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«¿Has leído lo de los mastines tibetanos?»

Sí que había leído el artículo en The New York Times y se lo digo, pero la necesidad de descarga que tiene la mujer es demasiado grande: cuenta la historia de todas formas.

Hace solo unos años, en China, el mastín tibetano era un símbolo de posición social, un artículo de lujo valorado en el equivalente a doscientos mil dólares cuyos cachorros, según se dice, se vendían por más de un millón. Al alcanzar aquella obsesión su punto álgido, los criadores avariciosos produjeron más y más perros. Entonces aquella obsesión desapareció. Valían muy poco, comían demasiado, ya nadie quería a esos enormes perros, a veces difíciles de controlar. Lo que siguió: abandono masivo. Perros hacinados en camiones, donde sufrían horriblemente y muchos morían. El matadero.

Sinceramente, no necesitaba oír esa historia dos veces.

Me suelo encontrar con esa mujer cuando saca a pasear a sus dos perras, unas chuchas mansas, madre e hija. De la noticia pasa a la diatriba -esta también la ha compartido conmigo anteriormente- sobre los horrores de criar perros. La naturaleza concibe chuchos y lo que debería haber son chuchos, pero ¿qué tenemos?, collies idiotas, perros pastores neuróticos, rottweilers asesinos, dálmatas sordos y labradores pachorras a los que podrías pegarles un tiro con una pistola sin que hubieran sospechado del peligro. Vegetales peludos, lisiados, imbéciles, sociópatas, perros con los huesos demasiado finos o con demasiada carne. Eso es lo que consigues al criar perros en busca de los rasgos que la gente quiere que tengan. Debería ser delito. (Pensé que esta mujer estaba loca cuando me habló de los perros perdigueros que se quedan congelados en posición de muestra de la que no logran salir, pero este esperpento resulta ser cierto.)

Me dan escalofríos al pensar cómo será dentro de unos cincuenta o cien años, dice la mujer, con una expresión verdaderamente sombría, pero, para entonces, añade, la Tierra al completo habrá sido destruida. Y, quizá consolada por este pensamiento, agarra a sus chuchas y se va.

Me quedo pensando en los mastines. Además de su gran corpulencia y una melena que los hace parecer leones, son conocidos por ser fieramente protectores y leales a sus amos. Entonces, ¿qué siente un perro criado con esas cualidades cuando su amo lo deja hacinado en uno de esos camiones? ¿Los perros entienden la traición? Imagino que no. Me parece que lo principal en la mente del mastín, camino del matadero, es ¿Quién protegerá ahora al Amo?

 

Una digresión. Acerca del sufrimiento animal, ¿qué sabemos realmente? Hay indicios de que los perros y otros animales tienen una tolerancia más alta al dolor que los seres humanos, pero su verdadera capacidad de sufrimiento -al igual que la verdadera medida de su inteligencia- sigue siendo un misterio.

Ackerley creía que estar tan implicados emocionalmente con las personas y tratar siempre de agradarles causaba a los perros ansiedad y estrés. Pero ¿sufrían de dolor de cabeza?, se preguntaba, porque ni siquiera eso se sabía sobre ellos.

Otra pregunta: ¿Por qué a la gente suele costarle más aceptar el sufrimiento animal que el sufrimiento de otros seres humanos?

Por ejemplo Robert Graves, escribiendo sobre la batalla del Somme: El número de caballos y mulas muertos me impactó; lo de los cadáveres humanos me parecía algo normal, pero resultaba innoble que arrastrasen a los animales a una guerra así.

¿Por qué, entre todos los terribles recuerdos de su ordalía como prisionero de guerra en Japón durante la Segunda Guerra Mundial, al atleta olímpico y aviador del ejército estadounidense Louis Zamperini lo perturbó más que ninguna otra cosa el recuerdo de un guardia torturando a un pato?

Por supuesto, en todos estos casos, el sufrimiento lo causó el comportamiento humano, y en el caso del pato, fue un acto de puro sadismo. Pero ¿no están los animales siempre a nuestra merced y acaso la compasión que sentimos por ellos no deriva de nuestra comprensión de que el animal no es capaz de conocer la razón de su dolor? (un hecho que lleva a algunas personas a insistir en que los animales deben de sufrir incluso más que los seres humanos). Creo que la intensidad de la compasión que sientas por un animal tiene que ver con cómo evoca en nosotros la autocompasión. Creo que todos debemos de retener, a lo largo de nuestras vidas, un recuerdo poderoso de esos momentos tempranos de la vida, cuando éramos tan animales como humanos, con sensaciones abrumadoras de desvalimiento y vulnerabilidad y terror mudo, y el anhelo de protección que nuestro instinto nos dice que está ahí solo con que logremos llorar lo suficientemente alto. La inocencia es algo que los seres humanos atravesamos y dejamos atrás, incapaces de retornar a ella. Pero los animales viven y mueren en ese estado, y ver violada la inocencia en forma de crueldad hacia un simple pato puede parecer la acción más bárbara del mundo. Conozco a gente que se indigna con este sentimiento, tachándolo de cínico, misántropo y perverso, pero creo que el día que ya no seamos capaces de tenerlo será un día terrible para todo ser viviente, que nuestra caída libre hacia la violencia y la barbarie será mucho más veloz.

 

Cuando la gente me pregunta por qué dejé de tener gatos no siempre doy la respuesta verdadera, que tiene que ver con cómo murieron los que tuve. Sufrieron y murieron.

Todos los propietarios de mascotas pasan por esto. Tu mascota está enferma, a todas luces enferma, pero ¿qué pasa, cuál es el problema? No tengo respuesta.

Que tu perro, que cree que eres Dios, piense que tienes el poder de parar el sufrimiento pero por alguna razón (¿acaso te he disgustado de algún modo?) rehúsas hacerlo es un pensamiento insoportable.

El poeta Rilke contó una vez haber visto a un perro moribundo dirigirle a su ama una mirada cargada de reproches. Más adelante, le pasó esta experiencia al narrador de una novela: Estaba convencido de que yo pude haberlo previsto. Ahora quedaba claro que él siempre me había sobrevalorado. Y no quedaba tiempo para explicárselo. Siguió mirándome, sorprendido y solitario, hasta que todo terminó.

La sospecha de que tu gata, orgullosa, independiente y estoica como es, no hace más que ocultar lo mal que realmente van las cosas.

La excursión al veterinario, el diagnóstico, bueno, al final por lo menos eso. Cirugía, medicamentos. (¡Deja de escupir esas malditas pastillas!) Esperanza. Luego dudas. ¿Cómo sé si siente dolor y cuánto? ¿Estoy siendo egoísta? ¿Y no preferiría estar muerta?

A lo largo de los años me ha pasado eso, varias veces, demasiadas veces, tener en mis brazos un gato que, según me asegura el veterinario, morirá poco a poco. Mi madre, que también ha vivido eso, decía: Al pequeñín lo tuve entre mis brazos todo el tiempo, hasta el final, ronroneando. (Lo sé: no es más que un ruido que hacen.)

Poco después de que muriera uno de mis dos últimos gatos (entre mis brazos, pero no ronroneando) -un gato con el que viví durante veinte años, más tiempo del que nunca he vivido con una persona-, la gata superviviente enfermó. Se paseaba por el apartamento, incapaz de descansar ni un minuto. Imaginad: una gata insomne. Quería comer, intentaba comer, pero no podía. La voz le había cambiado, ahora siempre era el mismo maullido consternado e insistente: Ayúdame, por qué no me ayudas.

El ultrasonido reveló un bulto. Podemos operar, dijo la veterinaria, una amable mujer joven vestida con una tranquilizadora bata de color rosa. Pero hay que tener en cuenta su edad. Y la tuve en cuenta, tanto como lo que ya estaba sufriendo, y el hecho de que, con diecinueve años, podría no sobrevivir a una operación. La otra opción, dijo la veterinaria, es sacrificarla.

Cómo odiaba Ackerley ese eufemismo «deshonesto». Pero la palabra suya -destruida- siempre me sonó rara al usarla para un ser sensible. Y ni él ni nadie más emplea jamás el honesto matar. Mandé matar a mi perra Tulip. Llevé a mi gato al veterinario a que lo mataran. Sería mejor llevar al pobrecito a que lo maten. No hay esperanza, necesita que la maten. Si no podemos encontrarles un hogar, habrá que matarlos a todos.

¿Quiere usted estar con ella?

Por supuesto.

Dos inyecciones, explicó la veterinaria. La primera es para calmarla…

La primera inyección fue problemática. Algo relacionado con la deshidratación y las venas. Y entonces la gata, que hasta ese momento se había mantenido muy quieta, se puso en alerta. Estiró una garra y me rozó la muñeca. Levantó la cabeza, tambaleándose en el tallo frágil de su cuello, y me miró con desconfianza.

No digo que esto fuese lo que dijo, digo que esto es lo que oí:

Espera, estás cometiendo un error. Yo no dije que quería que me matases, dije que quería que me ayudases a sentirme mejor.

La veterinaria estaba claramente aturdida. Antes de que yo pudiese pronunciar palabra, cogió a la gata en brazos y se dirigió a la puerta: Enseguida vuelvo.

Estábamos en un hospital grande y concurrido con muchas áreas diferentes. No tenía ni idea de adónde había ido.

Diez minutos después volvió. Dejó a la gata sobre la mesa, muerta.

¿Quiere usted estar con ella? Por supuesto.

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas: Pero ¿qué ha hecho?

 

Oí hablar de un estudio según el cual los gatos, a diferencia de muchas otras especies animales, no perdonan. (Como los escritores, quizá, quienes, según un editor que conozco, nunca olvidan un desprecio.)

 

Quizá la culpa fuera peor porque, de todos los gatos que tuve, esta había estado lejos de ser mi favorita, era la que siempre se mantenía distante, la que no me dejaba acariciarla ni tenerla sobre mi regazo pero sí esperaba hasta que me dormía antes de plantarse furtiva en mi cadera. Y entonces se convirtió en la gata de la que no podía parar de hablar. Cuando encontraba un pelo de cuerpo o de bigote de gato en algún sitio del apartamento, oía de nuevo el maullido ronco y agitado de sus últimos días. No, no quería otro gato. No quería volver a ver jamás a otro gato morir, sufrir y morir. Sin mencionar esa otra ansiedad: Si me hacía con un gato, ¿qué le pasaría si yo me moría primero?

 

Así, quizá me libraba de convertirme en la vieja de los gatos. Estoy contenta de que, en la era de internet, que ha revivido la antigua adoración de los gatos como dioses, el término esté perdiendo su sambenito. Una vez un médico residente me contó que, durante su rotación en psiquiatría, le habían enseñado que tener muchos gatos podía ser indicio de enfermedad mental. Al pensar en los casos terribles de acumulación de animales de los que oí hablar, pensé que era bueno que los psiquiatras estén pendientes de este tema en particular, pero cuando le pregunté cuántos gatos se decía que hacían cruzar el umbral a alguien, él dijo que tres.

 

Dados los extraordinarios poderes olfativos de un perro, sé que, aunque hayan pasado años, Apollo es consciente de que esta casa fue en su día territorio felino. Quiero saber: ¿Qué opina de eso?

 

Hay una película húngara llamada Dios blanco en la cual los perros de Budapest se rebelan contra el opresor. Como en todos los levantamientos, este tiene un líder. Es Hagen, la querida mascota mestiza de una niña llamada Lili. Su calvario comienza cuando el padre de Lili se niega a pagar el impuesto que recae sobre cualquiera que esté en posesión de un perro que no sea de pura raza. Abandonado en la calle, Hagen trata de volver a encontrar a Lili (que, mientras tanto, hace todo lo que puede para encontrarlo), pero se lo impiden, primero los laceros y luego un bestia que, con los métodos más crueles, adiestra a Hagen para la pelea. Es al matar a otro perro, la primera vez que Hagen salta al cuadrilátero, cuando comprende no solo lo que ha hecho sino lo que le han hecho. Huye de su entrenador pero enseguida lo atrapan los laceros y se lo llevan a la perrera, donde lo apartan para sacrificarlo. Pero de nuevo Hagen se escapa, liberando al mismo tiempo a un gran número de perros que le pisan los talones mientras avanza veloz por las calles. A la jauría de perros corredores -que a veces atacan- se les suman más perros, perros de todos los rincones de la ciudad: Hagen ha formado un ejército canino. Uno por uno, sus enemigos son perseguidos y asesinados cruelmente. Para entonces, sin embargo, aquel perro que había sido tan noble ha sufrido tal transformación que cuando finalmente Hagen vuelve a encontrarse con Lili, en el patio del matadero donde su padre trabaja como inspector cárnico, le enseña los dientes y le gruñe. Ella es un ser humano, al fin y al cabo, y su padre, que empezó esta guerra, está ahí con ella. Organizados junto a Hagen se encuentran los miembros de su ejército, todos preparados para atacar. La asustada Lili recuerda que a Hagen le gustaba que ella tocase para él la trompa (su instrumento en la orquesta escolar) y cuánto lo tranquilizaba su sonido. Lili saca la trompa de su mochila y comienza a tocar. Hagen se calma y se tumba. Después, todos los demás perros también se tranquilizan y se tumban. Lili sigue tocando, prolongando ese momento de paz.

No es un final feliz porque sabemos, por supuesto, que los perros están condenados, pero han tenido su revancha.

 

Es fácil ver por qué tanta gente -incluyéndome a mí misma, antes de que una profesora de literatura inglesa del instituto me pusiera los puntos sobre las íes- cree lo que alguien dijo una vez, que la música amansa a las fieras.

La música tiene encantos para amamantar a las fieras es lo que el dramaturgo William Congreve de hecho escribió. Pero forma parte de nuestra mitología: un animal salvaje o agresivo amansado o amamantado por la música. Lo cual tiene sentido, dado todo lo que sabemos acerca de cómo la música puede agitar los ánimos de un ser humano.

En Dios blanco, justo antes de que sacrifiquen a un perro, este está en un cuarto con una televisión que muestra unos dibujos animados antiguos de Tom y Jerry, El concierto para gato, en el que Tom toca la «Rapsodia húngara» n.º 2 de Liszt.

No sé si poner música de verdad puede calmar las mamas de una perra, pero en internet lo encuentro como sugerencia para lidiar con la depresión canina.

(¿Estás escribiendo un libro? ¿Estás deprimida? ¿Buscas una mascota? ¿Tu mascota está deprimida?)

Pero ¿qué tipo de música?

Una vez tuve un conejo al que lo dejaba correr por la casa. En el salón había un equipo de música con dos grandes altavoces en el suelo. Cada vez que sonaba la música, el conejo se iba hacia un altavoz y ahí se plantaba. Normalmente se limitaba a tumbarse quieto, escuchando, a veces empezaba a lamerse las orejas. Pero si yo ponía «Las ovejas pastan tranquilas» de Bach, se levantaba y retozaba por el salón.

¿Qué tipo de música? ¿Alegre? ¿Dulce? ¿Rápida o lenta? ¿La «Rapsodia húngara» n.º 2? ¿Por qué no algo de Schubert? (Oh, quizá no Schubert, cuya pluma era, en palabras de Arvo Pärt, cincuenta por cien tinta y cincuenta por cien lágrimas.) ¿Y Bitches Brew de Miles Davis? (Sé que todo esto es ridículamente antropomórfico, pero a veces el amor es así.)

Le pongo a Miles Davis. Le pongo a Bach y a Arvo Pärt. Le pongo a Prince, Adele y Frank Sinatra. Y a Mozart, mucho Mozart.

Ninguno parece conmoverlo en absoluto. Creo que no está escuchando. Si lo está haciendo, no creo que le importe.

Entonces me acuerdo de que leí sobre un experimento en el que un grupo de monos a los que se les daba a elegir entre escuchar a Mozart y escuchar rock and roll eligieron a Mozart, pero cuando les daban a elegir entre Mozart y el silencio elegían el silencio.

 

Dios blanco está en parte inspirada en la novela Desgracia. Tras perder su puesto de profesor, David Lurie abandona su vida en Ciudad del Cabo. Se retira a un pueblo de la provincia Cabo Oriental donde su hija Lucy tiene una pequeña granja en la que practican la agricultura de subsistencia y donde él acaba trabajando en un albergue para animales. Sobre el destino de la multitud de perros indeseados, Lucy reflexiona: Nos hacen el gran honor de tratarnos como a dioses y nosotros se lo devolvemos tratándolos como meros objetos.

 

Una carta de la oficina del administrador de mi edificio diciendo que se ha puesto en su conocimiento que estoy infringiendo mi contrato. El perro ha de ser retirado del recinto inmediatamente o…

 

¿Le pasa algo malo al perro?