CAPÍTULO 35

No te prometo felicidad eterna, tampoco perfección absoluta, mucho menos hacerlo siempre bien. Solo puedo prometerte esforzarme cada día para que tus sonrisas sean mi objetivo; tus suspiros, mi propósito, y tu risa, mi motor.

Prometo dar todo de mí, hasta vaciarme por completo, solo por ti. Prometo hasta dar mi vida por ti, mi amor, mi razón de ser, mi dulce margarita…

Lord Andrew Bladeston

Se lo repetiré por última vez, ¿dónde está? —mascullo Charles West, acercando su cara a la de ella amenazadoramente.

—No lo tengo aquí —gesticuló Daisy, pegándose a la pared. Su mente comenzaba a trabajar aprisa buscando alguna solución.

Por fin conocía la identidad de la persona que todo ese tiempo había estado tras el mapa, el ataque y los robos. ¿Y las cartas? ¿Entonces él era quien había tomado las cartas del caballero y no Andrew? ¿Pero cómo habían llegado a su cuarto? Tantas preguntas y emociones la estaban mareando y haciendo desesperar.

—Entonces, ¿dónde lo tiene? ¡Hable ya! —tronó lord Cavandish, tomó sus brazos y la sacudió con crueldad.

—¡No! Ehh… en Rissa Palace, en la casa de mi hermano, ¡lo escondí allí! —barbotó invadida por el miedo.

—Colton, prepara el carruaje —gruñó el conde y comenzó a arrastrarla hacia el exterior.

—¿Ese es el carruaje de Steven? —preguntó, perpleja, Lizzy, deteniendo su marcha en medio del camino.

Nicolás siguió la dirección de su mirada y vio a lo lejos pasar a gran velocidad el coche que, aún a la distancia, podía reconocer como el de su amigo.

—Sí, lo es. Qué extraño, creí que no vendrían hasta mañana o pasado mañana. En estos momentos deben estar en boca de todos si Andy logró su cometido, y lo que menos le conviene es dejarse ver —comentó, perplejo, Nick.

—Me pregunto qué sucedió con tu hermano y Daisy —respondió, nerviosa, la duquesa.

—Creo que no tendremos que esperar demasiado para saberlo —apuntó el duque haciendo un gesto hacia otro carruaje que venía hacia ellos.

—¡Nick! —gritó, frenético, Andy y abrió la puerta sin esperar que el coche se detuviera del todo.

Los duques se miraron intranquilos y, luego, a la cara pálida del vizconde, sus ojos se abrieron al ver aparecer a West tras su hermano, quien parecía igual de alterado, y por último descendió el duque de Riverdan. Entonces… ¿la boda no se había realizado? Pues seguro que no, si no, no estaría allí el desposado.

—¿Andy? —lo interrogó Nick cuando su hermano llegó a él.

—¡Daisy! ¡¿Dónde está?! —exclamó frenético.

—¿Qué? Aquí no está, ¿no la ibas a alcanzar en Londres, para evitar que…? —contestó, confundido, el duque, mas calló al recordar que el novio abandonado estaba a la espalda de su hermano.

—¡No, no, llegué tarde! Ella nunca se presentó en la iglesia, Steven le dijo dónde estaba yo, y Daisy vino hacía aquí. ¡Pero ahora tememos que la hayan raptado! —declaró, desesperado, Andrew, y ellos lo oyeron horrorizados.

—Fue el hombre que estuvo todo el tiempo tras el mapa, Stanton, él se la llevó —agregó Riverdan con expresión funesta.

—Es mi hermano, él quiere obtener el tesoro que mi abuelo y el de lady Daisy enterraron, y para eso necesita las coordenadas que están en el mapa —aclaró West, contestado a la pregunta que se dibujaba en los rostros de los duques.

—¡Oh, por Dios! —balbuceó Lizzy afectada, se sostuvo de su marido y apoyó la mano en su vientre prominente.

—¿Dónde la encontraremos? ¿Dónde se la llevó ese desgraciado? ¡Esto es tu maldita culpa! ¡Si le hace algún daño, por más mínimo que sea, juro que te asesinaré! —lo increpó, fuera de sí, Andy, arremetiendo contra West.

—¡Lo sé!, ¿de acuerdo? ¡Sé que es mi culpa! —replicó, abatido, West, dejándose sacudir por el vizconde—. Creí que Charles había dejado el asunto en paz, que siendo mi prometida la mantendría a salvo. Nunca creí… Yo, ¡Dios!… Nunca quise que sufriese ningún daño —murmuró con los ojos empañados y su voz quebrada.

—Hermano, cálmate y libéralo. Ahora debes pensar en la joven, mientras discutimos, ella puede estar en grave peligro —intercedió Nicholas, obligándolo a alejarse de West.

—¡Pero ni siquiera sabemos por dónde comenzar a buscarla! —gritó este, impotente, apretando los puños con fuerza.

—Y lo peor es que todo esto es por ese maldito mapa que ni siquiera existe —sumó, ofuscado, Anthony.

Riverdan y los demás intercambiaron miradas y, cuando el duque asintió, el vizconde soltó el aire y aclaró:

—Sí existe. Tal y como ustedes supusieron, Daisy lo encontró, el mapa está en mi poder —dijo tenso, viendo abrirse los ojos de Tony.

—Piensa, West, ¿dónde pudo haberla llevado el conde? —lo apremió Ethan.

Anthony se pasó las manos por el rostro y agachó la cabeza, juntando sus dedos en su nuca.

—No lo sé, yo me desentendí del plan. En un principio, la idea era investigar a lady Daisy para quitarle el mapa y también revisar cada propiedad para buscarlo. Pero luego me negué a seguir y, por lo que creía, Charles había olvidado el asunto —negó después de unos segundos—. ¡Diantres! No sé dónde la llevó —terminó, colérico.

El silencio cayó sobre todos, y también la preocupación. Andrew estaba desesperado, se sentía culpable. Si él le hubiese dicho que la amaba, si le hubiese contado de la mujer de las cartas, si hubiese abierto su corazón, nada de aquello habría pasado, Daisy nunca se habría comprometido con Tony, no estaría en manos de ese malnacido.

—Tal vez deberíamos ir con Steven, quizás él tiene alguna pista o recibió alguna nota de Cavandish —terció Nick, posicionándose frente a su hermano, que se había derrumbado junto al carruaje y tenía la cabeza inclinada.

—No creo que regresar a la ciudad sea prudente, mis informantes dijeron que el carruaje de Hamilton fue visto abandonado en dirección hacia aquí —dudó Withe.

—Claro, por eso digo, nosotros también lo vimos solo hace quince minutos o un poco más —terció, con el ceño fruncido, Nicholas.

—¿Qué? ¡¿Lo viste?! ¿Por qué no lo dijiste antes? —gritó Andy poniéndose precipitadamente de pie.

—Creí que Steven venía con ustedes, aparecieron con diferencia de segundos —explicó, elevando una ceja, el duque.

—¡No entiendes! Steven se quedó en Londres, ese carruaje que viste es en el que viajaba Daisy —enfatizó Andy, se volteó y abrió la puerta del coche—. ¿Hacia dónde iba?

—En dirección a Rissa Palace —contestó Lizzy, haciéndose a un lado para que Withe y West también subieran al carruaje—. ¡Ve y trae a Daisy sana y salva! —rogó, compungida, la duquesa.

—A cualquier precio, aunque sea lo último que haga en esta vida —aseguró Andrew solemne, cerrando la puerta del carruaje.

—¡Ten cuidado! —gritó Nick cuando ellos se alejaban a todo velocidad.

Daisy no sabía qué iba a hacer para salir de esa situación. Le había soltado la mentira de que el mapa estaba en Rissa Palace porque había sido lo único que se le ocurrió en el momento. Tenía mucho miedo y no podía dejar de temblar. A su mente solo venía la imagen del rostro de Andy, de sus ojos, mirándola, azules profundos y melancólicos.

¿Por qué no le había confesado que lo amaba cuando había tenido la oportunidad? Tendría que haberle revelado que estaba confundida por el caballero desconocido, pero que desde que el vizconde había regresado, sus sentimientos habían cambiado. Ella se había enamorado perdidamente de él.

—Vamos, baja… —le ordenó Cavandish cuando arribaron a la propiedad de campo de su hermano.

Ella obedeció, salió del coche y recibió el sol de mediodía en la cara. El vestido le pesaba demasiado y se estaba mareando mientras se devanaba los sesos en busca de alguna manera de librarse de ese hombre. La casa estaría con el servicio mínimo, pues todavía restaba un mes para el final de la temporada y la llegada del invierno, cuando la familia y el resto de la servidumbre se trasladarían hacia allí.

—Ni se te ocurra decir nada, porque si abres la boca o intentas algo, lo que sea, Colton no dudará en disparar —le advirtió en voz baja el conde.

Ella asintió, sintiendo el cañón de la pistola que él sostenía con disimulo contra su espalda, y consciente de la presencia del secuaz del conde caminando tras ellos.

El mayordomo les abrió la puerta y, cuando la vio acompañada de dos hombres a quienes no tenía identificados como familiares, su gesto de sorpresa cambió a uno de recelo.

—Buenas tardes…, lady Daisy, es decir, lady West —la saludó su mayordomo, y ella cayó en cuenta de que el hombre creía que ella se había casado y que Cavandish era su flamante esposo—. Mis congratulaciones, señor West, adelante, por favor —siguió el criado, pero sus ojos se agrandaron al notar el aspecto del hombre que venía con ellos y que debería estar usando la entrada de la servidumbre.

—Él es mi ayuda de cámara —apuntó Cavandish, y se adentró en la mansión empujándola con disimulo.

—¿Desean que les sirva un tentempié, señorías? —les preguntó

Daisy vaciló sin saber cómo actuar, pero al sentir la mano del conde presionado dolorosamente su brazo, reaccionó.

—No, gracias. Subiremos a mi alcoba, Sander —respondió, iniciando el ascenso con las piernas temblorosas.

Sander se quedó observando al grupo con una postura regia y, ni bien desaparecieron por el rellano, comenzó a correr, sabía que algo no iba bien. En primer lugar, él conocía a la joven Daisy desde niña y nunca la había visto tan pálida y nerviosa. Segundo, si había algo que podía reconocer, era a un ayuda de cámara de un noble, y ese no lo era, al contrario, juraría que era un delincuente de los bajos fondos, además de que nadie le había avisado que vendrían, ni siquiera traían equipaje. Y tercero, y último, él había visto a Anthony West en un par de ocasiones porque era asiduo visitante de la mansión de los duques de Stanton. A primera vista, lo había confundido, pero ahora estaba seguro de que no se trataba del caballero.

Cuando llegó a la cocina, empezó a llamar a los gritos a sus subordinados; en la casa solo había una cocinera, dos doncellas, dos lacayos, un mozo de cuadra y un jardinero. Todos abrieron los ojos como platos cuando los puso al corriente. Las mujeres se horrorizaron y los hombres también, todos apreciaban a los hermanos Hamilton. Uno de los lacayos salió disparado en dirección a Sweet Manor, debían dar la voz de alarma y buscar ayuda.

Daisy caminaba por el vestíbulo del piso superior de la casa de su hermano con el corazón latiendo acelerado, las palmas sudando y las rodillas temblando. No sabía cómo convencer al conde para que la soltara y así poder huir de él.

—¿En qué habitación tiene el mapa? —exigió Cavandish, obligándola a detenerse.

Daisy se estremeció, preparándose para recibir las represalias que estaba segura de que llegarían, ya no diría nada. No se le ocurría cómo salir de la situación y no había esperanzas, nadie la estaba buscando porque nadie sabía que el carruaje no la había llevado a Sweet Manor. Podría haber guiado a Cavandish hacia allí, pero no había querido poner en riesgo a sus vecinos. La única solución era decirle la verdad, que no estaba en posesión del mapa, que lo tenía Andrew. Pero no lo haría, no podía ponerlo en peligro, prefería morir antes de que le algo le pasara al vizconde, no podría soportarlo.

—¡Vamos! No me haga perder la paciencia, ¡entrégueme el documento! —ladró el conde, sacudiéndola con vehemencia, mientras ella se debatía buscando soltarse. El hombre la giró y la lanzó contra la pared de una bofetada. Daisy dejó escapar una exclamación de dolor y cerró los ojos, de por sí su visión estaba borrosa porque no llevaba sus gafas, pero ahora se volvió negra y tuvo que asirse de la pared para lograr estabilizarse.

—Escucha, perra, estás jugando con fuego. Te voy a matar sin dudar si no me dices ya mismo dónde guardaste el mapa —siseó lord West, tomó su barbilla y le clavó los dedos con crueldad para que lo mirara. Sus ojos grises estaban inyectados de furia y maldad. Ella se removió temblando violentamente y entonces una idea le hizo abrir los ojos.

—¡En los antiguos aposentos de mi abuelo! —proclamó, gimiendo por el tirón que sintió en su cuero cabelludo.

El carruaje de Steven estaba estacionado frente a la fachada de la gran estructura de piedra caliza blanca. Andrew se precipitó hacia fuera del coche de Riverdan y empezó a correr hacia la entrada, pero la mano del duque lo detuvo.

—¡Bladeston, espera! —dijo agitado, alcanzándolo en la puerta—. Debes pensar cómo actuaremos, cualquier error puede tener consecuencias fatídicas —le advirtió Ethan con calma.

Él lo miró apretando los dientes y, a regañadientes, aceptó que estaba en lo cierto.

—¿Qué propones? —inquirió, viendo posicionarse junto a ellos a West.

—Digo que nos dividamos, yo voy por la puerta trasera, West inspecciona abajo y tú el piso su… —indicaba Withe cuando la puerta se abrió y apareció un joven delgado vestido de lacayo.

—¡Milord! —balbuceó sorprendido de verlos, dirigiéndose a Andrew, a quien conocía por ser familia—. En este momento salía para Sweet Manor, es lady… —siguió atropelladamente.

—¿Dónde la tiene? —lo cortó Andy dando un paso hacia delante.

—Están arriba, milord —contestó el criado todavía pálido.

Él se volvió hacia los demás y, en silencio, concordaron seguir el plan de Withe. Andrew le indicó al lacayo que fuese a la mansión de su hermano por refuerzos y, con sigilo, ingresaron. Sentía el pulso acelerado latiendo en sus sienes y la mano que sostenía el arma que Riverdan le había dado, temblar. Nunca había disparado a nadie, pero si lo tenía que hacer, lo haría, por Daisy mataría sin titubear.

El vestíbulo del piso superior estaba desierto, una a una fue abriendo las puertas que encontraba y comprobando que no hubiese nadie. La desesperación comenzaba a desbordarlo cuando escuchó un atronador sonido que le congeló la sangre en las venas.