CAPÍTULO 9

(…) Temo que el momento de conocerte llegue, pues tal vez no encuentres nada valioso en mí; solo un alma perdida y vacía (…).

Caballero desconocido

Extracto de una carta enviada a la Dama anónima.

Su encuentro con ese hombre había logrado desestabilizar por completo a Daisy. Agitada y temblorosa, abandonó la pista y se encaminó a las puertas laterales del salón antes de que alguien se percatara de su parálisis.

En el trayecto, buscó con la vista a ese hombre, al caballero misterioso, pero no lo vio, tampoco localizó a sus hermanas, y eso la alarmó un poco. En el exterior, la recibió una brisa fresca y un cielo sin estrellas; era una noche oscura. Los anfitriones tenían un enorme y esplendoroso jardín, era muy hermoso y tal vez una réplica del jardín del palacio real.

Algunas parejas y caballeros se encontraban paseando por sus caminos alumbrados mientras conversaban y reían. Mientras apreciaba la vista, sus mejillas comenzaron a perder el intenso rubor.

—Hermosa… —dijo, de pronto, una voz grave muy cerca de Daisy.

Ella miró a su costado y se quedó petrificada; por un segundo, sus ojos le jugaron una mala pasada y le pareció estar frente al caballero con el que había bailado, pero una palpitación de su acelerado corazón después, se percató de que no lo era. El hombre la miraba fijamente, dando a entender que no era al paisaje a lo que se refería.

—Perdón, milady, ¿la estoy incomodando? —la interrogó el hombre con una sonrisa tan devastadora que le produjo una sacudida en el estómago.

—No… solo me ha sorprendido, milord —contestó ella una vez que estuvo repuesta de la impresión.

La sonrisa del hombre no decayó, al contrario. Su contextura y aspecto en general era muy similar a la del caballero misterioso, pero tenía evidentes diferencias, aunque tampoco podía precisar su color de cabello u ojos. Él era apuesto, varonil y desprendía un aura relajada y atrayente.

—Disculpe mi atrevimiento, la verdad es que llevo pocas horas en suelo inglés y ya me estoy preguntado qué extrañaba tanto —continuó el hombre con tono hilarante, apoyándose ligeramente en la balaustrada de piedra.

—¿Estuvo usted mucho tiempo lejos? —se atrevió a preguntar Daisy, conteniendo el aliento al oír que recién regresaba de viaje.

—El suficiente como para extrañar al superficial y vanidoso Londres —respondió él con sus ojos brillando de diversión.

La joven sonrió, extrañamente se sentía cómoda junto a ese caballero y el nerviosismo inicial comenzaba a disiparse.

—Es extraño cómo la mente puede hacerte anhelar cosas que usualmente uno no miraría dos veces cuando está lejos de casa —dijo Daisy, observando el rostro del caballero del jardín.

—Eso es cierto, se valora lo cotidiano cuando se está rodeado de lo extraño —afirmó él.

Daisy solo asintió, no podía aportar más, nunca se había alejado de su tierra natal.

—Pero todo es más fácil cuando vuelves al hogar con una misión —siguió el caballero, y ella regresó la mirada a su cara. Él se acercó un paso hacia ella y sus ojos exploraron cada rincón de su rostro que la máscara dejaba a la vista.

—¿Una misión? —preguntó, con el pulso acelerado, Daisy.

—Así es, ponerle cara a un rostro que solo existe en tus pensamientos, voz a las palabras que resuenan en cada silencio y nombre a la mujer que se adueñó de tu alma —contestó, con voz baja y tono íntimo, el caballero.

—Yo… yo… —tartamudeó, estupefacta, Daisy. Parecía que el hombre tenía la intención de besarla, y ella no podía mover un músculo de su cuerpo.

Solo deseaba preguntar si era él, si tenía frente a sí a su caballero desconocido.

Justo entonces, la melodía de un reloj sonó para anunciar que la medianoche había llegado, el momento en que cada invitado debía quitarse su máscara y develar su identidad. Daisy estaba petrificada mirando al caballero del jardín, y él parecía percibir su agitación porque sonrió aún más y avanzó hasta pegar el rostro al suyo. Ella contuvo el aliento por la repentina proximidad y se tensó al pensar que él tenía la intención de quitarle el antifaz.

—No te preocupes, querida, me gusta el misterio. Te propongo que dejemos que el destino se encargue de entrecruzar nuestros caminos —le susurró el hombre al oído, lo que le produjo a ella un hormigueo—. Hasta entonces, me conformaré con ser un caballero desconocido —se despidió él, apartándose y depositando un beso en sus nudillos.

Daisy estaba pasmada y así se quedó mientras lo veía alejarse hacia el salón. El aire había abandonado sus pulmones y sentía que podía caer desvanecida allí mismo.

Su mente estaba por colapsar debido a lo que estaba sucediendo. Dos hombres enigmáticos y atractivos; ambos le habían dicho algo que despertó su alarma. El caballero misterioso la había llamado «Dama anónima». El caballero del jardín se había despedido usando la firma de su enamorado.

¿Casualidad?, ¿señales? Ya no sabía qué pensar. El segundo caballero había mencionado, además, un viaje y una mujer, pero el primer hombre, con menos palabras, había logrado hacerle sentir multitud de sensaciones. Con uno se había sentido cómoda, y con el otro, todo lo contrario, pero había sentido que lo conocía, que no era un extraño. Antes de que pudiese enloquecer con aquella disyuntiva, la voz de Violett la hizo regresar a la realidad.

—¡Daisy! Hasta que doy contigo, llevamos un buen rato buscándote. Steven estuvo a punto de armar uno de sus dramas al ver que no estabas en el salón —le dijo su hermana, quien ya no tenía puesta su máscara.

—¿Qué sucede? —preguntó Daisy, siguiendo a la menor hacia el interior del salón.

—Clarissa se siente indispuesta, así que debemos irnos —le explicó, sin detenerse, la rubia.

Pronto llegaron a unas puertas de madera donde su familia las esperaba. Ella examinó a su cuñada que estaba siendo sostenida por su hermano.

—Lo siento, salí a tomar aire. ¿Estás bien, Clarissa? —se disculpó, preocupada, Daisy.

—No te alarmes, estoy bien, solo es un mareo y algo de malestar en mi estómago. Pero ya ves, mi esposo es amante de la tragedia —se burló su cuñada, aunque se la veía bastante pálida.

Steven no sonreía como siempre, sino que miró serio a su esposa, después a ella, con un gesto de sospecha en su apuesto rostro, seguramente preguntándose por qué conservaba la máscara y dónde se había metido. Daisy trató de no encogerse bajo el escrutinio de su mirada verde dorado; luego, el conde se volteó para salir del lugar.

Ellas lo siguieron en silencio, Daisy observó a sus hermanas y las notó extrañas al instante. Rosie tenía las mejillas furiosamente rojas y no esbozaba su usual y bonita sonrisa, sino que parecía ensimismada y pensativa. Por su parte, Violett no hacía para nada gala de su acostumbrado gesto desdeñable y aburrido, sino que aparentaba ansiosa y desesperada por salir de la mansión.

Al parecer, no era la única que había experimentado algo movilizante y fuera de lo común en esa mascarada. Cuando el carruaje se alejaba traqueteando por las calles de la ciudad, Clarissa suspiró visiblemente más repuesta.

—Bueno, por lo menos algo lindo salió de asistir a esta velada —dijo con tono alegre.

—¿Lo crees? Yo solo obtuve un intenso dolor de cabeza —recriminó Stev, mirando a cada una.

«¿Pero qué le sucede a ese hombre?».

—Pues yo estoy feliz, volver a ver a mi hermano compensa todo lo demás —rebatió Clarissa muy emocionada.

—¿Tu hermano? ¿Lord Bladeston está en Londres? —preguntó, curiosa, Daisy, pues le parecía extraño que el duque viniera y dejara a Lizzy en el campo.

—¿Nick? No, él no se separaría de mi amiga en su estado ni aunque las tropas de Napoleón nos invadieran —bromeó su cuñada, haciendo reír por fin a su esposo.

—Me refiero a Andy, pero pensé que lo sabías, él me dijo que estuvo contigo —terminó Clarissa, lanzándole una mirada intrigada.

Daisy se tensó y se paralizó al oír las últimas palabras de su cuñada. El mareo que había sentido en la pista volvió a apoderarse de ella.

«¡No puede ser cierto!».

Andrew Bladeston estaba en Inglaterra. Y no solo eso, había estado en esa fiesta. El hombre que más detestaba, la pesadilla de su niñez, el culpable de sus inseguridades y complejos. Y, en ese instante, el causante de que sintiese el temor estrujando sus entrañas había regresado a casa. Uno de los hombres con los que había estado era el vizconde de Bradford. Y no podía ni siquiera pensar que él pudiese llegar a ser su caballero desconocido. Aunque no solo estaba el detalle de que él regresaba de un viaje, sino que había hablado esa noche con ella y le había ocultado su identidad. ¿Por qué? No lo entendía, pero lo iba a averiguar.