Mis ojos se oscurecieron por el dolor, y mis pensamientos, todos son como sombras.
Job 17:7
Andrew sintió un escalofrío subiendo por su espalda al oír esa suave y melodiosa voz que jamás había pensado volver a escuchar, y se quedó inmóvil, viendo la expresión confundida de Daisy. Como si estuviese observando la situación de lejos, sintiendo su cuerpo pesado y rígido, se giró y comprobó que no lo había imaginado.
—Amelia —susurró, tragando saliva.
Ella estaba parada a solo unos metros, su pequeño rostro esbozaba una expresión tan conmocionada como la suya. No había cambiado prácticamente nada, su cabello dorado brillaba con la misma intensidad, aunque ahora lo llevaba en un peinado más sofisticado. Sus ojos, en ese momento empañados, ya no conservaban ese brillo inocente, pero aún parecían un bello cielo de mayo. Y su silueta era tal y como la recordaba, perfecta, aunque resaltada por un sensual y estrafalario vestido color granate que evidenciaba su condición de mujer casada y su posición privilegiada.
Atónito, Andy la miró enmudecido, y ella, soltando un jadeo, se arrojó en sus brazos y lo abrazó con ímpetu. Sorprendido, él se tambaleó un poco por el impacto y la sostuvo por los brazos para evitar trastabillar. Su perfume invadió sus fosas nasales y de inmediato los recuerdos golpearon su interior. Entonces ella se puso rígida y se separó bruscamente, con el semblante pálido.
—Drew… Yo… lo siento…, no quise interrumpir… —balbuceó ella, retrocedió un paso y desvió la vista hacia donde estaba Daisy.
Andy, incapaz de asimilar que tenía a esa mujer enfrente después de tres años sin verla, se llevó una mano a su cabello, y ella, consternada, negó con la cabeza y comenzó a voltearse.
—¡No! Aguarda… No has interrumpido nada, solo conversaba con mi familiar política. —La detuvo sosteniendo su delgado brazo. No podía dejar que creyera que estaba intimando con Daisy o podría arruinar su reputación, y por su altura y la posición en la que los había encontrado, de seguro solo había visto su espalda y poco más.
—Está bien. Pero de todas formas debo volver dentro, me estarán buscando —contestó ella con ese gesto tímido que recordaba.
Él soltó su brazo, asqueado al caer en cuenta de que ella, luego de rechazarlo, se había casado con el hombre que su familia había aceptado, un duque treinta años mayor, y el dolor de esa traición hizo arder su pecho. Pero ya no dolía como antes, simplemente le enojaba darse cuenta de lo imbécil que había sido. Enfadado, le dio la espalda a la rubia y se percató de que lady Daisy se había esfumado.
—Claro. Tu marido, ¿no, excelencia? ¿Ya le has dado su heredero al bueno de Vellmont? —inquirió, girando nuevamente hacia Amelia, con expresión fría y tono cínico.
—Estoy con mi madre. Y no… —vaciló Amelia mirando hacia abajo—. Mi esposo falleció el año pasado, no pudimos concebir, pues él estuvo muy enfermo mucho tiempo —relató ella, levantó nuevamente sus ojos celestes y lo miró con profunda tristeza y anhelo.
—Mis condolencias entonces, su excelencia —dijo, rígido, él.
Ella era viuda, estaba impactado por esa noticia de la que no estaba al tanto, pues luego de desposarse, Amelia había desparecido de la faz de la tierra. Él había sufrido demasiado su desprecio, su rechazo y le había aliviado no tener que encontrarla en cada esquina, más previniendo eso, se había embarcado en un viaje tras otro. Hasta que el dolor mitigó y el rencor fue solo un recuerdo desagradable.
—Estuvimos instalados en Francia, su familia está allí, y los médicos que lo atendían —continuó ella acercándose un paso—. Drew…, no puedo creer que esté frente a ti. Yo no pude… No he dejado de pensar en ti nunca… —terminó la rubia, puso una mano en su pecho y lo miró con desesperación y súplica.
Andrew observó la perfección inmaculada de su rostro, detuvo su vista en los rosados labios que tenía a solo unos centímetros de distancia y sintió rabia.
—¿Cómo puedes tener el descaro de decir esto? No puedes simplemente regresar y pretender que yo te reciba con los brazos abiertos. Tú me humillaste, me rechazaste por ambición, por codicia, por interés. Te vendiste como una cualquiera… —le espetó con tono bajo y mordaz, alejándose de ella.
—¡No! Por mi vida que no fue así —alegó ella, soltando un amargo sollozo—. Andrew…, hay cosas que no sabes. Pero yo he vuelto con la esperanza de poder explicarte. Con la ilusión de que todavía fueses un hombre libre y poder recuperarte —declaró ella derramando lágrimas de quebranto—. Y si fuese demasiado tarde para eso, quería contártelo todo y por lo menos obtener tu perdón y tu amistad —afirmó Amelia con la esperanza marcada en la cara.
—Yo… —dudó él, desorientado y perdido, examinando a la mujer que le había causado tanta amargura, pero también demasiada dicha.
—Amelia —intervino una voz. Era una mujer mayor que venía caminando hacia ellos con prisa. La joven se secó rápidamente las lágrimas con sus manos enguantadas y volteó hacia la mujer.
—Hija…, estabas demorando demasiado. El anfitrión ha solicitado la presencia de todos porque desea hacer un anuncio —comentó la dama a la que, teniendo próxima, reconocía como la madre de Amelia, aunque se veía bastante envejecida.
La joven viuda la escuchaba con postura rígida y, al parecer, no se sentía cómoda frente a su progenitora. Y no la culpaba, era sabido que esa mujer era una serpiente sin corazón.
—Oh, milord, perdone mi descortesía. Es un placer volver a verlo —continuó, fijando la vista celeste en él.
Andrew elevó una ceja ante su inesperada amabilidad y solo asintió en respuesta. Y siguió a las damas hacia el salón.
Dentro, todo parecía alterado. Los invitados se habían agrupado frente a la tarima de los músicos y lacayos circulaban repartiendo copas de champán. La conversación era ensordecedora, pero descendió a meros murmullos cuando se vio aparecer al conde de Cavandish en el escenario. Su aspecto impoluto, vestido de negro, exudaba riqueza y posición. Y su mirada gris recorrió el lugar con pedantería mientras hacía sonar su copa hasta que el silencio llenó el lugar.
—Buenas noches, damas y caballeros. Es un placer recibirlos en mi hogar y espero que estén pasando una velada maravillosa. Quisiera que sean parte de un importante anuncio familiar, y por eso le pido a mi hermano que me acompañe, por favor —anunció el conde elevando la voz.
La multitud se abrió más adelante y el corazón de Andrew se detuvo al ver a Anthony pasar, llevando del brazo a lady Daisy.
«No puede ser lo que pienso. Ella no puede haber aceptado la propuesta de Tony...».
Incrédulo y enardecido, Andrew comenzó a avanzar hacia la pareja. No podía permitir que eso ocurriera, ella no podía aceptar la propuesta del canalla de su amigo. No después de lo que había pasado entre ellos, de lo que sabía que ella sentía por él. Porque él también lo sentía, no podía definirlo, pero en el fondo de su corazón, y por más que se había esforzado en disfrazarlo como rivalidad, algo lo unía profundamente a Daisy. Con precipitación, llegó hasta adelante, justo cuando ellos se predisponían a subir al escenario, mientras el anfitrión continuaba hablando y captando la atención de los asistentes.
—Daisy… —la llamó cuando ella subía el primer escalón.
Ella se paralizó y su espalda se envaró; a su lado, Tony también se detuvo y giró la cabeza hacia atrás.
—Bladeston, no es momento —le advirtió West con gesto serio e impaciente.
—No te entrometas a menos que quieras terminar la noche en una cama del hospital comunitario —lo amenazó Andy con un gruñido feroz.
—Daisy…, ¿qué estás haciendo? —dijo a la espalda de la muchacha que no daba muestras de reacción, solo su mano aferrando con fuerza la baranda.
Por unos segundos, aguardó que ella se girara, que lo mirara para poderle decir que por fin comprendía cuán única y maravillosa ella era. Que desde que había regresado a Inglaterra, no había podido apartarla de su mente, y desde que había probado sus labios por primera vez, no había podido borrarla de su corazón. Que por fin lo veía todo claro, nunca había sentido antagonismo por ella, solo era su manera de protegerse, de negar absurdamente el amor que siendo un niño ella había despertado en su interior. Sin embargo, ella no se volteó, lo ignoró y subió un escalón más. No iba a escucharlo, ella lo dejaría atrás, enterraría lo que había florecido entre ellos, los condenaría a vivir en el desasosiego y la infelicidad.
—Eres una cobarde… —le espetó, iracundo, Andy, sintiendo su interior colisionar por el dolor y la ira de su indiferencia.
Entonces Daisy se enderezó y lo enfrentó lentamente. Su cara estaba completamente desprovista de expresión y solo parecía una máscara que representaba los rasgos de otra persona. No había brillo en sus ojos dorados, ni el gesto afable y dulce que siempre apreciaba.
Andrew abrió los ojos, herido por el odio que reflejaban los de ella, y se sintió desfallecer al comprender que había estado ciego todo ese tiempo buscando a alguien más, esperando a otra persona, cuando había tenido enfrente a la mujer que lo había hecho revivir en muchos aspectos. A la mujer que era real, auténtica, que de alguna manera siempre le había pertenecido y él a ella.
—Daisy… —murmuró con agonía, dando un paso hacia el frente.
—No —lo detuvo, cortante y fría—. El cobarde es usted, y no pierda su tiempo conmigo. Yo no le debo ninguna explicación, no le debo nada. Usted solo es mi pariente político, haga el favor de recordarlo —replicó, con acritud, Daisy y, apartando la vista de él como si el solo hecho de mirarlo la enfermara, se aferró a West y terminó de subir al escenario.
—Ven, mi dama, sonríe, es hora de anunciar al mundo nuestra felicidad —le dijo West apretando su mano.
Daisy solo se dejó guiar, tenía la vista clavada en un punto fijo para tratar de aparentar la mayor imperturbabilidad posible, mientras por dentro sentía el alma desgarrada en pedazos.
El conde, y en ese momento futuro cuñado, anunció su compromiso y todos los presentes levantaron sus copas y brindaron por los prometidos. Daisy bebió de la suya, tratando de disimular el violento temblor de su mano. Cuando giraron para retirarse del escenario, ella cerró los ojos, pues no se creía capaz de volver a mirar el rostro de Andrew. No podía ver los rasgos de la persona que la había destruido en cuerpo y alma, que la había hecho sentir miserable, sin valor, desechable después de hacerla vibrar entre sus brazos y permitirle acceder a partes de su ser y cuerpo que jamás nadie había explorado.
Todavía había tenido el tupé de mostrase herido y reclamarle pareciendo abatido y con la mirada atormentada, cuando él solo se había estado divirtiendo con ella. Le había hecho creer que era alguien especial, hermosa, pero solo había tenido que aparecer esa mujer de insuperable belleza y magnificencia única para que el vizconde la desechara como a un objeto inservible.
Su corazón se rompió al ser testigo de la reacción de Andrew al verla, al percatarse de que esa dama, además de ser lo que ella por más que se esmerara en arreglarse nunca sería, tenía algo mucho más valioso e irrebatible: el amor del hombre que en ese momento entendía que era el dueño del suyo.
Al abrir los ojos, no pudo evitar mirar hacia donde él había estado, pero encontró el lugar vacío. Angustiada, comenzó a recibir los enhorabuena de las personas que se acercaban, al tiempo que sus rodillas temblaban y su pecho ardía por el llanto contenido. Su mente no parecía asimilar lo que estaba sucediendo. Con cada doloroso pensamiento sentía su ánimo oscurecerse como una sombra. Comenzó a sentirse sofocada, sus pulmones parecían cerrarse y su respiración se volvió frenética. Aterrada, tiró del brazo de West, y este la miró con expresión alarmada, le dijo algo, pero Daisy no pudo escucharlo, pues un fuerte mareo hizo enceguecer su visión.