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En los años ochenta, en California, un gran número de mujeres camboyanas acudieron al médico con la misma queja: no veían. Todas aquellas mujeres eran refugiadas de guerra. Antes de volar a su país natal habían sido testigos de las atrocidades por las cuales los Jemeres Rojos, que habían ocupado el poder desde 1975 hasta 1979, eran tan conocidos. Muchas de aquellas mujeres habían sido violadas, torturadas o vejadas de otro modo. La mayoría había visto asesinar a miembros de su familia. Una mujer que no volvió a ver a su marido ni a sus tres hijos después de que los soldados aparecieran y se los llevaran dijo que había perdido la vista tras haber llorado todos los días durante cuatro años. No era la única que parecía haber llorado hasta quedarse ciega. Otras sufrieron de visión parcial o borrosa, sus ojos quedaron afectados por sombras y dolor.

 

Los médicos que examinaron a aquellas mujeres -unas ciento cincuenta en total- no advirtieron nada extraño. Otras pruebas mostraron que sus cerebros también funcionaban con normalidad. Si aquellas mujeres estaban diciendo la verdad -y había quienes lo dudaban y pensaban que podrían estar haciéndose las enfermas porque buscaban atención o esperaban recibir prestaciones por discapacidad-, la única explicación era ceguera psicosomática.

En otras palabras, las mentes de aquellas mujeres, forzadas a digerir tanto horror e incapaces de asimilar más, se las habían arreglado para apagar las luces.

 

Esto fue lo último de lo que tú y yo hablamos cuando todavía estabas vivo. Después, solamente tu correo electrónico con una lista de libros que pensabas que me serían de ayuda en mi investigación. Y, por las fechas, tus mejores deseos para el Año Nuevo.

 

Había dos errores en tu obituario. La fecha en la que te mudaste de Londres a Nueva York: equivocada por un año. Una errata en el nombre de soltera de tu Esposa Uno. Pequeños errores que después corrigieron, pero que todos sabíamos que te habrían sacado de quicio.

Sin embargo, en tu homenaje oí algo que te habría divertido:

Querría poder rezar.

¿Qué te lo impide?

Él.

Te habría, te habría. Los muertos viven en el condicional, el tiempo de lo irreal, pero también está la extraordinaria sensación de que te has vuelto omnisciente, de que nada de lo que hagamos, pensemos o sintamos se te puede ocultar. La sensación extraordinaria de que estás leyendo estas palabras, de que sabes lo que dirán incluso antes de que las escriba.

 

 

 

Es cierto que si lloras lo suficientemente fuerte durante el tiempo suficiente puedes acabar con visión borrosa.

Yo estaba tumbada, era media tarde pero estaba en la cama. Tanto llorar me había dado dolor de cabeza, sentí un dolor punzante en la cabeza durante días. Me levanté y fui a mirar por la ventana. Ya era invierno, ya hacía frío junto a la ventana, hacía corriente. Pero era agradable, tan agradable como presionar la frente contra el cristal helado. Seguí parpadeando pero los ojos no se me aclaraban. Pensé en las mujeres que habían llorado hasta quedarse ciegas. Parpadeé y parpadeé, cada vez más asustada. Entonces te vi. Llevabas tu cazadora de aviador vintage color marrón, aquella que era demasiado estrecha -y justo te quedaba mejor por eso- y tu pelo era oscuro y grueso y largo. Que es como estaba segura de que tenía que haber sido en su día. Hacía mucho tiempo. Casi treinta años.

¿Adónde ibas? A ningún sitio en concreto. Ni a un recado, ni a una cita. Simplemente paseabas, con las manos en los bolsillos, saboreando la calle. Era lo que a ti te iba. Si no puedo caminar, no puedo escribir. Trabajabas por la mañana y, en determinado momento, que siempre llegaba, cuando parecía que eras incapaz de escribir una simple frase, salías y caminabas unos kilómetros. Malditos eran los días en que el mal tiempo te lo impedía (cosa que raramente ocurría, porque no te importaba ni el frío ni la lluvia, solo una buena tormenta te lo impediría). Cuando regresabas, te volvías a sentar a trabajar, tratando de mantener el ritmo que se había impuesto durante la caminata. Y cuanto mejor se te hubiera dado, mejor escribías.

Porque el ritmo lo es todo, decías. Las buenas frases comienzan con un latido.

 

 

 

Publicaste en internet un ensayo, «Cómo ser un flâneur», acerca del hábito de pasear y deambular y el lugar que ello ocupaba en la cultura literaria. Te llovieron las críticas por preguntarte si realmente existió la figura de la flâneuse. No pensabas que fuese posible para una mujer errar por las calles con el mismo ánimo y la misma actitud que un hombre. Una transeúnte estaba sujeta a alteraciones constantes: miradas, comentarios, piropos, toqueteos. A una mujer se la educa para estar siempre en guardia: ¿el tipo ese andaba demasiado pegado?, ¿el tipo ese la estaba siguiendo? Entonces, siendo así, ¿cómo podría relajarse lo suficiente como para experimentar la pérdida del sentido del yo, el placer de limitarse a ser, que era el ideal de la verdadera flânerie?

Concluiste que, para las mujeres, era probable que el equivalente fuese ir de tiendas, en particular, el modo de mirar escaparates de la gente que no piensa comprar nada.

No me pareció que estuvieses equivocado al respecto. He conocido a muchas mujeres que se mentalizan cada vez que salen de casa, incluso algunas que tratan de evitar salir de casa. Por supuesto, una mujer no tiene más que esperar llegar a cierta edad en la que se vuelve invisible y… problema solucionado.

Y date cuenta de cómo usaste la palabra mujeres cuando lo que realmente querías decir era mujeres jóvenes.

Últimamente he caminado mucho pero no he escrito. Me pasé de la fecha de entrega. Me dieron una prórroga por motivos personales. Volví a no cumplir con la fecha de entrega. Ahora el editor cree que estoy haciéndome la enferma.

 

No fui la única que cometió el error de pensar que, como solías hablar de ello, jamás lo harías. Al fin y al cabo, no eras la persona más infeliz que conocíamos. No eras el más deprimido (piensa en G, en D o en T-R). Ni siquiera eras -ahora suena raro al decirlo- el más suicida.

Por el momento que elegiste, tan cerca del comienzo del año, cabía pensar que se trataba de un propósito de Año Nuevo.

 

Una de las veces en que hablaste de ello dijiste que lo que te frenaría serían tus alumnos. Naturalmente, te preocupaba el efecto que un ejemplo así causaría en ellos. Aun así, por más que supiéramos que te gustaba enseñar y que te hacía falta el dinero, no le dimos mayor importancia cuando dejaste de dar clases el año pasado.

En otra ocasión dijiste que, para una persona que ha alcanzado una edad, podría ser una decisión racional, una elección perfectamente sensata, incluso una solución. No como cuando una persona joven se suicida, que no es otra cosa que un error.

 

Una vez, nos partimos de la risa con tu frase Creo que preferiría la novela corta de una vida.

 

Que Stevie Smith llamase a la Muerte el único dios que ha de venir cuando se lo llama te encantó, y lo mismo ocurría con las diversas maneras en que la gente decía que si no fuese por el suicidio no podrían seguir adelante.

 

Paseando con Samuel Beckett una agradable mañana de primavera, un amigo suyo le preguntó: Un día como este, ¿no hace que te alegres de estar vivo? Yo no diría tanto, dijo Beckett.

 

 

 

¿Y no eras tú quien nos contó que Ted Bundy una vez trabajó en el teléfono de un centro de prevención de suicidios?

Ted Bundy.

Hola. Me llamo Ted y estoy aquí para escucharte. Háblame.

 

Que fuese a tener lugar un homenaje nos pilló por sorpresa. Nosotros, que te habíamos oído decir que nunca querrías algo así, que la sola idea te repugnaba. ¿Acaso Esposa Tres decidió simplemente ignorarlo? ¿Fue porque no llegaste a ponerlo por escrito? Como la mayoría de los suicidas, no dejaste una nota. Nunca entendí por qué se llama nota. Debe de haber quienes decidan no ser breves.

 

En alemán la llaman Abschiedsbrief: una carta de despedida. (Mejor.)

 

Tu deseo de que te incinerasen se ha respetado, al menos, y no hubo funeral, nada de shivá.1 El obituario enfatizó tu ateísmo. Entre religión y conocimiento, dijo, se ha de elegir el conocimiento.

Qué cosa tan absurda para cualquiera que sepa algo de la historia judía, decía un comentario.

 

Cuando se celebró el homenaje ya había pasado el susto. La gente se distraía especulando cómo sería tener a todas las esposas en la misma habitación. Sin mencionar a las novias (todas juntas, según el chiste, no cabrían en una habitación).

Excepto por la sesión de diapositivas en bucle, con su recordatorio martilleante de la belleza y la juventud perdidas, no fue muy distinta de otras reuniones literarias. A la gente que conversaba en la recepción se la oía hablar de dinero, de premios literarios como desagravio y de la última reseña tipo muere, autor, muere. El decoro en esta ocasión exigía la ausencia de lágrimas. La gente aprovechaba aquella oportunidad para hacer contactos y ponerse al día. Chismorreos y cabezas que negaban acerca de los excesos de la Esposa Dos en el texto de homenaje (y ahora el rumor de que lo está convirtiendo en un libro).

La Esposa Tres, todo sea dicho, estaba radiante, aunque irradiase la frialdad de una cuchilla. Trátenme como objeto de compasión, anunciaban sus modales, insinúen que de algún modo tengo la culpa y los rajaré a todos.

Me conmovió que me preguntase qué tal iba mi escritura.

Tengo muchísimas ganas de leerlo, dijo falsamente.

No estoy segura de que lo vaya a terminar, dije.

Oh, pero sabes que él habría querido que lo terminases. (Habría querido.)

Ese hábito desconcertante suyo de mover lentamente la cabeza cuando habla, como si estuviese negando simultáneamente cada palabra que dice.

Alguien medio famoso se acercó. Ella, antes de darse la vuelta, preguntó: ¿Te va bien si te llamo?

Yo me marché pronto. Al salir oí que alguien decía: Espero que haya más gente que aquí en mi homenaje.

Y: Ahora es oficialmente un hombre blanco muerto.

¿Es cierto que el mundillo literario está minado de odio, que es un campo de batalla rodeado de francotiradores donde las envidias y las rivalidades no hacen más que aflorar?, preguntó el entrevistador de la Radio Pública Nacional (NPR) al distinguido autor. Quien reconoció que así era. Hay mucha envidia y enemistad, dijo el autor. Y trató de explicarse: Es como una balsa que se está hundiendo y a la que demasiada gente quiere subirse. Así que cada empujón que des, sube un poco la balsa a tu favor.

Si leer aumenta realmente la empatía, como se nos dice constantemente que hace, parece que la escritura la disminuye un poco.

 

Una vez, en una charla, alarmaste al público que abarrotaba la sala diciendo: ¿De dónde sacan todos ustedes la idea de que ser escritor es algo maravilloso? No es una profesión sino una vocación de infelicidad, dijo Simenon que era la escritura. Georges Simenon, que escribió cientos de novelas bajo su propio nombre y cientos de otras bajo dos docenas de seudónimos, y quien, cuando se jubiló, era el autor que más vendía del mundo. O sea, un montón de infelicidad.

El que presumía de haberse acostado con más de diez mil mujeres, bastantes, si no la mayoría, prostitutas, y el que se consideraba feminista. El que tenía como mentor literario nada menos que a Colette y como amante nada menos que a Josephine Baker, aunque se dijo que terminó con esa aventura porque interfería demasiado con su trabajo, pues ralentizó la producción novelística de ese año hasta una patética docena. Quien, al preguntarle qué le había convertido en novelista, respondió: Mi odio hacia mi madre. (Eso es mucho odio.)

Simenon el flâneur: Todos mis libros se me ocurren cuando camino.

Tenía una hija que estaba psicóticamente enamorada de él. Cuando era una niña pequeña le pidió un anillo de boda y él se lo dio. Ella hizo que se lo ensancharan para que le cupiese en el dedo a medida que crecía. A los veinticinco años se pegó un tiro.

P. ¿Dónde consigue una joven parisina una pistola?

R. En un armero acerca del cual leyó algo en una de las novelas de papá.

 

Un día, en 1974, en la misma aula de la universidad donde a veces doy clase, una poeta les anunció a los participantes del taller que estaba dando ese semestre: Quizá no esté aquí la próxima semana. Más tarde, en su casa, se puso el viejo abrigo de piel de su madre y con un vaso de vodka en la mano se pegó un tiro en el garaje.

El viejo abrigo de piel de la madre es el tipo de detalle que a los profesores de escritura les gusta señalar a los estudiantes, uno de esos detalles reveladores -como la manera en que la hija de Simenon consiguió su pistola- que abundan en la vida pero suelen faltar en la ficción escrita por los estudiantes.

La poeta entró en su coche, un Cougar vintage de 1967 color rojo tomate, y arrancó el motor.

 

En el primer curso de escritura que impartí, tras enfatizar la importancia del detalle, un estudiante levantó la mano y dijo: No estoy en absoluto de acuerdo. Si quieres un montón de detalles, deberías ver la televisión.

Un comentario que yo terminaría considerando no tan estúpido como parecía.

El mismo estudiante también me acusó (sus palabras fueron escritores como usted) de tratar de asustar a la gente haciendo que la escritura pareciese mucho más difícil de lo que era.

¿Por qué íbamos a hacer algo así?, pregunté.

Venga, dijo, ¿no le parece obvio? No hay pan para todos.

 

 

 

Mi primera profesora de escritura solía decir a sus alumnos que si había algo más que pudieran hacer con sus vidas en vez de convertirse en escritores, cualquier otra profesión, debían hacerlo.

 

Anoche, en la estación de Union Square, un hombre estaba tocando «La vie en rose» con la flauta, molto giocoso. Últimamente me he hecho vulnerable a las melodías pegadizas y, como era de esperar, la canción, en la versión jovial del flautista, me lleva incordiando todo el día. Dicen que la manera de librarse de una melodía que se te ha pegado es escuchar un par de veces la canción entera. Escuché la versión más famosa, la de Edith Piaf, por supuesto, que escribió la letra e interpretó por primera vez la canción en 1945. Ahora es la voz extraña, quejumbrosa de ese pequeño gorrión y alma de Francia la que no me deja en paz.

También en la estación de Union Square, un hombre con un letrero: DIABÉTICO SIN TECHO NI DIENTES. Esa es buena, dijo un pasajero mientras lanzaba algo de cambio en el vaso de cartón del hombre.

 

A veces cuando estoy ante el ordenador se me abre una ventana: ¿Estás escribiendo un libro?

 

¿De qué quiere hablarme Esposa Tres? No soy tan curiosa como imaginas. Si hubiera habido una carta o algún mensaje tuyo, seguramente ya obraría en mi poder. Quizás esté planeando otro tipo de homenaje, una colección de recuerdos escritos, por ejemplo, y, si ese es el caso, de nuevo estará haciendo algo que dijiste que no querías.

Tengo miedo del encuentro, no porque ella no me guste (no es eso), sino porque no quiero participar en ninguno de esos ritos.

Y no quiero hablar de ti. Nuestra relación era de algún modo particular, no siempre comprensible para los demás. Yo nunca pregunté, y por eso nunca supe, lo que le contabas a cualquiera de tus esposas sobre nosotros. Siempre te agradecí que, a pesar de que Esposa Tres nunca fuese mi amiga como lo fue Esposa Uno, al menos no fuera mi enemiga como Esposa Dos.

No era culpa suya que vuestro matrimonio conllevase ajustes respecto a tus amistades, eso ocurre en los matrimonios. Tú y yo éramos uña y carne cuando te encontrabas entre una esposa y otra, en periodos que nunca duraban mucho porque eras, hasta extremos patológicos, incapaz de estar solo. Una vez me contaste que, con escasas excepciones, tales como viajes por trabajo, en una gira para presentar tu libro, por ejemplo (y no siempre), no habías dormido solo ni una noche durante cuarenta años. Entre esposa y esposa siempre había alguna novia. Entre novia y novia había rollos de una noche. (También estaban las que te gustaba considerar «pasajeras», pero esas no se quedaban a dormir.)

Hago aquí una pausa para confesar, algo avergonzada, que nunca oí la noticia de que te habías enamorado sin experimentar una punzada de dolor y que tampoco contuve los arrebatos de júbilo cada vez que oía que lo estabas dejando con alguien.

No quiero hablar de ti ni oír a los demás hablar de ti. Es un cliché, por supuesto: hablamos de los muertos para recordarlos, para mantenerlos, del único modo que sabemos hacerlo, vivos. Pero he descubierto que cuanto más habla la gente sobre ti, por ejemplo cuando hablaron durante el homenaje -gente que te quiso, gente que te conocía bien, gente que es muy buena con las palabras-, más siento que te esfumas, que te vas convirtiendo en una especie de holograma.

 

Me alivia al menos no haber sido invitada a tu casa. (Todavía es tu casa.) No es que tenga una conexión particularmente fuerte con ella, ya que solamente he estado dos o tres veces en los años en que fue tu hogar. Sí que me acuerdo bien de mi primera visita, poco después de que te mudases, cuando me hiciste una visita guiada por tu edificio de piedra rojiza, en cuyo interior admiré las estanterías de obra y las hermosas alfombras extendidas sobre suelos ajados de madera de nogal, y todo aquello me hizo recordar lo burgueses que son los escritores contemporáneos. Una vez, en el transcurso de una magnífica cena celebrada en casa de otro escritor, alguien trajo a colación la famosa regla de Flaubert de vivir como un burgués y pensar como un semidiós, aunque nunca entendí cómo la vida de aquel hombre rebelde podría parecerse a la de cualquier burgués normal y corriente. Hoy en día (los comensales estaban de acuerdo) el bohemio inútil prácticamente había dejado de existir y había sido reemplazado por el hipsterconocido por su pedantería, su perspicacia como consumidor, su paladar y otros gustos cultivados. Y aunque parezca mentira, afirmó nuestro anfitrión abriendo una tercera botella de vino, muchos escritores de hoy admiten sentir apuro o incluso vergüenza en relación con su trabajo.

A ti, que te mudaste allí décadas antes de su auge, te entristecía el ver que Brooklyn se había convertido en una marca y te asombraba el hecho de que escribir acerca de tu propio barrio se hubiera convertido en algo tan difícil como lo era escribir acerca de la contracultura de los sesenta: independientemente de lo serio que uno pretendiera ser, la tinta de lo paródico se filtraba a través de todo aquello.

 

Tan célebres como las palabras de Flaubert son las de Virginia Woolf: Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no ha cenado bien. Comprendido. Pero el artista muerto de hambre no siempre fue un mito, ¿y cuántos pensadores han vivido como indigentes o llegado indigentes a la tumba?

Woolf considera a Flaubert y a Keats hombres geniales que sufrieron atrozmente debido a la indiferencia del mundo hacia ellos. Pero ¿en qué supones que la habría convertido Flaubert, él, que decía que todas las mujeres artistas eran unas furcias? Ambos crearon personajes que tienen algo de sus vidas, lo mismo que la propia Woolf.

 

Hubo un tiempo -y aquello duró bastante tiempo- en que tú y yo nos veíamos casi a diario, pero en los últimos años podríamos haber estado viviendo en países diferentes y no en barrios diferentes, manteniéndonos en contacto con regularidad pero principalmente por email. A lo largo del año pasado nos vimos más veces por casualidad, en una fiesta o en una lectura o en algún otro acto, que habiéndolo planeado.

Entonces, ¿por qué tengo tanto miedo de pisar tu casa?

Me desharía, creo, atisbar alguna prenda familiar de ropa, o cierto libro o fotografía, o captar un rastro de tu olor. Y no quiero deshacerme de ese modo, Dios mío, no con tu viuda ahí delante.

 

 

 

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Últimamente, desde que comencé a escribir esto, ha empezado a aparecer un nuevo mensaje.

¿Sola? ¿Asustada? ¿Deprimida? Llame a la línea 24 horas de atención al suicida.

 

El único animal que se suicida es también el único que llora. Aunque he oído que a los ciervos a los que encierran, exhaustos tras la cacería, sin posibilidad de escapar de los perros de caza, a veces les caen lágrimas. También se tiene noticia de elefantes que lloran, y por supuesto la gente te contará de todo acerca de sus gatos y sus perros.

Según los científicos, las lágrimas de los animales son lágrimas de estrés, no hay que confundirlas con las de un ser humano emocionado.

En los humanos, la composición química de las lágrimas de emoción es diferente de la de las lágrimas que se forman para limpiar o lubricar el ojo, por ejemplo, por contacto con un agente irritante. Se sabe que soltar esas sustancias puede ser beneficioso para quien llora, lo cual ayuda a explicar por qué tan a menudo la gente cree encontrarse mejor tras un buen llanto, y también, quizá, la razón de la popularidad imperecedera de los dramones.

Se decía que Laurence Olivier estaba frustrado porque, a diferencia de muchos otros actores, no podía producir lágrimas a voluntad. Sería interesante conocer la composición química de las lágrimas producidas por un actor y a cuál de los dos tipos pertenecen.

En el folclore y en otras ficciones, las lágrimas humanas, como la sangre y el semen humanos, pueden tener propiedades mágicas. Al final de la historia de Rapunzel, cuando tras años de separación y tristeza el príncipe y ella se encuentran y se abrazan de nuevo, las lágrimas de Rapunzel se vierten en los ojos del príncipe y le restauran milagrosamente la vista que había perdido a manos de la bruja.

 

Una de las muchas leyendas sobre Edith Piaf también implica una recuperación milagrosa de la vista. La queratitis que la cegó durante varios años cuando era una niña parece que sanó después de que unas prostitutas que trabajaban en el burdel de su abuela, que resultaba ser además la casa de Edith en aquel momento, la llevaron en peregrinación a honrar a Santa Teresita del Niño Jesús. Esto podría no ser más que otro cuento de hadas, pero es un hecho que Jean Cocteau una vez describió a Piaf como alguien que, al cantar, tenía «los ojos de una ciega tocados por un milagro, los ojos de una clarividente».

 

Pero durante dos días me quedé ciega… ¿Qué había visto? Nunca lo sabré. Palabras de una poeta que describe un episodio de su niñez, una etapa marcada por la violencia y la sordidez. Louise Bogan. Que también dijo: Creo que he sufrido violencia desde que nací.

 

Pensé que me sabía la historia de los hermanos Grimm de memoria, pero había olvidado que el príncipe intenta suicidarse. Cuando la bruja le dice que nunca volverá a ver a Rapunzel, él la cree y se tira de la torre de su amada. En mi recuerdo, la bruja lo dejaba ciego con las uñas y es cierto que lo amenaza con que el gato que cazó a su pajarito también le sacará los ojos, pero es al saltar cuando el príncipe pierde la vista. Donde aterriza hay unos espinos que le perforan los ojos.

Pero incluso cuando era niña pensaba que la bruja tenía derecho a estar enfadada. Una promesa es una promesa, y no era que ella hubiera engañado a los padres para que abandonasen a su criatura. Ella cuidó de Rapunzel, protegiéndola del gran y feo mundo. No parecía del todo justo que el primer hombre joven y atractivo que diese con ella se la llevase.

 

Durante la época de mi infancia en la que mis lecturas favoritas eran los cuentos de hadas tenía un vecino ciego. Aunque era adulto, seguía viviendo con sus padres. Sus ojos siempre estaban ocultos tras unas grandes gafas oscuras. Me confundía que una persona ciega necesitara protegerse los ojos de la luz. Lo que se veía del resto de su cara era duro y atractivo, como el protagonista de la serie de televisión The Rifleman. Podría haber sido una estrella de cine o un agente secreto, pero en la historia que escribí acerca de él era un príncipe herido, y las lágrimas que lo salvaron eran las mías.

 

 

 

«Espero que este sitio te parezca bien. Ha sido muy amable de tu parte venir hasta aquí.»

El trayecto, como ya sabe, me llevó menos de media hora, pero ella, Esposa Tres, es una mujer atenta. Y «este sitio» es un café estilo europeo que está a la vuelta de la esquina de tu edificio de piedra rojiza. (Todavía es tu edificio.) Un enclave perfecto, pensé cuando entré y la vi en una mesa junto a la ventana -contemplando la calle, en lugar de manejar un dispositivo electrónico como todos los que estaban allí solos (e incluso como algunos que no lo estaban)-, para una mujer tan bella y elegante.

Es el tipo de mujer que conoce cincuenta maneras de ponerse un pañuelo era una de las primeras cosas que nos contaste sobre ella.

No es tanto que no parezca tener sesenta sino que consigue que ser atractiva a los sesenta parezca fácil. Recuerdo lo sorprendidos que estábamos todos cuando comenzaste a frecuentarla, una viuda casi de tu edad. Pensábamos, por supuesto, en Esposa Dos, y en otras que eran aún más jóvenes, y en cómo, dadas tus tendencias, era solo cuestión de tiempo que apareciese alguien más joven que tu hija. Nos mostramos de acuerdo en que debieron de ser las batallas de tu segundo matrimonio, que, como solías decir, te habían envejecido diez años, las que te habían llevado a los brazos de una mujer de mediana edad.

Pero, por más que la admire -el pelo recién cortado y teñido, el maquillaje, las manos con la manicura impecable, al igual que sé que sus pies ocultos llevan una pedicura impecable-, soy incapaz de reprimir un pensamiento al respecto, exactamente el mismo que me vino a la cabeza cuando la vi en el acto de homenaje y me vi recordando una noticia sobre una pareja cuyo hijo había desaparecido cuando la familia estaba de vacaciones. Pasaron los días y el hijo seguía perdido, no había pistas y la sombra de una duda recayó sobre sus padres. Se les fotografió saliendo de una comisaría, una pareja de aspecto corriente cuyos rostros no dejaban impresión alguna. De lo que no me olvidaba era de que la mujer llevaba pintalabios y joyas: un collar -un medallón, me parece- y un par de grandes pendientes de aro. Que alguien, en un momento así, se preocupase de ponerse maquillaje y joyas me sorprendió. Habría esperado que pareciese una mendiga.

Y ahora de nuevo, en el café, pienso: Ella es la esposa, encontró el cadáver. Pero aquí, igual que en el homenaje, ha hecho todos los esfuerzos posibles para resultar no solo presentable, no solo recompuesta, sino lo mejor posible: el rostro, el vestido, las puntas de los dedos, las raíces, todo meticulosamente arreglado.

No es una crítica, solamente siento asombro.

Ella era diferente: una de las pocas personas de tu vida que no estaban, de un modo u otro, conectadas con el mundillo literario ni el académico. Había trabajado como consultora en la misma empresa de Manhattan desde que se graduara en la escuela de negocios. Pero eh, que lee más que yo, solías decirle a la gente, de una forma que nos chirriaba. Desde el principio, educada pero distante para conmigo, contenta de aceptarme como una de tus más viejas amigas, se limitó a ser una mera conocida para mí. Mucho mejor eso que los celos locos de Esposa Dos, que te pidió que dejases de relacionarte conmigo o con cualquier otra mujer de tu pasado. Nuestra amistad en particular le irritaba; la consideraba una relación incestuosa.

¿Por qué «incestuosa»?, pregunté.

Tú te encogiste de hombros y dijiste que lo que ella quería decir era que estábamos demasiado unidos.

Nunca se creyó que no folláramos.

Una vez, cuando hablábamos por teléfono, dije algo que te hizo reír. A lo lejos la oí quejarse de que estaba intentando leer. Al ignorarla y seguir riéndote, se enfureció. Te lanzó el libro a la cabeza.

Dijiste que no. Aceptaste verme menos a menudo, pero te negaste a dejar de verme del todo.

Durante un tiempo aguantaste las rabietas, los objetos volantes, los gritos y sollozos, las quejas de los vecinos. Y después mentiste. Durante años nos vimos furtivamente, como si realmente fuésemos amantes secretos. Una locura. Su hostilidad nunca menguaba. Si nuestros caminos se cruzaban en público, me lanzaba miradas asesinas. Incluso en tu homenaje me lanzó miradas asesinas. Su hija -tu hija- no estaba allí. Oí a alguien decir que estaba en Brasil, en un proyecto de investigación, algo relacionado con un pájaro en peligro de extinción, creo que era.

Muchos disgustos entre tú y tu hija única, con la que no te hablas, casi menos tolerante con el adulterio que su madre.

No lo comprende, decías. Se avergüenza de mí.

(¿Qué te hacía pensar que no lo comprendía?)

Pero ni gota de resentimiento en el texto en tu honor de Esposa Dos. Fuiste la luz y el amor de su vida, dijo, lo mejor que jamás le había sucedido. Y ahora, dicen, está escribiendo un libro sobre su matrimonio contigo. Una novelización. En la que quizá yo descubra si le dijiste alguna vez que, en realidad, sí que nos acostamos. Una vez. Hace años. Mucho antes de que ella te conociera.

 

Nada más salir de la universidad empezaste a dar clases. Yo no era la única de tus estudiantes que se hizo amiga tuya, y fue en esa misma clase donde ambos conocimos a Esposa Uno. Eras el profesor más joven del departamento, su niño prodigio y su Romeo. Pensabas que cualquier intento de proscribir el amor en clase era en vano. Un gran profesor era un seductor, decías, y en ocasiones también tenía que ser un rompecorazones. Que yo no comprendiese del todo de qué estabas hablando no lo hacía menos estimulante. Lo que sí comprendía eran mis ansias de conocimiento, y que tú tenías el poder de transmitírmelo.

Nuestra amistad continuó más allá del curso académico, y ese verano -en la misma época en que comenzaste a cortejar a Esposa Uno- nos volvimos inseparables. Un día me asustaste diciendo que teníamos que acostarnos. Dada tu reputación, eso no debería haberme sorprendido, pero ya había pasado bastante tiempo y yo ya no esperaba ansiosa de que te abalanzases sobre mí. Y entonces llegó esa proposición tan directa y yo no supe qué pensar. Te pregunté, ridículamente, por qué. Lo que te provocó una gran carcajada. Porque, dijiste, tocándome el pelo, teníamos que descubrir eso acerca de nosotros. No creo que a ninguno de los dos se nos pasara por la cabeza que yo fuese a negarme. Entre todos mis deseos de aquella época -podrías considerarlo el momento más ardiente de mi vida- uno de los más intensos era confiar plenamente en alguien, en algún hombre.

Más adelante, me abochornaba que declarases que había sido un error tratar de ser algo más que amigos.

Durante un tiempo, fingí estar enferma. Durante más tiempo aún, fingí encontrarme fuera de la ciudad. Y entonces realmente me puse enferma y te culpé y te maldije y no creí que pudieras ser mi amigo.

Pero cuando finalmente nos vimos de nuevo, en vez de la dolorosa incomodidad que temía, algo -cierta tensión, una perturbación de la que no había sido totalmente consciente hasta entonces- había desaparecido.

Eso era, por supuesto, justo lo que habías deseado. Entonces, incluso mientras completabas tu conquista de Esposa Uno, nuestra amistad creció. Duró más que todas mis otras amistades. Me trajo una felicidad intensa. Y me sentía afortunada: había sufrido, pero, a diferencia de lo que me había sucedido en otras relaciones, nunca me rompiste el corazón. (¿Seguro que no?, me dijo un terapeuta para provocarme. Esposa Dos no era la única que encontraba algo dañino en nuestra relación, ni fue el terapeuta el único en preguntarse si no había sido una variable que había intervenido en el hecho de que yo permaneciese soltera todos estos años.)

 

 

 

Esposa Uno. Un amor indiscutiblemente verdadero y pasional. Pero no fiel, por tu parte. Antes de que terminase, ella sufrió una crisis nerviosa. No es una exageración afirmar que nunca volvió a ser la misma. Pero tampoco lo fuiste tú. Recuerdo cómo te destrozó que al salir del hospital encontrase inmediatamente a otro.

Cuando se volvió a casar juraste que nunca lo harías de nuevo. Lo que siguió fue una década de amoríos, la mayoría de corta duración, aunque algunos apenas se distinguían de un matrimonio. No recuerdo ninguno que no acabase en traición.

 

No me gustan los hombres que van dejando tras ellos un rastro de mujeres llorosas, dijo W. H. Auden. Que te habría odiado.

 

Esposa Tres. Me acuerdo de cuando nos contabas que era una roca. (Mi roca, decías.) La mayor de nueve hermanos, sobre la que, de niña, habían recaído grandes responsabilidades cuando a su madre le sobrevino una enfermedad que la dejó impedida y su padre luchó por mantener dos trabajos. Sobre su primer matrimonio solo supe que su marido había muerto en un accidente escalando una montaña y que tenían descendencia: un hijo.

Esta es la primera vez que estamos las dos juntas a solas. Como únicamente la he conocido como una persona reservada, me sorprende lo habladora que está hoy: el café le suelta la lengua como si fuese vino. Hace ese gesto con la cabeza, moviéndola una y otra vez al hablar, lentamente una y otra vez, ¿acaso está tratando de hipnotizarme? Parece nerviosa, aunque su voz es suave y calmada.

Dice que no has sido la primera persona en su vida que se ha suicidado.

«Mi abuelo se pegó un tiro. Yo era solo una niña pequeña cuando ocurrió y no tengo recuerdos de él. Pero su muerte fue una parte importante de mi niñez. Mis padres nunca hablaban de ello, pero siempre estaba allí, como una nube sobre la casa, la araña en el rincón, el duende bajo la cama. Era mi abuelo paterno y me habían metido en la cabeza que nunca nunca debía preguntarle a mi padre por él. Cuando crecí, logré por fin que mi madre se abriese un poco. Dijo que su suicidio llegó como un mazazo. No dejó nota y nadie que lo había conocido dio con una razón por la que pudo hacer algo así. Nunca mostró señales de depresión y mucho menos de ser un suicida. En cierto modo el misterio empeoró las cosas para mi padre, que durante mucho tiempo insistía que ahí había habido algo sucio. Mi madre dijo que mi padre parecía estar más enfadado con su padre por no dar explicaciones que por quitarse la vida. Al parecer, esperaba que un suicidio tuviese lógica.»

Tú, por otra parte, siempre habías tenido depresiones. Y nunca peores, dijo ella, que durante esos seis meses del año pasado, cuando casi no podías levantarte de la cama por las mañanas y no escribiste ni una sola palabra. Lo que sin embargo era raro era que te habías recuperado de esa crisis y, desde el verano al menos, habías estado de buen humor. Lo que estaba claro, dijo ella, es que la larga sequía se había terminado y, tras muchos falsos arranques, por fin estabas embarcado en algo que te estimulaba. Cada mañana te sentabas en tu escritorio y la mayoría de los días comentabas que la escritura había ido bien. Estabas leyendo mucho, como siempre hacías cuando trabajabas en una novela. Y volvías a estar en forma.

Una de las cosas que te deprimieron tanto el año pasado, me explica ella, fue que te lesionaste la espalda moviendo unas cajas y no pudiste hacer ejercicio durante semanas. Incluso te dolía al caminar. Y te acordarás de su mantra, me dice ella: Si no puedo caminar, no puedo escribir. Pero esa lesión finalmente se curó y volviste a tus largos paseos y a correr por el parque.

«También volvió a socializar, se puso al día con toda la gente a la que había evitado cuando estaba deprimido. ¿Y sabes que apareció con un perro en casa?»

De hecho, me habías mandado un email en el que me hablabas del perro que te habías encontrado una mañana temprano cuando saliste a correr. Estaba sobre un promontorio y destacaba contra el cielo: el perro más grande que jamás habías visto. Un gran danés arlequín. Sin collar ni placa, lo cual te hizo pensar que, aunque fuese de raza, lo habían abandonado. Hiciste todo lo posible para encontrar a su dueño y, tras fracasar, decidiste quedártelo. Tu mujer estaba horrorizada. No le gustan los perros, para empezar, dijiste, y Dino es mucho perro. Casi un metro del hombro a la pata. Ochenta y un kilos. Adjuntaste una foto: los dos, mejilla con carrillo, la enorme cabeza que a primera vista parecía la de un poni.

Más adelante desestimaste el nombre de Dino. El perro era demasiado majestuoso para un nombre así, decías. ¿Qué me parecía Chance? ¿Chauncy? ¿Diego? ¿Watson? ¿Rolfe? ¿Arlo? ¿Alfie? Cualquiera de esos nombres me sonaba bien. Al final lo llamaste Apollo.

Esposa Tres me pregunta si conocí a un amigo tuyo que se suicidó tres meses antes que tú.

No llegué a conocerlo, digo. Pero me habías hablado de él.

«Bueno, ese pobre hombre tenía una salud terrible. Tenía enfisema, cáncer, angina de pecho y diabetes, su calidad de vida era francamente pésima.»

Tú, en cambio, tenías una salud excelente. El corazón y el tono muscular de un hombre mucho más joven, según tu médico.

Aquí una pausa, un suspiro casi inaudible cuando gira la cabeza hacia la ventana, inspeccionando la calle con los ojos como si la respuesta que busca fuese a aparecer con seguridad, solo se está retrasando un poquito.

«A lo que me refiero es a que, aunque tuviese sus altibajos y no le gustara envejecer como nos pasa a los demás, parecía estar sano.»

Como no le digo nada -¿qué podría decirle?- continúa: «Creo que fue un error que dejase de dar clases. No solo porque le gustaba sino porque eso estructuraba su vida de un modo que sé que era bueno para él. Aunque también sé que no estaba tan contento con las clases como lo estuvo en su día. En realidad, siempre estaba quejándose. Enseñar se había vuelto demasiado decepcionante, decía, sobre todo para un escritor.»

Mi teléfono da un pitido. El mensaje no es nada urgente, pero al ver la hora que es siento una ligera ansiedad. No es que tenga que estar en ningún otro sitio, no he hecho más planes para hoy. Pero llevamos media hora, tenemos las tazas vacías y todavía no sé qué hago aquí. Sigo esperando a que saque un tema concreto, uno, para empezar, delicado, y que me cueste comentar porque no sé lo que piensa ni hasta qué punto está informada de nada. Se me ocurren bastantes buenas razones por las que le ocultaste, por ejemplo, lo del grupo de estudiantes que se quejaron porque te dirigiste a ellas como «queridas».

 

Me pareció que las estudiantes habían manejado bien las cosas. Te hicieron llegar su carta a ti y nada más que a ti.

Probablemente usted creyó que resultaba encantador, escribieron. Humillante era lo que era. Inapropiado. Déjelo ya.

Cosa que hiciste, pero no sin enfadarte. Un hábito totalmente inofensivo, que llevabas haciendo ¿cuántos años? Desde que comenzaste a dar clases. Y en todo ese tiempo nadie había dicho ni mu. Y ahora todo el mundo -todas las chicas de la clase (y, como en la mayoría de las clases de escritura, en esta había mayoría de mujeres)- había firmado la carta. Por supuesto, te sentiste víctima de una confabulación.

Qué ruin, ¿verdad? ¿No veía yo lo absurdo y ruin que era todo ese asunto? ¡Ya se podían enfadar así por su propio uso del lenguaje!

Una de las pocas veces que nos peleamos.

Yo: Solamente porque hasta ahora no te hubieran dicho nada no quiere decir que no tuvieran ninguna objeción al respecto.

Tú: Bueno, pues si no habían dicho nada es que no tenían ninguna objeción, ¿no?

Tontamente (admito que fue una imprudencia), traje a colación al famoso poeta que había dado clases en esa misma asignatura hacía muchos años, y que, cuando seleccionaba a los estudiantes que formarían parte de su clase, solicitaba entrevistar en persona a las mujeres, para poder así elegirlas basándose en su aspecto. Y se salió con la suya.

Parecía que te iba a explotar la cabeza. ¡Hacer una comparación tan odiosa! ¿Cómo osaba yo sugerir que tú podías haber hecho algo semejante?

Lo siento.

Pero lo que hiciste, a lo largo de los años, fue liarte con estudiantes y antiguas alumnas.

Nunca viste nada malo en ello. (Si pensase que era malo, no lo habría hecho.) Además, no había normas contra eso. Como debía ser, decías. El aula era el lugar más erótico del mundo. Negar eso era pueril. Lee a George Steiner. Lee Lecciones de los maestros. Leí a George Steiner, que había sido uno de tus profesores, venerado, querido. Leí Lecciones de los maestros y cito: «El erotismo, encubierto o declarado, imaginado o llevado a la práctica, está entretejido con la enseñanza… (…) Este hecho elemental ha sido trivializado por una fijación en el acoso sexual.»

Y me callé: Fui una hipócrita. Ambos sabíamos que a mí me encantaba que me llamases querida.

Y te permito añadir: En no pocos casos fue la estudiante quien te sedujo.

Pero me acuerdo de que había una mujer, muy al principio, una estudiante extranjera, que rechazó tus insinuaciones y después te acusó de castigarla bajándole la nota. Después resultó que esa estudiante en concreto solía cuestionar las calificaciones, y el comité que investigó la queja determinó que la nota que le habías puesto era, más bien al contrario, sospechosamente generosa. Aun así, aunque las relaciones sentimentales entre profesores y estudiantes no estuvieran expresamente prohibidas, tu comportamiento se reveló falto de todo decoro y sentido moral y resultaba intolerable.

Una amenaza. Que ignoraste. Y te saliste con la tuya.

Te llevó años cambiar. Es decir, te llevó ir haciéndote mayor.

Acababas de cumplir cincuenta. Habías engordado diez kilos, que perderías de nuevo, pero te llevó tiempo. Llegaste al bar ya entonado, te pusiste como una cuba, lo soltaste todo. Yo quería que parases. Me disgustaba oírte hablar de mujeres. No eran celos, ya no, te juro que hice las paces con ese lado tuyo hace mucho tiempo. Lo que me disgustaba era sentir vergüenza ajena por ti. Sabías que yo no podía hacer nada, pero de todos modos tenías que mostrarme la herida. Aunque requiriese exponerla indecentemente.

Tiene diecinueve y medio -aún lo suficientemente joven para que «y medio» signifique algo-. No te quiere, cosa que aguantas (para ser sinceros, que incluso prefieres). Lo que no soportas es que no te desee. A veces finge deseo, pero nunca es sincero. La mayoría de las veces es demasiado perezosa incluso para fingirlo. La verdad es que le da igual el sexo. No está contigo por el sexo. El sexo que le importa, lo sabes perfectamente, lo consigue en otra parte.

A estas alturas ya es un patrón: una mujer joven que está dispuesta a follar contigo pero que no comparte nada del deseo que te conduce a ella. Lo que a ellas les mueve es el narcisismo, lo excitante de tener a un hombre mayor con una posición de autoridad a sus pies.

Diecinueve y medio y te tiene comiendo de su mano. Por aquí, por aquí, no, mejor por allí, profesor.

Te gustaba decir (citando a alguien, me parece) que las mujeres jóvenes son las personas más poderosas del mundo. No sé si es así, pero todos sabemos a qué clase de poder nos referimos.

La promiscuidad siempre ha sido algo instintivo en ti (tu padre antes que tú, según parece, había sido igual). Y teniendo en cuenta tu aspecto, tu don con la retórica, tu acento de la BBC y la seguridad en ti mismo, no tuviste problemas para atraer a las mujeres que a ti te atraían.

La intensidad de tu vida romántica no era meramente útil sino esencial para tu trabajo, decías. Que tras una noche de pasión Balzac se lamentara de que acababa de perder un libro o que Flaubert sostuviera que en el orgasmo se echaban a perder los flujos creativos del hombre -que elegir la obra por encima de la vida implicaba tanta abstinencia sexual como uno pudiese resistir- eran anécdotas interesantes pero, en el fondo, majaderías. Si tales temores fuesen fundados, los monjes serían las personas más creativas de la Tierra, decías. Y, después de todo, muchos de los grandes escritores también habían sido grandes mujeriegos, o al menos habían sido conocidos por tener poderosos impulsos sexuales. Hemingway opinaba que uno escribía por dos, decías tú. Primero para uno mismo y, luego, para la mujer a la que se ama. Tú nunca escribiste mejor que durante esas etapas en que tenías buen sexo y mucho, decías. En tu caso, el principio de un romance siempre coincidía con una racha de creatividad. Era una de tus excusas para poner los cuernos. Es que estaba bloqueado y tenía pendiente una entrega, me dijiste una vez. No bromeabas en absoluto.

Todas las complicaciones que ser mujeriego habían traído a tu vida merecían la pena, decías. Desde luego, nunca pensaste seriamente en cambiar.

Que el cambio tendría que llegar -y sin que tú tuvieras nada que decir al respecto- era algo de lo que no parecías haberte preocupado en exceso.

Un día, en el baño de un hotel, te sobresaltaste. Un espejo de cuerpo entero colocado justo enfrente de la puerta de la ducha. Nada demasiado espantoso para un hombre de mediana edad. Pero, bajo el resplandor de las luces de la vanidad, la verdad es innegable.

Un cuerpo así no excitaría a ninguna mujer.

Un poder que ha sido confiscado no se puede devolver.

Te parecía, dijiste, una especie de castración.

Pero la edad es así, ¿no? Castración a cámara lenta. (¿Te estoy citando aquí? ¿He sacado esto de alguno de tus libros?)

Ir a la caza de mujeres estaba tan integrado en tu vida que apenas te imaginabas cómo te las apañarías sin hacerlo. ¿Quién serías sin eso?

Otra persona.

Nadie.

No es que no estuvieras listo para dejarlo. En primer lugar, siempre habría putas. Y lo de acostarse con estudiantes ni mucho menos había terminado. Después de todo, no era que no supieras que, para las jóvenes, incluso un hombre de treinta ya era un vejestorio.

Pero hasta ese momento no habías tenido que contentarte con cópulas en las que la otra persona se sometía -se sometía del todo- del todo y sin deseo.

Otro espejo: Desgracia, de J. M. Coetzee. Uno de tus -de nuestros- libros favoritos, por uno de nuestros escritores favoritos.

David Lurie: misma edad, mismo trabajo, mismas inclinaciones. Misma crisis. Al principio de la novela describe lo que le parece el destino ineludible del hombre mayor: ser el tipo de cliente que produce escalofríos a las prostitutas, igual que alguien se estremece al ver una cucaracha en el lavabo en mitad de la noche.

En el bar, borracho, un poco llorón, me cuentas cómo fuiste a besar a tu chica y ella te evitó. Me ha dado un calambre, te dijo.

¿Por qué no dejas de verla?, dije mecánicamente, sabiendo perfectamente que eres incapaz de evitar humillaciones mucho peores.

David Lurie se siente tan paralizado por su degradación -ya no es sexualmente atractivo pero todavía se retuerce de lujuria- que se pone a sopesar la castración real, la posibilidad de que un médico se la practique, o incluso, con la ayuda de un manual, hacerlo él mismo. Porque ¿de verdad había algo más repugnante que las extravagancias de un viejo verde?

En lugar de eso, se sobrepasó con una de sus estudiantes, una zambullida en la deshonra que sería su perdición.

Ese libro lo leíste en tu piel.

Pero tuviste más suerte que el catedrático Lurie. Nunca conociste la deshonra. El bochorno, a menudo. A veces la vergüenza. Pero nunca la verdadera e irremediable deshonra.

Esposa Uno tenía una teoría. Hay dos clases de mujeriego, decía. Está el que ama a las mujeres y el que las detesta. Tú eras de la primera clase, decía. Opinaba que las mujeres tendían a ser más indulgentes, más comprensivas e incluso más protectoras con los de tu tipo. Menos propensas a querer vengarse tras ser dañadas.

Por supuesto, ayuda que el hombre sea artista, decía, o que tenga otro tipo de vocación noble.

O que sea una especie de proscrito, era lo que yo pensaba. Ese tipo en particular.

P. ¿Qué es lo que hace que un mujeriego sea de un tipo o de otro?

R. Su madre, por supuesto.

Pero hiciste una predicción: Si continúo con las clases, tarde o temprano tendré problemas.

Yo también lo temía. Eras uno de los varios amigos de Lurie que he ido conociendo: temerarios, hombres fálicos que ponen en riesgo sus carreras, sus sustentos, sus matrimonios, todo. (Sobre el porqué, tal como están las cosas, la única explicación que he sido capaz de encontrar es… porque así son los hombres.)

¿Cuánto sabe de todo esto Esposa Tres? ¿Cuánto le importa?

No tengo ni idea ni ganas de adivinarlo.

Como si me hubiera leído el pensamiento, dijo: «Déjame que te cuente por qué quería hablar contigo.» Ante estas palabras, por algún motivo, me empiezan a dar palpitaciones. «Es acerca del perro.»

«¿El perro?»

«Sí. Quería preguntarte si quieres quedártelo.»

«¿Quedármelo?»

«Darle un hogar.»

Es casi lo último que esperaba que dijese. Me siento tan aliviada como molesta. No puedo hacerlo, le digo. No se admiten perros en mi edificio.

Me mira escéptica y me pregunta si alguna vez te lo comenté.

No lo sé, le digo. No me acuerdo.

Tras una pausa, me pregunta si sé la historia de cómo conseguiste el perro. Por algún motivo niego con la cabeza. Le dejo que me cuente la historia que ya sé. Cuando decidiste que querías quedarte con el perro, tuvisteis una gran pelea. Un animal precioso. ¿Y cómo no podía compadecerse del pobrecito, abandonado de ese modo? Pero no le gustaban los perros, nunca había tenido ninguno y ese perro…, no es un mal perro, de hecho es muy buen perro, pero ocupa mucho espacio. Te dijo que rechazaba compartir cualquier responsabilidad hacia él, por ejemplo cuando tú tuvieras que salir de la ciudad.

«Le rogué que encontrase a alguien para quedarse con él y entonces surgió tu nombre.»

«¿En serio?»

«Sí.»

«Pero él nunca me dijo nada.»

«Es porque en realidad quería quedarse con el perro. Y al final me ganó por cansancio. Pero tu nombre surgió unas cuantas veces. Ella vive sola, no tiene pareja, hijos ni mascotas, trabaja casi siempre en casa y le encantan los animales, eso es lo que él dijo.»

«¿Eso dijo?»

«No me lo iba a inventar.»

«No, no quería decir… Simplemente me sorprende. Como te digo, a mí nunca me dijo nada y nunca he visto al perro. Es cierto, me gustan los animales, pero nunca he tenido un perro. Solo gatos, soy más de gatos. Pero, en cualquier caso, no puedo llevármelo. Lo dice en mi contrato de alquiler.»

«Eso has dicho.» Le tiembla la voz. «Bueno, no sé qué se supone que debo hacer.» Deja caer los hombros. Ha pasado por mucho.

Tiene que haber un montón de gente que quiera un perro de raza bonito, digo yo.

«¿Tú crees? Quizá si fuera un cachorro. Pero, ya sabes, la mayoría de la gente que quiere un perro ya tiene uno.»

Si no habrá nadie en su familia que lo acoja, le pregunto.

Una pregunta que parece irritarla.

«Mi hijo y su mujer acaban de tener un bebé. No pueden tener un perro gigantesco y desconocido en su casa.»

Y su hijastra: imposible. «Pasa tanto tiempo en el campo que ni siquiera tiene una dirección permanente.»

«Estoy segura de que ha de haber alguien -digo-. Déjame que pregunte por ahí.» Pero en realidad no tengo muchas esperanzas. Ella tiene razón: quienes quieren un perro ya tienen uno. Y todos los que me vienen a la cabeza que no tienen perro, tienen al menos un gato.

«¿Y tú seguro que no puedes quedártelo?», le pregunto, sin mencionar que mi firme opinión es que así es claramente como debería ser.

«Lo he sopesado -dice, poco convincente a mis oídos-. Sí, sé que no sería para siempre. La vida media de un gran danés es corta, entre seis y ocho años, y, según el veterinario, Apollo ya tiene cerca de cinco, pero, la verdad, nunca lo quise tener y, sobre todo, no lo quiero ahora. Si acabase por quedármelo, sé que no lo llevaría bien. Y no quiero vivir con eso, tener siempre esa sensación, complicando mis ya de por sí complicados sentimientos sobre…» Sobre ti, quiere decir eso pero no lo pronuncia. «Sería demasiado.»

Yo asiento para mostrar que la comprendo.

«Además, estaba planeando jubilarme pronto -dice-. Y ahora que estoy sola creo que me gustaría viajar más. No quiero sentirme atada por un perro que, para empezar, nunca quise.»

De nuevo asiento. Realmente la comprendo.

Alguien le sugirió que preguntase en los albergues para perros, pero todos con los que contactó tenían largas listas de espera. Le dolía imaginar qué pensarías de ella si le entregase tu querido perro a un extraño o si lo llevase a la perrera. «Pero quizá tenga que hacerlo. No puede pasarse el resto de la vida en una guardería canina. Entre otras razones, me está costando una fortuna.»

«¿Lo tienes en una guardería canina?»

«Lo tengo en una guardería -dice, resentida por mi tono-, porque no sabía qué otra cosa podía hacer. A un perro no le puedes explicar la muerte. Él no entendía que papá no iba a volver nunca más a casa. Esperaba junto a la puerta día y noche. Durante un tiempo ni siquiera comía, temí que se muriera de hambre. Pero lo peor fue que de vez en cuando hacía ese ruido suyo, ese aullido o lamento o lo que fuera. No era fuerte, pero sí raro como un fantasma o alguna cosa así extraña. Seguía y seguía. Trataba de distraerlo con chucherías, pero giraba la cabeza. Una vez incluso me gruñó. A veces lo hacía por la noche. Me despertaba y yo ya no me podía volver a dormir. Me quedaba tumbada allí, escuchándolo hasta creer que me volvía loca. Cada vez que lograba recomponerme lo veía esperando junto a la puerta o empezando a emitir esos quejidos y yo me descomponía de nuevo. Tuve que sacarlo de casa. Y ahora que se ha ido, sería cruel traerlo de vuelta. No creo que pueda volver a ser feliz en esa casa.»

Pienso en la historia de Hachikō, el perro de raza akita que iba siempre a la estación de Shibuya, en Tokio, a esperar el tren en el que todos los días regresaba su amo a casa desde el trabajo, hasta que un día el hombre se murió de repente y Hachikō esperó en vano. Pero al día siguiente y todos los días siguientes durante casi diez años, el perro apareció en la estación para esperar el tren a la hora habitual.

Nadie pudo explicarle la muerte a Hachikō. Solo pudieron convertirlo en leyenda, erigiendo una estatua en su honor, y casi cien años más tarde aún alaban su entrega.

Increíblemente, Hachikō no tiene el récord. Fido, un perro de una ciudad cercana a Florencia, Italia, esperó a diario durante catorce años a su amo muerto (ataque aéreo, Segunda Guerra Mundial) en la parada del autobús a la que solía llegar a casa desde el trabajo. Y antes de Hachikō estuvo Greyfriars Bobby, un skye terrier que se pasó todas las noches de los últimos catorce años de su vida en la tumba de su amo, que había muerto en Edimburgo, Escocia, en 1858.

Es interesante que la gente siempre haya tomado esos comportamientos como ejemplos de extrema lealtad más que de extrema estupidez u otro defecto mental. Yo misma dudo de lo que cuentan en China sobre un perro que, según parece, se ahogó de puro pesar. Pero historias como estas son una de las razones principales por las que siempre preferí los gatos.

«¿Y por qué no te lo llevas solo por un tiempo? Eso ya sería una gran ayuda. El casero no puede oponerse si el perro solo está de paso.»

No es solo el casero, explico. Mi apartamento es diminuto. Un perro de ese tamaño no tendría espacio para moverse.

«Bueno, pero es un perro guardián. Necesita ejercicio, por supuesto, pero nada comparado con otras razas. Incluso sin la correa no se alejará de tu lado. Y ya verás, es muy obediente. Se sabe todas las órdenes. No ladra cuando no debe. No destroza cosas. No es patoso. Sabe mantenerse lejos de la cama.»

«Estoy segura de que todo eso es cierto, pero…»

«Fue a revisión hace solo unos meses. Tiene buena salud, salvo por algo de artritis, cosa muy común en perros grandes de su edad. Por supuesto, está vacunado. Ya sé que es mucho pedir, pero, de verdad, ¡quiero sacar al pobrecito de esa maldita guardería! Pero si lo llevo a casa, juro que pasará el resto de su vida esperando junto a la puerta. Y se merece algo mejor que eso, ¿no crees?»

Sí, ya lo creo, se me parte el alma.

No puedes explicar la muerte.

Y el amor merece algo mejor que eso.