CAPÍTULO 15

(…) Una noche tuve un sueño, tú aparecías en él y tu aroma me envolvía, atrapándome sin remedio. Mientras yo flotaba en un limbo color dorado, suspendido entre el deseo y el ayer (…).

Caballero desconocido

Fragmento de una carta enviada a la Dama anónima

Andrew no tenía muy claro qué es lo que buscaba de Daisy Hamilton, solo sabía que alguna fuerza no identificada y temible lo empujaba, lo instaba y lo apegaba a la joven. Parecía que su cuerpo no había tenido suficiente con el irreflexivo e impulsivo ataque de la biblioteca, y en ese momento estaba allí, sosteniendo nuevamente a la joven entre sus brazos.

No se atrevía a mirarla por temor a cometer otra locura de deseo, pero irremediablemente sus ojos fueron hasta su pequeño rostro en forma de corazón. Y su cuerpo reaccionó al encuentro de esa mirada; eran sus ojos, en ese instante lo supo. Esos luceros dorados y encandilantes que, tras esos lentes, no había percibido, eran los que lo atraían de manera incontenible.

La joven que, al parecer, contenía el aliento tanto como él mismo, tenía su vista clavada en su boca. Y eso amenazaba con deshacer la fina cuerda que contenía su pasión. La dama subió con lentitud la mano que estaba posada en su hombro y su palma enguantada lo acarició con desquiciante suavidad hasta llegar a la pequeña fracción de piel que quedaba entre su nuca y el cuello de su camisa.

Andy se estremeció intensamente ante su maniobra y sintió su vello erizarse. Sin darse cuenta, sus ojos se habían cerrado y eran sus sentidos los que habían tomado el control de su anatomía. Podía percibir el sonido de su respiración agitándose como la suya propia, su dulce aroma a margaritas que lo desquiciaba y el tacto de su mano subiendo por su nuca con lentitud. Su corazón latía desbocado y se sentía como subyugado, suspendido en un limbo de placer, a la espera de lo que ella decidiera hacer, con su cuerpo rendido a sus deseos.

Entonces, inesperadamente, un latigazo golpeó su mejilla izquierda, que lo arrancó de su mar placentero, brutalmente. Aturdido, abrió los ojos y se encontró con los de la joven que lo fulminaban y con su rostro contorsionado por la rabia. Ella, que respiraba con agitada furia, apretando los labios y los puños férreamente, lo rodeó y comenzó a alejarse con prisa.

El vizconde se quedó anonadado por unos segundos, sintiendo su cara arder, y luego la siguió.

—¿Qué demonios fue eso? ¿Por qué me golpeaste? —espetó con voz dura pero contenida cuando la alcanzó y la obligó a detenerse aferrando su brazo.

—¡Suélteme! ¡Y no me hable de tú, ya bastantes libertades se ha tomado conmigo! —le increpó Daisy intentado liberarse de su agarre.

—¡Yo te hablo como quiero! ¡Tú me acabas de golpear y sin razón! —siseó con enojo.

—¡Sin razón! ¡Pero qué desfachatez la suya! ¿Es que me cree tan estúpida, señor? —le espetó, airada.

—¿De qué hablas? —inquirió Andy, tuteándola con intención.

—¡Oh, no se haga el desentendido! Ya descubrí su doble identidad, milord. ¡No puede engañarme más, sé quién es! —lo acusó ella, mirándolo con desprecio.

—¿Cómo? —fue lo único que Andy atinó a decir, paralizado por esa observación. Tenía que cerciorase de lo que ella estaba diciendo.

—No finja, señor. El bulto en su cráneo lo delata —contestó, con sarcasmo, la joven.

—Ah, ya entiendo —respondió, con ironía, el vizconde, soltó su brazo y sonrió con cinismo, mientras sus ojos la recorrían de arriba abajo para abarcar cada rincón de ese cuerpo embutido en tafetán rosa viejo.

—¿Qué entiende, milord? —increpó Daisy, su tono ya no sonaba tan seguro y podía notar cómo sus mejillas y su cuello se coloreaban de rojo.

—Comprendo que… la transformación solo fue externa —dijo, con parsimonia, el vizconde. La dama frunció el ceño con expresión confundida—. Pero por dentro sigues siendo la misma joven adefesio que conozco desde siempre —siguió él, acercándose y disfrutando de la reacción visible que ese acto le provocaba—. Lástima que tan exquisito cambio no haya servido para quitarte lo mojigata y estirada que eres en el fondo —le susurro Andrew con tono cómplice e íntimo.

Lady Daisy reaccionó sofocando un jadeo furioso y se apartó de un salto de él.

—¡Es usted un descarado, un asno apestoso! ¿Acaso debo sentirme halagada por su insultante comportamiento en esa biblioteca? —replicó, lívida, Daisy.

—No es necesario, cariño, tu cuerpo me lo dijo por ti —negó él, encogiéndose de hombros.

—¡No me llame así! Y olvide lo sucedido, milord. No puedo creer su comportamiento, no es usted un caballero en lo absoluto —contestó, con molestia, ella.

—¿Por qué? ¿No soy un caballero por ceder ante mis pasiones? ¿O por no fingir que sé que te hice vibrar entre mis brazos? —inquirió, mirándola con fijeza, para dejarla muda por un momento, con la mirada en el suelo—. ¡Vamos, responde! —la presionó Andy, empujando su intento de contención.

—Un caballero pediría disculpas —balbuceó, finalmente, Daisy, subiendo su vista.

—Entonces no lo soy, milady. ¿Y sabes qué? No me importa. Solo soy un hombre que no piensa pedir disculpas por un momento que disfrutó con cada fibra de su cuerpo. Y si dejas de mentirte a ti misma, serás capaz de ver que tú sentiste exactamente lo mismo que yo —rebatió, con voz ronca, Andrew, sin desviar sus ojos azules de los de ella.

—No… yo no… —vaciló, desencajada, Daisy.

—¡Sisy!... —intervino una voz estridente entonces.

La figura esbelta de una de las gemelas Hamilton apareció junto a lady Daisy.

—Oh… lamento interrumpir —dijo la joven sonrojándose favorecedoramente al avistar al alto joven.

—¿Qué sucede, Rosie? —la interrogó la mayor con gesto alarmado.

—Es Violett… Ella discutió horrible con el duque de Riverdan y amenaza con marcharse sola si no salimos ya de aquí —explicó, agitada, la rubia gemela.

Daisy gimió mortificada, pero antes de poder responder, él se adelantó.

—Vamos, señoritas, las llevaré de regreso —les indicó emprendiendo la marcha hacia el salón.

Su madre los esperaba con expresión angustiada junto a la puerta, su mirada escrutadora se detuvo sobre la joven que venía detrás y regreso a él, un ceño apareció en su frente.

«Oh, lo que me faltaba. Tener a Honoria detrás de , con su instinto casamentero potenciado ahora que soy su único hijo soltero».

Hijo… por fin te veo. Deben apresurarse, esa alocada joven se libró de un terrible escándalo por un pelo. Nos está esperando en el vestíbulo, vamos —les ordenó, con urgencia, la duquesa viuda.

Los tres siguieron a su madre y fueron al encuentro de la otra gemela, quien tenía un gesto lúgubre en su hermoso rostro, y ni bien los vio, salió al exterior sin hablarles. Durante el trayecto a la casa de las hermanas Hamilton, nadie emitió palabra. Andrew tenía su vista sobre la castaña, y esta la rehuía con su cabeza gacha.

«Pequeña cobarde...».

El carruaje se detuvo frente a la mansión del conde de Baltimore y un lacayo les abrió desde fuera. Las jóvenes bajaron y luego Andy hizo lo propio para acompañarlas hasta la gran puerta de madera. Las gemelas se despidieron con una reverencia e ingresaron en la casa. La hermana mayor se dispuso a hacer lo mismo cuando él la retuvo por su mano derecha.

—Una cosa más, milady. Mañana vendré a hablar sobre ese favor —le avisó, en voz baja, Andy, pues el mayordomo aguardaba dentro.

La joven asintió sin mirarlo, con postura tensa. Su aroma inundaba sus fosas nasales, haciéndole desear cosas imposibles y extrañas.

—Adiós, dulce margarita —bromeó, con tono cálido, el vizconde y, levantado su mano, depositó un sutil beso en sus nudillos.

Daisy volteó con expresión aturdida, desconcertada por su gesto galante, y él, sonriendo de lado, inclinó su cabeza y se marchó.

Luego de desear las buenas noches a su madre, Andrew se dirigió al despacho vacío de Nicholas. Su hermano tenía una buena cosecha de oporto allí, y él necesitaba algo que sosegara sus exaltados sentidos.

No quería beber whisky, no. El color de esa bebida le recordaba a ella, al dorado color de sus ojos bañados de pasión. No sabía lo que estaba sucediendo con él, pero no le gustaba nada. Algo estaba cambiando en su interior y ni siquiera sabía en qué momento había comenzado. Ya no podía fiarse de sí mismo cuando tenía a esa dama de cabello rojizo a su alrededor.

Con manos temblorosas, llenó su tercer vaso de licor.

«¡Maldita sea! ¿Qué estás haciendo conmigo, Daisy Hamilton, qué?