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¡Qué buena vida!, ¿eh? Hace sol, no demasiado calor, brisa suave, los pajaritos cantan. Ya sé que te gusta el sol, si no, no estarías tumbado ahí, estarías aquí en el porche a la sombra conmigo. De hecho, ese sol le tiene que ir estupendísimamente a tus viejos huesos. Y probablemente la brisa marina te parezca tan refrescante como a mí. Cuando sopla en nuestra dirección levantas la cabeza para olisquear y sé que tus trescientos millones de receptores olfativos están captando mucho más que el fuerte olor salado procedente de mis exiguos seis millones. Es difícil para una persona oler más de una cosa al mismo tiempo. Cuando oigo a alguien describir un vino diciendo que tiene un fuerte aroma a pimienta negra seguido de toques de frambuesa y mora, sé que miente más que habla. Muéstrame al ser humano capaz de distinguir el olor de una frambuesa del de una mora, incluso sin tener que pasar antes por la pimienta. Pero tu nariz, por otro lado decenas de miles de veces más sensible que la mía, según la ciencia perruna -capaz de distinguir por el olfato una manzana podrida en dos millones de barriles-, es un órgano completamente distinto.

Aún más sorprendente es que puedas distinguir los incontables aromas distintos que te llegan todo el tiempo desde todas las direcciones. Un poder así hace que todos los perros sean Wonder Perro. Pero ya puestos a hablar de demasiada información. Un poder como ese volvería loco a cualquier humano.

Recuerdo cuando me despertabas en mitad de la noche, inhalando cada centímetro de mí cuando estaba tumbada en el suelo. Buscando datos. Quién era yo y qué tenía bajo la manga. Sigues oliéndome todo el tiempo, pero nunca con aquella pasión indagadora.

Según la ciencia, puedes oler no solo lo que he desayunado hoy sino también la cena de ayer; cuándo lavé por última vez los pantalones cortos y la camiseta que llevo puestos y si usé o no lejía; adónde me han llevado últimamente estas sandalias y el hecho de que he cambiado de marca de protector solar. Todo esto sería pan comido para ti. Pero ahora que sé lo que pueden hacer los perros, ya nada me sorprendería. La mujer a la que solemos ver paseando a sus perras madre e hija dice que los perros saben la hora. Al volver a casa desde el trabajo, dice, miro hacia arriba y veo a mis chicas en la ventana cuando todavía estoy a una manzana de distancia. Se dan cuenta por el nivel de olor a mí en el aire.

Creo que es justo decir que, gracias a tu don superior, me puedes leer mejor de lo que yo te puedo leer a ti. Las hormonas y feromonas te mantienen actualizado. Mi ansiedad por el comienzo de las clases dentro de una semana. Mis heridas abiertas. Mis miedos ocultos. Mi soledad. Mi rabia. Mi duelo incesante. Puedes oler todo eso.

Qué más. ¿Una fracción de células malignas aún no detectables por la medicina? ¿Placas y nudos que se me están formando silenciosamente en el cerebro, heraldos de la demencia?

Se dice que un perro de compañía puede saber que una mujer está embarazada antes de que ella lo sepa.

Lo mismo con un moribundo.

Aunque tu sentido del olfato ya no es lo que era. Sin duda la edad lo ha atenuado, como también les sucede a las personas. Y mira esa nariz: en su día una ciruela negra madura que goteaba y ahora es crujiente y gris como carbón usado.

Estaba yo diciendo: sol cálido, brisa fresca, sí, eso me consta que te gusta. Pero ¿y el trinar de los pájaros? Hay un comedero en el jardín y abundan los pájaros. Se oyen pájaros carboneros, gorriones, pinzones y petirrojos todo el día, excepto a ciertas horas en las que, misteriosamente, todos se quedan en silencio como si se hubieran ido a la iglesia.

Me gustan los sonidos de los pájaros, incluso el monótono ay-de-mí de las tórtolas torcazas y los graznidos chirriantes de los arrendajos, los cuervos y las gaviotas. Pero sobre ti, indiferente a cualquier música hecha por el hombre, ¿qué efecto tiene sobre ti la música de la naturaleza?

He conocido a gente que no aprecia en absoluto el canto de los pájaros, que incluso lo encuentran molesto. Una historia sobre el director de orquesta Serguéi Kusevitski quejándose de que le despertasen por la mañana en Tanglewood todos esos pájaros que desafinan.

A veces te fijas en un pájaro -como te pasa en la ciudad con las palomas- que vuela bajo en el aire o que da saltitos en la hierba, pero nunca te tienta perseguirlo.

Ardillas, conejos y ardillas rayadas aparecen también, algunos osan acercarse bastante, pero ninguno tiene nada que temer.

El gato del vecino, blanco y negro como tú, te observa por las rendijas de sus ojos desde el borde del jardín, telegrafiando que no le impresionas.

Una vez, un perro con pinta extraña pasó como un rayo por allí, furtivo y veloz, y desapareció tan rápido que quizá fueran alucinaciones. Solo después caí en la cuenta: no había sido un perro sino un zorro.

Me pregunto si has perseguido a alguna criatura en tu vida. Has debido de hacerlo. Has de tener el instinto. Cazar jabalíes, después de todo, está en tus genes.

No es que no esté contenta de que estemos aquí en pleno reino apacible. No lo cambiaría por nada.

Me acabo de acordar de mi antiguo novio cuando entrenaba a Beau para sentarse recto durante todo un minuto con un ratón de juguete sobre la cabeza.

Te he visto ladrar a moscas y a otros insectos y, para mi sobresalto, también a los que tienen aguijón. Y una vez te comiste una araña enorme antes de que pudiese impedírtelo.

O quizás era al ratón al que entrenaba mi novio para que se sentara con un perro bajo el culo.

El otro sonido constante aquí es el oleaje y quiero pensar que para ti es tan relajante como para mí.

La primera vez que bajamos a la playa me pregunté si habrías visto antes el océano o si habrías ido a nadar o a caminar por la arena. (El tamaño de tus huellas me imagino que le dará que pensar a más de uno.) Por suerte, la playa está nada más que a unos minutos. Solamente vamos cuando el sol está bajo, por la mañana temprano o al anochecer. A pesar de que es corto, el paseo no siempre te resulta fácil. Vas despacio, incluso más que despacio -renqueando es la palabra que trato de evitar aquí-. Tengo miedo de que un día bajemos sin problemas pero no seas capaz de volver.

Hace poco ocurrió algo espantoso en la ciudad. Yo me asfixiaba, era el primer día realmente duro de la estación, y caminábamos hacia el parque en busca de una sombra. Pero antes de llegar, y aunque no habíamos ido lejos, te paraste, te rendiste y te hundiste en el asfalto, claramente angustiado.

Yo casi entro en pánico, pensando que te iba a perder allí mismo.

Qué amable fue la gente. Uno entró a la carrera en un café y volvió con un cuenco de agua fría, que te bebiste ansioso sin levantarte. Luego una mujer que pasaba por allí se paró, sacó un paraguas y lo abrió sujetándolo para protegerte del sol. No pasa nada si llego tarde al trabajo, dijo. Un hombre que iba conduciendo se ofreció a llevarnos, pero yo sabía que te costaría saltar al asiento de atrás y por suerte para entonces ya te habías recuperado y logramos ir andando a casa.

 

Ahora cada vez que paseo contigo voy con el corazón en un puño.

Pero tienen que pasear, dice el veterinario. Tienen que hacer algo de ejercicio todos los días.

La medicación está funcionando, me dice. Los analgésicos y antiinflamatorios garantizan que, aunque no estés siempre completamente tranquilo, no te retuerzas de dolor. Cosa que podría cambiar, por supuesto, y eso me hace retorcerme de dolor a mí. Porque cómo lo sabré.

Perturbada por la descripción que hace Ackerley de Queenie al final: Comenzó a volver la cara a la pared, a volverla de nuevo hacia mí. Ese fue el momento, la señal que lo llevó a pensar que debería llevarla a… matar.

Tú me lo harás saber, ¿a que sí? Recuerda, soy solamente humana, no soy ni por asomo tan aguda como tú. Necesitaré una señal cuando las cosas se compliquen demasiado.

No veo que sea alterar la naturaleza, jugar a ser Dios o, como algunos dirían, interferir con el viaje espiritual de un ser, con su camino al bardo. Lo veo como una bendición. Quiero para ti lo que querría para mí.

Y yo estaré ahí, por supuesto. Estaré contigo en ese último viaje al veterinario.

Pensé que el momento había llegado ayer, cuando dejaste el desayuno intacto. Partí un trozo del pan de mi propio desayuno y te lo comiste de mi mano. (Como decir misa juntos.) Por la tarde, en cambio, te volvió el apetito.

Así que no pensemos más en ello. Centrémonos en este día y solo en este día. Este regalo de una perfecta mañana de verano.

Un verano más. Al menos eso lo tienes.

Un verano más para tumbarte satisfecho todo lo largo que eres bajo el sol.

Y al menos me da tiempo a decirte adiós.

¿Estoy hablando contigo o conmigo misma? Confieso que la línea se ha desdibujado.

Las semanas previas a nuestra llegada aquí fueron muy difíciles. Desde hace un tiempo ya no puedes subir y bajar cómodamente cinco tramos de escaleras, así que hemos empezado a tomar el ascensor. Esto en principio no suponía un problema para los vecinos. Ahora se han acostumbrado a vernos y solo una persona, una enfermera jubilada cuyo marido murió de leucemia el año pasado, ha cuestionado tu designación como animal de apoyo terapéutico. Pero incluso ha comentado lo bien educado que estás, el modo en que te apretujas para no ocupar demasiado en el reducido espacio del ascensor. Y a otros inquilinos, gente con la que solemos cruzarnos, los entusiasma verte, se muestran tan encantados como suele mostrarse la gente en la presencia de cualquier gigante amable.

Pero el olor cada vez más fuerte de tu pelaje, el hedor de tu aliento y tu baba viscosa -particularmente en ese espacio cerrado, asfixiante ahora con el calor- eran cada vez más difíciles de ignorar.

Y entonces: lo inevitable tan temido. En el ascensor, en el pasillo, en el hall enmoquetado. Apenas pasaba un día sin que hubiera un accidente. Y en ningún sitio el problema era peor que en el apartamento. Jesús, huele como un establo, dijo un mensajero. Alguien más dijo que olía a zoo. Héctor, gracias a Dios, no dijo nada.

Tuve que tirar tres alfombras, el sofá y la cama. Me compré un segundo colchón hinchable y empezamos a dormir hombro con hombro en los dos colchones en el suelo.

Lo hice lo mejor que pude, fregando y restregando enérgicamente, gastando varias botellas de Lysol por semana. Pero la tarea comenzó a resultar hercúlea y el olor nunca llegó a irse. Ha penetrado en el suelo de madera, en las estanterías. Está en toda mi ropa -igual que el humo de los cigarrillos en mi veintena- y, a veces así lo temo, en mi piel y en mi pelo.

Es malo pero no tan malo, dijo la persona que siempre se ha mostrado más solidaria con mi situación. Lo que necesitas es marcharte por un tiempo, dejar que el lugar se airee.

Justo cuando empezaba a desesperarme, él acudió a rescatarnos.

Mi madre ha tenido que irse a una residencia, dijo. Tiene una casa de campo en Long Island donde solía pasar los veranos. La acabamos de vender, pero los nuevos propietarios no tomarán posesión de ella hasta después del Día del Trabajador. Están planeando tirar todo y reformarla por completo, así que no importará mucho si Apollo destroza algo. Y, en cualquier caso, puede pasar mucho tiempo en el exterior. Yo no he ido mucho por allí este verano. Tenía que trabajar y odio ser un dominguero, especialmente en agosto, con un tráfico tan jodido. En cualquier caso, son solo dos semanas más y tú lo necesitas más que yo. Tu vida será mucho más fácil allí, ya verás. Cuando te hayas ido, si quieres, veré qué puedo hacer con tu apartamento.

Mi héroe.

Incluso nos trajo hasta aquí en su todoterreno.

Subirte al todoterreno sin hacerte daño fue un obstáculo más. Héctor apareció con una rampa improvisada: una puerta vieja que estaba almacenada en el sótano del edificio.

Aquí no hay escaleras que nos preocupen, solo dos escaloncitos hasta el porche. Y no nos hace falta coche. Puedo ir en bici los nueve kilómetros hasta el pueblo para hacer la compra. De aquí a una semana, cuando tengamos que irnos, vendrá nuestro amigo en su todoterreno y nos llevará a casa.

La primera noche aquí hubo una tormenta espectacular. Los dos nos encogimos de miedo juntos bajo un tejado que sonaba como si lo estuviesen ametrallando. Lluvia toda la noche y calma por la mañana. Era como si hubieran despegado una membrana para revelar un mundo completamente nuevo, luminoso y limpio. Casi se podía oír el Ave María de Schubert. Casi se podía oler el azul. Y todos los demás días han sido gloriosos.

En la playa, normalmente al anochecer, a veces veíamos a otro par: un hombre joven, sin camisa, con bronceado color caramelo y pelo rubio platino -un auténtico chico playero- y su braco de Weimar. Miramos al perro sumergirse en el agua para ir a buscar el palo que el hombre le tira una y otra vez. Vaya brazo tiene el hombre. Lejos, lejos navega el palo. Lejos, lejos nada el perro, una y otra vez, embistiendo ola tras ola, incansable. Un espectáculo emocionante. Qué loco de felicidad parece, qué triunfante, corriendo para depositar el palo a los pies del hombre.

No puedo evitar una punzada de envidia al ver jugar a estas dos jóvenes y fuertes criaturas. Pero eso me pasa a mí. Tú miras con tu calma habitual. No sabes nada de la envidia. Ni anhelos ni nostalgia. Ni remordimientos. Realmente eres de una especie distinta.

Pensé que el tiempo pasaría más despacio, por lo ociosa que he estado. Leyendo a Elmore Leonard, pegándome panzadas de ver Juego de tronos, preparando algunas clases, eso es todo. Alimentándome de sándwiches, sobre todo, y, demasiado perezosa como para hacérmelos, me llevaba dos de la tienda de alimentación cada día, algo de fruta del puesto del agricultor y nada más.

Me he sentado en este porche las horas muertas, sin hacer otra cosa que pensar. Por ejemplo, sobre el terapeuta, ¿te acuerdas de él? He estado pensando en algunas cosas que dijo. El suicidio es contagioso. Uno de los indicadores más claros de un suicidio es conocer a un suicida. Por supuesto, sabía adónde quería llegar. El doctor Obvio. Recuerdo contarle mi sueño, el hombre con el abrigo oscuro, en la nieve. ¿Me estaba haciendo señas -date prisa, date prisa- o me estaba advirtiendo?

Estaba pensando en eso porque tuve ese mismo sueño de nuevo hace algunas noches. Solo que esa vez, en vez de un campo de nieve desierto, estábamos en una especie de campo de batalla. Explotaban bombas, los soldados apuntaban y disparaban. Y esta vez era una pesadilla en todo su esplendor.

Es una práctica clínica común preguntarle a una persona que habla de suicidarse que describa cómo lo haría. Cuando más específico sea el plan, más alta es la alarma. En este caso, si fuese yo la que estuviera lista para decir adiós-mundo-cruel, estaría en el lugar adecuado. Arrojarme al océano, nadar lo más lejos de la orilla que pudiera. Y no sería justo. Nado tan mal que nunca me ha cubierto el agua sobre la cabeza.

¿Acaso no oí que ahogarse es la peor manera de morir? Estoy segura de que lo leí en alguna parte. La pregunta es: ¿y cómo lo saben?

La única experiencia que ella nunca describiría.

Di-mar-¿Me acogerás? ¿La poeta está hablando de Amor o de Muerte?

No ha cambiado nada. Sigue siendo muy sencillo. Lo echo de menos. Lo echo de menos a diario. Lo echo mucho de menos.

Pero ¿cómo sería si esa sensación desapareciera?

No quisiera que eso sucediese.

Le dije al loquero: No me haría feliz en absoluto no echarlo de menos más.

No puedes acelerar el amor, dice la canción. No puedes acelerar el duelo tampoco.

Tengo esta idea de que él hizo lo que sus antecesores se sabe que hicieron: convencerse de que aquellos a los que dejaba atrás iban a seguir bien. Durante un tiempo estaríamos anonadados y, después, nos apenaríamos un rato y lo superaríamos, como le pasa a la gente. El mundo no se acaba, la vida siempre continúa y nosotros también seguiríamos adelante, haciendo lo que fuese que tuviésemos que hacer.

Y si eso es lo que él tiene que hacer para no sufrir, por encima de todo lo demás, el dolor de la culpa, por mí está todo bien.

Por mí está todo bien.

Seguro que me preocupó que escribir acerca de ello fuese un error. Escribes algo porque esperas controlarlo. Escribes acerca de experiencias en parte para comprender lo que significan, en parte para no olvidarlas con el tiempo. En el olvido. Pero siempre está el peligro de que suceda lo contrario. Perder el recuerdo de la experiencia en sí en el recuerdo de escribir sobre ello. Como la gente cuyos recuerdos de lugares a los que han viajado son de hecho solo recuerdos de las fotografías que tomaron allí. Al final, la escritura y la fotografía probablemente destruyen más del pasado de lo que sin duda lo conservan. Así que podría suceder: al escribir sobre alguien a quien has perdido -o incluso nada más que hablando demasiado sobre ese alguien- puede que lo estés enterrando para bien.

Lo que pasa es que, ni siquiera ahora, puedo decir a ciencia cierta si estaba enamorada de él. He estado enamorada bastantes veces y nunca tuve dudas al respecto. Pero con él… Bueno, ahora qué más da. Quién podría decirlo. ¿Qué es el amor? Es como un intento místico de definir la fe que leí en alguna parte: No es esto, no es aquello. Es como esto, pero no es esto. Es como aquello, pero no es aquello.

Pero no es cierto que nada haya cambiado. No es que vaya a emplear palabras como curación, recuperación o pasar página, pero soy consciente de algo distinto. Algo que parece una preparación, a lo mejor. No estoy aún ahí pero sí al borde de soltar algo. De dejarlo ir.

Mensaje de texto: ¿Cómo andas? ¡Tu casa ya en orden!

Mi héroe.

Ahora estoy pensando en la mujer que es dueña de esta casa. Que lo fue. Una mujer a la que no conozco. Han dejado totalmente vacíos los tres pequeños cuartos, salvo lo imprescindible. Olvidada probablemente por error: una fotografía en blanco y negro en un marco plateado que cuelga de la pared del dormitorio. Una pareja, sin duda ella y su marido, de pie junto a un coche. (¿Por qué la gente de aquel entonces siempre posa para las fotos de pie junto a un coche?) Él lleva su uniforme del ejército estadounidense, ella viste al estilo de la época: grandes hombreras, pelo ondulado, zapatos de Minnie Mouse. Atractivo-bonita. Jóvenes. Unos niños. Sé que él murió hace más de una década. Parece que ella se las arregló muy bien sola hasta el año pasado, en que todo empezó a fallar al mismo tiempo. De ser una nadadora y una jardinera llena de energía, se ha vuelto incapaz. Sin piernas, ni ojos, ni oídos, ni dientes, sin cuerda. Casi sin memoria. Cada vez menos cabeza.

Cuándo plantaría esas rosas. Ahora totalmente en flor, las rojas y las blancas. Una fragancia que te hace decir Aaah. Pienso lo mucho que le han tenido que gustar, año tras año, y enorgullecer. Lo que me pone triste no es tanto el pensar que seguro que las echa de menos como que ya ni es capaz de echarlas de menos. Lo que echamos en falta -lo que perdemos y lo que lloramos-, ¿no es eso lo que nos hace quienes, en lo más profundo, somos de verdad? Y ni mencionar lo que quisimos en la vida pero nunca llegamos a tener.

Definitivamente, así es superada cierta edad. Una edad menor de lo que a la gente le gustaría pensar.

Veo que el sol te ha dejado fuera de combate, pero no nos excedamos, eh. Se supone que hoy va a pasar de los treinta grados.

Quizá debiera ofrecerte agua. Y también un rico vaso de tubo de té frío para mí.

Ay, mira eso. Son mariposas. Un enjambre entero, flotando como una nubecita blanca por todo el césped. No creo haber visto tantas volando juntas así, suelen volar a pares. Blanquitas de la col, creo que son. No alcanzo a ver si tienen puntos negros en las alas.

Deberían tener cuidado contigo, oh comedor de insectos. Un bocado de esa mandíbula se llevaría por delante a casi todas. Pero ahí van, directas hacia ti, como si no fueras más que una roca gigante sobre la hierba. Te riegan como confeti y tú ¡ni parpadeas!

Ay, ese sonido. ¿Qué habrá visto esa gaviota para dar un graznido así?

Las mariposas están de nuevo en el aire, de retirada, en dirección a la costa.

Quiero decir tu nombre, pero la palabra se muere en mi garganta.

¡Oh, amigo mío, amigo mío!