CAPÍTULO 1

(…) Debo confesarle que, a pesar de mi resistencia, no he podido evitar confiarle mis más íntimos secretos. Creo que no conocer su nombre ni su rostro es un aliciente a la hora de atreverme a confesar lo oculto (…).

Caballero desconocido

Extracto de una carta enviada a la Dama anónima

Londres, Inglaterra. Abril, 1811.

Llevaba semanas esperando ese día. Había preparado cada detalle con minuciosidad y, en el momento en que había llegado, sus nervios le estaban jugando una mala pasada.

«¡No puede ser! ¡Vamos, Andy, serénate, amigo!», se dijo a sí mismo, intentando alentarse, recuperar el equilibrio.

Su carruaje se detuvo frente a la fachada de una descuidada y despintada casa de dos pisos. La propiedad no estaba ubicada en la zona de los suburbios de Londres, pero sí fuera de los barrios elegantes que se ubicaban principalmente en Mayfair y Berkerley Square.

De inmediato, la desvencijada puerta se abrió y una figura delgada cubierta por un largo abrigo negro salió y cerró con sigilo. Su corazón se aceleró de emoción y anticipación con solo verla. Esta subió, se sentó frente a él y echó hacia atrás la capucha de terciopelo de su capa, inundando el interior con su atrayente fragancia floral. Un precioso y lacio cabello rubio platino quedó a la vista, y Andy volvió a quedar cautivado por esa belleza, como la primera vez que la vio.

Había asistido obligado por su madre a un baile de presentación en Almack’s. Cuando el mayordomo presentó a la señorita Amelia Wallace, él no se había interesado y prosiguió la conversación con un conocido, Colín Benett, conde de Vander. Pero al ver la expresión de pasmo que el conde había esbozado, volteó hacia la gran escalinata del salón y entendió la reacción de su amigo y del resto de los invitados masculinos.

La dama que descendía por esos escalones era la visión más magnífica que sus ojos habían visto. Cabello como el más fino oro, ojos resplandecientes como un cielo de verano, una figura esbelta y bien dotada en los lugares adecuados, como una seductora sirena. Ella era exquisita, perfecta, irreal, etérea. Y Andrew se sintió embelesado al segundo.

Esa misma noche, había logrado que los presentasen a través de su hermano, que conocía al padre de la muchacha, un hombre rechoncho que, a pesar de tener el título de barón, había perdido todo por su adicción al juego y, según le había advertido Nick, andaba buscando algún pez incauto que cayese en su red y así pudiera casar a su única hija.

Aun así, no le importó al vizconde. Solo quería conocerla, hablar con ella. Y al hacerlo y percibir su timidez, sencillez y nobleza, había pasado del embeleso a estar totalmente cautivado.

La sin igual belleza de la señorita Wallace había ocasionado que decenas de caballeros la asediasen en cada baile, y su lista de admiradores y pretendientes no tardó en crecer.

Pero esto no había desanimado a Andrew que, con solo ese encuentro, pudo sentir que una gran conexión había surgido entre ambos, por lo que recurrió a buscar su propia manera de acercarse a la joven sin tener que preocuparse por la competencia, y lo había logrado apareciendo cada mañana en Hyde Park, donde ella daba un paseo matinal acompañada por su doncella.

Dos semanas después, el lazo entre ellos se había fortalecido, pero lo que parecía ser color de rosa se había oscurecido cuando una mañana Amelia apareció alterada y llorando profusamente.

Andrew se había preocupado y, tras insistirle en que confiara en él, la dama le confesó que su padre había aceptado una petición de matrimonio y que la casarían con un duque treinta años mayor, extremadamente adinerado.

Andy se horrorizó y sintió su corazón dolorido con el solo pensamiento de que la alejasen de su lado. Así que se armó de valor y, a pesar de no haber mostrado ante ella ninguna segunda intención ni insinuación alguna, le confesó que la amaba. Amelia lloró más, se lanzó a sus brazos y le dijo que correspondía sus sentimientos.

Una semana después, tras ella asegurarle de que su padre no lo aceptaría como candidato y que estaba decidido a casarla con el viejo duque, Andrew le había propuesto matrimonio y habían decidido que se fugarían a Gretna Green. Ese día fue el más feliz de su vida, no podía creer que esa mujer tan bella se hubiese fijado en él. Y nadie lo sabría, por lo menos hasta que todo estuviese hecho. Por supuesto, nadie podía conocer su plan, pues podrían impedirlo o arruinar la reputación de Amelia.

A los pocos días de cumplir un mes desde la primera vez que vio a su prometida, Andrew estaba en el carruaje de la familia con todos sus ahorros y las tres mesadas que Nicholas le había adelantado cuando le dijo que saldría de viaje por unos días.

—Drew… —dijo ella con su voz suave y delicada. Su rostro estaba sonrosado y su respiración, tan acelerada como la suya.

—Amelia, no te preocupes. Tengo todo bajo control —le aseguró él, tomando sus manos enguantadas y besándolas con embeleso.

—Debemos darnos prisa, he logrado escabullirme de mi nana. Mis padres no han regresado del baile al que debían asistir hoy, pero mi doncella puede entrar a mi cuarto con cualquier pretexto y dar la alarma al no encontrarme durmiendo —le informó la joven, con sus enormes ojos celestes abiertos con aprehensión.

—Ahora mismo partimos, todo saldrá bien. Estoy seguro de que tu padre terminará por darte su bendición cuando sepa quién soy —le prometió Andy.

Golpeó el techo del carruaje y este arrancó, él miró a su novia y procedió a sentarse a su lado. Tomó su cara entre sus manos y la besó con pasión. Cuando se separaron para tomar aire, ella le sonrió con dulzura y Andy acarició su cabello atado en un moño, con ternura.

—¿Dónde viviremos?, supongo que en tu mansión está la actual duquesa y tu hermano, pero una vez que te cases, ¿ellos ocuparán otra propiedad? —lo interrogó Amelia con expresión curiosa.

—¿Qué? No, es decir, la mansión es la residencia de la familia. Nicholas, mi madre y Clarissa viven allí, al igual que yo, claro. Pero es muy grande, podremos hospedarnos allí, si no te molesta, hasta que pueda hablar con mi hermano al respecto. He pensado que podríamos ocupar alguna de las casas más pequeñas, que no pertenecen al ducado —respondió él, perplejo ante su pregunta.

—Pero… pero ¿cómo llevarás los asuntos del ducado desde otra residencia? —balbuceó, con gesto confundido, la joven.

—¿Cómo? ¿Acaso estás de broma? —inquirió, entre risas, Andy, más al ver cómo su semblante se oscurecía, se quedó mirándola sin entender—. Amelia, yo no me ocupo de la administración de la herencia familiar. Eso lo hace mi hermano —le aclaró.

—No… no, no lo entiendo. ¿Por qué es tu hermano el que administra tu herencia? —dijo, en un resuello, la dama.

—Pues porque es su deber, es su fortuna. Nicholas es el duque de Stanton —afirmó, desorientado por las dudas de ella.

—¡Oh, por Dios! —exclamó ella con gesto desencajado y la cara pálida.

—¿Amelia…? ¿Qué te sucede? —dijo, preocupado, el vizconde, tomando su mano.

—¡Detén el carruaje! —gritó la joven, liberó su mano y se pasó al otro asiento como si él tuviese una enfermedad contagiosa.

—¡¿Qué?! Pero… ¡¿por qué?! —protestó él, incrédulo.

—¡Detenlo ahora! ¡Y llévame a mi casa! ¡No puedo casarme contigo! —vociferó, furiosa, la dama.

—No comprendo… Tú… ¿Qué está pasando? ¿Es por lo de la mansión? Puedo ver la manera de… —comenzó a decir Andrew acelerado y nervioso.

—¡Basta! ¡No es por eso! No querrás saberlo, solo pide que el coche regrese —repuso, envarada y tensa, apartando la vista con irritación.

Andrew, estupefacto, observó su postura inflexible y ordenó a su cochero volver.

Durante el camino, intentó sin éxito convencer a la joven de hablar con él, pero ella lo ignoró todo el trayecto. Cuando llegaron a su vivienda, la muchacha se precipitó hacia afuera. Andrew sintió su corazón desgarrarse y se odió por haber molestado a su amor de alguna forma. No soportaba verla alejarse, así que, con sus emociones a flor de piel y negándose a aceptar su rechazo, corrió tras ella y la alcanzó justo en la puerta.

—Espera, Amelia…, por favor, al menos dime por qué… qué hice para que cambiaras de opinión —le suplicó Andrew, sujetándola y mirándola con el corazón en la mano.

—Escucha, Drew, lo siento. No has hecho nada, solo nacer demasiado tarde. Olvídate de mí, no puedo casarme contigo —contestó ella con frialdad y tono cortante, tirando de su brazo con brusquedad. Y, a continuación, entró en la casa sin mirar atrás y cerró la puerta de un golpe.

El sonido rebotó en el pecho de Andrew tan fuerte como el estruendo de sus sueños, sentimientos e ilusiones haciéndose añicos.

Más tarde, Andy subía la escalera de la mansión, dispuesto a encerrarse en su alcoba, cuando una mano se posó sobre su hombro y lo detuvo.

—¡Andy! ¿Qué haces aquí? Te hacía en Bristol —comentó, asombrado, su hermano.

—El viaje se canceló —respondió, con sequedad, Andrew y, sintiendo su pecho arder al igual que sus ojos, se giró para seguir el ascenso.

—Pero ¿estás bien? Ya habrá otra oportunidad —lo consoló Nick creyendo que su semblante decaído se debía a que lo habían rechazado para formar parte de una expedición de estudiosos.

—No lo creo. Por lo que me dijeron, esperaban reclutar a un duque y, como sabes, solo soy un vizconde —repuso él con desazón.

Su hermano no contestó, solo se limitó a darle una palmada en la espalda, y Andrew se lo agradeció en silencio. Era obvio que Nick sospechaba algo, y le agradecía que respetara su necesidad de callar.

Al entrar en su habitación, recordó que no había bajado su equipaje, enviaría a un criado a hacerlo. Con la ira ardiendo en su interior, Andrew se quitó su saco y lo aventó contra una silla. Al hacerlo, un objeto cuadrado salió despedido de uno de los bolsillos internos. Airado, lo levantó y observó el sencillo anillo de un diamante que había comprado con muchísimo esfuerzo. Y al sentir otra vez ese nudo en la garganta, caminó hasta la chimenea encendida y lanzó la caja de terciopelo azul al fuego.

La traición de Amelia Wallace le había causado un gran daño, eso no podía negarlo. Lo que sí podía era asegurarse de que eso no se repitiera. Nunca más le daría el poder a una mujer de jugar con sus sentimientos, no volvería a exponerse de esa manera. Ya había aprendido la lección y no la olvidaría en lo que le quedase de vida.

A partir de ese día, viviría regido por una única regla: nunca confiar en una mujer.