Cualquiera que se vea forzado a contemplar cómo envejece una mascota se siente como el poeta Gavin Ewart deseando que su gato convaleciente de catorce años llegue a vivir solo un verano más antes de ese último y odioso viaje predestinado al veterinario.
Veo los pelos grises del hocico de Apollo y la rojez que enmarca sus ojos, veo la rigidez con que camina algunos días, cómo a veces le lleva dos intentos ponerse de pie…, y siento dolor. La lista de cosas que el veterinario me da para que observe, señales comunes de enfermedad y deterioro en perros mayores, me hace estremecer. (¿Cómo vas a ocuparte de él si enferma?) En los seis meses entre revisión y revisión, su artritis ha ido a peor.
No basta con un milagro. Que se haya evitado el desastre, que nos ahorremos la separación o el desahucio, lo siento, pero no basta. Ahora soy como la Mujer del Pescador: quiero más. Y no solo uno, dos, tres o cuatro veranos más. Quiero que Apollo viva tanto como yo. Menos que eso es injusto.
¿Y por qué, al final, ese inevitable viaje al veterinario? ¿Por qué no puede morir en casa, mientras duerme, apaciblemente, como merece un buen perro?
¿Por qué, habiéndolo salvado, debo verlo sufrir ahora, sufrir y morir y después quedarme sola, sin él?
Creo que él advierte cuando tengo pensamientos así. Si está cerca, desvía la atención hacia mí, como para distraerme.
Está muy extendida la creencia de que, si bien los animales no saben el día que morirán, muchos sí saben cuándo se están muriendo. Entonces, ¿en qué momento un animal moribundo toma conciencia de lo que le está ocurriendo? ¿Es posible que sea con mucha antelación? ¿Y cómo responden los animales al envejecimiento? ¿Se sienten completamente confusos o de algún modo intuyen lo que significan esas señales? ¿Estas preguntas son ridículas? Reconozco que sí. Y, aun así, me preocupan.
Apollo tiene un juguete favorito, un juguete rojo brillante hecho de goma dura. Me gustan los falsos ruidos de monstruo-perro que hace cuando juega al tira y afloja. Pero lo más divertido para él parece ser dejarme ganar. (Sigo sin saber si es o no consciente de su propia fuerza. Seguramente nunca lo he llegado a ver usar su potencia al completo.) Los demás juguetes no le interesan, pero yo sigo comprándole otros nuevos, igual que sigo llevándolo al parque canino, por más que haya perdido la esperanza de verlo jugar allí. No se muestra más interesado en los otros perros que en otras personas. Y eso sigue molestándome. ¿Por qué no juegas? ¡Hay tantos perros simpáticos y amigables en el parque!
Pero ¿por qué tendría que importarme eso? Me imagino que es como una madre que quiere que su hijo sea, si no locamente popular, al menos no un niño solitario. Me alegraría tanto verlo hacerse amigo aunque solo sea de un perro, incluso enamorarse. Solo porque esté castrado no quiere decir que no pueda sentir algo especial por una perra, ¿no? A menudo nos topamos con una despampanante mastín italiana color plata llamada Bella. (El antropomorfismo, lo he decidido, es ineludible y, aunque trate de esconderlo, no voy a seguir combatiéndolo.)
Sobre el tan admirado atributo de la lealtad canina, el escritor Karl Kraus señaló que los perros son fieles a la gente, no a los otros perros y, por tanto, quizá no sean el mejor ejemplo de la virtud. De hecho, muy a menudo los perros odian a los demás perros, incluso a los de su misma sangre.
Lo volví a ver justamente esta mañana. Dos perros atados se ven el uno al otro y al instante comienzan a embestir y a gruñir.
Cabrón. Te odio. Maldito seas. Te voy a arrancar a mordiscos tu puta nariz, pedazo de mierda apestosa. Te voy a matar. Tienes suerte de que esté atado o te arrancaría las putas pelotas.
Casi se asfixian hasta morir mientras se esfuerzan por agarrarse el uno al otro.
Apollo no es así. Nunca lo he visto insultar o atacar o maltratar a otro perro. A pesar de todo lo que ha sufrido, ha seguido siendo amable, ha conservado su… humanidad, quiero decir (¿qué palabra debería decir?).
Una vez pasamos por delante de unos escalones donde había un gato sentado más o menos al mismo nivel que la cabeza de Apollo. El gato salta, se arquea y le escupe en la cara. Apollo pone la otra mejilla: una pata sale disparada y golpea. Por un momento temo por el gato, pero Apollo sigue caminando. No quiere problemas. Quiere paz.
Incluso en la vejez, Apollo es una criatura de una belleza tan llamativa que a menudo la gente suspira a su paso.
Cómo sería en la flor de la vida.
Uno suele preguntarse cómo fue antes de que la conocieras una persona a la que has llegado a amar. Duele, casi, no haber conocido de niño a alguien a quien queremos. Así me he sentido hacia prácticamente todos los hombres de los que he estado enamorada, también hacia muchos amigos cercanos, y ahora me siento así hacia Apollo.
¡No haberlo conocido cuando era un joven perro retozón, haberme perdido toda su etapa de cachorro! No me siento solamente triste, me siento engañada. Ni siquiera una foto que me muestre cómo era. Tengo que conformarme con mirar cachorros de gran daneses arlequín en libros o en internet. Una actividad a la cual confieso que he dedicado algunas horas.
Solo ocurrió una vez. Caminando por el SoHo, me crucé con otra persona que paseaba a un gran danés arlequín. Los dos humanos parecen entusiasmados, pero los perros se miran sin prestarse atención.
Algo malo le pasa al perro: una lección aprendida temprano, en libros de la infancia. Los animales de esas historias a menudo mueren, a menudo de mala manera. Fiel amigo. El poni colorado. Y, aunque no mueran, aunque sigan no solamente vivos sino felices, al final sufren, a menudo desesperadamente, a menudo se los hace pasar por situaciones infernales. Azabache. Flicka. Colmillo Blanco. Buck. La autobiografía de Beautiful Joe, basada en la vida de un perro real y repleta de escenas de crueldad, comienza con su salvaje amo rebanándole las orejas y el rabo a Joe con un hacha.
Sin duda, como muchos otros lectores, recuerdo llorar con esos libros (nunca tanto como con el pobre Joe), aunque nunca lamenté haberlos leído. ¿Hay algo más absorbente que una historia sobre un niño y un animal que se hacen amigos? Cuando por primera vez supe que quería escribir, estaba segura de que escribiría sobre eso, pero nunca lo hice.
Cuando la gente es muy joven ve a los animales como iguales, incluso como familiares. Que los seres humanos son diferentes, únicos y superiores a todas las demás especies se lo tienen que enseñar.
Los niños fantasean acerca de un mundo poblado únicamente por no humanos. Me gustaba aparentar que yo era algún tipo de animal, un gato o un conejo o un caballo. Trataba de comunicarme por medio de sonidos animales más que por el habla y me negaba a comer usando las manos. A veces actuaba así durante tanto tiempo y con tanta convicción que mis padres se preocupaban. Un juego, pero en el meollo algo que no daba ninguna risa, una huella del cual se ha transmitido a la vida adulta: el deseo de no ser parte de la especie humana.
Algo malo le ocurre al perro en la novela de Milan Kundera La insoportable levedad del ser. El perro se lo regala cuando es un cachorro el protagonista principal, Tomas, a su mujer, Tereza, exactamente por la misma razón, se nos cuenta, por la que se casó con Tereza: para compensarla por el sufrimiento y la humillación que le causa su incorregible afición por las mujeres. Aunque es hembra, al cachorro se lo bautiza por capricho como el protagonista masculino de otra novela: el marido de Anna Karénina. La perra Karenin detesta los cambios, le encanta estar en el campo, donde se hace amiga de un cerdo y, tras desarrollar un cáncer terminal, la sacrifican.
Kundera tiene su propia interpretación del Génesis 1:26. La verdadera bondad humana puede ponerse en primer plano solo cuando su recipiente no tiene poder. Que se vea, entonces, cómo la raza humana trata a los que están a su merced. Y sometidos a esta prueba moral, la humanidad ha sufrido una derrota tan fundamental que todas las demás provienen de ahí.
Karenin y Tereza están entregados el uno al otro. Reflexionando en su vínculo puro y altruista, Tereza concluye que un amor así es, si no mayor, en cualquier caso mejor que la cosa corrupta, tensa, eternamente decepcionante y pactada que siempre ha tenido con Tomas.
Idílicas es como describe Kundera las relaciones humanas con animales. Idílicas porque los animales no fueron expulsados con nosotros del Paraíso. Allí permanecen, despreocupados de complicaciones como la separación del cuerpo y el alma, y por medio de nuestro amor y amistad con ellos somos capaces de reconectarnos con el Paraíso, pero solo a través de un hilo.
Otros van más allá. Los perros no solo no han sido tocados por el mal. Son criaturas celestiales, ángeles encarnados, espíritus guardianes peludos enviados para cuidar de las personas y ayudarlas a vivir. Como la deificación de los gatos, esta creencia circula por todo internet y va en aumento. Te hace preguntarte cosas. Sobre la gente, me refiero.
Algo muy malo les sucede a un montón de perros en Desgracia. La cuestión persiste, ¿por qué no salva David Lurie a ese chucho que claramente ha llegado a quererlo y por el que él, a su vez, siente un afecto especial? ¿Por qué no puede ahorrársele a ese perro -un buen perro, lisiado pero aún joven, y aparentemente sensible a la música- el destino de todos los demás perros no queridos con los que se acaba en el refugio para animales? ¿Por qué, en lugar de quedarse con ese perro, Lurie insiste en sacrificarlo?
Recordemos a la agente Starling en El silencio de los corderos contándole a Hannibal Lecter cómo, cuando de niña vivía en el rancho de su tío, quiso desesperadamente salvar a los corderos de la matanza de primavera. Cómo agarró un cordero y trató de huir. Pensé que si podía salvar al menos a uno… pero pesaba mucho. Mucho. Al final, como Lurie, no pudo salvar a un animal señalado para la muerte. Ni siquiera a uno.
Sabemos que piensan, pero ¿tienen opiniones los perros?
Kundera exagera el hecho de que, a diferencia de nosotros, los animales no sientan asco. No estoy tan segura de eso (¿ni siquiera los gatos?), pero que los perros no sean críticos o sentenciosos es innegablemente, en gran medida, lo que los acerca a nosotros. (Esto es lo que llevó a pensar a los educadores que poner a niños con problemas de lectura a leerles en voz alta a perros era tan buena idea. También, quizá, la razón por la que intérpretes como Laurie Anderson y Yo-Yo Ma han declarado que observaban al público de sus conciertos y fantaseaban con que todos eran perros.)
Gratitud: no creo que la gente se lo esté imaginando cuando le atribuye ese sentimiento al perro al que han rescatado. Yo a menudo siento que Apollo me está agradecido.
Quiero saber si anticipa las cosas con ilusión. Pronto llegará a casa. ¡Estoy deseando comer! Mañana será otro día.
Más aún, querría saber cómo recuerda Apollo el pasado. ¿Siente añoranza?, ¿remordimientos?, ¿dulces, dulces recuerdos?, ¿agridulces? Con sentidos tan agudos como los suyos, ¿por qué los perros no habrían de tener momentos proustianos?
¿Por qué no habrían de tener momentos eureka, revelaciones y todo eso?
Al principio alguna vez lo pillaba mirándome fijamente y apartando la mirada cuando yo se la devolvía. Ahora a menudo pone a descansar ese bloque que tiene por cabeza sobre mis rodillas y dirige sus ojos hacia mí con expresión de hablante.
¿De qué hablas con él?, quería saber el loquero. Sobre todo me parece que le hago preguntas. ¿Qué pasa, perrito? ¿Has dormido una buena siesta? ¿Perseguías a alguien en sueños? ¿Quieres que salgamos? ¿Tienes hambre? ¿Estás contento? ¿Te duele la artritis? ¿Por qué no juegas con los demás perros? ¿Eres un ángel? ¿Quieres que te lea algo? ¿Quieres que cante? ¿Quién te quiere a ti? ¿Me quieres? ¿Me querrás para siempre? ¿Quieres bailar? ¿Soy la mejor persona que has tenido? ¿Se me nota que he bebido? ¿Estos vaqueros me hacen gorda?
Si pudiéramos hablar con los animales, dice la canción.
Lo cual quiere decir si ellos pudieran hablarnos.
Pero, por supuesto, eso lo estropearía todo.
Toda tu casa huele a perro, dice una visita. Le digo que haré algo al respecto. Me basta con no invitar más a esa persona.
Una noche me despierto y me encuentro a Apollo junto a la cama, aparentemente intentando con los dientes volver a poner sobre mí la manta que he debido de tirar mientras dormía. Cuando le cuento esto a la gente no se lo cree. Dicen que debo de haberlo soñado. Cosa que acepto como posible. Pero en el fondo creo que están celosos.
En la fiesta de presentación de un libro. Una mujer que no conozco se ríe nerviosa y dice: ¿No es usted la que está enamorada de un perro?
¿Soy yo? ¿Me he hecho con un marido perro como Ackerley se hizo con una esposa perra? ¿Será su muerte el día más triste de mi vida? ¿También querré yo inmolarme como una sati? No. Pero yo también he llegado a sentir tanta impaciencia por estar en casa con él que me he metido de golpe en un taxi en lugar de tomar el metro. Yo también canto de alegría al pensar que voy a verlo y, con seguridad, este amor no es como ningún otro que haya sentido en mi vida.
Una ansiedad recurrente: alguien que afirma ser el dueño de Apollo aparece finalmente, alguien con una historia disparatada pero tan convincente acerca de cómo ambos fueron separados que ahora se supone que yo he de devolverlo.
He de recordar aquí que fue hace poco cuando aprendí que el término amor de cachorro se refiere al sentimiento que una persona puede tener hacia un cachorro. Nada que ver, tal como yo pensaba, con los sentimientos de un cachorro hacia una persona.
Al leer a Ackerley, me di cuenta de que a veces usa la palabra persona cuando se refiere a un perro. Al principio pensaba que era un error. Pero, teniendo en cuenta que era uno de los escritores más minuciosos del mundo, diría que es improbable.
Me acuerdo ahora de un amigo que me contó que durante años pensó que la expresión era Hace un día de berros y nunca estaba muy seguro de lo que significaba.
Cuando te ven con un perro, la gente te cuenta historias de perros. Un hombre con traje de ejecutivo le acaricia la cabeza a Apollo mientras me cuenta que su madre un día decidió abandonar a un perro que tenía desde hacía años. Llevó al perro a una estación de autobuses y lo dejó en su transportín debajo de un banco. Cuando el hombre se dio cuenta, localizó al perro en un centro de acogida. Llamó al albergue para decir que se llevaría al perro, pero en ese momento estaba en el otro extremo del país terminando sus estudios de Derecho. El centro de acogida prometió mantener al perro, pero antes de que él pudiera regresar el perro murió. Le dijeron que simplemente había dejado de comer.
Yo no lo entiendo, me cuenta el hombre. El perro había estado tremendamente gordo porque su madre lo solía alimentar con dónuts, dice, pero también era todavía joven y gracioso y totalmente adoptable. No hay explicación para que necesitase deshacerse de él de ese modo. Aunque había ocurrido hacía años, él seguía tratando de entender por qué su madre había hecho algo así.
Porque quería hacerle daño a alguien, evito decir.
Una productora de la radio pública me invita a enviar un texto sobre un libro, que puede ser cualquier libro que me interese mucho y que recomendaría a los oyentes, me dice.
De hecho, estoy familiarizada con ese ciclo por haber escuchado a otros escritores leyendo en directo sus textos sobre sus libros favoritos.
Elijo The Oxford Book of Death. No solo porque es un libro que realmente pienso que todo el mundo debería leer, sino también porque por casualidad lo estoy releyendo, con particular atención hacia los capítulos «Suicidio» y «Animales».
Escribo las quinientas palabras que me han pedido, elogiando la selección de fragmentos de la antología desde la Antigüedad hasta el presente en cualquier aspecto del tema, desde «Definiciones» hasta «Últimas palabras». Digo lo fascinante que me ha resultado toda esa escritura sobre la muerte, lo paradójicamente entretenido que era el libro y lo lleno de vida que estaba.
Le dedico mucho tiempo al texto, agradecida por el encarguito, por estar escribiendo algo, lo que sea. Lo termino y lo envío, pero no hay respuesta y no vuelvo a saber nada de la productora.
En las noticias:
Se ha practicado una terapia experimental en algunos centros de acogida de animales: unos voluntarios leen en voz alta a perros maltratados y traumatizados.
Entrevista con un bailarín profesional que de niño, tras ser víctima de maltrato persistente, se quedó mudo.
Muerte del autor Michael Herr. Su obituario revela que en los últimos años de su vida se convirtió en budista devoto y dejó de escribir.
De The Oxford Book of Death:
Silogismo de Nabokov. Mueren otros hombres, pero yo no soy otro, y, por tanto, no moriré.
«La única experiencia que nunca describiré», le dije a Vita ayer, escribió Virginia Woolf en su diario. Quince años antes de que sucediera lo indescriptible.
En los talleres de escritura, muchos relatos comienzan con alguien que se levanta de madrugada. Mucho menos común es que un relato termine con alguien que se va a la cama. Más frecuente es que un relato termine con una muerte. De hecho, muchos relatos de estudiantes comienzan o terminan en un funeral. Y cuando un estudiante quiere transmitir el flujo de pensamientos del personaje, casi siempre pone en movimiento al personaje, a menudo en un coche o en un avión. Como si solamente pudieran imaginar a alguien pensando si esa persona también se está desplazando en el espacio.
P. ¿Por qué mandaste a este personaje a viajar a India cuando eso no tiene nada que ver con el resto de la historia?
R. Quería mostrarlo muy preocupado.
Últimas palabras. Entonces así termina la historia, dice mi amigo que vive en el hospital para enfermos terminales de sida. Con los ojos abiertos como platos por el asombro, como los de un niño.