CAPÍTULO 17

(…) Yo, que un día juré no volver a confiar en ninguna mujer, he caído preso de mi propio juramento. Tú has logrado que mi orgullo se doblegue, y mi corazón se ha rendido ante la dulzura de tu amor (…).

Caballero desconocido

Extracto de una carta enviada a la Dama anónima

La firme determinación con la que Andy se había levantado aquella mañana, jurando limitarse a solo tratar el asunto de los robos, se esfumó en cuanto sintió el deseable cuerpo de Daisy Hamilton rozando el suyo. En ese momento, todo pensamiento de mantener distancia de esa joven desapareció de su atrofiada mente y el deseo tomó las riendas de la situación.

Sus manos rodeaban su cintura y podía sentir el latir acelerado de su corazón rozando su pecho. Sus ojos se habían oscurecido hasta parecer oro derretido y sus apetecibles labios se abrieron en un jadeo ahogado. Esa boca, que parecía llamarlo, que fustigaba con potente ardor su anhelo de ella, que lo tentaba y debilitaba, que le hacía desear hasta un punto enloquecedor a esa mujer. Cada parte de su cuerpo en donde se rozaban le quemaba, sentir su silueta apretada a la suya lo enardecía y subyugaba como nunca antes nada le había provocado.

—Dime que me aparte y lo haré —dijo él, dejando que su conciencia hiciera el último intento de volver a la cordura.

Pero la respuesta de ella no solo endureció de lujuria cada parte de su anatomía, sino que su suspiro tembloroso y sus párpados cerrándose a la razón, entregándose, terminaron por doblegarlo. Rendido ante la pasión, su boca descendió sobre la de la joven en un beso suave pero intenso. Ella le correspondió apretándose contra él, moviendo sus labios con ardor, y Andrew se perdió en su cavidad, en su calor y en su fuego. La besó una y otra vez, subió las manos por su delicada espalda y la presionó contra su pecho. Bebió de su boca con voracidad, buscando saciar su inagotable sed de ella. Su mano derecha subió hasta su nuca y la tomó con posesión, obligándola a inclinarse para ahondar más todavía, para absorber todo lo que su pasión pudiera arrebatar, asolar y conquistar. Y no lo consiguió porque con cada roce se sumergía más en su deseo por ella; y quería más, anhelaba más con tanta desesperación que dolía y que le hacía sentir que, aunque inocente, ella estaba arrancándole la razón, convirtiéndolo en su esclavo de amor.

Con un gemido, la joven rompió el contacto, se separó de él, y se llevó una mano a la boca que estaba roja y marcada por sus caricias. Ambos respiraban agitadamente, y ella lo miraba con los ojos abiertos de par en par. Parecía impactada y desencajada. Por su parte, él se sentía tembloroso e inquieto, y le dolían partes de su cuerpo, debido al deseo insatisfecho, que no deberían estar alertas en esa situación en particular.

«Acabo de besarla como un hombre poseído, en pleno Hyde Park, a la luz del día y a la vista de todos, donde estamos expuestos al ojo de la inflexible sociedad inglesa. ¡Pero qué demonios sucede conmigo!».

—¿Por… por qué me… me besaste? —tartamudeó Daisy, bajó la mano y se agachó para alzar los lentes que en su arrebato habían salido volando.

El vizconde la observó en silencio, haciéndose la misma pregunta.

«¿Por qué lo hice?…».

No lo sabía, lo único que tenía claro era que desde que había visto a Daisy descendiendo esa escalera con ese antifaz, ya no podía mantenerse apartado de ella ni evitar tocarla cuando la tenía cerca. La culpabilidad lo golpeó con fuerza y la frustración lo invadió. Qué tenía ella que lo hacía traicionarse a sí mismo y ser desleal con esa mujer que había conquistado su corazón y que era la razón por la que estaba realmente en la ciudad de nuevo.

Atormentado, le dio la espalda y se alejó unos pasos, necesitaba poner un poco de distancia entre ellos para intentar enfriar sus emociones y sensaciones. Aquel sector del parque estaba desierto y, afortunadamente, parecía que nadie había sido testigo de su intercambio.

—No tengo respuesta para esa pregunta. Pero tal vez esto te diga algo: lo hice por la misma razón por la que tú no me detuviste —respondió, al fin, Andy aún dándole la espalda.

Ella no contestó, y su ensordecedor silencio fue más claro que una extensa confesión.

Estaban en problemas…

Andrew dejó a la dama en su casa y, mientras el lacayo la ayudaba a descender, él le entregó las riendas de los caballos a uno de los mozos de cuadra.

Daisy ya se dirigía a las escaleras de la entrada cuando él la detuvo por uno de sus brazos.

—Antes de que te vayas, milady, debo decirte que quedó pendiente el tema de los robos —le dijo Andy con tono frío, soltándola cuando ella se volvió a mirarlo.

Su fachada indiferente sufrió un revés al ver su rostro sonrojado, sus labios todavía hinchados por los besos que se habían dado y sus bellos ojos aún teñidos de pasión detrás de sus gafas. Angustiado, reconoció que en ese preciso instante ella le parecía la mujer más naturalmente hermosa que había visto. Desde su altura y escasa distancia, podía aspirar aquel exquisito aroma a margaritas que desprendía su llameante cabello castaño rojizo y que lo hacía arder, que despertaba todos sus sentidos y que lo instigaba a lanzarse sobre ella y besarla hasta hacerle perder el sentido. Nervioso, tragó saliva y retrocedió, jurando para sus adentros.

—Sí… yo tengo algo que mostrarle y que creo que puede ayudar en algo a la investigación —murmuró la joven bajando la vista, seguramente, debido a que la servidumbre estaba cerca.

—De acuerdo, lo que sea, llévelo esta noche al baile de lady Harrison. Me toca acompañarla de nuevo, Stev me lo solicitó temprano. Hasta entonces, dulce margarita —se despidió él y, sin poder contenerse, avanzó, aspiró su fragancia y besó su mejilla. Sintiendo su estremecimiento, apreciando sus mejillas sonrojadas y sus ojos pasmados clavados de nuevo en él, Andy sonrió de lado y se marchó.

El baile organizado en la glamurosa mansión de lady Harrison se encontraba en pleno apogeo cuando Daisy ingresó al salón. Finalmente, Andrew había aparecido en su casa, acompañado de la duquesa viuda, y unos minutos después habían partido junto a Violett, pues Rosie había desistido alegando un malestar.

La concurrencia, engalanada acorde al opulento evento, circulaba por la estancia conversando y bebiendo. No era multitudinaria, aunque tampoco escasa, había cerca de cien personas en aquel lugar. El clima les había dado un respiro, no llovía y tampoco hacía frío, sino que era una agradable noche de otoño.

Andrew se alejó en cuanto algunas mujeres se acercaron a saludar a lady Honoria y Daisy lo agradeció para sus adentros, pues entonces pudo soltar el aire contenido y relajar sus músculos que se habían tensado desde que había visto al elegante y apuesto vizconde en su puerta.

Todo el trayecto había rehuido su mirada azul, y el recuerdo de lo que había sucedido inesperadamente en el parque la había mortificado. Se sentía confundida y desorientada por las intensas emociones que el vizconde provocaba en su interior y que la habían llevado a rendirse al impetuoso cúmulo de sensaciones que experimentó entre los brazos de ese hombre. Un hombre que nunca le había caído bien, que siempre la había tratado con desdén y del que jamás se habría imaginado sentirse atraída.

«Contra todo pronóstico, así me siento. Y, además, le he dado mi primer beso a Andrew Bladeston, cuando mi intención era reservar esa experiencia para mi caballero desconocido…».

Violett no dejaba de mirar a su alrededor, inspeccionando el salón, y parecía tan tensa como ella, algo que llamó la atención de Daisy, tanto como para distraerla de sus atormentados pensamientos.

—Violett, ¿a quién buscas? —le preguntó, observando a su hermana por encima de su copa.

La gemela estaba más que hermosa en ese vestido color verde claro que hacía perfecto juego con sus brillantes ojos. Su rubio cabello estaba agarrado de costado sobre su lado izquierdo y dejaba a la vista su hombro derecho. Ella estaba arrebatadora.

—¿Qué?… A nadie… Solo veía a… a las personas —contestó, dubitativa, Violett, la miró y luego apartó la vista y vació su copa.

Daisy frunció el ceño por su esquiva actitud y su extraño comportamiento, pero antes de poder replicar, aparecieron varios caballeros, quienes comenzaron a asediar a la rubia con sus peticiones de baile. Violett rodó los ojos y repelió sus halagos floridos, algo que, lejos de desanimar a su corte masculina, incrementó su atención.

—Buenas noches, dulce dama —dijo una voz grave a su derecha.

Daisy giró la cabeza y su aliento se cortó al ver al atractivo caballero parado a su lado.

—West… —respondió, a modo de saludo, ella, haciendo una reverencia con su mano estirada.

—Es un placer coincidir de nuevo, milady —siguió el caballero y besó galantemente sus nudillos—. Ya añoraba su compañía —confesó el castaño, sonriendo ampliamente, con sus ojos grises brillando.

—Oh… uhm… no ha pasado tanto tiempo, milord, solo un día —carraspeó, nerviosa, Daisy porque, solo de verlo, el arrepentimiento y la vergüenza por lo sucedido en la mañana regresaba.

—Pues para mí ha sido una eternidad —adujo lord Anthony con voz cálida y vibrante.

Daisy no pudo evitar devolverle una sonrisa y sintió un calor agradable extendiéndose por su interior.

—¿Me concede esta pieza, bella dama? —le solicitó West cuando los compases de una cuadrilla resonaron en el salón.

Daisy, que se había quedado prendada a su penetrante mirada, asintió y le enseñó, con una mueca risueña, su carnet vacío.

Cuando se pusieron en la posición de arranque, uno al lado del otro, con sus manos entrelazadas, Daisy ejecutó los movimientos con pies y brazos y, al girar para encarar a la pareja que conformaba el cuarteto en que consistía esa danza en particular, su respiración se cortó.

A su lado izquierdo se encontraba Andrew haciendo lo propio con una dama rubia y despampanante. Era lady Colton, una bella soltera muy solicitada y con una inmensa… dote. El vizconde le sonreía a la delgada joven, y esta le devolvía el gesto favorablemente sonrojada.

Daisy fingió no haberse percatado de su presencia y sonrió con todo el encanto que pudo a West. Con el próximo compás, no tuvo opción de seguir ignorándolo y soltó la mano de lord Anthony y giró para enfrentar a su nueva pareja, quien liberó a la rubia que en ese momento ejecutaba los pasos guiada por lord Anthony. Daisy clavó los ojos en el pañuelo blanco del vizconde, negándose a interactuar más de lo debido con el caballero.

—¿No hay sonrisa para mí, dulce margarita? Lástima… aunque ese ceño no opaca ni un poco tu belleza, milady —murmuró, con su voz grave, Andrew, y de inmediato ella se ruborizó y elevó los ojos a su cara.

Andrew esbozaba una traviesa semisonrisa que le produjo a ella un cosquilleo en el estómago. Abrumada, no contestó y oyó su risa disimulada mientras se desplazaban de un costado al otro. Sus brazos y manos se rozaban con cada movimiento, lo que les hacía cosquillear sus extremidades intensamente. La melodía de la canción comenzó a dar los acordes finales y, volviendo a girar, Daisy regresó al lugar inicial con West, pero antes de que Andrew la soltara del todo, lo oyó susurrar:

—Cuando el juego que haya organizado lady Harrison comience, hablaremos, milady, tienes algo que mostrarme.