suficiente con la pérdida de nuestros padres y pensé que era mejor enterrar ese asunto, olvidarlo. Pero ya veo que logré todo lo contrario, ocasioné que mis niñas crecieran con el mismo temor que yo, con el mismo miedo. En mi caso, fue necesaria la llegada de Clarissa a mi vida para enseñarme que mi temor era infundado. Que el amor, cuando es verdadero, siempre es bueno, es salvador, es redentor, es vida. Que amar no es algo a lo que simplemente puedas negarte, es algo que toma posesión de ti y el control de tu corazón, de tu mente, de tu cuerpo; te transforma, te libera, te convierte en alguien mejor. Lo que le pasó a nuestro padre no tuvo nada que ver con el amor que sentía por madre. Él decidió simplemente no seguir luchando, se rindió, renunció a valorar la vida. Y eso es lo que tú estás haciendo justo ahora. Decidiste conformarte, seguir escondida de lo que podría hacerte vivir, hacerte reír, volar, soñar y también llorar, sufrir. Te casas con alguien que te asegura no arriesgarte a sentir la pérdida que padre sintió, pero no has tenido en cuenta que con él tampoco experimentarás el gran amor que ellos vivieron. La felicidad absoluta, la dicha inconmensurable. Yo estoy infinitamente agradecido a Dios, y a mi esposa, por haber despertado de la pesadilla en la que hubiese vivido si no hubiese aceptado mi amor, si no me hubiese arriesgado a sentir, si hubiese no comprendido que amar, que ser amado, es bueno, es el sentido de estar aquí, de que esto a lo que llaman corazón siga latiendo —dijo Steven con tono solemne.
Daysi lo escuchó con sus sentimientos a flor de piel, las lágrimas de quebranto, de dolor, bajaron por sus mejillas y cerró los ojos con fuerza, sintiendo la mano enguantada del conde apretar las suyas para consolarla. Su corazón dolía, esas palabras habían logrado tocar una fibra muy íntima en su interior, la hicieron ver que todo ese tiempo había estado huyendo, escapando del amor. Por muchas razones se había dejado guiar por el miedo, tal vez por el suicidio de su padre, por sus inseguridades, por su sensación de no ser suficiente, de no ser capaz. No lo sabía, pero ese matrimonio solo era un resultado de su negativa a arriesgar su corazón. Se había rehusado a abrirse, a sentir; prefirió callar frente a lo que estaba sintiendo. Desde el principio se había negado, no solo a ella, sino al hombre al que amaba, la posibilidad de ser feliz, no había sido sincera, había callado, se había engañado a si misma.
El carruaje se detuvo frente a la iglesia y ella abrió los ojos. Los invitados ingresaban al edificio y ya toda su familia estaba ahí.
—Hermana. La decisión es tuya, sea la que sea, te apoyaré, lo sabes. Si de verdad deseas unir tu vida a West, hazlo, pero por las razones correctas —terminó el conde, y ella lo miró con expresión perdida.
Su cuerpo temblaba violentamente, su pulso latía acelerado. ¿Las razones correctas? ¿Cuáles eran sus porqués? No lo sabía, ni siquiera sabía qué estaba haciendo allí, en la puerta de la iglesia, vestida de novia y a punto de casarse.
—¿Bajamos, Sisy? ¿O ahora, para variar, huirás por las razones correctas? —preguntó, con su sonrisa encantadora, su hermano.
Daisy contuvo el aliento y la determinación cubrió su mente. Lo haría, dejaría de huir y escaparía para lanzarse a una real aventura. Tomaría el riesgo, se atrevería. La emoción la embargó y miró, sonriendo, al conde que esperaba expectante su respuesta.
—¡Vaya! Hasta que por fin veo la mujer hermosa que eres. Entonces, ¿qué hacemos? —inquirió Stev.
—¿Dónde lo encuentro? —contestó.
—¡Maldición! ¡No! —gritó Andy, bajó del caballo aún en movimiento y subió las escaleras de la iglesia de St George a toda velocidad.
«¡No pude haber llegado tarde, Dios!».
Venía embarrado de pies a cabeza, en el trayecto le había pasado toda clase de infortunios. Primero, el camino inaccesible por una carreta que había volcado y que derramó su carga. Luego se desató una tormenta que ralentizó la marcha considerablemente, y para rematar, el corcel se había lastimado una pezuña con una piedra y tuvo que detenerse a curarlo antes de que lo despidiera de la montura.
Las puertas estaban cerradas, pero no se apreciaba movimiento, parecía que no había nadie. El miedo lo invadió, no quería imaginar que ella se había casado. No podría soportarlo, se desquiciaría. Desesperado, empujó las puertas; estaban trabadas. No podía ser. Angustiado, aporreó la puerta, pero nadie le abrió.
—Drew —dijo una voz a su espalda, y él se volvió a mirar a la portadora de ese tono musical.
—¿Qué haces aquí? ¿Viniste a ver cómo se casa tu amante? Pues tengo malas noticias, llegas tarde, ya terminó la boda —escupió con desprecio, fulminó a la rubia, que abrió los ojos al oír su acusación, y pasó por su lado. Estaba desolado, la había perdido. Y todo por esa mujer, por haberse aferrado al resentimiento, al temor de volver a ser herido, traicionado.
—Espera —lo detuvo Amelia posando su mano en su brazo—. Aclárame lo que dijiste. ¿De qué me acusas? —preguntó con sus ojos celestes empañados.
Andrew se liberó de agarre y la observó desganado, con frialdad. No entendía cómo había sido tan estúpido para creer que alguna vez había amado a esa mujer. En ese momento veía que solo se había sentido embrujado por su belleza exquisita, pero nada más. Nunca había sentido su corazón acelerarse con solo pensarla, ni su cuerpo doler por el deseo de tocarla; tampoco sonrió imaginando su rostro ni estuvo nervioso por estar frente a ella. Jamás experimentó el verdadero dolor de saber que ya no había esperanza, su pecho no ardió como en ese instante, el corazón no le dolió, la respiración no abandonó sus pulmones. Porque ella no era Daisy, no era ella.
—Ya no interesa, Amelia, te vi en el parque con Anthony. Sé que volviste por él, pero no me importa. No puede interesarme menos, tal vez lo estés engañando como hiciste conmigo, quizás eres su amante desde siempre, no lo sé y no quiero saberlo —declaró, apartó la vista de su mueca conmocionada y reanudó la marcha.
—¡Andrew! Te equivocas, West es solo un buen amigo, nada más —exclamó ella interponiéndose en su camino—. En el pasado me equivoqué, dejé que la ambición de mis padres arruinara mi vida. Pero no sabes cuánto lo lamenté, cuánto sufrí cada día, anhelándote, pensándote, amándote. Yo volví por ti, para recuperarte. Sé que te lastimé y que no merezco nada, pero te pido solo una oportunidad para demostrar que soy sincera, para redimirme, para amarte —respondió Amelia con expresión desolada y suplicante.
Andrew se quedó viendo su cara tan cercana a la suya y negó con la cabeza.
—Lo siento, no puedo corresponderte. Y para ser sincero, agradezco que me hayas dejado hace tres años. Casarme contigo hubiese sido un error —contestó, se alejó un paso y vio a Amelia llorar profusamente.
—No te creo, tú me amabas, nos amábamos —alegó ella dolida y acelerada.
—No. Yo creía amarte, hasta que me reencontré con la mujer a la que siempre le perteneció mi corazón. No podía amarte, mi amor no estaba disponible. Y tú, tú no sabes más que amarte a ti misma —espetó Andy y se marchó, ignorando su gesto furioso y su exclamación ofendida.
—¡Pues otra vez perdiste! Ella nunca será tuya. ¡Eres un fracasado, Andrew Bladeston! ¡Volverás y me rogarás que te acepte de nuevo! —gritó, enajenada, Amelia.
Él siguió caminando, indiferente a sus gritos e improperios. Ya no le importaba, sin Daisy, su vida no tenía sentido.
Daisy miraba el paisaje por la ventana del carruaje, emocionada, llevaban una hora de viaje y, según sus cálculos, pronto tendrían que estar llegando a Costwold.
Se sentía feliz y liberada, ansiosa, esperanzada. Pero también temerosa y desesperada. Una y otra vez rogaba que Andrew estuviese aún en la mansión de su hermano. Steven le había dicho que él le había enviado una nota para avisarle que se quedaría con los duques unos días. Y con ese dato, había decidido huir de su propia boda para ir en busca del hombre que amaba.
No negaría que estaba muerta de miedo, aunque a la vez sentía paz y alegría por haber decidido tomar las riendas de su vida y luchar por su felicidad. No sabía qué encontraría cuando llegara a Sweet Manor. Puede que el vizconde se negara a escucharla o no quisiera perdonarla. Esa era una posibilidad, pero no importaba, ella lo intentaría, ya no se escudaría tras el temor, sería sincera y expondría su corazón.
Tan distraída estaba en sus pensamientos que no se percató de que el coche estaba disminuyendo su velocidad y que ya estaban por detenerse. Los nervios hicieron desastre en la boca de su estómago, y ella inspiró y exhaló aire buscando tranquilizarse. Pasaron unos minutos en los que esperó que su cochero le abriera, mas no sucedió. Curiosa, se asomó por el cristal y sus ojos se abrieron pasmados ante lo que veía del otro lado.
«¡Esta no es la casa del duque de Stanton! ¡¿Qué hago aquí?!».
La puerta del carruaje se abrió bruscamente y, al ver aparecer la silueta de un hombre, la confusión y el terror la invadieron. Él le sonrió con cinismo y una frialdad escalofriante en sus ojos grises.
—¡Usted! —balbuceó antes de retroceder aterrada.