CAPÍTULO 22

La vida te será más clara que el mediodía; aunque oscureciere, será como la mañana.

Job 11:17

A la mañana siguiente, Steven y Clarissa desayunaban uno junto al otro, obviando las reglas del protocolo.

—Pequeña, ¿continúas sintiéndote indispuesta? —preguntó el conde a su mujer, depositó su taza de té en la mesa y se hizo con una tostada.

—Hoy estoy mejor, cariño… pero ¿por qué comes eso? —respondió, curiosa, Rissa, viendo la bandeja repleta de los bollitos de canela favoritos de su marido, intacta.

—Ya no comeré de esos, últimamente he aumentado de peso y no me gusta. Estaré casado, pero tengo una reputación que mantener —negó, con una mueca compungida, el rubio.

—¿Qué dices, Hamilton? —se carcajeó Clarissa, alucinada por esas palabras. Su esposo estaba loco, no había aumentado ni un gramo.

—¿De qué te ríes? ¿Acaso olvidaste que soy el hombre con el encanto más legendario de Londres? —argulló, ofendido, él.

Clarissa elevó una ceja. Lo dicho, el hombre se creía irresistible y, aunque lo era, para su dicha y pesar, no pensaba aumentar su ego.

—¡Por favor! Eres apuesto, cómo no. Pero el máaaas atractivo, es decir mucho, ¿no crees? Además, tú ya estás fuera del mercado, esposo, espero que lo recuerdes —se burló ella, manteniendo una expresión sería y casual a pesar de estar conteniendo la risa por dentro.

El conde había abierto los ojos anonadado al oír su comentario anterior y en ese momento parecía estar ofendido.

—¿Qué? No me mires así. Es la verdad. Mi hermano Nick y tú son historia, están casados y casi en la treintena. Además, hay muchos jóvenes solteros atractivos —argumento Clarissa, encogió un hombro y sorbió de su taza—. Está el conde de Vander, y ese escocés enorme, lord Fisherton, también he oído que las damitas mueren por él. Y no olvides al duque de Riverdan y a mi hermano Andrew. ¡Bah, la lista sigue! —continuó ella, haciendo de cuenta que no veía la expresión de mortificación del rubio.

—¿Ah, sí?… No sabía que estuvieses al tanto del atractivo de los caballeros solteros. Espero que tú no seas la que olvide que eres una dama casada, señora —enfatizó Stev con los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa.

Clarissa contuvo la risa y se volvió del todo hacia su esposo.

—¡Oh, no me digas que estás celoso, milord! ¡Ni que te hubiese nombrado al único y verdadero caballero más apuesto de Londres! —se defendió ella, cruzándose de brazos.

—¿Hay otro? ¿Quién es él? ¡Dilo! Anda, es el insufrible de Gauss, ¿no? ¡Confiésalo, siempre te atrajo el conde de Gauss! —reprochó, furibundo, Steven.

—¿Pero qué tiene que ver el hermano de Elizabeth aquí? No me refería a él, aunque ahora que me lo recuerdas, es muy atractivo y más joven —añadió, sonriendo traviesa, Clarissa.

—¿Sabes qué necesitas tú? Que alguien te recuerde quién es el único hombre deseable, y de eso me encargaré yo —le advirtió, con un gruñido peligroso, el conde.

Clarissa vio su trasformación y, con la boca abierta, se levantó negando con la cabeza. Y giró para salir huyendo del comedor.

—¡Ven aquí! —bramó su esposo, alzándola en vilo y sentándola en su regazo, veloz—. Tú eres mía, pequeña. Toda mía, mi dulce Rissa —declaró con voz ronca y asaltó sus labios con un beso voraz que la desarmó y que correspondió con ansias y rendición, sumergiéndose ambos en un mar de pasión desenfrenada.

—¡Agh! —dijo alguien para interrumpir su momento.

Andrew miraba desde la puerta del comedor a su hermana y a su cuñado devorándose sin pudor ni decencia. Ella, subida sobre el conde, y él, con la cabeza hundida en su escote.

—¡Andy! —exclamó, sofocada, Clarissa al voltear y verlo. Se bajó a toda velocidad del regazo de su esposo, quien se quedó paralizado, con un gesto apenado, como un niño al que le han arrancado su dulce predilecto.

—Menos mal que fui yo el que apareció y no una de tus hermanas —dijo, sarcástico, Andy, negando y tragándose la risa por el espectáculo que presentaba la pareja: Clarissa, ruborizada hasta la coronilla, y el conde, consternado, colocando el periódico en su falda.

—Buenos días, Bladeston. No es que quiera ser descortés, pero puedes explicarnos, ¿qué diablos haces aquí? —inquirió, con una ceja arqueada, su cuñado.

—¡Stev! —lo reprendió Clarissa y regresó sus ojos azules a él, examinándolo intrigada—. Andy, el mayordomo no te ha anunciado, lo que quiere decir que pasaste la noche aquí, ¿por qué?

El vizconde maldijo entre dientes mientras tomaba asiento y se servía huevo y jamón, intentado hacer tiempo bajo las miradas escrutadoras del matrimonio. Sabía que les parecería extraño, y ahora debería encontrar alguna excusa razonable para haber aparecido en la mansión a altas horas y haber pernoctado allí.

—Ehh… sí, lo que sucedió fue… —comenzó a improvisar.

—Que se emborrachó y llegó como una cuba buscándote, Stev. Yo justo había bajado a por un libro cuando él apareció. Estaba bastante desorientado, por lo que un lacayo lo guio hasta la habitación de huéspedes —intervino una voz melodiosa y ronca, haciendo que los tres miraran hacia su dueña.

—Buenos días, Daisy, siéntate —la saludó Stev, quien se puso de pie, al igual que él.

Andrew examinó a la joven en silencio, debatiendo en su interior los motivos que esta tendría para haberlo ayudado. Ella había dicho la verdad a medias, pues Daisy creía que él había estado borracho —algo que no era cierto, solo había aparentado estarlo, buscando tener alguna excusa que le sirviese para aparecer en la mansión a altas horas, ver a la dama y cerciorarse de su bienestar—, pero había mentido en lo referente al lacayo, ya que ambos conocían el resto de la historia y en dónde se había colado él.

—Está bien. En ese caso, no hay problemas —concedió su cuñado, enfrascándose en una charla con Daisy.

Clarissa continuaba viéndolo fijo, con una luz de sospecha y escepticismo en su mirada. Andy trataba de aparentar indiferencia, resistiendo su examen intenso. Tampoco quería mirar hacia Daisy, pues temía que sus ojos delataran sus sentimientos, con un solo vistazo había confirmado que la dama se veía extremadamente apetecible en su vestido melocotón.

Incómodo, le hizo una seña al conde, y este asintió y se paró para dirigirse junto a él a su despacho.

—¡Alto ahí! —les ordenó Clarissa cuando alcanzaban la puerta. Andy se detuvo dispuesto a ver qué quería, pero el conde lo sorprendió aferrando su brazo y dándole un empujón hacia adelante.

—¡No te detengas! Ella quiere quitarme a mi amor —lo urgió el rubio y se precipitó al pasillo.

—¡No huyas, Hamilton! ¡Devuélveme mis bollitos de canela, tunante! —gritó, encolerizada, su hermana, lanzándole una tostada, enajenada.

—¡Nunca! —se carcajeó Steven, esquivando el proyectil y, aferrando los bolsillos de su saco, que en ese instante se percató de que parecían estar por reventar, corrió hacia su estudio.

Andrew había acordado reunirse al mediodía con su cuñado y Riverdan para comentar sobre el hallazgo del mapa, y se disponía a abandonar la mansión cuando una mano tiró de su brazo, lo jaló y lo metió en una estancia más pequeña ubicada junto al vestíbulo principal.

—¡Pero qué…! —exclamó sorprendido.

—¿Dónde crees que vas, Andrew James Bladeston? —espetó Clarissa, lo liberó y cerró la puerta despacio.

—Tengo compromisos. ¿Qué bicho te picó, Clara? —indagó, ceñudo, él.

—Eso mismo te pregunto yo. ¿Qué rayos está pasando? —preguntó, con las manos en las caderas, su hermana.

—No sé de qué hablas —negó Andy, armándose de paciencia.

—¿Acaso crees que soy tonta? ¡Eres mi hermano, te conozco! A mí no me convencerás con ese cuento de la borrachera. Tú nunca bebes demasiado y no te embriagas —señaló Clarissa, dándole un golpe en el pecho con su dedo—. Además, tienes un moretón en el pómulo y otro en la barbilla. ¡Empieza a confesar, Andrew! —siguió, con mirada entrecerrada, la condesa, bufando cuando el negó varias veces y enfiló hacia la salida.

—¡Aah, no! De aquí no sales hasta que me digas qué pasa entre Daisy y tú —decretó ella interponiéndose y apoyándose en la puerta, desafiante.

***

—Haga andar los caballos hasta que le avise que se detenga —dijo con voz majestuosa, reclinándose en el asiento acolchado del elegante carruaje—. ¿Y bien, lo tienes? —demandó con ansiedad.

—No. El mapa continúa en poder de la dama —negó, con fastidio, el hombre.

—¡Maldición! ¡No puede ser! ¡Eres un inútil! ¿Cómo puede ser más que tú una insulsa jovencita? —estalló con furia.

—No es mi culpa. El forajido que mandaste falló y no logró asustarla lo suficiente como para sonsacarle la ubicación del mapa —se defendió el aristócrata, acomodando los faldones de su chaqueta.

—¡Rayos! El tiempo se agota, necesitaremos varias semanas para rastrear el botín y no podemos arriesgarnos a que nos descubran haciéndolo. Tiene que ser ahora, mientras ellos estén ocupados en los acontecimientos de la temporada —arguyó con gesto frustrado.

—Pues ella lo tiene. No hay más opciones, hemos buscado en todas las propiedades del conde de Baltimore y estoy seguro de que la hermana está en posesión del mapa. No sé cómo podemos llegar a este, se han agotado mis ideas. Tal vez… debamos olvidar el asunto. Además de peligroso, se está volviendo demasiado engorroso y turbulento —comentó, con mirada inquieta, el noble.

—¡¿Olvidarlo?! ¿Te has vuelto loco? No pienso dejarlo ahora que estamos tan cerca. Y tú tampoco lo harás, no seas pusilánime. Desde este momento, me ocuparé yo de quitarle el mapa a esa estúpida. Nadie me impedirá lograr mi objetivo, si tengo que asesinar a ese adefesio, lo haré —sentenció con voz fría y un brillo de perversa satisfacción.