(…) A veces, por las noches, me desvelo imaginando que tu piel es como una flor, suave y tersa; su aroma, dulce y exquisito. Y me duermo anhelando aventurarme en esas delirantes caricias (...).
Caballero desconocido
Extracto de una carta enviada a la Dama anónima
Andrew observaba a la pareja danzar en el centro de la pista, con expresión sombría.
En verdad no podía entender qué sucedía con él. ¿Por qué le hervía de rabia la sangre cada vez que las manos de ellos se entrelazaban y veía aparecer esa sonrisa con hoyuelos en el rostro de la joven? Debía apaciguar sus sensaciones desbordadas y frenar sus impulsos irracionales. Ella no era suya, no le pertenecía. Es más, ¡ni siquiera le caía bien!
Desde niños la había considerado una cría molesta e irritante, con una lengua de arpía demasiado suelta. Siempre mirándolo por encima del hombro, con esa insoportable expresión de superioridad. ¡No la soportaba!
Sin embargo…, lo que estaba sintiendo en ese momento nada tenía que ver con aquello. En ese instante, lo único que sentía eran unos atormentadores celos. Celos que lo habían instigado a imponerle bailar con él, imaginando que, de lo contrario, Anthony sería quien reclamaría el único vals de la velada.
Celos que lo estaban carcomiendo por dentro. Quería irrumpir en la pista y arrebatar a Daisy de los brazos del imbécil de su amigo. Deseaba ser él quien le hablase y escuchar lo que tenía para decir. Quería ser el receptor de esa increíble sonrisa, tener el placer de inhalar ese aroma a margaritas. Anhelaba ser el causante de esa carcajada y poder acariciar con sus ojos la vibración que hacía su garganta al reír y apreciar cada uno de sus encantos. Pretendía ser otra persona, algo imposible. Ella nunca lo miraría con esos estanques de oro brillantes, y él nunca podría ser agradable, elocuente y romántico como Tony.
Con una mueca de resignación, Andy vació su cuarta copa y pidió de inmediato otra a un lacayo que pasaba con una bandeja, mientras no dejaba de controlar la retirada de su protegida accidental de la pista. La pareja no fue hacia él, sino que se dirigió a la sala de refrigerios. Al cabo de un momento, donde fue testigo de su intercambio de miradas intensas y conversación íntima, ellos se acercaron a una de las puertas laterales del salón. Andrew se tensó ante lo que creía que sucedería, conocía de sobra esa sonrisa depredadora que esbozaba su mejor amigo. Y apretando los puños, comenzó a cruzar la enorme estancia.
Daisy era consciente de que estaba por cometer una locura, pero no podía detenerse, no en ese momento.
El espejo del tocador de damas le devolvía una imagen que concordaba con lo que sucedía en su interior. Sus ojos estaban desorbitados y brillantes, y su cara parecía pletórica de felicidad. Estaba prácticamente segura de que West era su caballero desconocido, y por eso le había pedido que la esperase en las escaleras del jardín trasero de la mansión, ya que había decidido confesarle que ella era la Dama anónima.
Pero los nervios y la emoción amenazaban con hacerla enloquecer. Armándose de valor, respiró profundo y salió del cuarto. Solo había dado unos pasos por el solitario pasillo que llevaba a los jardines, cuando algo presionó su boca, un brazo rodeó su cintura y la arrastró con fuerza hacia atrás.
El grito de espanto de ella fue ahogado por una mano enguantada, y su intento de liberarse fue abortado por una fuerza poderosa que la metió en una estancia oscura y silenciosa. Cuando estuvieron dentro, el atacante, aún tras su espalda, cerró la puerta con llave y la presionó contra la madera para frenar su violento forcejeo.
—Si no te quedas quieta, te lastimarás —murmuró una voz ronca en su oreja derecha.
Daisy se paralizó de golpe. Esa voz le parecía familiar, y tenía un cuerpo duro y fuerte, aplastándola, que le cortaba la respiración.
—Si prometes no gritar, te soltaré, milady —propuso él, aunque respiraba tan agitadamente como ella, y el brazo que la abrazaba se tensaba y la pegaba más a él.
Incapaz de reaccionar debido al miedo, Daisy se quedó estática y aflojó sus músculos; el caballero quitó despacio la mano que cubría sus labios y, luego, deslizó el brazo que abarcaba su cintura poco a poco, lo que a ella le causó un estremecimiento.
Una vez libre, Daisy giró sobre sus talones y enfrentó a su captor.
—¡Déjeme ir! —le exigió airadamente, ardiendo de enojo y de temor también.
El hombre retrocedió unos pasos y suspiró. Como estaban en completa oscuridad, no podía distinguir ningún rasgo de su rostro, tan solo veía una sombra alta y esbelta. Y sin sus lentes, su visión estaba casi anulada. El hombre avanzó un paso hacia delante y ella se escabulló en dirección contraria, alerta.
—No te haré daño, solo quiero hablar —dijo él con tono calmo, aunque en ese momento, a ella, su timbre de voz le sonó más agudo y ya no le pareció conocida.
—No se acerque o gritaré —contestó ella, retrocediendo y chocando con un mueble; había intentado sonar firme, pero se oyó atemorizada.
—Puedes intentarlo, pero no creo que nadie te escuche. No con la música sonando tan alto y con el grosor de estas paredes —respondió él con un tono hilarante que irritó a la joven.
Daisy sabía que él estaba en lo cierto y, además, en el caso de que alguien la oyese y fuera en su auxilio, su reputación quedaría arruinada y tendría que casarse con ese cobarde o ser exiliada para siempre. Ese pensamiento hizo que su desesperación se acrecentara y comenzó a agitarse y a sentir que el aire le faltaba. Y más, cuando percibió que la figura se acercaba. A tientas, palpó lo que había a su espalda, y sus dedos rozaron lo que parecía ser un grueso libro.
«Estamos en la biblioteca de los Richmond».
—No… no… no me toque —balbuceó, temblorosa, Daisy, pegándose a la estantería.
—No te lastimaré, solo permíteme hacer una cosa —le pidió el hombre, deteniéndose ante ella, y su petición sonó a ruego.
Daisy negó con la cabeza y luchó por no dejar escapar un grito de auxilio. Su cuerpo se tensó por la proximidad de la sombra y sus manos no dejaron de intentar aferrar algún tomo. Su captor se inclinó sobre ella y pegó con ansias su nariz a su cuello. Su respiración cayó sobre su piel, lo que causó en ella que cada vello de su piel se erizara.
—Por favor, no… Señor, déjeme ir —dijo, temblorosa, Daisy.
—No puedo —contestó, con tono de sufrimiento e impotencia, él, al tiempo que su boca comenzaba a besar la piel expuesta de su cuello—. Eres tal y como imaginé; suave, dulce y exquisita —murmuró el hombre con voz ronca y febril.
Daisy jadeó impactada por la explosión de sensaciones que experimentaba, y eso pareció ser la llave que abrió la aventura entre los dos. La boca del extraño abordó la suya con suavidad, pero con una apremiante necesidad. Sus manos, que no la habían vuelto a tocar, la abrazaron por la espalda y sus fuertes palmas recorrieron sus costillas y la juntaron a su cuerpo con apasionado hambre.
Daisy se perdió en ese delirante contacto, olvidando su miedo, su entorno y sus razonamientos. Sus pechos se acariciaban agitados y sus corazones palpitaban al unísono con acelerado fervor. Sus manos subieron con iniciativa propia y se aferraron al cuello del hombre, y este gimió con placer en su boca. Cuando una de las manos del hombre se deslizó hasta su cadera y la apretó contra su anatomía, rozándola contra él, Daisy abrió los ojos impresionada y su cuerpo salió de la nube de deseo abruptamente.
El caballero pareció no percatarse porque su boca seguía sobre sus labios. Espantada, Daisy bajó sus brazos y buscó algo que la salvara.
—¡Ay! —gritó él, se separó de sus labios y se tambaleó, mareado, para llevarse una mano a la nuca. A continuación, su cuerpo cayó al suelo alfombrado, con un ruido seco.
Daisy soltó el pesado libro que aún sostenía y se agachó sobre el hombre despatarrado en el piso. Con manos temblorosas, tanteó el pecho del captor que respiraba apaciblemente, incapaz de no notar los duros músculos bajo su palma. Nerviosa y molesta, gruñó ante esa distracción y por fin dio con el bolsillo del saco y le quitó la llave. Sin perder más tiempo, se levantó y fue, lo más rápido que la penumbra le permitió, hacia la salida.
Con frenesí, introdujo la llave en la cerradura y abrió con un sonoro chasquido. Entonces recordó dónde estaba y refrenó su ansia de salir huyendo. En cambio, se asomó con cautela y comprobó que el pasillo estuviese desierto. Cuando se cercioró de ese hecho, salió y volteó para cerrar la puerta, y entonces se paralizó.
Había entornado la puerta y la luz del iluminado vestíbulo ingresaba a la biblioteca. Podía ver los pies enfundados en unas botas negras de su atacante, solo tenía que abrirla más y seguramente alumbraría el cuerpo y la cara del hombre desvanecido. Y podría conocer a aquel infame agresor. Decidida, presionó el picaporte que todavía sostenía.