Sonaba tan improbable: un libro de recuerdos sobre un romance entre un hombre y una perra. El hombre: J. R. Ackerley (1896-1967), autor británico y editor literario de la revista de la BBC The Listener.
La perra: Queenie, una hembra de pastor alemán. Adquirida a los dieciocho meses por Ackerley, en aquel momento un solterón de mediana edad con una historia tan tremenda de promiscuidad sexual que había abandonado la esperanza de encontrar pareja.
El libro: Mi perra Tulip. El cambio de nombre lo sugirió un editor que vio un problema en «Queenie» porque se sabía que Ackerley era gay.
Naturalmente, fue a ti a quien oí hablar por primera vez de Ackerley. Acababan de publicar un volumen de sus cartas. Merece la pena leerlo, dijiste, como todo lo que escribió. Pero eran sus libros de recuerdos los que considerabas indispensables.
Encuentra el tono adecuado y podrás escribir acerca de cualquier cosa: mientras leía el libro recordaba esta máxima a menudo. «Más de lo que queremos saber sobre lo que entra o sale de la vagina, vejiga y ano de una perra», advierte la reseña de un comprador. De hecho, la mayor parte de Mi perra Tulip trata sobre lo que Ackerley llama sus celos. Aunque a veces el lector no puede evitar sentir que es inevitable y quizá también se prepare para ello, no tiene lugar ningún acto de bestialismo. Pero afirmar que la relación no era íntima sería mentir. El propio Ackerley admitió que a veces rozó compasivo con la mano la vulva ardiente que la perra en su frustración no hacía más que ofrecerle.
Pensar en releer algo qué arriesgado es, especialmente cuando se trata de un libro que te ha encantado. Siempre está la posibilidad de que no se soporte, de que a lo mejor, por alguna razón, ya no te guste tanto. Cuando esto ocurre, y a mí me pasa todo el tiempo (y, a medida que envejezco, cada vez más), el efecto es tan descorazonador que ahora abro mis viejos favoritos con cautela.
El estilo de la prosa sigue siendo así de bueno, el humor así de agudo, la historia, en todo caso, incluso más absorbente de lo que recordaba. Pero algo ha cambiado. La segunda vez no encuentro al autor tan agradable. Incluso lo encuentro algo desagradable. Su hostilidad contra las mujeres… ¿Acaso no reparé en eso o simplemente lo olvidé?
Las mujeres son peligrosas, especialmente las mujeres de clase trabajadora (…). Nada las detiene y nunca te sueltan.
Es cierto, Ackerley siente poco afecto hacia los seres humanos en general, pero la misoginia está clara. Las mujeres son malas porque son mujeres.
Hace una excepción con Miss Canvey, la veterinaria competente y compasiva que inmediatamente diagnostica la causa de los problemas de comportamiento de Tulip como un asunto del corazón: Está enamorada de usted, es obvio.
Tanto como la certeza de que él está enamorado de ella. Pero, por obvio que sea, me desconcierta su forma de tratarla. Los problemas de comportamiento de Tulip son graves. Un espanto de perra, mal adiestrada, nerviosa y excitable hasta la histeria, nada sociable. Ladra sin cesar y muerde. Su comportamiento es tan malo que estropea las relaciones sociales de Ackerley. A sus amigos los descorazona que no haga nada para disciplinarla. Él culpa de «las perturbaciones de su psique» a su primer hogar, donde la habían dejado sola demasiado y a veces le habían dado palizas, pero él mismo a menudo acaba por reñirla y golpearla, a pesar de saber que ese tipo de castigo solamente logrará confundirla.
Frustración, rabia, violencia (en sus palabras). El patrón parece inevitable. Cuando Tulip pare una camada, lo que intensifica el caos ya reinante en el hogar de Ackerley, él a veces deja atados a los cachorros.
Es difícil no llegar a la conclusión de que, con mejor adiestramiento, Tulip habría sido una perra más feliz y la propia vida de Ackerley (sin mencionar la de sus vecinos) habría mejorado mucho, pero él también rehuía la dominación. Tenía la idea fija de que Tulip debía disfrutar de una vida canina plena. Lo que significaba que había que permitirle cazar y comer conejos, practicar el sexo y experimentar la maternidad, pero, aun tras aquella primera camada, no se decidió a castrarla: ¿Cómo puedo manipular a una criatura tan bella? A pesar de sentir algunas punzadas de conciencia, Ackerley es capaz de despreocuparse por el destino de los pequeños chuchos, para los que sabe que no encontrará buenos hogares. Las necesidades de la amada lo son todo. Su celo no solo pone patas arriba sus vidas, sino que crea confusión en todo su barrio londinense, dado el gran número de perros que, como la propia Tulip, aún en celo, salen sin atar.
Páginas y más páginas sobre los tormentos de su frustración sexual. Ackerley comparte su sufrimiento, le parte el alma. Pasan las estaciones y siguen sufriendo juntos. Él sigue sin castrarla. Sus descripciones de esta parte de la existencia de Tulip son tan desgarradoras que yo quería gritar: ¿Cómo puedes no manipularla?
Por mucho que admirases la obra, recuerdo, te repugnaba su vida. Una vida en la que la relación más trascendental es con una perra… ¿Hay algo más triste?, decías, pero, en mi opinión, parecía que Ackerley había experimentado al máximo el tipo de amor recíproco incondicional que todo el mundo ansía pero la mayoría de la gente jamás conoce. (¿Cuántos han encontrado a su Tulip?, pregunta Auden.) Un matrimonio de quince años, los años más felices de su vida, dice Ackerley. Y cuando las agonías de su última enfermedad le forzaron a sacrificarla: Me habría inmolado como una viuda hinduista. Sin embargo, siguió adelante. Escribió, bebió. Seis años lentos y oscuros. Bebió y bebió y murió.
Hombre y perro. ¿Realmente todo empezó como piensan los expertos en animales, con madres lactantes que se llevaban al pecho a los lobeznos huérfanos para que mamasen junto a sus bebés? ¿Y esto no casa estupendamente con el mito de los dos gemelos fundadores de Roma? Rómulo y Remo, abandonados al nacer, entibiados y amamantados por una loba?
Hago aquí una pausa para preguntarme por qué llamamos lobo a un mujeriego. Dado que al lobo se le conoce por ser leal, compañero monógamo y padre devoto.
Me gusta que los aborígenes digan que los perros hacen humana a la gente. También (aunque no recuerdo quién lo dijo): Lo que consigue que no me convierta en un completo misántropo es ver lo mucho que los perros aman a los hombres.
Hipersensible a los olores en general y aprensivo hacia el cuerpo humano, a Ackerley no le causaba rechazo ningún olor de Tulip, ni siquiera el de sus glándulas anales, y encontraba hermosura incluso en su manera de hacer caca.
Ackerley escribe menos sobre sus hábitos excretores que sobre su vida sexual, pero aun así ya es bastante. Y están los detalles…
«Líquidos y sólidos» se titula ese capítulo.
Aunque siempre paseo a Apollo con correa, me preocupa, como le pasaba a Ackerley, que cuando un perro está haciendo sus necesidades en la calle -especialmente un perro grande- le pueda atropellar un coche. Lamentablemente, Apollo suele agacharse a una distancia peligrosa del bordillo. Yo no puedo, como Ackerley, resolver el problema dejando a Apollo usar la acera, aun siendo siempre, a diferencia de Ackerley, diligente para limpiar el estropicio. Mi solución, cada vez que Apollo se coloca lo suficientemente lejos del bordillo como para correr peligro, es colocarme entre él y el tráfico. Es cierto que entonces soy yo quien corre peligro, pero me figuro, y espero no pecar de ingenua, que un conductor tendrá más cuidado de evitar chocar con un ser humano. Los conductores de Manhattan no son pacientes. A menudo alguno, molesto, me ha maldecido, pero hay otros, ya lo sé, que habrían reducido la velocidad de todos modos, como hacen tantos peatones, para mirarme con fijeza.
En «Cómo ser un flâneur», dijiste que no considerabas que un largo paseo con un perro fuese genuina flânerie porque no era lo mismo que caminar sin rumbo y ser responsable de un perro impedía a las personas entregarse a la abstracción. En estos días paso tanto tiempo paseando a Apollo que no puedo imaginarme salir simplemente a pasear sola, pero lo que me impide entregarme a la abstracción o pensar mucho es la atención que atrae Apollo. Jamás recibo con agrado la atención de los desconocidos, pero aunque Apollo no muestra signos de que le moleste la falta de privacidad cuando hace caca, yo encuentro esos momentos especialmente difíciles. Lo peor de todo es que me miren cuando estoy limpiando todo, lo que parece dar morbo a cierto tipo de gente. La gente hace comentarios sobre el tamaño de sus zurullos como si yo no estuviera ahí de pie con un cubo y una pala (en ellos hallaban la causa de tanto regocijo, aunque debo decir que yo estaba bastante satisfecha conmigo misma por haber tenido la idea de usar un cubo infantil para jugar con arena, junto con una bolsa de plástico y una palita de jardinería).
Lo siento por usted, dice alguien (sonriendo). O: Me encantan los perros, pero nunca podría hacer lo que usted está haciendo.
Algunas personas me reprendieron nada más que por tener un perro así: ¡Los perros grandes no son para la ciudad!
Creo que es cruel, dijo una mujer, tener un perro de ese tamaño confinado en un apartamento.
Oh, pero si solo hemos venido a pasar el día, le dije, devolviéndosela. Mañana volamos de vuelta a la mansión.
(Sí, por supuesto, también hay gente agradable, especialmente todos los dueños de los demás perros y toda la gente que está centrada en sus cosas o dice cosas gentiles, agradables, inteligentes. Pero todos sabemos que la gentileza nunca es tan interesante como para escribir o leer sobre ella.)
Líquidos: cuando veo los litros que vierte doy gracias por que no levante la pata como hacen la mayoría de los perros macho; en lugar de un tapacubos, empaparía una ventana.
Sólidos: ya he dicho suficiente.
Y sí que hay algo entre líquidos y sólidos, la maldición de las razas grandes. Tengo que limpiarle la cara varias veces al día. Lo llamo fregar la cubierta.
Antes que llevarlo a su antiguo veterinario, lo que habría implicado hallar un modo de transportarlo a Brooklyn, encuentro uno al que puedo ir a pie desde casa. Es bueno con Apollo, pero yo siento recelo hacia él, el tipo de hombre que les habla a las mujeres como si fueran idiotas y a las mujeres mayores como si fuesen idiotas sordas.
Cuando le cuento que Apollo nunca juega con otros perros, ni siquiera en los parques, dice: Bueno, ya no es tan joven, ¿no? Estoy segura de que usted tampoco va corriendo ni saltando por ahí como hacía antes.
Se encoge de hombros cuando oye la historia completa. La gente se deshace de las mascotas todo el tiempo, dice. Son los perros los que morirían por los dueños y no al revés. (Obviamente no ha leído a Ackerley.) ¿No nos habla la tasa de divorcio justamente del valor de la lealtad de un ser humano?, dice en un tono que me parece desasosegante.
Alguien me contó una vez que muchos veterinarios tienden a ser irritables porque su profesión los expone a una parte muy amplia de insensatez humana, mucha de la cual, sin duda, se les muestra como antropomorfismo. Me acuerdo de uno que puso los ojos en blanco cuando le dije que mi gato ronroneaba todo el tiempo porque debía de estar contento. El ronroneo es simplemente un ruido que hacen, no significa que estén contentos, dijo él bruscamente.
Este me dice sin rodeos que aunque Apollo está en bastante buena forma para su edad, no será longevo. Y, dada su artritis, dice, créame que él no querría vivir más. Haga lo que haga, no le permita ganar peso.
Hace un gesto con la cabeza hacia la chapuza de la oreja y señala qué más lo convierte en un espécimen de su raza no tan perfecto: el pecho y los hombros son demasiado anchos en relación con los cuartos traseros; el cuello no es blanco inmaculado y la distribución de manchas negras a lo largo de su cuerpo no es la correcta; los ojos están un poco demasiado juntos; la mandíbula es un poco demasiado ancha, y las piernas tiran a gruesas. De complexión fuerte pero achaparrado en general, carece de verdadera elegancia.
Sostiene que el perro está de luto por su dueño anterior y que sus emociones se han agudizado debido a un exceso de cambios en su entorno. (¿Cómo se sentiría usted?,pregunta bruscamente, como si yo nunca me lo hubiera preguntado.) Le cuento sobre los aullidos y sobre el nuevo síntoma espantoso que parece haberlo reemplazado: de vez en cuando a Apollo le da una especie de ataque. Mira a su alrededor como si estuviera atontado. Entonces, con el rabo entre las piernas, se acuclilla lo más cerca del suelo que puede sin tumbarse realmente. Es como si estuviera intentando hacerse tan pequeño como pudiera. Entonces comienzan las sacudidas. Durante periodos que se alargan entre unos minutos y media hora se encoge y tirita sin control.
Cualquiera diría que piensa que algo terrible está a punto de sucederle, le digo al veterinario, sin mencionar que esos ataques son tan perturbadores de ver que a veces se me saltan las lágrimas.
Hay medicamentos para tratar la ansiedad y la depresión caninas, pero a este veterinario no lo entusiasman. Que un medicamento haga efecto puede llevar semanas, dice, y a menudo resulta no ser en absoluto eficaz.
Dejemos eso como último recurso, dice. Por ahora, no lo deje nunca solo demasiado tiempo y asegúrese de hablar con él. Que haga tanto ejercicio como le sea posible. También puede probar con el masaje, si él la deja. Simplemente, no espere que se convierta en el Señor Perro Feliz. Puede que nunca se recupere, haga usted lo que haga. Y usted nunca sabrá por qué. No solo porque no conoce su historia. La gente piensa que los perros son simples y nos gusta creer que sabemos lo que pasa dentro de sus cabezas. Pero lo cierto es que estamos averiguando que los perros son mucho más misteriosos y complicados de lo que pensamos, y mientras no desarrollen nuestro lenguaje, nunca los acabaremos de conocer. Esto sucede con cualquier animal, por supuesto.
Es un buen perro, pero he de advertirle, dice. Usted es una damisela, él debe de pesar unos cuarenta kilos más que usted. (Esto era un piropo.) La manera de tratar con estas razas grandes y poderosas es evitar que sepan la verdad, que es que uno no puede realmente lograr que hagan nada que no quieran hacer.
Como si Apollo no lo supiera ya. Más de una vez, estando de paseo, decide que ya hemos paseado bastante. Se para y se sienta o se tumba en el suelo y yo no puedo hacer nada para lograr que se levante. Me enfado menos con él que con la gente que se detiene a mirarlo y que en ocasiones se ríe. Una vez, un hombre, pensando que ayudaba, se quedó a cierta distancia, dándole palmaditas en la pata y silbándole. La respuesta llegó como un trueno, nuevo para mis oídos, y tan amenazador que el hombre y varias personas que había por allí cruzaron la calle rápidamente.
Quien lo adiestró le hizo comprender que los humanos son los alfas, dice el veterinario, y no quiera ser usted la que le haga comenzar a pensar otra cosa. No quiera que a él se le meta en la cabeza que es el alfa. Cuando se le eche encima, del modo en que los gran daneses lo hacen, manténgase en su sitio, no deje que la tire. Haga que se tumbe boca arriba, frótele un rato el pecho. Y, por Dios, vuelva a la cama y mándelo a él al suelo. A un perro se lo adiestra manteniéndolo abajo.
Mi expresión al oír esto claramente lo exaspera.
Es un buen perro, repite, esta vez en voz muy alta. No lo convierta en uno malo. Un mal perro puede convertirse muy fácilmente en uno peligroso.
Para cuando ha terminado de examinar a Apollo y de sermonearme, me gusta más el Veterinario Gruñón. Aunque no tanto como su observación de despedida: Recuerde, lo último que usted quiere es que él empiece a pensar que usted es su perra.
Ahora que tengo a Apollo pienso a menudo en Beau, el cruce entre gran danés y perro pastor que perteneció al novio con el que viví al principio de mi veintena. Todavía cachorro cuando lo conocí, creció hasta ser casi tan alto, aunque no tanto, como un gran danés y con muchos de sus rasgos pero con los nervios y la agresividad de un perro pastor. Grande, sin castrar y muy dominante, pisaba la calle como quien va buscando pelea (y a menudo, por desgracia, la encontraba). Nuestro apartamento estaba en un barrio peligroso, pero con que Beau estuviera tras ella, no siempre nos preocupábamos de cerrar la puerta con llave. Yo lo llevaba conmigo a casa de una amiga que vivía a tres kilómetros de allí, me quedaba hasta la una o las dos de la madrugada y volvía a casa caminando por calles oscuras y vacías. Beau conocía el peligro potencial, yo advertía su tensión, su hipervigilancia; aquel perro era como un soldado peludo y, como el arma de un soldado, se amartillaba. Más de una vez le metió el miedo en el cuerpo a algún tipo que merodeaba por una esquina o en la entrada de un edificio. (Debería decir que pocos de mis conocidos que vivían en esa parte de la ciudad en aquellos años no habían sido víctimas de un asalto o un robo o algo peor.) No se podía negar que había algo excitante en los ladridos y gruñidos estruendosos de Beau, en la actitud que adoptaba ante mí y lo que él viese como amenaza (que incluía a cualquier extraño que simplemente me mirase), en saber que me defendería, a muerte, si fuese necesario. Y por ello, entre otras razones, yo lo quería tanto.
También, por aquel entonces, me gustaba el modo en que atraíamos la atención.
Pero ahora las cosas son diferentes. La ciudad se ha calmado, las calles son seguras y yo ya no voy andando tan tarde por la noche. A la una o las dos de la madrugada estoy durmiendo. No necesito protección. No necesito un perro agresivo que me defienda. No quiero que Apollo sienta jamás que tiene que ladrar o gruñir a nadie. No quiero que se preocupe. No quiero que esté ansioso. Quiero que sienta que ambos estamos perfectamente seguros, vayamos a donde vayamos. No quiero que sea mi guardaespaldas. No quiero que sea mi pistola. Quiero que esté contento. Quiero que sea el Señor Perro Feliz.
Te ha echado de menos, dice la mujer que vive en el apartamento que está sobre el mío.
Al volver a casa desde la universidad, me crucé con ella en el ascensor.
Significado: Apollo ha vuelto a aullar.
Tiene que olvidarte. Tiene que olvidarte y enamorarse de mí. Eso es lo que tiene que ocurrir.