Esposa Uno vive en el extranjero. Voló a Nueva York para asistir a tu homenaje y una noche antes de que tomase el vuelo de vuelta salimos a cenar juntas.
«Sé que es peor para ti -dijo amablemente-. Nosotros estábamos casados, pero ya ha pasado mucho tiempo. Y cuando se terminó, nada. Ni amistad, ni contacto, nada. Así es como tenía que ser. Y te seré sincera, al principio pensaba que ni siquiera sería capaz de asistir al homenaje. Pero después pensé, ya sabes, en pasar página. Signifique eso lo que signifique.»
Cuando es un suicidio, dijo alguien en el homenaje, no se puede pasar página.
«Pero tú… -dijo-. Vosotros dos fuisteis tan buenos amigos durante tanto tiempo. Qué envidia me daba eso. A menudo pensaba: si él y yo no nos hubiéramos enamorado, podríamos haber tenido una amistad así!»
Pero no hubo resistencia, ¿a que no? Un amor tan potente que podría haber sido el efecto de un hechizo. Una de esas grandes pasiones que solo algunos experimentan, el resto las oyen y sueñan con ellas.
Todavía ahora tiene el poder de una leyenda para mí: bella, terrible, condenada al fracaso.
Recuerdo cuando estar cerca de vosotros dos era como estar junto a una fragua. Y recuerdo pensar: cuando las cosas vayan mal, el uno o la otra acabaréis muertos. Tú mismo decías a veces que te parecía estar haciendo algo prohibido, incluso delictivo. Y ella, educada en el catolicismo, estaba convencida de que un amor tan idólatra tenía que ser pecado. Y, por supuesto, al final eso fue lo que llevó a Esposa Dos a la desesperación: no tus líos de faldas, sino la creencia de que un amor así no llega dos veces en la vida, que lo que sentías por ella no podía ser igual que lo que habías sentido por Esposa Uno, a la que, ella siempre lo temía, aún llevabas en tu corazón.
Si no nos hubiéramos enamorado: lo decía una y otra vez.
«Lo estaba pensando en el taxi que me trajo hasta aquí. ¿Te acuerdas de cuánto lo adorábamos? ¿De que éramos todas sus pequeñas groupies? ¿Cómo nos llamaban por aquel entonces?»
«La familia Manson literaria.»
«Ay, Dios, es verdad. Uf. Cómo he podido olvidarme.»
Recuerda cómo nos agarrábamos a todas tus palabras y corríamos a comprar todos los libros o álbumes que mencionabas.
Recuerda cómo todo lo que escribíamos era una patética imitación tuya.
Recuerda cómo nos hacías creer que un día ganarías el Premio Nobel.
Ahora no es más que otro hombre blanco muerto.
Le fue bien, dije. Le fue mejor que a la mayoría de los escritores.
«Pero oí decir que los dos últimos años no escribió mucho.»
No.
«¿Parecía tan deprimido? ¿Hablaba de ello? No lo pregunto por preguntar, me lleva quitando el sueño varias noches. ¿Por qué dejó de dar clases?»
Recito tus diversas quejas, que no eran muy distintas de las que a diario oigo de otros profesores: que ni los estudiantes de las mejores universidades distinguen una frase buena de una mala, que a nadie en el sector editorial parecía ya importarle cómo había que escribir, que los libros estaban muriendo, que la literatura estaba muriendo y que el prestigio del escritor había caído tan bajo que el mayor misterio era cómo el mundo entero y su abuela buscaban la autoría como pasaporte a la fama.
Le hablo de tu falta de convicción en el objetivo de la ficción, hoy, cuando ninguna novela, da igual lo brillantemente escrita o llena de ideas que esté, va a tener ningún efecto significativo en la sociedad, cuando es imposible llegar a imaginar algo como lo que llevó a Abraham Lincoln a decir, al conocer a Harriet Beecher Stowe en 1862: Así que eres la mujercita que escribió el libro que desencadenó esta gran guerra.
Si es que Abraham Lincoln de verdad dijo eso.
Ahí es cuando me acuerdo de la entrevista.
Qué raro que se me olvidase, incluso por un momento. La entrevista, que ahora se me ocurre que probablemente fuera la última tuya, para el primer número de una revista literaria del Medio Oeste.
La entrevista en la que predijiste que habría una ola de suicidios entre escritores.
¿Y cuándo ve que eso va a ocurrir?
Pronto.
Recuerdo sorprenderme de que no mencionases esa entrevista, que yo me podría haber perdido por completo si no me la hubiera enviado otro amigo.
No la mencioné porque me sentía incómodo. Se me ocurrió después cómo sonaría, melodramático, autocompasivo. Me había tomado unas copas.
Recuerdo que el entrevistador hizo la típica pregunta sobre el público, sobre si escribías con un lector particular en mente, lo cual te llevó a hablar de la relación entre escritor y lector y lo mucho que ha cambiado. Cuando eras un escritor joven te habían dicho: Nunca asumas que tu lector es menos inteligente que tú. Consejo que te tomaste muy en serio. Escribías con ese lector en mente, decías, alguien igual de inteligente -o, por qué no, ¡más inteligente aún!- que tú. Alguien con curiosidad intelectual, que tenía el hábito de la lectura, que amaba los libros tanto como tú. Que adoraba la ficción. Y después, con internet, llegó la posibilidad de leer las reacciones de los lectores reales, entre los cuales estabas encantado de encontrar a algunos que coincidían realmente, más o menos, con el lector que tenías en mente. Pero había otros -no solo uno o dos sino un buen número al sumarlos- que habían leído o entendido mal, en algunos casos verdaderamente mal, lo que habías dicho. Era ya molesto que a ese lector le disgustase el libro, pero eso estaba lejos de ser siempre el caso. Como otros escritores, ahora encontrabas que con regularidad te maldecían o alababan por cosas que nunca se te habían ocurrido, cosas que nunca habías expresado y nunca expresarías, cosas que representaban justamente lo contrario de lo que pensabas en realidad.
Todo eso, decías, te había desconcertado. Porque, aunque sabías que en teoría tenías que estar contento por todos y cada uno de los ejemplares vendidos del libro, y aunque sabías que en teoría tenías que sentirte agradecido hacia cada lector, que después de todo podría haber elegido leer cualquiera de los demás millones de libros en lugar del tuyo, la verdad es que te resultaba difícil estar contento con un lector que no había comprendido nada, la verdad es que preferías que un lector así ignorase tu libro y leyese cualquier otra cosa.
Pero ¿no ha sido siempre así?
Sin duda. Pero en el pasado el escritor no tenía por qué saberlo, el problema no estaba ahí ante sus narices.
Pero ¿qué pasa con lo de «Confía en el cuento, no en quien lo cuenta», y con lo de la labor del crítico de rescatar la obra de quien la escribió?
Por «crítico», se sabe, Lawrence no se refería a los que así se autoproclaman. Me encantaría ver la crítica del consumidor que rescató un libro de su propio autor.
Bueno, aquí sí que hago de abogado del diablo: Digamos que invito a gente a cenar y les cocino un estupendo estofado de ternera y se lo zampan y dicen: Guau, ñam, ¡el tuyo es el mejor estofado de cordero que he comido en mi vida! ¿Y qué? ¿Lo principal no es que lo hayan disfrutado?
Ay, ¿estábamos hablando de cenas? Bien, permíteme que diga esto: No me tomo a la ligera que si escribo la palabra ternera alguien opte por leer cordero. La gente que habla de un libro como si fuese otra cosa, un plato, un producto como un dispositivo electrónico o un par de zapatos, para evaluarlo según la satisfacción del consumidor: ese era precisamente el maldito problema, decías. Incluso esos aspirantes a escritores, tus estudiantes, nunca parecían juzgar un libro con respecto a lo bien que lograba las intenciones del autor sino solamente respecto a si era el tipo de libro que les gustaba. Y por eso te llegaban trabajos escritos que afirmaban cosas como «Odio a Joyce, es un presumido» o «No veo por qué tengo que leer nada acerca de los problemas de la gente blanca». Te llegaron reseñas de clientes llenas de resentimiento, sugiriendo que si un libro no afirmaba lo que el lector ya sentía -con lo que se podían identificar, con lo que se podían vincular-, el autor no era quién para escribirlo. Esas historias desternillantes que a la gente le encantaban y que les encantaba compartir -aquel tipo de un club de lectura que dijo: Cuando leo una novela quiero que alguien muera en ella; su queja de que en el diario de Ana Frank no pasara gran cosa y que de repente la historia se truncara- a ti no te hacían reír. Oh, conocías a mucha gente, incluidos otros escritores, que te acusarían de ser obsesivo. Algunos dirían que, después de todo, el único camino seguro para que un artista sepa que su obra ha fracasado sería que todo el mundo «la pillara». Pero la verdad era que estabas tan abatido por la ubicuidad de la lectura negligente que ocurrió algo que nunca pensaste que ocurriría: empezó a darte igual que la gente te leyera o no. Y aunque sabías que tu editor te escupiría en el ojo por decir eso, tendías a estar de acuerdo con quien sostuviera que ningún libro bueno de verdad encontraría más de tres mil lectores.
«Ay, Dios», dice Esposa Uno.
Cerca del final de la entrevista, abordaste el tema de los mentores y la enseñanza y echaste pestes contra las nuevas reglas que prohibían las relaciones entre profesores y estudiantes.
Vaya mamarrachada esa idea de convertir la universidad en un lugar seguro. Pensemos en todas las cosas maravillosas de la vida que podrían no haber sucedido nunca -todas las cosas estupendas que nunca habrían sido creadas o descubiertas o incluso imaginadas- si la prioridad principal hubiera sido conseguir que todo el mundo se sintiera seguro. ¿Quién querría vivir en ese mundo?
«Ay Dios, ay Dios.»
La única parte de la entrevista que no había oído hasta entonces era la parte sobre los suicidios.
Me había tomado unas copas. Pedí ver la entrevista antes de que saliera y me dijeron sí por supuesto, pero el cabrón nunca me la mandó.
Le cuento a Esposa Uno el episodio con las estudiantes a las que no les gustaba que las llamases queridas. Algo que no le cuento, y que es otra cosa que se me había olvidado pero de la que acabo de acordarme: el día de la entrevista estabas disgustado y me contaste por qué. Sospechabas que tu agente le había entregado tu última novela a la editorial sin haberla leído.
Me alegra saber que esa revista cierra. Era una mierda de revistita.
«Esto es lo que me ha tenido sin dormir por las noches -dice Esposa Uno-. Algo que leí sobre cómo, entre la gente que trata de suicidarse y sobrevive, casi todos dicen que sienten haberlo hecho. Por ejemplo, los que saltan desde lo alto y dicen que en cuanto surcaron el aire supieron que se habían equivocado, que no querían morir realmente.»
Yo también he oído eso, pero además otra historia, de otra época, sobre lo que supuestamente los forenses aprendían de los cadáveres de la gente que se tiraba para ahogarse, creo que en el Sena. Aquellos cuya razón para querer morir era el amor habían luchado por salir del agua. Aquellos cuya razón era la ruina económica se habían hundido como piedras.
Envejecer. Sabemos que esto tiene que haber sido lo más difícil, mucho más difícil para ti incluso que para otras personas. Un hombre que en su día tuvo a cualquier mujer que quiso. Que tenía groupies que esperaban cada una de sus palabras y creían que ganaría el Premio Nobel.
Aunque fuera solo una caterva de chicas locamente enamoradas y tontas como nosotras.
Empezábamos a llamar la atención. Dos mujeres inclinadas sobre sus entrantes, agarradas de las manos, dándose toquecitos en los ojos con las servilletas.
Más tarde, cuando le echa la primera mirada a Apollo, en Skype, dice: «¡Joder! No me puedo creer que te endilgaran un monstruo así. No me extraña que nadie lo quisiera.»
Yo parpadeo. No puedo soportar que llamen indeseable a Apollo. Me acuerdo de que Esposa Tres no hizo caso de mi sugerencia sobre la cantidad de gente que debía de querer un perro tan bonito: Quizá si fuese un cachorro.
«Y no sé cómo esperaba él que lo adoptases si eso implicaba perder tu casa.»
«Estoy segura de que nunca le dije que no podía tener un perro o que se le olvidó.»
«Pero lo cierto es que no te lo preguntó, nunca te lo consultó, como si no tuvieras nada que decir al respecto. No me puedo imaginar lo que estaría pensando.»
Pero yo sí. Porque me lo he imaginado muchas veces: cómo, entre todas las preguntas que seguramente te hiciste, estaba la de qué le pasará al perro.
Sé de otra suicida uno de cuyos últimos actos fue el de llevar al perro a la perrera. Una despedida sobre la que es mejor no pensar.
No es que lo pusieras por escrito: como la mayoría de los suicidas, no pusiste nada por escrito. Ni cambiaste nada en el testamento que habías redactado hacía años. Pero te aseguraste de que tu mujer lo supiera.
Ella vive sola, no tiene pareja, hijos ni mascotas, trabaja casi siempre en casa y le encantan los animales, eso es lo que él dijo.
Quizás en algún momento pensaste en comentármelo, quizás incluso estabas planeando hacerlo. Pero entonces. Los suicidas a menudo eligen su momento al azar, según me dijeron, en un estado de ánimo de ahora o nunca, cuando hasta una pausa para garabatear una despedida podría suponer la pérdida de coraje. (Quien duda no está perdido.)
Quizá temiste que si fuésemos realmente a tener esa conversación -qué pasaría con tu perro si te murieras- yo podría adivinar, o al menos sospechar, lo que tenías en mente.
Cuando le digo a Esposa Uno la edad de Apollo, un perro anciano de una raza de vida corta al que el veterinario le dio si acaso un par de años más, dice: «Eso lo complica aún más. Quizá si fuese un cachorro lo entendería. Pero ¿qué se supone que vas a hacer con un perro viejo de ese tamaño? ¿Cómo vas a ocuparte de él si enferma?»
Este pensamiento, con todas sus funestas implicaciones, por supuesto, ya se me había pasado por la cabeza.
«No sé -dice-. Me da la impresión de que hay algo loco en toda esta situación.»
Ah. Desde la primera vez que supe que habías muerto, ¿acaso no me he sentido a menudo con un pie en la locura? Desde el principio, había momentos en los que me encontraba en un sitio sin recordar cómo había llegado hasta allí, en los que me iba de casa para hacer un recado y me olvidaba de cuál. Un día fui a la universidad y no llevé los apuntes que necesitaba para dar clase. Me hice un lío con las citas médicas y aparecí en la consulta equivocada. ¿Por qué me miraban fijamente los estudiantes? ¿Había dicho algo sin sentido o repetido algo que acababa de decir hacía cinco minutos? O me estaba imaginando que me miraban fijamente.
Una tarjeta Hallmark solidaria del secretario del departamento -espantosa, sentimental- me hace llorar durante una hora.
Para cuando Apollo se vino a vivir conmigo, los incidentes de este tipo ya eran menos frecuentes. Pero ahí sigue perdurando la niebla de lo irreal. A veces siento estar dentro de un cuento de hadas. Cuando la gente dice: Qué vas a hacer cuando te desahucien, no puedes quedarte ahí sentada esperando un milagro, yo pienso: ¡Pues eso es lo que estoy esperando!
Estoy en una de esas historias en las que se pone a prueba a una persona, una de esas fábulas en las que alguien encuentra a un desconocido -puede ser humano o animal- que necesita ayuda. Si la persona se niega a ayudarlo, se le impone un duro castigo. Si la persona es amable con el necesitado -a menudo un rico, un miembro de la realeza o alguien poderoso disfrazado-, obtiene una recompensa, casi siempre el amor del ser cuya ilustre identidad ha sido revelada.
Me gusta la historia sobre Greta Garbo cuando ve la película de Cocteau La bella y la bestia. Lo que le oyeron gritar al final, cuando se rompe el hechizo y la bestia aparece encarnada de modo principesco en el actor Jean Marais: ¡Devuélvanme a mi hermosa bestia!
A veces aparece un perro en este tipo de historia. Como el cuento islámico acerca de una prostituta que le lleva agua a un perro que se muere de sed y al hacerlo agrada tanto a Dios que se le perdonan todos sus pecados y se le permite entrar en el cielo.
«No es culpa suya que no sea un cachorrito monísimo. No es culpa suya que sea tan grande. Y sonará disparatado, pero tengo la sensación de que si no me lo quedo, algo malo ocurrirá. Si se tiene que mudar una vez más, podría desarrollar tantos problemas que al final tendrían que sacrificarlo. Y no puedo dejar que eso ocurra. Tengo que salvarlo.»
Esposa Uno dice: «¿De quién estamos hablando?»
¿Es este el meollo de la locura? ¿Creo que si me porto bien con él, si actúo desinteresadamente y me sacrifico por él, creo que si quiero a Apollo -bello, envejecido, melancólico Apollo- me despertaré una mañana y encontraré que él no está y a ti en su lugar, de regreso de la tierra de los muertos?
Ahora que Héctor me ha denunciado al casero se siente mal. Cada vez que me ve parece avergonzado.
Lo siento dice, pero ya sabe, ya sabe…
Sé que tenías que hacer tu trabajo.
Es un buen perro, dice.
Parece conmovido porque Apollo deja que le acaricie la cabeza, como si pensase que Apollo ha de saber lo que ha hecho Héctor.
¿Tiene adónde ir?
Aún no, pero algo saldrá, le digo con una jovialidad que no he de fingir: mi vida se ha vuelto tan irreal que leí solo por encima el segundo aviso del despacho de la administración del edificio antes de tirarla.
Es una pena, dice Héctor. Un animal tan bonito. Lo siento mucho.
No es culpa tuya.
Para demostrar que no lo culpo, mi plan es darle estas Navidades una propina mayor que la que le di el año pasado.
No sé si a Apollo le gusta que lo masajeen o si simplemente lo tolera, pero yo sigo con ello, logrando que se recueste primero de un lado y luego del otro, haciendo una pausa para masajearle el pecho entremedias. El masaje en el pecho parece ser lo que más le gusta. No le gusta que le toquen las almohadillas de las patas, aunque la niña malcriada que hay en mí sigue intentándolo.
Ha envejecido acostumbrándose a su nuevo hogar y a mí. Excepto cuando he de ir a la universidad, no lo dejo solo. Aparte, siempre lo llevo en mi mente y estoy ansiosa por volver con él. Me saluda en la puerta (¿ha estado junto a la puerta todo el tiempo?), pero con una mirada sofocada que dice que no ha sido fácil la espera. (¿Tiene buena memoria? Si es tan buena como dicen que es la memoria de los perros, qué dolor le causará quedarse encerrado solo. ¿Y -pensamiento desgarrador- es a ti a quien sigue esperando junto a la puerta?)
Mueve la cola de lado a lado, un meneo, sin duda alguna, pero melancólico. Nunca un rabo alegre, los latigazos furiosos de acá para allá tan característicos de los gran daneses (hasta el punto de que hacerse heridas en el rabo y dañar objetos de la casa es común: la razón por la que muchos dueños optan por cortárselo).
El colchón hinchable ha vuelto al armario. Y aún hay más. Nunca más me ha gruñido, y cuando digo Abajo, normalmente no he de decirlo dos veces. Aun así, donde quiere estar es en la cama, sobre todo por la noche. (Intenté que viera el colchón hinchable como una cama para perros pero no funcionó.) A pesar de lo que había dicho el veterinario, yo no veía la necesidad de desterrarlo completamente de la cama. Después de todo, mucha gente deja que sus perros se suban a la cama. Algunos incluso ponen una manta especial a los pies de la cama para que el perro duerma encima. Si Apollo fuera un caniche de juguete aovillado en una manta especial a los pies de la cama, no resultaría nada extraordinario. ¿Por qué es distinto cuando el perro es del tamaño de un hombre y se estira todo lo largo que es con la cabeza sobre su propia almohada? Reconozco que es así. Pero voy a decir algo: cuando estás tumbada en la cama llena de pensamientos oscuros, como por qué tuvo que morirse tu amigo y cuánto tiempo pasará hasta que pierdas el techo que hay sobre tu cabeza, tener un cuerpo enorme y cálido apoyado a lo largo de tu espina dorsal es un consuelo increíble.
Se sabe todas las órdenes.
Una noche, tras un larguísimo mal día -perdí el móvil, clase apática, intento fallido de volver a escribir-, Apollo se revuelve, se prepara para abandonar la cama y yo me veo diciéndole: Quédate.
Algunos amigos, ya me he dado cuenta, me evitan, y me da por pensar que en parte se debe a que temen que algún día no muy lejano aparezca ante su puerta con Apollo y una maleta.
El amigo más solidario con mi situación me llama para preguntarme cómo estoy. Le digo que estoy probando con música y masaje para tratar la depresión de Apollo, y él me pregunta si he pensado ir a un terapeuta. Le cuento que soy escéptica sobre loqueros de perros, y él dice: No me refería a eso.
Fin del semestre. Le digo a mi familia que no puedo viajar para estar con ellos estas Navidades. Durante ese parón de un mes antes de comenzar de nuevo las clases, no tendré que separarme apenas de Apollo. Incluso cuando hace mucho frío, salimos y andamos y andamos. Nos gusta el frío. Nos gusta la ciudad en invierno. Más espacio en las aceras. Menos mirones. Y cuando hace un frío gélido, Apollo es menos propenso a pararse a hacer uno de sus descansos.
Último aviso del despacho de la administración del edificio. Se me ocurre que podría intentar hablar con el casero. ¿Quién dice que el tipo va a ser un cretino insensible y no un modelo de compasión? ¿Por qué no puede ocurrir un milagro navideño? Como mínimo podría suplicarle algo de tiempo.
Llamo al administrador y le pido el número del casero en Florida.
No podemos darle ese número, dice.
Doce autores -seis hombres y seis mujeres- han posado desnudos para un calendario fotográfico de pared. La invitación por correo electrónico me insta a no perderme esta oferta exclusiva: una edición limitada de copias firmadas por cada autor ahora disponibles en preventa.
Impresionada al recordar una mesa redonda en la que alguien sacó el tema de la dignidad y su lugar mermado en el mundo literario. Tengan cuidado, dijiste, lo siguiente serán fotos de autores desnudos. Con qué cara de póquer te sentaste cuando todo el resto de la gente en la sala se rió.
Nochevieja. Me quedo en casa y veo, por enésima vez, Qué bello es vivir. No abro la botella de champán que me mandó una estudiante para agradecerme que le escribiera una carta de recomendación para los más de treinta y tantos másteres en escritura creativa que está solicitando este año.
El amigo más solidario con mi situación pone en marcha un plan. La semana siguiente: un bombardeo de llamadas y mensajes de gente diversa, de algunos llevaba años sin saber nada.
No quieren verme perder mi casa. Quieren que recobre la cordura antes de que sea demasiado tarde. Necesito una manera mejor de lidiar con mis sentimientos de pérdida y culpa. Necesito terapia de duelo. Aquí tienes varios contactos. Debería pensar en tomar medicación. A ellos les funcionó. Hay libros. Hay páginas web. Hay grupos de apoyo. La curación no llegará retirándome a un mundo de fantasía, aislándome, pasando todo el tiempo con un perro. Existe el duelo patológico. Existe el pensamiento mágico del duelo patológico, que es una especie de demencia. Que es lo que en su opinión tengo yo.
Me hacen ofertas generosas de todo tipo, aunque ninguno se ofrece a llevarse al perro.
Entonces Esposa Dos, nada más y nada menos, hace justamente esto: Tengo un nietecito que adora a los perros. Le encantará tener uno tan grande como para montarse encima.
Eso lo habría arreglado todo, dice Esposa Uno.
Le digo que nunca me lo perdonarías. ¿Y no era sospechoso que Esposa Dos hiciera una oferta así?
«¿Qué quieres decir? Pensé que solo estaba tratando de ayudar.»
«¿Ayudar? Esta mujer que siempre me ha odiado, casi tanto como te odia a ti. Nunca confiaría en ella. Solo recuerda cómo fue esa boda: pura rabia y amargura y resentimiento. No confiaría en que Apollo estuviera cerca de ella.»
Las mujeres son peligrosas (…). Nada las detiene y nunca te sueltan.
Esposa Uno piensa que soy una paranoica, pero no hablo de algo que nunca haya pasado: gente que se venga de alguien a través de la indefensión del animal o del niño de esa persona.
Nunca me lo perdonarías.
«¿Y qué vas a hacer entonces? No te puedes quedar ahí sentada esperando un milagro.»
Pero eso es lo que estoy esperando.