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El problema con este relato, dice un estudiante al que llamaré Carter acerca del relato de una estudiante a la que llamaré Jane, es que la protagonista no es como el personaje de un relato. Parece una persona de la vida real.

Dos veces lo dice, porque mi mente estaba en otra parte y le tengo que pedir que lo repita.

¿Estás diciendo que el personaje es demasiado real?, le pregunto, aunque sé que eso es lo que Carter está diciendo.

El personaje en cuestión es una chica pelirroja de ojos verdes que se hace amiga de una chica rubia de ojos azules y descubre que el chico que la rubia acaba de dejar es la misma persona que el nuevo novio de la pelirroja. El color de los ojos y el pelo del novio no se especifican, pero se lo describe como alto. Después, otra estudiante, a la que llamaré Viv, dirá que quiere saber si la novia también es alta. ¿Por qué es importante eso?, pregunto, disimulando mi exasperación (ya que no se puede decir mucho en favor de Viv, que odia que le pidan explicar cualquier cosa y responde malhumorada: ¿Es que no puedo simplemente preguntar?).

Hay cosas que a mí también me gustaría saber. Por ejemplo, por qué, cuando estas dos chicas quieren hablar, todo el tiempo se meten en sus coches y conducen la una hacia la casa de la otra. ¿Por qué no utilizan nunca sus teléfonos, ni siquiera para mandar un mensaje y averiguar primero si la otra está en casa? ¿Por qué no saben la una sobre la otra cosas que podrían haber averiguado fácilmente en Facebook?

Esta es una de las cuestiones más desconcertantes de la ficción que escriben los estudiantes. He leído que los estudiantes universitarios pueden pasarse hasta diez horas al día en las redes sociales, pero para la gente sobre la que escriben -también en su mayoría estudiantes universitariosinternet apenas existe.

Los teléfonos móviles no forman parte de la ficción, escribió enfadado un editor una vez en el margen de uno de mis manuscritos, y desde ese momento -ahora hace más de dos décadas- me he hecho preguntas sobre la desconexión entre una vida llena de tecnología y la ficción sin ella.

Si alguien pudiera arrojar luz sobre el asunto, pensé una vez, serían los estudiantes, pero tampoco ellos han sido de mucha ayuda. La respuesta más interesante vino de una estudiante de posgrado que era madre de un niño de cinco años. Cada vez que le lee un cuento, dijo, su hijo la interrumpe: ¿Cuándo van al baño? Mami, ¿cuándo van al baño?

Hay cosas que hacemos todo el tiempo en la vida real que no ponemos en nuestros relatos: entendido. Pero nadie pasa diez horas al día yendo al baño.

Pensemos en Kurt Vonnegut cuando se quejaba de las novelas que dejaban fuera la tecnología por representar tan erróneamente la vida como lo hacían los victorianos dejando de lado el sexo.

Pero ese es otro misterio. Nada en sus cabezas y nada entre sus piernas es como un profesor que conozco describe a los personajes que aparecen en los relatos de los talleres. Este profesor se ha dedicado a ello mucho más tiempo que yo y está a punto de jubilarse. Me cuenta que no fue siempre así.

Recuerdo cuando había un montón de sexo, dice, y mucho era bastante perverso. Ahora todo el mundo teme ofender a alguien, ser el desencadenante de vete a saber qué. Deberíamos estar agradecidos, no obstante. Hoy en día puedes meterte en líos por hablar de sexo en clase.

Conozco a otro hombre, profesor en una universidad solo para mujeres, que tuvo problemas por incluir «Tu primera experiencia sexual» en una lista de sugerencias para dar pie a escribir, lo que dio pie a que algunas mujeres presentaran una queja. Según el decano, lo que había hecho el profesor podía ser -bueno, había sido- considerado una forma de acoso sexual.

Yo hice el curso on line que requería mi universidad, «Formación sobre conducta sexual inapropiada», y era consciente de que cualquier referencia oral o escrita al comportamiento sexual, incluidos chistes o viñetas sugerentes, o la conversación casual sobre la vida sexual propia o ajena, se encuentra bajo el epígrafe «conducta sexual inapropiada». No parecía haber ninguna excepción para un taller de escritura. Me preocupó haber elegido una historia que incluía una escena de asfixia autoerótica, pero mis estudiantes reaccionaron bien. Los iluminé y después me preocupé porque quizá no debiera haberlo hecho.

Aunque confieso que solamente leí por encima la mayoría de los materiales del curso, sí me llevé una sorpresa cuando al llegar al test final ¿Cuánto sabes? («Nadie verá los resultados salvo el examinador»), vi que tenía mal dos de las diez preguntas. Se me sugirió que volviese atrás y leyese las secciones más relevantes de nuevo, con más atención, pero para qué molestarme, si ahora ya sabía que, en efecto, debía denunciar de inmediato si sabía que un profesor salía con un estudiante y que, aunque no se me requería, se me aconsejaba encarecidamente que denunciase al colega que contase un chiste verde, aunque el chiste no me ofendiese personalmente.

Lo que quiero decir, dice Carter, es que conozco a esta chica. Puedo decirle exactamente qué aspecto tiene.

¿Cómo es posible? Lo único que podría decirte yo sobre el aspecto de esta chica es lo que Jane ha mencionado: color de ojos y color del pelo, la típica manera estudiantil de describir a un personaje, como si un relato fuese un documento de identidad tipo permiso de conducir. Esto es tan común que he llegado a pensar que los estudiantes deben de sentir que decir demasiado sobre un personaje es una grosería, una invasión de la privacidad, y que es mejor ser tan discreto -es decir, anodino- como se pueda. Un estudiante que escribiera sobre Carter, por ejemplo, señalaría que tiene los ojos castaños pero no mencionaría el tatuaje de alambre de púas que le rodea el cuello o el modo en que se frota la muñeca dolorida tras horas de preparar bebidas con expreso en el Starbucks del campus. Mencionarían su pelo castaño rizado pero no que casi siempre, aunque el día sea muy caluroso, lo lleva cubierto con una gorra negra de vigilante. Incluso es probable que omitan los dilatadores de oreja del tamaño de un dólar de plata, que nunca puedo mirar sin estremecerme.

Te puedo contar todo sobre ella, dice Carter.

Para mí, el personaje principal es tan delgado y gris como este mechón de pelo que me acabo de quitar de la manga, pero para Carter el problema no es que ella sea difusa, sino que le resulta demasiado familiar.

Es su crítica continua: ¿Para qué escribir relatos sobre el tipo de gente con la que te encuentras todos los días en la vida real?

Peligroso, decía Flannery O’Connor que era permitir a los estudiantes criticarse mutuamente los manuscritos: el ciego guiando al ciego.

La ambición literaria de Carter es ser el siguiente George R. R. Martin. La novela en la que trabaja describe enfrentamientos épicos entre reinos imaginarios que libran una guerra sin fin en busca del poder, la dominación y la venganza. A diferencia de su héroe, a él no se le puede llamar la atención por las escenas de violencia sexual. No hay violación ni incesto en sus páginas. No hay sexo en absoluto y las mujeres apenas se mencionan. Cuando la gente expresa en clase dudas sobre una novela que no incluye ningún personaje femenino de importancia, Carter se encoge de hombros y no dice nada. Pero a solas en mi despacho me cuenta que en realidad hay mujeres en su novela. Y hay sexo, dice. Un montón. La mayoría violento. Hay violaciones. Hay violaciones en grupo. Hay incesto.

Todo eso lo borro para el taller, dice.

Pone los ojos en blanco cuando le pregunto por qué.

¿Lo dice en serio? Ya sabe cómo reaccionaría la gente, es decir, por ejemplo, ¿las mujeres? Me podrían echar de la universidad.

Cuando le digo que estoy segura de que eso no ocurrirá, no lo convenzo. Hoy lleva su gorra negra de vigilante (¿qué será lo que vigila?) cubriéndole la frente, lo que le da aspecto de Cromañón. Sus lóbulos dilatados hacen que sus orejas parezcan las orejas caídas de alguno de sus semihumanos de ficción.

Bueno, no quiero correr riesgos, dice. Pero créame, todo está ahí. Todo lo fuerte, añade. Lo cual provoca algo en mí. Él se da cuenta.

Pero si usted quiere verlo, dice, se lo enseño.

No creo que sea necesario, balbuceo yo, y él esboza una sonrisa cómplice de satisfacción.

 

La mayoría de mis estudiantes lo hacen. Algunos de mis compañeros profesores lo hacen. La gente que trabaja en el sector editorial lo hace. Todos tienden a hacerlo más aún si el escritor es una mujer. Pero ¿cuándo comenzó esta costumbre de referirse a escritores que no conoces por su nombre de pila?

 

Un acto de un festival literario en Brooklyn. Tomo la línea 2 en la calle Catorce. El vagón está lleno. Veo a dos personas de mediana edad, un hombre y una mujer, sentadas cerca de mí, pero no lo suficiente como para poder oír su conversación. Su lenguaje corporal sugiere que son amigos o colegas, no una pareja. Algo me dice que van camino del mismo sitio que yo. Media hora más tarde, en Atlantic Avenue, se bajan conmigo. Es un sábado por la noche, la enorme estación está abarrotada, enseguida los pierdo de vista. El acto se celebra en un auditorio unos bloques más allá de la estación. Cuando llego voy directa al bar y allí están, el hombre y la mujer de la línea 2, en la cola justo delante de mí.

 

Este semestre comparto despacho con otra profesora. Es nueva, de hecho esta es la primera vez que da clases. Y hete aquí que hace solo unos años esta joven era una de mis estudiantes. En el mismo programa, en la misma universidad.

A veces hace meditación en el despacho y el aire se baña del aroma a mimosa o a flor de azahar de las velas que enciende.

Como damos clase en días diferentes no solemos vernos, pero nos mantenemos en contacto con mensajes y notas y ella a veces tiene el detalle de dejarme una sorpresa, una galleta o una chocolatina o un paquete de almendras ahumadas. Una vez, por mi cumpleaños, llenó el despacho de flores.

Cuando todavía era estudiante, esta mujer dio un golpe maestro al vender su tesis de fin de máster, una primera novela, antes de tenerla por la mitad, junto a una segunda novela antes de haberla siquiera concebido mentalmente. Incluso antes de que el primer libro se publicase, comenzó a ganar premios, y tras recibir, uno detrás de otro, todos los premios literarios existentes para las jóvenes «Promesas Destacadas» -un total de casi medio millón de dólarescomenzó a ser conocida entre nosotros como P. D.

Tal como se esperaba, cuando se publicó, la primera novela recibió excelentes críticas, pero a pesar de ello y a pesar de conseguir otro premio literario el libro no se vendió bien. En nuestro mundillo P. D. continúa siendo famosa, es «esa chica que lo consigue todo», pero en el ancho mundo, incluso entre aquellos que están atentos a la nueva narrativa, dos años después de su debut no es probable que ni el nombre del libro ni el de la autora sigan sonando.

Ni es nada nuevo ni es el fin del mundo, pero trata de decírselo a P. D., que lleva dos años sin ser capaz de escribir nada.

Pensó que dar clases podría ayudarla o al menos darle algo útil que hacer. Como estudiante, aunque introvertida, irradiaba seguridad, pero como profesora está agobiada. Tiene más o menos la misma edad que la mayoría de sus estudiantes y es incluso más joven que algunos. Es plenamente consciente de su notoria inexperiencia y de la falta de autoridad que proyecta. Tiene una voz fina, aguda y temblorosa por naturaleza y, cuando está ansiosa, tendencia a ruborizarse.

Se muestra resentida hacia sus alumnas, pues siente que se la tienen jurada, y que de ellas obtiene constantemente la vibración del quién-te-crees-que-eres que a menudo unas mujeres les dan a otras, en particular a las mujeres luchadoras y ambiciosas. Entre los alumnos varones, tres ya le han tirado los tejos. A uno se le da tan bien desnudarla con la mirada que ella se ve sentada en clase con los brazos cruzados sobre el pecho. Y lo peor, se siente intensamente atraída hacia él.

A veces tiene ataques de pánico antes de las clases. De ahí la meditación, que a veces complementa con benzodiacepina.

P. D. está atormentada por el temor no solo de que no volverá a escribir nunca más sino también de que su vida entera es un engaño. Todo lo que ha conseguido hasta ahora ha sido fruto de algún error. Por qué alguien quiso publicarla, por qué alguien pensó que podría dar clases, ¡incomprensible! Y respecto a la segunda novela, aunque el editor le garantice las prórrogas que quiera, sabe que nunca la sacará adelante.

P. D. vive en el terror de estar expuesta: no es solo un fracaso, es un fraude. ¡Y, por favor, que dejen ya de llamarla P. D.!

Es inútil recordarle que idénticas dudas han atormentado todo el tiempo a otros escritores, incluidos, y quizás especialmente, algunos de los más grandes. Inútil citar a Kafka sobre La metamorfosis: «Imperfecta casi hasta el tuétano.»

Otra profesora que está en la universidad los mismos días que P. D. a veces dice que la oye sollozar detrás de la puerta cerrada, una vez porque luchaba sin remedio para escribir un simple informe de dos páginas sobre la tesis de un estudiante.

El día que voy de oyente a una de sus clases porque el departamento requería que la supervisara, veo cómo el estudiante hacia el que confesó sentirse atraída la mira con una expresión de tierno alardeo. No pongo en mi informe de supervisión lo que creo que es el caso, que ella tiene una aventura con este estudiante. Si tengo suerte, no me lo confiará, no buscará mi consejo.

Puedo ver que esto ocurrirá algún día: estaré en algún sitio, quizás en una tienda que venda cosméticos, en alguna especie de salón de belleza o en el baño de una casa a la que por casualidad he sido invitada. Me llegará el olorcillo de un aroma particular, mimosa o flor de azahar, pero no recordaré las velas que P. D. solía encender en nuestro despacho, así que me quedaré desconcertada por mi reacción: un estremecimiento de alarma, como si acabase de enterarme por telepatía de que alguien que conozco está en peligro.

 

Al otro lado del despacho que comparto con P. D. está el despacho del Escritor Visitante Ilustre de este año, pero él nunca está allí. No tiene horas de despacho y le ha dicho a la secretaria del programa que prefiere que le reenvíe el correo a su casa que recibirlo en su casillero de la universidad. Cuando tiene que dar clase, va directo al aula de su taller. Pocos colegas se cruzan con él, y cuando lo hacen él mira a través de esa persona como si no estuviera allí. Antes del comienzo del semestre le indicó al decano que informase al profesorado de que él no escribe recomendaciones de libros. Él mismo informó a los estudiantes el primer día de clase: Yo no hago cartas de recomendación. Ni siquiera me lo pidan.

Cuando oíste esto te indignaste: Yo debería haberle respondido eso a él cuando me pidió que le escribiera una carta para la beca Guggenheim.

Nada más comenzar el semestre, hace una lectura en Barnes & Noble. El hecho de que el público sea escaso no lo desanima: lee durante casi una hora.

Durante el turno de preguntas, cuando alguien pregunta por qué su libro, cuya forma es muy poco convencional, se hace llamar novela, él responde: Es una novela porque lo digo yo.

Durante las firmas, una mujer le ruega que escriba otro libro lo antes posible. Porque, ya sabe, le dice sincera, no hay nada bueno que leer por ahí.

En Barnes & Noble.

 

En las noticias: Treinta y dos millones de adultos estadounidenses no pueden leer. El público potencial para la poesía ha descendido dos tercios desde 1992. Una mujer «ahogada por el alquiler» cuya preocupación es cómo sobrevivir en Nueva York decide escribir una novela («y eso está yendo bien»).