Más que escribir sobre lo que sabéis, nos dijiste, escribid sobre lo que veis. Asumid que sabéis muy poco y que nunca sabréis mucho hasta que hayáis aprendido a ver. Llevad una libreta para anotar lo que veis, por ejemplo, cuando salís a la calle.
Dejé de llevar cualquier tipo de libreta o diario hace mucho tiempo. Ahora lo que me parece ver a menudo cuando salgo a la calle es gente sin hogar o gente que parece tan desamparada que asumo que son personas sin techo. Sin embargo, no es raro ver a una persona así con un teléfono móvil. Y, si no me equivoco, cada vez más tienen mascotas.
En Broadway, en Astor Place, veo un perro totalmente solo rodeado de distintas pertenencias: una mochila llena, unos cuantos libros de bolsillo, un termo, un saco de dormir, un despertador y algunos contenedores de comida de corcho blanco. Es la ausencia humana lo que hace que la escena sea insoportablemente conmovedora.
Veo a un borracho que se ha hecho pis encima despatarrado ante un portal. SOY EL ARQUITECTO DE MI PROPIO DESTINO, dice su camiseta. Al lado, un mendigo con un letrero escrito a mano: EN SU DÍA FUI ALGUIEN.
En una librería: un hombre va de mesa en mesa, cogiendo tal libro y luego tal otro, sin ni siquiera mirarlos después. Lo sigo un rato, curiosa por ver qué libro le dicta comprar este método, pero se marcha de la tienda con las manos vacías.
Aquí hay algo que no vi pero que habría visto si hubiese doblado la esquina solo unos minutos antes: una persona salta de la ventana de un edificio de oficinas. Cuando llegué, ya habían cubierto el cadáver. Lo único que pude averiguar más tarde fue que era una mujer de cincuenta y tantos. Justo antes del mediodía de un buen día de otoño, en una manzana abarrotada de gente. ¿Cómo hizo sus cálculos, me pregunto, para no chocar contra nadie? O simplemente tuvo…, simplemente tuvimos… suerte.
Grafiti en el edificio de Filosofía: Una vida con examen tampoco merece la pena ser vivida.
En la ceremonia de un premio literario celebrado en un club privado del Upper East Side. Emerjo del metro en la Quinta Avenida. El club está a seis manzanas. Veo a dos personas que también acaban de salir del metro: una mujer que parece tener sesenta y tantos acompañada de un hombre de la mitad de esa edad. Podrían ir a un millón de sitios en ese barrio, pero me da por pensar que se dirigen a donde yo me dirijo. Cosa que acaba siendo correcta. ¿Qué advertí en ellos? No sabría decirlo. Para mí es un enigma que la gente del mundillo literario sea tan identificable. Como aquella vez que pasé por delante de tres hombres en el reservado de un restaurante de Chelsea y los calé incluso antes de que uno dijese: Esto es lo bueno de escribir para The New Yorker.
En el buzón, las galeradas de una novela y una carta del editor: Espero que te parezca esta primera novela tan falsamente profunda como a mí.
Notas para clase.
Todos los escritores son monstruos. Henry de Montherlant.
Los escritores siempre están vendiendo a alguien. [Escribir] es un acto agresivo, incluso hostil…, la táctica de un maltratador secreto. Joan Didion.
Todo periodista… sabe… que lo que hace es moralmente indefendible. Janet Malcolm.
Todo escritor que se precie sabe que solamente una pequeña proporción de la literatura de verdad compensa en parte a las personas por el daño que han sufrido al aprender a leer. Rebecca West.
Parece no haber remedio para el vicio de la literatura; esos enfermos persisten en el hábito a pesar del hecho de que ya no se deriva ningún placer de ello. W. G. Sebald.
Cada vez que veía sus libros en un comercio, sentía que se había salido con la suya, dijo John Updike.
Que también expresó la opinión de que una persona agradable no se convertiría en escritor.
El problema de la baja autoestima.
El problema de la vergüenza.
El problema del desprecio hacia uno mismo.
Una vez lo dijiste así: Cuando estoy tan harto de algo que estoy escribiendo que decido dejarlo y, luego, más adelante, siento irresistibles ganas de volver a ello, siempre pienso: Como un perro hacia su vómito.
Si alguien me pregunta de qué doy clase, dice uno de mis colegas, por qué nunca puedo decir «escritura» sin sentirme avergonzado.
Horas de oficina. El estudiante se refiere a cierto hecho de su vida y dice: Pero esto usted ya lo sabía. No, le digo, no lo sabía. Parece molesto. ¿Qué quiere decir? ¿No leyó mi relato? Le explico que nunca asumo automáticamente que una obra de ficción sea autobiográfica. Cuando le pregunto por qué piensa que yo debería saber que él estaba escribiendo sobre sí mismo, se muestra confundido y dice: ¿Sobre quién más podría estar escribiendo?
Una amiga mía que está escribiendo unas memorias dice: Odio la idea de escribir como una especie de catarsis, porque parece imposible que eso genere un buen libro.
No puedes esperar consolarte de tu dolor escribiendo, advierte Natalia Ginzburg.
Recurramos entonces a Isak Dinesen, que creía que cualquier pena se podía hacer soportable metiéndola en un relato o contando una historia sobre ella.
Supongo que yo hice hacia mí misma lo que los psicoanalistas hacen por sus pacientes. Expresé alguna emoción duradera y profunda. Y, al expresarla, la expliqué y la dejé descansar. Woolf está hablando de escribir acerca de su madre, ya que los pensamientos sobre ella la habían obsesionado entre los trece (su edad cuando su madre murió) y los cuarenta y cuatro, cuando, en un gran ataque aparentemente involuntario, escribió Al faro. Tras cuya escritura, la obsesión cesó: Ya no oigo su voz; ya no la veo.
P. ¿La eficacia de la catarsis depende de la calidad de la escritura? Y si alguien llega a la catarsis por escribir un libro, ¿es relevante o no que el libro sea bueno?
Mi amiga también está escribiendo acerca de su madre.
A los escritores les encanta citar a Miłosz: Cuando en el seno de una familia nace un escritor, la familia termina.
Cuando metí a mi madre en una novela, nunca me lo perdonó.
Nada que ver con, pongamos, Toni Morrison, a la que le parecía que basar un personaje en una persona real era violar los derechos de autor. Una persona es dueña de su vida, dice. No ha de usarse en la ficción.
En un libro que estoy leyendo el autor habla de gente de palabras en oposición a gente de puños. Como si las palabras no pudieran también ser puños. O no fuesen a menudo puños.
Un tema importante en la obra de Christa Wolf es el miedo a que escribir acerca de alguien sea una manera de matar a esa persona. Transformar la vida de alguien en una historia es como convertir a esa persona en una estatua de sal. En una novela autobiográfica, Wolf describe un sueño recurrente de infancia en el que ella mata a su madre y a su padre escribiendo sobre ellos. El remordimiento por ser escritora la persiguió toda su vida.
Me pregunto cuántos psicoanalistas realmente hacen por sus pacientes lo que Woolf hizo por sí misma. Apuesto a que no muchos.
Podrán desacreditar las ideas de Freud a su capricho, decías, pero nadie osará decir que el tipo no era un gran escritor.
¿Freud fue una persona real?, oí preguntar a un alumno una vez.
Fue un psicoanalista, por supuesto, quien dio con la expresión bloqueo del escritor. Edmund Bergler, como Freud, judío austriaco, fue seguidor de las teorías freudianas. Según la Wikipedia, Bergler creía que el masoquismo era la causa de todas las demás neurosis humanas, que lo único peor que la inhumanidad de unas personas hacia otras era la inhumanidad del hombre hacia sí mismo.
(Pero una escritora tiene ración doble, dijo Edna O’Brien: el masoquismo de mujer y el de la artista.)
La invitación era para dar un taller de escritura en un centro de tratamiento para víctimas de tráfico humano. Quien me lo ofreció era una mujer a quien yo conocía o, más bien, conocí en su momento: habíamos sido amigas en la universidad. Por aquel entonces, ella también quería ser escritora, pero acabó siendo psicóloga. Durante los últimos diez años había estado trabajando en aquel centro de tratamiento, que estaba asociado a un gran hospital psiquiátrico bastante cercano a Manhattan en autobús. La mujer con la que trabajaba había respondido bien a la arteterapia (más adelante vi algunos de sus dibujos y los encontré muy perturbadores). Pensaba que escribir le sería incluso más útil, pues parece que había sido de mucha ayuda a otras víctimas de traumas como los veteranos de guerra con síndrome de estrés postraumático.
Yo quería hacerlo. Como un servicio a la comunidad, como un favor a una vieja amiga y como escritora.
Pensé en la joven tan barrocamente tatuada y perforada con piercings que había conocido hacía unos meses en un taller que di en un congreso de verano de escritores. Era un taller de ficción, aunque lo que ella estaba escribiendo se encontraba más cerca de un texto memorístico -llamémoslo autoficción, ficción del yo, ficción sobre la realidad, lo que sea-: la historia en primera persona de Larette, una chica víctima de tráfico sexual.
Su escritura era buena por tres razones principales: carecía de sentimentalidad, carecía de autocompasión y tenía sentido del humor. (Si esto último suena improbable, tratemos de pensar en un buen libro que, independientemente de lo oscuro del tema, no incluya algo cómico. Es porque alguien tiene sentido del humor por lo que sentimos que podemos confiar en él, dice Milan Kundera.) Una de esas historias vitales que debían suavizar su tono para evitar resultar inverosímiles. (Los lectores se sorprenderían de lo a menudo que los escritores hacen esto.) Se había pasado dos años en un centro de rehabilitación, luchando contra la drogadicción, la vergüenza y la tentación de huir de nuevo junto a su proxeneta, cuyo nombre llevaba tatuado en tres sitios distintos de su cuerpo. Más adelante se matriculó en un centro de formación profesional, donde asistió a su primer curso de escritura.
Como mucha gente a la que conocí, ella cree que escribir le salvó la vida.
En relación con la escritura como autoayuda siempre fuiste escéptico. Te gustaba citar a Flannery O’Connor: Solamente los que tienen un don deberían escribir para el público.
Pero qué raro es conocer a personas que piensan que lo que están escribiendo ha de permanecer en privado. Y qué frecuente es conocer a gente que piensa que lo que están escribiendo los legitima no solo para el conocimiento público sino para la fama.
Pensabas que la gente iba por el camino equivocado. Pensabas que lo que estaban buscando -autoexpresión, hermandad, conexión- lo encontrarían más fácilmente en otra parte. Bailando y cantando juntos. En grupos de costura. Eso es lo que la gente habría elegido antaño, decías. ¡Escribir era demasiado difícil! Por algo Henry James dijo que alguien que quisiera ser escritor debería llevar escrita en la frente la palabra soledad. Frustración y humillación, dijo Philip Roth que era la escritura. La comparaba con el béisbol: Fallas dos de cada tres veces.
Esa era la realidad, decías. Pero en nuestra época grafómana la realidad se había ido a paseo. Ahora todo el mundo escribe igual que todo el mundo caga, y ante la palabra talento muchos quieren echar mano de un revólver. El auge de la autopublicación fue una catástrofe, decías. Fue la muerte de la literatura. Lo que significaba la muerte de la cultura. Y Garrison Keillor tenía razón, decías: Cuando todo el mundo es escritor, nadie lo es. (Aunque, en realidad, este era exactamente el tipo de declaración contra la que nos advertías que estuviéramos en guardia: Suena bien, pero, si la aprietas, se desmorona.)
Nada de esto era tan nuevo como parecía.
Escribir y publicar está dejando de ser algo especial. ¿Por qué no puedo hacerlo yo también?, se pregunta todo el mundo.
Escribió el crítico francés Sainte-Beuve.
En 1839.
No es que me disuadieras de dar clases en el Centro de Víctimas de la Tortura. Imagino que puede ser muy deprimente, decías, pero no dejará de ser interesante.
De hecho, fue idea tuya que yo escribiera de ello.
A las mujeres del centro se las animaba a escribir diarios o, como decía mi amiga la psicóloga, a llevar un diario. Los diarios debían ser privados, decía. Algunas de las mujeres se alarmaron al pensar que alguien pudiera leer lo que habían escrito, y ella tuvo que asegurarles que eso no sucedería. Podían escribir lo que desearan, con total libertad, sabiendo que nadie lo leería. Ni siquiera ella lo iba a leer. Sugería que aquellas que tenían el inglés como segundo idioma escribieran en su lengua materna.
Algunas mujeres tenían la precaución de esconder sus diarios cuando no los estaban usando. Otras lo llevaban siempre consigo. Pero unas cuantas insistían en destruir lo que habían escrito inmediatamente o poco después de escribirlo. Y también eso estaba bien, les dijo.
A aquellas mujeres les pedían que escribieran a diario durante al menos quince minutos, deprisa, sin pararse a pensar demasiado ni dejar que las distrajeran. Escribían a mano, en las libretas que el centro les proporcionaba (mi amiga cree en estudios que demuestran que la escritura a mano es mejor para concentrarse y que una página con renglones es más acogedora que una pantalla en blanco como depositaria de intimidades y secretos).
Por supuesto, algunas se negaron a llevar un diario.
Las mismas mujeres que se enfadaron conmigo porque esperaba de ellas que volvieran a sus malas experiencias, dijo. Tienes que entender lo que han pasado esas mujeres. Para la mayoría, el maltrato no comenzó con el tráfico. (Creo que he sufrido violencia desde que nací.) A algunas las pusieron en peligro deliberadamente -en algunos casos vendiéndolas- miembros de su propia familia. Y que ya no abusen de ellas no significa que no les sigan causando daño. En algún momento siempre les pregunto qué piensan que sería lo mejor que podría pasarles y no te imaginas cuántas dicen: Creo que lo mejor para mí sería morirme.
Pero había un grupo de mujeres que se pusieron a llevar un diario tan contentas, y muchas escribían durante mucho más de quince minutos al día. Mi amiga les quería dar a estas mujeres la oportunidad de asistir a un taller, un lugar seguro donde podrían no solamente escribir sino también compartir su escritura con las demás y con una instructora. Las mujeres que se inscribieron, dijo, contaban con cierto nivel de inglés, aunque no todas eran hablantes nativas. Incluso las hablantes nativas habían expresado sus preocupaciones sobre sus aptitudes para la escritura y les preocupaba particularmente la ortografía y la gramática. Ella les había dicho a las mujeres que, al igual que en sus diarios, no tenían que prestar ninguna atención ni a la ortografía ni a la gramática.
Así que es importante que no te fijes en esos errores, me dijo. Sé que no será fácil para ti, pero estas mujeres ya tienen suficientes problemas de autoestima y no queremos inhibirlas.
Pensé en un poema de Adrienne Rich que incluye versos escritos por una estudiante en el programa abierto de admisiones del City College de Nueva York. La gente sufre mucho cuando es pobre… Algunos de los sufrimientos son estos:
Mi amiga me enseñó ejemplos de las obras de arte que habían hecho las mujeres: cuerpos sin cabeza, casas en llamas, hombres con la boca de animales feroces, niños desnudos con navajazos en los genitales o en el corazón.
Me hizo escuchar cintas de los testimonios de algunas de aquellas mujeres y entonces los dibujos cobraron vida.
Sigo llamándolas mujeres, me dijo, pero muchas de las que vemos todavía son chicas. Y esos son algunos de los casos más trágicos. Tenemos a una chica de catorce años que fue rescatada el mes pasado de una casa donde la tenían encadenada a un catre en el sótano. Cuando el abuso sexual se suma al cautiverio, los daños son aún más graves. Por ahora esta chica es incapaz de hablar. No tiene ningún problema en sus órganos vocales -nada que le encuentren los médicos, en cualquier caso-, pero ella insiste en permanecer en silencio. De vez en cuando vemos este tipo de síntomas psicosomáticos: mutismo, ceguera, parálisis.
Mi amiga quería que viese una película sueca llamada Lilya 4-Ever. Yo ya la había visto hacía años, cuando la estrenaron. En aquel momento no sabía que estaba inspirada en una historia real. No sabía nada al respecto; había decidido verla un día de improviso porque me había gustado una película anterior del mismo director y porque la ponían cerca. Es más que posible que, de haber sabido qué me esperaba, nunca habría ido a ver Lilya 4-Ever. Al final resultó una experiencia imborrable: más de una década después, no me hizo falta verla de nuevo.
Lilya es una chica de dieciséis años que vive con su madre en unas viviendas lúgubres de protección oficial de algún lugar de la antigua Unión Soviética. Lilya cree que ella y su madre y el novio de su madre están a punto de emigrar a Estados Unidos, pero, cuando llega el momento, dejan atrás a Lilya. Entonces una desalmada tía suya se queda con el apartamento donde ha estado viviendo Lilya, forzándola a mudarse a lo que no es más que un agujero infecto. Abandonada, sin un céntimo, Lilya cae en la prostitución.
De la gente que la rodea, Lilya ha aprendido a no esperar nada más que crueldad y traición. La excepción es Volodya, un niño unos años menor que Lilya cuyo padre borracho lo maltrata. Volodya quiere a Lilya, que le da su amistad y lo acoge cuando su padre lo echa de casa. Juntos, los dos niños abandonados comparten varios momentos felices, pero aun así la vida de Lilya es muy cruda.
La esperanza llega en forma de un joven sueco atractivo y de voz suave llamado Andrei. Él le dice a Lilya, quien inmediatamente se enamora de él, que con su ayuda podrá ir a Suecia y comenzar una nueva vida. Ella no deja escapar la oportunidad, a pesar de lo que eso significará para Volodya, quien de hecho reacciona a la partida de su única amiga en el mundo suicidándose.
Volodya sigue apareciendo en la película en forma de ángel.
Lilya llega a Suecia, sola (Andrei le ha prometido reunirse con ella después), y se encuentra en el aeropuerto con el hombre que, según le han dicho, la protegerá. El hombre la conduce a su nueva casa, un bloque de apartamentos situado en lo alto de la calle, y allí la encierra. Rapunzel, Rapunzel. Él es el primero que la viola. La nueva vida de Lilya ha comenzado. Ahora, día tras día, la ponen en manos de clientes -una amplia gama de edades y tipos-, ninguno de los cuales permite que ni la evidente juventud de ella ni el hecho también evidente de que está obrando contra su voluntad interfiera con su lascivia. Por el contrario, todos ellos se comportan como si la esclavitud sexual fuese aquello para lo que Lilya había venido a este mundo.
La primera vez que trata de escapar, la capturan y la golpean. La segunda vez, se halla en un puente situado sobre una autopista. Aunque la ayuda en forma de mujer policía se encuentra cerca, a Lilya le entra el pánico y salta.
Tras saltar, la niña en cuya vida y muerte se inspiró Lilya 4-Ever resultó llevar consigo algunas cartas que había escrito. Así fue como se conoció su historia.
Vi la película, sola, en la pequeña sala de cine de arte y ensayo de mi barrio, una tarde entre semana. El público estaba formado nada más que por unas cuantas personas. Me acuerdo de que, al terminar, tuve que esperar para recomponerme antes de abandonar la sala. Fue una sensación humillante. Algunas filas más adelante se sentaba otra mujer que había ido sola al cine y que estaba sollozando. Cuando finalmente me marché ella seguía allí sentada, todavía llorando. También me sentí humillada por ella.
Según mi amiga, Lilya 4-Ever se ha proyectado a menudo en grupos dedicados a la ayuda humanitaria y a la defensa de los derechos humanos, así como en colegios en zonas donde se sabe que las niñas son especialmente vulnerables a los traficantes.
No es lo suficientemente brutal, fue la reacción de un grupo de prostitutas moldavas a las que les pidieron que viesen la película.
Más chocante incluso para mí fue oír al director decir que él creía que Dios cuidó a Lilya (al igual que Volodya, Lilya, tras su muerte, aparece en la pantalla como si fuera un ángel), que, sin creer en eso, él no podría haber hecho la película. Creo que me habría suicidado, dijo.
¿Y qué piensa él entonces que deberían hacer los que no creen en eso, los que ni por asomo confían en que Dios vaya a cuidar a las Lilyas del mundo?
Mi amiga dijo: Para la gente que ha sido víctima de la desigualdad y la explotación, como las personas atrapadas en la barriada pobre de Lilya, podría darse cierta comprensión hacia el maltrato que se dan unos a otros. Incluso se podría perdonar, decía, pero la actitud depravada de todos esos miembros privilegiados del próspero Estado del bienestar nórdico… es más difícil de aceptar.
Una vez vi una fotografía en una revista: una fila larga de hombres serpenteando en el exterior de una casucha que usaban unas prostitutas adolescentes. No recuerdo qué parte del mundo era. Lo que sí recuerdo es que nada en aquellos hombres sugería algo fuera de lo habitual. Varios están fumando cigarrillos. Este mira su reloj, aquel observa el cielo, el de más allá lee un periódico. En general, reina una sensación de paciente aburrimiento. Podrían estar esperando el autobús o su turno en la jefatura de tráfico.
Mi amiga me contó otro caso. De nuevo, los médicos no encontraban ninguna lesión o enfermedad que impidiera a la paciente hablar como cualquier persona normal, pero no hablaba. Cuando le sugirieron que comenzase a llevar un diario, se entusiasmó. En una semana había llenado una pila entera de libretas. Su escritura era increíblemente apretada, con las letras más diminutas que se puedan imaginar, dijo mi amiga. Ya solo verla garabatear daba miedo. Se le hinchaba la mano, los dedos se le llenaban de ampollas y le sangraban, pero ella no quería -no podía- parar.
Nunca supimos lo que estaba escribiendo porque no lo compartía con nosotros, dijo mi amiga, pero no me sorprendería que fuese sobre todo algo repetitivo y sin sentido. Por suerte, le pudimos dar una medicación que la ayudó a detener la escritura maniaca y a comenzar a hablar de nuevo.
Según Larette, ella también había pasado por un periodo de mutismo. Cuando trataba de hablar, el dolor le cerraba la garganta, como si unas manos invisibles la estuvieran ahogando.
Me esforzaba mucho, a pesar del dolor, pero lo máximo que podía lograr era un gemido seco, como un ratón asmático, que hacía que la gente se riera. Me sentía tan avergonzada que dejé de intentarlo. Cuando quería comunicarme, usaba la escritura o algún tipo de lengua de signos o articulaba en silencio las palabras. La garganta no dejaba de dolerme.
En terapia, recuerda un incidente en el que no había pensado durante muchos años. Tenía que ver con su abuela, en la que trataba de pensar lo menos posible. Cuando Larette tenía diez años, su madre fue apuñalada mortalmente por un novio. Como el padre estaba ausente, la pusieron al cuidado de su abuela. Larette se refería a esta mujer, una adicta a la metanfetamina cada vez más desesperada, como «mi primera ama».
Fue la primera que me vendió a los hombres. Recuerdo que estábamos sentadas en la mesa de la cocina y ella se levantó y fue al frigorífico. Abrió el congelador y sacó un polo de hielo, le quitó la envoltura y lo partió en dos. Recuerdo que era de cereza, mi sabor favorito. Me puso un pedazo en la boca. Déjame enseñarte, cariño. Se colocó el otro en su propia boca y comenzó la tarea.
Este era uno de los recuerdos que Larette dudaba si incluir en su libro. Temía que sonase inventado. Lo borraba todo el tiempo, lo volvía a incluir y lo volvía a borrar.
Conozco a otra mujer, una escritora, que en ocasiones se gana la vida como trabajadora sexual. Ella está en contra de la idea reciente que sostiene que toda prostituta ha de verse como víctima de tráfico humano. Quiere trazar una línea gruesa entre una esclava y una trabajadora libre que ejerce su voluntad como ella misma hace. Las redadas en los burdeles, las trampas y el escarnio público a los clientes desatan su indignación.
Dios nos libre de los paladines, dice. ¿Por qué cuesta tanto creer que no todos necesitamos, o queremos, que nos rescaten? Hay que reconocerlo, ¿no ha sido siempre imposible para la sociedad aceptar que lo que hace una mujer con su cuerpo es exclusivamente cosa suya?
A esta mujer le gusta contar una historia relacionada con la actriz francesa Arletty, acusada en 1945 de traición porque, durante la ocupación, tuvo un romance con un oficial alemán. En su defensa dijo: Mi corazón es francés pero mi culo es internacional. (En realidad, mi amiga prefiere una versión diferente, más breve, de la famosa ocurrencia de Arletty: Mi culo no es Francia.)
Mi amiga la trabajadora sexual dice que no da crédito a lo ingenuas que son la mayoría de las mujeres. No tienen ni idea de que la mayoría de los hombres han tenido relaciones con una prostituta, entre ellos, sus propios padres y hermanos, sus novios y sus maridos. A Larette la he escuchado decir eso mismo, al igual que he escuchado a hombres que dicen dudar de aquellos hombres que aseguran no haber pagado nunca por tener sexo.
En un documental televisivo reciente, una exprostituta que había ejercido en un motel de las afueras explica que las mañanas de los lunes eran los momentos más concurridos: aparentemente, nada era mejor para el negocio que un fin de semana con la mujer y los niños.
Una vez le pregunté a mi amiga si disfrutaba siendo una trabajadora sexual. Estaba casi segura de que me diría que sí. Pero me miró como si no me hubiera oído bien. Lo hago por dinero, me dijo. No hay nada de qué disfrutar. Si pudiese ganarme la vida escribiendo, no se me ocurriría hacer esto. Es más fácil que dar clases, decía.
Tuve que prometer no usar nada de lo que escribieran las mujeres del taller, pero mi amiga la psicóloga aceptó que escribiera sobre ella y el trabajo que hacía. Tú, siempre tan generoso, le lanzaste la idea a un editor con el que casualmente quedaste a comer. Enseguida tuve un contrato y una fecha de entrega.
Poco después de graduarnos en la universidad, mi amiga publicó algunos relatos. Las revistas en las que aparecieron eran minoritarias pero prestigiosas, el tipo de publicaciones literarias trimestrales a las que se les prestaba verdadera atención. Uno de sus relatos ganó un premio y, más adelante, ese año a mi amiga la nominaron y después la seleccionaron para un premio mucho mayor que se otorgaba anualmente a las jóvenes promesas de la literatura.
Quiero saber por qué dejó de escribir.
No fue exactamente una decisión, me dijo. Simplemente fue algo que ocurrió. Había empezado a escribir una novela y tenía problemas de concentración y un conocido me sugirió que probase con la meditación. Así me metí en el budismo. Pasé un mes en un retiro al norte de Nueva York aprendiendo a meditar y, desde entonces, lo vengo haciendo. Sé que hay muchos escritores metidos en el budismo, y quién no practica algún tipo de meditación o yoga hoy en día. Y conozco a personas que dicen que la meditación las ayudó en sus carreras. Pero yo, desde el momento en que empecé a estudiar budismo, lo encontré incompatible con ser escritora.
Para aclarar las cosas: a pesar de ello, nunca dejé de escribir. No necesitaba hacerlo. Llevo un diario, para empezar -de hecho, llevar un diario me parece una forma de meditación- y escribo poesía. Las cosas que veo en mi trabajo a diario son muy perturbadoras y he encontrado ayuda en la poesía. No es que escriba sobre mi trabajo. Mis poemas tienden a tratar sobre la belleza del mundo, especialmente acerca de la naturaleza. No es poesía muy buena, lo sé, y no siento el deseo de compartirla. Para mí, escribir poesía es como orar y orar no es algo que tengas que compartir con los demás.
No era que quisiese apartarme por completo del mundo. No quería convertirme en monja budista ni nada así. Pero como digo, comencé a tener dudas acerca de ser escritora. No veía cómo iba a poder compaginar una carrera literaria con el objetivo de liberarme del apego. Nada más terminar el retiro budista, fui a una residencia de artistas, aún esperaba volver a encarrilar la novela. Recuerdo mirar a las demás personas que había allí, algunos estaban justo empezando como yo y otros ya eran autores consolidados, y pensar en lo que cuesta -aparte del talento, por supuesto- tener éxito. Tienes que tener ambición, ambición en serio, y, si quieres hacer realmente un buen trabajo, has de estar motivada. Tienes que querer superar lo que otros hicieron. Tienes que creer que lo que estás haciendo es increíblemente serio e importante. Y todo esto me parecía que estaba en conflicto con aprender a sentarse en silencio. Y dejarse ir.
Y por más que se suponga que escribir no es una competición, veo que casi siempre los escritores creen que sí lo es. Cuando estaba en la residencia de artistas, uno de los escritores que había consiguió un adelanto tan enorme que salió en The [New York] Times. Esa noche en la cena, dijo Con esto pierdo a mis dos últimos amigos. Lo dijo en broma, por supuesto, pero me di cuenta de que cuando un escritor se forra, se invierte un gran esfuerzo en intentar hundir a esa persona.
También parecía que todos tenían el dinero como prioridad. Yo no lo entendía. ¿Quién demonios se convierte en escritor por dinero? Me acuerdo de mi primera clase de escritura, el profesor dijo: Si vais a ser escritores, lo primero que tenéis que hacer es hacer voto de pobreza. Y en el aula nadie se inmutó.
Me parecía que todo escritor que conocía -que en aquel momento era casi toda la gente a la que conocía- se encontraba en un estado de frustración crónica. La gente se ponía histérica constantemente por quién conseguía tal cosa y a quién dejaban de lado y lo terriblemente injusto que era todo. Aquello era muy complicado. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué los hombres eran todos tan arrogantes y por qué tantos eran depredadores sexuales? ¿Por qué las mujeres estaban todas tan enfadadas y deprimidas? La verdad, era difícil no sentir pena por todos.
Cada vez que acudía a una lectura no podía evitar sentirme incómoda por el autor. Me preguntaba si querría ser yo la que estuviera ahí y la respuesta sincera era que ni loca. Y no solamente lo sentía yo. Esa misma incomodidad se notaba en el resto del público. Y recuerdo pensar: Esto es de lo que Baudelaire hablaba cuando decía que el arte era prostitución.
Mientras tanto, yo seguía luchando con la novela. Y entonces un día me dije: Pongamos que no escribes este libro. ¿No había otros trillones de personas queriendo traer novelas al mundo? ¿No había, de hecho, demasiadas novelas? ¿Creía sinceramente que echarían en falta la mía? ¿Y podía yo justificar hacer algo con mi vida, mi única indómita y valiosa vida, a sabiendas de que, de no hacerlo, no se echaría en falta?
En aquel tiempo oí por casualidad a un escritor en la radio. No recuerdo quién era, pero para mí bien podría haber sido Dios. Lo recuerdo diciendo que si a lo largo del año siguiente no se publicase ni una sola obra de ficción, en lugar del número abrumador de historias y novelas que, como ya sabíamos, serían publicadas, el efecto sobre el mundo sería básicamente el mismo.
No es cierto, por supuesto, porque imagino que tendría un efecto significativo en la economía, pero yo sabía lo que él quería decir y me sentía como si me lo estuviera diciendo a mí. Y ahí es cuando dije para mis adentros: Tienes que cambiar tu vida.
No es que no tuviera remordimientos. Hubo muchas ocasiones en las que tuve la horrible sensación de que no era más que una desertora, demasiado vaga o cobarde como para estar a la altura de mi sueño. Pero si necesitaba pruebas de haber tomado la decisión correcta, me bastaba con fijarme en mis propias lecturas. Yo era la rata de biblioteca más apasionada, pero conforme pasan los años cada vez estoy menos interesada en la lectura, especialmente en la ficción. Quizás ello se deba a las realidades que veo a diario, pero empecé a aburrirme con las historias sobre gente inventada que vivía vidas inventadas llenas de problemas inventados.
Continué durante un tiempo. Me compraba un libro que todo el mundo consideraba una obra maestra o la Gran Novela Americana o lo que fuese, y la mitad de las veces no lo terminaba. O, si lo terminaba, no lo recordaba. La mayoría de las veces me olvidaba del libro prácticamente tras cerrarlo. Después dejé de leer cualquier tipo de ficción y me di cuenta de que no la echaba de menos.
¿Y si ella no hubiera dejado de escribir ficción?, pregunté. ¿Pensaba que habría perdido interés en leerla en cualquier caso?
No lo sé, dijo. Solo sé que estoy mucho más contenta haciendo lo que hago ahora de lo que lo estaría si estuviera haciendo lo que tú haces.
Quizá fuera un cumplido que sintiera que me podía decir todo esto sin preocuparse por herir mis sentimientos.
El estudiante que se gradúa de un programa de escritura y continúa hasta que… renuncia a escribir. A los dos nos resultaba familiar ese tipo. Parecía haber uno en cada clase y siempre nos preguntábamos: ¿Por qué suele tratarse del más prometedor? (Exactamente el caso de Esposa Uno.)
Escribid acerca de un objeto. Escribid acerca de algo que sea, o haya sido, importante para vosotras. El objeto puede ser cualquier cosa. Describid el objeto y después escribid por qué es importante para vosotras.
Una mujer escribió sobre cigarrillos. Sus mejores amigos, los llamaba. Empezó a fumar cuando tenía ocho años. Nunca habría sobrellevado mi vida sin ellos, decía. Prefiero fumar que hacer casi cualquier cosa. Otra mujer escribió acerca de un cuchillo que había empleado para defenderse. No era la única que escribió sobre algún tipo de arma. Pero más o menos la mitad de las mujeres escribieron sobre una muñeca. Todas menos una de las muñecas tuvieron un mal final. Se perdieron o rompieron o de algún modo u otro quedaron destrozadas. La única muñeca que escapó a tal destino ahora estaba escondida en un lugar secreto del que la escritora confiaba en recuperarla algún día. Eso era todo lo que dijo la mujer. Negó con la cabeza cuando le recordé que se suponía que debía describir el objeto. Si lo hacía, a lo mejor atraía al mal, dijo. La muñeca estaría en peligro y ella nunca volvería a verla.
Semana tras semana, al leer las historias de las mujeres en el trayecto en autobús a casa, comenzaron a parecerse a un relato muy largo, como si fuera siempre el mismo relato contado una y otra vez. Siempre pegan a alguien, siempre hay alguien que sufre. Siempre hay alguien a quien tratan como a un esclavo. Como a una cosa.
Algunos de los sufrimientos son estos:
Los mismos sustantivos: cuchillo, correa, soga, botella, puño, cicatriz, moratón, sangre. Los mismos verbos: forzar, golpear, dar latigazos, quemar, ahogar, no dar de comer, gritar.
Escribid un cuento de hadas. Para algunas, una oportunidad de fantasear una venganza. De nuevo, siempre un cuento de violencia y humillación. Siempre el mismo vocabulario.
Ninguna escritura se desaprovecha, decías a menudo. Incluso si algo no funciona y acabas tirándolo, como escritor siempre aprendes algo.
Esto es lo que aprendí: Simone Weil tenía razón. El mal imaginario es romántico y variado; el mal real es sombrío, monótono, árido, aburrido.
Esto fue lo último de lo que tú y yo hablamos cuando aún estabas vivo. Después, solo tu correo con una lista de libros que pensabas que me serían útiles en mi investigación. Y, por las fechas, los mejores deseos para el Año Nuevo.