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Un consejo que a menudo se les da a los escritores: leed vuestros manuscritos en voz alta. Consejo que con frecuencia soy demasiado perezosa para seguir. Pero en estos días intentaré cualquier cosa que me mantenga más rato junto a mi escritorio. Recojo las páginas que acabo de imprimir y empiezo a leer. Detrás de mí oigo a Apollo, que ha estado durmiendo detrás del sofá, levantar todo su peso hasta ponerse en pie. Trota hacia el escritorio (estamos casi ojo con ojo cuando me siento) y me mira fijamente como si estuviera haciendo algo extraordinario. O a lo mejor, aunque hoy ya hayamos dado un largo paseo, quiere salir otra vez.

Cuando alcanzo el final de la página, hago una pausa para pensar. Apollo me da un toquecito con el morro. Ladra, muy suave, solo una vez. Da un paso hacia delante, un paso hacia la derecha, un paso hacia atrás, todo mientras mueve la cabeza de lado a lado, su modo de decir Qué demonios.

¡Quiere que siga leyendo! Sea verdad o no, eso es lo que hago. Pero pronto me detengo.

Lee tus frases en voz alta, aconsejan, y oirás lo que no suena bien, lo que no funciona. Lo oigo, lo oigo. Lo que no suena bien, lo que no funciona. Lo oigo.

No es distinto de cuando leo las frases para mis adentros.

Cruzo los brazos sobre el escritorio y oculto la cabeza en ellos.

Toquecito. Guau. Vuelvo la cabeza. La mirada de Apollo es profunda, sus orejas desiguales se ven afiladas como cuchillas. Me lame la cara y se marca un chachachá otra vez. Mueve el rabo y por enésima vez pienso lo frustrante que debe de ser para un perro: el problema sin fin de hacerte entender por un humano.

Me muevo de la silla al sofá, Apollo me mira, con el ceño fruncido. De ojo a ojo. ¿Qué piensan los perros cuando ven llorar a alguien? Criados para dar consuelo, nos reconfortan. Pero qué desconcertante ha de ser la infelicidad humana para ellos. Nosotros, que podemos llenar nuestros platos en cualquier momento y con tanta comida como queramos, que podemos salir cuando nos apetezca y obrar con libertad -nosotros que no tenemos un amo que necesita que le satisfagan u obedezcan constantemente-… ¿Qué demonios?

De la pila de libros de la mesa baja, escojo las Cartas a un joven poeta de Rilke, un libro obligatorio en uno de mis cursos. Lo abro y comienzo a leer en voz alta. Tras unas cuantas páginas, Apollo dibuja la sonrisa de boca entreabierta que suelen lucir otros perros a todas horas pero raramente -cosa preocupante- él. Mientras sigo leyendo, se baja al suelo, me cubre los pies y se apoya en mis espinillas. Relaja la cabeza sobre las patas y me mira cada vez que paso una página. La posición de sus orejas cambia como respuesta a mis inflexiones vocales. Me recuerda a mi conejo mascota acuclillado junto al altavoz. Pero Apollo nunca parecía disfrutar de la música que le ponía a él, nunca se sentía tan apaciguado -ni por la música ni por el masaje- como parece estarlo ahora.

Así que sigo leyendo, tan claramente y con tanta expresividad como lo haría para alguien que comprendiese cada palabra. Y yo también lo encuentro relajante: la prosa lírica en mi boca, el gran cálido peso que se mueve suavemente sobre mis pies y piernas.

Conozco bien este librito: diez cartas dirigidas a un estudiante que le escribió a Rilke para pedirle consejo cuando el propio Rilke no tenía más que veintisiete años. La octava carta contiene su famosa visión del mito de la bella y la bestia: Quizá todos los dragones de nuestra vida sean princesas que solamente esperan vernos alguna vez actuar con belleza y valor. Quizá todo lo que nos asusta sea -en su más profunda esencia- algo indefenso que solo ansía nuestro amor. Palabras a menudo citadas, o parafraseadas, también recientemente en un epígrafe de la película Dios blanco: Todo lo terrible es algo que necesita nuestro amor.

Cuídate de la ironía, ignora la crítica, ve a lo simple, estudia las cosas pequeñas y humildes del mundo, haz lo que te sea difícil precisamente por ser difícil, no busques respuestas sino más bien ama las preguntas, no huyas de la tristeza ni de la depresión porque pueden ser justo las condiciones necesarias para tu trabajo. Persigue la soledad, ante todo persigue la soledad.

He leído los consejos de Rilke tan a menudo que me los sé de memoria.

Cuando leí esas cartas por primera vez -más o menos con la misma edad que Rilke tenía cuando las escribió-, sentí que habían sido escritas tanto para mí como para su remitente, que todos esos maravillosos consejos estaban destinados a cualquiera que quisiese convertirse en escritor.

Pero ahora, a pesar de que la escritura me pueda parecer más bella que nunca, no puedo leerla sin sentir cierto desasosiego. No puedo olvidarme de mis estudiantes, que no sienten en absoluto lo que el Joven Poeta debió de sentir cuando las recibió en la primera década del siglo pasado. Ellos no sienten lo que sentimos nosotros cuando nos mandaste leer ese libro, tres cuartos de siglo más tarde, junto a la novela autobiográfica de Rilke Los apuntes de Malte Laurids Brigge. Ellos no sienten que Rilke les está hablando. Al contrario: lo acusan de excluirlos. Dicen que es mentira que la escritura sea una religión que requiera la devoción de un sacerdote. Dicen que eso es ridículo.

Cuando les cuento el mito sobre la muerte de Rilke, cómo se llegó a decir que el comienzo de su enfermedad mortal ocurrió al pincharse la mano con la espina de una rosa -esa flor que lo obsesionaba y que era un símbolo tan trascendental en su obra-, emiten un quejido, y un estudiante no puede parar de reír.

Hubo una época en que los escritores jóvenes -al menos los que nosotros conocíamos- creían que el mundo de Rilke era eterno. Estoy de acuerdo con mis estudiantes en que ese mundo ha desaparecido, pero a su edad a mí no se me habría ocurrido que podría desaparecer, y mucho menos mientras yo estuviera viva.

Nada genera más ansiedad que la afirmación de Rilke cuando dice que si una persona siente que puede vivir sin escribir no debería escribir en absoluto. ¿Debo escribir? es la pregunta que le insta a formularse al estudiante en la hora más silenciosa de su noche. Si te prohibieran escribir, ¿te morirías? (Palabras que Lady Gaga se toma a pecho, o al menos a bíceps, que es donde las tenía, en versión alemana original, tatuadas.)

Debemos amarnos unos a otros o morir es como otra poeta terminó una vez una estrofa del que se convertiría en uno de los poemas más famosos del mundo. Pero el autor de «Septiembre, 1, 1939» llegó a despreciar ese poema y se sentía tan molesto por la obvia falsedad de ese verso en particular que, antes de permitir que reimprimieran el poema en una antología, insistió en que debía ser revisado: Debemos amarnos unos a otros y morir. Y todavía más adelante, aún con recelo, pese a la corrección, renunció a todo el poema -irremediablemente corrompido, en su cabeza- por completo.

Pienso en esta anécdota sobre Auden.

Pienso en cómo hubo un tiempo en el que tú y yo creíamos que escribir era lo mejor que podíamos confiar en hacer con nuestras vidas. (La mejor vocación del mundo. Natalia Ginzburg.)

Pienso en cómo habías empezado a contarles a tus estudiantes que si había algo más que pudieran hacer con sus vidas en vez de convertirse en escritores, cualquier otra profesión, deberían hacerlo.

 

Fue sobre esta época el año pasado: estaba limpiando armarios. De una balda de arriba saqué cajas de fotografías y recortes y papeles, entre ellos tus viejas cartas. Se me había olvidado cuántas había de aquellos tiempos en que aún no había correo electrónico.

Parece que a menudo buscaba consejo.

Quieres saber sobre qué deberías escribir. Tienes miedo de que cualquier cosa que escribas sea trivial o simplemente otra versión de algo que ya se ha dicho. Pero recuerda, hay al menos un libro en ti que nadie puede escribir salvo tú. Mi consejo es que caves muy hondo y lo encuentres.

 

 

 

Él también dejó rastros de mujeres llorosas. Pero, de los dos tipos de mujeriegos, era casi seguro de los que aman a las mujeres. Solo con las mujeres, decía Rilke, era con quienes podía hablar. Solo a las mujeres podía comprender y junto a ellas permanecer (con tal de que no tuviese que estar junto a ellas demasiado tiempo). Y pocos hombres han encontrado tantas mujeres con ganas de amar, proteger y perdonarlos.

Una vez más me topo con esta famosa definición de amor: dos soledades que se protegen, se tocan mutuamente y se saludan.

¿Y eso qué quiere decir?, escribe una estudiante en su trabajo final. No son más que palabras. No tiene nada que ver con la vida real, que es donde el amor sucede realmente.

El tono exasperado, hostil, que con tanta frecuencia se encuentra en los trabajos de los estudiantes.

En la vida real, él no logró ser un marido para su mujer, a la que dejó un año después de casarse. No logró ser un padre para su hija. Rilke, que encontró tanta riqueza y tanto sentido en la experiencia de la infancia, y que escribió tantas bellas palabras sobre niños, desatendió a su única hija. Lo cual no le impidió a ella dedicar su vida a la obra y memoria de su padre. Luego, a los setenta y un años, se suicidó.

Rilke, que amaba a los perros y los miraba con atención y sentía una compenetración sin límites hacia ellos. Que una vez encontró en la mirada de súplica de una perra vagabunda, vulgar y a punto de parir con la que se topó a la salida de un café en España toda esa verdad que va más allá de lo particular, para dirigirse, no sé adónde, hacia el porvenir o a lo incomprensible. Le dio un azucarillo de su café, cosa que, escribió después, fue como decir misa juntos.

Rilke, en cuya obra Apollo es una figura recurrente.

 

 

 

El libro es corto, se puede leer en voz alta en unas dos horas. Pero enseguida Apollo se quedó dormido, como un niño junto a cuya cama una madre ha estado leyendo y esperando precisamente ese momento para retirarse de puntillas. Yo no me estoy yendo de puntillas a ningún sitio. Aplastados bajo su peso, los pies se me han dormido. Los muevo y él se despierta. Sin levantarse, busca mi mano, que todavía sujeta el librito, y la lame.

Ahora ambos estamos en pie y vamos hacia la cocina. Le sirvo algo de pienso -es la hora- y, mientras come, me preparo para sacarlo a la calle.

 

Tal vez haya hecho caso omiso del incidente como algo ajeno a mi imaginación antropomórfica, pero justo al día siguiente ocurre esto: estoy sentada en el sofá con mi portátil cuando Apollo se sube y comienza a olisquear los libros que hay sobre la mesa auxiliar. Sus mandíbulas gigantescas se abren y se cierran alrededor del nuevo ejemplar en edición rústica del libro de Knausgård que compré para reemplazar el que destrozó. ¡Oh, no, otra vez no! Pero, antes de lograr apartarlo, coloca el libro con suavidad a mi lado.

 

Por supuesto que he oído hablar de perros terapéuticos. Perros entrenados para trabajar en hospitales, asilos, zonas catastróficas y cosas así, cuyo propósito es proporcionar consuelo y alegría con la esperanza de aliviar cualquier sufrimiento que los seres humanos atraviesen. Sé que se usan desde hace mucho tiempo y también que ahora a menudo se emplean para ayudar a niños con dificultades emocionales o de aprendizaje. Para mejorar las habilidades en la lectura y la expresión, a los niños en colegios y bibliotecas se los anima a que lean en voz alta a perros. Se dice que ha habido excelentes resultados, con niños que al leer a perros han progresado mucho más que los niños que les leen a otros seres humanos. Se dice que muchos de los que escuchaban parecían disfrutar y mostraban signos de atención y curiosidad. Pero un análisis del conjunto de beneficios para los perros a los que los seres humanos leen no aparece en mi investigación.

Se me ocurre pensar que alguien debió de leerle a Apollo. No es que crea que lo entrenaron como un perro terapéutico diplomado. (¿Acabaría un animal así en la calle?) Pero creo que alguien le debió de leer en voz alta -o, si no a él, al menos cuando él estaba presente- y que su recuerdo de esa experiencia es alegre. A lo mejor quien llevó a cabo la lectura era alguien a quien él quería. (¿Eras tú? No que ella sepa, dice Esposa Tres. Nunca en su presencia, en todo caso.) O quizás, aunque no sea un perro terapéutico profesional, sí se esperó que Apollo ayudase a alguien escuchándolo leer, una responsabilidad que se tomó en serio y por la que fue elogiado y premiado. Está en la naturaleza de muchos perros hacer algún tipo de trabajo, dicen los manuales de entrenamiento (si se les asigna una tarea, los perros que muestran señales de aburrimiento o depresión a menudo se espabilan), pero la gente casi nunca les da lo suficiente -en caso de darles algo- que hacer.

O puede que Apollo sea un genio canino que se ha dado cuenta de lo que hay entre los libros y yo. Quizá comprende que, cuando no me siento demasiado bien, perderme en un libro es lo mejor que puedo hacer. Quizás esto sea algo que se huela con su admirable nariz. Si, como muestran los estudios, la nariz de un perro es capaz de detectar el cáncer, no debería sorprendernos que también pueda detectar cambios causados por el alivio del estrés, por la experiencia del placer o la estimulación mental. Si algunos perros son capaces de predecir ataques en las personas, como sabemos que ha ocurrido, ¿tan extraño sería para alguno predecir un bajón anímico acechante?

De hecho, cuanto más vivo con Apollo, más convencida estoy de que el veterinario gruñón acertaba: los seres humanos no conocemos ni la mitad de cómo funcionan los cerebros de los perros. Probablemente puedan, a su manera callada e insondable, conocernos mejor de lo que nosotros los conocemos a ellos. En cualquier caso, la imagen es adorable: una avalancha de desesperación y, como el san bernardo que llega atravesando la nieve con un barrilito de brandi, Apollo me trae un libro.

Aunque sepamos que los san bernardos nunca hicieron eso realmente.

Durante una época yo habría tenido más claro si leerle las cartas a un joven poeta de Rilke a un perro era o no señal de desequilibrio mental.

Decido que leer en voz alta forme parte de nuestra rutina. A sabiendas de lo que esto le pueda parecer a los demás, no se lo cuento a nadie. Hay mucho en estas páginas que nunca le he contado a nadie.

Es curioso cómo el acto de escribir lleva a la confesión.

También lleva a mentir como un poseso.

 

Al igual que Rilke, Flannery O’Connor escribió una serie de cartas a una desconocida que le había escrito a ella de repente un día. En la colección de las cartas de O’Connor publicadas tras su muerte, esta remitente en particular, que pidió permanecer en el anonimato, se llama A. A sus treinta y dos, A. es dos años mayor que O’Connor, pero aun así la escritora está más que preparada para asumir el papel de mentora. Las cartas a A., escritas a lo largo de un periodo de nueve años, están llenas de pensamientos sobre literatura y religión y sobre lo que significa ser escritora y creyente en la Iglesia católica. O’Connor habla libremente sobre su escritura de ficción, y cuando A. le envía algo de su propia ficción, la respuesta es motivadora. A. tiene un don para escribir relatos, dice O’Connor, que considera un relato concreto «prácticamente perfecto». Cuando A. parece estar sufriendo un bloqueo, O’Connor se apresura a culpar al diablo. Para la seria y católica O’Connor, el diablo no es una metáfora.

Aunque con el tiempo ambas mujeres llegan a quedar, no lo harán muy a menudo. Mientras tanto, sobre el papel, la amistad prospera, acercándolas lo suficiente como para que O’Connor llame a A. «su pariente adoptada». Encantada cuando A. decide unirse a la Iglesia, O’Connor acepta ser su madrina de confirmación.

Pero al final ganó el diablo. A. pierde la fe. Deja la Iglesia. Aunque escribe y escribe en diversos géneros, no publica nada. A los setenta y cinco, treinta y cuatro años después de la muerte de O’Connor de lupus a los treinta y nueve, Hazel Elizabeth Hester, conocida como Betty, se dispara mortalmente.

 

Si O’Connor hubiera sido mi mentora, si hubiera estado escribiéndome a mí, le podría haber preguntado: ¿Que quería decir Simone Weil exactamente cuando dijo: Cuando tengas que tomar una decisión en la vida acerca de lo que deberías hacer, haz lo que más te cueste?

 

Haz lo que sea difícil porque es difícil. Haz lo que más te cueste. ¿Quiénes eran estas personas?

 

Si escribir no fuese doloroso, dice O’Connor, no valdría la pena hacerlo.

Pasemos a Virginia Woolf, quien dijo que poner sentimientos en palabras quita el sufrimiento. Llevar a buen puerto una escena, construir un personaje: no había mayor placer, decía.

 

Primera reunión de profesores del semestre. ¿Se les ha de permitir a los estudiantes leer en sus teléfonos móviles los libros listados? La mayoría es firme: en otros dispositivos electrónicos está bien, pero, por Dios, en los móviles no. Pero ¿dónde está la lógica?, argumenta P. D. Si no estamos hablando nada más que del tamaño de la pantalla. ¿No sería como decir que no pueden leer libros impresos en ediciones de bolsillo? No, es diferente, concuerda la mayoría. Aunque quince minutos después nadie ha logrado articular exactamente por qué.

 

Horas de despacho. El estudiante A se siente frustrado porque el programa requiera tantos cursos de lectura: No quiero leer lo que escriben los demás, quiero que los demás lean lo que escribo yo. La estudiante B está preocupada porque muchas de las lecturas obligatorias incluyen libros que no obtuvieron beneficio económico alguno o que ahora están descatalogados. ¿No deberíamos estudiar a escritores más exitosos?

 

Ocurre bastante a menudo: una antigua alumna me cuenta que ha tenido un bebé. Ha tenido que dejar de lado el libro en el que había estado trabajando. Quizá cuando la criatura sea un poco mayor pueda volver a él, dice. Después, cuando la criatura es un poco mayor -normalmente cerca de los dos años-, tiene otro bebé.

 

Siguen llegando. Anuncios de oportunidades para estudiar escritura junto a otra actividad. Puedes escribir y disfrutar de comida gourmet, escribir y catar vinos, escribir y hacer senderismo por las montañas, escribir y navegar en un crucero, escribir y perder peso, escribir y mandar a paseo tu adicción, escribir y aprender a tejer, cocinar, hornear, hablar francés o italiano, etcétera. Hoy, un folleto de un festival literario: ¿Quién dice que escribir y relajarse no van de la mano? Disfruta la perfecta escapada: un retiro para participar en un taller de escritura en un spa. (Manicura-Pedicura-Relatos, bromea P. D.)

 

En una librería. La novela más reciente de una amiga, publicada el año pasado, ya está en edición de bolsillo. Me desasosiega darme cuenta de que no solamente todavía no la he leído, sino de que me olvidé por completo de ella.

 

En el oculista. Una mujer de mediana edad con el pelo teñido de negro del tono exacto de su chaqueta de cuero entra en la sala de espera. Me resulta familiar y casi grito ¡Ajá! cuando veo el logo de The New York Review of Books en su bolsa de tela. Se sienta y saca un ejemplar de… The London Review of Books.

 

Chiste académico que circula por ahí: Profesor A: ¿Has leído este libro? Profesor B: ¿Leído? Ni siquiera he dado clase sobre él.

 

En el club de los profesores. Otra profesora y yo bebemos ginebra y nos divertimos especulando: si hubiese un tiroteo en la universidad, de qué estudiante no sospecharíamos en absoluto.

 

A veces en el banner, otras veces en una ventana situada a la derecha o esperando, como una sorpresa que se revela cuando me desplazo hacia abajo por la pantalla: James Patterson. James Patterson, el autor superventas en todo el mundo, situado, de forma consecutiva, más de veinte veces como número uno en la lista de los más vendidos de The New York Times. Quien, aparentemente con una modestia tan vasta como su éxito, opina que ese mismo éxito está al alcance de, bueno, cualquiera. O al menos al alcance de alguien que posea noventa dólares para las veintidós videolecciones más ejercicios que ofrece, con garantía de devolución a los treinta días. Deja de leer esto y comienza a escribir. James Patterson, uno de los autores más ricos del mundo, cuyos ingresos totales son de setecientos millones de dólares (probablemente ahora más). Céntrate en la historia, no en la frase. Su imagen: avejentado, amable, relajado. Un tipo normal, gafotas, con un suéter azul oscuro. ¡Vence a la página en blanco! A veces lo muestran escribiendo en un cuaderno de renglones (nunca en un ordenador). ¿A qué esperas? Tú también puedes escribir un bestseller. James Patterson. Siempre aparece de repente, exhortando, persuadiendo, prometiendo el mundo. Como el diablo.

 

¿Estás de broma?, dice una amiga que cría cabras en una granja al norte de Nueva York y fabrica quesos de cabra premiados. El bloqueo del escritor fue lo mejor que me ha sucedido en la vida.

 

El aniversario de tu muerte. Quiero señalar de algún modo el acontecimiento pero no sé muy bien cómo. No es la primera vez que me conecto para ver un vídeo en el que sales en una lectura. Nunca he visto a Apollo reaccionar ante una pantalla, y eso incluye la televisión (no parece que sus ojos se enfoquen en la imagen de ninguna pantalla, ni siquiera cuando aparece otro perro). Si lo dejo escuchar, creo que reconocería tu voz. Lo que me impide despejar las dudas es la idea de que eso pueda ser cruel. Puede que él sea mi perro ahora (¡mi perro!), pero no creo que te haya olvidado. ¿Qué le pasaría si oyera tu voz? ¿Cómo lo entendería? ¿Y si cree que estás atrapado ahí dentro?

Una historia acerca de los hijos de Judy Garland viendo El mago de Oz por primera vez. Resulta que ella estaba fuera, trabajando en el extranjero, cuando los niños y su tata se sentaron a ver la película, que la emitían ese día por la tele. Aunque ella era ya mucho mayor que cuando hizo el papel de Dorothy (dieciséis años), los niños reconocieron a su madre. ¡Así que ahí era donde estaba! ¡Los monos voladores la llevaban por la fuerza al hechicero! En un estado emocional que no precisa análisis alguno, los niños se echaron a llorar.

 

En la oficina de correos. Una mujer joven acompañada por un chucho moteado entra y se pone a la cola. Un empleado tras el mostrador dice: Aquí no se admiten perros, señorita. Es un perro de apoyo, dice la joven. ¿Ese perro es de apoyo?, dice el empleado. Sí, rebate la mujer con tal fiereza que el empleado responde con prudencia. Solo preguntaba, señorita, porque no veo ninguna chapa o señal. El cliente que está delante de la mujer se da la vuelta, la mira, mira al chucho y se gira de nuevo, negando con la cabeza. La mujer se pone recta. Nos quema a todos con una mirada. Cómo se atreve. Este perro es el acompañante que me otorga apoyo emocional. Cómo se atreve a cuestionar su derecho a estar aquí.

Lo que convierte esta extraña escena en una todavía más rara es que al perro le falta una pata trasera.

 

Estoy mirando dormir a Apollo. El subir y bajar reposado de su flanco. Tiene el estómago lleno, está templado y seco, hoy se ha dado una caminata de seis kilómetros. Como suele pasar, cuando se ha agachado en la calle para hacer sus cosas, lo he protegido de los coches que pasaban. Y, en el parque, cuando un corredor que mandaba mensajes de texto se nos ha echado encima, Apollo ha ladrado y le ha bloqueado el camino para que no se chocase conmigo. Hoy he jugado con él varias rondas de tira y afloja, le he hablado, le he cantado y le he leído poesía. Le he cortado las uñas y le he cepillado cada centímetro de su pelaje. Ahora, mirándolo dormir, me sobreviene una ola de alegría. Le sigue otro sentimiento, más profundo, singular y misterioso, pero al mismo tiempo familiar. No sé por qué me lleva todo un minuto darle nombre.

¿Qué somos, Apollo y yo, sino dos soledades que se protegen, se tocan mutuamente y se saludan?

Es bueno tener todo bien dispuesto. Sea o no un milagro, pase lo que pase, nada nos separará.