(…) Debe saber que conocerlo me llevó a dejar de creer en las casualidades, para comenzar a creer en los dictados del destino (…).
Caballero desconocido
Fragmento extraído de una carta enviada a la Dama anónima
Costwold, Inglaterra. Julio, 1815.
—¡Diantres, Violett, esto es tu culpa! —exclamó, ofuscada, Daisy, viendo a su hermana cabalgar en su silla de hombre.
—Nunca sentí tanta vergüenza —se quejó, mortificada, Rosie, quien montaba su caballo de costado, a su lado, tal y como hacía ella.
—¡Pfff…, no exageren, hermanas! —soltó, rodando sus ojos, la aludida.
—¿Te parece que exageramos, Violett? ¿Es que no te fijaste en la expresión de horror que pusieron lord Gauss y lord Withe al ver lo que estábamos haciendo? —inquirió, angustiada, la otra gemela, con sus mejillas todavía ardiendo.
—Estaban escandalizados, no todos los días un caballero puede ver a una dama vestida de hombre practicando dudosas maniobras con un acongojado sirviente —comentó, divertida a su pesar, Daisy.
—¡Bah! ¡Como si ese par de afamados granujas no hubiesen visto cosas mucho más escandalosas y pervertidas! —afirmó, con mueca despectiva, su hermana.
—¡Violett! —soltó, compungida y más colorada, Rosie.
—¿Qué?, es cierto. Además, qué nos importa a nosotras lo que ellos piensen. No estábamos haciendo nada malo, solo les enseñaba tácticas de defensa —argumentó encogiéndose despreocupadamente de hombros.
—Pues, visto de ese modo, no… ¡Oh, miren! —se interrumpió Daisy al ver una carreta volcada en mitad del camino.
—¡Es el señor Trump! —dijo Rosie.
Las tres cabalgaron hacia el hombre inclinado en la hierba. Parecía que se había partido el eje de la rueda del carro y este había volcado y su carga estaba esparcida a su alrededor.
—Buenos días, señor Trump —lo saludaron deteniendo sus monturas.
—Buenos días, señoritas —les correspondió el rechoncho cartero, frenando su acción de juntar las cartas esparcidas.
—Qué infortunio, ¿desea que lo ayudemos? —se ofreció Rosie con amabilidad.
El hombre comenzó a negar con la cabeza, pero en ese momento se levantó un fuerte viento y los papeles se empezaron a esparcir por doquier. El cartero protestó y corrió como loco en todas direcciones para intentar agarrar las cartas. Las hermanas se miraron con hilaridad y bajaron de sus caballos dispuestas a darle una mano. Menos mal que habían tenido la precaución de colocarse sus vestidos de día sobre su atuendo masculino, de lo contrario hubiesen proporcionado una escandalosa vista al cartero.
Daisy siguió un papel que, empujado por la ventisca, se elevaba alejándose del lugar. Varias veces estuvo a punto de atraparlo, pero se le escurría entre los dedos. Finalmente, el viento cesó y la carta aterrizó en un gran charco que había dejado la lluvia de verano de la madrugada. Haciendo una mueca, ella se inclinó y la sacó del agua lo más rápido que pudo. El papel estaba empapado y la tinta se había corrido.
—Oh, milady, voy a perder mi empleo por esto —se quejó el hombre cuando ella llegó hasta él y le entregó el sobre.
—Lo siento, no logré cogerla a tiempo —se disculpó Daisy.
—No es su culpa, milady. Ah, pero miren, el nombre del destinatario y la dirección no se leen, aunque sí la del remitente. De todos modos, ya no podré entregarla —dijo, pesaroso, el cartero, examinando el papel.
—Lo siento, bien nos despedimos entonces —contestó la joven, haciendo una seña a sus hermanas, quienes montaron nuevamente.
—Espere, milady, ¿podría entregar estas cartas? Son para los duques de Stanton —le solicitó el señor Trump.
—Claro, por supuesto —accedió Daisy, tomó los sobres y, una vez que se hubieron despedido, se alejaron hacia su casa.
Luego de cenar, Daisy se dirigió a la biblioteca para escoger un libro. Todavía era temprano y no sentía deseos de dormir. Escogió su obra favorita y volteó para dirigirse a su alcoba. Al tomar el farol donde llevaba la vela para iluminar su camino, golpeó el mueble y de este cayeron varios papeles. Rezongando, se agachó a levantarlos y entonces se percató de que se trataba de las cartas que le habían encomendado entregar y que en la mañana haría llegar a sus vecinos.
Pero llamó su atención uno de los sobres, era la carta que se había arruinado. El señor Trump se la debía haber dado por error. Tal como había dicho, los datos del remitente no estaban legibles. Curiosa, la dio vuelta y comprobó que el nombre del destinatario tampoco se distinguía, solo se leía la dirección postal desde donde se había enviado y que correspondía a París, Francia.
Sabiendo que no era correcto, pero incapaz de contener la intriga, Daisy rompió el sello lacrado y sacó el papel de su interior. Sintiéndose culpable, miró a su alrededor y abrió la hoja doblada pulcramente.
Bruselas, 7 de julio de 1815
Estimada:
No estoy seguro si leerás estas líneas, pues lo más probable es que ya hayas partido de viaje cuando llegue a su destino. Pero debo cumplir la promesa que te hice y, por eso, aquí estoy dando señales de vida. Te estoy enviando esta carta desde un lugar muy lejano, pero en breve me embarcaré rumbo a París. Estaré instalado un tiempo allí, razón por la cual sellaré esta misiva con mi nueva ubicación. Espero tener noticias tuyas, la última vez que nos vimos no tuve ocasión de decírtelo, pero a menudo extraño el hogar, mi tierra y, sobre todo, a ti. Creo que me estoy cansando de esta vida nómada. Añoro estar cerca de ti y, como me dijiste, quiero que sepas que tú también eres mi mejor amiga.
Hasta que sepa de ti.
Te quiere, el niño travieso que un día conociste.
Conmovida, la joven se dejó caer en la silla más cercana y releyó la misiva. Realmente eran unas hermosas palabras, tan concretas y escuetas, sin embargo, cargadas de sentimiento y de un profundo significado.
Lo más seguro era que se tratara de algún viajero que escribía a su dama. Era una carta dirigida a su amada y no sabía por qué, pero había percibido una gran soledad y tristeza entre esos párrafos. Era muy triste que la enamorada no la hubiese llegado a leer, ya que el viajero parecía necesitar con desesperación una respuesta.
«Ni lo pienses, Daisy», le advirtió su conciencia.
«Es por una buena causa», se defendió.
«Solo será una única vez», prometió con solemnidad.
Costwold, Inglaterra, 27 de julio de 1815
Amable Señor:
Lamento comunicarle que la carreta que trasladaba su carta sufrió un accidente y resultó imposible leer los datos de la persona a la que estaba destinada. Por casualidad, acabó en mis manos y, esperando que mi intromisión no lo ofenda, decidí informarle de la situación.
Junto a esta misiva le reenvío su carta y espero que pueda comunicarse con esa persona. Lamento haber invadido su privacidad y deseo que llegue usted a su destino en buen estado de salud.
Es usted muy afortunado por tener la posibilidad de conocer tan hermosos paisajes.
Saludos, una dama anónima.
Suspirando, Daisy se enderezó y observó con fijeza el papel apoyado sobre su escritorio. No pudo evitar el horrible hábito de morderse las uñas, algo que hacía cada vez que se sentía nerviosa o estresada. No estaba segura de lo que estaba por hacer; indecisa, levantó el mensaje y repasó el contenido.
Lo cierto era que, en general, su vida siempre había sido monótona y aburrida. Solo se dedicaba a cuidar de sus hermanas y a hacer de señora de la casa de su hermano. Algo que ya no era, pues Steven acababa de contraer matrimonio con lady Clarissa Bladeston luego de toda la odisea que había supuesto la recuperación de su ceguera y los dos meses transcurridos, y ella sería la nueva ama de Rissa Palace. Daisy debía buscar su propio destino y convertirse en la esposa de algún lord, pues al término del verano iniciaría su presentación en sociedad.
Aun así, aquello era muy arriesgado y sería lo más impulsivo que alguna vez había hecho, ya que, si bien ella no era tan audaz como Violett, tampoco tan temerosa como Rosie.
Solo… era Daisy Hamilton, una dama corriente. Decidida, la joven cerró la carta, la metió en un sencillo sobre blanco y la selló con un poco de cera. Aunque primó la prudencia y anotó la dirección postal del correo del pueblo en el remitente. No podía arriesgar su reputación ni deseaba que el viajero desconocido adivinara su identidad ni que supiese su ubicación. No podía asegurar que no se tratase de un delincuente, aunque algo en su interior le decía que no era nada de eso. Mientras aguardaba que se secara, Daisy pensó que ese sería su secreto.
Su propia aventura.