CAPÍTULO 34

(…) He experimentado ese momento en donde descubres que lo que creías una verdad absoluta, era solo una mentira disfrazada. Supe, en el preciso instante en el que entendí que jamás te tendría junto a mí, que en realidad siempre fuiste tú la dueña de mi corazón. Solo tú, la niña, la joven, la mujer, la dama. De todas ellas me enamoré, y a cada una de ellas las perdí (…).

Lord Andrew Bladeston

—¿Creen que Daisy lo logrará? —preguntó Rosie cuando el conde terminó de relatar lo sucedido con su hermana.

Toda la familia se había quedado sorprendida con la noticia de que Daisy se había fugado de su propia boda, pero nadie lo lamentó, al contrario, se sentían aliviados de que su hermana hubiese decidido luchar por su felicidad.

—¡Claro! Mi hermano ama a mi cuñada, el amor que se tienen triunfará, estoy segura —afirmó Clarissa, que estaba apoyada en su esposo y sonreía feliz.

—Bueno, solo queda esperar las noticias que llegarán de Costwold —acotó Violett con la mirada fija en la ventana del salón de visitas.

—Se armará un gran escándalo, ya debe estar esparcido por toda la ciudad el rumor de que se suspendió la boda —conjeturó Rosie con tranquilidad, pues a ninguno de ellos le importaba que su apellido fuera manchado, en realidad.

—Yo me encargué de avisar a todos los invitados que el enlace se suspendía. Creo que todo hubiese sido peor si West hubiese estado allí, pero el muy canalla no se presentó tampoco. Menos mal que Daisy decidió marcharse, porque si no, habría matado a ese tipejo por atreverse a plantar a mi hermana —comentó, molesto, Stev.

—Eso es algo que no entiendo, me parece extraño que West no se haya presentado, se notaba que deseaba casarse y tenía aprecio por Daisy —dijo la condesa, pensativa.

—Tal vez presintió que Sisy lo dejaría plantado y quiso ahorrarse la humillación —especuló Rosie.

—No lo sé, cómo habría estado seguro de… —negó Violett, pero un escándalo en el pasillo la cortó.

Steven comenzó a levantarse con el ceño fruncido, cuando la puerta se abrió con estrépito y apareció un hombre seguido por el mayordomo.

—Lo siento, milord, no pude detenerlo —balbuceó el criado.

—¡¿Dónde está?! —gritó West, quien parecía fuera de sí.

Su aspecto era desastroso, su rostro estaba golpeado, su ropa arrugada y extrañamente vestía de gala.

—¿Qué pretendes, West? No puedes exigir nada —contestó, con frialdad, Stev, enfrentado al caballero.

—Hamilton… —pronunció él, llevando las manos a su cabeza con desesperación—. No lo entiendes… Yo no dejé plantada a Daisy, me… me golpearon y me dejaron encerrado… —confesó Anthony, frenético.

—¿Cómo? ¿Y por qué razón? ¿Quién? —lo interrogó Stev perplejo.

—Primero dígame que ella está bien, no importa que no quiera verme, que piense que la humillé, solo necesito saber que está a salvo —replicó West con tono apremiante.

—Mi hermana debe estar llegando a Costwold ahora, yo no viajé con ella porque debía quedarme a dar explicaciones. Pero tampoco era necesario, el viaje es solo de una hora y en casa de mi cuñado estará bien y vigilada —explicó el conde con inquietud.

—¡No! ¡¿Cómo la dejó ir sola?! —vociferó, pálido, West—. Tengo que irme, es necesario comprobar que llegó bien —siguió, volteando hacia la puerta.

—¡Un momento! No se irá, no hasta que me explique qué está pasando —lo amenazó Steven interponiéndose en su camino.

Andrew se llevó el quinto vaso de ron a sus labios, bebería sin parar. Así tuviese que vaciar las licoreras del Withes, no se detendría hasta que su conciencia se apagase. No quería pensar, no soportaba recordar, le desequilibraba imaginar, le desgarraba soñar.

La había perdido, ella ya nunca sería suya, le pertenecería a otro hombre. Alguien más vería cada mañana su preciosa sonrisa, sus encantadores hoyuelos. Otro hombre disfrutaría con la visión de su cabello rizado suelto, besaría sus labios, acariciaría los lugares recónditos de su bello cuerpo. Él se sumergiría en ella, tomaría su inocencia, su pasión. Compartiría sus silencios, sus confesiones, sus enojos, sus dichas. Alguien más la amaría como él no supo hacerlo. Por imbécil, por orgulloso, por cobarde.

—¡Vaya! No esperaba encontrarte aquí, Bladeston —dijo una voz grave, y Andy levantó la cabeza solo un poco para ver al portador detenido frente a su mesa—. Estás hecho un estropajo. ¿Qué te sucedió? Creía que estarías en casa de los duques —continuó Ethan dejándose caer frente a él.

—Me topé con una tormenta de camino hacia aquí —explicó, sin ganas, Andy.

—Bueno, supongo por tu cara que no te has enterado los últimos acontecimientos —especuló el duque reclinándose en su asiento.

Los ojos del vizconde volaron a la cara de Riverdan.

—¿De qué hablas? —inquirió, alerta. No quería precipitarse, pero la semisonrisa que su amigo estaba esbozando le hacía latir el corazón, esperanzado.

—Tu dama no se casó —anunció Ethan.

Andrew abrió los ojos, estupefacto, se levantó y volvió a sentarse torpemente.

—Pero… ¿cómo?, ¿por qué? —preguntó incrédulo.

—Eso no sabría responderlo, solo supe que la boda se suspendió —contestó el duque, divertido con sus reacciones.

Andy se llevó las manos a su cabello, impresionado. Había esperanzas… Daisy no se había casado, no lo había hecho… ¿Sería posible que…? ¡Tenía que averiguarlo!…

Me marcho, debo saber qué sucedió —replicó, y se puso en marcha con urgencia.

—Voy contigo. Esto promete ser interesante —respondió Riverdan, siguiéndolo.

Una hora, o más, no sabía, era el tiempo que había transcurrido desde que ese hombre la había sacado de un tirón del carruaje y, apuntándole con una pistola, la había empujado hacia la derruida e incendiada cabaña. Luego la había atado y dejado encerrada y sola. Tenía mucho miedo, la incertidumbre de no saber lo quería de ella la estaba desquiciando.

La puerta se abrió con ímpetu y apareció su secuestrador acompañado de otro hombre que la repasó de pies a cabeza mientras componía una mueca lasciva.

—No te asustes, si te comportas bien, nada te sucederá —habló el noble, viendo como ella se refugiaba en un rincón, asustada.

—Qué… qué quiere… —balbuceó Daisy, tragando saliva, nerviosa.

—Es sencillo, solo me interesa una cosa. Si me lo das, te dejaré libre, después de un tiempo prudencial, claro —argumentó él con una sonrisa cordial y tono amable. Pero a ella no la engañaba, podía percibir la crueldad oscureciendo sus pupilas grises.

—No tengo dinero, por favor, déjeme ir —suplicó ella, temblando, pues él se estaba acercando.

—No tengo paciencia ya ni tiempo para sus juegos, milady. Dígame dónde está lo que busco o dejaré que mi secuaz se divierta como quiera con usted —anunció, con voz tenebrosa, el caballero—. Sea como sea, me dirá dónde está.

Daisy desvió la vista hacia el grotesco hombre que la observaba con lujuria y negó con miedo. Él le parecía familiar y sospechaba que podría tratarse del malhechor que la había atacado en la fiesta de lady Harrison.

—No sé de qué habla. Ni qué desea —rebatió atropelladamente.

—¿No lo sabe? Quiero que me diga ya mismo dónde está el mapa —declaró.

Cuando el mayordomo abrió la puerta de la mansión de su hermana, Andrew de inmediato notó que algo estaba sucediendo. El empleado solo le hizo una venía, y él junto a Ethan se encaminaron presurosos hacia donde se oían los gritos.

El conde estaba de espaldas y parecía estar muy enojado.

—¡Explícame qué está pasando, West! —demandó su cuñado.

Andy frunció el ceño y cruzó el umbral, sus ojos recorrieron la sala con urgencia, buscando a la joven, pero no había señales de ella. Solo estaban las gemelas que abrieron sus ojos espantadas al verlo, igual que su hermana, que se puso de pie nerviosa.

—¡Daisy puede estar en peligro! —gritó West, y el mundo de Andrew se paralizó.

—¡Andrew, no! —gritó Clarissa, pero era tarde.

El cuerpo de West cayó estrepitosamente sobre la mesita de cristal al recibir el puñetazo que Andy le asestó en la mandíbula, y en ese momento estaba sobre él mientras le propinaba golpes como un salvaje. West al principio no reaccionó, pero luego empezó a defenderse y pronto el ataque se convirtió en un intercambio de puños, gruñidos e insultos. Ambos rodaban sobre los vidrios esparcidos en el suelo alfombrado, enredados.

—¡Basta! ¡Andrew, es suficiente! —exclamó Steven. Ayudado por Riverdan, logró arrancar a Andy del cuerpo de West.

—¡¿Qué le hiciste?! ¡Maldito, acabaré contigo! —gritó, airado, Andy, intentando soltarse del agarre férreo de los otros dos.

El vizconde West se incorporó, sosteniendo su nariz sangrante entre sus dedos, y lo miró con odio, ambos respiraban con dificultad.

—¡Andy! ¿Qué haces aquí? —intervino su hermana yendo hacia él—. ¿Y Daisy?

Andrew la miró, sintiendo su corazón acelerado por una premonición catastrófica.

—¿Por qué me preguntas a mí? Yo no la he visto, salí antes de mediodía de Stanton. ¿Qué está pasando? ¡Dónde está ella! —dijo asustado, limpiando con su mano la sangre de su labio partido.

—Mi hermana no hizo acto de presencia en la boda, a último momento decidió no descender del carruaje y seguir camino hasta Costwold. Iría a Stanton, a la casa de Nicholas, a buscarte —terció Steven—. West tampoco se presentó, y ahora apareció aquí diciendo que fue retenido en contra de su voluntad y que Daisy puede haber corrido la misma suerte —terminó el conde con tono lúgubre y una mirada despectiva hacia Tony.

Andrew sintió la respiración huir de sus pulmones al escuchar que Daisy había huido de su boda por él, había dejado todo por él, lo había elegido, y en ese momento, ¿estaba en peligro? Su mirada empañada cayó sobre su ex mejor amigo y la furia lo inundó.

—¡Tú! ¿Qué le hiciste, infeliz? —escupió airado, yendo de nuevo hacia él, que no se inmutó y desvió la vista agachando su cabeza—. Tú estabas tras ella por algún motivo, te vi con Amelia, bastardo, a mí no me engañas. ¡Habla, porque te mataré! —lo amenazó, tomándolo por el cuello de su camisa.

—Bladeston, cálmate. Ni siquiera sabemos si ella llegó a salvo a la mansión —lo tranquilizó Riverdan, interponiéndose entre ellos; su mirada oscura seria—. Anda, suéltalo y déjalo hablar —lo instó poniendo una mano en su hombro.

Andy apretó la mandíbula y, bufando, lo liberó con fuerza, como si de algo inservible se tratara.

—Ya di qué está sucediendo, West. Si mi hermana está en peligro, estamos perdiendo el tiempo —intervino Steven, que venía entrando por la puerta, había salido sin que nadie se percatase—. Ya mandé a llamar al cochero, él nos dirá si Daisy llegó bien a Costwold, ya tiene que haber regresado —informó el conde.

—Tienes razón —empezó Tony, quien en ese instante miraba fijamente al vizconde —. Yo me acerqué a lady Daisy por una razón. Hace unos meses, cuando estaba en Francia investigando sobre unas obras muy antiguas que queríamos comprar, recibí una carta de mi hermano. En ella, me informaba de un importante hallazgo que había hecho en una de sus propiedades, específicamente, una de las casas que utilizaba mi difunto abuelo. Era una carta donde se documentaba sobre una valiosa pieza de arte que él, mi abuelo, y su socio habían enterrado en un lugar secreto —explicó Anthony, con la atención de todos los presentes puesta en él—. El problema era que la ubicación de la pieza no estaba escrita, faltaba un pedazo de la hoja y decía que las señas serían resguardadas dentro de un cofre, propiedad de su amigo y socio, lord James Hamilton, conde de Baltimore por ese entonces.

Los jadeos sorprendidos inundaron la habitación.

—¿Mi abuelo? ¿Qué tiene que ver en esto? Ve al grano, West —adujo, tenso, Steven.

—Tu abuelo traicionó al mío. Lo asesinó para quedarse con la pieza, que vale una fortuna —reveló West—. Después de investigar, descubrimos que lady Daisy estaba en posesión del cofre donde estaba el mapa y…

La voz airada de Violett lo cortó.

—Y usted se acercó a mi hermana para obtener el mapa, es un canalla. —Lo fulminó la rubia con desprecio.

—¡No! Es decir… no del todo. Solo al principio, pero yo quedé encandilado por ella y, cuando comencé a tratarla, llegué a apreciarla sinceramente. Yo no quería seguir con el plan, lo juro… yo… —dijo, con culpa, West.

—¿Usted fue el que ingresó a mi casa aquella vez? —inquirió, molesta, Clarissa.

—Sí, y me sentí aliviado al comprobar que ella no tenía el mapa, y fue allí cuando le informé a mi hermano que el plan se cancelaba. Daisy no tenía el mapa, y yo no permitiría que la molestaran o lastimaran de ningún modo —siguió explicando el castaño.

—Sin embargo, ya lo habían hecho, lady Daisy fue atacada en un baile y usted debió saber que era producto de lord Cavandish, el conde no estaba dispuesto a renunciar a esa fortuna —conjeturó Ethan.

—Sí, yo lo enfrenté, le dije que se mantuviese alejado de ella. Que la convertiría en mi esposa y que lo denunciaría si algo le pasaba a la joven. Charles lo aceptó, o eso me hizo creer, pero hoy desperté y estaba en mi alcoba junto a otro hombre, me redujeron y me encerraron. Dijo que me agradecía por haberle dado la oportunidad de lograr su propósito y que no me preocupara, me salvaría de un matrimonio desastroso y me tocaría una parte de la recompensa. Luego me desmayaron de un golpe y ni bien desperté, vine hacia aquí —explicó Anthony pesaroso.

—¿Y Amelia? Te vi hablando a solas con ella y también regresó de Francia, qué casualidad —dijo, con sarcasmo, Andrew, entrecerrando sus ojos.

—Amelia es, hace años, amante de mi hermano. Yo lo descubrí cuando regresé, los vi y entendí que su interés por mí en el pasado fue solo para acercarse a Charles —contestó con una sombra de dolor en sus ojos—. Lo que viste era una discusión, ella pretendía obligarme a seguir con el plan, quería que obtuviera a como diera lugar el mapa. Yo me negué, le dejé claro que no lo haría y que no existía tal mapa, que Daisy no lo tenía en su poder, ni tampoco lo habían hallado en ninguna de las propiedades de la familia. Le advertí que se mantuviese alejada de mi prometida o lo lamentaría, y me fui, dejándola envenenada.

Andy pensó entonces que Amelia era obviamente la cómplice del conde de Cavandish y, de seguro, sospechaba que él podía tener el mapa y por eso lo había abordado en el baile y ese día en la puerta de la iglesia.

—Entonces, ¿quieres decir que el conde puede haber secuestrado a mi hermana? —preguntó, alarmado, Stev.

—Creo que sí, se volvió completamente loco —asintió, pálido, West.

Todos comenzaron a gritar diferentes cosas al oír la afirmación de West, y justo entonces se oyó un golpe en la puerta.

—Adelante —autorizó Stev, y por el resquicio apareció un hombre mayor que llevaba años a su servicio.

—Milord, me dijeron que requería mi presencia —dijo el criado luego de hacer una venia.

—Así es, Ryder. Necesito saber si mi hermana llegó a salvo a su destino. Como sabes, yo me quedé en la iglesia y ella siguió el camino sola —lo interrogó ansioso.

—Milord, yo no estuve ejerciendo de cochero esta semana —negó, nervioso, el hombre—. Creí que usted lo sabía, el jefe de cuadra enfermó repentinamente y yo debí reemplazarlo temporalmente —siguió él, tartamudeado cuando vio la reacción que sus palabras provocaban.

—¡Pero entonces quién manejaba el coche hoy! ¿Y acaso no regresó con el carruaje? —le preguntó, desencajado, Steven.

—Ehh… es un hombre que entró a trabajar hace unas semanas, y era el más idóneo para manejar los caballos, el cochero sustituto está de retiro, milord. Y no, no volvió a decir verdad —se excusó el sirviente, intranquilo.

Y lo siguiente que sucedió fue que Clarissa gritó y sufrió un desmayo, Steven la sostuvo antes de que se estrellara contra el piso y miró impotente cómo Andrew, Ethan y West abandonaban la sala a toda marcha.