(…) No sé cómo sucedió, no sé cuándo. Solo sé que un día vivía solitario, infeliz, y al otro, me hallaba sonriendo como hacía demasiado tiempo. Sintiendo mi corazón desbordar de dicha al pensarte, al añorarte en cada atardecer, en cada ocasión en que cierro mis ojos y recuerdo que me amas (…).
Caballero desconocido
Extracto de una carta enviada a la Dama anónima
Daisy continuó abrazada a sus piernas un largo rato, hasta que el cúmulo de emociones desbordadas comenzó a remitir y pudo respirar sin sentir que su pecho se comprimía y se cerraba con cada inspiración. Con los músculos algo agarrotados, se estiró, se puso de pie, y sacudió su vestido. Debía volver a la casa, el juego estaría por acabar, notarían su ausencia y comenzarían a especular escandalosamente.
Esperaba que Andrew se hubiese marchado, no quería verlo, no sabría cómo actuar. Todavía estaba extremadamente confundida e inquieta por lo sucedido en el salón.
Él… le había dicho cosas que jamás nadie se había atrevido a decirle, y nunca lo harían, porque Andrew, además de su caballero desconocido, era el único en lograr algo como eso. El vizconde la había confrontado y había traspasado su máscara social, su armadura, y le había dejado desnuda, expuesta. Y aquello había conmocionado su mundo interior a tal punto que sentía que algo dentro de ella se había roto irreversiblemente y que ya no podría ser la misma nunca jamás.
Algo había cambiado en él, en ella, en los dos. No le sería posible volver a verlo de la misma forma, porque ella también había logrado ver más profundo, detrás de su imagen de hombre frío, insensible y arrogante. Había vislumbrado su cara real, su miedo, su dolor. Había mirado por primera vez a Andrew Bladeston. Y eso la hizo tambalear como nada, ya que en ese crucial instante solo se había atravesado un pensamiento en su atontada mente: quería más, conocerlo más, saber qué había sido lo que lo marcó de aquella manera, conocer los demonios que lo atormentaban, escuchar sus razones para ser lo que en ese momento era, consolarlo, animarlo, prometerle que todo estaría mejor, ofrecerle su amistad, otorgarle una sonrisa, darle un abrazo, brindarse a sí misma…
Sin embargo, Andrew no debía estar de acuerdo con eso, pues cuando ella había decidido entregarle aquello, rendirse a ese instante de extraña conexión, lo sintió retraerse y, luego, él huyo. Y allí hizo el peor de los descubrimientos, comprendió que ese acto le dolía, le afectaba, la lastimaba y decepcionaba. No entendía el motivo ni desde cuándo, pero así era. Andy le importaba.
Entonces había surgido también la culpa, el remordimiento. La cruel realidad, recordándole que ella ya había comprometido su corazón a un hombre que la aceptaba y quería sin esperar nada a cambio, sin rechazos ni humillaciones. Y que ese hombre podía estar muy cerca, es más, podía ser el apuesto West, y ella lo estaba traicionando al estar pensando todo aquello.
Tan ensimismada iba en su caos individual que no se percató de que había errado el camino y se hallaba otra vez en el centro del laberinto. Irritada, se frenó en seco y giró para retomar la anterior dirección, cuando una mano enguantada en cuero negro apareció frente a su rostro y apretó su boca, impidiéndole respirar, y la arrastró bruscamente hacia atrás.
Desesperada, Daisy se debatió intentado liberarse, pero de inmediato otro brazo duro como el hierro rodeó su cintura y la apretó contra un cuerpo duro para inmovilizarla.
—Quieta, zorrita, o no tendré más opción que atravesarte con esto —le dijo una voz gutural y ronca a su oído derecho. Recién entonces ella sintió el filo de lo que parecía un puñal pinchando su costado y se estremeció, incapaz de detener su enloquecido intento de huida—. Créeme que no dudaré en destriparte, ganas no me faltan. Por tu maldita culpa he perdido semanas muy valiosas —siguió, amenazante, el hombre, clavando el arma lo suficiente como para lograr paralizarla de auténtico pavor—. Mejor así… Ahora te daré una oportunidad para salir viva de esta, solo una. ¿Dónde está el mapa? —preguntó con tono frío y espeluznante.
Daisy abrió más los ojos al oírlo. ¡Era el ladrón! La había encontrado y ahora podía confirmar que era el mapa lo que había estado buscando cuando robó sus cartas. Cuando el malhechor quitó su mano, ella absorbió aire, ansiosa.
—¡Responda, lady Hamilton! O la mato aquí mismo, pero primero me encargo de desvirgarla para que todos crean que murió por fulana —bramó, con dureza, el hombre, presionándola dolorosamente.
Daisy tembló con violencia, con el cerebro acelerado, tratando de hallar una manera de salir viva de allí.
—¡Vamos, perra, habla! —insistió, furioso, él, tirando de su cabello hasta hacerla gritar.
Su voz… Su voz se le hacía conocida, aunque no llegaba a identificarla entre sus airados gruñidos.
—¡Ay! ¡Ayuda! —gritó ella aterrorizada, sabiendo que nadie la escucharía. Estaban lejos de la mansión y muy adentrados en el laberinto.
El atacante repitió su pregunta y, al no obtener respuesta, la estampó contra un seto. Daisy chilló y colocó sus manos para evitar dar con la cara en el suelo empedrado. El empuje había sido tan brutal que hizo que su cabeza atravesara el follaje y que sus rodillas se clavaran en la piedra. Su instinto de supervivencia fue más fuerte que su dolor, por lo que pateó la mano que ya se aprontaba a jalarla por el tobillo y se deslizó entre el pequeño espacio que quedaba entre rama y rama. Desencajada, volteó solo un segundo para ver la alta figura del hombre tratando de seguirla allí, pero le sería imposible. Respirando agitada, gateó entre los arbustos, ignorando las ramas que golpeaban su rostro y las que se clavaban en sus rodillas y en sus manos. Su vestido se enganchaba y podía escuchar el ruido de la tela siendo rasgada al ella continuar su avance frenético.
Una vez que se hubo alejado lo suficiente del ladrón, se detuvo y trató de recobrar el aliento. Temblorosa, se asomó entre el follaje y vio el comienzo de las escaleras que llevaban al enorme jardín de lady Harrison. Con el corazón golpeando su pecho atronadoramente, salió al camino y corrió con todas sus fuerzas hacia las escaleras. Pero, una vez más, un brazo la retuvo a solo unos metros de su destino y ella respondió aullando y pateando en todas direcciones, como poseída, sacudiéndose e intentando golpear al canalla.
—¡Santo Cristo! —exclamó una voz masculina cuando logró asestarle un fuerte codazo en el abdomen—. Tranquila lady Hamilton, no le haré daño —continuó él, soltándola con lentitud.
Estupefacta y todavía histérica, Daisy se volteó y vio el rostro pálido de lord Anthony. Dejando escapar un gemido angustiado, ella se abalanzó hacia adelante y se aferró a los hombros del caballero, quien no demoró en rodearla con sus brazos y calmarla con una mano en su espalda y palabras cálidas.
—Shh… ya está a salvo, querida. Todo estará bien. Nadie le hará daño, bonita —repetía el hombre mientras ella se refugiaba en su pecho temblando de pies a cabeza y liberando toda la tensión con desgarradores sollozos.
Cuando el ataque de puro pánico cesó debido a los murmullos de consuelo de West, los cuales hicieron regresar la seguridad a su cuerpo, la joven se separó del hombre con un gesto de mortificación y timidez.
Lord Anthony la miró con sus ojos grises teñidos de ternura y le extendió su pañuelo, el cual tenía sus iniciales bordadas. Daisy lo aceptó con una mirada de disculpa y se recompuso todo lo que pudo. Luego le dedicó una sonrisa de agradecimiento y alivio porque él no estuviese atosigándola con preguntas, pero se encogió de nervios al sentir como el caballero acariciaba con suavidad su mejilla derecha al tiempo que le devolvía una encantadora sonrisa.
Solo entonces vio que había alguien junto a ellos, detenido solo a unos pasos por detrás de lord Anthony. Sobrecogida, retrocedió un paso y quiso morir cuando reconoció la esbelta figura de Andrew.
El vizconde los observaba con una mueca desdeñosa y su mirada azul envenenada. Parecía a punto de saltar sobre ella, por lo que, tragando saliva, Daisy desvió la vista y comenzó a girar hacia la casa.
«¡Qué hacían ellos dos allí! ¿Será casualidad que ambos estuviesen en el lugar donde acababan de intentar matarla?».
—Alto ahí, milady —habló, con tenebrosa calma, Andrew, lo que frenó su retirada como si su cuerpo fuese manejado por el sonido de su voz—. Ahora mismo me explicarás de dónde vienes y qué diablos te pasó —ladró Andy, su tono duro y rabioso.