(…) Yo, que jamás creí ser merecedora de un amor de fantasía, hoy me siento dichosa y agradecida porque he hallado algo mucho mejor que un príncipe de cuento, he encontrado un hombre imperfectamente ideal. Pero más que eso, he hallado a alguien especial, alguien que me ama, alguien para amar (…).
Dama anónima
Extracto de una carta enviada al Caballero desconocido
Andrew abandonó la pista acompañando a lady Colton. La cháchara social no era uno de sus pasatiempos favoritos, por lo que el constante filtreo y las sonrisas que la rubia no dejaba de lanzarle empezaban a irritarlo.
Cuando lady Harrison subió a la tarima donde los músicos tocaban y anunció el entretenimiento que tenía preparado, él suspiró aliviado de poder librarse de su pegajosa compañía. Desde donde estaba, podía ver a Daisy conversando con Anthony, sonriendo exultante y mirando al mujeriego de su amigo como si fuese su príncipe soñado. Algo que le hacía querer ahorcar a esa descarada mujer.
Ese mismo día se habían besado como si no hubiese un mañana, y a las pocas horas ella lo ignoraba y coqueteaba con su mejor amigo impúdicamente.
«¿Y por qué te molesta eso, amigo? Daisy Hamilton no es de tu propiedad, de hecho, no es nada tuyo, ¡ni siquiera tu amiga! Ella es una damita soltera y una mujer libre, pero tú, ¿lo eres?…».
Su molesta conciencia se entrometió, como a menudo, y él gruño en respuesta.
Lady Colton le estaba diciendo algo porque sus labios se movían, pero él no estaba escuchando una palabra.
¿Libre? No, no lo era. Había una mujer en su corazón, alguien especial. Alguien a quien estaba buscando y a la que había prometido encontrar y confesarle sus sentimientos. No obstante, hasta ese momento no había dado con ella, aunque tenía la corazonada de que pronto lo haría, la dama le había dicho que iría a Londres, y él la esperaba con ansias. El único problema era que se estaba demorando mucho y Andy ya no soportaba la distancia. Anhelaba verla, tocarla, unirse a ella en cuerpo y alma. Y por eso su desesperado cuerpo le estaba jugando una mala pasada a su mente y esta, afectada por la necesidad, insistía en sentirse atraída por la antes mojigata Daisy Hamilton. Sí, era solo eso, nada más. En cuanto su dama apareciera, podría respirar tranquilo.
—Milord… lord Bladeston… —le dijo lady Colton mirándolo con el ceño fruncido.
—Sí, lo siento. Dígame, milady —contestó, con renuencia, Andrew.
—Le decía que debe fijarse en el sello que le pusieron al llegar, lo acaba de decir la anfitriona —le indicó, con gesto afectado, la rubia.
Andy se la quedó mirando sin comprender, y luego recordó el grabado en su muñeca. ¿Un murciélago? Eso tenía dibujado.
No estaba de humor para juegos, pero la distracción no venía nada mal. Se trataba de un entretenimiento planeado solo para los invitados solteros, por lo que los casados y damas mayores ya habían sido trasladados a un gran comedor.
Lady Harrison estaba explicando las reglas para la búsqueda del tesoro: cada caballero formaría equipo con una dama asignada por la anfitriona. Para eso, debían coincidir los grabados de los hombres con los que las mujeres tenían en su carnet de baile. Quienes adivinaran el acertijo y encontraran el tesoro escondido antes de la medianoche, sería el equipo ganador del desafío.
Lady Colton tenía plasmado en su carnet una cabra, algo que no pareció ser de su agrado porque su cara se contrajo y, diciéndole una rápida disculpa, se marchó con destino desconocido.
Andrew recorrió el salón con la vista buscando a su potencial compañera, casi todas las damas estaban ya con un caballero. Entonces la vio, parada en un rincón mirando su carnet con expresión concentrada.
Antes de darse cuenta, ya estaba frente a ella, respirando de nuevo su especial aroma, absorbiendo con sus ojos todo lo que su curvilínea figura envuelta en tafetán melocotón le permitía.
—Creo que el destino se empeña en cruzarnos, Adefesio… —habló el vizconde, incapaz de contener sus ganas de provocarla.
—No lo creo, señor —repuso levantando la cabeza, sus ojos entrecerrados y fulminantes—. Dudo que lady Harrison haya ordenado que le dibujen una flor, no combinaría bien con su apestosa anatomía —espetó la joven, dejándole ver su carnet de baile con una mueca cínica.
En una esquina del papel estaba dibujada una pequeña margarita blanca, con el botón amarillo en el centro y sus tallos abiertos.
—Ya veo… —dijo, arqueando un ceja, pensativo. Le enervaba que lo llamara así, pero al comprender el ingenioso sentido del humor de su anfitriona, una insólita alegría lo invadió.
—Ya puede irse, milord, mi compañero me debe estar buscando. Al finalizar, debo mostrarle algo importante que tiene que ver con su investigación —siguió diciendo Daisy con tono seco.
—Se equivoca, querida. Por si no se percató, nadie más se ha acercado. Su compañero soy yo, y estoy ansiando corretear por la mansión con usted —informó Andy con tono cómplice y una media sonrisa malvada.
La joven se envaró visiblemente y resopló, impaciente. Al parecer, siempre reaccionaba así cuando lo tenía cerca. Curiosamente, a él le sucedía lo mismo, aunque desde que había regresado de su viaje, su compañía no le repelía como en el pasado, más bien su actitud anodina y esquiva le divertía enormemente.
—No lo creo, milord. Aún no me muestra su grabado —respondió, impaciente, ella.
Andrew le enseñó su muñeca y leyó la confusión en su mirada dorada.
—¿Un murciélago? Se lo dije, nada tiene que ver con mi flor. Aunque combina con usted a la perfección; un animal oscuro, tenebroso y desagradable —declaró triunfal.
—De nuevo te equivocas, milady. Ellos tienen mucho en común —rebatió Andy, negando perezosamente—. ¿Sabías que existen cientos de tipos diferentes de margaritas? En mis viajes he visto muchas de ellas. Las hay rojas, anaranjadas, púrpuras, amarillas y, claro, blancas. Las hay muy pequeñas, como las que puedes encontrar aquí, en campos y praderas, pero también enormes. Existen incluso margaritas que florecen en invierno, y otras que pueden hacerlo al amparo de las sombras. Pero hay algo que las identifica por igual, todas sirven de alimento a especies nectarívoras; mariposas, colibrís y aves que se alimentan de su polen. Y no solo a ellos, hay un animal que disfruta de su exquisito néctar cada noche: el murciélago —dijo, en voz baja, Andy, disfrutando de su expresión atónita—. La margarita simboliza la inocencia y la pureza, mas cuando sus tallos están así, como en tu dibujo, representan la confianza y la entrega —relató el vizconde clavando sus ojos en los de ella con solemnidad.
Lady Harrison comenzó a leer el enigma que tendrían que dilucidar para ganar el juego, pero ninguno de ellos le prestó atención al acertijo, concentrados como estaban en su intenso duelo de miradas. En ese momento, las luces del salón se apagaron para dar comienzo al juego, y en la habitación resonaron chillidos y risas.
—¿Entonces qué dices ahora, dulce margarita? ¿Seguirás enojada conmigo, tratándome como a un rival, creyendo que somos enemigos? ¿O, tal y como tu dibujo, te abrirás a la posibilidad de enseñarme lo que llevas dentro? ¿Confiarás la delicia de tu néctar a alguien oscuro y tenebroso como has decidido que soy? —inquirió Andy, susurrando su indiscreta propuesta en el oído izquierdo de la joven, quien contuvo el aliento para luego volver lentamente su cara hacia él.
—Lo mismo te pregunto. ¿Seguirás aparentando que eres alguien frío e inaccesible, solitario y autosuficiente, escondiéndote en esa cueva de amargura y resentimiento, o por fin reconocerás que necesitas de los demás, que te mueres por reír, por sentir, por confiar, por vivir? —remató Daisy, sus labios cerca de los suyos, rozándolo con cada palabra y ocasionando que todo su ser se tambaleara.
El corazón de Daisy, que estaba latiendo desbocado en su pecho, se saltó un latido cuando Andrew pegó sus frentes y respiró de forma agitada. Por un momento, su mundo se paralizó y se sintió flotar en un lugar lejano donde solo existían ellos dos, podía sentir su aire cálido acariciando su boca, el aleteo de sus pestañas gruesas rozando sus mejillas ruborizadas y su pulso acelerado vibrando en su garganta. Involuntariamente, sus ojos se cerraron y su cuerpo se aflojó, apoyándose, lánguido, sobre el pecho masculino. Sus labios temblaron de anticipación y un jadeo brotó de su interior.
A continuación, se oyó un gemido estrangulado que pareció más un quejido de un animal herido y agonizante, y el cuerpo que la abrazaba se separó abruptamente, dejando en su lugar un frío y doloroso vacío.
Él… se había marchado.
Un nudo de decepción se formó en su garganta y, mareada, buscó la salida del en ese entonces oscuro y desierto salón. No quería detenerse a reflexionar sobre lo que estaba sintiendo en ese instante, pero tristeza, confusión, humillación eran lo que predominaba claramente.
«¿Qué está sucediendo conmigo? ¿Por qué me duele el rechazo de Andrew? ¿Por qué me angustia que mi vecino de la niñez se aleje? ¿Por qué me importa simplemente? ¿Y qué poder tiene ese hombre sobre mi mente, mi cuerpo y mi alma que logra que olvide todo cuando él aparece, hasta mi amor por mi caballero desconocido?».
Con una violenta tormenta desatada en su interior, Daisy [1] buscó un lugar para refugiarse. Esperaría hasta que aquel tonto juego terminara y después buscaría a Violett para marcharse. Ya no tenía ánimos para intentar confirmar si Anthony era su caballero y ni siquiera le interesaba resolver el misterio del estúpido mapa que tenía oculto entre las ropas y que había traído con intención de mostrárselo al vizconde. Sofocada, salió a los jardines y se apresuró por las escaleras de piedra, para luego dirigirse al laberinto de setos donde, seguro, nadie la hallaría. Cuando dio con una pequeña fuente, se sentó en un banco empotrado junto a esta y rodeó con los brazos sus piernas dobladas contra su pecho. Por fin, dejó una lágrima descender por su mejilla y, enterrando la cara en sus rodillas, susurró con voz quebrada:
—¿Qué me estás haciendo, Andrew Bladeston? ¿Qué?