(…) Mi pasión siempre han sido las lenguas. Pero desde que la conocí, me apasionan las palabras, y no cualquiera, sino las suyas, esa letra que ha hecho renacer mi esperanza y ha devuelto la vida a los latidos muertos de mi corazón (…).
Caballero desconocido
Extracto de una carta enviada a la Dama anónima
—Está usted muy bella esta noche, milady —le dijo, con una mirada cálida, West, y la hizo girar por la pista.
—Gracias, milord —respondió Daisy algo ruborizada.
Llevaban un día de compromiso y Daisy ya se estaba arrepintiendo de su decisión impulsiva. Hablando con sus hermanas, había caído en cuenta de que se había comportado precipitadamente y no podía unir su vida a la de un hombre que apenas conocía.
—Milord…, yo… me gustaría poder tener un momento con usted para hablar —le solicitó Daisy bastante nerviosa.
El caballero la miró con su sonrisa vacilante y asintió a continuación. Cuando el baile terminó, ambos abandonaron la pista y comenzaron el paseo bordeándola. Con el brazo apoyado en el de West, tal y como marcaba el protocolo, ella se dejó guiar hasta una esquina donde habían dispuesto un conjunto de sillas. Aunque intentó no hacerlo, sus ojos recorrieron el salón buscando un rostro en particular, pero no lo halló.
Andrew no había asistido a la velada de los condes de Weston, y no lo había visto desde que lo vio salir furioso de su habitación. Un pensamiento cruzó por su mente y literalmente sintió su pecho estrujarse, tampoco veía a esa mujer ahí. Y teniendo en cuenta que prácticamente todo el mundo había asistido, Daisy creía que tal vez estuviesen juntos. Esa idea le dolía y mucho, mas nada podía hacer, ya había quedado demostrado que el vizconde estaba obnubilado por la exquisita belleza rubia.
—Lady Hamilton, ¿está usted bien? —le preguntó West, arrancándola de sus atormentadas reflexiones.
—Eh… sí, disculpe, milord —balbuceó avergonzada por su falta de modales frente al caballero que estaba sentado a su lado.
—No se preocupe —negó él, apretó su mano y la escrutó con su mirada gris—. Lady Daisy, ¿me permite llamarla así? —inquirió West y prosiguió cuando ella afirmó—. Puede decirme lo que la tiene tan preocupada, deseo que sepa que puede confiar en mí.
—Milord…, yo… quería hacerle una petición… —murmuró Daisy, inquieta, al ver que él la observaba expectante, se mojó los labios con la lengua y tragó saliva—. Quisiera que antes de que se haga el anuncio oficial del compromiso, podamos tener un tiempo para… para conocernos… —le planteó de un tirón, antes de arrepentirse.
West se quedó viéndola durante unos segundos y Daisy pudo vislumbrar la decepción en sus pupilas. Y se tensó apenada y compungida.
—Estoy dispuesto a hacer eso y mucho más por usted, Daisy. Discúlpeme por no haber hecho esto como se debe desde el principio. Por supuesto que deseo cortejarla el tiempo que sea necesario. Anhelo que pueda conocerme, aprender a sentirse cómoda conmigo, y quizás algún día pueda incluso corresponderme en mi afecto por usted —propuso West, lo que la sorprendió y la hizo emocionar ante su amabilidad y la esperanza que veía en su mirada.
—Oh… milord… —soltó, conmovida, Daisy.
—Pero… tengo una condición —la interrumpió el caballero alzando un dedo y haciéndola mirar intrigada—. Que a partir de ahora me llame por mi nombre, nada de milord y esas nimiedades —terminó él con una semisonrisa pícara que la hizo sonrojar.
—Está bien… es lo menos que puedo hacer con la paciencia que me demuestra… Gracias, Anthony —aceptó Daisy, riendo cuando West simuló sentirse afectado al oír decir su nombre.
—No me agradezca, señorita. Usted le ha devuelto la alegría y la esperanza a mi vida —confesó, quitó la palma de su pecho y tomó la de ella para llevársela a sus labios con un gesto reverente—. Y eso vale cualquier sacrificio, Daisy —terminó, dejando a la joven anonadada y más confundida.
El capitán era el nombre que versaba la puerta del bar de mala muerte donde Andrew ingresó. Ubicado junto a los muelles, el establecimiento era uno de los más visitados por los marineros y asiduos de aquella zona de Londres, sobre todo por la buena calidad de las cervezas que se servían, y a esa hora estaba atestado.
Por supuesto, él se había encargado de camuflar su apariencia para poder pasar desapercibido entre los visitantes. No quería tener que defender su vida o pertenencias de algún borracho o malviviente.
Una vez dentro, no tardó en localizar a la persona que lo había citado. Sentado al final del salón, estaba el hombre rubicundo y calvo bebiendo una pinta. Luego de saludarse con un cabeceo, Andy aceptó la jarra de bebida que una muchacha pelirroja y robusta le ofrecía y negó cuando esta lo invitó con una inclinación de su escote otros servicios.
—No tengo mucho tiempo, Hender, ¿qué encontraste? —le dijo al hombre que asintió aclarando su garganta.
—Tu amigo estaba en lo cierto. Las obras y esculturas robadas en Francia han ingresado de algún modo a Londres. Hay una persona intentado venderlas y le han ofrecido a mi contacto algunos objetos que pueden ser los robados. Con respecto al mapa, no encontré ningún dato. Nada que lo relacione con los objetos perdidos y denunciados por diversos nobles —le informó el hombre, quien era un conocido rastreador de arte y objetos antiguos.
—De acuerdo, mantenme al tanto. Cualquier cosa que creas que puede tener que ver con el mapa, me servirá. Ya sabes dónde encontrarme —le encomendó Andy y se puso en pie para marcharse.
—Saludos a Ross —correspondió Hender tomando el saco de monedas que el vizconde le había dado por sus servicios.
Andrew abandonó El Capitán con la mente trabajando a toda marcha. Según la información de Hender, el mapa y los robos que Riverdan estaba investigando no tenían nada que ver. Sin embargo, él tenía el presentimiento de que estaban relacionados de algún modo, aunque no lograba dilucidar en cómo.
Por otro lado, tenía un nuevo enigma que resolver. La aparición en su vida de Amelia o, mejor dicho, lady Essex. Aún no podía asimilar que ella había regresado y siendo viuda. Por un momento, verla lo había dejado fuera de juego, y no podía negar que al tenerla en frente sintió removerse muchas cosas en su interior. Pero rápidamente pudo reconocer que ya no albergaba una pizca de sentimientos por esa mujer en su corazón, ni siquiera rencor, ni mucho menos anhelo o deseo. Nada, no sentía más que tal vez compasión por Amelia, ya que en sus ojos había podido identificar la desesperación de quien se sabe vacía y perdida. Ella había obtenido la posición y la riqueza que ambicionaba, pero había pagado un alto precio por ello, había vendido su alma en el camino, y eso podía verse en el brillo apagado de sus ojos celestes.
Comprender ese hecho significaba descubrir que él había podido reconciliarse con ese pasado y que los fantasmas de aquella traición ya no afectaban su vida. Y eso se lo debía a la mujer que lo había ayudado a creer nuevamente, que le había devuelto la fe en el amor y en las personas. Esa mujer que el destino le había puesto en el camino y que, sin percatarse, había logrado derribar sus barreras y conquistar su corazón. Por todo eso era que se sentía atormentado, miserable y despreciable. Porque al parecer, se había convertido en un hombre sin honor ni palabra, alguien débil y desagradecido. Y eso le había sucedido desde que decidió volver a Inglaterra, desde que había visto en esa escalera a Daisy Hamilton, había enloquecido y vuelto su vida un caos. Se sentía dividido entre dos caminos; por un lado, ir en busca de la mujer a la que creía le pertenecía su corazón, y por el otro, reclamar a la dama que con solo pensar en ella sentía multitud de sentimientos colisionando: deseo, admiración, pasión, lujuria, necesidad, posesión y más. Sentía que si perdía a la primera, perdería algo único e invaluable, y al mismo tiempo, que si renunciaba a Daisy, desechaba una parte de sí mismo, un pedazo de su ser.
La desesperación amenazaba con enloquecerlo, aunque no sabía para qué se molestaba en seguir en aquella disyuntiva si Daisy ya había escogido. Se sentía rabioso de solo recordarlo, pero así era, ella había elegido a Anthony por encima de él. Él se había humillado pidiéndole que no lo hiciera, exponiéndole lo que generaba en él, demostrándole con sus besos lo que con palabras no podía decir, ¿y qué había obtenido a cambio? Su desprecio. El nudo que sintió en la garganta era el claro recordatorio del dolor que le había provocado el rechazo de la joven. No volvería a buscarla, no soportaría que ella lo volviese a desechar, porque le dolía, le ardía el corazón por su causa.
—Te extrañaba tanto, querida… —dijo el hombre, sostuvo contra la pared el cuerpo de la mujer y abordó su boca jadeante con lujuria.
—Pueden vernos aquí… espera hasta más tarde, milord —le dijo, entre besos, ella, dejando ir un gemido anhelante cuando él bajó de un tirón brusco el corpiño de su vestido.
—Shh… si estás callada, nadie se percatará. Y no me importa, ardo en deseo por ti, me hiciste mucha falta desde que volví de Francia y solo te he visto en una ocasión —aseveró el caballero y hundió con hambre su cabeza entre los senos desnudos de ella.
—West…, oh… —exclamó cuando él la alzó en volandas sobre un diván de lo que debería ser el despacho del conde de Weston—. No lo parece cuando te veo con esa mujercita, llegaste de su brazo muy solícito —le reprochó, se arqueó y gimió al recibir el cuerpo del noble en su interior bruscamente.
—Sabes que eres la única que me vuelve loco…, que eres mi hechicera… Ella… no es nada para mí… Ahora, vamos, dame lo que quiero… Eres mía —gruñó, con voz ronca, West sin dejar de tomarla, enardecido.
—Dime que has avanzado y que por lo menos tenemos la certeza de que de ella tiene el mapa —dijo la dama, acomodando su ropa y tratando de recomponer su cabello rubio.
—No todavía. Pero no desesperes, estoy seguro de que ella lo tiene. Y ahora que estamos más cerca de la joven, será cuestión de tiempo para que podamos recuperarlo —aseguró él y metió los faldones de su camisa en sus pantalones.
—Tiempo es lo que no tenemos, West. Ya estamos en noviembre, en un mes acabará la temporada y todos se retirarán a pasar el invierno —contestó, enfadada, la mujer, yendo hacia la puerta.
—Confía en mí. El plan está saliendo a la perfección, pronto podremos pasar a la fase final y así marcharnos lejos de aquí, tú y yo, preciosa —la calmó West, la alcanzó en la entrada y tiró de ella para besarla nuevamente.
—Pues eso espero. No he llegado hasta aquí para irme con las manos vacías. Por mi parte, ya he empezado a investigar a la otra persona que puede ser quien nos ha estado siguiendo el rastro —le advirtió la rubia, se separó y abrió la puerta para espiar fuera.
—Ya lo vi, y es buena tu idea. Ese tipo es peligroso para mi estrategia y es mejor que lo mantengas lejos de la presa, encanto —le indicó sonriendo perversamente.
—No te preocupes, lo tengo a mi merced. Sé que si me lo propongo, puedo hacerlo mi esclavo, él ya no estará rondando a esa tonta si me tiene a mí —se jactó con una expresión vanidosa y salió al pasillo desierto.
—Eso no lo dudo, mi amor, solo no olvides quién es tu dueño —respondió West y la vio regresar a la fiesta de los Weston.