A tiempo comprendí que el amor es mucho más que palabras bonitas, miradas robadas o caricias deseosas. El amor es aceptación mutua, es entrega absoluta, es sinceridad constante y confianza auténtica. Pero, más que nada, el amor es mirarte a los ojos y saber que estamos unidos más allá de cualquier límite, más allá de la piel, del espacio y del tiempo. El amor es todo eso y mucho más, el amor tiene tu cara, tu aroma y tu voz. Mi amor eres tú.
Lady Daisy Hamilton
Daisy ingresó a la alcoba del difunto conde, con el corazón desbocado y el estómago apretado en un puño. Debía intentarlo, era su última oportunidad, no tenía el mapa y ese hombre estaba dispuesto a todo por él. La mataría o sabría Dios qué le haría cuando se enterara de que le había mentido.
Los aposentos de su abuelo no se habían vuelto a usar después de su muerte, pero ella lo había revisado de arriba a abajo luego de encontrar el cofre oculto casualmente. Y rogaba a Dios que lo que tenía en mente funcionara.
Cavandish la hizo avanzar de un empujón brusco mientras su secuaz comenzaba a correr las cortinas que tapaban las ventanas y abrirlas para iluminar así el cuarto.
—¡Búscalo! —tronó West con una mirada amedrentadora.
Daisy tragó saliva y soltó un suspiro armándose de valor, algo que no le era fácil teniendo dos hombres armados frente a ella.
—Detrás del cuadro que está en la pared, en la cabecera de la cama. —Señaló hacia la pintura de Carlos I que ocupaba el centro de la pared y que quedaba muy por encima de sus cabezas.
El conde miró hacia allí y la codicia brilló en sus ojos grises. Hizo un ademán a Colton para que procediera a quitar el cuadro. El cómplice lo hizo y quedó a la vista una caja de hierro con una extraña rueda en el medio.
—¿Qué significa esto? —ladró, impaciente, el noble, apretando su brazo con fuerza.
—Es… es una caja que solo se abre con una serie de movimientos de la rueda —siseó Daisy, reprimiendo un jadeo de dolor.
—¡¿Y qué esperas para darme la secuencia?! —le gritó Cavandish.
Ella lo hizo y observó con satisfacción cómo el malhechor seguía las instrucciones y no lograba mover la rueda un ápice. West gruñó impaciente y la soltó para encaramarse en la cama y ayudar al otro.
Daisy comenzó a retroceder despacio, a la vez que ellos se afanaban en la rueda. Con disimulo, se sentó en el canto de la ventana y se dispuso a deslizarse hacia el otro lado. Su objetivó era usar el balcón para colarse en la alcoba del lado y así huir. Ya había pasado las piernas al otro lado cuando se oyó el sonido del encastre de la rueda. West jadeó satisfecho y abrió la puerta de hierro. Daisy contuvo el aliento y se lanzó fuera del cuarto para aterrizar en el suelo del balcón.
—¡Maldita, aquí no hay nada! ¡Ven aquí, te mataré! —gritó, fuera de sí, Cavandish.
Daisy se levantó y corrió hacia el pequeño muro que separaba los cuartos, el enorme vestido le impedía levantar la pierna para poder treparse. El conde apareció en la ventana, ella gritó y, de un salto, trató de subir al muro, pero apenas su estómago rozó la piedra, sintió que tiraban de su cabello con ferocidad.
—¡Ven aquí, furcia! —tronó West con tono perverso. Ella gritó de dolor y se aferró a la balaustrada para tratar de patear al noble.
—¡Suéltala ya mismo, Charles! —se oyó, y ambos se paralizaron en su lucha.
Del otro lado, en el balcón, estaba Anthony apuntando con una pistola a su hermano. Su expresión era tensa y mortal, y estaba fija en Cavandish.
—¡Mira a quién tenemos aquí! Al bastardo traidor —se burló West sin aflojar su agarre—. ¿Qué harás? ¿Me dispararás si no la suelto?
—No lo repetiré, déjala ir. Ella no tiene el mapa, suéltala, Charles —repitió, con tono bajo y mordaz, el menor.
Daisy lo miraba sorprendida, no tenía idea de qué hacía allí Anthony, ni qué estaba sucediendo, pero le aliviaba verlo. Por el rabillo del ojo, vio que el secuaz del conde pretendía salir para disparar a Anthony.
—No apretarás el gatillo, eres un estúpido débil, siempre lo fuiste, un infeliz que coge lo que desecho. Y te ensañaré que a mí nadie me amenaza, imbécil —espetó, con desprecio, Charles, levantó el arma que tenía apoyada en las costillas de la joven y apuntó a su hermano.
Daisy cerró los ojos al ver que el conde bajaba el dedo sobre el gatillo, y el estruendo que produjo el disparo reverberó en todo su cuerpo, al igual que el chillido de espanto que salió de su garganta. Por unos segundos, el tiempo pareció detenerse y solo pudo oír sus pulsaciones enloquecidas rebotando en sus oídos y un chirriante pitido. Entonces un grito se coló en su trance.
—¡Daisy!
Andrew corrió por el pasillo como si de ello dependiera su vida. Como poseído, abrió la puerta del cuarto de dónde provenía el sonido y chocó de frente contra una enorme figura. El tipo agrandó los ojos y levantó su pistola hacia él. De inmediato, Andy arremetió contra el hombre, tomó la mano que sostenía el arma y comenzó a luchar por esta. El malhechor tenía bastante resistencia y fuerza bruta, por lo que el vizconde debió utilizar todo su cuerpo y golpear su frente con la cabeza para lograr derribarlo. El hombre le asestó un puñetazo en la barbilla, y él, con dificultad, torció el brazo que sujetaba la pistola y la golpeó brutalmente contra el suelo alfombrado, y esta se desprendió de sus dedos.
Aprovechando su ventaja, Andy lo golpeó en las costillas, el estómago y el rostro; ambos gruñían ferozmente. Finalmente, la cabeza del delincuente cayó desvanecida. Andrew lo soltó y, de un salto, se puso de pie y registró la habitación en busca de la joven. Las ventanas estaban abiertas y se precipitó hacia ellas gritando desesperadamente.
—¡Daisy!
Al salir al balcón, vio a la joven inmóvil y se paralizó de temor, a sus pies yacía el cuerpo inerte del conde de Cavandish. De una patada, apartó el arma que todavía sostenía y se apresuró hacia Daisy. Entonces vio a Anthony desvanecido del otro lado de la balaustrada, una gran mancha de sangre se extendía por su camisa, a la altura del hombro izquierdo. Las ventanas se abrieron y aparecieron precipitadamente Nicholas y Steven. Ellos parecieron aliviados al verlos en buen estado y procedieron a auxiliar a West.
Daisy temblaba incontrolablemente, incapaz de reaccionar para ayudar a West, escuchó voces y, luego, vio aparecer al duque de Riverdan, quien junto a un lacayo se llevaron el cadáver de lord Cavandish.
Unas manos la levantaron con ímpetu y, a continuación, tuvo su cara enterrada en un firme pecho donde pudo oír un corazón latiendo atronadoramente y unos brazos que la rodeaban apretándola contra un cuerpo tembloroso.
«Ese aroma tan particular, a jabón y un olor fresco y único. Es él… Ha venido por mí…».
Angustiada y perdida, se aferró a ese hombre y lloró quebrantada.
—¡Daisy! ¿Estás bien? ¡Dios! —exclamó, con preocupación, el vizconde, se separó sin soltarla y levantó su rostro para examinarla—. ¿Estás herida? ¿Te lastimaron? —la interrogó apremiante, repasando su cuerpo con la vista en busca de lesiones.
—No… no —contestó, afectada, ella, y se quedó viendo los ojos atormentados del joven fijamente, sintiendo cómo él secaba sus lágrimas con ternura. Multitud de sentimientos y sensaciones colisionaron en su interior: alivio, seguridad, felicidad, anhelo y amor.
—Daisy…, lo siento tanto, perdó… —murmuró el vizconde con mirada empañada y agónica, pero los labios de Daisy posicionándose sobre los del hombre lo silenciaron.
Ella lo besó con toda la necesidad y la pasión que por tanto tiempo había reprimido, aferrándose al cuello masculino. Él gimió en su cavidad y la apretó contra sí al tiempo que su boca abordaba la femenina con ardorosa necesidad. Su beso fue una entrega mutua, un intercambio de amor y rendición absoluta. Sus labios se acariciaron y exploraron, marcando al otro con cada roce y desnudando sus almas. Sus corazones se abrazaron, libres de rencores, recelos y sospechas, dejando lugar solo para el deseo desbordante y la pasión desatada.
—Andrew… —suspiró Daisy cuando se separaron para tomar aire.
—Daisy…, yo… —murmuró Andy con sus frentes unidas y las respiraciones agitadas.
—Te amo… —declaró, de sopetón, ella, subiendo su mirada a la del vizconde, que se la devolvió demudado—. Te amo con toda el alma, con todo el corazón. Te amo desde que te vi parado junto a tus padres, viéndome con tu rostro de niño malicioso. Te amo por tu arrogancia, tu acritud, tu humor enervante. Amo tus sonrisas perversas disimuladas, amo la manera en la que tocas tu cabello cuando estás frustrado o enojado. Amo el brillo de tu mirada cuando estudias algo que te interesa, amo tus ojos azules, tu mirada melancólica y tus silencios ensordecedores —prosiguió ella, dejando que las lágrimas bañaran sus mejillas—. Te amo, y lamento no haberlo visto antes, estaba perdida en mi negación y mi tozudez, empecinada en ignorar lo que mi corazón gritaba, que soy tuya en cuerpo y alma, desde siempre y por la eternidad.
Andrew contuvo el aliento y analizó el bello rostro de Daisy de hito en hito. Su piel se había erizado y su estómago burbujeaba emocionado.
—Daisy… —volvió a decir, rodeando más la cabeza de la joven con sus dedos, pero su voz se quebró y una gota resbaló de sus ojos—. Lo lamento tanto, demasiado —empezó, y el rostro de ella empalideció—. ¡No!, escucha… ¡Por Cristo!… —se reprendió, estaba tan nervioso que estaba dando una impresión equivocada. Con las rodillas temblorosas, se apartó y clavó una en el piso, luego tomó la mano de la joven y depositó un beso con ardor y reverencia—. Daisy, yo no te amo —empezó, aclarando su garganta—. Yo hago mucho más que eso, te necesito, te ansío, te anhelo, te sueño, te pienso, te deseo. Tenías razón, nuestros caminos se encontraron y no fuiste una extraña, eres la dueña de mi alma, de mis pensamientos y de mis pasiones —confesó Andy, y la joven soltó un sollozo y se cubrió la boca con una mano, incrédula—. Sí, fui un estúpido que cerró los ojos a lo evidente, que reprimió lo que su ser le decía, que eres mi todo. La niña de cabello rizado y desordenado que me fascinaba, la hermosa joven que me subyugó, eres la dama anónima que me devolvió la fe en el amor, y mi dulce margarita. Mi corazón siempre lo supo, mi alma reconoció tu voz en cada línea, en cada palabra, y mi interior cayó rendido ante ti con solo verte en aquella escalera. Y yo quiero ser el protagonista de tus desvelos, darte todos esos besos, ser tu amigo, tu confidente, tu amante, tu príncipe imperfecto, tu caballero desconocido y tu compañero en la más dulce de las aventuras. Lady Daisy Hamilton, ¿aceptas ser mi dama en la vida y en mi corazón? —terminó Andy con voz solemne y la ilusión bailando en pupilas azules.
Daisy abrió la boca, la cerró, para volver a abrirla. Temblando como una hoja, su mano apretó la del vizconde, que aguardaba su respuesta esperanzado, mientras ella lloraba profusamente. En su mente aturdida y conmocionada solo acudía una idea.
«Es él. Andrew es mi caballero desconocido, ha dicho palabras que yo he escrito en las cartas que le he enviado… ¡Es él, es él!…».
Un chillido de emoción brotó de su garganta y, a continuación, se lanzó sobre el vizconde, que abrió los ojos como platos y la sostuvo, sintiendo impactar su espalda contra el suelo del balcón.
—¡Acepto!, ¡acepto!, ¡acepto! —dijo canturreando alegre y depositando besos por toda el rostro del vizconde, que la abrazó con fuerza y cerró los ojos, sintiendo por primera vez en toda su vida un sentimiento de felicidad, paz y plenitud completa. Una sonrisa auténtica adornó su semblante asiduamente serio.
Daisy se apartó y lo miró con embeleso.
—Así que, milord…, ¿ya no soy el adefesio Hamilton? Porque usted ya no es un sapo apestoso para mí —le dijo recostada sobre él, con mirada provocadora y juguetona.
Andrew soltó una carcajada ronca y arqueó una ceja con indolencia, perdiéndose en los ojos dorados de la joven, desbordantes de felicidad.
—No, milady, eres mi dulce margarita, mi amor, mi dama —declaró, y selló esas palabras con un beso plagado de promesas con sabor a futuro y aroma a aventura.