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Toda la gente que conozco está escribiendo un libro, me dice sin necesidad el terapeuta. Veo a un montón de escritores y puedo decirle que el bloqueo del escritor es bastante común.

Pero yo no estoy ahí para hablar del bloqueo del escritor. Si no estuviese ansiosa por irme, me explicaría. Normalmente cuando un escritor ve que alguien acaba de publicar un texto largo en un medio importante sobre el mismo tema en el que él ha estado trabajando, se desalienta. Yo me sentí aliviada. (Bueno, muy bien, entonces, dijo el editor, aliviado él también: Veo que te has librado.)

 

Para sonsacarme, el terapeuta me pregunta qué hice durante las fiestas. Cuando se lo cuento, dice con prudencia (todo lo dice con prudencia) Parece que esa es una de las maneras en que manifiesta cómo le ha afectado la pérdida: no quiere estar con gente.

No le digo Odio estar con gente. Me aterra estar con gente.

Pero lo cierto es que, aunque no hubiera estado preocupada por tener que dejar a Apollo, habría querido estar sola.

Descarriados es como llama un escritor al que leo recientemente a aquellos que, por un motivo u otro, y a pesar de lo que hayan podido desear en su vida, nunca se convierten realmente en parte de la vida, no del modo en que lo hace la mayoría de la gente. Pueden tener relaciones serias, pueden tener amigos, incluso un círculo considerable, pueden pasar largos periodos de su tiempo en compañía de otros. Pero nunca se casan ni tienen hijos. Durante las fiestas, se unen a algunos familiares o a otro grupo. Eso se repite año tras año, hasta que finalmente tienen el valor de reconocer que prefieren quedarse en casa.

Pero usted seguro que ve a un montón de gente así, le digo al terapeuta.

Pues la verdad es que no, dice.

 

Aquí un momento para recobrar algo del pasado. Durante dos años, cuando estaba en la universidad, gané algo de dinero trabajando para una terapeuta de parejas. El trabajo en sí consistía en pasar a máquina las transcripciones de las sesiones de la terapeuta. Eso no era para ayudar en el tratamiento de los clientes, sino que la terapeuta pensaba escribir un libro. Las parejas eran en su mayoría de mediana edad y todas estaban casadas. (A la terapeuta no le gustaba el término consejera matrimonial, le parecía anticuado.)

Escuchar las cintas era a menudo deprimente. Recuerdo preguntarme cómo podía aguantar su trabajo, sobre todo cuando me enteré de que, en un gran porcentaje de casos, las parejas no eran capaces, ni siquiera con la terapia, de resolver sus diferencias y acababan divorciándose. Pero a veces ese era el objetivo, decía la terapeuta: ayudar a dos personas a soltarse.

La propia terapeuta era impresionantemente glamurosa, alta y esbelta, iba vestida para matar (botas de tacón de aguja, vestidos de punto ceñidos), y, con cuarenta años, tenía dos divorcios a sus espaldas. Hasta donde yo sabía, sus clientes no tenían ni idea de su vida personal, pero yo siempre me preguntaba si su trayectoria marital le habría dado que pensar a más de uno. Y recuerdo pensar que, por mucho que dijera Tolstói acerca de las familias infelices, las parejas infelices eran todas infelices de la misma manera.

A casi todos los maridos los han pillado poniendo los cuernos o de casi todos se ha sospechado que los habían puesto. (Más de una vez, durante una sesión, un hombre se sinceró sobre sus infidelidades, y, durante una sesión, un hombre le confesó a su mujer que estaba enamorado de… un hombre.)

En general, las mujeres se quejaban de sentirse poco queridas, infravaloradas y -al parecer, lo peor de todoapenas escuchadas.

Los hombres veían a sus mujeres como una versión de la Mujer del Pescador de los hermanos Grimm: siempre quejándose, nunca conformes.

Una y otra vez me sorprendía que, para marido y mujer, la misma palabra no siempre tenía el mismo significado. Aparecían todo el tiempo las mismas palabras y yo las tecleaba: amor, sexo, matrimonio, escuchar, necesitar, ayuda, apoyo, confiar, igual, equitativo, respeto, cuidar, compartir, querer, dinero, trabajo. Yo tecleaba las palabras y escuchaba hablar a la pareja y era capaz de saber que la misma palabra significaba esto para él y aquello para ella. Oí a varios hombres poner objeciones sobre el uso de la palabra adulterio para definir acostarse con alguien fuera del matrimonio. Para que haya adulterio debe ser un hábito, insistía uno. Él no me ayuda, decía una esposa. Y cuando su marido recitaba una lista de recados que había hecho para ella la semana anterior, ella chillaba: ¡He dicho ayudar! ¡He dicho ayudar!

La otra cosa de la que me percaté, escuchando todas esas sesiones: la terapeuta cambiaba ligeramente la voz dependiendo a quién se dirigía. Siempre sutil pero siempre ahí, una diferencia en el tono o algo difícil de describir. Quizá todo estuviera en mi cabeza, pero si me viese obligada a decirlo, diría que estaba más bien del lado de los hombres.

 

Debería haber sabido que el terapeuta quería que me quedase durante la hora entera. Cuando le cuento que he dejado a Apollo atado fuera, dice: ¿La próxima vez por qué no lo trae aquí dentro?

¿La próxima vez?

Ese era el trato. El terapeuta me daba lo que yo quería y, a cambio, yo volvía.

Al menos durante un par de sesiones más, dice.

 

Sentada en el despacho del terapeuta, con Apollo a mi lado, no puedo evitar sonreír. Es como si estuviéramos en terapia de pareja.

Solo que nos llevamos bien.

Una vez, una mujer que nos adelantó por la calle me lanzó: Mejor un perro por marido que un marido perro, digo yo siempre.

¿Siempre?

Cuando tenía veintitantos, al sacar a pasear a Beau, los hombres a veces me hacían comentarios lascivos. ¿Ese perro es tu hombre? ¿Duermes con ese perro? ¿Se folla usted a ese perro, señorita? Me apuesto a que lo dejas que te coma entera.

Me resulta incómodo cuando, en la calle, otra mujer llama a Apollo sexy y me dice que siente celos. Eres una mujer muy muy afortunada, dice.

 

Cuando llega el certificado, lo agito bajo la nariz de Apollo antes de pegarlo bajo un imán en la puerta del frigorífico.

Sabes, dice Esposa Uno, que estás cometiendo un fraude. Aunque sea por una buena causa.

Soy consciente de la indignación justificada de aquellos que de verdad necesitan el apoyo de los animales hacia la cifra creciente de personas que hacen pasar mascotas corrientes -y en algunos casos exóticas- por animales de apoyo. He oído hablar de una mofeta en un cuarto de un colegio mayor, de una iguana en un restaurante, de un cerdo en un avión. Prometo que no llevaré a Apollo a ningún sitio donde normalmente no se le permitiría el acceso. Tras hacer una copia del certificado para enviárselo al administrador del edificio, lo dejaré en casa junto a la chapa del Registro Nacional de Animales de Servicio.

En cuanto al terapeuta, no tuvo reparos en poner por escrito que yo sufría de depresión y ansiedad agravadas por el luto, que el perro me proporcionaba apoyo emocional esencial y que su pérdida probablemente causaría estragos a mi salud mental y podría incluso poner en riesgo mi vida.

Esposa Uno piensa que es divertido: Porque es verdad, si bien en este caso es el animal el que no puede superarlo y tú eres su apoyo humano emocional.

 

Ahora me obligan a hablar. Por lo menos para explicar por qué no quiero hablar. Sigue siendo cierto: no quiero hablar de ti ni oír a los demás hablar de ti.

Quiero citar a Wittgenstein sobre lo inefable y la necesidad de silencio. Y eso a pesar de que citar a filósofos fuera de contexto era algo que nos dijiste que no hiciéramos. Las afirmaciones filosóficas no son viejos dichos, decías.

Aquí hago una pausa para preguntarme por Wittgenstein, tres de cuyos cuatro hermanos se suicidaron y quien a menudo pensó también en matarse. De quien, al igual que de Kafka, se dice que recibió la noticia de su enfermedad terminal con alivio, pero cuyas palabras en el momento final traen a la mente a George Bailey: ¡Diles que tuve una vida maravillosa!

Que si hablo con Apollo, pregunta el loquero. Bueno, pues sí. Para reforzar los vínculos se recomienda que la gente les hable a sus perros. Algo que parece ocurrir de forma natural (aunque intuyo que la gente ahora lo hace cada vez menos, debido a nuestros dispositivos devoradores de atención).

Una vez oí a una desconocida en agitada conversación con su carlino: Y supongo que todo es culpa mía otra vez, ¿no? Ante lo cual, lo juro, el perro puso los ojos en blanco.

 

Sí, hablo con Apollo. Pero no sobre ti. Esa es la cosa: a él no tengo que contárselo. (Los perros son los mejores plañideros del mundo, como todos sabemos. Joy Williams.)

Y solo porque haya otra gente que ha perdido a alguien por un suicidio no quiere decir que lo que estoy sintiendo pueda compartirse. Sí que una vez escuché un programa entero sobre el tema de la pérdida debida al suicidio. Invitaban a los oyentes a llamar y a hacer comentarios. Se arrojaban las típicas palabras-pedrusco: inmoral, malicioso, cobarde, vengativo, irresponsable. Enfermo. Nadie dudaba que el suicidio había sido un error. El derecho a suicidarse simplemente no existía. Unos monstruos de egoísmo y autocompasión eran los suicidas. Semejante ingratitud hacia el preciado don de la vida. Y aunque se odien a sí mismos, no era a ellos mismos a los que los suicidas deseaban destrozar sino a la familia y los amigos que dejaban atrás.

Nada de eso me ayudaba.

Pero tampoco lo hacía la docena o así de libros sobre el suicidio que leí el pasado año. Sí que aprendí algunas cosas interesantes. Por ejemplo, que ciertos sabios antiguos sostenían que la muerte voluntaria, a pesar de estar generalmente condenada, podía ser moralmente aceptable, incluso honorable, como un escape de un dolor insoportable, de la melancolía o de la deshonra o incluso simplemente del viejo aburrimiento. Que algunos pensadores posteriores han sugerido que, a pesar de la prohibición absoluta del cristianismo hacia el suicidio (aunque en ningún lugar a lo largo de la Biblia entera haya una condena explícita al respecto), se podría decir que el propio Cristo hizo justamente eso. Que en los países occidentales el volumen de notas de suicidio experimentó un auge durante el siglo xviii, cuando lo normal era que apareciesen, junto a otros anuncios públicos, en los periódicos.

Y este giro inesperado: Escribir en primera persona es una señal notoria de riesgo de suicidio.

Lo que me ayudó: las palabras de una mujer que conocí hace años, cuando por casualidad trabajábamos en la misma revista. De repente, cuando eran jóvenes y recién casados, su marido la transformó en viuda. Un día estábamos planeando nuestro futuro, dijo ella, y al día siguiente él ya no estaba. Al principio pensé que debía hacer todo lo posible para intentar entenderlo. Pero llegué a pensar que eso era un error. Él había elegido el silencio. Su muerte fue un misterio. Al final decidí que le dejaba su silencio. Su misterio.

Hablo de mi sensación de que vivo con un pie en la locura, de las distorsiones de la realidad, de la niebla que desciende en ciertos momentos, desconcertante como la amnesia. (¿Qué estoy haciendo en esta aula? ¿Por qué, en este espejo, mi rostro se ve tan raro? ¿Yo escribí eso? ¿Qué será lo que quise decir?)

Hablo de lo agotada que estoy, duerma mucho o poco. Del número de veces que choco con algo, se me cae algo o me tropiezo con mis propios pies. De cuando me bajé del bordillo para encontrarme con un coche que me habría arrollado de no ser por alguien que estaba allí de pie y tiró de mí hacia atrás. De los días que no como, de los días que solo como comida basura. Temores absurdos: ¿Y si hay un escape de gas y explota el edificio? De perder cosas o cambiarlas de sitio. De olvidarme de pagar los impuestos.

Todos estos son síntomas de luto, me dice el terapeuta sin necesidad. Doctor Obvio.

Pero ya sabes, Apollo, le digo tras mi cuarta o quinta sesión, creo que realmente comienzo a sentirme un poco mejor.

 

Otra cosa sobre Wittgenstein. Según el físico Freeman Dyson, que acudió a las clases de Wittgenstein en Cambridge en 1946, si una mujer se atrevía a entrar en el aula, el filósofo se quedaba callado hasta que ella captase el mensaje y se marchara.

Cada día que pasa me vuelvo más y más estúpido, oyó Dyson musitar al filósofo repetidamente para sí mismo.

En lo que respecta a las mujeres, desde luego.

A quien le tiente poner demasiada fe en la gran mente del varón, que recuerde esto: Se fijó en los gatos y los proclamó dioses. Se fijó en las mujeres y preguntó: ¿Son humanas? Y una vez roído ese hueso tan duro: Pero ¿tienen alma?

 

No es que no pueda decir cómo me siento. Es muy sencillo. Te echo de menos. Te echo de menos a diario. Te echo mucho de menos.

 

Otra pausa, esta vez para preguntarme qué quería decir Wittgenstein con lo de «una vida maravillosa».

Y para compadecerme de su hermana Gretl: tres de sus hermanos y su marido se suicidaron.

 

Le cuento al terapeuta esos momentos inquietantes, tras escuchar las noticias, cuando pensé que había habido un error. Que te habías marchado y no estabas muerto. Que simplemente andabas desaparecido. Como si hubieras decidido gastarnos una horrible broma juvenil. Andabas desaparecido, no muerto. Lo cual quería decir que podías volver. Podías volver, y si podías volver, volverías. Similar a aquel breve periodo de hace unos años cuando creí que solamente era estrés o cansancio o alguna fase rara por la que estaba pasando y una vez que hubiera pasado el problema que fuese recuperaría mi aspecto.

Más adelante me encontré de nuevo recordando una escena, la escena final, de la película Houdini. Estoy hablando de la vieja versión de los años cincuenta, con Tony Curtis, la que vi en la tele siendo adolescente. Él, que se había hecho mundialmente famoso por sus espectaculares fugas, muere al intentar salir de un tanque de agua en el que ha sido sumergido boca abajo con los pies encadenados a un cepo. Anteriormente ya había escapado del truco de la Celda de Tortura Acuática China, pero esta vez, y eso no lo saben los espectadores, está débil y dolorido a causa de una inflamación del apéndice.

Al morir, el maestro de los magos le promete a su mujer: Si es de algún modo posible, volveré.

Cosa que me puso la piel de gallina entonces y todavía tiene el poder de conmoverme.

Aunque sepa que el Houdini real murió en la cama de un hospital y que sus últimas palabras fueron Estoy cansado de luchar.

 

Traigo a colación otro recuerdo. Esta vez soy mucho más joven: una niña. Fiesta de cumpleaños en casa de un amigo, un gran edificio victoriano color gris pizarra, para mí un castillo espeluznante. Yo soy It. Jugamos al escondite. Me toca a mí buscar. Termino de contar y me destapo los ojos. Es por la tarde, es invierno, y todas las luces están apagadas para el juego. Bulliciosa hace apenas minutos, la casa es ahora una tumba.

Me dijeron que los primeros que dejaron sus escondites para investigar qué estaba ocurriendo me encontraron tirada boca abajo sobre la moqueta.

Demasiada emoción, demasiado helado y demasiado pastel: los adultos lo interpretaron mal, de ese modo en que los adultos interpretan mal los problemas de los niños. Y yo, asustada hasta la médula y sin que me vinieran las palabras, ni siquiera traté de iluminarlos, pero nunca se me olvidó. La frase manida quieta como una muerta es capaz de hacerme evocar todo de golpe.

El año anterior mi abuelo había desaparecido. Seguido poco después por la directora de nuestra escuela elemental. Nada de lo que se dijo para explicar esas desapariciones fue muy convincente. Pero que había algo desagradable por medio, una cosa innombrable acerca de la cual los labios debían permanecer sellados, estaba claro.

El horror se hizo patente. No estaban escondidos, los demás niños; se habían marchado. Habían desaparecido en esa misma oscuridad para no volver nunca. Solo yo -It-permanecía. Sola sola sola. La habitación flotaba ante mis ojos. Vomité antes de desmayarme.

 

Recuerdo ahora mismo que el suegro de Gretl Wittgenstein también se quitó la vida.

 

¿Sueño contigo?

Como un deber, lo describo: Estoy atravesando con dificultad la nieve profunda, luchando por alcanzar a alguien que está a lo lejos, una figura con un abrigo negro, una lágrima triangular en la vasta alfombra blanca. Digo tu nombre. Tú te giras y empiezas a hacer señas con los brazos, pero yo no te entiendo. ¿Me estás diciendo que me dé prisa o advirtiéndome que me detenga y dé la vuelta? La agonía de la incertidumbre. Fin del sueño. O (por algún motivo absurdo, disculpándome) al menos eso es todo lo que recuerdo.

Hablo de las veces que te veo. En todas las ocasiones me da un vuelco el corazón. Pero por qué será que casi siempre la persona a la que confundo contigo es alguien que se parece a ti no a la edad de tu muerte sino en otra etapa de tu vida. Una vez, en el campus, casi grito de alegría al ver a un hombre que se parecía a ti en el momento en que nos conocimos.

 

Confieso que tengo ataques de furia repentinos. Caminando por Midtown, en hora punta, con oleadas de gente en ambas direcciones, me veo echando humo, lista para matar. Quién es toda esa gente, y por qué ha de ser justo, por qué ha de ser incluso posible, que todos ellos, toda esa gente tan corriente, estén vivos, mientras que

El terapeuta me interrumpe para señalar que fue tu elección. Es cierto que siempre me olvido de eso. Porque muy a menudo me parece que no es lo que ocurrió, que en absoluto fue una elección, que no fue un acto de la voluntad, sino más bien un accidente raro que te sucedió.

Lo cual, supongo, no es incorrecto, pues el autohomicidio es incuestionablemente contrario al orden natural de las cosas.

¿Por qué habían de tener vida un perro, un caballo, una rata, y tú ningún aliento?, llora el rey Lear. es su hija Cordelia.

A veces apenas puedo contener mi rabia hacia los estudiantes. ¿Cómo puedes estar estudiando un grado en literatura inglesa y no saber que no se pone un punto tras un signo de interrogación? ¿Por qué ni siquiera los estudiantes de posgrado saben la diferencia entre una novela y unas memorias y por qué siguen refiriéndose a libros enteros como «piezas»?

Quiero pegar al estudiante cuya excusa para no leer la obra de lectura obligatoria de cincuenta páginas de esta semana es que tuvo que ser jurado popular en un tribunal.

Borro sin responderlo el cuestionario de alguien que está pensando hacer mi curso. (Número uno: ¿Le preocupan demasiado cosas como la puntuación y la gramática?)

 

Toda esa rabia, dice el terapeuta. Pero ninguna dirigida a ti. Ni rabia ni culpa. ¿Y eso se debe a que pienso que el suicidio puede ser justificable?

Platón lo pensaba. Séneca lo pensaba.

¿Pero yo qué pienso? ¿Por qué pienso que lo hiciste?

Porque estabas atrapado boca abajo en un tanque lleno de agua.

Porque estabas débil y dolorido.

Porque estabas cansado de luchar.

 

En una ocasión, me paso casi toda la hora sin decir nada. Cada vez que empiezo a hablar, me echo a llorar. Tras unos pocos intentos, me rindo y me quedo llorando hasta la hora de irme.

Quería hablar de la época en que tú y yo nos vimos en Berlín. Había estado viviendo allí ese año, con una beca. Tú estabas de paso: acababa de publicarse la traducción al alemán de tu último libro. Así que pasamos un fin de semana largo juntos.

Querías visitar la tumba del escritor Heinrich von Kleist, el lugar exacto donde, en 1811, a los treinta y cuatro años, se pegó un tiro. Yo conocía la historia. Cómo Kleist, que sufrió de desesperación toda su vida, durante mucho tiempo había querido morirse. Pero no solo. La idea de un pacto suicida siempre le había excitado. La amante de sus sueños: una mujer cuyo deseo ferviente fuese morir con él.

Henriette Vogel no era la única mujer a la que se acercó, pero fue ella la que, diagnosticada de cáncer terminal a los treinta y uno, aceptó con entusiasmo su propuesta de un asesinato-suicidio romántico.

Tras dispararle en el pecho izquierdo, Kleist se disparó en la boca. Cosa de hombres.

Parece que ambos esperaban que la experiencia fuese orgásmica.

Un testigo declaró haberlos visto la noche anterior, relajados y cenando tan contentos. Y aunque ambos eran cristianos, parece que los dos esperaban también que la muerte los transportase a un mundo mejor, a una eternidad de dicha entre ángeles, ningún temor a la tortura eterna que, según se dice, espera tanto a quienes han sido violentos con los demás como a quienes han sido violentos consigo mismos.

Vogel, que estaba casada, le pidió a su marido en una última carta que no la separasen de Kleist una vez muerta. Los enterraron donde cayeron, en una ladera de un verde sombrío sobre el lago conocido como Kleiner Wannsee.

Como muchas tumbas, aquella era tranquila. Yo regresé sola allí a menudo. (Ahora ese lugar ha sido restaurado, pero nunca he vuelto.) Casi siempre encontraba una flor fresca reposando sobre la lápida de Kleist, incluso en invierno. Me encantaba su obra ya desde que la leí por primera vez en la universidad y me gustaba estar en su lugar de reposo. Pensar en los hermanos Grimm caminando por allí. En Rilke justo allí, escribiendo versos en su libreta.

Al cruzar el puente del Wannsee ese día, vimos dos cisnes apareándose. No el grácil espectáculo que una habría pensado, pues la hembra parecía estar en grave peligro de ahogarse. En cualquier caso, era difícil imaginar el éxito de sus cómicos y afanosos aleteos.

Pero al poco, en una pasarela bajo el río, encontré su nido, sorprendentemente cercano a la orilla. También regresé allí a menudo. Generalmente me encontraba a uno -la hembra, supongo- hecho un ovillo durmiendo o sentado sobre el nido, mientras que el otro flotaba cerca de allí. En ocasiones los miraba trabajar juntos, ampliando el nido con ramitas y juncos hasta que parecía un sombrero mexicano gigante.

De todos es sabido que los cisnes se emparejan para toda la vida. Un hecho menos conocido es que a veces se ponen los cuernos. Yo misma descubrí que uno de este par -el macho, supongo- solía visitar a otro cisne, en otra parte del lago.

Aunque nunca vi huevos en el nido, esperaba ver a su debido tiempo algunos polluelos de cisne. Pero un día el nido ya no estaba. No tengo ni idea de qué le ocurrió. Los cisnes comenzaron a construir un nuevo nido, pero en poco tiempo también desapareció.

Los cisnes de Wannsee a menudo aparecían hacia el final del día, su plumaje adquiría los colores cambiantes de la puesta de sol. Había cisnes de tono rosado, cisnes tan rosas como flamencos, tan azules como violetas, cisnes del profundo púrpura del ocaso, cisnes de la noche. Pájaros procedentes de un sueño, un recordatorio de la belleza del mundo. Del paraíso.

Debió de ser un monstruo, convinimos. Usar sus poderes poéticos para convencer a una mujer dócil que padecía una enfermedad incurable de dejarse disparar.

¿Y ella? De todos modos, se estaba muriendo. Suicidio por sustitución, mientras se apresuraba hacia la muerte, le escatimó mucho sufrimiento. Pero permitir a otra persona que cometa un asesinato y un suicidio -en este caso alguien que, aunque desesperado, todavía era joven y que podría haber vivido y seguido creando literatura brillante durante muchos más años- ¿cómo se justifica?

Si Kleist nunca hubiera encontrado a una compañera para morir -si, como otras antes que ella, esa mujer hubiera rechazado su disparatada propuesta-, ¿quién sabe qué habría ocurrido? O dejado de ocurrir. De hecho, cuanto más lo pienso, más me parece que Madame Vogel tiene que responder por ello. ¿Qué clase de amor era ese? ¿Ni siquiera se le ocurrió intentar salvarlo?

 

 

 

Ahora me pregunto por qué escribí «Del paraíso» cuando no creo que exista un lugar así.

 

Para los que no quieren hacerlo solos, internet es una bendición. Perfectos desconocidos, que a veces viven muy lejos el uno del otro, se encuentran on line y conciertan una cita. Un hombre de Noruega vuela a Nueva Zelanda, donde otro hombre y él se arrojan desde un acantilado. Un hombre y una mujer reservan habitaciones separadas en un balneario situado junto a un lago y más tarde los hallan esposados y ahogados juntos. En Japón, donde la tendencia al suicidio grupal es especialmente marcada, no dejan de aparecer coches llenos de suicidas. Pero el lugar favorito para suicidarse en Japón sigue siendo el famoso bosque de Aokigahara, al pie del monte Fuji, donde ni las señales en el sendero donde figuran cosas como NO ESTÁS SOLO o PIENSA EN TUS PADRES ni teléfonos conectados a líneas de atención telefónica han logrado desbancarlo de su primera posición como uno de los destinos mundiales favoritos para suicidarse. Rivaliza con el puente Golden Gate, el sitio número uno en Estados Unidos.

 

Berlín. Recuerdo que estabas de un humor excelente. En uno de esos golpes de suerte del mundo editorial (en el que, según tú, ahora todo eran golpes de suerte), tu libro, que se había vendido poco en nuestro país, era un bestseller en Europa. Así que te trataron como a un rey en esa gira. Estabas encantado de encontrarte en Alemania, conocida por sus lectores serios (como decías una y otra vez), y particularmente en Berlín, una de tus ciudades favoritas, al igual que París, una ciudad ideal para pasear, rica en la tradición de la flânerie.

Recuerdo lo contenta que me puse cuando me dijiste que venías. Te había echado mucho de menos. Y, en parte porque ese era uno de los escasos momentos en que estabas soltero, en parte porque ambos estábamos lejos de casa -visitantes en el extranjero que se suponía, de forma natural, que eran marido y mujer-, a veces daba la impresión de que éramos eso: una pareja. Una pareja de vacaciones. En cualquier caso, recuerdo sentirme especialmente cerca de ti ese fin de semana y tristemente desamparada cuando te marchaste.

 

Todo esto quedó marcado a fuego en mi memoria y me rondaba la cabeza cuando me senté en la consulta del terapeuta, pero no podía hablar de ello porque no podía dejar de llorar.

Ahora, al preguntarme por qué, a pesar de haber pensado sobre ello, doy por válido «Del paraíso».

 

Él cree que estoy enamorada de ti. Él cree que siempre he estado enamorada de ti. Esto me lo dice con una voz distinta a la amable voz suya habitual, no exactamente antipática pero, si no me equivoco, sí un poco impaciente. O quizá solo insistente.

Eso complica el proceso de duelo, me explica. Te estoy llorando como lo haría una amante. Como lo haría una esposa.

Puede que esto la ayude a escribir al respecto, dice la última vez que lo veo.

Y puede que no.

 

Se me había olvidado lo doloroso que es recordar, escribe una de mis estudiantes. Y solamente tiene dieciocho años.

 

 

 

Es Héctor quien me trae las noticias, llamando al timbre una tarde. El empleado del despacho de la administración del edificio le ha dicho al casero que no merece la pena tomarse la molestia de impugnar mi petición de mantener a Apollo como animal de apoyo, y más al no haber habido quejas de otros inquilinos. (Un amigo señala que ahora que tengo el certificado seguramente puedo salirme con la mía en lo de tener un perro en mi apartamento mientras siga viviendo ahí, incluso después de que Apollo haya fallecido. Seguramente, pero me prometí a mí misma no usar este truco más de una vez. Y, además, no puedo imaginar a Apollo fallecido, Apollo reemplazado.)

Héctor sonríe de oreja a oreja. A mí se me humedecen los ojos de alivio.

Creo que esto hay que celebrarlo, digo.

Y resulta que todavía tengo esa botella de champán que me regaló mi alumna.