2

Casi siempre me ignora. Podría muy bien vivir aquí solo. Establece contacto visual a veces, pero al instante aparta la mirada otra vez. Sus grandes ojos castaños son impresionantemente humanos; me recuerdan a los tuyos. Recuerdo que una vez, cuando tuve que salir de la ciudad, dejé a mi gata con mi novio de entonces. A él no le gustaban los gatos, pero después me contó lo mucho que le había gustado tenerla porque, me dijo, te echaba de menos y tenerla a ella aquí era como tener una parte de ti.

Tener aquí a tu perro es como tener una parte de ti.

Su expresión no cambia. Es la expresión que imagino en los ojos de Greyfriars Bobby cuando se tumbaba sobre la tumba de su amo. Todavía no lo he visto mover el rabo. (No le han cortado el rabo, pero sí le han operado las orejas, lamentablemente, de forma desigual, una un poco más pequeña que la otra. También lo han castrado.)

Sabe mantenerse lejos de la cama.

Si salta sobre los muebles, dijo Esposa Tres, solo tienes que decirle Abajo.

Desde que se mudó conmigo, se ha pasado la mayor parte del tiempo en la cama.

El primer día, tras olisquear todo el apartamento -pero de modo apático, sin interés ni curiosidad reales-, saltó sobre la cama y ahí se desplomó.

Abajo no me salía de la garganta.

Esperé hasta que llegó la hora de ir a dormir. Antes se había comido su cuenco de comida y consintió que lo sacara de paseo, pero de nuevo como si todo le fuese indiferente o incluso como si no se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo ahí fuera. Ni siquiera ver a otro perro lo anima. (Él, por su parte, nunca tiene problemas para conseguir atención. Me acabaré acostumbrando a la sensación de ser un espectáculo, a las fotos constantes, la interrupción frecuente: ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto come? ¿Has intentado montarte en él?)

Camina con la cabeza gacha, como una bestia de carga.

De vuelta en casa, se fue directo al dormitorio y se tiró en la cama.

El agotamiento del duelo, fue lo que pensé. Porque estoy convencida de que se lo imagina. Es más inteligente que esos otros perros. Sabe que te has ido para bien. Sabe que no va a volver nunca al edificio de piedra rojiza.

A veces se tumba todo lo largo que es, de cara a la pared.

Tras una semana me sentí más su carcelera que su cuidadora.

La primera noche, al oír su nombre, levantó ese bloque que tiene por cabeza, la giró sobre el hombro y me miró de costado.

Cuando llegué a la cama, con la clara intención de desplazarlo, hizo algo que jamás había imaginado: gruñó.

La gente se asombra ante el hecho de que no me asustase. ¿No se me ocurre que quizás haga algo más que gruñir la próxima vez?

No. Nunca lo he pensado.

Pero sí pensé en un final alternativo para el viejo chiste ¿Dónde duerme un gorila de doscientos cincuenta kilos?

No era del todo cierto lo que le conté a Esposa Tres, eso de que nunca había tenido perro. Más de una vez he compartido piso con alguien que tenía perro. En una ocasión, el perro era un cruce de gran danés y pastor alemán. Así que no me resultaban tan ajenos los perros, los perros grandes, ni esta raza en concreto. Era consciente, por supuesto, de la pasión que esta especie tiene por la nuestra, aunque no vayan tan lejos como Hachikō y otros como él. ¿Quién ignora que el perro es el epítome de la devoción? Pero es esta devoción hacia los humanos, tan instintiva que se la dan sin pedir nada a cambio incluso a personas que no la merecen, la que me ha hecho preferir los gatos. A mí denme una mascota que se las pueda arreglar sin mí.

Era totalmente cierto lo que le dije a Esposa Tres acerca del tamaño de mi apartamento: cuarenta y cinco metros cuadrados justos. Dos habitaciones de casi el mismo tamaño, una cocina americana, un baño tan estrecho que Apollo entra y sale de él como de un cubículo. En el armario del dormitorio guardo un colchón de aire que compré hace unos años cuando me visitó mi hermana.

 

Me despierto en mitad de la noche. Las persianas están subidas, la luna está alta y gracias al gran chorro de luz que entra puedo adivinar sus grandes ojos brillantes y la jugosa ciruela negra de su hocico. Estoy tumbada quieta, sobre la espalda, bajo el acre vaho de su respiración. El tiempo que pasa se me hace muy largo. Cada pocos segundos una gota de su lengua me salpica la cara. Finalmente coloca una de sus enormes garras, del tamaño del puño de un hombre, en el centro de mi pecho y la deja ahí posada: un peso pesado (piensa en la aldaba de un castillo).

Yo no digo nada, no me muevo ni estiro el brazo para acariciarlo. Tiene que estar notando mi corazón. Tengo la horrible impresión de que a lo mejor decide dejar caer todo su peso sobre mí y recuerdo una noticia sobre un camello que mató a su cuidador mordiéndole, dándole patadas y sentándose sobre él y cómo los rescatadores tuvieron que usar una soga atada a una camioneta para quitarle de encima al animal.

Al final, la garra se aparta. Lo siguiente, el hocico, encajado en la curva de mi cuello. Me pica horrores, pero me controlo. Me olisquea toda la cabeza y el cuello y luego toda la silueta de mi cuerpo, a veces dándome empujones, como si quisiera hacerse con algo que hubiera debajo de mí. Al final, con un estornudo violento, se vuelve a echar en la cama y ambos nos volvemos a dormir.

Ocurre todas las noches: durante unos minutos me convierto en un objeto terriblemente fascinante. Pero durante el día él está en su mundo y me suele ignorar. ¿Qué es todo esto? Recuerdo una gata que tuve una vez y que nunca me dejaba acariciarla ni tenerla sobre mi regazo, pero por la noche, nada más dormirme, se encaramaba a mi cadera y ahí dormía.

Algo cierto también: la prohibición de tener perros en mi edificio. Me acuerdo de que cuando firmé el contrato ni lo pensé. Me estaba mudando allí con dos gatos; lo último que se me pasaba por la cabeza era tener un cachorro. El casero vive en Florida; nunca lo he visto. El conserje vive en el edificio contiguo, que es propiedad del mismo casero. Héctor es de México. Resultó que estaba en México, para la boda de su hermano, el día que metí en casa a Apollo. El mismo día que regresó se precipitó hacia nosotros cuando salíamos a dar un paseo. Yo me apresuré a explicarle: el dueño había muerto de repente, nadie salvo yo podía llevarse a su perro, que solo se quedaría temporalmente, explicación que encontré más realista que cualquier otra que implicara el riesgo de perder un apartamento de renta protegida en Manhattan que, por más de treinta años, incluso en tiempos en que vivía fuera de la ciudad -porque trabajaba dando clases, por ejemplo- había puesto mucho empeño en conservar.

No puede tener aquí a ese animal, dijo Héctor. Ni siquiera temporalmente.

Un amigo me habló sobre la normativa: si un inquilino tiene un perro en un apartamento por un periodo de tres meses y durante ese tiempo el casero no inicia ninguna acción para echar al inquilino, el inquilino puede quedarse con el perro y no le pueden echar por tenerlo. Me sonó raro, pero esa es, de hecho, la ley en relación con los perros en los apartamentos de la ciudad de Nueva York.

Condición: Uno no debe ocultar la presencia del perro.

 

Ni que decir tiene que no había posibilidad de mantener a ese perro oculto. Lo saco a pasear varias veces al día. Se ha convertido en una de las maravillas del vecindario. Hasta el momento, ningún residente del edificio se ha quejado, aunque bastantes se asustaron al verlo por primera vez, algunos incluso se echaron hacia atrás tímidamente, y, después de que una mujer se negara a meterse a presión en el pequeño ascensor con nosotros, decidí que siempre deberíamos ir por las escaleras. (Verlo bajar a trompicones los cinco pisos es de comedia, el único momento en que resulta desgarbado.)

Si fuese ladrador, seguramente habría habido muchas quejas. Pero es que es llamativamente -hasta resultar perturbador- silencioso. Al principio me preocupé por el aullido del que me había hablado Esposa Tres, pero aún no lo he oído. Me pregunto si eso se debe a que el perro relacionó el aullar con ser enviado a la guardería, cosa que puede ser exagerada, pero el hecho de que ya no aúlle es una razón por la que pienso que ha perdido la esperanza de verte de nuevo.

 

No puede tener aquí a ese animal. (Siempre ese animal; a veces me pregunto si sabe que es un perro.) Tengo que denunciarla.

 

No creí que Esposa Tres estuviese mintiendo cuando me contó que Apollo estaba entrenado para mantenerse lejos de la cama. Había dado por hecho que él se adaptaría a un cambio total de su entorno sin que nada en él cambiase. Yo no me sorprendí en absoluto cuando resultó no ser cierto.

Conocí a un gato cuyo dueño tuvo que deshacerse de él cuando su hijo se volvió alérgico a la caspa de gato. El gato fue pasando de casa en casa (la mía fue una de ellas) mientras le buscaban un hogar permanente. Sobrevivió bien dos o tres mudanzas, pero una más y ya no volvió a ser la misma criatura. Era un desastre, un desastre con el que nadie quería vivir, y por eso el dueño original tuvo que sacrificarlo.

Ellos no se suicidan. No lloran. Pero pueden, y de hecho lo hacen, venirse abajo. Pueden, y lo hacen, tener el corazón roto. Pueden, y les pasa, perder la cabeza.

 

 

 

Una noche vuelvo a casa y me encuentro la silla de mi escritorio caída de lado y la mayoría de las cosas que estaban sobre el escritorio por ahí desperdigadas. Ha estado mordiendo una pila entera de papeles. (Podré decirles a mis estudiantes, sin faltar a la verdad: El perro se comió vuestros deberes.) Había salido a tomar algo después de clase con otro profesor y nos habíamos entretenido. Estuve fuera unas cinco horas, lo máximo que lo había dejado solo jamás. Las tripas esponjosas de un cojín del sofá cubren el suelo. La gruesa edición en rústica del volumen de Knausgård que había dejado sobre la mesa de centro está hecha jirones.

 

Todo lo que has de hacer es buscar en internet grupos sobre gran daneses, me dice la gente, y encontrarás a alguien que se lo lleve. Pero si te echan de tu casa no encontrarás otro apartamento cuyo alquiler puedas permitirte pagar, no en esta ciudad. Con ese compañero de piso, tendrás problemas para encontrar casa en cualquier sitio.

Sigo teniendo fantasías como episodios de Lassie o Rin Tin Tin. Apollo desbarata los intentos de robo de unos ladrones. Apollo desafía las llamas para rescatar a unos inquilinos atrapados. Apollo salva a la hijita del conserje de un acosador potencial.

Cuándo se va a deshacer de ese animal. No puede estar aquí. Tengo que denunciarla.

Héctor no es mala persona, pero su paciencia es escasa. Y no necesita mencionarlo: podría perder su trabajo.

 

El amigo más solidario con mi situación me asegura que para un casero de Nueva York puede llevar bastante tiempo echar a un inquilino. No es que te vayan a poner en la calle de un día para otro, dice.

Hay un cierto tipo de persona que, al haber leído hasta aquí, se preguntará ansiosa: ¿Le pasa algo malo al perro?

 

La búsqueda en Google revela que los gran daneses se conocen como el Apolo de los perros. No estoy segura de si elegiste el nombre por eso o fue una coincidencia, pero seguro que en algún momento descubriste este dato y seguro que lo hiciste del mismo modo que yo. También aprendí, con el tiempo, que Apollo no es una elección poco común como nombre de perro o de mascota.

Otros datos: se desconocen los orígenes precisos de la raza. Se cree que su relación más cercana es con el mastín. Y no hay nada danés en él: gran danés, parece, lo usó un naturalista francés del siglo xviii mal informado llamado Buffon. En el mundo anglófono, el nombre cuajó, mientras que en Alemania, el país con el que la raza se asocia más, se llama dogo alemán o mastín alemán.

Otto von Bismarck adoraba a los dogos; el Barón Rojo de Richthofen solía llevar el suyo en su avión biplaza. Al principio se crió para cazar jabalíes, después como perro guardián. Y aun así, a pesar de un tamaño que puede alcanzar más de cien kilos y dos metros de alto en pie sobre las patas traseras, no es célebre por su ferocidad o agresividad sino más bien por su dulzura, calma y vulnerabilidad emocional. (Otro epíteto más de andar por casa es «el gigante amable».)

El Apolo de todos los perros. Inspirado en el que se conoce como el más griego de todos los dioses.

Me gusta el nombre, pero, aunque me disgustara, no se lo cambiaría. Y eso a pesar de saber que cuando lo digo y él reacciona -si reacciona- es más probable que sea debido a mi voz y a mi tono que a la palabra en sí.

A veces me veo preguntándome, absurdamente, cuál es su nombre «real». De hecho, podría haber tenido varios nombres a lo largo de su vida. ¿Y qué hay, después de todo, en el nombre de un perro? Que nunca le pusiéramos nombre a una mascota no significaría nada para ellos, pero a nosotros nos dejaría un vacío. No tiene nombre, dice alguien de una gata callejera adoptada, la llamaremos Minina. Un nombre, después de todo.

Me gusta que, mucho antes de que T. S. Eliot opinara al respecto, Samuel Butler declarase que la prueba más dura para la imaginación era dar nombre a un gato.

Y esa ocurrencia tuya tan desternillante: ¿No sería más fácil si llamásemos Contraseña a todos los gatos?

 

 

 

Conozco a gente que se opone enérgicamente a bautizar a las mascotas. Son de la misma estirpe que los que detestan la sola idea de considerar mascota a un animal. Dueñono les gusta mucho tampoco; amo los enfurece. Lo que irrita a esta gente es la noción de soberanía: la soberanía sobre los animales que la humanidad ha tomado como un derecho divino desde Adán y que, a sus ojos, siempre equivalió nada menos que a la esclavitud.

Cuando dije que prefería los gatos a los perros no quería decir que me gustaran más los gatos. Ambas especies me gustan más o menos igual. Pero además de sentirme incómoda hacia la devoción canina, yo, como muchas otras personas, me resisto a la idea de dominar a un animal. Y no se puede negar que, aunque te parezca ridículo llamar negrero al dueño de un perro, los perros, como otros animales domésticos, han sido adiestrados para ser dominados por las personas, para ser usados por las personas, para hacer lo que las personas quieren.

No así los gatos.

Todo el mundo sabe que lo primero que hizo Adán con los animales que el Señor moldeó con la Tierra recién creada -el primer signo de dominio sobre ellos- fue darles un nombre a cada uno. Y antes de que Adán les asignara sus nombres, dicen algunos, los animales no existían.

En una historia de Ursula K. Le Guin, una mujer, sin nombre pero sin duda alguna Eva, la pareja de Adán, se compromete a deshacer la acción de Adán: convence a todos los animales para que se deshagan de los nombres que se les han dado. (Los gatos son los primeros en asegurar que nunca aceptaron sus nombres.) Una vez que todos perdieron los nombres, ella nota la diferencia: la destrucción de un muro, el final de una distancia que había existido entre los animales y ella misma, una nueva sensación de unidad e igualdad hacia ellos. Sin nombres que los separen, no hay diferencia entre cazador y pieza, comensal y comida. El inevitable paso siguiente para Eva es devolverle a Adán el nombre que él y su padre le dieron a ella, dejar a Adán y sumarse a todos los demás que, al aceptar la falta de nombre, se han liberado de la dominación. Para Eva, sin embargo, ese acto entraña otra renuncia, la del lenguaje que compartía con Adán. Pero, entonces, una de sus razones para hacer lo que hizo en primer lugar, dice, fue que hablar no les estaba conduciendo a ninguna parte.

 

Lo debieron de adiestrar para obedecer, dijo Esposa Tres que había dicho el veterinario. A juzgar por su comportamiento, lo habían socializado tanto con personas como con otros perros. No había señales de maltrato severo. Por otra parte, esas orejas: confiadas a algún matarife que no solo se las dejó desiguales sino que las recortó demasiado. Esas orejitas puntiagudas en su enorme cabeza le hacían parecer menos majestuoso y también más cruel de lo que era, y eran de las pocas cosas por las que le habrían descalificado para ser un perro de competición.

Quién sabe cómo llegó al parque, limpio, bien alimentado, sin collar ni placa. Un perro así no se escaparía de su amo a no ser que pasara algo muy extraño, dijo el veterinario. No solo no lo reclamó nadie, sino que nadie dijo haberlo visto nunca. Lo cual quiere decir que quizá procediera de algún sitio más lejano. ¿Robado? Puede ser. Que no pareciera haber registro de su existencia apenas sorprendió al veterinario. Había muchos perros cuyos dueños nunca se molestaron en pedir una licencia o, en el caso de perros de raza, registrarlos en la AKC.2

Quizás el dueño se había quedado sin trabajo y ya no podía seguir pagando la comida y las facturas del veterinario. Costaba creer que alguien que lo hubiera tenido durante toda su vida acabase dejando que se las arreglase por su cuenta, pero Sucede más a menudo de lo que piensas, dijo el veterinario. O digamos que sí fue robado y el dueño, al saber que lo habían encontrado, lo pensó mejor. Sin él la vida era más fácil, ¡que otro se ocupe ahora de él! De nuevo, el veterinario conocía esta situación. (Y yo también: hace años mi hermana y su marido se compraron una segunda residencia, en el campo. Los vendedores, que estaban mudándose a Florida, tenían un chucho anciano. Formaba parte de la familia desde que era un cachorro, así se lo presentaron. Cuando mi hermana y su marido fueron a mudarse, los recibió el perro, abandonado, solo en la casa vacía.)

Quizás el dueño de Apollo se muriera y quien pasó a ser su dueño lo abandonó.

Lo más probable es que nunca sepamos de dónde procedía, pero he aquí lo que dijiste. El momento en que alzaste la mirada y lo viste, destacando majestuoso contra el cielo de verano: ese momento fue tan emocionante y tan extraño que casi te creías que lo habían puesto allí como por arte de magia. Hechizado por una bruja, como uno de los perros gigantes del cuento de Andersen.