11

¿Cómo tendría que acabar la historia? Llevo un tiempo imaginando que acaba así.

Una mujer sola en su apartamento una mañana, preparándose para salir. Uno de esos días del principio de la primavera con ratos tanto de sol como de nubes. Posibilidad de un chubasco, más tarde. La mujer lleva despierta desde el amanecer.

¿Qué hora es ahora?

Las ocho en punto.

¿Qué ha hecho la mujer desde que se ha despertado hasta las ocho?

Durante una media hora se ha quedado en la cama intentando volverse a dormir.

¿Sufre la mujer de ese tipo particular de insomnio: despertarse con frecuencia, incapacidad para mantenerse dormida?

Sí.

¿Cuando le ocurre esto hay algún truco que intente para volverse a dormir?

Contar hacia atrás desde mil. Enumerar, por orden alfabético, todos los estados de la Unión. Esta mañana, sin embargo, nada ha funcionado.

Así que se ha levantado. ¿Y entonces…?

Ha hecho café. Un expreso preparado en una cafetera italiana individual que se compró hace poco y que cree que le gusta más que la de émbolo que usaba antes y que hace un mes rompió sin querer. En general, disfruta de este ritual matutino. Preparar y beberse el café mientras escucha las noticias en la radio.

¿Qué noticias ha escuchado?

De hecho, esta mañana está preocupada y la verdad es que no las ha estado escuchando.

¿Ha comido algo?

Medio plátano en rodajas en una taza de yogur natural mezclado con pasas y nueces.

¿Qué ha hecho después del desayuno?

Ha mirado su correo. Ha respondido un mensaje, una pregunta de la librería de la universidad acerca de unos libros que pidió para un curso. Ha confirmado una cita con el dentista. Se ha duchado y ha comenzado a vestirse. Pero sigue dudando por el tipo de día que hace. ¿Será muy abrigado un suéter? ¿Será demasiado ligero su impermeable? ¿Debería llevarse el paraguas? ¿Y un gorro? ¿Guantes?

¿Adónde va la mujer esta mañana?

A visitar a un viejo amigo que está en el hospital.

¿Qué decide ponerse finalmente?

Unos vaqueros y una chaqueta de punto sobre un jersey de cuello de cisne. Su impermeable con capucha.

¿Cómo va la mujer a casa de su amigo?

Toma el metro desde Manhattan a Brooklyn.

¿Se para en algún sitio por el camino?

En una floristería cercana a la estación de metro de Manhattan, donde compra unos narcisos.

Y cuando se baja en su parada, ¿va directamente a casa de su amigo?

Sí. Miradla llegar a su edificio de piedra rojiza.

¿El amigo al que va a visitar también vive solo?

No, vive con su mujer. Que no está en casa esta mañana porque está trabajando. Pero hay un perro. Lo oye ladrar al sonar el timbre. La puerta se abre y sale el hombre, saludando a la mujer con un abrazo. El hombre va vestido -por casualidad- igual que ella bajo su impermeable: vaqueros azules, jersey de cuello de cisne negro, chaqueta de punto gris. Ambos siguen fuertemente abrazados durante unos instantes mientras el perro, un perro salchicha en miniatura, ladra y salta hacia ellos.

Ahora están instalados en el cuarto de estar, bebiendo el té que el hombre ha preparado para los dos. En un platillo hay unas cuantas galletas de mantequilla intactas. Los narcisos han sido colocados en un pequeño florero de cristal en una zona soleada del alféizar donde resplandecen con un brillo de neón que (la mujer no puede evitar pensar) los hace parecer falsos. Uno de los tallos se ha curvado y la flor cuelga como avergonzada o tímida por ser el foco de atención.

Ahora se ve que el hombre tiene la palidez y el aspecto demacrado de un convaleciente. Su voz suena fatigada, como si fuese un esfuerzo hablar por encima de un susurro. Se respira estrés, como si algo fuese a explotar o a romperse. El perro lo nota y por esta razón es incapaz de relajarse, aunque permanece muy quieto en su cesta de mimbre. El hombre habla y el perro, al oír su nombre, mueve el rabo.

«Quiero agradecerte de nuevo que te ocuparas de Jip.»

«Oh, no me dio ningún problema -dice la mujer-. Me gustó tenerlo. Era como tener un pedacito peludo de ti en casa.»

«Ja», prosigue el hombre, y la mujer dice: «Estoy contenta de haber sido de ayuda.»

«Y fuiste de gran ayuda -le asegura el hombre-. Jip es un buen chico, pero está mimado y necesita mucha atención. Y mi pobre mujer ya ha tenido bastante de lo que ocuparse.» Una pausa. El hombre baja la voz. «Por cierto, quería preguntarte qué fue exactamente lo que te contó ella.»

«Que estaba en un viaje de trabajo y su vuelo se retrasó debido a una tormenta en Denver. Y que intentó llamarte desde el aeropuerto pero no respondías. Entonces cancelaron el vuelo y tomó un taxi a casa y, cuando llegó, vio la nota para la señora de la limpieza avisándola de que no entrase. Y de que llamase al 911.»

El hombre no mira a la mujer cuando esta habla. Clava la mirada en los narcisos del alféizar, entornando los ojos como si su luminosidad le hiriera la vista. Cuando ella deja de hablar, él espera, como deseando más, y, cuando no hay más, dice: «Si un estudiante metiera eso en un relato le diría: Es demasiado fácil.»

En ese momento una nube empaña el sol y la sala se oscurece. La mujer tiene un acceso de pánico, alarmada ante la punzante amenaza del llanto.

«Lo tenía todo previsto -dice el hombre-. Había llevado a Jip a la guardería canina. La señora de la limpieza tenía planeado venir a la mañana siguiente.»

«Pero ¿cómo estás ahora? -pregunta la mujer en voz un poco alta, sobresaltando al perro-. ¿Cómo te sientes?»

«Deshonrado.»

La mujer comienza a protestar pero el hombre la corta. «Es cierto. Me siento humillado. Pero es una reacción común.»

Lo sé, calla la mujer. He estado leyendo sobre el suicidio.

«Pero eso no es todo lo que siento -dice el hombre, subiendo la barbilla-. Resulta que no soy nada especial. Estoy como la mayoría de los suicidas fallidos: contento de haber sobrevivido.»

Desconcertada, la mujer dice: «Bueno, ¡me alegra oír eso!»

«Sigo preguntándome, sin embargo, por qué no siento más -prosigue el hombre-. Gran parte del tiempo me siento confuso o adormecido, como si todo hubiera ocurrido hace cincuenta años o incluso nunca. Pero en parte se debe a la medicación.»

La nube se había dispersado y la luz se filtraba de nuevo.

«Seguro que estás contento de estar en casa», dice la mujer.

El hombre hace una pausa. «Desde luego que estoy contento de haber salido del hospital. Parecen haber pasado meses en lugar de semanas. La verdad es que no hay mucho que hacer en un pabellón psiquiátrico. Lo que lo empeoró más aún fue que no podía leer, mi concentración estaba hecha polvo, olvidaba cada frase en cuanto la terminaba. Y como no quería que la gente supiera lo que había ocurrido, no podía recibir visitas. Por cierto, tú sigues siendo la única que conoce la historia al completo sin ser de la familia. Por ahora quiero que siga siendo así.»

La mujer asiente.

«No es que fuese una experiencia totalmente negativa -añade él-. Y sigo recordándome: Cuando a un escritor le sucede algo malo, por terrible que sea, siempre hay algo rescatable.»

«Vaya -dice la mujer sentándose recta-. ¿Eso quiere decir que vas a escribir sobre ello?»

«Creo que es posible que sí.»

«¿Como ficción o como memorias?»

«No tengo ni idea. Es demasiado pronto. Necesito tomar cierta distancia.»

«¿Y ahora estás escribiendo? ¿Has sido capaz de escribir?»

«Bueno, de hecho, eso era algo de lo que quería hablarte. ¡Teníamos un pequeño taller en el pabellón! Era parte de la terapia de grupo. Había una mujer, una terapeuta recreativa, así las llaman. Nos hizo escribir poesía en lugar de prosa, porque no teníamos mucho tiempo, dijo, pero sin duda también por otras razones. Y nos hizo leer a todos en voz alta lo que habíamos escrito. Sin análisis, sin crítica. Solamente compartirlo, ya sabes. Todo el mundo escribió cosas atroces y todos los demás se entusiasmaban. Toda esa poesía espantosa que no era poesía, ya te imaginas qué tipo de cosas. Voces temblorosas y quebradas, algunos se eternizaban para superarlo. Y todo el mundo era completamente sincero, se veía lo mucho que significaba para ellos tener una oportunidad de desahogarse y ver que podían hacer llorar a la gente. Y vaya si hubo lágrimas. Y cada poema obtuvo su ronda de aplausos. Fue muy extraño. En todos mis años como profesor nunca he estado cerca del tipo de emoción que sentí en esa sala. Era muy conmovedor, muy extraño.»

«Me cuesta imaginarte en esa situación.»

«Créeme, no es que se me escapase la ironía. Al principio pensé que no quería tener nada que ver con todo aquello, igual que rechazaba los libros para colorear que seguían animándonos a usar, no solo para pasar el rato sino porque colorear se supone que reduce la ansiedad. Pero eso era problemático porque todos sabían que yo era escritor y profesor de escritura y habría quedado como el más horrible de los esnobs. Como digo, la vida en aquel pabellón era muy aburrida. No podía leer y me negaba a salir fuera, me daba terror toparme con algún conocido y tener que explicarle lo que estaba haciendo en el cine o en un museo con una enfermera y una panda de chiflados. Al menos el taller era una distracción, un modo de matar algo de tiempo. Y luego, para ser completamente sincero, estaba la terapeuta. No era espectacular pero era joven y algo sexy, y ya me conoces. Quería que me prestase atención. Por más que yo fuera un paciente con problemas mentales y lo suficientemente viejo como para ser su abuelo, seguía queriendo impresionarla. Realmente, quería tirármela, aunque no tuviera la menor esperanza de ello. De todos modos, no había escrito poesía desde que estudiaba en la universidad y había algo bastante maravilloso en volver a hacerlo después de todos esos años. Recordaré esa ronda de aplausos hasta que me muera. Y la gran sorpresa fue… He seguido haciéndolo.»

«¿Estás escribiendo poesía?» La mujer siente otro acceso de pánico al pensar que le pedirá que lea algo de esa poesía o, peor, que se tendrá que sentar y escucharlo leérsela.

«Bueno, nada que le vaya a mostrar a nadie en este momento -dice el hombre-. Pero ahora me es más fácil trabajar en cosas cortas. La idea de escribir algo más largo francamente me asusta. Y también volver al libro en el que estaba trabajando. (¡Como un perro a su vómito!) Ya está bien de hablar de mí. ¿Qué andas haciendo tú?»

Le cuenta al hombre sobre el nuevo curso que está dando. Vida y relato. La ficción como autobiografía, la autobiografía como ficción. Escritores como Proust, Isherwood, Duras, Knausgård.

«¡Que tengas suerte para hacer que los niñatos lean a Proust! ¿Y qué tal el texto en el que estabas trabajando? ¿Lo terminaste?»

«No, lo dejé.»

«¡Oh, no! ¿Por qué?»

La mujer se encoge de hombros. «No funcionaba. En parte porque seguía sintiéndome culpable, como si estuviese usando a la gente sobre la que escribía. No puedo explicar con precisión por qué sentía eso, pero así era. Y ya sabes lo que pasa con la culpa, es como cuando suena el río: agua lleva.»

«Pero eso es una bobada -dice el hombre-. Todo es material para el escritor, solo depende de cómo lo uses. ¿Te habría animado yo a escribir algo que pensase que era inapropiado?»

«No. Pero lo cierto es que cuando me sugeriste que escribiese sobre esas mujeres no estabas pensando en ellas sino en mí. Era algo que sería bueno para mí. Me publicarían, me leerían, me pagarían.»

«Sí, eso es lo que hacen los escritores, se llama periodismo, pero no me digas que no había otras buenas razones.»

«Quizá, pero no importa. Porque la verdad es que no lo podía hacer. Lo digo literalmente. Escribiría algo como “Oksana es una mujer de veintidós años de rostro pálido y redondo, pómulos huesudos y pelo con mechas rubias, que habla con un ligero acento ruso”. Luego leería lo que había escrito y me darían náuseas. Y no podría seguir. No encontraría las palabras. Terminé con la investigación. Tomé muchas notas. Y me sentaría preguntándome qué esperaba hacer con todos esos testimonios de violencia y crueldad, ese catálogo de detalles atroces. ¿Organizarlo en una narrativa que cautive? Y si lo hiciera, si lograse encontrar las palabras precisas y el tono adecuado, si lograse plasmar todo ese verdadero horror, en buena prosa sencilla, ¿qué significaría eso? Como mínimo, creo, escribirlo me ayudaría a mí, la escritora, a comprender mejor, pero yo sabía que eso era una ilusión. Escribir no iba a acercarme a comprender la maldad que tenía ante mí. Y no iba a hacer nada por las víctimas, sí, esa certeza dolorosa también era ineludible. Lo único que puedo afirmar con seguridad, y creo que en general es cierto para proyectos como ese, era que la persona importante implicada en ello es siempre quien escribe. Y comencé a sentir que había algo no solamente egoísta sino cruel, despiadado incluso, en lo que estaba haciendo. Me asqueaba la actitud forense que parece ser un requisito del género.»

«Entonces habría funcionado mejor si hubieras intentado convertirlo en ficción», dice el hombre.

La mujer se estremece. «Peor aún. ¿Convertir a esas chicas y mujeres en personajes vívidos e interesantes? ¿Mitologizar y novelizar su sufrimiento? No.»

El hombre da un suspiro exagerado. «Conozco ese argumento y no lo compro. Si toda la gente se sintiera como tú, el mundo permanecería ignorante hacia cosas que tiene buenas razones para conocer. Los escritores han de dar testimonio, esa es su vocación. Alguien diría que el escritor no ha recibido una vocación más elevada que la de dar testimonio de la injusticia y el sufrimiento.»

«He pensado mucho en eso desde que Svetlana Alexievich ganó el Nobel -dice la mujer-. El mundo está lleno de víctimas, dice Alexievich. Gente corriente que experimenta sucesos espantosos pero a la que nunca se la escucha y que acaba por ser olvidada. Su objetivo como escritora, dice, es proporcionar palabras a esa gente. Pero ella no cree que se pueda hacer por medio de la ficción. Ya no vivimos en el mundo de Chéjov, dice, y la ficción no es precisamente muy buena para abordar nuestra realidad. Necesitamos ficción documental, historias sacadas de la vida corriente, de los individuos. Sin invención. Sin punto de vista autoral. A sus libros, ella los llama novelas en voces. También he oído llamarlos novelas de testimonio. La mayoría de sus narradores son mujeres. Ella piensa que las mujeres funcionan mejor como narradoras porque examinan sus vidas y sentimientos de una forma en que los hombres no suelen hacerlo, más intensamente y… ¿Por qué sonríes?»

«Solo pensaba en la razón por la que los hombres deberían dejar de escribir del todo.»

«Alexievich no dice eso. Pero sostiene que si quieres llegar a las profundidades de las emociones y la experiencia humanas es necesario dejar hablar a las mujeres.»

«Pero silenciar a la propia escritora.»

«Así es. El objetivo es permitir a aquellos que viven realmente el sufrimiento dar también el testimonio y que el rol del escritor se limite a otorgarles poder.»

«Se ha afianzado, ¿verdad? Esta idea de que lo que hacen los escritores es en esencia vergonzoso y de que todos somos de algún modo personajes sospechosos. Cuando daba clases me di cuenta de que, cada año, la consideración que tenían mis estudiantes de los escritores parecía haberse hundido un poco más. Pero ¿qué indica que los que quieren ser escritores vean a los escritores de una forma tan negativa? ¿Te imaginas a un estudiante de danza que pensase así del New York City Ballet? ¿O a jóvenes atletas menospreciando a los campeones olímpicos?

«No. Pero los bailarines y los atletas no se consideran tan privilegiados y los escritores sí lo son. Para empezar, para convertirte en escritor profesional en nuestra sociedad has de ser un privilegiado, y la sensación es que la gente privilegiada no debería seguir escribiendo, no hasta que hayan podido encontrar una manera de no escribir sobre sí mismos, porque eso no hace sino promover las intenciones ocultas de la supremacía blanca y del patriarcado. Tú te burlas, pero no me negarás que escribir es una actividad elitista y egocéntrica. Lo haces para conseguir atención y para situarte en el mundo, no lo haces para hacer del mundo un lugar mejor. Por supuesto que habrá algo de vergüenza vinculada a ello.»

«Me gusta lo que dijo Martin Amis: condenar el egocentrismo en los novelistas es como condenar la violencia en los boxeadores. Hubo una época en la que todo el mundo lo entendía así. Y hubo una época en la que los jóvenes escritores creían que escribir era una vocación, como ser monja o sacerdote, lo dijo Edna O’Brien. ¿Te acuerdas?»

«Sí, y también me acuerdo de Elizabeth Bishop cuando decía que no hay nada más vergonzoso que ser poeta. El problema del autodesprecio no es nuevo. Lo que es nuevo es la idea de que son las personas con historias vitales marcadas por las mayores injusticias quienes tienen el mayor derecho a ser escuchados y que ha llegado el momento de que no solamente se abran un hueco en las artes sino que las dominen.»

«Aunque es una especie de círculo vicioso, ¿no? Los privilegiados no deberían escribir sobre sí mismos, porque eso promueve las intenciones ocultas del patriarcado imperialista blanco, pero tampoco deberían escribir acerca de otros grupos, porque eso sería apropiación cultural.»

«Por eso encuentro a Alexievich tan interesante. Si vas a usar literariamente a un grupo oprimido, necesitas encontrar un modo de dejarlos hablar y mantenerte apartado. La razón por la que a la gente le da repelús la idea de que tengas que estar dotado para escribir es que eso deja muchas voces fuera. Alexievich hace posible que se escuche a la gente, que se cuenten sus historias, puedan ellos o no escribir bellas frases. Otra recomendación es que si escribes sobre un grupo oprimido dones tus honorarios a una causa en su ayuda.»

«Lo cual es inviable si necesitas ganarte la vida. De hecho, ateniéndose a esas reglas, ¡solamente los ricos podrían permitirse escribir lo que quisieran! Bien, para mí, la única pregunta sería es si el estilo de ficción no ficcional de Alexievich produce obras tan buenas como la ficción ficcional. Yo mismo tiendo a coincidir con Doris Lessing, que pensaba que la imaginación se acerca mejor a la verdad. Y no compro esa idea de que la ficción ya no es capaz de retratar la realidad. Yo diría que el problema está en otra parte. Eso es otra cosa que noté en los estudiantes: lo mojigatos que se han vuelto, lo intolerantes que son ante cualquier debilidad o falla en el carácter de un escritor. Y no estoy hablando de racismo o misoginia evidentes. Estoy hablando de cualquier mínima señal de insensibilidad o inclinación, cualquier indicio de problema psicológico, neurosis, narcisismo, obsesión, malos hábitos, cualquier excentricidad. Si un escritor no da la impresión de ser el tipo de persona que querrían tener como amigo, lo que indefectiblemente significa alguien avanzado y de vida sana, que le den. Una vez una clase al completo se mostraba de acuerdo en que, por mejor escritor que fuese Nabokov, un hombre así, esnob y perverso a sus ojos, no debería formar parte de la lista de lecturas de nadie. Un novelista, como cualquier buen ciudadano, ha de ajustarse a la norma, y la idea de que una persona pueda escribir lo que le dé la gana, independientemente de la opinión ajena, era impensable para ellos. Por descontado, la literatura no puede cumplir con su tarea en una cultura así. Me entristece lo politizada que se ha vuelto la escritura, pero a mis estudiantes eso les parece estupendo. De hecho, algunos quieren ser escritores precisamente debido a eso. Y si les rebates algo, si intentas hablar con ellos sobre, pongamos, el arte por el arte, se tapan las orejas y te acusan de ser un profesor que sermonea. No quiero sonar demasiado autocompasivo, pero, cuando uno está tan en desacuerdo con la cultura y sus temas del momento, qué sentido tiene dedicarse a esto.»

Y no quiero sonar demasiado cruel, se calla ella, pero no se te echará de menos.

«En cualquier caso, lamento que no siguieras con ese texto -dice-. Sabes que quería que lo terminases.»

«Si te soy sincera -dice la mujer-, había otra razón. Me distraje. Comencé a escribir otra cosa.»

«¿Sobre qué?»

«Sobre ti.»

«¡Sobre mí! Qué extraño. ¿Qué diablos te llevó a decidir escribir sobre mí?»

«Bueno, no es que lo planease. Fue durante las Navidades, justo cuando estaba viendo ¡Qué bello es vivir! Seguro que la has visto.»

«Muchas veces.»

«Y sabes de qué trata. A Jimmy Stewart, George Bailey, le impide quitarse la vida un ángel que le enseña la gran pérdida para el mundo que habría supuesto que él no hubiera existido. Estaba sentada allí viéndola con Jip, tenía a Jip sobre el regazo, y entonces pensé en ti, es decir, todo el tiempo estaba pensando en ti cuando me enteré de lo ocurrido, preguntándome si te pondrías bien.» (Aquí la mirada del hombre vuelve a reposar sobre las flores del alféizar.) «Pensaba en que te habías escapado por los pelos. Y me olvidé por completo de la película y comencé a imaginar cómo sería si no te lo hubieran impedido. Después de todo, fue pura suerte o quizá tengas un ángel de la guarda. En cualquier caso, no podía dejar de pensar en ello. ¿Y si no te hubieran encontrado a tiempo? Y supe que eso era sobre lo que necesitaba escribir.»

Si el hombre estaba pálido antes, ahora está tan blanco como el papel. «¿He oído bien? Por favor, dime que no.»

«Lo siento -dice la mujer-. Debería haberte dicho que es ficción. Lo camuflé todo.»

«Ay, por favor. ¿Te crees que no sé lo que significa eso? Que me cambiaste el nombre.»

«En realidad, no usé nombres. Dejé sin nombre a todos. Salvo al perro.»

«¿Jip? ¿También aparece Jip?»

«Bueno, no exactamente Jip. Hay un perro. Es un personaje importante. Y tiene un nombre: Apollo.»

«Un nombre más bien grandioso para un perro salchicha en miniatura, ¿no te parece?»

«Ya no es un perro salchicha. Como te dije, es ficción, todo es diferente. Bueno, todo no. Por ejemplo, rescaté el detalle de que te lo encontraste en el parque. Pero ya sabes cómo funciona eso. Metes algunas cosas de la vida, otras te las inventas, cuentas muchas medias mentiras y medias verdades. Así que Jip se convierte en un gran danés. Y a ti te convertí en un señor inglés.»

El hombre se queja. «¿Y no me podías haber hecho italiano al menos?»

La mujer se ríe. «Eso es lo que aprendí de Christopher Isherwood sobre convertir a una persona real en un personaje de ficción. Es como cuando te enamoras, dice. El personaje de ficción es como el ser amado: siempre extraordinario, nunca una persona como las demás. Así que dejas fuera los detalles que asemejan a esa persona a todos los demás seres humanos. Y, por el contrario, tomas lo que te parece emocionante o intrigante, las cosas especiales que te hicieron en primer lugar querer escribir y las exageras. Yo sé que todo el mundo quiere ser italiano, pero desde que te conozco siempre me has parecido británico.»

«¿Y decidiste que dejase de ser judío, ya de paso?»

La mujer se vuelve a reír. «No. Pero te hice un poco más mujeriego de lo que realmente eres.»

«¿Solo un poco?»

«Ay. Te ha molestado.»

«Deberías haber sabido que me molestaría.»

«Lo sabía. Lo admito. ¿Cuándo le gusta a la gente que escribas sobre ellos? Pero algo tenía que hacer. Como te dije, desde el minuto en que supe lo que había ocurrido no pude dejar de pensar en ello. Así que hice lo que una hace cuando es escritora y está obsesionada con algo: lo transformas en una historia que esperas que sirva para hacerlo reposar o al menos para ayudarte a entender lo que significa. Aunque por experiencia sepamos que eso nunca funciona en realidad.»

«Sí, lo sé, no tienes que contarme todo esto. Y los escritores son de verdad como vampiros, tampoco tienes que contarme eso, estoy seguro de que alguna vez te lo conté yo. De nuevo, no se me escapa la ironía. Pero, como puedes ver, me has dado un buen susto. No sé qué pensar. ¿Qué es lo que has hecho? Ahora mismo podría decirte que lo siento como una traición. Una traición absoluta. Y, tras la conversación que acabamos de tener, he de preguntarte: ¿por qué convertirme a mí en objetivo fácil? Y al menos podrías haber esperado. Por Dios. Aún estoy yo en el hospital, en el peor momento de toda mi vida, y tú ya estás ante el ordenador produciendo páginas como churros. No es una imagen muy agradable. No. De hecho, me parece extremadamente ruin. ¿Qué clase de amiga…? Ay, debería darte vergüenza. No encuentras las palabras, ya veo. Me sorprende que puedas incluso mirarme a la cara. Y, si lo he entendido bien, ¿hay algo acerca de un perro? ¿El perro es un personaje principal? Por favor, dime que no le ocurre nada malo al perro.»

 

 

 

¡VENCE A LA PÁGINA EN BLANCO!